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Juicio y muerte de Sócrates (página 2)




Enviado por Víctor Dupont



Partes: 1, 2

La corrupción y los enfrentamientos
civiles entre oligarcas y demócratas sólo
prolongó la agonía. Hablamos del período de
los oradores del Ática, de la proliferación
exagerada de juicios y hostigamiento a los supuestos ciudadanos
colaboracionistas o, simplemente, a los ciudadanos molestos. Como
Sócrates.

Las guerras griegas, mientras tanto, que
originariamente fueron una forma de conflicto limitado y formal,
se convirtieron en luchas sin cuartel entre ciudades estado que
incluían atrocidades a gran escala. La guerra del
Peloponeso, que destrozó tabúes religiosos y
culturales, devastó extensos territorios y destruyó
a ciudades enteras, marcando el dramático final del dorado
siglo quinto de Grecia y dando el marco para el juicio a
Sócrates.

EL JUICIO

Una  de las características fundamentales de
la justicia ateniense era que siempre debía ser rogada. Si
determinado hecho, por muy grave que fuera, no era denunciado, no
se juzgaba. No existía, por tanto, la posibilidad de que
se impartiera de oficio si no había una denuncia previa
por parte del perjudicado o de su representante. Por tanto,
¿quién denunció a Sócrates? Se
admitía que si el daño objeto de la denuncia no
afectaba a la esfera privada (díckai) sino al
interés general (grafaí), se pudiera
interponer por cualquier ciudadano que lo deseara (ho
boulomenos
) al considerarse que afectaba a todos.

Sócrates fue denunciado por tres ciudadanos:
Meleto, Anito y Licón. Pero ellos no fueron más que
los portavoces de una tendencia social generalizada que
consideraba a Sócrates molesto. En los escritos de
Platón existen referencias a una extendida infamia
sobre su maestro, el cual llega a manifestar: "Si se me
condena no será por la acusación de Meleto y Anito,
sino por las calumnias de la gente
". Siempre se le
había reprochado que osara investigar tanto sobre las
cuestiones de arriba (las celestiales), como sobre las de abajo
(las terrenales); de tener el poder de manipular los argumentos
de los vencidos haciéndoles parecer como vencedores, y de
la enseñanza de esta práctica poco ética a
sus alumnos. Es curiosa y significativa la referencia alusiva a
que entre los acusadores antiguos -los que extendían
falsos rumores sobre su persona– hay "un cierto autor de
comedias". No es otro que el famoso Aristófanes, pues
Sócrates aparece ridiculizado en varias obras suyas como
"Las nubes", "Las aves" y "Las ranas". Sin ahondar en más
detalles se puede resumir el núcleo acusatorio en dos
motivos fundamentales: la impiedad hacia los dioses y corromper a
la juventud con sus enseñanzas.

La audiencia comenzaba con una señal del
juez-arconte y se procedía de inmediato a cerrar la
puerta. El secretario, funcionario público, leía el
acta de acusación y una respuesta escrita que presentaba
la defensa. A continuación el juez-arconte concedía
primero la palabra al demandante y luego al demandado. Aunque las
partes podían interpelarse entre sí e incluso
preguntar a testigos, los tiempos de las intervenciones eran
limitados. La denominada clepsidra era un reloj de agua, un
recipiente que se llenaba con unos 39 litros (cuarenta minutos)
dependiendo de la gravedad de la materia a enjuiciar. Por un
caño iba saliendo el líquido hasta que se agotaba
quedando de esta forma regulado el tiempo.

Terminadas las intervenciones de las partes, el jurado
votaba la culpabilidad o la inocencia colocando una ficha en unas
urnas dispuestas en el centro. El recuento se efectuaba por
mayoría simple, y su resultado podía provocar lo
que consideramos como el primer antecedente histórico de
la actual condena en costas, ya que para evitar denuncias falsas
por la incomodidad que suponía celebrar muchos juicios, en
caso de que se produjera la absolución del acusado con un
recuento menor del cinco por cien de los votos de culpa, se
condenaba al denunciante al pago de una multa o incluso a la
pérdida de los derechos de ciudadano
(atimia).

