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Diario trágico de una joven maestra 08/04 a 14/06



  1. Domingo 8 de abril. De espantoso dolor a piedad desbordante
  2. Lunes 9 de abril. Carta perversa de Crisóstomo
  3. Martes 10 de abril. Horror del cariño detestable de su confesor
  4. Domingo 15 de abril. La bandera victoriosa de la venganza o las esencias invisibles de la dignidad y la honradez
  5. Domingo 10 de junio. Muerte miserable de mi madre
  6. Día xxxx. La satisfacción de que iba a morir
  7. Domingo 14 de junio. Luisa de nuevo tirada en su tugurio

(Entrega 9)

Del libro FLOR DE FANGO de José María Vargas Vila

Domingo 8 de abril. De espantoso dolor a piedad desbordante

Al volver de otra de aquellas correrías afanosas encontré a la entrada de la habitación un sobre de Arturo y al abrirlo cayeron al suelo unos billetes de una limosna que había recogido para nosotras. Me armé de valor, hice un gran esfuerzo y leí su carta!

Sentí un espantoso dolor en mi alma, una terrible herida que desgarraba mi corazón.

¿Cómo?, él también me cree culpable?, él también me insulta y me considera una meretriz? Me llama al arrepentimiento?

El golpe de esta perversa afrenta transformó mis gemidos de dolor en una espantosa rabia, en una incontrolable cólera. Miserable!, grité. Sentí entonces un profundo desprecio y lástima por aquel ser tan débil, dominado ahora por la amistad vergonzosa y el fanatismo irracional de su maestro confesor.

Mi inmenso amor hacia él, gemía en el fondo de mi corazón desgarrado! Era mi primero y único amor!. En seguida una piedad desbordante se apoderó de mí! Imaginé su pobre alma torturada por la enfermedad, espantada por la posibilidad de penas eternas. Sabía que Arturo aún me amaba!.

Volví a leer la carta y comprendí que el texto escrito era de la madre y del confesor maestro. De Arturo no era sino la firma. La frase amarga era de su madre y el insulto pedantesco de su confesor. Allí hablan mis enemigos.

Lunes 9 de abril. Carta perversa de Crisóstomo

No acabo de reponerme de la carta abrumadora en que obligan a Arturo a firmarla, cuando recibo esta otra, perversa, en que Crisóstomo trata de aprovecharse de mi situación deplorable.

"Señorita Luisa:

Como acaba de confirmarlo por la carta que seguramente ya recibió de Arturo, su comportamiento ha cambiado ante su mala situación actual. Su debilidad inconcebible, su cobardía aleve, su fanatismo irracional lo han llevado a traicionarla y a tomar la decisión de casarse próximamente con Matilde. Espero que la herida de su corazón haya abierto de nuevo la puerta a mi esperanza.

Sinceramente, vehementemente, apasionadamente vuelvo a asegurarle que estoy dispuesto a abandonar por usted, mi hogar, mi círculo de amistades y mi religión. Ya a nada le temo! Ámeme y la haré feliz! Haré que deslumbre a toda esta gente con su belleza. Mi felicidad consistirá en verla triunfar.

Desde que la amo, este hogar en que la insultan se volvió para mí odioso, esta sociedad que la calumnia, insoportable. En ninguno de estos ambientes encuentro virtud, solo maldad. Ellos siguen siendo sus verdugos. Ámeme y los venceremos a todos, nos vengaremos de ellos!. Para mí este hogar es un presidio, la religión un negocio y la sociedad un carnaval. Al lado suyo, usted será mi hogar, mi religión, mi sociedad, mi Dios, mi amor, mi compañía!

Reconozco que estoy viejo, que ya viviré poco. Alégreme los últimos días de mi vida y a cambio la haré rica desde ahora. Mi ternura no es fingida, mi pasión es sincera, acepte mis proposiciones!, sea mía!, hágame feliz! Acabo de comprar y amoblar una casa para Matilde y Arturo después de que se casen. Si usted se decide, haremos allí nuestro nido de amor, le haré escrituras de ella y de mi fortuna. Le adelanto un cheque en blanco para que lo cobre por el valor que a bien tenga.

