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La Filosofía Helenística (página 2)




Enviado por Víctor Dupont



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LA FELICIDAD:
OBJETO Y PROBLEMA

En tal contexto histórico y
filosófico, surgieron las escuelas helenísticas:
escuelas de pensamiento orientadas a ofrecer una conducta de vida
y distintas claves para alcanzar la armonía y la paz del
alma.

Con ello, ingresamos en el último
período de la filosofía griega: la etapa
ética.

Estoicos, epicúreos y
escépticos son las escuelas más
paradigmáticas de la época. Las escuelas, como
anticipamos, que se preguntaron cómo puede ser feliz el
hombre.

Aquí, la razón se
apartó de la búsqueda de la materia primera del
cosmos, se alejó de la pregunta por el hombre y,
volviéndose a la vida cotidiana del mismo, se hizo
práctica.

El problema de la felicidad (en griego,
eudemonía) no fue inaugurado por los helénicos. Se
remontaba a la actividad pedagógica de Sócrates. El
maestro de pies descalzos indicó que el hombre
podía ser feliz sólo si era virtuoso. La virtud
(areté), según Sócrates, era la consecuencia
del conocimiento del bien. Conocer el bien es obrar bien.
Sólo actúa o practica el mal quien ignora el
bien.

Por lo tanto, la razón es igual a la
virtud; y la virtud es igual a la felicidad. Tenemos la
fórmula socrática del hombre feliz.

Pero Sócrates no sólo tuvo
como alumno a los reconocidos Platón y Jenofonte (el
historiador). También estuvieron las escuelas
socráticas menores
, cuyos referentes más
paradigmáticos fueron los cirenaicos y los
cínicos.

Estas extravagantes escuelas retomaron la
problematización del concepto de felicidad
socrático. Para los cínicos, el hombre sólo
podía ser feliz en la autosuficiencia
(autarquía) y en la libertad absoluta de los
hábitos y costumbres. Los cínicos se inspiraban en
la figura del perro (kinico, en griego) y su total independencia
y capacidad de supervivencia. El cínico despreciaba las
convenciones sociales e identificaba el mal con la
civilización. Los cínicos contraponían el
mito de Hércules (fortaleza, autonomía, libertad)
al mito de Prometeo (progreso, conquista civilizatoria). La
virtud se plantea como una conquista que el sabio debe adquirir
para ser feliz. El sabio, autónomo, autosuficiente y
libre, se desprende y desprecia las pautas de la sociedad (elogio
del canibalismo, desprecio por la sepultura y el
matrimonio).

Los cirenaicos, por su parte, identificaron
la felicidad con el placer. Es lo que se llama hedonismo
(del griego hedoné, placer). Los cirenaicos hicieron una
apología de los placeres del cuerpo. Los placeres
inmediatos son los placeres sensuales, llamados "placeres en
movimiento". También se encuentran los placeres mentales,
propios del intelecto (la filosofía, por ejemplo). Pero
estos pensadores optaron por los placeres del cuerpo por
considerarlos más naturales e intensos. La regla era no
dejarse dominar (en el amor, por ejemplo, no dejarse poseer por
el objeto amoroso, sino poseerlo nosotros mismos a él).
Los placeres inmediatos son siempre preferibles a cualquier otro,
puesto que el presente es el único tiempo para ser feliz
(todo placer que requiere de tiempo puede verse interrumpido por
la muerte).

En su libro de Ética,
Aristóteles por su parte analizó ampliamente estas
cuestiones. Por lo pronto, entendió que el sentido de la
vida del hombre es la felicidad. La felicidad es el único
bien valioso por sí mismo. El sabio de Estagira
polemizó con las tendencias de la época en cuanto
al medio de alcanzar a la felicidad. Y concluyó que, tanto
el placer, el honor y la riqueza son falsos modos para conquistar
la felicidad. Todos dependen de factores fortuitos para su
obtención (el placer depende de otro cuerpo que el
nuestro; el honor de las consideraciones ajenas; la riqueza del
azar de las circunstancias). Sólo la virtud nos hace
felices y, especialmente, un tipo de virtud dianoética: el
ejercicio del pensamiento, la contemplación del
ente.

El uso de la razón nos hace ser
quienes somos –hombres- y nos diferencia del animal, a la
vez que nos acerca a los dioses.

Esa es la felicidad: la razón,
única virtud que vale por sí misma (y nos hace
autónomos).

Por fin, las escuelas estoica,
epicúrea y escéptica se encontraron ante este
estado de cosas alrededor de la eudemonía.

DIFERENCIAS Y
SIMILITUDES ENTRE ESTOICOS, EPICÚREOS Y
ESCÉPTICOS

Los estoicos abordaron la cuestión
de la felicidad, en principio, inspirándose en el concepto
de areté (virtud), ya planteado por los cínicos. La
areté, según la entendían los viejos
aristócratas y los héroes homéricos – era la
propiedad distintiva del guerrero. La areté es el producto
de una disciplina consciente, sólo reservada a los nobles
y unida a una conducta selecta y al heroísmo. Designa la
fuerza, la destreza de los luchadores, el valor heroico. Designa
al hombre de calidad, el cual, lo mismo en su vida privada que en
la guerra, se rige por sus propias normas de conducta. Pero – a
diferencia de los aristócratas – para los cínicos
la areté no es una condición de raza, linaje o
nacimiento, sino algo que se adquiere mediante el hábito y
la disciplina.