La aproximación se impone necesariamente a la
certeza cuando se intentan desentrañar las profundas
razones que llevaron a Sócrates, en contra de los consejos
de sus amigos, a no defenderse de una forma adecuada frente a una
acusación que le iba a conducir a la muerte. No existe
ningún documento escrito por el propio filósofo.
Las dos fuentes fundamentales que narran lo acaecido se
encuentran en la obra de Platón y Jenofonte.

Ambos difieren en las razones que tuvo Sócrates
para no oponerse a su condena. Así, Platón en el
"Fedón" se centra en la idea de que a Sócrates no
le importa morir puesto que el alma preexiste al cuerpo y es
inmortal. La vida y la muerte se suceden engendrándose la
una a la otra como el placer y el dolor, la noche y el
día… Pero creo que no se debe caer en el error de
interpretar los "Diálogos" de Platón desde la
óptica de una pretendida vocación histórica
limitada a ceñirse al mero relato de unos hechos, sino que
el maestro es utilizado por su discípulo como actor para
exponer unas ideas que pueden ser tanto propias como compartidas.
Platón era uno de sus discípulos más
jóvenes. La muerte de Sócrates cambió el
rumbo de su vida y sus enseñanzas fueron el motivo
inspirador de su obra.

Jenofonte, menos docto pero más realista, era un
militar, un hombre de acción. No fue testigo directo, pues
se encontraba participando en la expedición de los diez
mil, relatada por él mismo en la "Anábasis". En su
"Apología de Sócrates", la diferencia con 
Platón estriba en considerar, como factor determinante
para la aceptación de la muerte, el que Sócrates
tuviera setenta años. Por esta razón no le importa
morir puesto que ya poco podía esperar de la vida. La
indignidad de una posible huída no compensa una muerte que
le libera de los previsibles achaques de la vejez. Hay unanimidad
al pensar que donde Platón y Jenofonte coinciden se
encuentra el Sócrates verdadero.

Es un hecho constado que, en el juicio, Sócrates
rehusa defenderse de una forma efectiva. Así, no acepta la
ayuda de Lisias y se defiende a sí mismo sin una clara
voluntad de convencer al Jurado, en un tono que Jenofonte
denomina "megalegoría", es decir, grandilocuente, no
ajustado a las circunstancias pero conscientemente. Es posible
que tal vez Sócrates, ante la falsedad de las acusaciones,
considerara que el defenderse de las mismas fuera una forma de
aceptar su veracidad.

El jurado, en una primera votación, le declara
culpable por una escaso margen de votos. Como las leyes no
preveían pena concreta para los delitos imputados, se le
ofrece la posibilidad de proponer una pena. Podía, en
consecuencia, haber elegido el destierro o una multa, pero vuelve
a irritar al jurado no acatando el veredicto y solicitando que se
le pague una pensión a expensas públicas por los
servicios prestados a la comunidad. Es entonces cuando el
tribunal, al considerarse ofendido, vota mayoritariamente la
condena a muerte.

Sócrates es llevado a prisión,
transcurriendo treinta días entre el juicio y su muerte.
Durante este tiempo también se niega a aceptar los planes
de huida que le proponen sus seguidores. Cita Jenofonte que, ante
las lágrimas de sus amigos, les
respondió:

"¿Qué es eso? ¿Es ahora cuando
os ponéis a llorar? ¿Acaso no sabéis que
desde que nací estaba condenado a muerte por la
naturaleza?" (…) Se encontraba presente un tal Apolodoro,
amigo apasionado de Sócrates, pero por lo demás
persona simple, que dijo: "Pero es que yo, Sócrates, lo
que peor llevo es ver que mueres injustamente". Y entonces
Sócrates, según se cuenta, le respondió
acariciándole la cabeza: "¿Preferirías
entonces, queridísimo Apolodoro, verme morir con justicia
que injustamente?" y al mismo tiempo le
sonrió
.

Sócrates ingiere la cicuta dando muestras de una
serenidad absoluta ante la consternación y dolor de los
amigos que le acompañaban. Respeta las leyes en todo
momento sin considerar la posibilidad de una fuga que las
contravenga. En el hermoso dialógo del "Fedón",
Platón describe así palabras de su despedida:
"O con la vida termina todo, y entonces la paz del
sueño se trueca en paz eterna, o la vida prosigue en otro
lugar, y entonces allí proseguiré mis preguntas y
mis averiguaciones".
Sócrates acepta la muerte, nunca
se lamenta, sella con su vida la firme creencia en las ideas que
había enseñado.