Su Crisóstomo"

Martes 10 de abril. Horror del cariño detestable de su confesor

Otra carta de Sofía:

"Señorita Luisa:

Como Arturo seguía visitándola esporádicamente, el presbítero se negó a absolverlo hasta que dejara de hacerlo. Loco de miedo, espantado ante aquella absolución negada, que para él era como la caída de un rayo sobre su cabeza, de rodillas, humilde, con las manos juntas imploró perdón al cura celoso. Éste se lo concedió con desdén, y la prohibición expresa de volver a verla, bajo la consumación de un sacrilegio.

Arturo no tuvo valor para obedecer, siguió viéndola a escondidas, callando su pecado, mintiendo en la confesión. Este proceder aumentó las torturas de su alma y se vio obligado a confesar el sacrilegio.

Fue en la capilla del colegio, en las horas de la tarde, ante el altar de Cristo, a la luz amarilla de los cirios, en el tribunal de la penitencia, donde tuvo que soportar una horrible reprimenda a gritos.

¿Por esa clase de mujer habéis ofendido tan gravemente a Dios? Te ha inducido no solo a cometerlo sino también a callar tan abominable pecado? Os llevará al infierno! Apártala! Apártala de tu senda! Te queda solo una alternativa, o Dios o Luisa! Arturo asustado, tembloroso, oyó aun una sentencia peor. Si en algún momento llegas a poseer esa mujer cometerás el pecado imperdonable, el incesto!, porque aunque no lo aceptes esa mujer ya fue de tu padre!.

Arturo se retiró exánime, agotado, abatido del confesionario.

Nuevamente durante dos semanas estuvo entre la vida y la muerte. Su gran amor, sus pasiones reprimidas estallaron. El odio a los suyos, el desprecio por lo que se veía obligado a hacer, el horror de aquel cariño detestable de su maestro y confesor le ocasionaron una fiebre delirante.

Es una locura satánica, el diablo lo ha poseído, se decía…

Cuando volvió al uso de la razón, débil, torturado, lleno de horror ante la perspectiva de la muerte, fue presionado a romper con usted, a reconciliarse con Dios. Confesó y comulgó humildemente y vencido volvió a los brazos del maestro y confesor. Convaleciente y triste, en busca de salud regresó a "La Esperanza".

Allí lo convencieron de firmar la carta, necia, hiriente, dogmática, grosera en que se comprometía a romper, a terminar su relación y a apartarse de usted para siempre. En la que la exhortaba a arrepentirse de sus faltas, a dejar tranquilos a los que había perturbado, a devolver la honra a los que había calumniado y a rescatar el cielo con la penitencia.

Sofía"

Domingo 15 de abril. La bandera victoriosa de la venganza o las esencias invisibles de la dignidad y la honradez

Estos días anteriores, después de recibir, leer y releer las tres cartas de Arturo, Crisóstomo y Sofía me vi obligada a reflexionar sobre mi situación actual y la que me espera.

Me encuentro desnutrida, más que pobre miserable, harapienta, mendigando remedios y alimentos, humillada, enferma. El único amor, el único soporte, la única esperanza, Arturo, lo han obligado a abandonarme.

Vivo en la miseria, en un barrio malsano donde la virtud muere, sin ningún rayo de ventura, sin ninguna luz de esperanza.

Vivo en la virtud sin brillo, donde solo florece el cardo del dolor y donde el cactus es regado solo con mis lágrimas. Donde las ilusiones son mudas, el himno del amor no suena y los licores del placer no existen.

Hasta hoy he caminado por la senda de la virtud solo hacia el desierto. Ahora se me abre la senda del placer para ir a la conquista de otro mundo. La única corona que he recibido es una piedra en mis sienes, el único cetro la tiza de tablero.

Doy un paso, tomo una decisión y el reino del hambre y la miseria quedará atrás. Con solo entregármele, dejaré atrás las arenas del desierto, las espinas del sendero, estaré salvada.

