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La tercera ola (Toffler, Alvin) (página 4)




Enviado por ramon notario arias



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Cuando los revolucionarios de la segunda ola lograron derrocar a las élites de la primera ola en Francia, Estados Unidos, Rusia, Japón y otras naciones, se vieron en la necesidad de redactar constituciones, instaurar nuevos Gobiernos y diseñar instituciones políticas nuevas. En la excitación de la creación, debatieron nuevas ideas, nuevas estructuras. En todas partes disputaban en torno a la naturaleza de la representación. ¿Quién debía representar a quién? ¿Debía el pueblo instruir a los representantes acerca de cómo votar, o debían éstos seguir su propio criterio? ¿Debían los períodos de mandato ser largos o cortos? ¿Qué papel debían desempeñar los partidos?

Una nueva arquitectura política emergió de estos conflictos y debates en cada país. Un atento examen de esas estructuras revela que se hallan edificadas sobre una combinación de viejas suposiciones de la primera ola e ideas más nuevas introducidas por la Era industrial.

Después de milenios de agricultura, les resultaba difícil a los fundadores de los sistemas políticos de la segunda ola imaginar una economía basada en el trabajo, el capital, la energía y las materias primas, más que en la tierra. La tierra había estado siempre en el centro de la vida misma. Por tanto, no es de extrañar que la geografía quedase profundamente incrustada en nuestros diversos sistemas de votación. Senadores y congresistas son todavía elegidos en América -al igual que sus equivalentes en Gran Bretaña y muchas otras naciones industriales-, no como representantes de alguna clase social o agrupación ocupacional, étnica, sexual o de estilo de vida, sino como representantes de los habitantes de un determinado trozo de tierra: un distrito geográfico.

Las gentes de la primera ola eran típicamente inmóviles, y, por tanto, era natural que los arquitectos de los sistemas políticos de la Era industrial dieran por supuesto que las personas permanecerían toda su vida en una misma localidad. De ahí el predominio, aún hoy, de los requisitos de residencia en las normas reguladoras de las votaciones.

El ritmo de la vida de la primera ola era lento. Las comunicaciones eran tan primitivas, que un mensaje del Congreso Continental de Filadelfia podría tardar una semana en llegar a Nueva York. Un discurso de George Washington tardaba semanas o meses en alcanzar las tierras del interior. Todavía en 1865 fueron precisos doce días para que llegase a Londres la noticia del asesinato de Lincoln. Sobre la tácita presunción de que las cosas se movían despacio, los organismos representativos, como el Congreso o el Parlamento británico, eran considerados "deliberantes", ya que tenían y se tomaban el tiempo necesario para reflexionar en sus problemas.

La mayoría de las personas de la primera ola eran analfabetas e ignorantes. Por eso se daba generalmente por supuesto que los representantes, en especial si procedían de las clases instruidas, tomarían por fuerza decisiones más inteligentes que la masa de votantes.

Pero, aun cuando inyectaron estas presunciones de la primera ola en nuestras instituciones políticas, los revolucionarios de la segunda ola tendieron también sus ojos hacia el futuro. Y, así, la arquitectura que levantaron reflejaba algunas de las más recientes nociones tecnológicas de su tiempo.

Mecanomanía

Los hombres de negocios, intelectuales y revolucionarios del primer período industrial, estaban virtualmente hipnotizados por la maquinaria. Se sentían fascinados por las máquinas de vapor, relojes, telares, bombas y pistones, y construyeron innumerables analogías basadas en las sencillas tecnologías mecanicistas de su tiempo. No fue casualidad que hombres como Benjamín Franklin y Thomas Jefferson fueran científicos e inventores, además de revolucionarios políticos.

Surgieron en la agitada estela cultural abierta por los grandes descubrimientos de Newton. Este había escudriñado los cielos y llegado a la conclusión de que el Universo entero era un gigantesco aparato de relojería, que funcionaba con exacta regularidad mecánica. La Mettrie, físico y filósofo francés, declaró en 1748 que el hombre mismo era una máquina. Adam Smith amplió más tarde la analogía de la máquina a la economía, argumentando que la economía es un sistema, y que los sistemas "semejan máquinas en muchos aspectos".

James Madison, al describir los debates que condujeron a la Constitución de los Estados Unidos, habló de la necesidad de "remodelar" el "sistema", de modificar la "estructura" del poder político y de elegir funcionarios a través de "sucesivas filtraciones". La Constitución misma estaba llena de "pesas y balanzas", como la maquinaria interna de un reloj gigantesco. Jefferson hablaba de la "maquinaria del Gobierno".

El pensamiento político americano continuó reverberando con el sonido de volantes, cadenas, engranajes, pesas y balanzas. Así, Martin van Burén inventó la "máquina política", y, finalmente, la ciudad de Nueva York tuvo su máquina Tweed; Tennessee, su máquina Crump; New Jersey, su máquina Hague. Quedaron incorporadas al vocabulario político expresiones como "correa de transmisión del poder", "palancas de mando" o "resortes legislativos". En el siglo XIX, en Gran Bretaña, Lord Cromer concibió un Gobierno imperial que "garantizaría el armonioso funcionamiento de las diferentes partes de la máquina".

Pero esta mentalidad mecanicista no fue producto del capitalismo. Por ejemplo, Lenin describía el Estado como "nada más que una máquina utilizada por los capitalistas para reprimir a los obreros". Trotski hablaba de "todas las ruedas y tuercas del mecanismo social burgués" y continuaba describiendo con expresiones similarmente mecánicas el funcionamiento de un partido revolucionario. Denominándolo poderoso "aparato", señalaba que, "como cualquier mecanismo es en sí mismo estático… el movimiento de las masas tiene que… vencer la yerta inercia… Así, la fuerza vivificante del vapor tiene que vencer la inercia de la máquina antes de poder poner el volante en movimiento".

Empapados de este pensamiento mecanicista, imbuidos de una fe casi ciega en el poder y la eficiencia de las máquinas, los revolucionarios fundadores de las Sociedades de la segunda ola, tanto capitalistas como socialistas, inventaron -nada sorprendentemente- instituciones políticas que participaban de muchas de las características de las primeras máquinas industriales.

El equipaje representativo

Las estructuras que forjaron y soldaron se basaban en la noción elemental de la representación. Y en todos los países hicieron uso de ciertas piezas de factura idéntica. Estos componentes salieron de lo que podría denominarse, sólo a medias jocosamente, un universal equipaje representativo.

Los componentes eran:

1. Individuos armados con el voto.

2. Partidos para reunir votos.

3. Candidatos que, al ganar votos, quedaban instantáneamente transformados en "representantes" de los votantes.

4. Legislaturas (Parlamentos, dietas, congresos, Bundestags o asambleas) en las que, al votar, los representantes fabricaban leyes.

5. Ejecutivos (presidentes, primeros ministros, secretarios de partido) que introducían en la máquina fabricante de leyes materias primas en forma de programas políticos, y luego imponían el cumplimiento de las leyes resultantes.

Los votos eran el "átomo" de este mecanismo newtoniano. Los votos eran agregados por los partidos, que funcionaban como "alimentadores" del sistema. Recogían votos de numerosas fuentes y los introducían en la máquina sumadora electoral, la cual los combinaba en proporción a la fuerza o mezcla del partido, produciendo como resultado la "voluntad del pueblo", el combustible básico que supuestamente accionaba la maquinaria del Gobierno.

Los elementos de este equipaje se combinaban y manipulaban de forma distinta en diferentes lugares. En algunos se permitía votar a todas las personas mayores de veintiún años; en otros, sólo los varones de raza blanca tenían derechos de ciudadanía; en un país, todo el proceso no era sino simple fachada para el control absoluto a cargo de un dictador; en otro, los funcionarios elegidos ostentaban considerable poder. Aquí, había dos partidos; allí, una multiplicidad de partidos; en otro lugar, ninguno. Sin embargo, la pauta histórica es clara. Por modificados o configurados que estuviesen sus elementos constitutivos, este mismo equipaje básico fue utilizado para construir la maquinaria política formal de todas las naciones industriales.

Aunque los comunistas atacaron frecuentemente la "democracia burguesa" y el "parlamentarismo" como máscaras para ocultar el privilegio, arguyendo que los mecanismos eran habitualmente manipulados por la clase capitalista en beneficio propio, todas las naciones industriales socialistas instalaron lo antes posible máquinas representativas similares.

Aunque prometiendo una "democracia directa" en alguna remota era posrepresentativa, descansaba pesadamente, mientras tanto, en las "instituciones representativas socialistas". El comunista húngaro Ottó Bihari, en un estudio de estas instituciones, escribe: "En el curso de la elección, la voluntad del pueblo trabajador hace sentir su influencia en los órganos gubernamentales hechos nacer por el voto." El director de Pravda, V. G. Afanasiev, en su libro The Scientific Management of Society, define el "centralismo democrático" como comprensivo del "poder soberano del pueblo trabajador… la elección de organismos y dirigentes gobernantes y su responsabilidad ante el pueblo".

Así como la fábrica vino a simbolizar toda la tecnosfera industrial, el Gobierno representativo (por desnaturalizado que esté), se convirtió en el símbolo de status de toda nación "avanzada". De hecho, incluso muchas naciones no industriales -bajo las presiones ejercidas por los colonizadores o a través de la ciega imitación- se apresuraron a instalar los mismos mecanismos formales y a utilizar el mismo universal equipaje representativo.

