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Jeremy Bentham y la ética eudemonista (página 2)




Enviado por Cornelio Cornejín



Partes: 1, 2

Triste cosa es pensar que la suma de la dicha que
está en poder de un hombre producir, aunque sea el
más poderoso, es corta si se compara con la suma de males
que pueda crear por sí mismo o por otro. No es decir que
en la raza humana la proporción de la desdicha exceda a la
de la dicha, porque estando limitada en gran parte la suma de la
desdicha por la voluntad del que sufre, tiene casi siempre a su
disposición medios de aligerar sus males (p.
31).

No es imposible que un hombre, o cualquier otro ser,
haya sufrido en su vida más que lo que ha gozado, pero
creo que definitivamente la opción inversa es la que se da
en la gran mayoría de los casos, a la vez que creo ver un
aumento general en el balance felicidad-desdicha conforme
transcurre la historia de la vida en el planeta.

El que se procura un placer o se evita una pena,
contribuye a su propia dicha de una manera directa; el que
procura un placer o evita una pena a otro, contribuye
indirectamente a su propia dicha (p. 31).

La ley primera de nuestra naturaleza es desear nuestra
propia dicha. Las voces reunidas de la prudencia y de la
benevolencia efectiva se hacen oír y nos dicen: Procurad
la dicha de los otros; buscad vuestra propia dicha en la dicha
ajena (p. 32).

El objeto de todo ser racional es obtener por sí
mismo la mayor suma de dicha. Cada hombre es más
íntimo y más querido a sí mismo que pueda
serlo cualquier otro, y ningún otro que él puede
medirle sus penas y sus placeres. Es preciso de absoluta
seguridad que sea él mismo el primer objeto de su
solicitud. El propio interés debe a sus ojos preferirse a
otro cualquiera, y examinándolo de cerca, nada hay en este
estado de cosas que sirva de obstáculo a la virtud y a la
dicha; porque ¿cómo se logrará la dicha de
todos en la mayor proporción posible, si no es con la
condición de que cada uno obtendrá para sí
la mayor cantidad posible? ¿De qué se
compondrá la suma de la dicha total sino de unidades
individuales? (pp. 32-3).

¿Qué importantes deducciones sacaremos de
estos principios? ¿Son acaso inmorales en sus
consecuencias? Muy lejos de eso: son al contrario
filantrópicos y benéficos en el más alto
grado; porque ¿cómo podrá ser feliz un
hombre, sino teniendo el afecto de aquellos de quienes depende su
dicha? ¿Y cómo podrá obtener su afecto, sino
convenciéndolos de que les da el suyo en cambio? ¿Y
cómo les comunicará esta convicción, sino
profesándoles un verdadero afecto? (p. 34).

No hay otro medio de impedir que las personas que no
están suficientemente imbuidas en el principio, que no han
subido aún a las alturas en que la utilidad
estableció su trono, sean extraviadas por los dogmas
despóticos del ascetismo, o por las simpatías de
una benevolencia imprudente y mal dirigida (p. 35).

El ascetismo es inmoral sólo cuando tiene como
único fin el mortificar el cuerpo por considerarlo
inmundo, tal como era la idea de muchos de los primeros ascetas
cristianos, o cuando esta mortificación obedece al deseo
de atemperar las pasiones y las sensaciones para ir al encuentro
del no-ser, tal como lo hacían y lo siguen haciendo los
gimnosofistas hindúes. Pero si el ascetismo está
guiado por el principio que dice que los más dichosos no
son quienes más tienen sino quienes menos necesitan,
consagrando el asceta su vida a la búsqueda de tal dicha
mediante un duro entrenamiento que lo habitúe a no desear
nada más que lo estrictamente indispensable para su
subsistencia, entonces este modo de vida, que en este siglo XX
consumista es más impopular que nunca, este modo de vida
se vuelve indispensable si se desea experimentar la máxima
felicidad posible, y esto es algo que Bentham no vio ni pudo ver
debido a su condición de burgués y al desprecio que
los burgueses de su época profesaban por los pobres y por
la pobreza. Ah, y otra cosa: la benevolencia nunca es imprudente
y está mal dirigida.

La línea que separa el dominio del legislador del
dominio del deontologista, es bastante marcada y visible. El
punto donde las recompensas y puniciones legales cesan de
intervenir en las acciones humanas, es donde vienen a colocarse
los preceptos morales y su influencia (p. 43).

El auténtico moralista no sabe de límite
alguno que inhiba su librepensamiento, y menos si este
límite lo marcan los legisladores coercitivos, que forman
uno de los subgrupos humanos más hediondos de todos los
existentes. La influencia de la ética es universal y
arrastra consigo todo argumento imperativo, sea éste
coincidente o no con la opinión persuasivo-disuasiva del
moralista.

Los actos cuyo juicio no se ha cometido a los tribunales
del estado, caen bajo la jurisdicción del tribunal de la
opinión. Hay una infinidad de actos que sería
inútil empeñarse reprimir por reglas penales, pero
que pueden y deben ser abandonados a una represión
extra-oficial. Gran parte de actos dañosos a la sociedad
se sustrae necesariamente a los castigos de la ley penal; pero no
escapan a la pesquisa y a la ojeada vasta y penetrante de la
justicia popular, y esta es la que se encarga de castigarlos (pp.
43-4).

Hay gente que no actúa en forma inmoral por miedo
al código penal (humano o divino); hay otros que se
abstienen del vicio por temor al qué dirán;
finalmente, están los que proceden siempre moralmente
sólo porque sospechan que la inmoralidad suele implicar,
en el corto o en el largo plazo, un dolor interno independiente
de las recriminaciones públicas y de los castigos de la
ley[3]Esta última gente, y sólo esta
última, puede decirse que actúa siguiendo preceptos
morales.

Sería de desear sin duda que se ensanchase el
campo de la moral y estrechase el de la acción
política. La legislación ha usurpado ya demasiado
en un territorio que no le pertenece. Demasiadas veces ha
sucedido que intervenga en actos donde su intervención no
ha provocado sino mal (p. 44).

Sea donde fuere que intervenga una legislación
coactiva-coercitiva, siempre, a la corta o a la larga,
produce un mal superior al que desea evitar.

Se puede considerar la Deontología o moral
privada como la ciencia de la dicha fundada en motivos
extra-legislativos, al paso que la jurisprudencia es la ciencia
por la cual la ley es aplicada la producción de la dicha
(pp. 44-5).

La única ley que, aplicada, es susceptible de
crear más dicha que desdicha en el conjunto total de los
seres vivos y en un lapso de tiempo tendiente al infinito, es la
ley de tipo persuasivo-disuasiva, o sea, aquella ley que se
limita a sugerirle al pueblo lo que los legisladores consideran
conveniente hacer o no hacer, pero sin amenazarlo con castigos o
acicatearlo con recompensas.

El objeto de los deseos y esfuerzos de todo hombre desde
el principio hasta el fin de su vida, es acrecentar su propia
dicha en cuanto es formada de placer y libre de pena (p.
45).

Correcto. La mayor o menor dicha de un hombre se
conforma por la suma de todos sus placeres, incluidos los
pasados, en forma de añoranza, y los futuros, en forma de
esperanza. A muchos la palabra placer les resulta incompleta
porque la limitan a las sensaciones corporales, mas no sucede
así en el criterio de Bentham ni en el mío. Si hay
una diferencia entre placer y dicha, podría ésta
consistir en que el placer se relaciona más con sucesos
puntuales, de corta duración, mientras que la dicha es un
estado de ánimo general que puede prolongarse
indefinidamente conforme la vayamos alimentando con
pequeños placeres corporales y (sobre todo)
espirituales.

El talismán que emplean la arrogancia, la
indolencia y la ignorancia se reduce a una palabra, que sirve
para dar a la impostura cierto aire de peso y autoridad, y que
tendremos más de una ocasión de refutar en la
presente obra. Esta palabra sacramental es el vocablo
deber. Una vez dicho: Debéis hacer esto, no
debéis hacer aquello,
no hay una cuestión
siquiera de moral, que no sea al instante decidida. Es preciso
desterrar esta palabra del vocabulario de la moral (p.
48).

Y también del vocabulario legislativo.

Sacrificios es lo que piden todos nuestro moralistas del
día; el sacrificio tomado en sí mismo es nocivo, y
nociva también la influencia que pretende unir la
moralidad al sufrimiento (p. 51).

Pero no hay que olvidar que si el sufrimiento de hoy
sirve para que mañana nos procuremos un placer que rebase
nuestra experiencia dolorosa, entonces ese sufrimiento es
deseable y virtuoso, y en esto el propio Bentham, aborrecedor del
ascetismo, coincide conmigo.

