De la barbarie a la compasión
Uno de los conceptos más eficaces producidos por la
especie humana es el de barbarie. No representa una gran idea,
como pueden ser los conceptos filosóficos de ser, esencia,
alma, verdad,
belleza, absoluto, etc., pero, desde tiempos lejanos, constituye
una de las referencias más útiles para designar lo
que nos disgusta y nos causa horror y espanto. La humanidad ha
hecho mucho uso de este vocablo para referirse a todo lo que
considera bestial, monstruoso, cruel o feroz, aunque en principio
no fue así.
En su origen, de hecho, el término bárbaro
designaba al extranjero. Desde este punto de vista, cualquier
individuo, con
sólo desplazarse geográficamente, podía
volverse bárbaro. Las modificaciones del término
vinieron a lo largo del tiempo.
En efecto, fueron, los aristócratas y sofisticados
griegos quienes empezaron a aplicar el término a los
romanos a quienes consideraban incultos por no hablar su lengua y,
además, de costumbres groseras. Pero éstos, los
romanos, sumándose astutamente a los griegos, definieron
bárbaros a los demás pueblos con excepción
de los griegos y de ellos mismos. Más allá de los
Alpes, todos eran bárbaros. De esta manera, los romanos
pusieron un abismo entre ellos y los griegos, de una parte, y,
por otra, a todos los demás pueblos sin excepción.
Sólo a partir del siglo V, el término se
aplicó a las hordas nórdicas, germanos,
sármatas y hunos, que se dedicaban a embestir y saquear,
desde el siglo IV, el Imperio Romano,
que para entonces se encontraba en situación deplorable y
cuyas invasiones constituyeron una de las causas de su plena
decadencia.
Sobre la barbarie hay una larga historia que no es nuestra
intención recoger aquí. Nos basta señalar,
para ir al meollo de nuestro asunto, que del concepto de
barbarie se ha hecho mucha difusión para aludir a todo lo
que se traduce en daño a
los valores,
pero especialmente, para significar la crueldad, la atrocidad y
el ensañamiento contra lo humano, que constituye la base
de la civilización y la meta de la
historia. A este propósito, Hitler,
más cruel que Alarico y Atila juntos es, posiblemente, el
"führer", el caudillo, de la barbarie, el patrón
incuestionable de los que se han orientado hacia la
destrucción de lo humano. La deidad de los
sañudos.
El concepto de barbarie resulta entonces de mucha utilidad. En el
sentido que aquí le damos, la barbarie es un acto
voluntario de negación de lo humano. El bárbaro,
diríamos, capta el mundo desde la eliminación de lo
humano y se entrega a la tarea de que esta eliminación se
cumpla. El bárbaro posee una ideología: es auténticamente un
in-humanista. Uno, que en el fondo, tiene miedo a la humanidad
del hombre.
La barbarie, así entendida, ha cobrado vigor en todos
los tiempos. Yo quisiera ocuparme a continuación de un
tipo de barbarie, que aun cuando se coloca en otro orden, sin
embargo, en cuanto a crueldad y enseñamiento se refiere
es, igualmente, un acto deliberado de inhumanidad. Por cierto muy
frecuente en la sociedad
occidental, donde desde niños
se enseña a las personas a ser brutales consigo mismas y
con los demás. Me refiero a ese tipo de barbarie, a esa
forma de matar lo humano, que brota de la demanda del
ideal de la perfección.
Hablar de perfección y de barbarie puede resultar
chocante y ofensivo para quienes consideran la perfección
como la forma ideal del ser del hombre, sin embargo, nos vamos a
atrever a sostener que la perfección es una forma afinada
de practicar la barbarie. La búsqueda de la
perfección es incongruente y nociva. La perfección
coloca una traba en el corazón de
la existencia del hombre. Es causa de tormento espiritual y
psíquico. Es una auténtica escuela de
sufrimiento. Por tal razón, ubicamos la perfección
en el museo de los horrores generados por el hombre.