ARGUMENTOS DE
SÓCRATES

(Extraído de Apología de
Sócrates, escrito por
Platón
)

El Interrogatorio a
Meletos

Ahora, pues, toca defenderme de Meletos, el
honrado y entusiasta patriota Meletos, según el mismo se
confiesa, y con él, del resto de mis recientes
acusadores.

La acusación de
corrupción

Veamos cuál es la acusación
jurada de éstos – y ya es la segunda vez que nos la
encontramos- y démosle un texto, como a la primera. El
acta diría así: "Sócrates es culpable de
corromper a la juventud, de no reconocer a los dioses de la
ciudad y, por el contrario, sostiene extrañas creencias y
nuevas divinidades".

La acusación es ésta.
Pasemos, pues, a examinar cada uno de los cargos.

Se me acusa, primeramente, de que corrompo
la juventud.

Yo afirmo, por el contrario, que el que
delinque es el propio Meletos, al actuar tan a la ligera en
asuntos tan graves como es convertir en reos a ciudadanos
honrados; abriendo un proceso so capa de hombre de pro y
simulando estar preocupado por problemas que jamás le han
preocupado. Y que esto sea así, voy a intentar
hacéroslo ver.

¿Quién hace mejores a los
hombres?

Acércate, Meletos, y
respóndeme: ¿No es verdad que es de suma
importancia para ti el que los jóvenes lleguen a ser lo
mejor posible?

-Ciertamente.

-Ea, pues, y de una vez: explica a los
jueces, aquí presentes, quién es el que los hace
mejores. Porque es evidente que tú lo sabes, ya que dices
tratarse de un asunto que te preocupa. Y, además, presumes
de haber descubierto al hombre que los ha corrompido, que,
según dices, soy yo, haciéndome comparecer ante un
tribunal para acusarme. Vamos, pues, diles de una vez
quién es el que los hace mejores. Veo, Meletos, que sigues
callado y no sabes qué decir. ¿No es esto
vergonzoso y una prueba suficiente de que a ti jamás te
han inquietado estos problemas? Pero vamos, hombre, dinos de una
vez quién los hace mejores o peores.

-Las leyes.

-Pero, si no es eso lo que te pregunto,
amigo mío, sino cuál es el hombre, sea quien sea,
pues se da por supuesto que las leyes ya se conocen.

-Ah sí, Sócrates, ya lo
tengo. Ésos son los jueces.

-¿He oído bien, Meletos?
¿Qué quieres decir? ¿Que estos hombres son
capaces de educar a los jóvenes y hacerlos
mejores?

-Ni más ni menos.

-¿Y cómo? ¿Todos?
¿O unos sí y otros no?

-Todos, sin excepción.

-¡Por Hera!, que te expresas de
maravilla. ¡Qué grande es el número de los
benefactores, que según tú sirven para este
menester…! Y el público aquí asistente,
¿también hace mejores o peores a nuestros
jóvenes?

-También.

-¿Y los miembros del
Consejo?

-Ésos también.

-Veamos, aclárame una cosa:
¿serán entonces, Meletos, los que se reúnen
en asamblea, los asambleístas, los que corrompen a los
jóvenes? ¿O también ellos, en su totalidad,
los hacen mejores?

-Es evidente que sí.

-Parece, pues, evidente que todos los
atenienses contribuyen a hacer mejores a nuestros jóvenes.
Bueno; todos, menos uno, que soy yo, el único que corrompe
a nuestra juventud. ¿Es eso lo que quieres
decir?

-Sin lugar a dudas.

-Grave es mi desdicha, si ésa es la
verdad. ¿Crees que sería lo mismo si se tratara de
domar caballos y que todo el mundo, menos uno, fuera capaz de
domesticarlos y que uno sólo fuera capaz de echarlos a
perder? O, más bien, ¿no es todo lo contrario?
¿Que uno sólo es capaz de mejorarlos, o muy pocos,
y que la mayoría, en cuanto los montan, pronto los
envician? ¿No funciona así, Meletos, en los
caballos y en el resto de los animales? Sin ninguna duda,
estéis o no estéis de acuerdo, Anitos y tú.
¡Qué buena suerte la de los jóvenes si
sólo uno pudiera corromperlos y el resto ayudarles a ser
mejores! Pero la realidad es muy otra. Y se ve demasiado que
jamás te han preocupado tales cuestiones y que son otras
las que han motivado que me hicieras comparecer ante este
Tribunal. Pero, ¡por Zeus!, dinos todavía:
¿qué vale más, vivir entre ciudadanos
honrados o entre malvados? Ea, hombre, responde, que tampoco te
pregunto nada del otro mundo. ¿Verdad que los malvados son
una amenaza y que pueden acarrear algún mal, hoy o
mañana, a los que conviven con ellos?