La fábrica de leyes global

Y tampoco se hallaban estas "máquinas de democracia" limitadas al nivel nacional. Fueron instaladas también a niveles estatales, provinciales y locales, hasta el Concejo de ciudad o aldea. Actualmente, sólo en los Estados Unidos existen unos 500.000 funcionarios públicos elegidos y 25.869 unidades gubernamentales locales en las áreas metropolitanas, cada una con sus propias elecciones, cuerpos representativos y procedimientos de elección.

Millares de estas máquinas representativas funcionan en regiones no metropolitanas, y decenas de millares más, a todo lo largo del mundo. En cantones suizos y departamentos franceses, en los condados de Gran Bretaña y las provincias del Canadá, en las vaivodías de Polonia y las repúblicas de la Unión Soviética, en Singapur y Haifa, Osaka y Oslo, los candidatos ganan las elecciones y quedan mágicamente transmutados en "representantes". Se puede afirmar que más de cien mil de estas máquinas están ahora fabricando leyes, decretos, reglamentos y normas solamente en países de la segunda ola1.

En teoría, así como cada ser humano y cada voto constituía una unidad atómica, separada, cada una de estas unidades políticas -nacional, provincial y local- era considerada también atómica y separada. Cada una tenía su jurisdicción cuidadosamente definida, sus propios poderes, sus propios derechos y deberes. Estas unidades se hallaban conectadas en ordenación jerárquica, de arriba abajo, de nación a Estado, región o autoridad local. Pero al madurar el industrialismo y hacerse crecientemente integrada la economía, las decisiones tomadas por cada una de estas unidades políticas producían efectos fuera de su propia jurisdicción, haciendo que otros organismos políticos actuasen en reacción a ellas.

Una decisión de la Dieta con respecto a la industria textil japonesa podía influir sobre el nivel de empleo en Carolina del Norte y los servicios de asistencia social de Chicago. Una votación en el Congreso acordando establecer cupos sobre la importación de automóviles extranjeros podía suponer un trabajo adicional para los Gobiernos locales de Nagoya o Turín. Así, mientras que antes los políticos podían tornar una decisión sin que ello alterara la situación existente fuera de su nítidamente delineada jurisdicción, esto se fue haciendo ahora cada vez menos posible.

Para mediados del siglo XX, decenas de miles de autoridades políticas pretendidamente soberanas o independientes dispersas a lo largo del Planeta se hallaban conectadas una con otra a través de los circuitos de la economía, a través de los cada vez, más numerosos viajes, migraciones y comunicaciones, por lo que continuamente se activaban y excitaban unas a otras.

Los miles de mecanismos representativos construidos a partir de los componentes del equipaje representativo fueron, así, formando una sola e invisible supermáquina: una fábrica de leyes global. Nos queda ahora solamente por ver cómo eran manipuladas las palancas y controles de este sistema mundial… y por quién.

El ritual de seguridad

Nacido de los sueños liberadores de los revolucionarios de la segunda ola, el Gobierno representativo constituyó un extraordinario avance con respecto a anteriores sistemas de poder, un triunfo tecnológico más sorprendente aún, a su manera, que la máquina de vapor o el aeroplano.

El Gobierno representativo hizo posible una ordenada sucesión sin la existencia de dinastía hereditaria. Abrió canales de comunicación entre las capas superiores y las inferiores de la sociedad. Proporcionó el terreno en que podrían reconciliarse pacíficamente las diferencias entre los distintos grupos.

1. Aparte los Gobiernos como tales, virtualmente todos los partidos políticos, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, realizaban rutinariamente las tradicionales operaciones de elegir mediante votación a sus propios dirigentes. Incluso las pugnas por la jefatura de distrito o de célula local solían requerir alguna forma de elección, aunque sólo fuera para la ratificación de los nombramientos llegados desde arriba. Y en muchos países el ritual de la elección se convirtió en parte habitual de la vida de toda clase de organizaciones, desde sindicatos, Iglesias hasta cuadrillas de boy-scouts. Votar se convirtió en parte de la forma de vida industrial.

Ligado al predominio de la mayoría y a la idea de "un hombre, un voto" ayudó a los pobres y débiles a obtener beneficios de los técnicos del poder que dirigían los motores integracionales de la sociedad. Por estas razones, la expansión del Gobierno representativo constituyó, en conjunto, un humanizador paso adelante en la Historia.

Pero desde el principio mismo defraudó sus promesas. No obstante su definición, jamás llegó a ser controlado por el pueblo. En ninguna parte modificó realmente la estructura de poder subyacente en las naciones industriales, la estructura de subélites, élites y superélites. De hecho, lejos de debilitar el control ejercido por las élites directivas, la maquinaria formal de representación se convirtió en uno de los medios clave de integración por los que se mantenían a sí mismas en el poder.

De este modo, las elecciones, con independencia de quién las ganase, desarrollaban una poderosa función cultural en beneficio de las élites. En la medida en que todo el mundo tenía derecho a votar, las elecciones fomentaban la ilusión de igualdad. El votar proporcionaba un ritual masivo de seguridad, transmitiendo al pueblo la idea de que las elecciones se realizaban sistemáticamente, con regularidad de máquina, y, en consecuencia, por implicación, racionalmente. Las elecciones aseguraban de manera simbólica a los ciudadanos que ellos conservaban el control, que podían, al menos, en teoría, revocar, así como elegir, dirigentes. Tanto en los países capitalistas como en los socialistas, estas seguridades rituales se revelaron con frecuencia más importantes que los resultados reales de muchas elecciones.

Las élites integracionales programaron la maquinaria política de manera distinta en cada lugar, controlando el número de partidos o manipulando la capacidad de voto. Pero el ritual electoral -la farsa, dirían tal vez algunos- fue empleado en todas partes. El hecho de que las elecciones celebradas en la Unión Soviética y países de la Europa del Este produjese rutinariamente mágicas mayorías del 99 al 100% indicaba que la necesidad de seguridad subsistía, al menos con la misma fuerza, en las sociedades centralmente planificadas y en el "mundo libre". Las elecciones desempeñaban la función de válvulas de escape a las protestas procedentes de abajo.

Además, pese a los esfuerzos de radicales y reformadores democráticos, las élites integracionales conservaban un control virtualmente permanente de los sistemas de Gobierno representativo. Se han propuesto muchas teorías para explicar por qué. Sin embargo, la mayor parte pasa por alto la naturaleza mecánica del sistema.

Si contemplamos los sistemas políticos de la segunda ola con ojos de ingeniero más que de científico social, nos tropezamos de pronto con un hecho clave, que generalmente pasa inadvertido.

Los ingenieros industriales distinguen habitualmente entre dos clases de máquina fundamentalmente diferentes: las que funcionan intermitentemente y las que funcionan ininterrumpidamente. Un ejemplo de la primera es la clásica prensa moldeadora. El obrero lleva una tanda de planchas de metal y las introduce en la máquina, de una en una o varias a la vez, para moldearlas en la forma deseada. Cuando la tanda queda terminada, la máquina se para hasta que llega una nueva tanda de planchas. Un ejemplo de la segunda es la refinería de petróleo, que, una vez puesta en marcha, nunca deja de funcionar. Durante veinticuatro horas al día, el petróleo fluye por sus tubos, cañerías y cámaras.

Si contemplamos la fábrica de leyes global, con sus periódicas votaciones, nos encontramos ante un clásico procesador intermitente. Al público se le permite elegir entre candidatos en épocas estipuladas, después de lo cual, la "máquina de democracia" formal queda desconectada de nuevo.

Contrasta esto con la continua corriente de influencia que emana de diversos intereses organizados, grupos de presión y buhoneros del poder. Enjambres de cabilderos de corporaciones y de agencias, departamentos y ministerios gubernamentales testifican ante comités, participan en jurados selectos, asisten a las mismas recepciones y banquetes, brindan unos con otros, con cócteles en Washington, con vodka en Moscú, llevan información e influencia de un lado a otro y afectan así al proceso de toma de decisiones de manera continua.

En resumen, las élites crearon una poderosa máquina de funcionamiento continuado destinada a trabajar juntamente (y, a menudo, en conflicto) con el procesador democrático intermitente. Sólo cuando vemos juntas estas dos máquinas podemos empezar a comprender cómo se ejercía realmente el poder del Estado en la fábrica de leyes global.

Mientras participaban en el juego representativo, las gentes tenían, en el mejor de los casos, tan sólo oportunidades intermitentes, por medio de votaciones, de hacer valer su aprobación o desaprobación al Gobierno y a sus actos. Por el contrario, los técnicos del poder influían continuamente sobre esos actos.

Finalmente, se introdujo en el principio mismo de representación un instrumento de control social más potente aún. Pues la mera selección de unas personas para representar a otras creó nuevos miembros de la élite.

Cuando los obreros, por ejemplo, comenzaron a luchar por el derecho a organizar sindicatos, fueron hostigados, acusados de conspiración, seguidos por espías de la empresa o apaleados por la Policía y por cuadrillas de matones. Eran intrusos, no representados o representados inadecuadamente en el sistema.