Mientras Jenofonte escribía la historia, y
Euclides creaba la geometría, Sócrates y
Platón esparcían absurdos socolor de enseñar
la sabiduría de la moral. Su moral consistía en
palabras, su sabiduría en negar las cosas conocidas a la
experiencia de cada uno, y en afirmar otras que estaban en
contradicción con esta misma experiencia; siendo
inferiores al nivel de los otros hombres precisamente a
proporción que sus ideas diferían de las de la masa
del género humano (p. 58).

Que yo recuerde, ni Sócrates ni Platón
negaban la idea de que la dicha individual es el único fin
que motiva el accionar humano cuando se determina racionalmente.
Lo que pasa es que ambos eran filósofos, y como tales,
carecían de posesiones; y Bentham, que tiene mucho de
pensador pero nada de filósofo, no puede concebir el
concepto de felicidad si no viene acompañado de
artículos materiales; de ahí su enojo contra dos de
las personas más sabias de todas las que han
existido[4]

Todo placer es prima facie un bien, y debe ser
buscado; igualmente toda pena es un mal, y debe ser evitada (p.
81).

Hay que tener muy en cuenta eso de prima facie.
La consumación de una venganza provoca placer, pero
Bentham y yo estamos de acuerdo en que la venganza es inmoral
–por las consecuencias dolorosas que suele acarrear para el
futuro de quien se venga. Si nuestros sentidos, emociones,
instintos y entendimiento fuesen puros y perfectos, todo lo que
nos produjese un placer corporal o espiritual instantáneo
tendría para nosotros consecuencias futuras también
placenteras; pero como no somos puros ni perfectos en ninguno de
los rubros antedichos, hay que tener mucho cuidado al decir que
todo placer instantáneo es un bien, porque los
epicúreos de cartón suelen agarrarse a ese dicho
como legitimación de sus desbandes, y así sucede
que se cubren de dolor para el resto de sus
días.

La legislación penal dispensa su
protección a la propiedad, por la sola razón de ser
un instrumento de obtener el placer y alejar la pena (p.
84).

¿Estás seguro de que Billy Gates es feliz?
¿Estás seguro de que San Francisco era
desdichado?

Si la adquisición de placer es realmente el
objeto intenso, constante y único de nuestros esfuerzos,
si la constitución misma de nuestra naturaleza exige
siempre que sea así, si así sucede en todas las
ocasiones, se puede preguntar ¿de qué sirve hablar
aún de moral, y qué fin nos proponemos en esta
obra? ¿A qué fin excitar a un hombre a hacer
aquello que es el objeto constante de sus esfuerzos?

Pero se niega la proposición, porque si es
verdadera, grita un hacedor de objeciones, ¿dónde
está la simpatía?, ¿dónde la
benevolencia?, ¿dónde la beneficencia? Se puede
responder que se está donde estaba.

Negar la existencia de las afecciones sociales
sería negar el testimonio de la experiencia de todos los
días. No hay salvaje embrutecido en que no se encuentren
algunos vestigios. ¿Mas el placer que yo siento en dar
gusto a mis amigos, no está en mí? la pena que yo
experimento cuando presiento la pena de mi amigo, ¿no es
acaso mía? Y si yo no sintiese placer ni pena
¿dónde estaría mi
simpatía?

¿A qué fin pues, insisten, malgastar el
tiempo en prescribir una conducta que en toda ocasión
adopta cada cual por sí mismo, a saber, el buscar su
bienestar?

Porque la reflexión pondrá al hombre en
estado de estimar con más exactitud aquella conducta que
ha de dejar tras de sí los más grandes resultados
de bien. Será posible que cediendo a impresiones
inmediatas esté dispuesto a seguir un plan de conducta
dado con la mira de asegurar su bienestar; pero un examen
más tranquilo y detenido le enseñará que
tomada en globo esta conducta no sería ni la mejor ni la
más prudente, porque le sucederá alguna vez
convencerse de que el bien más cercano sería
sobrepujado por un mal más distante, pero que va unido a
él; o que en lugar de un placer menor abandonado ahora,
obtendrá en lo sucesivo otro placer mayor; porque
podría suceder que el acto que nos promete un placer
actual, fuera perjudicial a los que hacen parte de la sociedad a
que pertenecemos; y éstos, experimentando un daño
de nuestra parte, se hallarían impelidos por el
sentimiento solo de la conservación personal a buscar los
medios de vengarse de nosotros, imponiéndonos una suma de
pena igual o superior a la suma de placer que nosotros
habríamos gustado (pp. 110-1-2).

Cuando Bentham deja de lado su pasión por el
dinero, su discurso toca las nubes. En las pp. 113-4 hay otro
párrafo para poner en un marquito:

La inteligencia y la voluntad, concurren igualmente al
fin de la acción. La voluntad con la intención de
cada hombre se dirige a obtener su bienestar. La
Deontología sirve para aclarar la inteligencia de modo que
pueda guiar la voluntad en busca del bienestar, poniendo a su
disposición los medios más eficaces. La voluntad
siempre tiene a la vista el fin. A la inteligencia toca corregir
sus aberraciones siempre que emplea otros instrumentos que los
más convenientes. La repetición de actos, sean
positivos, sean negativos, es decir, actos de comisión o
abstención, que tengan por objeto la producción de
la mayor balanza de placer accesible, y que sean juiciosamente
dirigidos a este fin, constituye la virtud habitual.

Probar que el ser supremo ha prohibido el placer,
sería acusar, negar y condenar su bondad, sería
poner nuestra experiencia en oposición con su benevolencia
(pp. 147-8).

El Ser supremo no pudo haber prohibido el placer porque
de ser así se habría prohibido a sí mismo:
Dios es Placer.

Los falsos principios de moral pueden comprenderse en
una u otras dos divisiones, el ascetismo y el sentimentalismo,
los cuales exigen el sacrificio de placer sin utilidad, y que no
tenga a la vista otro placer mayor. El ascetismo aún va
más lejos que el sentimentalismo, e impone una pena
inútil (p. 158).

Si se mira bien, hasta el antiguo ascetismo cristiano es
eudemonista: se resigna el placer terrenal en vistas de la
felicidad eterna en el paraíso. Pero a mí nadie me
garantiza que haya un paraíso más allá del
mundo; y si lo hay, dudo que se pueda llegar a él a base
de autotorturas.

La prudencia personal no solamente es virtud, sino
virtud de la cual depende la existencia del género humano.
Si yo pensase más en vos que en mí, sería un
ciego conduciendo a otro ciego, y ambos caeríamos en el
precipicio. Tan imposible es que vuestros placeres sean mejores
para mí que los míos, como lo es que vuestra vista
sea mejor para mí que la mía propia; dicha y
desdicha forman parte de mí mismo tanto como mis
facultades y órganos; y sería tan exacto decir que
siento mucho más que vos mismo vuestro dolor de muelas,
como pretender que estoy más interesado en vuestro
bienestar que en el mío (p. 205).

El ser humano no experimenta sino una sola tendencia: el
egoísmo. Si el egoísmo está mal dirigido,
tiende a serle más doloroso que placentero; si está
bien dirigido, tiende a provocarle más placer que dolor.
El egoísmo bien dirigido es lo que comúnmente
llamamos generosidad.

Los declamadores preguntarán si en este nuevo
siglo, que llaman degenerado, se hallará un hombre que
consienta sacrificar su vida al interés de su país.
Sí.

Sí, hay hombres, y no pocos, que obedeciendo al
llamamiento, al que en tiempos pasados respondieron otros,
harían con gusto a su país el sacrificio de su
existencia. ¿Síguese acaso, que en esta
circunstancia como en cualquier otra, obrarían estos
hombres sin interés? No ciertamente. No está en la
naturaleza humana el obrar así. El mismo raciocinio se
aplica a las observaciones de la línea del deber. Es un
cálculo erróneo del interés personal (p.
208).