La sicología lleva años declarando el
perfeccionismo como una patología. Sólo
recientemente, el enfoque psicológico
humanista-existencial denominado Terapia de la
Imperfección, abatió la barrera que separaba la
búsqueda de la perfección, considerada positiva,
del perfeccionismo como tal, juzgado malsano. En su
planteamiento, la búsqueda intencional de la
perfección es la fase inicial del trastorno que en su fase
terminal conocemos como perfeccionismo.
La perfección conduce al perfeccionismo como el tumor
conduce al cáncer. El individuo que tiene que cargar con
la exigencia de la perfección cultiva una disponibilidad
al rechazo que con el tiempo se convierte en un irresistible
sentimiento de aversión a la defectuosidad. Como se da el
caso que todo lo que es humano es defectuoso, la orden interna de
alcanzar la perfección, lo convierte en un enemigo de lo
humano. Sería interesante ahondar en este tema, pero, en
realidad, el aspecto que finalmente quisiéramos abordar en
esta ocasión es otro, a saber: las consecuencias que en el
plano moral genera
la búsqueda de la perfección. A esto queremos
limitarnos.
En cuanto ideal, la búsqueda de la perfección
impone una manera de percibir y de tratar la
realidad que tiene efectos en el plano moral. De hecho, la manera
de percibir y de tratar la realidad se traduce en actitudes y
conductas relacionadas con uno mismo, con los demás y con
el medio que nos rodea. En concreto,
entonces, insistiendo en nuestro asunto, ¿qué tiene
que ver el ideal de la perfección con la aspiración
moral?
La perfección no es, como nos han hecho creer, el
camino hacia la plenitud, el desarrollo o
el mejoramiento del hombre. La perfección es una idea (y
más específicamente, una perspectiva) que trabaja
al hombre desde lo más profundo de su ser y desde
ahí lo conduce hacia la idolatría del control.
Controlar o estructurar da la idea de perfeccionar.
En efecto, la perfección se convierte en visión
y en cuanto marco mental de referencia, se afinca en la conducta con la
cual encaramos el mundo y desde la cual lo abordamos. Esto
significa que usamos, como señalábamos en otra
ocasión, el ideal de la perfección para explicarnos
el mundo o nuestro estado
emocional, para comprender los hechos, los problemas, las
fallas y los errores. Esto significa estructurar la realidad.
¿Con qué propósito se estructura? Se
estructura la realidad para poder
manipular el carácter cambiante, inestable, incierto e
inseguro de la vida. En resumidas cuentas, desde la
perfección no habrá cabida para lo incompleto, el
desorden y lo inacabado de la realidad.
Así pues, quien busca la perfección se activa
desde el supuesto de que el mundo debe funcionar de manera
cabal e impecable. Si esto no sucede quien busca la
perfección entra en una fase de confusión que dura
hasta que vuelve a conseguir el dominio sobre las
cosas y las personas para que funcionen según su supuesto
perfeccionista.
La búsqueda de la perfección adiestra la
persona al
exceso de lógica,
de juicio y de raciocinio, al establecimiento de reglas fijas, de
normas y
principios
inalterables, rígidos, indiscutibles y válidos para
todas las ocasiones y circunstancias de la vida. Este mismo ideal
vincula la vida a esquemas que valen más que la vida
misma. En realidad, este ideal es una especie de epistemología, o mejor dicho aún, se
asienta y opera desde un nivel epistemológico del sistema mental,
se vuelve, en otras palabras, la "manera de pensar como
pensamos".
Pero como dijimos anteriormente, a la manera de percibir la
realidad corresponde una manera de tratarla, esto es, de
relacionarse, de conectarse con la realidad. Veámoslo
más de cerca en el caso del perfeccionista, que es quien
mejor nos descubre este aspecto: ¿cómo se conecta
con la realidad?
El perfeccionista tiene que alimentar diariamente su
afán de perfección sea en el plano intelectual que
afectivo. A su rigidez a nivel cognitivo, une una frialdad
emocional.
El rigor moral es su estilo habitual. De aquí que
frente a los seres de carne y hueso sus exigencias sean
asfixiantes y terribles.