-Sin lugar a duda.

-¿Existe algún hombre que
prefiera ser perjudicado por sus vecinos, o todos prefieren ser
favorecidos? Sigue respondiendo, honrado Meletos, porque,
además, la ley te exige que contestes: ¿hay alguien
que prefiera ser dañado?

-No, desde luego.

-Veamos pues: me has traído hasta
aquí con la acusación de que corrompo a los
jóvenes y de que los hago peores. Y esto, ¿ lo hago
voluntaria o involuntariamente?

-Muy a sabiendas de lo que haces, sin lugar
a duda.

-Y tú, Meletos, que aún eres
tan joven, ¿me superas en experiencia y sabiduría
hasta el punto de haberte dado cuenta de que los malvados
producen siempre algún perjuicio a las personas que
tratan, y los buenos, algún bien? ¿Y me consideras
en tal grado de ignorancia, que no sepa si convierto en malvado a
alguien de los que trato diariamente, corriendo el riesgo de
recibir a la par algún mal de su parte, y que incluso haga
este daño tan grande de forma intencionada?

Esto, Meletos, a mí no me lo haces
creer y no creo que encuentres quien se lo trague: yo no soy el
que corrompe a los jóvenes y, en caso de serlo,
sería involuntariamente y, por tanto, en ambos casos, te
equivocas o mientes.

Y si se probara que yo los corrompo, desde
luego tendría que concederse que lo hago de manera
involuntaria. Y en este caso, la ley ordena advertir al presunto
autor en privado, instruirle y amonestarle, y no, de buenas a
primeras, llevarle directamente al Tribunal. Pues es evidente,
que una vez advertido y entrado en razón, dejaría
de hacer aquello que inconscientemente dicen que estaba
haciendo… Pero tú has rehuido siempre el encontrarte
conmigo, aunque fuera sólo para conversar o para
corregirme, y has optado por traerme directamente aquí,
que es donde debe traerse a quienes merecen un castigo y no a los
que te agradecerían una corrección. Es evidente,
Meletos, que no te han importado ni mucho ni poco estos problemas
que dices te preocupan.

¿Existen los
dioses?

Aclaremos algo más:
explícanos cómo corrompo a los jóvenes.
¿No es -si seguimos el acta de la denuncia-
enseñando a no honrar a los dioses que la ciudad venera y
sustituyéndolos por otras divinidades nuevas?
¿Será, por esto, por lo que los
corrompo?

-Precisamente eso es lo que
afirmo.

-Entonces, y por esos mismos dioses de los
que estamos hablando, explícate con claridad ante esos
jueces y ante mí, pues hay algo que no acabo de
comprender. O yo enseño a creer que existen algunos dioses
y, en este caso, en modo alguno soy ateo ni delinco, o bien dices
que no creo en los dioses del Estado, sino en otros diferentes, y
por eso me acusas o, más bien, sostienes que no creo en
ningún dios y que, además, estas ideas las inculco
a los demás.

-Eso mismo digo: que tú no aceptas
ninguna clase de dioses.

-Ah, sorprendente Meletos, ¿para
qué dices semejantes extravagancias? ¿O es que no
considero dioses al Sol y la Luna, como creen el resto de los
hombres?

-¡Por Zeus! Sabed, oh jueces, lo que
dice: el Sol es una piedra y la Luna es tierra.

-¿Te crees que estás acusando
a Anaxágoras, mi buen Meletos? ¿O desprecias a los
presentes hasta el punto de considerarlos tan poco eruditos que
ignoren los libros de Anaxágoras el Clazomenio, llenos de
tales teorías? Y, más aún, ¿los
jóvenes van a perder el tiempo escuchando de mi boca lo
que pueden aprender por menos de un dracma, comprándose
estas obras en cualquiera de las tiendas que hay junto a la
orquesta y poder reírse después de Sócrates
si éste pretendiera presentar como propias estas
afirmaciones, sobre todo y, además, siendo tan
desatinadas? Pero, ¡por Júpiter!, ¿tal
impresión te he causado que crees que yo no admito los
dioses, absolutamente ningún dios?