Ahora me espera un cetro de oro, una diadema de diamantes. Ante esta tentación me estremezco. Se me ofrece el país dorado, el país soñado de la riqueza, donde deslumbre mi belleza en la atmósfera cálida del lujo.

Se me ofrece un reino risueño de abundancia y belleza, una floresta con palmeras y con ríos de ensueños, un palacio de ilusiones.

Con Crisóstomo aparece la gran tentación, el mundo fantástico, el poder, el oro, el dominio, el placer, la belleza. Ante mí veo desplegarse el fulgor de ricas pedrerías, de anillos, zarcillos, pulseras y collares de zafiros y diamantes. El ruido de vajillas, sedas y fiestas, el sonido y el brillo luminoso del oro. El cheque en blanco por el precio que quiera.

Al mirarme al espejo, mis grandes ojos centellean bajo mi negra cabellera, engrandecidos por el dolor y el hambre. Por mi mente empiezan a cruzar pensamientos de odio, me oscurecen mi frente como bandadas de cóndores hambrientos descendiendo sobre sus víctimas.

Pálida, adelgazada, envuelta en viejas vestiduras negras, semejo la diosa de una tragedia. El clarín de la venganza ruge entonces en mi alma torturada. Soy joven y fuerte, puedo luchar y vencer.

La exuberante vitalidad de mis diez y nueve años me ofrece la vitalidad de una anaconda capaz de ahogar un tigre entre sus anillos. El destino ha puesto la belleza en mis facciones. De mis ojos inquietos y extraños se desprende un mágico poder de ineludible sugestión, que me permite uncir a los hombres al carro triunfal de mi hermosura.

Mi belleza despliega pétalos voluptuosos con perfumes embriagantes, que producen enajenamiento balsámico en los hombres. Con el oro que me ha faltado sería temible, podría luchar y vencer, castigar y vengarme implacablemente. No tendría piedad de nadie, como nadie la ha tenido de mí. En la hoguera ardiente de mis odios dolorosos oigo el grito de venganza.

Yo la calumniada podría calumniar. Yo la meretriz podría prostituir. Yo la corruptora podría corromper. Yo la perseguida podría perseguir.

Yo podría aceptar a aquel anciano, sugestionarlo, dominarlo, arruinarlo, envilecerlo. Hacer de una familia rica, una de mendigos y llevarla a la miseria y a la deshonra. Alzar sobre las ruinas de su falsa grandeza, la bandera victoriosa de mi venganza. Todo lo anterior depende solo de una palabra de mis labios. Me basta decir sí y tendré la fortuna de ese anciano.

Y quién podrá reprocharme? Ya sé muy bien que la virtud y el honor son armados con publicidad. Contra el poder y el dinero no existe nadie que se considere libre de pecado, mi mano capaz de lanzar la primera piedra. Que en esta sociedad el honor no significa nada y el dinero lo es todo. Que se vale por la riqueza, no por la virtud. Que se puede vivir sin honor pero no sin dinero.

Después de decir sí, solo me bastaría estirar la mano para recibir dinero, para usar las armas que acabarían con mis enemigos. Viviría para gozar castigando! Con el no! Sólo me queda el hambre, la miseria, las persecuciones, las calumnias, el vencimiento definitivo, la muerte! El desamor, la deshonra, el desamparo el dolor! Tendré que dejar morir a mi madre en la miseria y yo misma morir pronto de hambre y enferma, con una honra mancillada ante todo el mundo. No es esto egoísmo conmigo misma? Vivo en una época en la que la virtud es una necedad porque no vale nada.

El inconveniente para mí es que no puedo acostumbrarme a esa clase de personas ricas, ostentosas, a su manera de ser, a sus actuaciones, a sus mentiras, a su hipocresía. Mi vida de pobreza austera, de privaciones, de deseos insatisfechos, de ausencias, me enseñó a gozar, a disfrutar, a divertirme con las cosas sencillas que nos ofrecen la vida y la naturaleza. A tener un comportamiento recatado, honesto, sincero, humilde. De nuevo, estaba volviendo a la visión de un mudo de riqueza y de placer, cuando oí un débil gemido, como el de un niño que nace, era una llamada de mi madre.