Los sacrificios, en efecto, obedecen como todo al
interés personal, pero no todo sacrificio puede
calificarse como cálculo erróneo de tal
interés. Sacrificarse por el país creo que
sí es una equivocación, porque "el país" no
es más que una abstracción, no es nada. Pero
sacrificar la propia vida para salvar la vida de otros seres
concretos… no creo que constituya un error de cálculo de
nuestro interés personal. Rara vez una persona se arriesga
teniendo la certeza de que no podrá sobrevivir al
salvataje; lo hace casi siempre suponiendo que tal vez
sobreviva. Si muere, se le terminan sus posibilidades de placer,
pero si sobrevive y logra salvar a los seres en peligro, se
sentirá tan bien durante tanto tiempo que no habrá
en su futuro peligro alguno que no quiera desafiar si de auxiliar
al prójimo se trata. Como se ve, más que un
cálculo erróneo del interés personal, el
sacrificio bien entendido es una inversión de riesgo de la
cual podemos obtener muchísimo placer a cambio de
algún esfuerzo físico… o quedarnos sin nada, sin
placer y sin dolor, en caso de que muramos en el intento. Si, en
cambio, la muerte será inexorable y así y todo el
hombre la enfrenta con tal de salvar a su prójimo, la cosa
se hace más complicada en su explicación. En estos
casos, el auxiliador por lo general es movido hacia la muerte por
instinto más que por reflexión, y el instinto no
entra en el campo de la deontología, no conoce
cálculo alguno de placeres y dolores. Pero los escasos
casos en que la persona es conciente de que morirá e igual
presta su ayuda, ¿se ha errado aquí en el
cálculo deontológico? No lo creo. Porque al morir,
la persona que era equiparada de dolores y placeres,
quedará "en cero"; y si la teoría del vómito
estertórico es verdadera, seguramente su conciencia se
apagará inmersa en un placer
indescriptible[5]Mas ¿qué
sucederá con la vida de aquel hombre si en vez de morir
por salvar una vida opta por presenciar cómo esa vida se
diluye sin hacer nada al respecto? Esa cobardía lo
marcará de por vida, y será de por vida un cobarde.
Ya de por sí los cobardes son los seres más
propensos al sufrimiento y menos aptos para los placeres
elevados, y si a esto agregamos el remordimiento que lo
acompañará por siempre por no haber actuado ese
día (cobardía y remordimiento suelen ir de la
mano), tenemos como conclusión que el cálculo
deontológico tiende a darle la razón al suicida,
pues es preferible no sentir placer ni dolor que vivir en
doloroso déficit todo el resto de nuestra vida.

Un acto benéfico en sus primeros efectos y en sus
más aparentes resultados, cuando se ven esos efectos en
conjunto y fríamente calculados, puede ser pernicioso.
Igualmente un acto cuyas consecuencias parezcan perniciosas a
simple vista, puede, considerado todo, ser benéfico (p.
220).

Un acto benéfico en sí no puede producir
más efectos perniciosos que benéficos, ni un acto
pernicioso en sí puede producir más efectos
benéficos que perniciosos. Pero vamos a disculpar
aquí a Bentham proponiendo la idea de que a juicio de
nuestro limitado entendimiento práctico, las buenas y las
malas acciones suelen aparecerse ante nosotros describiendo una
trayectoria similar a la de un búmerang. Tomemos el
ejemplo de un asesino que es indultado. Esta es una acción
altamente moral, pero en el corto plazo parecerá que los
efectos de tal acción han resultado inmorales, pues el
asesino probablemente habrá reincidido y contribuido a
sembrar una especie de caos en la superficie de la sociedad que
lo indultó. Pero si somos pacientes y esperamos a que
nuestro búmerang finalice su recorrido, veremos que con el
tiempo el espíritu libertario de aquel indulto, a falta de
regenerar al reo, se habrá hecho eco en el corazón
de tan grande masa de gente que los asesinatos y demás
delitos cometidos por el inadaptado no llegarán ni por
asomo a contrabalancear el excedente de placer y alegría
de vivir que habrá inundado las calles de tan dichoso
paraje. El búmerang de la beneficencia fue y vino, y hay
muchos que afirman que nunca lo vieron irse. No es el caso de
Bentham, que, como todos los leguleyos, sólo tiene ojos
para ver cómo se aleja y carece de paciencia para esperar
su regreso. Por eso considera de lo más correcto castigar
a un hombre por sus crímenes y de lo más inmoral
entregar todas nuestras posesiones a los pobres. La beneficencia
no tiene límites, y el perdón tampoco.

Es preciso reconocer que en la naturaleza misma de la
virtud entra alguna porción de mal, algún
sufrimiento, alguna abnegación, algún sacrificio de
bien, y consiguientemente alguna pena; pero a medida que el
ejercicio de la virtud pasa a hábito, la pena disminuye
por grados y acaba por desaparecer enteramente
(ibíd., tomito 2, p. 3).

Esto no es otra cosa que el estoicismo bien entendido,
del cual soy un gran admirador más bien que
cultor.

La humanidad [compasión] de un rey podría
llevarlo al extremo de perdonar a expensas de la justicia penal,
lo que produciría en consecuencia un bien pequeño y
un mal grande; y resultaría definitivamente una
considerable pérdida pública para la sociedad; y
desde luego semejante ejercicio de humanidad sería no
virtud sino vicio. La humanidad [compasión] puede ser pues
o no digna de elogio. Sus derechos al nombre de virtud no pueden
ser apreciados sino después de pesadas las penas que evita
contra las que causa. Bajo la influencia de los impulsos del
momento, es al propósito para cometer errores. Por ejemplo
cuando la disciplina o castigo aplicado a la imprudencia debe
tener por resultado corregir esta misma imprudencia y la
humanidad interviene para excusarle el castigo, de modo que en
consecuencia de la impunidad se repita la imprudencia, entonces
la humanidad, lejos de ser una virtud, es realmente un vicio, y
tales casos suceden frecuentemente (II, p. 9).

¡Qué miedo tenías, Jeremías,
de que te quitaran tus propiedades!

Las limosnas repartidas sin discernimiento pueden servir
de fomento a la pereza y al desorden (II, p. 10).

Y repartidas con excesivo discernimiento, o no
repartidas, pueden servir de fomento a la codicia y a la
acumulación de capitales. Si hay que optar, me quedo con
la pereza y el desorden.

La beneficencia, como observamos ya, no es precisamente
una virtud. Hacer servicio, hacer bien a otro no siempre es acto
virtuoso (II, p. 17).

¿?

El menosprecio de Sócrates por las riquezas no
era más que afectación y orgullo, los cuales no
eran más meritorios que lo hubiera sido tenerse derecho
largo tiempo sobre un pie. Con esto no hacía sino privarse
de la ocasión de hacer bien, que la riqueza le hubiera
proporcionado (II, p. 46).

Acumular riquezas y luego darles las sobras a los pobres
es el típico proceder de los adherentes a la vieja moral
puritana, que por supuesto de moral no tiene nada. Si yo voy a la
deriva en una balsa junto con otras dos personas y una caja
repleta de bananas, comiéndome gulescamente una banana
tras otra y obsequiándoles "caritativamente" las
cáscaras a mis compañeros para que no perezcan de
inanición, ¿puede decirse que mi comportamiento es
altamente moral? Pues eso es lo que hacía Bentham con su
patrimonio y lo que no hacía Sócrates despreciando
las riquezas. Yo no quiero impedirles a los propietarios que
"disfruten" de sus posesiones, pero me gustaría que
comprendiesen que hay pocas cosas más inmorales que
ofrecerle a un hambriento una cáscara de banana mientras
mira cómo nos comemos su relleno.

La cólera, por antisocial que sea su naturaleza,
es de necesidad indispensable (II, p. 54).

¿Dónde vivías, Jeremías, en
la Inglaterra del siglo XIX o en una caverna?

Un hombre no concibe de Platón la más
ventajosa idea. ¿Qué resulta de aquí? Nada.
Un hombre forma de Platón un altísimo concepto.
¿Qué sucede? Que lee a Platón. Pone su
espíritu en tortura para hallar sentido en lo que no
tiene. Revuelve cielo y tierra para entender a un escritor que no
se entendía a sí mismo y de esta masa indigesta no
saca más que un sentimiento profundo de contrariedad y
humillación. Ha aprendido que la mentira es verdad, y que
lo sublime está en el absurdo. Entre todos los libros
imaginables no habría cosa más útil que un
índice bien hecho de todos aquellos que han contribuido a
engañar y extraviar al género humano (II, pp.
71-2).

No me obligues a elegir entre vos y el Divino, porque a
pesar de tu genial intuición hedonista, saldrías
perdiendo.

Lo que constituye el mérito de un pensamiento
profundo, es que el lector no se vea obligado a bajar al pozo de
la verdad, y sacar él mismo sus saludables y refrigerantes
aguas; el escritor es quien se encarga de este cuidado, y pone
esta benéfica bebida en los labios de todos. Poca
obligación se tiene a un hombre que envía a otro en
busca de una verdad desconocida; pero tiene un derecho
incontestable a la estimación de los hombres el que
después de haber ido a buscar el tesoro, lo trae y hace
participantes de él a todos cuantos quieren recibirle de
su mano (II, pp. 72-3).