Una vez que se constituyeron, los sindicatos dieron origen a un nuevo grupo de integradores -la estructura organizativa del mundo del trabajo-, cuyos miembros, más que representar simplemente a los trabajadores, mediaban entre ellos y las élites del sector empresarial y del Gobierno. Los George Meany y Georges Séguy del mundo, pese a su retórica, se convirtieron en miembros clave de la élite integracional. Los falsos líderes sindicales de la URSS y la Europa del Este nunca fueron más que técnicos del poder.

En teoría, la necesidad de presentarse a la reelección garantizaba que los representantes actuarían honradamente y continuarían defendiendo a sus representados. Sin embargo, en ningún lugar impidió esto que los representantes fueran absorbidos en la arquitectura del poder. En todas partes fue ensanchándose la brecha existente entre el representante y los representados.

El Gobierno representativo -lo que se nos ha enseñado a llamar democracia- era, en resumen, una tecnología industrial para asegurar la desigualdad. El Gobierno representativo era seudorrepresentativo.

Lo que hemos visto, pues, volviendo la vista hacia atrás a manera de recapitulación, es una civilización que depende en gran medida de los combustibles fósiles, la producción fabril, la familia nuclear, la corporación, la educación general y los medios de comunicación, basado todo ello en la creciente separación abierta entre producción y consumo… y todo ello dirigido por un grupo de élites cuya tarea era integrar el conjunto.

En este sistema, el Gobierno representativo era el equivalente político de la fábrica. De hecho, era, una fábrica destinada a la confección de decisiones integracionales colectivas. Como la mayor parte de las fábricas, estaba dirigida desde arriba. Y, como la mayor parte de las fábricas, se va quedando ahora progresivamente anticuada, víctima de la tercera ola.

Si las estructuras políticas de la segunda ola van quedándose cada vez más anticuadas, incapaces de hacer frente a las complejidades actuales, parte de las dificultades, como veremos, radican en otra crucial institución de la segunda ola: la nación-Estado.

VII

Un frenesí de naciones

Abaco es una isla. Tiene una población de 6.500 habitantes y forma parte de las Bahamas, frente a la costa de Florida. Hace varios años, un grupo de hombres de negocios americanos, traficantes de armas, ideólogos de la empresa libre, un agente negro de los servicios de información y un miembro de la Cámara de los Lores británica decidieron que había llegado el momento de que Abaco se declarase independiente.

Su plan era apoderarse de la isla y romper con el Gobierno de las Bahamas, prometiendo a cada uno de los residentes nativos de la isla un acre de tierra, que se les entregaría gratuitamente después de la revolución. (Esto dejaría más de un cuarto de millón de acres para uso de los agentes inmobiliarios e inversores que estaban detrás del proyecto.) El sueño final era el establecimiento en Abaco de una utopía a la que pudieran huir adinerados hombres de negocios aterrados por la apocalipsis socialista.

Por desgracia para la empresa libre, los habitantes de Abaco se mostraron poco dispuestos a romper sus cadenas, y la propuesta nueva nación murió antes de nacer.

Sin embargo, en un mundo en que los movimientos nacionalistas luchan por el poder y en el que unos 152 Estados reclaman su pertenencia a esa asociación comercial de naciones que es la ONU, gestos paródicos como éste cumplen una finalidad útil. Nos obligan a cuestionar la noción misma de nacionalidad.

¿Podrían los 6.500 habitantes de Abaco, financiados o no por excéntricos hombres de negocios, constituir una nación? Si Singapur, con sus 2,3 millones de habitantes, es una nación, ¿por qué no Nueva York, con sus ocho millones? Si Brooklyn tuviese bombarderos a reacción, ¿sería una nación? Aunque absurdas en apariencia, estas preguntas adquieren nuevo significado a medida que la tercera ola embiste contra los cimientos mismos de la civilización de la segunda ola. Pues uno de esos cimientos era, y es, la nación-Estado.

Si no nos abrimos paso a través de la espesa nube de retórica que rodea el tema del nacionalismo, no podemos extraer sentido de los titulares periodísticos ni comprender el conflicto entre las civilizaciones de la primera y la segunda ola mientras la tercera ola lanza sus acometidas contra ellas.

Cambiando de caballos

Antes de que la segunda ola empezara a recorrer Europa, la mayor parte de las regiones del mundo no estaban aún consolidadas como naciones, sino que se hallaban organizadas, más bien, en una mezcolanza de tribus, clanes, ducados, principados, reinos y otras unidades más o menos locales. "Reyes y príncipes -escribe el científico social S. E. Finer- poseían gotas y partículas de poder." Las fronteras estaban mal definidas, los derechos gubernamentales eran borrosos. El poder del Estado no se hallaba aún uniformizado. En una aldea -nos dice el profesor Finer- consistía sólo en el derecho a cobrar maquilas a un molino de viento; en otra, a imponer impuestos a los campesinos; en otros lugares, a nombrar un abad. Una persona que poseyese propiedades en varias regiones diferentes, podría deber fidelidad a varios señores. Incluso el más grande de los emperadores regía típicamente sobre retazos de diminutas comunidades gobernadas localmente. El control político no era aún uniforme. Voltaire resumió la situación diciendo que al viajar por Europa tenía que cambiar de leyes con tanta frecuencia como de caballos.

Esta observación era algo más que una humorada, por supuesto, ya que la frecuente necesidad de cambiar de caballos reflejaba el primitivo nivel en que se encontraban el transporte y las comunicaciones, lo cual, a su vez, reducía la distancia sobre la que incluso el monarca más poderoso podía ejercer un control eficaz. Cuanto más lejos se estuviese de la capital, tanto más débil era la autoridad del Estado.

Pero sin integración política era imposible la integración económica. Las nuevas y costosas tecnologías de la segunda ola sólo podían ser amortizadas si producían bienes para mercados de extensión superior a la meramente local. Pero, ¿cómo podían los hombres de negocios comprar y vender a lo largo de un amplio territorio si, fuera de sus propias comunidades, se extraviaban en un laberinto de tasas, impuestos, normas laborales y monedas diferentes? Para que las nuevas tecnologías resultaran rentables, las economías locales debían ser consolidadas en una única economía nacional. Esto significaba una división nacional del trabajo y un mercado nacional de bienes y capital. Todo esto, a su vez, requería también una consolidación política nacional.

Dicho simplemente: se necesitaba una unidad política de la segunda ola que estuviese a la altura del desarrollo de las unidades económicas de la segunda ola.

Nada sorprendentemente, cuando las sociedades de la segunda ola empezaron a crear economías nacionales, se hizo evidente un cambio fundamental en la conciencia pública. La producción local en pequeña escala existente en las sociedades de la primera ola había engendrado una raza de gentes acusadamente provincianas, la mayoría de las cuales se preocupaban exclusivamente de sus propios barrios o pueblos. Sólo un puñado de personas -unos cuantos nobles y clérigos, cierto número de mercaderes y un fleco social de artistas, estudiosos y mercenarios- tenía intereses más allá de la aldea.

La segunda ola multiplicó rápidamente el número de personas interesadas en un mundo más amplio. Con las tecnologías basadas en el vapor y el carbón, y más tarde con el advenimiento de la electricidad, se hizo posible que un fabricante de tejidos de Manchester, de relojes de Ginebra o de ropas de Francfort, produjese muchas más unidades de las que podía absorber el mercado local. También necesitaba materias primas procedentes de lugares lejanos. Y el obrero fabril se veía igualmente afectado por acontecimientos económicos sobrevenidos a miles de kilómetros de distancia: los puestos de trabajo dependían de remotos mercados.

Poco a poco, pues, fueron ampliándose los horizontes psicológicos. Los nuevos medios de comunicación de masas incrementaron el volumen de información y las imágenes procedentes de grandes distancias. Bajo el impacto de estos cambios se iba esfumando el nacionalismo. Despertaba la conciencia nacional.

Comenzando con las revoluciones americana y francesa y continuando a todo lo largo del siglo XIX, un frenesí de nacionalismo invadió las partes del mundo en que triunfaba la industrialización. Los 350 insignificantes y diversos mini-Estados de Alemania, en constante discordia entre ellos, necesitaban ser fusionados en un único mercado nacional, das Valeriana. Italia -fragmentada en pedazos y gobernada variamente por la Casa de Saboya, el Vaticano, los Haubsburgos austríacos y los Borbones españoles- debía ser unificada. Servios, croatas, húngaros, franceses y otros desarrollaron súbitamente místicas afinidades con sus convecinos. Los poetas exaltaban el espíritu nacional. Los historiadores descubrían héroes olvidados, literatura y folklore. Los compositores escribían himnos a la nacionalidad. Todo ello en el preciso momento en que la industrialización lo hacía necesario.

Cuando comprendemos la necesidad industrial de integración, se torna diáfano el significado del Estado nacional. Las naciones no son "unidades espirituales", como las denominó Spengler, ni "comunidades mentales" o "almas sociales". Ni es tampoco una nación "una herencia de glorias", por utilizar la expresión de Renán, ni "proyecto de empresa común", como insistía Ortega.