Al verla allí tendida en su pobre lecho, febricente, sudorosa, resignada, tuve vergüenza por mis vacilaciones. Y de mi garganta sedienta y mis labios secos se escapó otro gemido, ¡jamás!

El orgullo de mi honradez, la soberbia de no haberme dejado vencer, la fuerza de mi dignidad no me lo permitía!

A mi alma inocente no la atraían los zumos rojos del placer sino las esencias invisibles de la dignidad y la honradez. Aunque del cáliz de una rosa surgió la primavera de mi gran amor, ahora se ha transformado en el monstruo horrible de la traición, en un carro en llamas arrastrado por corceles de fuego. No volveré a acercarme a esa flor maldita!. Cambiaré la posible vida de la mariposa que vuela entre jardines de placer, por la de la ostra que sobrevive en el fango, protegida por la concha del pudor y la virtud.

Continuaré por esta senda dolorosa del martirio, pura, altiva, invencible hasta la muerte. No ceñiré en mi frente diademas de perlas y topacios, sino tendré que soportar las coronas de sufrimientos que harán doler mis sienes.

Mi cuello no será acariciado por collares de ópalos y diamantes sino estrujado por las angustias de esta miseria. Mis brazos no estarán adornados con brazaletes de esmeraldas, sino tendrán que soportar el medio agresivo de las labores hogareñas. Mi cuerpo no estará cubierto de seda y telas preciosas, sino con túnicas roídas pero limpias producto de la caridad.

En lugar de ovaciones en séquitos y comitivas, en mi camino hacia la cruz sigo prefiriendo las murmuraciones de odio ante mi vida austera, los escupitajos de fanáticos serviles y abyectos, los abucheos de turbas clericales, las bofetadas de cobardes envilecidos, las pedradas de sicarios pagados.

Después de estas reflexiones junto al lecho de mi madre dormida, la contemplé en silencio, le di un beso en la frente, me puse de pié, tomé las cartas de Arturo, de Crisóstomo y el cheque en blanco, acerqué estos documentos a la veladora encendida y los vi arder impasible. El viento que entraba por la ventana dispersó sus cenizas y mis sueños.

Domingo 10 de junio. Muerte miserable de mi madre

Hace dos meses según me contaron, Matilde sonriente, feliz, coronada de azahares fue conducida por Aturo al altar al matrimonio oficiado por el párroco Serrezuela. En "La Esperanza" todo fue luz, flores y fiesta.

Hoy como novia despreciada, sola, en la miseria, con el alma ahogada en penas y el corazón desgarrado de dolor tuve que asistir la agonía de mi madre.

Tendida sobre un colchón en el suelo, su cuerpo pequeño enflaquecido y su rostro de un color amarillento terroso, sus cabellos algo blancuzcos cayéndole a los lados de la frente, ojos hundidos febricentes, mejillas escurridas, todo mostraba el sello siniestro de la muerte. En aquel lúgubre espacio lleno de rumor siniestro y un gris de atardecer indeciso mi madre se moría. El viento que entraba por la ventana abierta hacía parpadear la veladora, encendida a un cristo amarillento en una agonía espectral como la de mi madre moribunda. Lívida, sumida en una calma profunda, muda, indiferente, sin quejarse siquiera, mi madre agonizaba.

Con mi cabellera destrenzada, de rodillas ante el lecho, deshecha en llanto, veía como el único ser que me amaba sobre la tierra se iba para siempre. Veía extenderse a mí alrededor como un fluido de inmensa soledad y abandono.

El estertor lúgubre de su agonía llenaba el pequeño cuarto. Cuando comprendí que ya no había esperanzas me abracé a su cuerpo con desesperación, besándola, llamándola a gritos, llorando, mamá!, mamá! mamá no me dejes!, mamá llévame contigo!, como si quisiera despertarla.

Mi madre abría sus ojos agrandados, desesperados, que lloraban lágrimas frías. El ronquido fúnebre de su pecho tísico era cada vez más débil. La noche y la muerte avanzaban silenciosamente y anegaban el cuarto en sombras.

