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Diario trágico de una joven maestra. 25/ 5 a 14/ 7 (página 2)



Partes: 1, 2

Con que al fin llegó?, desde esta mañana la estábamos esperando. Mi compadre Melco me había dado aviso de su llegada, dijo extendiéndome su mano con la inocente familiaridad de la gente campesina.

Y ella es su mamá?.

Sí señora.

Natividad, su servidora! Mucho gusto en conocerla, vamos para la sala. Se toman un chocolatico?

No, gracias. Almorzamos en Cuatro Esquinas, contesté.

Y cómo les fue en el viaje?

Muy bien.

Muy feo el pueblo, no?.

No lo hemos visto todavía. La niña no se va a acomodar aquí, está muy bonita para este pueblo!. Mírela tan relinda, tan elegante, decía mirándome con inocente éxtasis. Que cabellos tan abundantes, apenas pueden sujetarlo las horquillas y las peinetas. Qué bonito su camisón de zaraza morada y sus dos pañuelos, el que cubre su pecho y el negro anudado en su cabeza, y qué bien se ven los cordones cruzados de sus alpargatas. Su gracia majestuosa va a cautivar a muchos.

Están en su casa, hagan lo que les parezca. Voy a apurar la comida, dijo doña Casilda y salió a sus quehaceres.

Me acerqué a la ventana de la sala, que miraba a la plaza. En frente había dos casas pajizas con un largo corredor, era la escuela. A la derecha, la iglesia unida a una casa de teja con barandas verdes, la casa cural. Luego, una casa de dos pisos, la alcaldía, al lado otra casa, la cárcel.

La plaza tapizada de menuda hierba, tenía en el centro una gran cruz de piedra. En la Colonia allí enseñaban los españoles con azotes la doctrina a los indios. A los extremos de la plaza llegaban callejuelas fangosas que se extendían unos cuantos metros entre casuchas tristes y destruidas para luego perderse por senderos del llano a estancias vecinas.

La sombra de la tarde caía húmeda y fría sobre la llanura. Una tristeza mortal invadió mi alma al contemplar aquel pueblo a donde iba a enterrar mi juventud y mis sueños, a pasear sola la melancolía de mis recuerdos y la nostalgia incurable de mi amor. Mi alma meditabunda se entregó al ensueño y rememoró el pasado inmediato con la magia evocadora de los recuerdos. Volví a sentir aquellas vagas inquietudes con que el amor se anuncia en el alma, y aquellas tristezas que lo ensombrecen como nubes pasajeras. Uno a uno fueron brotando recuerdos de sitios en mi imaginación: el banco de piedra donde entre perfumes de rosas silvestres y murmullos de aguas fugitivas adivinamos el amor en nuestras miradas. El sitio del árbol caído al pie de la cerca donde en aquella tarde inolvidable Arturo me confesó su amor. La historia de Sofía en la Gruta…Oh! aquella Gruta templo de amor y de ensueño!. El beso de Arturo a Matilde, mis celos, mis espantosos celos. La confidencia en el bosque. Aquel beso de amor divino que compartimos y que abrió en mi alma la profundidad desmesurada de los celos.

Después en aquella noche lúgubre, el atentado salvaje, la humillación, la calumnia, el escándalo y mi partida súbita!… El abrazo de Sofía, el adiós de Arturo, sus tristezas, sus juramentos, la última caricia de sus labios, la ardiente comunicación de nuestras almas. Luego el viaje, la soledad, el abandono…

Entonces volví a la realidad de la vida. Los contornos del paisaje se desvanecían como las costas de un país de ensueño cuando se aleja. Todo se hundía en la sombra: el campanario, la iglesia, las casas pajizas, los sauces cercanos. Todo se esfumaba en una penumbra gris, en un crepúsculo sin belleza, en una calma abrumadora, en una tristeza infinita. El cielo mostraba profundidades misteriosas, transparencias tornasoladas. Las nubes cruzaban desgarrándose en el horizonte y ráfagas de viento helado de páramos cercanos hacían aun más triste la desaparición de una tarde brumosa sin rumores y sin luces. Algunas estrellas empezaban a alumbrar con luz pálida en el fondo plomizo del cielo. Solo una estrella brillaba como un gran jacinto de pétalos rojos encendidos, era Venus la estrella amada, la de los crepúsculos queridos, la de los sueños de amor.