Lo que llamamos la nación moderna es un fenómeno de la segunda ola: una única e integrada autoridad política sobreimpuesta a una única economía integrada o fundida con ella. Una colección heterogénea de economías apenas relacionadas y localmente autosuficientes no puede dar nacimiento a una nación.

Y tampoco un sistema político estrechamente unificado es una nación moderna si se encarama sobre un laxo conglomerado de economías locales. Fue la mezcla de ambos, un sistema político unificado y una economía unificada, lo que creó a la nación moderna.

Se pueden considerar los levantamientos nacionalistas provocados por la revolución industrial en los Estados Unidos, Francia, Alemania y el resto de Europa como esfuerzos por elevar el nivel de integración política al nivel de integración económica, en rápido ascenso, que acompañó a la segunda ola. Y fueron esos esfuerzos, no la poesía ni místicas influencias, lo que condujo a la división del mundo en unidades nacionales separadas.

El clavo de oro

Al tratar de extender su mercado y su actividad política, los Gobiernos tropezaron con límites exteriores: diferencias idiomáticas, barreras culturales, sociales, geográficas y estratégicas. Los medios de transporte y de comunicación existentes y los recursos energéticos, la productividad de su tecnología, todo ello establecía límites a la amplitud del área que podía ser eficazmente gobernada por una sola estructura política. La sofisticación de los procedimientos contables, los controles presupuestarios y las técnicas de administración determinaban también el ámbito al que podía llegar la integración política.

Dentro de esos límites, las élites integracionales, corporativas y gubernamentales por igual, lucharon por expansionarse. Cuanto más extenso fuese el territorio sometido a su control y más amplia el área de mercado económico, mayores eran su riqueza y su poder. Al distender al máximo cada nación sus fronteras políticas y económicas, tropezó no sólo contra estos límites intrínsecos, sino también contra naciones rivales.

Para salir de estos confines, las élites integracionales recurrieron a la avanzada tecnología. Se lanzaron, por ejemplo, a la "carrera espacial" del siglo XIX… la construcción de ferrocarriles.

En setiembre de 1825 se estableció en Gran Bretaña una línea férrea que unía Stockton con Darlington. En mayo de 1835, en el continente, Bruselas quedó unida a Malinas. En setiembre del mismo año se tendió en Baviera la línea Nuremberg-Furth. Después fueron París y St. Germain. Más al Este, Tsarkoie Seló quedó unida con San Petersburgo en abril de 1838. Durante las siguientes tres décadas o más, los obreros ferroviarios fueron empalmando una región con otra.

El historiador francés Charles Morazé explica: "Los países que ya estaban casi unidos en 1830, quedaron consolidados por la llegada del ferrocarril… los que aún no se hallaban preparados vieron nuevas tiras de acero… tensarse a su alrededor… Fue como si todas las naciones se apresurasen a proclamar su derecho a existir antes de que se construyesen los ferrocarriles, para que pudiera reconocérselas como naciones por el sistema de transporte que, durante más de un siglo, definió las fronteras políticas de Europa."

En los Estados Unidos, el Gobierno otorgó grandes concesiones de tierras a las Compañías ferroviarias privadas, inspirados, como ha escrito el historiador Bruce Mazlish, por "la convicción de que los trayectos transcontinentales fortalecerían los lazos de unión entre las costas del Atlántico y el Pacífico". El último martillazo sobre el clavo de oro que completó la primera línea férrea transcontinental abrió la puerta a un mercado verdaderamente nacional, integrado a escala continental. Y amplió el control real, no ya sólo el nominal, del Gobierno nacional. Washington podía ahora desplazar rápidamente tropas por todo el continente para imponer su autoridad.

Por tanto, lo que sucedía en un país tras otro era el nacimiento de esa poderosa nueva entidad: la nación. De esta forma, el mapa del mundo quedó dividido en un conjunto de manchas claramente delineadas y nunca superpuestas de color rojo, rosado, naranja, amarillo o verde, y el sistema de la nación-Estado se convirtió en una de las estructuras clave de la civilización de la segunda ola.

Por debajo de la nación subyacía el familiar imperativo del industrialismo: el impulso hacia la integración.

Pero el impulso hacia la integración no concluía en las fronteras de cada nación-Estado. Pese a toda su fortaleza, la civilización industrial tenía que ser alimentada desde fuera. No podría sobrevivir, a menos que integrase al resto del mundo en el sistema monetario y controlase ese sistema en su propio beneficio.

La forma en que lo hizo es crucial para comprender el mundo que creará la tercera ola.

VIII

El impulso imperial

Ninguna civilización se extiende sin conflicto. Antes de que pasara mucho tiempo, la civilización de la segunda ola desencadenó un masivo ataque contra el mundo de la primera ola, triunfó e impuso su voluntad sobre millones, y finalmente miles de millones, de seres humanos.

Ciertamente, mucho antes de la primera ola, desde el siglo XVI, los gobernantes europeos habían comenzado ya a crear vastos imperios coloniales. Sacerdotes y conquistadores españoles, tramperos franceses, aventureros británicos, holandeses, portugueses o italianos, se desplegaron por el Globo, esclavizando o diezmando a poblaciones enteras, adueñándose de extensas tierras y enviando tributo a sus monarcas.

Pero, comparado con lo que vendría después, todo esto era insignificante.

Pues el tesoro que estos primitivos aventureros y conquistadores enviaban a sus países era, en realidad, botín privado. Financiaba guerras y opulencia personal… palacios de invierno, fastuosas fiestas, un ocioso estilo de vida para la Corte. Pero tenía muy poco que ver con la economía aún básicamente autosuficiente del país colonizador.

Situados en gran medida fuera del sistema monetario y la economía de mercado, los siervos que a duras penas se ganaban la vida en las abrasadas tierras de España o en los húmedos brezales de Inglaterra no tenían nada, o muy poco, que exportar al extranjero. Obtenían apenas lo suficiente para el consumo local. Y tampoco dependían de materias primas robadas o compradas en otros países. Para ellos, la vida seguía, de una u otra manera. Los frutos de la conquista de tierras ultramarinas enriquecían a la clase gobernante y a las ciudades, más que a la masa de gentes comunes, que vivían como campesinos. El imperialismo de la primera ola era todavía pequeño, no integrado aún en la economía.

La segunda ola transformó en un gran negocio esta especie de hurto a escala relativamente pequeña. Transformó el pequeño imperialismo en gran imperialismo.

Se trataba de un nuevo imperialismo, que no se limitaba a obtener unos cuantos cofres de oro o esmeraldas, especias o sedas. Se trataba de un imperialismo que se proponía en último término, transportar cargamento tras cargamento de nitratos, algodón, aceite de palma, estaño, caucho, bauxita y tungsteno. Se trataba de un imperialismo que explotaba minas de cobre en el Congo y levantaba en Arabia torres perforadoras de petróleo. Se trataba de un imperialismo que extraía materias primas de las colonias, las sometía a tratamiento industrial y, muy frecuentemente, devolvía a las colonias los productos manufacturados, obteniendo en la operación un enorme beneficio económico. Se trataba, en resumen, de un imperialismo que había dejado de ser periférico para integrarse en la estructura económica básica de la nación industrial de un modo tal que los puestos de trabajo de millones de obreros llegaron a depender de él.

Y no sólo los puestos de trabajo. Además de nuevas materias primas, Europa necesitaba también cantidades crecientes de alimentos. A medida que las naciones de la segunda ola volcaban sus esfuerzos en la fabricación, transfiriendo la mano de obra rural a las factorías, se iban viendo obligadas a importar del extranjero provisiones alimenticias cada vez más abundantes, carne de vaca, carnero, trigo, café, té y azúcar de India, de China, de África, de las Antillas y de la América Central.

A su vez, al aumentar la fabricación masiva de productos, las nuevas élites industriales necesitaban mercados mayores y nuevas salidas a la inversión. En las décadas finales del siglo pasado, los estadistas europeos proclamaron sin rubor sus objetivos. "El imperio es comercio", afirmó el político británico Joseph Chamberlain. El Primer Ministro francés Jules Ferry fue más explícito aún: Lo que Francia necesitaba -declaró- eran "vías de salida para nuestras industrias, exportaciones y capital". Sacudidos por ciclos de auge y depresión, enfrentados al paro crónico, los dirigentes europeos permanecieron durante generaciones obsesionados por el miedo a que si la expansión colonial se detenía, el desempleo subsiguiente condujera a una revolución armada en sus países.

Sin embargo, las raíces del Gran Imperialismo no eran exclusivamente económicas. Consideraciones estratégicas, fervor religioso, idealismo y aventura, todo ello desempeñó también su papel, al igual que el racismo, con su implícita presunción de la superioridad blanca o europea. Muchos consideraban la conquista imperial como una responsabilidad divina. La expresión de Kipling, "la carga del hombre blanco" resumía el celo misionero por extender el cristianismo y la "civilización", civilización de la segunda ola, naturalmente. Pues los colonizadores consideraban las civilizaciones de la primera ola, por refinadas y complejas que fuesen, como atrasadas y subdesarrolladas. Se tenía por infantiles a las gentes del campo, especialmente si su piel era oscura.

Eran "bribones y deshonestos". Eran "perezosos". No "valoraban la vida".

Estas actitudes hacían más fácil a las fuerzas de la segunda ola justificar la aniquilación de quienes se interponían en su camino.