Aquí has hablado en forma excelente; pero
entonces ¿por qué desestimás a
Platón, que no ha hecho más que buscar y ofrecer
estos tesoros durante toda su vida?

Que no se deje el espíritu de extraviar por
distinciones imaginarias entre los placeres y la dicha. Los
placeres son las partes de un todo, que es la dicha (II, p.
147).

Correcto, y sigue a continuación:

La dicha sin placeres es una quimera y una
contradicción. Es un millón sin unidades, un metro
sin subdivisiones métricas, un saco de escudos sin un
átomo de dinero.

La pena sufrida por la contemplación de la pena
sentida por otro es pena de simpatía (II, p.
154).

Yo llamo a esto compasión, y no la considero
penosa sino placentera, como ya expliqué más
arriba. La simpatía se limita, para mí, al "placer
producido por la contemplación del placer ajeno", como
dice Bentham en el párrafo anterior.

El placer experimentado por la contemplación de
la pena ajena es placer de antipatía (II, p.
154).

Este placer se "parece" al de la compasión en el
hecho de que los dos aparecen ante el dolor ajeno; pero mientras
el placer de la compasión es puro (es decir, que no va
sucedido por dolor alguno implicado en él), el placer de
antipatía es impuro (es decir, que suele implicar dolores
futuros) y deficitario (es decir, que los dolores que suele
implicar suelen ser mayores en calidad y/o duración que la
satisfacción del placer antipático). El verbo soler
se hace molesto pero es menester utilizarlo, ya que no
necesariamente (excepto si existe el vómito
estertórico) un placer impuro irá sucedido de
dolores o de dolores mayores al placer experimentado. Todo se
reduce a estadísticas, las cuales indican que muy
probablemente, pero sólo muy probablemente, un
placer impuro implicará en el futuro del individuo una
cuota de dolor que contrarreste dicho placer y aun lo supere
dentro del marco de la economía
hedonista[6]

Abstractamente hablando todo puede reducirse a una sola
cuestión: ¿A costa de qué pena futura, o de
qué sacrificio de placer futuro se ha comprado el placer
actual? ¿Qué placer futuro puede esperarse que
compensará la pena actual? De este examen debe salir la
moralidad: la tentación es el placer actual, el castigo la
pena futura; el sacrificio es la pena actual, el goce la
recompensa futura. Las cuestiones de vicio y virtud se limitan
por la mayor parte a pesar lo que es contra lo que
será (II, p. 160).

El hombre virtuoso acopia para lo futuro un tesoro de
felicidad; el hombre vicioso es un pródigo, que gasta sin
cálculo su renta de dicha. Hoy el hombre vicioso parece
tener una balanza de placer a su favor; mañana se
restablecerá el nivel y al día siguiente se
verá que la balanza está a favor del hombre
virtuoso. El vicioso es un insensato que prodiga lo que vale
más que la riqueza; salud, juventud y belleza, es decir la
dicha, porque todos estos bienes sin ella nada valen. La virtud
es un ecónomo prudente que cuenta con sus ganancias y
acumula los intereses (II, p. 160).

Cuando con el tiempo el niño llega a ser hombre,
cuando la naturaleza, armándolo de facultades y pasiones
nuevas, le impone más ambiciosos esfuerzos, la sed de
alabanza se hace más ardiente. Por ella sacrifica el
hombre su reposo; por ella se precipita en medio de los dolores
de la vida pública, al través de un ejército
de competidores y en una carrera de fatigas y peligros; por ella
en momentos más felices, el hombre de bien, rompiendo los
escuadrones y burlando los dardos de la ignorancia y la envidia,
se consagra a la obra penosa de la felicidad pública, a la
cual hizo de antemano el sacrificio de su propia tranquilidad
(II, p. 174).

Esto no es más que una apología de la
política, sobre todo de la política
demagógica, que es la que más se aviene a la sed de
idolatría. Mas yo sigo considerando a la política
como una de las profesiones más inmorales, es decir, una
de las que menos superávit de placer tiende a dejar en el
espíritu del individuo.

El odio produce odio por vía de represalias y
como medio de defensa. Es un instrumento de castigo pronto y a
veces vindicativo, que hasta cierto punto está a
disposición del que lo emplea. Hay sin duda casos en que
la disposición a volver mal por mal es reprimida por los
principios de una noble y alta moralidad, es decir por una
aplicación más justa a los cálculos de la
virtud. Pero estos son casos excepcionales: creer que nos
sustraeremos al mal querer de aquellos que son las
víctimas de nuestro mal querer, es hacer depender de un
milagro la dirección de nuestra conducta (II, pp.
176-7).

La venganza, que es el odio puesto en práctica,
es el ejemplo más notable de placer impuro y
deficitario[7]

No debemos imponer penas de ninguna especie y a ninguno
cualquiera que sea, sino con el fin de producir un bien
más que equivalente, bien manifiesto, evidente y
apreciable en sus consecuencias (II, p. 177).

Quitando todo lo agregado después de la primera
coma, el enunciado es la base misma de la perfección
ética.

¿Quién duda que la guerra, este
maximizador de todos los crímenes, esta
condensación de todas las violencias, este teatro de todos
los horrores, este tipo de locura, será vencida al fin y
aniquilada por el poder el irresistible e influencia de la
verdad, virtud y felicidad? (II, p. 188).

Mientras haya gente como vos, que defienda la
legitimación del derecho de propiedad por vías
coactivas, las guerras nunca podrán ser
aniquiladas.

Necesidades que bien pronto llegan a ser penas, se
desarrollan más fácilmente en el hombre lleno de
cosas superfluas, que en aquel cuyos goces pueden satisfacerse a
poco coste; y frecuentemente a los placeres de la grandeza de
riqueza siguen de cerca el fastidio y el disgusto. […] Todos
estos peligros y mucho más acompañan a la
opulencia, y le hacen perder su tendencia a crear la dicha (II,
p. 189).

La tendencia de la opulencia es la indigencia, la
indigencia espiritual del opulento y la indigencia material de su
más o menos cercano entorno. Sigue Bentham:

No obstante el poder en todas sus fórmulas es el
único instrumento de moralización, y lejos de
merecer vituperio la lucha empeñada para obtenerlo, cuando
se contiene en los límites de la prudencia y benevolencia,
es tal vez el más fuerte de todos los estimulantes a la
virtud.

Mas yo digo que la virtud no necesita estimulantes, y
menos estimulantes políticos o económicos, que son
más tóxicos que la cocaína.

Sería acción muy liberal en un hombre dar
a los otros todo cuanto posee al presente, y todo cuanto espera
en lo sucesivo; pero semejante acción ni sería
sabía, ni virtuosa (II, p. 199).

Uno sobre eso. Y continúa:

Podría haber liberalidad en proteger el error y
la mala conducta; pero ni habría utilidad ni
filantropía.

Es el típico pensamiento de los
alcahuetes.

La verdad no puede ser completamente benéfica, si
no es con la condición de estar subordinada a las dos
virtudes fundamentales (II, p. 208).

La verdad no se subordina a nada ni a nadie. Y si la
proyectamos en un plazo de tiempo indefinido, siempre resulta
benéfica.

El valor de los placeres del pensamiento no es de
naturaleza distinta y opuesta al de los placeres corporales;
lejos de ser así, los primeros no tienen valor sino en que
ofrecen una imagen vaga y de consiguiente exagerada de los goces
que esperan los últimos (II, p. 252).

No siempre es así. El placer de ir en busca de
una verdad no es imagen de ningún placer corporal, ni
tampoco hay sensualidad alguna en el amor puro o en el placer de
ayudar a quien lo necesita. Y sin ir tan lejos, la
elaboración mental de un proyecto de venganza no imagina
tampoco ningún placer corporal. Sólo se justifica
esta frase de Bentham si se incluye a la emoción dentro de
la categoría de placer corporal, pues el pensamiento puede
generar emociones que no estén emparentadas con el goce de
un placer sensitivo.

No os figuréis que los hombres moverán la
punta del dedo por serviros, si no tienen ventaja en hacerlo;
esto jamás ha sido, ni será, mientras la naturaleza
humana sea lo que es (ibíd., tomito 3, p.
6).

Correcto, excepto cuando se actúa por instinto,
privilegiando así, por un mecanismo genético, el
bienestar del grupo, de la especie o de la vida en general por
sobre la tranquilidad del propio individuo. (Puede verse al
respecto mi definición del instinto de riesgo utilitario
en mis anotaciones del 5/9/97, resumidas en la nota 3 de la
sección II de este Apéndice.)