Después, alrededor del pueblo la noche silenciosa, la calma profunda, el misterio de la sombra sobre la llanura dormida en una quietud religiosa. Las luciérnagas alumbraban el prado por instantes con luces fugitivas.

En el pueblo, la luz intermitente de algún ventorrillo y la lámpara de la casa cural, brillando tras el cristal de la ventana, constituían todo el alumbrado del pueblo en tinieblas. Mi madre que me acompañaba permanecía asombrada y feliz, como una niña que va por primera vez al campo.

Jueves 2 de junio. Instalación con mi madre en la escuela

Ayer, nos trasladamos con mi madre a las casa de la escuela y tratamos de embellecer aquellas ruinas húmedas y tristes. En una casa estaba el salón de enseñanza. En la otra había tres piezas, una para mi madre, otra para mí, y en la más cercana al salón establecimos la sala de recibo. En la sala, trasformamos las bancas en sofás, forrándolos con alfombrillas y colocándoles cojines de lana y seda. Dos grandes cajones que seguramente habían venido con libros, los forramos con una tela azul, y simulando consolas los arrimamos a dos paredes enfrentadas. Sobre cada una de las consolas improvisadas colocamos un lujo inusitado en el pueblo, algo que encontramos en un viejo baúl, dos lámparas de mesa.

Decoramos las paredes con algunos retratos de láminas de flores y algunas baratijas en lujosos marcos. Con una de las cortinas blancas que trajimos, separamos la sala de recibo de una de las alcobas, con la otra cubrimos la abertura de la ventana. El retrato de mi padre con una sonrisa cariñosa, desde una de las paredes presidía la sala. La luz que entraba daba a aquella humilde pieza un ambiente coqueto y silvestre, en el que distraía mis tristezas. En él, con estudio y trabajo mitigaba también mi dolor. Era el rincón apacible donde me entregaba con frecuencia a mis sueños.

Lunes 6 de junio. Visita de la junta de instrucción del pueblo

Temprano en la mañana recibí la visita de la junta de instrucción del pueblo; el señor alcalde, su esposa y sus dos hijas y el señor cura. El alcalde gordo y rojizo, como pariente de doña Casilda, la posadera del lugar. Vestía una ruana gris con anchas rayas negras, un inmenso sombrero de jipijapa y unos botines amarillos. El cura joven, alto y airoso de voz ronca y mirada atrevida, labios sensuales y complexión sanguínea. Bien ceñida al talle la sotana y bastante alta para dejar ver unas medias finas de seda y sus zapatos charolados y con hebillas de plata. Por su compostura y su cuidado seguramente era un sacerdote de las últimas emisiones que lucían el traje de los abates franceses. La sorpresa y el temor se apoderaron de mi madre cuando vio entrar al párroco. Su educación humilde y su impostura religiosa le hacían ver a los sacerdotes como cosas santas. Temblando se atrevió a tomar la mano que el presbítero le extendía.

Los recibí con amabilidad y dignidad. Hablamos de instrucción y religión, sin dejar conocer la superioridad de mis conocimientos pedagógicos. Posiblemente por no sufrir de la fe del alma sin luces de mi madre, el presbítero se mostró encantado y deslumbrado conmigo. Percibí que mi opositor se desarmaba y este pequeño primer triunfo me llenó de alegría.

Domingo 6 de julio. Mi primer mes en la escuela

Ya he cumplido un mes de trabajo en esta escuela. Todas las tardes cuando termino mis tareas, quedo sola e intento buscar distracción en la lectura de mis autores predilectos. Pero poco a poco algunos pensamientos me dominan, el libro se cae de mis manos y me entrego a remembranzas dolorosas. Mi mirada se pierde en el horizonte siguiendo alguna caprichosa nube, o mirando al oriente los matices azules del cielo misterioso y profundo, a intervalos con copos de nubes blancas, o al occidente los tintes desde nacarinos hasta púrpura de los últimos rayos de sol, que rojo y vacilante en el ocaso ilumina la campiña lóbrega.

Entonces cerraba los ojos y me entregaba a mis sueños de amor. Qué harían en "La Esperanza"?. A esta hora, entonces, asida del brazo de Arturo y seguida de Sofía regresábamos lentamente a la casa. Me separaba arrullada por las últimas palabras de amor y agitada con la pasión de aquellas pupilas adolescentes y tempestuosas.