Curiosamente quien mejor nos describe el perfeccionismo no es
la sicología, que ofrece estupendos estudios al respecto,
sino el Evangelio que alcanza la esencia misma del
perfeccionismo. El Evangelio constantemente corre la cortina para
desenmascarar la pureza moral del perfeccionista.
Diríamos, entonces, que el Evangelio, sin caer en
consideraciones religiosas que están fuera de nuestro
objetivo, nos
introduce de manera amplia, aunque no sistemática, como lo
haría un ensayo
psicológico, en una problemática existencial, la
del perfeccionista, que merece nuestra atención.
El caso más digno de estudio ofrecido por el Evangelio
es el del hermano mayor de la parábola del Hijo
pródigo. A este hombre, que "jamás ha desobedecido
uno sólo de los mandamientos" paternos no le importa la
desgracia de su hermano menor. Su afectividad está
obturada. Vive prácticamente en un claustro con respecto
al que falla, al que yerra, al que ha realizado una experiencia
miserable por desconocimiento de sus propios límites.
En el plano afectivo, se enoja contra el padre que está
celebrando la vuelta del desgraciado. Le da coraje que el padre
sea blandengue con el descarriado. Su planteamiento, su manera de
percibir, deja ver su manera perfeccionista de abrirse y
tratar la realidad, en otras palabras, su conducta
violenta.
Se trata de un caso tristemente paradójico: aunque su
conducta raya en la patología, de hecho, no hay nada que
censurarle. ¿De qué podemos criticar al hermano
mayor si es un hombre serio, responsable y trabajador? Moralmente
pareciera inobjetable.
Posiblemente, el auditorio que escuchó por primera vez
esta parábola de boca de su autor o quien la lee hoy en
día se siente arrebatado por un sentimiento de
admiración. Sin embargo, este modelo de
moralidad es
incapaz de abrirse a la desdicha del hermano. Y aquí
está el quid del asunto. ¿Cómo es
posible que un hombre recto, como el presentado por la
parábola, que contrasta con la conducta libertina del
joven, no alcance ningún mérito a los ojos el
narrador? Si no hay defensa ni elogio para el hermano mayor,
¿quién se salva?
En el Evangelio este sujeto recibiría el calificativo
de fariseo, en cambio, en la
historia clínica será definido como un
perfeccionista o según los diversos enfoques se le
pondría la etiqueta del "trastorno obsesivo-compulsivo de
la
personalidad", "trastorno narcisista de la personalidad",
o sujeto que sufre de grave "distorsión cognitiva". Con
respecto a esta patología, la Terapia de la
Imperfección maneja, desde su propia teoría
psicológica, la explicación del "trastorno de
orientación" o "neurosis de
orientación". En definitiva, este hombre está
perdido con respecto a su propia indigencia. De aquí que
sea incapaz de encontrar la indigencia del otro, aunque se trate
de un consanguíneo cercano, sangre de su
sangre. Esta es la razón por la cual la parábola lo
exhibe como un ser despiadado.
Analicemos la moral del
hombre que afirma estar seguro de cumplir
con todas sus obligaciones y
se define como "el que no falla".
Su tipo de moral cubre lo requisitos de un modelo moral. Sus
acciones son
rectas, es decir, son fruto de una voluntad libre que decide en
base a una referencia axiológica. Lo mueve una
teoría moral racional, filosófica, cuyo eje parece
ser el deber. Es un precursor de la teoría moral de
Kant. Estamos en
presencia de un kantiano anónimo. Pero aun así, con
todo y todo, sus acciones no llegan a ser humanas. Aunque no se
ha metido en ningún bosque pasional, como el hermano
menor, no es un ser que se mueva por la vida en dirección a la realidad de la
condición humana. Más bien se mueve en el sentido
contrario. Desde la óptica
de la parábola, la moralidad del fariseo (leamos del
perfeccionista) no humaniza. No hay un solo gesto de
compasión o de aceptación de su parte.
La narración que estamos considerando no
se limita a plantear y a cuestionar el modelo moral del hermano
mayor, sino que va más allá introduciendo y
oponiendo otro modelo de moral.