No hagáis mal a nadie de cualquier modo o en
cualquier cantidad que sea, si no es en vista de algún
bien mayor especial y determinado (III, p. 71).

Se puede actuar malamente buscando un bien mayor, y
admito que tal bien mayor puede surgir de aquel acto malvado,
pero así como surgirá el bien mayor de un mal
menor, así también surgirá el mal superior
del bien mayor causado por el mal que inició el proceso.
Es el efecto búmerang a la inversa.

Interrumpir al que habla de una manera directa y
abierta, es manifestación de menosprecio y desestima, de
que es preciso guardarnos con el mayor cuidado. Es una ofensa
intolerable, que cambia en pena el placer de la
conversación, y que produce molestia bastante aun para
provocar la reacción del mal querer (III, p.
106).

Tengo un gran amigo llamado Gastón Corbata que
suele incurrir en este molesto proceder. Si estás leyendo
esto –cosa que dudo–, te pido desde aquí que moderes tu
manía interruptora –cosa que dudo que haga, pues ya se lo
hemos pedido varias veces y ni caso que hace–. La gente con la
que puedo sostener una conversación prolongada es
escasísima (sólo Gastón), y si encima esta
gente tiene la costumbre de pisotear mi tambaleante
oratoria[8]es fácil deducir que el placer
que proporciona el diálogo ameno no ha sido concebido para
mi disfrute.

Evitad las palabras de pésame a las personas que
están de luto por la muerte de sus amigos. Los
pésames lo mismo que el luto son cosa funestas. Los
hombres, y sobre todo las mujeres no hacen sino aumentar su
dolor, haciéndose un deber o un mérito de
manifestarlo. Si se renunciase al uso del luto, se
excusaría al mundo gran suma de sufrimientos. Hay naciones
salvajes o bárbaras que se regocijan en los funerales de
sus parientes; en este particular saben más que las
naciones civilizadas (III, p. 110).

El capítulo de Alf en el que llega de visita el
tío Alberto es toda una lección de moral a este
respecto[9]

Cuando creáis notar estupidez en alguno, no
uséis de aspereza en vuestras observaciones (III, pp.
115-6).

¡Pero a veces es tan difícil
contenerse!…

Si en presencia vuestra se dirige un ataque contra vos,
por insultante que sea, sobre todo si es delante de testigos,
tratadlo, si os parece, con indiferencia manifiesta, o riendoos,
o o chanceandoos, según la ocasión. Cuanto
más insultante es el ataque, tanto es más
ignominioso para el que lo emplea, y tanto más eficazmente
será rechazado: él se verá contrariado,
humillado, mas no irritado, y su hostilidad contra vos no se
aumentará; y puede tal vez que la desarméis (III,
p. 116).

Al mundo lo salvará el amor y el
humor.

Vamos a presentar al lector algunas circunstancias, que
aunque productivas de mal real de la especie de que se trata, no
han sido observadas bastantemente, como lo acredita la
experiencia.

Tratemos primeramente de la molestia cuyo asiento reside
en el olfato. La más evidente es la que produce la
emisión de gas por el canal alimenticio.

Dicha emisión, en cuanto proviene de la parte
inferior de este canal, es casi siempre voluntaria, de modo que
en tesis general, la inflicción de su molestia es
premeditada. El individuo que la causa, puede abstenerse. En la
producción de ella, aunque el sentido sea el asiento
inmediato, la imaginación hace el principal papel; el
mismo olor que emanado de nuestro cuerpo, no nos causaría
la menor molestia, se nos hace insoportable cuando emana de
cuerpo ajeno; y la molestia puede mitigarse o agravarse por una
variedad de circunstancias relativas a la persona del individuo
cuyo cuerpo es el origen (III, pp. 123-4).

Todo esto es muy cierto, pero ¿qué hacer
cuando en una reunión formal sentimos la presencia de un
gas intestinal deseoso de ganar el cielo? ¿Lo reprimimos?
No, pues la no evacuación de este tipo de gases contribuye
a generar mil y una enfermedades, incluyendo el temido
cáncer. Lo moralmente correcto sería dirigirse
presto al anfitrión, o a quien tengamos enfrente, y
espetarle lo siguiente: "Excusemuá, ingeniero Arizmendi.
Me voy a retirar a un lugar apartado porque tengo un pedo en la
puerta, pero enseguida regreso al grupo a retomar esta exquisita
y cálida conversación". Quien tenga el valor y el
sentido del humor necesarios para tal maniobra, o es un
patán, o es un ser humano excepcionalmente
agradable.

La facultad de impedir las emanaciones desagradables de
la boca no puede poseerse tan extensamente; pero se tiene la
facultad absoluta de reglarlas de manera que sean inofensivas
para otro. La eructación que no siempre se puede reprimir,
se hará menos desagradable a los demás,
dándose a los miasmas dirección tal, que no puedan
llegar a nadie; hacer de modo que el aire salga en dicha
dirección, por un lado de la boca, y por la menor abertura
posible, de suerte que nadie lo note (III, pp. 124-5).

Al igual que con los pedos, ¡nunca
reprimáis un eructo! Una correcta digestión, y en
consecuencia la salud toda, os va en ello. (¡Y es tan
hermoso su sonido en boca de quien sabe madurarlo!)

En virtud del principio de la asociación de las
ideas, todo sonido que tiene por efecto renovar la idea de una
sensación desagradable a otro sentido, por ejemplo al
olfato, no podría menos de repugnarnos por sólo
este motivo.

En razón de la facultad simpática, la boca
y la nariz pueden ser afectadas desagradablemente por intermedio
del oído (III, p. 126).

Pero evocando también la facultad
simpática, ¿no es simpático el recurso
humorístico de imitar con la boca, o con la concavidad de
la palma de la mano bajo la axila, el sonido del pedo? Si es
verdad que el humor alegra la vida (y en consecuencia la
moraliza), me arriesgo con gusto a que cincuenta sientan
desagrado si logro en uno solo despertar una
carcajada.

Vemos en el periódico l'Examiner, un
ejemplo del modo con que pueden aplicarse dichos principios a las
otras ramas de la moral usual.

«Modos de comer que desagradan a las personas bien
educadas: hacer ruido con el tenedor y cuchillo, hacer chasquear
los labios uno contra otro, hacer oír el ruido de los
líquidos al tragarlos, mascar con estrépito, comer
con precipitación. Hay algunos a quienes tales cosas no
parecerán importantes; sin embargo lo son, porque no
solamente indican sentimientos groseros en los que se las
permiten, sino que contribuyen a hacer su compañía
desagradable a las personas bien nacidas, y deben por
consiguiente causarles grave perjuicio en su comercio con la
sociedad» (III, pp. 130-1).

Aconsejo a quien desee valorar a sus amistades proceder
de todos los modos antedichos en su presencia. Los "bien nacidos"
que sientan repugnancia, se harán notar enseguida; los
"mal nacidos" que no se interesen por esas menudencias, o que se
mueran de risa con ellas, se harán notar más
todavía. Los cartones se irán por donde vinieron, y
nos quedaremos con nuestros verdaderos (y ruidosos)
amigos.

Nada hay más funesto en el mundo que la
admiración que se prodiga a los héroes. Cómo
hayan podido los hombres llegar al punto de admirar lo que la
virtud debe enseñarnos a detestar y menospreciar, es uno
de los testimonios más dolorosos de la debilidad y locura
humana. Parece que los crímenes de los héroes los
absuelve su extensión misma. Gracias a las ilusiones con
que han envuelto sus nombres y acciones la reflexión y
mentira, no se forma una idea justa de todo el mal que hacen, de
todas las calamidades que producen. ¿Será acaso por
serlo tan grande que excede a toda estimación? Leemos que
en una batalla han muerto veinte mil hombres, y nos contentamos
con decir: He aquí una victoria bien gloriosa. Veinte mil
hombres, diez mil hombres, ¿qué importa?
¿Qué tenemos que ver con sus sufrimientos? Cuanta
más gente ha caído, más completo es el
triunfo. Y en la grandeza del triunfo es donde se funde el
mérito y la gloria del vencedor. Nuestros profesores y los
libros inmorales que nos ponen en las manos, nos han inspirado
hacia el heroísmo un afecto singular, y el héroe lo
es tanto más, cuanto más hombres ha hecho morir
(III, pp. 142-3).

¿Cómo evitar el lavado de cerebros que se
les hace a los chicos en la escuela? ¿Cómo
explicarles que San Martín era un cretino?

