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Volar sobre el pantano



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

  1. La
    soledad
  2. Ley de
    advertencia
  3. Corrupción gradual
  4. Asociados
  5. Zonas
    de atención
  6. Alcoholismo y
    cerrazón
  7. Liberarse interiormente
  8. Violación
  9. Diferencias sexuales
  10. Venganza
  11. Causa
    y efecto
  12. Careo
    amoroso
  13. Adopción
  14. El
    rascacielos
  15. ¿Por qué me
    excluyeron?
  16. Abuso
    a menores
  17. Volar
    sobre el pantano
  18. Epílogo

NOVELA DE VALORES

PARA SUPERAR LA

ADVERSIDAD Y TRIUNFAR

ISBN 968-7277-134

Zabid.

Desde que te vi por primera
vez,

me di cuenta de que eres un
triunfador.

Este libro es para
ti.

La
soledad

Lisbeth parecía desconcertada por mi
insistencia.

Dejó su vaso de refresco sobre la mesa y me
miró de forma transparente por unos segundos.

-No te entiendo -me dijo-, habíamos convenido
olvidar ese asunto y ahora quieres revivirlo.

La brisa del mar le alborotó el largo cabello. La
miré temblando con la carta de mi hermana en la
mano.

-Que yo sepa, Alma no sufrió como tú
sufriste -le dije-, pero seguramente no se necesita vivir algo
tan duro para hundirse.

-¿Hundirse? ¿Por qué piensas que se
ha hundido?

-No sé. Tal vez estoy malinterpretando las cosas
o mezclando su carta con mis pesadillas…

Me detuve. Lisbeth me miraba callada. Me encogí
de hombros y completé:

-Las pesadillas han vuelto.

Asintió lentamente.

-Lo sé.

Caminé hacia ella.

-Son demasiado reales otra vez… No
quería preocuparse.

– Pero el médico nos dijo que los sueños
no se repetirían a menos que…

Dudó.

-Dilo.

-A menos que volvieras a vivir una angustia
similar.

-Exactamente. Por eso necesito que me platiques la
historia que nunca quise oír… Necesito que tú me
digas lo que siente una mujer que ha sido víctima de un
abuso. Porque las pesadillas tienen el ingrediente de siempre: mi
hermana Alma. La escucho gritar, llorar, suplicarme. Y me
despierto sudando, mirándola, cómo si estuviera
allí, con su gesto solitario, ávido de afecto, de
comprensión y ayuda…

Un grupo de pelícanos volando en delta
pasó sobre nuestras cabezas.

Lisbeth sabía que no tenía otra
alternativa, que yo no quitaría el dedo del
renglón. Suspiró.

-Está bien.

Cuando mi padre irrumpió en el recinto, estaba
preparándome para dormir.

Extrañamente, no tocó la puerta.
Entró con vehemencia como si se estuviera quemando la
casa.

-¡Tienes que venir conmigo! Vístete
rápido.

Era una orden.

-¿Qué ocurre?

-No hagas preguntas. Apresúrate.

Sólo algo muy grave podía provocar en
él esa actitud a las diez de la noche.

-¡Te estoy esperando…

-Ya voy.

Terminé de vestirme con la primera indumentaria
que hallé a la mano. Salí de mi cuarto asustada.
Sin decir palabra, papá caminó decidido a la puerta
exterior. Lo seguí. Casi en el umbral estaba mi madre
retorciéndose los dedos. Pasamos junto a ella.
Evadió mi mirada.

El automóvil se hallaba con el motor en marcha,
la portezuela abierta y las luces encendidas, como si hubiese
detenido el vehículo de paso sólo para
recogerme.

-¿Adónde vamos?

No contestó. Tenía el rostro desencajado,
la respiración alterada. Manejó rápidamente,
casi con enojo. Se dirigió al centro de la
ciudad.

-¿Desde cuándo sales con ese joven?
-cuestionó.

-¿Adónde vamos, papá?

-Te hice una pregunta.

-Desde hace cuatro meses.

-¿Te ha dado a probar alguna
sustancia?

-Papá, ¿qué te pasa?

De improviso viró a la derecha y se
internó por una barriada oscura y peligrosa.
Después de dar varias vueltas sin la más elemental
precaución, se detuvo justo frente a un grupo de tipos
que, sentados en la banqueta, se drogaban. Eran seis o siete.
Acomodados en semicírculo, los bultos humanos enajenados
compartían los estupefacientes con movimientos
extremadamente torpes.

-¿Lo ves? -mi padre se hallaba fuera de
sí.

Negué con la cabeza.

-¿Qué quieres que vea?

-Observa bien.

Se encorvó para alcanzar una linterna que llevaba
debajo del asiento y cuando estaba tratando de encenderla, una de
las muchachas drogadas se levantó para acercarse a
nosotros. Mi padre la alumbró con el reflector. Era joven,
de escasos dieciséis o diecisiete años, con la cara
sucia, sin sostén y la blusa abierta hasta la
mitad.

-No abras -dijo papá.

La chica se aproximó al automóvil
tambaleándose, puso su boca sobre la ventana de mi lado,
fue bajando lentamente hasta que su repugnante lengua excoriada
terminó de lamer el cristal.

-Vámonos -dije temblando por el repentino terror
que me causó la escena-. No sé qué tratas de
enseñarme.

-Observa.

La joven desapareció bajo mi portezuela.
Papá aprovechó para apuntar con la linterna de mano
hacia el grupito de despojos humanos.

-¿Ahora sí lo ves?

E¡ haz luminoso descubrió el rostro de un
muchacho que yo conocía muy bien.

-¿Martín … ?

-Sí.

-No puede ser… Sólo se parece…

-Es él.

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