De pronto se incorporó, trágica, indagadora, terrible, trató de abrazarme con fuerza y se desplomó en su lecho. Con miedo y llorando le gritaba ¿Mamá, qué quieres? ¡Mamá por favor no te mueras! Con espanto me aferré de nuevo a su cadáver, llorando y gritando durante varias horas, madre mía!, madre mía! ¿Por qué me dejaste?

Acompañada por el eco de mis súplicas angustiosas y la soledad de la noche, absorta, anonadada, con una de sus manos entre las mías esperé el amanecer.

Cerré sus ojos, la envolví en una sábana como sudario, y contemplé su rostro. La muerte la había embellecido, estaba serena, tranquila, transfigurada. La palidez amarillenta de su rostro se había cambiado por una blancura de azucena. Su inquietud de enferma por una calma augusta.

En esta tarde de bruna melancólica, cuatro jóvenes harapientos vecinos, compañeros de indigencia, llevaron en sus hombros en un cajón de madera el cadáver de mi madre a un potrero contiguo al cementerio. Yo los seguía con semblante desolado, ojos enrojecidos, traje roído, zapatos rotos y alma desesperada. El dolor no me dejaba ver nada, caminaba como autómata.

Buscaron la fosa común, la sepultura sombría de los desheredados de riquezas, de los malditos de la suerte, de los contagiados de miseria, de los anónimos lúgubres, de los muertos en zonas de caridad de los hospitales. Al llegar a la orilla de la fosa retrocedí espantada!, había allí un hacinamiento sacrílego de huesos.

Comprendí entonces que los miserables ni en la tumba somos respetados, estorbábamos hasta después de muertos! La miseria es un pecado imperdonable.

Besé a mi madre por última vez, cubrí su rostro con un pañuelo y de rodillas oí un ruido de huesos triturados al caer sobre ellos la urna con el cadáver de mi madre.

Anonadada, absorta, seco ya el llanto de mis ojos, permanecí de rodillas al borde de la tumba hasta que el sepulturero vino y me sacó del potrero.

Temblando de dolor y de hambre recorrí oscuras calles bajo una lluvia helada que empapaba mis vestidos.

Como una sierva herida cuando busca su madriguera, llegué a mí tugurio, en medio de la oscuridad encontré el lecho y me dejé caer en él sollozando.

Día xxxx. La satisfacción de que iba a morir

Ruidos confusos, gemidos de dolor, ecos angustiosos, gritos febriles, ayes lúgubres me despertaron. Intenté incorporarme pero no pude, la cabeza me pesaba enormemente, todo el cuerpo me dolía, casi no podía mover los párpados, solo veía una bruma blanca. Pude incorporar algo mi cabeza y mirar con avidez, con miedo, fija y tenazmente.

Enfermos cubiertos por ropas blancas yacían en camas toscas en líneas paralelas a uno y otro lado de una gran sala de paredes blancas, yo misma yacía en una de esas camas con una camisa de tela blanca como si se tratara de un sudario.

No podía recordar nada, comprendí que estaba en un hospital, enferma. La satisfacción de que iba a morir se apoderó de mí. Sí, morir y descansar, no seguir siendo perseguida, humillada, insultada, escapar de los hombres, la miseria y el dolor, no pensar en nada ni en nadie, seguir tranquila al lado de mi madre en la fosa común! Qué dicha!. Volví a recostarme, cerré los ojos, crucé las manos y me quedé esperando el beso frío, trágico y eterno de la muerte. Entre los accesos intensos de fiebre que padecía, empezaron a cuidarme como a una condenada a muerte.

Primero de la salud de mi cuerpo, luego de la salud de mi alma. En uno de los ratos de lucidez, vino a visitarme Juan, uno de los cuatro jóvenes indigentes que llevaron el cadáver de mi madre al potrero de la fosa común junto al cementerio. El vivía en un tugurio junto al nuestro. Me trajo el cuaderno de mi diario para que continuara escribiendo. Por su aspecto sucio y harapiento lo retiraron rápidamente de mi lado y de la sala del hospital.