Tiempo vendrá sin duda en que será
necesaria toda la autoridad de los testimonios de la historia,
para hacer creer a las generaciones mejor instruidas, que en una
época llamada de ilustración, han existido hombres
a quienes la aprobación pública honró en
razón de la desgracia que causaron y de los
crímenes que cometieron. Se necesitarán nada menos
que las pruebas más auténticas, para persuadirles
que en los tiempos pasados, se han hallado hombres juzgados
dignos de recompensas nacionales, que por un corto salario se
obligaban a cometer todos los actos de pillaje,
devastación y homicidio que les mandasen. Aún
más se indignarán, cuando sepan que estos
mercenarios, estos asesinos de hombres, han sido reputados
eminentes e ilustres, que les han tejido coronas, elevado
estatuas, y se han agotado en su elogio la elocuencia y la
poesía. En aquellos tiempos mejores y más dichosos
los hombres sabios y buenos se apresurarán a condenar al
olvido, a denigrar con una ignominia universal gran número
de actos, que nosotros calificamos de heroicos, al paso que
coronarán con aureola de verdadera gloria a los creadores
y propagadores de la dicha de los hombres (III, pp.
143-4).

Pero no desprestigiemos ni descartemos una palabra tan
bella como "heroísmo" por la sola razón de que hoy
no se la emplea correctamente. El héroe del mañana
será quien arriesgue o pierda su vida para salvar la vida
o evitar el dolor de otros seres vivos –y en esto se
parecerá mucho al héroe actual–, pero evitando
por todos los medios cumplir este fin a costa de la muerte o el
dolor de otros seres que no le interesen o que se opongan a sus
ideas.
Un heroísmo así es mucho más
complejo que el de Atila, lo cual es coherente con la idea de la
evolución del universo, que va desde lo simple a lo
complejo. Además, yo no dije que fuera
fácil…

Decir: «Creed a esta proposición más
bien que a esta otra», es decir: haced todo lo posible para
creerlo. Todo pues lo que un hombre puede hacer para creer una
proposición, es desviar y rechazar las pruebas que le son
contrarias. Porque cuando todas las pruebas están
igualmente presentes a su espíritu, y son de su parte
objeto de atención igual, no está en su mano creer
o no creer. Es el resultado necesario de la preponderancia de las
pruebas de un lado de la cuestión sobre las contrarias
(III, pp. 145-6).

La fe, o sea la creencia, está necesariamente de
acuerdo con el razonamiento del individuo creyente, por lo que no
hay nada de cierto en suponer que alguien pueda creer en una
hipótesis en contra de lo que le dice su razón. Lo
que sí puede suceder es que alguien crea en la veracidad
de una hipótesis y a la vez desee que esta
hipótesis sea incorrecta. Ya expliqué cómo
creo que funciona el deseo científico en mis
anotaciones del 4/12/98; no voy a extenderme de nuevo sobre lo
mismo puesto que mis actuales pensamientos al respecto no
difieren de los de aquel entonces[10]

Cuando un hombre está convencido de la
inmoralidad de otro, el efecto que tal juicio produce
naturalmente sobre él es una afección decidida de
antipatía, más o menos fuerte según el
carácter del individuo. Desde luego sin cuidarse mucho de
medir la cantidad exacta del castigo que conviene imponer,
aprovecha cuantas ocasiones se ofrecen de expresar respecto al
delincuente sentimientos de odio y menosprecio; y obrando
así, cree dar a los demás una prueba
auténtica de su horror al vicio, y amor a la virtud;
cuando en realidad no hace más que satisfacer sus
afecciones disociales, su antipatía y orgullo (III, p.
157).

Ya lo dije muchas veces pero no me cansaré de
repetirlo: cuanto más aborrecemos el crimen, más
amamos a los criminales.

Venir a hablarnos de placeres, de que no sean
instrumentos los sentidos, es lo mismo que hablar de colores a
los ciegos, de música a los sordos, y de movimiento a lo
que carece de vida (III, p. 161).

Los sentidos son siempre los instrumentos del placer,
pero no siempre son su residencia. Los sentidos generan el
placer, pero hay placeres que una vez generados se independizan
del instrumento que les dio vida. Esta dependencia o
independencia marca la diferencia entre los placeres sensuales y
los espirituales. Y por otra parte, no descarto que puedan
existir placeres espirituales puros, que nazcan con independencia
de los sentidos. Pues en la hipótesis de que pudiese nacer
una persona ciega, sorda, sin olfato, sin sentido del gusto y sin
percepción táctil de ningún tipo en todo su
cuerpo, ¿alguien me garantiza que tal persona nunca
podría emocionarse?

Si se ofrece ocasión de hablar de las acciones
meritorias de vuestro interlocutor, dadle todos los elogios y
encomios que autoriza la verdad (III, p. 167).

En mi país a esta gente la llamamos chupamedias,
o absorbecalcetines, que suena más refinado. A las
personas admirables los elogios hay que brindárselos por
atrás, nunca en su propias caras. ¿Por qué?
Pues porque si la persona es realmente admirable, no
estará interesada en nuestros elogios, con lo que habremos
perdido nuestro tiempo; y si no es tan admirable como
creíamos, habremos propiciado el "agrandamiento de un
loro", como decíamos en los bailes cuando alguien
festejaba demasiado a una señorita reticente y poco
agraciada. Esto último ha sido sospechado por Bentham, que
desde el siguiente párrafo dice:

No obstante para impedir que resulte de este bien un mal
mayor, tomad en consideración el carácter del
individuo, y aseguraos antes, de que exaltando su mérito
no daréis a su orgullo y vanidad tal acrecentamiento, que
resulte mal para él o para otro.

Exige la moralidad que nos abstengamos de la costumbre
de dar consejos; no obstante si hay urgencia manifiesta,
necesidad evidente e incontestable, acompañadlos con
razones y motivos que los justifiquen, cuando sea posible, a los
ojos de la persona aconsejada; y haced de modo que le
causéis la menor pena posible, en cuanto sea compatible
con el efecto que vuestro consejo debe producir. Si no hay prueba
evidente de la necesidad de esa aplicación, y de la
probabilidad del suceso, la virtud exige que se suprima, y que el
consejero se abstenga (III, p. 170).

Yo era bastante reacio a la idea de dar consejos, pero
creo haber comprendido que no está mal aconsejar, siempre
y cuando el consejo sea solicitado por alguien y no dicho a la
pasada como quien se jacta de tener tantos conocimientos que
éstos le brotan sin presión alguna. "Yo no soy
quién para dar consejos", escribí hace un par de
años en mi diario; pero, ¿no podría suceder
que alguien lo leyese con la precisa esperanza de hallar en
él alguna guía moral para sus indecisas acciones?
Si uno expone sus consejos como posibilidades y no como
únicas opciones, no creo que haya peligro de que el
aconsejado se agarre al consejo a modo de dogma y deje de pensar
por sí mismo. Yo he crecido (o creo haber crecido) mucho
espiritualmente gracias a los consejos que me han dado los
escritores a través de sus libros (consejos relativos no
sólo a mi comportamiento sino también a mi
comprensión de la realidad), y aspiro a que por lo menos
tres personas crezcan algo gracias a los dos o tres consejos
apetecibles que hay en mis escritos –mezclados claro está
con los doscientos o trescientos que son
contraproducentes…

Y no se olviden de mi consejo mayor, que es el mismo que
da Bentham: hay que dedicarse a los grandes placeres de la vida,
y desechar el resto.

Es acto de benevolencia efectiva conceder a una conducta
meritoria toda la aprobación que le es debida. La alabanza
tiene por resultado disponer a la imitación, y
podéis hacer a la moral servicios tan señalados
animando a la virtud, como quitando la máscara y
reprobando el vicio (III, pp. 172-3).