Repetidamente me preguntaba: Que había pasado con el primer amor de mi vida. Se había terminado ese tierno idilio y ahora tenía que consumir mi juventud sola y triste en esta lejana aldea?. Mis ojos se llenaban de lágrimas, me ponía de pie y silenciosa entraba a la alcoba en busca de mi madre.

Domingo 13 de julio. Alegría y dolor con las primeras cartas

En la tarde del viernes estaba entregada a mis fantasías cuando una voz en el corredor me sorprendió: Buenas noches señorita!, Mauricio!, exclamé al reconocer al muchacho que en "La Esperanza" cuidaba los caballos. De dónde vienes?. De la hacienda. El niño Arturo me pidió le trajera unas cartas. Don Crisóstomo y doña Mercedes no saben nada!. Su merced ya sabe que el niño Arturo tiene confianza en mí, agregó el muchacho con mirada cariñosa y voz socarrona.

Y todos están bien?. Todos buenos, solo el niño Arturo estuvo enfermo. De qué?. De una fiebre que le empezó precisamente el día siguiente de haberse venido su merced. Por el capricho de no acostarse y pasar toda la noche en el jardín se alunó. Pero ya está bien?. Sí señorita el doctor Rueda lo paró!. Y Sofía?. Bien pero muy triste también. Y los demás?. El amo Crisóstomo se fue para Bogotá y no ha vuelto. Doña Mercedes y la niña Matilde están bien.

De dentro de un pañuelo que escondía en la copa del sombrero sacó unas cartas. Prácticamente las arrebaté de sus manos y temblorosa entré a la sala. No acertaba ni a encender las lámparas y deseaba estar sin testigos.

Mamá!, mamá! Señora!. Por favor prepárale algo de comer a Mauricio, que viene de "La Esperanza".

Una vez sola abrí la primera carta. Un olor a violetas que se escapó de aquella hoja blanca me entristeció.

"Señorita, decía Sofía:

Al fin Arturo se ha levantado y podemos despachar a Mauricio.

Que tristes hemos estado! La casa es un desierto desde que usted se fue, mi papá en Bogotá, mamá no sale de su cuarto; Matilde no quiere vernos porque hablamos de usted; Arturo estuvo muy enfermo diez días con una fiebre violenta. ¡Qué angustia tuve!, creí que iba a morirse, ¡pobrecito!. Deliraba mucho con usted; la llamaba a gritos, decía horrores contra papá; se ponía tan furioso, que eran necesarios dos sirvientes para sujetarlo.

Felizmente, todo eso ha pasado; Arturo está ya mejor, aunque muy débil; está inconocible, no es ni la sombra del Arturo de antes. La nostalgia lo mata. Yo intento distraerlo, paseamos juntos, hablamos de usted, y vamos a sentarnos al banco aquel donde nos sentábamos todas las tardes, cuando usted estaba aquí, pero allí se entristece más y llora mucho.

¡Ah, cómo la quiere a usted! Él, vacilaba en escribirle, y yo lo he animado: Contéstele, señorita; su silencio lo mataría.

Es a escondidas que escribimos estas cartas y despachamos a este peón; Arturo va con ellas a esperar a Mauricio en la venta de Laurencio, para dárselas allí, y que salga esta misma tarde; es por eso que no escribo más largo.

Adiós, señorita, adiós: Escríbanos. No nos olvide, ya que nosotros la queremos tanto.

Sofía"

Mientras leía esta carta ingenua y melancólica, estrujaba en mis manos y contra mi corazón la otra. Al abrirla cayeron sobre la mesa, cerca a la lámpara, pétalos amarillos de una rosa. Los llevé a mis labios, besé después la carta y empecé a leerla. Era la de un niño enamorado y triste, sencilla, apasionada y tierna:

"Señorita, decía:

Perdone usted si me atrevo a escribir sin autorización suya. No me siento con fuerzas para callar más largo tiempo. Es mucho lo que he sufrido y lo que sufro.

¡Qué noche aquélla la noche de su partida!. No había luna y llovía a torrentes. La noche y el agua me sorprendieron sentado en el banco aquél, frente a la ventana de su cuarto, recordando noches más felices y pensando que acaso no volveré jamás a ser dichoso. Leal, mi único compañero, aullaba a mis pies, como si notase su ausencia y comprendiese mi dolor. Al día siguiente amanecí enfermo. Diez días estuve entre la vida y la muerte…¡Dios sabe que deseaba morir!.