El estoico retomará esta idea del
cultivo de la virtud en el sabio. A la vez, exigirá al
sabio la comprensión de que, en el universo, las cosas no
suceden al azar. La física de los estoicos comprende una
mezcla de atomismo y heraclitismo. Tras el concurso de los
átomos, hay una voluntad inteligente, un logos divino
gobernándolo y comprendiéndolo todo
(panteísmo). Y todo sucede según ley y
necesidad. O, dicho negativamente: nada sucede porque sí.
El sabio debe comprender esta razón universal. El sabio
debe permanecer indiferente al curso aparente del mundo.

La pasión (pathos,
padecimiento en griego) es la enfermedad a combatir.

La pasión es lo que aleja al sabio
estoico del Logos. Si bien Sócrates, los cínicos y
Platón ya habían advertido sobre los peligros de la
pasión, sobre la necesidad de dominarla, en los estoicos
este imperativo se hace más patente. Pasión no
sólo es temor, ira, avidez, avaricia, etc., sino
también sus máscaras más inofensivas:
compasión, afectos o piedad, nos alejan igualmente del
ideal del sabio.

Llorar ante una calamidad pública
(por ejemplo, ante un terremoto) es incurrir en el vicio de no
comprender que, detrás de esa acción, está
la voluntad del Logos o Razón del mundo, siempre
perfecta.

Sólo hay virtud o vicio.

Y el sabio debe alcanzar la virtud mediante
imperturbabilidad (ataraxia) y la insensibilidad ante
las pasiones (apatía). ¿Por qué
perturbarse ante las eventualidades del mundo, cuando
detrás de todo hay una acción divina? Comprender la
armonía del universo es el desafío del sabio
estoico.

El rigorismo de los estoicos es
consecuencia de ello.

Apatía y ataraxia, vale decir, son
dos conceptos medulares en este período de la
filosofía. El hombre, ante las crisis económicas,
políticas y bélicas, debe encontrar modos de
permanecer indiferente e imperturbable. Debe alejarse del dolor,
para no hallar turbada su calma. Para ello, la sabiduría
– lo estamos viendo – es, a la vez, remedio y camino
hacia la felicidad; y la filosofía se transforma en la
única posibilidad de alcanzar la
sabiduría.

Así, al menos, lo planteará
Epicuro, fundador de la escuela epicúrea. La
filosofía nos cura de las enfermedades de la
religión: no hay que temer a los dioses (o al más
allá) ni a la muerte. La filosofía es un bien
preciado, tanto para el joven como para el viejo – tanto como el
hombre como para la mujer – puesto que no hay edad o
género para aprender a ser feliz. Y es feliz aquel que es
sabio porque resulta autónomo.

En ese punto, estoicos y epicúreos
concuerdan en la necesidad de la filosofía.

Los epicúreos, sin embargo, se van a
diferenciar de los estoicos en varios aspectos. En principio, su
física carece de elementos divinos: sólo hay
átomos y vacío en el universo. Epicuro adscribe a
las teorías de Demócrito, para quien el mundo es el
resultado del choque fortuito de los átomos en el
vacío. La generación de los mundos depende del
choque y las posiciones de los átomos en las colisiones.
La realidad se rige por el azar atómico. La
conclusión: no hay necesidad ni fatalidad en el cosmos.
Nada debe temer el hombre. El mecanismo de la naturaleza quita el
temor a una ley temible o a un destino prefijado. En el bello
azar del universo, todos – si nos lo proponemos- podemos
alcanzar la ataraxia. Nada hay que no pueda ser de otra forma.
Nada hay que temer.

Los estoicos predicaban una visión
finalista de la naturaleza; en tanto, los
epicúreos entendían el universo en términos
mecanicistas.

Esta visión científica del
mundo esgrime una clara posición contra las supersticiones
de la época, que consideraban a la vida y a la naturaleza
el capricho de dioses irracionales.

Vemos, no obstante, una coincidencia de
fondo entre estoicos y epicúreos. En ambos, la
ética implicaba una física (más aún,
una física materialista): conocer la naturaleza para
encontrar un modo de obrar que se ajuste mejor a la esencia de
las cosas.

Pero, en tanto los estoicos buscaban la
felicidad mediante la areté, la ataraxia y apatía,
los epicúreos van a inspirarse en parte en los cirenaicos
para resolver el problema.

La felicidad puede ser alcanzada
sólo mediante el placer (hedoné, en griego;
voluptas, en latín). Aunque Epicuro hará una
importante distinción: para él, existen placeres
dinámicos (los placeres del cuerpo) y placeres
estáticos (placeres de la contemplación, los
pertenecientes al espíritu).