En The Social History of the Machine Gun (Historia social de la ametralladora), John Ellis muestra cómo esta arma nueva y fantásticamente mortal, perfeccionada en el siglo XIX, fue al principio sistemáticamente utilizada contra poblaciones "nativas" y no contra europeos blancos, ya que se consideraba poco deportivo matar con ella a un igual. Pero disparar sobre los habitantes de las colonias se estimaba que era más una cacería que una guerra, por lo cual se aplicaban otras pautas de medida. "Segar matabeles, derviches o tibetanos -escribe Ellis- estaba considerado más como una arriesgada especie de "tiro al blanco" que como una verdadera operación militar."

En Omdurman, a orillas del Nilo, frente a Jartum, esta superior tecnología se manifestó con destructor efecto en 1898, cuando los guerreros derviches acaudillados por el mahdí fueron derrotados por tropas británicas armadas con seis ametralladoras "Maxim". Un testigo presencial escribió: "Fue el último día del mahdismo y el más grande… No fue una batalla, sino una ejecución." En aquella batalla murieron 21 británicos, dejando detrás 11.000 cadáveres derviches, 392 bajas coloniales por cada una inglesa. Escribe Ellis: "Se convirtió en otro ejemplo del triunfo del espíritu británico y de la general superioridad del hombre blanco."

Tras las actitudes racistas y las justificaciones religiosas y de otro tipo, mientras británicos, franceses, alemanes, holandeses y otros europeos se extendían por el mundo, existía una única y cruda realidad. La civilización de la segunda ola no podía subsistir aislada. Necesitaba desesperadamente la oculta subvención de recursos baratos procedentes del exterior. Por encima de todo, necesitaba un único mercado mundial integrado, a través del que hacer circular esas subvenciones.

Surtidores de gasolina en el jardín

El estímulo para crear este mercado mundial integrado se basaba en la idea -que tuvo en David Ricardo, su mejor formulador- de que la división del trabajo debía aplicarse a las naciones, además, de a los obreros. En un pasaje clásico señalaba que si Gran Bretaña se especializaba en la manufactura de tejidos y Portugal en la fabricación de vino, ambos países saldrían ganando. Cada uno estaría haciendo lo que hacía mejor. Así enriquecería a todos la "división internacional del trabajo", al asignar funciones especializadas a naciones diferentes.

Esta creencia se hizo dogma en las generaciones siguientes y continúa prevaleciendo hoy, aunque sus implicaciones pasan con frecuencia inadvertidas.

Pues así como la división del trabajo en cualquier economía creó una poderosa necesidad de integración y, en consecuencia, dio origen a una élite integracional, así también la división internacional del trabajo exigía una integración a escala global y dio origen a una élite global, un pequeño grupo de naciones de la segunda ola que, a todos los efectos prácticos, fueron turnándose en el dominio de grandes partes del resto del mundo.

Puede calibrarse el éxito del impulso por crear un único mercado mundial integrado, por el fantástico crecimiento del comercio mundial tras el paso de la segunda ola por Europa. Se calcula que, entre 1750 y 1914, el valor del comercio mundial se multiplicó por más de cincuenta veces, elevándose desde 700 millones de dólares hasta casi 40.000 millones. Si Ricardo hubiera tenido razón, las ventajas de este comercio global habrían favorecido más o menos por igual a todas las partes. De hecho, la creencia en que la especialización beneficiaría a todos se basaba en una fantasía de competencia justa. Presuponía una utilización completamente eficiente de la mano de obra y los recursos materiales. Presuponía tratos comerciales no contaminados por amenazas de fuerza política o militar. Presuponía transacciones entre negociadores situados en pie de más o menos igualdad. En resumen, la teoría no pasaba por alto nada… excepto la vida real. En la realidad, se hallaban totalmente desequilibradas las negociaciones entre mercaderes de la segunda ola y gentes de la primera ola sobre azúcar, cobre, cacao u otros recursos naturales. A un lado de la mesa se sentaban traficantes europeos o americanos, astutos y respaldados por grandes Compañías, extensas redes bancarias, poderosas tecnologías y fuertes Gobiernos nacionales. En el otro podrían encontrarse un jefe local o un cabecilla tribal cuya gente apenas había ingresado en el sistema monetario y cuya economía se basaba en una agricultura en pequeña escala o trabajos artesanos. De un lado, los agentes de una civilización pujante, extraña, mecánicamente adelantada, convencida de su propia superioridad y dispuesta a utilizar bayonetas o ametralladoras para demostrarlo. Del otro, representantes de pequeñas tribus o principados prenacionales, armados con flechas y lanzas.

A menudo, los gobernantes o mercaderes locales eran, simplemente, comprados por los occidentales, quienes les ofrecían sobornos o beneficios personales a cambio de explotar la mano de obra nativa, reprimir la resistencia o rehacer las leyes en favor de los extranjeros. Una vez conquistada una colonia, el poder imperial establecía con frecuencia precios preferentes para las materias primas en favor de sus propios hombres de negocios y levantaban rígidas barreras para impedir que los traficantes de naciones rivales ofrecieran precios más altos.

En tales circunstancias, no es extraño que el mundo industrial pudiese obtener materias primas o recursos energéticos a precios inferiores a los de un mercado libre.

Aparte esto, los precios solían quedar más rebajados aún en favor de los compradores, debido a lo que podría denominarse "la ley del primer precio". Muchas materias primas que las naciones de la segunda ola necesitaban, carecían virtualmente de valor para las naciones de la primera ola que las poseían. Los campesinos africanos no necesitaban para nada el cromo. Los jeques árabes no sabían qué hacer con el oro negro que yacía bajo sus arenosos desiertos. Allá donde no existía una previa historia de comercio para un artículo determinado, era crucial el precio fijado en la primera transacción. Y, con frecuencia, ese precio se basaba menos en factores económicos tales como coste, beneficio o competencia, que en la relativa fuerza política o militar. Fijado generalmente en ausencia de una competencia activa, casi cualquier precio era aceptable para un reyezuelo o jefe tribal, que consideraba carentes de valor sus recursos locales y se encontraba ante un regimiento de soldados armados con ametralladoras "Gatling". Y este primer precio, una vez establecido en un nivel bajo, reducía todos los precios subsiguientes. Tan pronto como estas materias primas eran enviadas a las naciones industriales y convertidas en productos finales, quedaba congelado el bajo precio inicial1.

1. Ejemplo: Supongamos que la Compañía A compraba en una colonia una materia prima al precio de un dólar la libra y luego la utilizaba para fabricar determinados productos, que vendía a dos dólares cada uno. Cualquiera otra Compañía que intentara introducirse en el mercado de esa misma clase de producto, se esforzaría en mantener sus materias primas al mismo costo, o inferior, que las de la Compañía A. Salvo que dispusiera de alguna ventaja tecnológica o de otro tipo, no podría permitirse pagar mucho más por la materia prima y seguir vendiendo el producto a un precio competitivo. Así, pues, el precio inicial fijado para la materia prima, aunque se hubiera llegado a él a la sombra de las bayonetas, se convertía en la base de toda negociación posterior.

Finalmente, al establecerse gradualmente un precio mundial para cada producto, todas las naciones industriales se beneficiaban del hecho de que el primer precio hubiera sido fijado a un bajo nivel "acompetitivo". Por muchas y diferentes razones pues, pese a la retórica imperialista sobre las virtudes del libre comercio y la empresa libre, las naciones de la segunda ola obtenían grandes beneficios de lo que eufemísticamente se denominaba "competencia imperfecta".

Retórica y Ricardo aparte, los beneficios del comercio en expansión no eran compartidos por igual. Fluían principalmente desde el mundo de la primera ola hacia el de la segunda.

La plantación de margarina

Para facilitar este flujo, las potencias industriales se esforzaron por ampliar e integrar el mercado mundial. Al extenderse el tráfico comercial más allá de las fronteras nacionales, cada mercado nacional se convirtió en parte de un conjunto mayor de interrelacionados mercados regionales o continentales y, finalmente, en parte del sistema de intercambio único y unificado previsto por las élites integracionales que dirigían la civilización de la segunda ola. En torno al mundo se tejió una única red de dinero.

Tratando al resto del mundo como su surtidor de gasolina, jardín, mina, cantera y reserva de mano de obra barata, el mundo de la segunda ola forjó profundos cambios en la vida social de las poblaciones no industriales de la Tierra. Culturas que habían subsistido durante miles de años de un modo autosuficiente, produciendo sus propios alimentos, fueron absorbidas, quieras que no, en el sistema comercial del mundo y obligadas a comerciar o perecer. De pronto, los niveles de vida de bolivianos o malayos quedaban ligados a las exigencias de economías industriales situadas a medio Planeta de distancia, el tiempo que brotaban minas de estaño y plantaciones de caucho para alimentar el voraz estómago industrial.

El inocente producto de uso doméstico que es la margarina proporciona un dramático ejemplo de lo apuntado. Originariamente, la margarina se fabricaba en Europa con ingredientes locales. Pero llegó a hacerse tan popular, que esos materiales resultaron insuficientes. En 1907, los investigadores descubrieron que la margarina podía fabricarse con aceite de coco y de palmiste. El resultado de este descubrimiento europeo fue un profundo cambio en el estilo de vida de los africanos del Oeste.