La moral de la alabanza ya fue; es completamente
arcaica. Es la moral del caballo de circo que hace sus piruetas
pensando en el terrón de azúcar, o peor: la moral
del chico que tira la sopa en la maceta y después le
muestra el plato a la madre fingiendo que se la tomó toda.
La moral que se fundamenta en el elogio no hace otra cosa que
incentivar la hipocresía.
Si uno comprende que la
realización de un acto moral le será tarde o
temprano más placentera que dolorosa, ¿para
qué necesita el elogio? Y si no lo comprende,
¿aceptará sufrir el dolor que supone
derivará de su buen comportamiento a cambio de las
más sonoras alabanzas? No; lo que hará será
comportarse mal (o sea placenteramente, según cree) y
luego disfrazar los acontecimientos de tal modo que sugieran que
se ha comportado bien, con lo que recibirá los "placeres"
de la adulación sin haber resignado los "placeres" del
delito. Eso es a lo que se dedica el 99,4 % de los
políticos, incluidos los que no son concientes de tal
maniobra, como seguramente no lo era Bentham (puesto que
tenía, como todas las personas "influyentes", una idea del
delito moral similar a la del delito jurídico, creyendo
así que la economía moral no pena la riqueza en
medio de la pobreza, entre otras cosas). Además, Bentham
suponía que las alabanzas necesariamente van dirigidas
hacia quienes se supone se han comportado noblemente.
¡Craso error! ¿No fue Hitler uno de los hombres
más idolatrados de este siglo? Si queremos montar un
sistema de moral que aconseje la alabanza, primero
tendríamos que lograr que la gente sepa discernir entre lo
que es digno de alabanza y lo que no, algo que me parece muy
difícil puesto que ni los más grandes pensadores de
la historia están de acuerdo en tan espinosa
materia.

Pero me parece que se me fue la mano con las
críticas. La idea central del libro es, a mi criterio,
absolutamente verdadera. Bentham pifia un poco en algunos
conceptos menores, que no hacen al fondo de la cuestión.
"Hagan ruido cuanto quieran con palabras sonoras y vacías
de sentido, no tendrán acción alguna sobre el
espíritu del hombre; nada habrá que influya en
él, sino la aprehensión del placer y de la pena"
(II, pp. 142-3). Estoy cierto de que muchos pensadores opinan
igual, pero por un motivo u otro no lo dicen, o no lo dicen tan
apasionadamente como Bentham, que por eso, a fin de cuentas, me
cae simpático.

Y además lo admiro. A él no se lo
diría, por supuesto. Pero sepa todo el mundo, menos
Bentham, que admiro a Bentham.

¿Necesita el autor justificarse del ardor que ha
empleado en defender la causa de la dicha? Es causa esta, ante la
cual todo otro objeto no tiene sino importancia secundaria. Es
causa fuera de la cual nada tiene el hombre que desear ni que
cumplir. Es el solo bien que lo une a lo presente, a lo pasado, a
lo futuro. Es el tesoro que contiene cuanto posee y cuanto
espera. ¡Dichoso el que pudo a lo lejos enseñar el
edificio! ¡Más dichoso aún el que
abrirá sus puertas!

Deontología, palabras
finales

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Autor:

Cornelio Cornejin

[1] Análisis incluido en mis Citas y
notas, principios de 1999.

[2] Muchos no coincidirán conmigo en
eso de que la compasión es placentera. Yo creo que
quienes creen sufrir en presencia del dolor ajeno lo creen por
pura asociación de ideas, sin haberse tomado el trabajo
de discernir y juzgar detenidamente sus sensaciones. Por mi
parte, no tengo miedo de ser considerado un inmoral al afirmar
que me causa placer el tomar conciencia del dolor ajeno. Lo
único inmoral es la mentira, y mentiría si dijese
que los sufrimientos de mis seres queridos, cuando penetran en
el último escalón de mi conciencia, no me
provocan una sensación extrañísima, que
rara vez experimenté, y que poco tiene de dolorosa y
mucho de placentera. Digamos que la contemplación de un
dolor ajeno es dolorosa siempre y cuando no aparezca la
verdadera compasión en el individuo que contempla; una
vez aparecida ésta, la contemplación se torna
placentera. Se me hará entonces una nueva
objeción, diciéndoseme que si la compasión
es placentera, y si la verdadera moral consiste en saber hallar
los mejores y más duraderos placeres individuales,
entonces no es moralmente correcto el intentar calmar o radicar
el dolor ajeno, pues mermaría o desaparecería la
compasión experimentada por el socorrista y con ella el
placer que le era inherente. A esta refutación la
contrarrefuto diciendo que para un hedonista es perfectamente
moral renunciar a un placer si con esta renuncia se accede a
otro placer mayor o más duradero, y esto es precisamente
lo que sucede cuando, debido a nuestro accionar o a cualquier
otra circunstancia, el dolor ajeno que causaba nuestra
compasión se atenúa o deja de manifestarse por
completo. En estos casos, los espacios emotivos que va
desocupando la compasión los va ocupando
instantáneamente la simpatía, que es la
sensación placentera que causa en los espíritus
sanos la contemplación del goce ajeno. La
simpatía biene a ser la compasión positiva, y es
muchísimo, muchísimo más placentera que
cualquier compasión, debido a lo cual siempre es
"negocio" evitar el dolor ajeno. Y si he nombrado a la
compasión y no a la simpatía como una de las tres
partes integrantes de la virtud es porque, siendo los dos
conceptos esencialmente afines y complementarios, hoy en
día la compasión está mucho más al
alcance de nosotros que la simpatía, amén de que
este último término se viene utilizando tan
frívolamente que puede llegar a dar lugar a numerosos
malentendidos.

[3] Este dolor interno no es el que provoca
el remordimiento, como muchos estarán pensando. El
remordimiento implica la suposición de la existencia del
libre albedrío, algo que a todas luces parece ser un
invento de una conciencia primitiva y de una primitiva
teología. El dolor al que me refiero es el dolor
corporal o espiritual causado directa o indirectamente por
nuestro accionar inmoral, como enfermarse por fumar, recibir
una contravenganza de nuestra venganza, ser abandonado por un
amigo al que le negamos un favor, etc.

[4] Para quien ponga en duda que
Sócrates, con su cinismo y pobreza, no perseguía
otra cosa que su felicidad personal, aquí va el
fragmento de los Recuerdos de Sócrates de Jenofonte con
el que inicio mi diario: –Yo creía, Sócrates
–le decía cierta vez el sofista Antifón–, que
los que profesan la filosofía debían ser
más felices. Pero me parece que sacas de la
sabiduría un partido completamente contrario. De la
manera como vives, un esclavo alimentado como tú no
permanecería en casa de su amo. Los manjares más
groseros, las más viles bebidas te contentan. Es poco
estar cubierto con un mal manto, que te sirve en estío
lo mismo que en invierno. No tienes ni calzado ni
túnica. Además, rehúsas el dinero. Y es
bueno procurárselo. Hace vivir con más placer y
decencia. En todas las profesiones, los discípulos
siguen el ejemplo del maestro. Si los que te tratan se te
asemejan, creo que enseñas el arte de hacerse
desgraciado. –Antifón –le contestó
Sócrates–, me parece que supones que vivo muy
tristemente, y estoy seguro de ello, preferirías morir a
vivir como yo. He aquí lo que encuentras tan duro en mi
manera de vivir. Primero, los que reciben un salario
están obligados a cumplir la condición bajo la
cual obtienen ese dinero. Por lo que a mí se refiere,
como no recibo nada no estoy obligado conversar con gentes que
me desagradan. Desprecias mis alimentos. ¿Son menos
sanos que los tuyos, menos nutritivos, más
difíciles de hallar, más escasos y más
caros, o bien los manjares que para ti condimentan son
más agradables a tu paladar que los que yo me procuro?
¿Ignoras que con un buen apetito no hay necesidad de
condimento, y que quien bebe con gusto no piensa siquiera en
las bebidas que no tiene? "En cuanto a los vestidos, sabes que
se cambian para prevenirse del calor y del frío, y que
se lleva calzado por temor a que se hieran los pies al caminar.
¿Me has visto alguna vez retenido en casa por el
frío, o, durante el calor, disputando la sombra a
alguien, o, finalmente, no pudiendo ir adonde quisiera porque
tuviese los pies heridos? Tú lo sabes: aquellos que
tienen un cuerpo naturalmente débil se hacen superiores
en los ejercicios a los cuales se entregan; los soportan mejor
que los que nacidos más robustos han sido negligentes.
¿Crees que después de haber habituado mi cuerpo a
soportar las privaciones y las fatigas, no las resistiré
más fácilmente que tú, que no te has
ocupado nunca de este cuidado? ¿Por qué no soy
esclavo de la buena comida, del sueño, de la
voluptuosidad? ¡Ah, es que conozco otros placeres
más dulces, que lejos de limitarse al momento, prometen
goces continuos! Sabes que no se emprende alegremente una
empresa de la cual no se espera un buen éxito; pero se
entrega uno con alegría a la navegación, a la
agricultura, a cualquier trabajo, cuando se cree poder triunfar
de él. ¿Existe, a tu juicio, una voluptuosidad
comparable a la de esperar que se hará uno más
estimable y que tendrá amigos más virtuosos?
¡Dulce esperanza de todos los instantes de mi vida! "Si
se necesita servir a los amigos o a la patria,
¿quién tendrá más tiempo, el que
vive como yo, o el que lleva esa vida donde colocas la
felicidad? ¿Cuál será mejor soldado, el
que no puede prescindir de una mesa suntuosa o el que se
contenta con lo que halla? ¿Quién
sostendrá con más constancia un puesto, el que
quiere buscar manjares con grandes gastos, o el que vive feliz
con los alimentos más sencillos? "Las delicias, la
magnificencia, eso es lo que llamas felicidad. En cuanto a
mí, creo que si no pertenece más que a Dios no
tener necesidad de nada, es acercarse a la divinidad tener
sólo necesidad de poco. Y como nada existe más
perfecto que Dios, lo que más se aproxima a él,
más toca de cerca también a la
perfección”.