En la parábola hay otro personaje que se
guía por un principio diverso del "debe" o
"debería". Efectivamente, en la narración surge
otra manera de percibir y de tratar la realidad; otros modales
éticos que se fundamentan en una índole moral
profundamente admirable. Nos referimos a la figura del padre.
Pudiéramos decir que el padre, aunque se
trate de una figura literaria, constituye no sólo una
guía moral, sino el fundamento de una teoría moral.
Esto lo hemos tratado ampliamente en nuestro libro
Ética para errantes (BUAP, 2000), al cual
remitimos.
El padre, para hacer un resumen de su comportamiento, corre al encuentro del hijo menor,
se le lanza al cuello, lo abraza, lo cubre de besos, no repara en
el juicio de auto-condena que proclama el hijo, no responde a la
solicitud de tratarlo como un empleado y no más como hijo
suyo, se voltea hacia la servidumbre y exige que traigan
rápido la mejor vestimenta, además de anillo y
sandalias. Y para rematar, como si lo anterior fuera poco,
termina ordenando una fiesta, es decir, un ulterior despilfarro a
favor del zángano. ¿Es posible que una conducta
así sea moralmente válida y practicable? ¿No
se complican más las cosas? ¿Es moralmente
legítimo actuar de esta manera en defensa de un caso tan
bochornoso? Son cuestiones que exceden el asunto inicial de
nuestra reflexión y el espacio de que aquí
disponemos.
Podemos dar por cierto que un filosofo moralista como Kant, no
en balde considerado como el padre del Criticismo, se
sentiría a disgusto con tal tipo de procedimiento.¿Qué axioma, en
efecto, puede sostenerse a favor de la conducta del padre?
¿Qué tipo de moralidad presume semejante actitud?
En realidad, la ética que
nos está señalando el padre no es de tipo racional,
sino intuitiva. Este hombre no pide cuentas al hijo, no hace un
análisis de la experiencia del hijo menor,
su conducta es técnicamente hablando irreflexiva,
a-filosófica. No maneja un juicio perceptual. Sin embargo,
no hay nada de irracional en una conducta asentada sobre una
teoría moral intuitiva. No hay nada discutible en una
conducta moral basada en la intuición. Sabemos que los
grandes principios morales son percibidos intuitivamente y
sólo posteriormente son conceptualizados. Esto ya lo dejo
claro Aristóteles.
¿A qué se debe que el padre se conduzca desde la
compasión. ¿A qué se debe que su manera de
percibir y de tratar la realidad sea compasiva?
Creemos que sólo hay una respuesta posible: el padre
percibe la realidad desde la realidad del límite,
no desde la idea de la perfección. Su sistema mental opera
desde el límite: lo primero que percibe es la indigencia
humana y, por tanto, trata la indigencia humana desde el
límite, vale decir, compasivamente. Su conciencia moral
es ante todo una conciencia del límite y desde aquí
opera. Su conducta trasciende lo que en ética se llama el
recto actuar, pero sin dejar de ser recto su actuar es
además un actuar humano: actúa ante el error, que
es producto
humano desde otra nota humana, que es la compasión.
Sólo la compasión (sentimiento humano de
aceptación) puede reciclar lo humano entendido como
falla.
La diferencia entre moverse desde el ideal de la
perfección y el sentimiento de compasión resulta
abismal. En el primer caso, el fundamento ético tiene que
ver con el cumplimiento, en el segundo, con la indigencia. En el
caso del hijo mayor, el dolor del hermano no tiene resonancia,
como quien dice: no es mi negocio, no es mi problema. En el caso
del padre, el dolor del hijo menor es también su asunto.
En definitiva, desde el punto de vista que aquí manejamos,
todo resulta de la manera como nos colocamos ante el problema de
la indigencia humana: la nuestra y la de los otros
En innegable que entre ambas morales hay un conflicto de
valores, pero
en el caso del padre se está con la vida del lado de la
vida; en el caso del perfeccionista y de aquí su tipo de
barbarie, se está del otro lado de la vida.