-Sí, ¡Y también, por
Zeus!: tú no crees en dios alguno.

-Increíble cosa la que dices,
Meletos. Tan increíble que ni tu mismo acabas de
creértela. Me estoy convenciendo, atenienses, de que este
hombre es un insolente y un temerario y que en un arrebato de
intemperancia, propio de su juvenil irreflexión, ha
presentado esta acusación. Se diría que nos
está formulando un enigma para probarnos: "A ver si este
Sócrates, tan listo y sabio, se da cuenta de que le estoy
tendiendo una trampa, y no sólo a él, sino
también a todos los aquí presentes, pues en su
declaración, yo veo claramente que llega a
contradecirse".

Es como si dijera: "Sócrates es
culpable de no creer en los dioses, pero cree que los hay".
Decidme, pues, si esto no parece una broma y de muy poca gracia.
Examinad conmigo, atenienses, el porqué me parece que dice
esto. Tú, Meletos, responde, y a vosotros -como ya os
llevo advirtiendo desde el principio- os ruego que
prestéis atención, evitando cuchicheos porque siga
usando el tipo de discurso que es habitual en
mí.

¿Hay algún hombre en el
mundo, oh Meletos, que crea que existen cosas humanas, pero que
no crea en la existencia de hombres concretos? Que conteste de
una vez y que deje de escabullirse refunfuñando.
¿Hay alguien que no crea en los caballos, pero sí
que admita, por el contrario, la existencia de cualidades
equinas? ¿O quien no crea en los flautistas, pero
sí que haya un arte de tocar la flauta? No hay nadie,
amigo mío.

Y puesto que no quieres, o no sabes
contestar, yo responderé por ti y para el resto de la
Asamblea: ¿Admites o no, y contigo el resto, que puedan
existir divinidades sin existir al mismo tiempo dioses y genios
concretos?

-Imposible.

-¡Qué gran favor me has hecho
con tu respuesta, aunque haya sido arrancada a
regañadientes! Con ella afirmas que yo creo en cualidades
divinas, nuevas o viejas, y que enseño a creer en ellas,
según tu declaración, sostenida con juramento.
Luego, tendrás que aceptar que también creo en las
divinidades concretas, ¿no es así? Puesto que
callas, debo pensar que asientes.

Y ahora prosigamos el razonamiento.
¿No es verdad que tenemos la creencia de que los genios
son dioses o hijos de los dioses? ¿Estás de
acuerdo, sí o no?

-Lo estoy.

-En consecuencia, si yo creo en las
divinidades, como tú reconoces, y las divinidades son
dioses, entonces queda bien claro que tú pretendes
presentar un enigma y te burlas de nosotros, pues afirmas, por
una parte, que yo no creo en los dioses y, por otra, que yo creo
en los dioses, puesto que creo en las divinidades. Y si
éstas son hijas de los dioses, aunque fueran sus hijas
bastardas, habidas de amancebamiento con ninfas o con cualquier
otro ser -como se acostumbra a decir-, ¿quién, de
entre los sensatos, admitiría que existen hijos de dioses,
pero que no existen los dioses? Sería tan disparatado como
admitir que pueda haber hijos de caballos y de asnos, o sea,
mulos, pero que negara, al mismo tiempo, que existen caballos y
asnos.

Lo que pasa, Meletos, es que, o bien
pretendías quedarte con nosotros, probándonos con
tu enigma, o que, de hecho, no habías encontrado nada
realmente serio de qué acusarme. Y dudo que encuentres
algún tonto por ahí, con tan poco juicio, que
piense que una persona pueda creer en demonios y dioses y, al
mismo tiempo, no creer en demonios o dioses o genios. Es
absolutamente imposible.

Así, pues, creo haber dejado bien
claro que no soy culpable, si nos atenemos a la acusación
de Meletos. Con lo dicho, basta y sobra.

 

 

Autor:

Víctor Dupont

Partes: 1, 2
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