[5] La teoría del vómito
estertórico figura en mis anotaciones del 19/7/97 como
una especie de hipótesis auxiliar de otra idea
más vasta que la requería. En honor a la brevedad
extractaré de aquella entrada de mi diario aquellos
párrafos que tengan una incumbencia específica
con esta hipótesis harto inestable que bordea los lindes
de la escatología: […] El amor que un ser vivo es
capaz de sentir por todo lo que lo rodea, incluso por los
objetos inanimados, estaría relacionado directamente con
su nivel de felicidad. Del mismo modo, el odio que un ser vivo
es capaz de sentir por todo lo que lo rodea, incluso por los
objetos inanimados, estaría relacionado directamente con
su nivel de desdicha. Cuanto más y mejor amante sea un
ser, más feliz sería, y cuanto más y
"mejor" odio profese, más desdichado. Sin embargo, esta
condición no sería instantánea. […] Otra
característica interesante sería la del "poder de
almacenamiento" del inconciente. De acuerdo a esto, la
felicidad o angustia devenidas, respectivamente, del amor o el
odio profesados, no sólo no están obligadas a
incursionar en el terreno de la conciencia en el mismo instante
en que se produce la emoción, sino que además
tienen la capacidad de unirse a otras manifestaciones similares
"acumuladas" en el inconciente con el objetivo de agrandarse y
mejorarse de modo que cuando emerjan a la conciencia formen un
bloque compacto mucho más poderoso que cada una de las
unidades que lo conformaban. Hay opiniones divididas respecto
de si este poder de almacenamiento potencia las emociones que
lo conforman o si simplemente es la suma de ellas, y lo mismo
podría decirse del tiempo de acumulación en el
inconciente, el cual, según algunos, potencia las
emociones a surgir en la conciencia. […] Al ser la felicidad
y la desdicha acumulables, se correría el riesgo de que
se desperdiciasen en mayor o menor medida si el cuerpo del ser
muriese antes de darle tiempo al inconciente de hacer el
consabido traspaso hacia la conciencia. Aquí, para
evitar esta malformación, es factible que se opere un
procedimiento de emergencia –emergencia en amb la os sentidos
de la palabra. En este caso, ante la proximidad de la muerte,
el ser en cuestión sufriría lo que daremos de
llamar el vómito estertórico, que vendría
a ser algo así como el traspaso brusco del remanente
inconciente de felicidad o angustia en dirección a la
conciencia. Este remanente no sería por lo general muy
abultado; pero en los casos en que lo fuera, el vómito
estertórico se haría sentir con una
presión arrolladora capaz de hundir o llevar al ser
mucho más allá de los límites de su propia
experiencia de vida. Para comprobar hasta cierto punto la
veracidad de la tesis vomitiva, bastan los innumerables casos
de moribundos que, en plena y dolorosa agonía, parecen
entrar en un trance anestésico que, por propias
manifestaciones orales o simplemente viendo la expresión
de sus rostros, hace suponer a quien los contempla que no
sólo han cesado sus sufrimientos, sino que además
han ingresado en una especie de limbo del cual por nada del
mundo querrían salirse. Del mismo modo, se conocen casos
en que los últimos momentos de lucidez del agonizante se
vuelven terribles, y no precisamente por el dolor corporal que
pudiesen estar padeciendo. Algunas personas que,
víctimas de paros cardiorrespiratorios, son reanimadas
segundos después de que sus corazones dejaran de latir,
también tienen mucho que agregar en favor del
vómito. Ellos hablan tanto de "luces de infinita
claridad", de "túneles mágicos" y de "placenteras
sensaciones de paz y liviandad", como de "terribles precipicios
amenazadores" o "insoportables visiones espectrales". Los que
apoyan la religión del Cielo y del Infierno se agarran a
estos datos como semiplenas pruebas sensitivas de que tales
lugares existen, mientras que nosotros, sin negar la posible
existencia de nada, apostamos al vómito
estertórico como conclusión de un proceso de amor
y de odio que lleva en sí mismo, primero
implícita y luego explícitamente, sus propios
castigos y recompensas.

[6] El fumar un cigarrillo constituye un
placer impuro, porque suele implicar dolorosas consecuencias
futuras para el fumador (que no sólo tienen que ver con
su salud física). Pero ¿qué pasaría
si alguien que fumase un cigarrillo, disfrutándolo al
máximo, fuese al instante siguiente atropellado y muerto
por un automóvil? Evidentemente, y dejando una vez
más de lado al vómito estertórico, el
individuo habrá saboreado su placer impuro sin pagar las
consecuencias: una clara demostración de que los
placeres impuros no implican necesariamente dolores que los
contrarresten. Y así podría suceder con cualquier
otro placer impuro, como el del consumismo, el del sadismo, el
de la soberbia, etc.

[7] Pueden existir placeres impuros que sin
embargo no sean deficitarios. Lo primero que me viene a la
mente para ejemplificar esta situación es la imagen de
un señor que ha tenido una noche de amores demasiado
intensa y esforzada. Es probable que al día siguiente
amanezca con sus partes nobles doloridas y sea presa de un
debilitamiento general; pero estos dolores,
¿serán capaces de contrabalancear el placer
experimentado en aquella memorable velada?

[8] "Soy torpe de lengua", le dijo
Moisés a Dios cuando éste lo nombró su
intermediario ante los hebreos (Éxodo 4: 10). Pocas
veces me sentí tan identificado con el patetismo de una
frase.

[9] "Lo sentimos mucho, tío Alberto"
se llama ese capítulo, y data de 1987.

[10] He aquí, resumida, aquella
entrada de mi diario en donde menciono al deseo
científico: […] En realidad, decir que una
proposición es verdadera o falsa sólo es correcto
en el terreno de la matemática; en las demás
ciencias lo indicado es hablar de proposiciones más
certeras o menos certeras. Fuera de los números, la
verdad absoluta no existe, y ningún juicio
científico, por descabellado que sea, debe tomarse como
erróneo: son sólo aproximaciones más o
menos felices al hecho en sí, que lamentablemente nunca
podremos percibir en su forma perfecta. Dejando de lado la
intuición, que es una forma de conocimiento reservada
únicamente a quienes saben vivir y gozar el ascetismo
–el verdadero ascetismo, que no en todo coincide con el viejo
ascetismo católico–, hay en el terreno de la
búsqueda de la certeza […] un falso dualismo, que se
ha visto propiciado por ciertas entidades postulantes de dogmas
que parecen ir muy en contra de las leyes naturales. Me refiero
a la separación entre verdades de razón y verdad
de fe. No creo que las verdades de fe puedan tener algo de
irracionales en el sentido de que no obedezcan a un
razonamiento estricto de nuestra mente. La prueba más
concreta de esto está dentro mismo de su enunciado. "NO
CREO que las verdades de fe puedan tener algo de irracionales".
Estoy presentando un argumento en forma racional, pero lo
presento a modo de creencia, a modo de fe, porque no es posible
ir con la razón hacia un lado dejando en otro lado la
fe. Hay veces que desecho esta manera de decir las cosas, pero
lo hago simplemente para no cansar al lector, porque si hemos
de ser rigurosos, todo lo que afirmamos racionalmente
(exceptuando las verdades matemáticas) lo afirmamos por
fe, porque nunca disponemos de pruebas tan contundentes como
para convertir a la fe en un artículo innecesario. Ahora
bien, ¿qué es eso que la gente dice que "siente"
como algo verdadero a pesar de que racionalmente se
inclinaría por una opción diferente? Pues ese es
el deseo científico. Es el desear que algo sea de
determinada manera, independientemente de las evidencias y
razonamientos que opongamos al deseo. La antinomia no es entre
razón y fe, sino entre la razón y la fe por un
lado, y el deseo por otro. Es la creencia contra la
querencia.

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