"En las principales regiones del África Occidental -escribe Magnus Pyke, ex presidente del British Institute of Food Science and Technology-, en las que tradicionalmente se producía el aceite de palma, la tierra era propiedad de la comunidad como un todo." Complejas costumbres locales y normas regían el uso de las palmeras. A veces, un hombre que había plantado un árbol tenía derecho a su producto durante el resto de su vida. En algunos lugares, las mujeres tenían derechos especiales. Según Pyke, los hombres de negocios occidentales que organizaron "la producción a gran escala de aceite de palma para la fabricación de margarina como alimento de "conveniencia" para los ciudadanos industriales de Europa y América destruyeron el frágil y complejo sistema social de los africanos no industriales". Grandes plantaciones fueron creadas en el Congo belga, en Nigeria, en el Camerún y en la Costa de Oro. Occidente obtuvo su margarina. Y los africanos se convirtieron en semiesclavos de las grandes plantaciones.

El caucho ofrece otro ejemplo. A principios de siglo, cuando la producción automovilística en los Estados Unidos creó una súbita y fuerte demanda de caucho para la fabricación de llantas y neumáticos, los traficantes, en colusión con las autoridades locales, sometieron a esclavitud a los indios amazonios para que trabajasen en su producción. Roger Casement, cónsul británico en Río de Janeiro, informó que la producción de cuatro mil toneladas de caucho del Putumayo entre los años 1900 y 1911, dio lugar a la muerte de 30.000 indios.

Puede alegarse que se trataba de "excesos" y que esto no era característico del gran imperialismo. Ciertamente, las potencias coloniales no eran por entero crueles o malas. En determinados lugares construyeron escuelas y rudimentarias instalaciones sanitarias para las poblaciones sometidas. Mejoraron las condiciones higiénicas y los suministros de agua. Es indudable que elevaron el nivel de vida de algunos.

Tampoco sería justo tender un aura de romanticismo sobre las sociedades precoloniales, ni culpar exclusivamente al imperialismo de la pobreza de las poblaciones no industrializadas actuales. Contribuyeron también a ello el clima, la corrupción y la tiranía locales, la ignorancia y la xenofobia. Había ya mucha miseria y opresión antes de que llegasen los europeos.

Pero, una vez apartadas de la autosuficiencia y obligadas a producir por dinero o por bienes; una vez estimuladas o forzadas a reorganizar su estructura social en torno a la minería, por ejemplo, o a las explotaciones agrícolas, las poblaciones de la primera ola quedaron sometidas a la dependencia económica de un mercado en el que apenas podían influir. A menudo, sus dirigentes eran sobornados; sus culturas, ridiculizadas; sus idiomas, eliminados. Además, las potencias coloniales inyectaron un profundo sentido de inferioridad psicológica en los pueblos sojuzgados que constituye todavía hoy un obstáculo al desarrollo económico y social.

Sin embargo, en el mundo de la segunda ola el gran imperialismo resultó altamente rentable. Como ha dicho el historiador económico William Woodruff: "Fue la explotación de estos territorios y el creciente tráfico comercial realizado con ellos lo que reportó a la familia europea una riqueza de dimensiones jamás conocidas hasta entonces." Profundamente arraigado en la estructura misma de la economía de la segunda ola, alimentando su voraz necesidad de recursos, el imperialismo se extendió por el Planeta.

En 1492, cuando Colón puso pie por primera vez en el Nuevo Mundo, los europeos controlaban sólo el 9% del Globo. Para 1801 dominaban la tercera parte. Para 1880, las dos terceras partes. Y en 1935 los europeos controlaban políticamente el 85% de la tierra firme del Planeta y el 70% de su población. Como la sociedad misma de la segunda ola, el mundo se hallaba dividido en integradores e integrados.

Integración a la americana

Pero no todos los integradores eran iguales. Las naciones de la segunda ola libraban entre sí una batalla cada vez más encarnizada por el control del nuevo sistema económico mundial. El dominio inglés y francés fue desafiado, en la Primera Guerra Mundial, por el creciente poderío industrial alemán. La destrucción originada por la guerra, el devastador ciclo de inflación y depresión que la siguió, la revolución rusa, todo ello produjo una violenta sacudida en el mercado mundial.

Estos cataclismos causaron una drástica reducción en la tasa de crecimiento del tráfico mercantil mundial, y, aunque fueron absorbidos más países en el sistema comercial, disminuyó el volumen real de mercancías negociadas internacionalmente. La Segunda Guerra Mundial redujo más aún la extensión del mercado mundial integrado.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, la Europa Occidental yacía cubierta de humeantes ruinas. Alemania había quedado convertida en un paisaje lunar. La Unión Soviética había sufrido indescriptibles daños físicos y humanos. La industria del Japón estaba destrozada. De las grandes potencias industriales, sólo los Estados Unidos se encontraban económicamente ilesos. En 1946-1950, la economía mundial se hallaba sumida en tal confusión, que el comercio exterior alcanzó su más bajo nivel desde 1913.

Además, la misma debilidad de las potencias europeas, maltrechas a consecuencia de la guerra, indujo a una colonia tras otra a exigir la independencia política. Gandhi, Ho Chi Minh, Jomo Kenyatta y otros anticolonialistas intensificaron sus campañas para expulsar a los colonizadores.

Aun antes de que los cañones dejaran de disparar, quedó claro, por tanto, que toda la economía industrial del mundo debería ser reconstituida sobre una nueva base después de la guerra.

Dos naciones asumieron la tarea de reorganizar y reintegrar el sistema de la segunda ola: los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Los Estados Unidos habían desempeñado hasta entonces un limitado papel en la campaña del gran imperialismo. Abriendo su propia frontera, había diezmado a los americanos nativos y los había recluido en reservas. En México, Cuba, Puerto Rico y Filipinas, los americanos imitaron las tácticas imperiales de los ingleses, los franceses o los alemanes. Durante las primeras décadas del presente siglo, la "diplomacia del dólar" practicada por los Estados Unidos ayudó a la United Fruit y otras compañías a garantizar bajos precios para el azúcar, los plátanos, el café, el cobre y otras mercancías. Sin embargo, comparados con los europeos, los Estados Unidos eran un recién asociado a la gran cruzada imperial.

Por el contrario, después de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos eran la principal nación acreedora del mundo. Poseía la tecnología más avanzada, la estructura política más estable… y una irresistible oportunidad para llenar el vacío de poder dejado por sus maltrechos competidores al verse obligados a retirarse de las colonias.

Ya en 1941, los estrategas financieros de los Estados Unidos habían empezado a planear la nueva integración de la economía mundial a lo largo de líneas más favorables a los Estados Unidos. En la Conferencia de Bretón Woods en 1944, presidida por los Estados Unidos, 44 naciones acordaron crear dos estructuras integrantes clave, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

El FMI obligó a sus naciones miembros a ligar su moneda al dólar americano o al oro, la mayor parte del cual se hallaba en poder de los Estados Unidos. (En 1948, los Estados Unidos poseían el 72% de todas las reservas de oro del mundo). El FMI fijaba así las relaciones básicas de las más importantes monedas del mundo.

Mientras tanto, el Banco Mundial, creado al principio para suministrar a las naciones europeas fondos destinados a la reconstrucción en la posguerra, empezó gradualmente a facilitar también préstamos a los países no industrializados. Estos préstamos tenían frecuentemente por finalidad construir carreteras, puertos, muelles y otros "elementos de infraestructura" para facilitar el movimiento de materias primas y exportaciones agrícolas a las naciones de la segunda ola.

No tardó en agregarse un tercer componente al sistema: el Acuerdo general sobre aranceles y comercio, conocido por las siglas de su nombre inglés: General Agreement on Tariffs and Trade, GATT. Este acuerdo, promovido originalmente también por los Estados Unidos, se proponía liberalizar el comercio, pero surtió el efecto de dificultar a los países más pobres y menos avanzados tecnológicamente la protección de sus pequeñas y nacientes industrias.

Las tres estructuras quedaron conectadas por una norma que prohibía al Banco Mundial otorgar préstamos a ningún país que se negara a ingresar en el FMI o a cumplir las estipulaciones del GATT.

Este sistema dificultaba a los deudores de los Estados Unidos reducir sus obligaciones mediante la manipulación de la moneda o los aranceles. Fortaleció la competitividad de la industria norteamericana en los mercados mundiales. Y proporcionó a las potencias industriales, especialmente a los Estados Unidos, una gran influencia sobre la planificación económica de muchos países de la primera ola, aun después de que hubieran alcanzado la independencia política.

Estos tres órganos interrelacionados formaron una única estructura integrativa para el comercio mundial. Y desde 1944 hasta los primeros años de la década de los 70, los Estados Unidos dominaron básicamente el sistema. Entre naciones, integraron a los integradores.

Imperialismo socialista

Pero la hegemonía americana sobre el mundo de la segunda ola fue siendo crecientemente desafiada por el ascenso de la Unión Soviética. La URSS y otras naciones socialistas se presentaban a sí mismas como amigos antiimperialistas de los pueblos coloniales del mundo. En 1916, un año antes de tomar el poder, Lenin había escrito un violento ataque a las naciones capitalistas del mundo por su política colonial. Su Imperialismo se convirtió en uno de los libros más influyentes del siglo y sigue configurando el pensamiento de cientos de millones de personas en todo el mundo.