A veces, y me parece por intervalos muy cortos, viene la razón a mi mente, pero la visión de mi trágica situación y mis dolores me hacen regresar a la demencia. En esos instantes de lucidez la hermana que me cuida me habla de Dios, de su misericordia infinita, de la gracia divina, del poder del arrepentimiento, de las consecuencias del escándalo, del horror de la calumnia, de la retracción, o sea, negar algo que se había dicho antes, de los beneficios de los inmensos frutos del perdón. Yo apenas entiendo confusamente esas charlas insustanciales, mis fuerzas apenas me alcanzan para soportar tantos dolores y para pensar en la muerte como una pronta liberación.

Domingo 14 de junio. Luisa de nuevo tirada en su tugurio

Yo soy Juan, uno de los cuatro vecinos del tugurio donde estuvo viviendo Luisa con su madre. Uno de esos cuatro compañeros de miseria que primero llevamos el cadáver de su madre Natividad a la fosa común junto al cementerio y luego llevamos a Luisa agonizante al pabellón de caridad de un hospital.

Rescaté el diario de Luisa y se lo llevé al hospital, pero cuando comprendí que ya no podía seguir escribiendo, secretamente me apoderé de él, decidí seguir observando a Luisa de cerca y finalizarlo.

Como que fue el jueves de hace unas tres semanas oímos en la mañana gritos, llantos y sollozos en el tugurio vecino de Natividad y Luisa. Nos acercamos y encontramos a Luisa de rodillas abrazando el cadáver de su madre. Atendimos a Luisa con algo de agua y de comida y salimos a buscar unas cuantas tablas, con las que armamos un cajón donde, envuelto en la sábana de su cama, depositamos el cadáver de Natividad. Entre los cuatro lo cargamos rumbo a la fosa común junto al cementerio. Luisa tambaleante y demacrada nos seguía.

Los cerros de Monserrate y Guadalupe mostraban aquella tarde sus siluetas enormes, coronadas de nubes de un negro violáceo precursoras de tormentas. Lánguido, sin rayos, con un amarillo verdoso, agonizaba el sol entre una bruma plomiza. Los transeúntes, como en entierros anteriores tan pobres, apenas y si acaso nos regalaban una miraba. En el potrero a pocos pasos de la fosa común, un muro con una valla colonial encerraba el gran cementerio, la extensa necrópolis, donde reposaban tranquillos aquellos que habían podido comprar el lugar para su descanso eterno, y para continuar la hartura de sus vidas con la calma de la muerte. En aquel lugar sagrado el silencio era omnipotente. En vasos de mármol o cerámicas las flores abrían sus cálices y esparcían sus perfumes como pebeteros de ultratumba. Los cipreses melancólicos inclinaban sus copas susurrando sus propias plegarias. Entre el follaje verde estatuas pensativas hacían compañía a los dormidos del sueño eterno. En la fosa común, cráneos rotos, mezclados con huesos dispersos, esqueletos enredados unos con otros, semejando cuadros macabros del juicio final.

Descargamos el cajón con el cadáver en la fosa común y regresamos a nuestro tugurio. Luisa no quiso volver con nosotros, de rodillas se quedó junto a aquel abismo siniestro.

La noche había llegado fría y lúgubre. El viento de páramos cercanos arrojaba sobre la sabana un aliento helado. Nubes negras, en camino, cubrían intermitentemente la luna que con sus fulgores pugnaba por asomarse. La negrura de la noche escondía las estrellas y el viento gemía con un soplo de horror. La voz de la muerte ineluctable parecía oírse en el infinito adormecido. Graznidos de pájaros agoreros sonaban como el himno de la muerte negando toda ventura, como el canto fúnebre del amor imposible.

Al amanecer del viernes, una blancura hialina con transparencias húmedas empezó a extenderse desde el cielo. Luisa con su vestido empapado en agua y un acceso de tos incontrolable yacía tirada en su tugurio. De inmediato con mis tres amigos armamos un anda y la acercamos al pabellón de caridad del hospital cercano.

 

 

 

Autor:

Rafael Bolívar Grimaldos

 

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