No se trata de negar los placeres
dinámicos, sino de conocer su fragilidad y, a menudo, el
carácter problemático de sus consecuencias. El
sabio deberá hacer un cálculo preventivo de los
placeres. Por ejemplo, preguntarse qué consecuencias trae
rendirse ante determinado placer (por ejemplo: la comida, el
sexo, el despilfarro, etc.).

Con lo cual, Epicuro predicaba los placeres
del reposo, por ser los más apropiados para el goce del
sabio. El verdadero goce no se identifica al cuerpo
entregándose a la sensualidad, sino en el reconocimiento
de la ausencia de dolor como única fuente de placer
estable.

La felicidad consiste en saber gozar de la
ausencia del dolor. Porque la ataraxia es ausencia de dolor, no
prédica de insensibilidad. Estamos hechos para la voluptas
(ya los cirenaicos habían marcado la tendencia de los
animales y del hombre a la búsqueda de sensaciones
placenteras).

No temer a los dioses ni a la muerte (por
ser el universo regido por el azar) y reconocer la brevedad de
los padecimientos y el verdadero placer (la ausencia del dolor).
Aquí el llamado cuadrifármaco: programa
completo de toda una vida para alcanzar la felicidad.

Por último, los escépticos
marcarán una importante diferencia con los estoicos y
epicúreos. Mientras que éstos partían de una
física materialista para encuadrar la conducta humana, los
escépticos hacían hincapié en la
imposibilidad de conocer la realidad. En efecto, parten
de la lógica y de la teoría del conocimiento para
llegar, luego, a las fórmulas más eficaces para
alcanzar la tranquilidad de espíritu.

Primero, afirmaban: no hay criterio de
verdad. El hombre no puede llegar a la verdad, por la ineficacia
de sus medios (en esto, se inspiraban en los sofistas). Los
sentidos se engañan permanentemente y la razón, con
sus silogismos, sólo corrobora lo que quiere demostrar de
antemano. Con ello, se oponen al dogmatismo (confianza
ingenua de la razón en conocer) y al sensualismo
(las impresiones sensoriales como criterio de verdad).

Escepticismo significa cavilación.
El escéptico propone una actitud coherente con la
imposibilidad del conocimiento humano: la suspensión
del juicio (
la llamada epojé). Debemos
callar. Debemos reconocer nuestros límites y no hablar de
nada. Los escépticos llamaron esta actitud
afasia. De nada de lo que hablemos sabremos algo; por lo
tanto, ¿con qué objeto hacerlo? Esta ignorancia
recuerda la docta ignorancia socrática, aunque llevada a
su extremo: el hombre no puede saber nada.

Es decir, podremos hablar de la dulzura de
la miel o de la aspereza de la lengua del gato, pero esas son
sólo sensaciones: la miel en sí no es dulce y la
lengua del gato no es en sí áspera.

El escéptico alcanza la felicidad
mediante la epojé, es decir, mediante la suspensión
del juicio. La tranquilidad radica en no opinar ni turbar
nuestros sentidos de sensaciones. No es necesario pedirle a la
razón que se enmarañe con silogismos.

La ataraxia se alcanza mediante la
abstención de las opiniones y la afasia.

A MODO DE
CONCLUSIÓN

Hemos planteado las diferencias y
similitudes de las tres principales escuelas helenísticas.
La conclusión de este trabajo no será sino un breve
resumen de lo ya dicho, concebido alrededor de la siguiente
premisa: ¿Cómo alcanza el hombre la
felicidad?

Para la obtención de la misma, siete
conceptos son esenciales, según vimos:

La areté (virtud), la
ataraxia
(imperturbabilidad), la apatía
(insensibilidad), autarquía (autonomía),
la voluptas (el placer), la epojé (la
suspensión del juicio) y la afasia (ausencia de
palabra).

Hemos analizado cómo, cada una de
las escuelas, aplica para la obtención de la felicidad
cada uno de ellos y traza, así, un camino propio a
seguir.

La felicidad se presenta desde los
helénicos como un estado de serenidad, de ausencia de
dolor y turbaciones. La calma del espíritu es siempre
clave. La felicidad se define como un bien que debe adquirirse
mediante la persistencia en hábitos virtuosos, en la
cuidada comprensión de la naturaleza del mundo, la
naturaleza, el hombre y sus criterios de verdad.

Para los helénicos, la
filosofía es el único lenguaje para ser sabio. Y, a
diferencia de sus predecesores, la filosofía no
está destinada para ciudadanos atenienses u hombres
libres, sino para todos: esclavos, mujeres, prostitutas,
comerciantes, políticos o extranjeros. Todos pueden ser
filósofos, si se lo proponen. Pues el filósofo no
distingue clase o frontera geográfica: la patria del
hombre es toda la tierra y la sabiduría está al
alcance de quienes la buscan.

La cualidad distintiva del sabio,
después de todo, no es su capacidad para pensar: sino su
maestría en el arte de ser feliz, de aplicar el
pensamiento a la acción y a la vida.

 

 

Autor:

Víctor Dupont

Partes: 1, 2
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