Pero Lenin veía el imperialismo como un fenómeno puramente capitalista. Las naciones capitalistas -insistía- oprimían y colonizaban a otras naciones, no por capricho, sino por necesidad. Una dudosa ley de hierro, formulada por Marx, sostenía que los beneficios en las economías capitalistas mostraban una general e irresistible tendencia a disminuir con el tiempo. Debido a ello -afirmaba Lenin-, las naciones capitalistas se veían obligadas, en su fase final, a buscar "superbeneficios" en el extranjero para compensar la disminución sufrida en el interior de sus fronteras. Sólo el socialismo -argumentaba- liberaría a los pueblos coloniales de su opresión y su miseria, porque el socialismo carecía de una dinámica intrínseca que exigiese su explotación económica.

Lo que Lenin pasó por alto es que muchos de los mismos imperativos que impulsaban a las naciones industriales capitalistas, operaban también en las naciones industriales socialistas. También ellas formaban parte del sistema monetario del mundo. También ellas basaban sus economías en el divorcio entre producción y consumo. También ellas necesitaban un mercado (aunque no necesariamente un mercado orientado por la idea de beneficio) que pusiera de nuevo en contacto a productor y consumidor. También ellas necesitaban materias primas del extranjero para alimentar sus máquinas industriales. Y, por estas razones, también ellas necesitaban un sistema económico mundial integrado a cuyo través obtener lo que les faltaba y vender sus productos en el exterior.

De hecho, Lenin, al mismo tiempo que atacaba al imperialismo, hablaba del propósito del socialismo de "no sólo unir más estrechamente a las naciones, sino de integrarlas". Como ha escrito el analista soviético M. Senin en Socialist Integration, en 1920 Lenin "consideraba la aproximación y la reunión de las naciones como un proceso objetivo que… conducirá final y definitivamente a la creación de una única economía mundial, regulada por… un plan común". En esto consistía precisamente el sueño industrial final.

Externamente, las naciones industriales socialistas se hallaban empujadas por las mismas necesidades de recursos que las naciones capitalistas. También ellas necesitaban algodón, café, níquel, azúcar, trigo y otros artículos para alimentar a sus fábricas, en rápida multiplicación, y a sus poblaciones urbanas. La Unión Soviética tenía (y sigue teniendo) enormes reservas de recursos naturales. Tiene manganeso, plomo, zinc, carbón, fosfatos y oro. Pero también lo tenían los Estados Unidos, y ello no impidió que ambas naciones trataran de comprar a otras al precio más bajo posible.

Desde sus comienzos, la Unión Soviética se convirtió en parte del sistema monetario mundial. Una vez que cualquier nación ingresaba en este sistema y aceptaba las formas "normales" de comerciar, se encerraba inmediatamente en definiciones convencionales de eficiencia y productividad, definiciones cuyo origen podía siempre encontrarse en el primitivo capitalismo. Se veía obligada a aceptar, casi inconscientemente, conceptos económicos, categorías, definiciones, métodos de contabilidad y unidades de medida convencionales.

Los administradores y economistas socialistas, exactamente igual que sus colegas capitalistas, calculaban, así, el costo de producir sus propias materias primas y lo comparaban con el costo de comprarlas. Se enfrentaban a una decisión de "hacer o comprar" del tipo de las que las corporaciones capitalistas arrostran todos los días. Y pronto quedó claro que comprar ciertas materias primas en el mercado mundial sería más barato que intentar producirlas en casa.

Una vez tomada esta decisión, astutos agentes de compras soviéticos se desplegaron por el mercado mundial y adquirieron a precios previamente fijados a niveles artificialmente bajos por los traficantes imperialistas. Camiones soviéticos cargaban caucho comprado a precios que, probablemente, habían sido fijados ab initio por mercaderes británicos en Malaya. Peor aún: en tiempos recientes, los soviéticos (que mantenían tropas allí) pagaban a Guinea seis dólares por cada tonelada de bauxita, cuando los americanos la estaban pagando a 23 dólares. India ha protestado por el hecho de que los rusos les imponen un recargo del 30% sobre las importaciones y pagan un 30% menos por las importaciones indias. Irán y Afganistán recibían de los soviéticos precios inferiores a lo normal por el gas natural. Así, la Unión Soviética, como sus adversarios capitalistas, se beneficiaba a costa de las colonias. Actuar de otro modo habría supuesto reducir el ritmo de su propio proceso de industrialización.

La Unión Soviética se vio impulsada también, por consideraciones estratégicas, a adoptar políticas imperialistas. Enfrentados al poderío militar de la Alemania nazi, los soviéticos colonizaron primero los Estados bálticos y declararon luego la guerra a Finlandia. Después de la Segunda Guerra Mundial, ayudaron a instalar o mantener, con tropas o con la amenaza, de invasión, regímenes "amigos" a todo lo largo de la mayor parte de la Europa del Este. Estos países, más avanzados industrialmente que la propia URSS, debían entregar intermitentemente sus recursos a los soviéticos, justificando así su descripción como colonias o "satélites".

"Es indudable -escribe el economista neomarxista Howard Sherman- que, en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética detrajo una cierta cantidad de recursos de la Europa Oriental sin dar en pago recursos iguales… Hubo un cierto saqueo directo y reparación militar… Hubo también la acción de Compañías conjuntas con predominio de control soviético y explotación soviética de los beneficios obtenidos de esos países. Se dieron también acuerdos comerciales en condiciones sumamente leoninas, que equivalían a nuevas reparaciones."

En la actualidad no existe saqueo directo, y las Compañías conjuntas han desaparecido, pero, añade Sherman: "Se observan evidentes indicios de que la mayor parte de los intercambios entre la URSS y casi todos los países de la Europa del Este continúan desarrollándose en un plano de desigualdad… con la URSS obteniendo la mejor parte." No es fácil determinar cuánto "beneficio" se obtiene por estos medios, dada la insuficiencia de las estadísticas soviéticas publicadas. Puede que los costos del mantenimiento de tropas soviéticas por toda la Europa Oriental superen, en realidad, a los beneficios económicos. Pero un hecho es indiscutiblemente claro.

Mientras los norteamericanos levantaban la estructura FMI-GATT-Banco Mundial, los soviéticos avanzaban hacia el sueño de Lenin de un único sistema económico mundial integrado, creando el Consejo de Asistencia Económica Mutua (COMECON) y obligando a los países de la Europa del Este a ingresar en él. Los países del COMECON son obligados por Moscú no sólo a comerciar entre ellos y con la Unión Soviética, sino también a someter a la aprobación de Moscú sus planes de desarrollo económico. Moscú, insistiendo en las virtudes ricardianas de la especialización, actuando exactamente igual que las viejas potencias imperialistas con respecto a las economías africanas, asiáticas o latinoamericanas, ha asignado funciones especializadas a cada economía de la Europa Oriental. Sólo Rumania se ha resistido abierta y firmemente.

Al afirmar que Moscú ha intentado convertirla en el "surtidor de petróleo y jardín" de la Unión Soviética, Rumania se ha propuesto conseguir lo que llama desarrollo multilateral, lo cual significa una industrialización plenamente evolucionada. Ha resistido a la "integración socialista", pese a las presiones soviéticas. En resumen, al mismo tiempo que los Estados Unidos asumían la jefatura de las naciones industriales capitalistas y construían sus propios mecanismos para integrar de nuevo el sistema económico del mundo después de la Segunda Guerra Mundial, los soviéticos creaban un duplicado de este sistema en la parte del mundo que dominaban.

Ningún fenómeno tan vasto, complejo y transformador como el imperialismo puede ser descrito de manera sencilla. Sus efectos sobre la religión, la educación y la salud, sobre los temas de la literatura y el arte, sobre actitudes raciales, sobre la psicostructura de pueblos enteros, así como, más directamente, sobre la economía, están aún siendo descubiertos por los historiadores. Es indudable que consumó logros positivos, además de atrocidades. Pero no se puede dar excesivo énfasis a su papel en el nacimiento de la civilización de la segunda ola.

Podemos considerar el imperialismo como el espoleador o acelerador del desarrollo industrial en el mundo de la segunda ola. ¿Con qué rapidez habrían sido capaces de industrializarse los Estados Unidos, la Europa Occidental, Japón o la URSS sin infusiones de alimentos, energía y materias primas procedentes del exterior? ¿Y si los precios de decenas de artículos como la bauxita, el manganeso, el estaño, el vanadio o el cobre hubieran sido un 30 o un 50% más elevados durante varias décadas?

El precio de miles de productos finales habría sido correspondientemente superior… en algunos casos, sin duda, tan elevado como para hacer imposible el consumo en masa. El choque de los aumentos en los precios del petróleo sobrevenidos a comienzos de la década de los 70 nos proporciona sólo un débil atisbo de sus potenciales efectos.

Aun cuando se hubieran podido utilizar sustitutivos domésticos, el desarrollo económico de las naciones de la segunda ola se habría visto, probablemente, impedido. Sin las subvenciones ocultas que el imperialismo, capitalista y socialista, hizo posible, la civilización de la segunda ola podría muy bien estar hoy donde estaba en 1920 o 1930.