¿Para qué vivir ya después de lo que ha pasado?. Si yo tuviese seguridad para ser querido por usted, amaría la vida, pero, ¿qué derecho tengo a esperar que eso suceda?. Usted es joven, inteligente, bella, se casará muy pronto y se avergonzará entonces de haber dado oídos a un muchacho como yo. Esta es la idea que me mata. Yo no sé como es ese pueblo, pero aborrezco ya a todos los mozos de allí. Pienso irme a Bogotá, porque todo aquí me es odioso. Si no hubiese sido por la Gaceta que usted mandó, y en la que publicaron su nombramiento, ¿Cómo habríamos sabido de usted?. Yo pensaba, apenas me repusiera, ir a casa de su mamá para preguntarle por usted o verla si estaba allí.

Quisiera decirle muchas cosas pero no sé escribirlas. ¿Ha pensado usted en nosotros? ¿Se ha acordado alguna vez de mí? Aquí, para mí la vida es un martirio, porque todo me habla de usted y todo está poblado de recuerdos suyos, recuerdos que hoy me son tristes. El tronco del jardín y el tronco del sauz de las lavanderas, son los lugares a donde voy a entregarme a mis pensamientos. ¿Se acuerda usted de aquel último sitio? Yo no lo olvidaré jamás. ¡Cuantas rosas amarillas han nacido y se han marchitado desde que usted se fue! Yo las hago regar y las cuido, porque me parece que tienen algo de usted y saben algo de mis desgracias. Sofía parece comprenderlo así, porque las cuida también mucho. ¡Qué hubiera sido de mí sin esta hermana cariñosa! Los dos vivimos aislados y nos apartamos de todos para hablar de usted, ella me ayuda a sufrir y me consuela. Ha sido ella quien me ha animado a escribir. ¿Me contestará usted? ¡Oh! ¡Qué feliz sería con una carta suya! Sea usted generosa y escríbame. Pruébeme que usted se acuerda alguna vez de mí, ya que de hacerlo ha de ser mientras viva, porque la amo mucho, mucho… yo no dejo un momento de pensar en usted y no dejaré de hacerlo.

Arturo"

Leí y releí la carta, la acerqué a mis labios, estaba húmeda de lágrimas. Volví a leer la carta de Sofía. Arrullada por el concierto de estos afectos cerré los ojos y lloré copiosamente. De pronto entró mi madre. ¿Qué tiene? ¿Qué le pasa? Que estoy muy feliz y lloro de alegría!. Mi madre satisfecha porque su hija estaba contenta no dijo nada y se volvió a su alcoba.

Escribí en mi diario hasta tarde, deshojé una de las rosas del florero que estaba sobre la mesa, escribí algo en uno de los pétalos, lo puse dentro de la carta de Arturo, me fui al lecho y apretando contra mi corazón las cartas humedecidas de besos y lágrimas, me dormí sonriendo de amor.

Lunes 14 de julio. El hijo del alcalde me mira mucho

Ayer domingo, poco antes de la misa cuando entraba con las niñas a la iglesia, un joven, de pie en el atrio, estaba junto a otros amigos me observaba deslumbrado. Era un mocetón de unos 20 años, alto, moreno, robusto. De cabellos, cejas y bozo naciente negros. Su aspecto era de bondadosa fuerza. Al comenzar la misa me di cuenta que era el cantor y armonista de la iglesia. Por mirarme se equivocó más de tres veces en sus cantos y sus notas, con inmenso desagrado del cura. Al salir de la iglesia con las niñas, ya estaba de nuevo en el atrio, apostado en un sitio que al pasar por poco lo rozo.

Lo vi luego sentado en un banco a la puerta de la alcaldía desde
donde se veía el corredor de la escuela. Acompañó al alcalde
a almorzar y regresó al mismo sitio hasta las cinco de la tarde, hora
en que cerraron la oficina y nuevamente ambos se marcharon. Luego me informaron
que el joven se llamaba Carlos y era el hijo del alcalde.

 

 

Autor:

Rafael Bolívar Grimaldos

Del libro FLOR DE FANGO de José María Vargas Vila

Partes: 1, 2
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