El gran designio debe estar claro ya. La civilización de la segunda ola dividió y organizó al mundo en naciones-Estado separadas. Necesitando los recursos del resto del mundo, arrastró a las sociedades de la primera ola y a los restantes pueblos primitivos del mundo hasta introducirlos en el sistema monetario. Creó un mercado globalmente integrado. Pero el exuberante industrialismo era algo más que un sistema económico, político o social. Era también una forma de vida y una forma de pensamiento. Produjo una mentalidad de la segunda ola.

Esta mentalidad constituye en la actualidad el principal obstáculo a la creación de una viable civilización de la tercera ola.

IX

Indusrealidad

Mientras la civilización de la segunda ola extendía sus tentáculos por el Planeta, transformando todo cuanto tocaba, con ella llegó algo más que tecnología o comercio. Al colisionar con la civilización de la primera ola, la segunda ola no sólo creó una nueva realidad para millones de personas, sino también una nueva forma de pensar sobre la realidad.

Chocando en mil puntos con los valores, conceptos, mitos y costumbres de la sociedad agrícola, la segunda ola trajo consigo una redefinición de Dios… de la Justicia… del Amor… del Poder… de la Belleza. Suscitó nuevas ideas, actitudes y analogías. Subvirtió y remplazó antiguas presunciones sobre tiempo, espacio, materia y casualidad. Emergió una poderosa y coherente concepción del mundo que no sólo explicaba, sino que justificaba también la realidad de la segunda ola. Esta concepción del mundo de la sociedad industrial no ha recibido un nombre específico. Podría denominársela "indusrealidad".

La indusrealidad era el grupo culminante de ideas y presunciones con que se enseñaba a los hijos del industrialismo a comprender su mundo. Era el bagaje de premisas empleadas por la civilización de la segunda ola, por sus científicos, dirigentes comerciales, estadistas, filósofos y propagandistas.

Naturalmente había voces contrarias: los que desafiaban las ideas dominantes de la indusrealidad, pero aquí nos interesa la corriente principal de pensamiento de la segunda ola, no las corrientes marginales. En la superficie no parecía haber ninguna corriente principal. Parecía más bien como si existiesen dos poderosas corrientes ideológicas en conflicto. Para mediados del siglo XIX, toda nación en proceso de industrialización tenía su ala izquierda y su ala derecha, nítidamente delineadas ambas, sus defensores del individualismo y la libre empresa y sus defensores del colectivismo y el socialismo.

Esta batalla de ideologías, limitada al principio a las propias naciones en trance de industrialización, no tardó en extenderse por el Globo. Con la revolución soviética de 1917 y la organización de una máquina propagandística de ámbito mundial y dirigida centralmente, la lucha ideológica se hizo más intensa aún. Y al final de la Segunda Guerra Mundial, mientras los Estados Unidos y la Unión Soviética trataban de integrar nuevamente el mercado mundial -o grandes partes de él- con arreglo a sus propias condiciones, cada uno de los bandos gastaba enormes sumas en difundir sus doctrinas a los pueblos no industriales del mundo.

A un lado estaban los regímenes totalitarios; al otro, las llamadas democracias liberales. Cañones y bombas se hallaban preparados para intervenir donde terminasen los argumentos lógicos. Rara vez desde la gran colisión entre catolicismo y protestantismo durante la Reforma habían existido líneas doctrinales tan nítidamente dibujadas entre dos campos teológicos.

Sin embargo, pocos advertían, en el ardor de esta guerra de propaganda, que, si bien cada bando promovía una ideología diferente, ambos estaban pregonando esencialmente la misma superideología. Sus conclusiones -sus programas económicos y dogmas políticos- diferían radicalmente, pero muchas de sus premisas iniciales eran las mismas. Como misioneros católicos y protestantes empuñando diferentes versiones de la Biblia, pero predicando ambos a Cristo, marxistas y antimarxistas por igual, capitalistas y anticapitalistas, americanos y rusos, se adentraron en África, Asia y Latinoamérica -las regiones no industriales del mundo-, portando ciegamente el mismo conjunto de premisas fundamentales. Ambos predicaban la superioridad del industrialismo sobre todas las demás civilizaciones. Ambos eran apasionados apóstoles de la indus-realidad.

El principio de progreso

La concepción del mundo que propagaban se hallaba basada en tres creencias "indusreales" íntimamente entrelazadas, tres ideas que mantenían unidas a todas las naciones de la segunda ola y las diferenciaban de gran parte del resto del mundo.

La primera de estas creencias fundamentales estaba relacionada con la Naturaleza. Si bien socialistas y capitalistas podían discrepar violentamente sobre cómo compartir sus frutos, ambos consideraban la Naturaleza de la misma manera. Para ambos, la Naturaleza era un objeto que esperaba ser explotado.

La idea de que los humanos deben ejercer su dominio sobre la Naturaleza se remonta, por lo menos, hasta el Génesis. No obstante, fue una creencia decididamente minoritaria hasta la revolución industrial. Por el contrario, la mayor parte de las culturas anteriores hacían hincapié en una aceptación de la pobreza y en la armonía de la Humanidad con su ecología natural circundante.

Estas culturas anteriores no eran particularmente consideradas con la naturaleza. Talaban e incendiaban, agotaban pastos y despojaban los bosques para obtener leña. Pero su poder de causar daño era limitado. No ejercían un gran impacto sobre la Tierra y no había necesidad de una ideología explícita para justificar el daño que producían.

Con el advenimiento de la civilización de la segunda ola aparecieron capitalistas industrialistas que extraían recursos a escala masiva, lanzaban voluminosos venenos al aire, despoblaban de bosques regiones enteras en busca de beneficios económicos, sin prestar mayor atención a los efectos secundarios ni a las consecuencias a largo plazo. La idea de que la Naturaleza estaba allí para ser explotada, proporcionaba una adecuada racionalización para su miopía y su egoísmo.

Pero los capitalistas no estaban solos. Dondequiera que se hacían con el poder, los industrializadores marxistas (pese a su convicción de que el beneficio económico era la raíz de todo mal) actuaban exactamente de la misma manera. De hecho, instauraron el conflicto con la Naturaleza en sus propios textos fundamentales.

Los marxistas representaban a los pueblos primitivos no como establecidos en una armónica coexistencia con la Naturaleza, sino como entregados a una feroz lucha a vida o muerte contra ella. Con la aparición de la sociedad de clases -sostenían-, la guerra del "hombre contra la Naturaleza" quedó, por desgracia, transformada en una guerra del "hombre contra el hombre". La consecución de una sociedad comunista sin clases permitiría a la Humanidad retornar al anterior estado de cosas: la guerra del hombre contra la Naturaleza.

Por tanto, a ambos lados de la división ideológica, se encontraba la misma imagen de la Humanidad situada en oposición a la Naturaleza y dominándola. Esta imagen constituía un componente clave de la indusrealidad, la superideología de la que extraían sus premisas tanto marxistas como antimarxistas.

Una segunda idea, interrelacionada con la primera, llevó el argumento un paso más allá. Los humanos no eran, simplemente, los señores de la Naturaleza; constituían el pináculo de un largo proceso de evolución. Existían ya teorías de la evolución, pero fue Darwin, educado en la nación industrial más avanzada de la época, quien, a mediados del siglo XIX, proporcionó el fundamento científico de esta concepción. Habló de la ciega actuación de la "selección natural", un proceso inevitable que eliminaba implacablemente formas débiles e ineficaces de vida. Las especies que sobrevivían eran, por definición, las más aptas.

Darwin se refería fundamentalmente a la evolución biológica, pero sus ideas tenían claras resonancias sociales y políticas, que otros no tardaron en percibir. Así, los darvinistas sociales argumentaban que el principio de la selección natural operaba también dentro de la sociedad y que las personas más ricas y poderosas eran, en virtud de ese mismo hecho, las más aptas y meritorias.

Había desde ahí un corto paso hasta la idea de que las sociedades mismas evolucionaban conforme a idénticas leyes de selección. Siguiendo este razonamiento, el industrialismo constituía una fase de evolución superior a las culturas no industriales que le rodeaban. La civilización de la segunda ola, dicho sin rodeos, era superior a todas las demás.

Así como el darvinismo social racionalizaba el capitalismo, esta arrogancia cultural racionalizaba el imperialismo. El expansivo orden industrial necesitaba su cuerda salvavidas de recursos baratos, y creó una justificación moral para tomarlos a precios bajos, aun a costa de destruir sociedades agrícolas, llamadas primitivas. La idea de la evolución social proporcionaba un apoyo intelectual y moral al trato como inferiores, y, por tanto, no aptos para la supervivencia, dado a los pueblos no industriales.

El propio Darwin escribió, sin conmoverse, sobre la matanza de los aborígenes de Tasmania y, en un arranque de entusiasmo genocida, profetizó que: "En algún período futuro… las razas civilizadas del hombre exterminarán, casi con toda seguridad, y remplazarán a las razas salvajes a todo lo largo del mundo." Los heraldos intelectuales de la civilización de la segunda ola no tenían la menor duda acerca de quién merecía sobrevivir.

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