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Lecciones de compasión




Enviado por Ricardo Peter




    Lecciones de compasión – Monografias.com

    Lecciones de
    compasión

    "Una de las tendencias más
    destructivas

    de la condición humana es
    que,

    tan pronto como uno identifica
    una

    imperfección siente la
    necesidad

    de corregirla"

    (Gerald May).

    ¿Cuándo estamos más propensos a
    tratarnos mal a nosotros mismos? ¿Cuándo tendemos a
    abusar de nosotros? ¿En qué ocasiones nos volvemos
    nuestro peor enemigo? ¿Qué provoca que seamos tan
    duros con nosotros y que no toleremos las fallas de los
    demás? ¿Qué nos dificulta ser
    cariñosos con nosotros mismos? ¿Cuál es, en
    definitiva, la causa del rechazo?

    El sentimiento de dureza hacia nosotros mismos, la
    tendencia a autocastigarnos, y cualquier otra forma y grado de
    autodestructividad y de intolerancia hacia los demás,
    tiene que ver con la más dañina de las demandas, la
    de ser perfectos, demanda que se reduce a no fallar y, en el
    fondo, a no ser como realmente somos, seres limitados e
    inevitablemente defectuosos.

    La perfección esconde una severidad encarnizada.
    Cuanto más tenemos que ver con la perfección
    más tendemos a aniquilarnos de alguna manera. La
    autocrítica y el rechazo se alejan en la medida en que nos
    liberamos de la perfección y decidimos aceptar lo que
    somos.

    Pero, ante la fuerte tendencia a herirnos que
    manifestamos, cabe preguntarse, ¿quién justifica la
    demanda de la perfección? ¿De dónde surge el
    mandato de ser perfectos? ¿Quién es el portavoz de
    este ideal que es causa de un auténtico malestar a lo
    largo de nuestra breve existencia?

    Por lo común, este mensaje lo absorbemos
    inconscientemente desde niños en la familia. Con el
    argumento y la buena intención de ayudarnos a mejorar
    nuestras actividades y nuestro modo de ser, la familia ofrece los
    primeros patrones perfeccionistas. Posteriormente, la empresa de
    ser perfectos prosigue en la escuela, que quiere hacer de
    nosotros alumnos excelentes e insuperables, y, por último,
    se refuerza, una vez adultos, en la cultura y en la sociedad, la
    cual nos motiva incesantemente a continuar entrenándonos a
    ser irreprochables. ¿Qué sucede
    concretamente?

    Los patrones perfeccionistas adquiridos gradualmente a
    lo largo de nuestra educación nos forman al excesivo
    recurso al análisis y a la crítica y dirigen
    nuestros pensamientos al enfoque impugnativo de nosotros, de los
    demás y de la vida en general.

    Los patrones perfeccionistas son los responsables de los
    sentimientos de rechazo que manejamos y albergamos
    constantemente. El perfeccionismo, la enfermedad de no querer ser
    nosotros mismos, acaba por darnos el empujón para el
    autorechazo.

    Sin embargo, la cultura perfeccionista y la sociedad que
    refleja dicha cultura no es la única responsable de que
    nos amemos tan poco y tan mal. En realidad, ese patrón se
    alimenta no sólo con las instrucciones perfeccionistas que
    nos vienen de "afuera", sino con las que recibimos desde
    "adentro", o sea, con el excesivo recurso a la razón que
    marca tajantemente la civilización occidental.

    A partir de las grandes síntesis
    filosóficas de Platón y Aristóteles, el
    pensamiento occidental quedó señalado por un
    obsesivo y exagerado uso de la inteligencia racional a expensas
    de la inteligencia emocional o intuitiva. Lo curioso es que
    mientras inicialmente el "amor por la sabiduría", la
    filosofía, abarcaba ambas funciones del sistema mental, es
    decir, conjugaba la habilidad de razonar, con la habilidad de
    intuir, la episteme, y el nous, como
    decían los griegos, el desarrollo posterior de la
    filosofía terminó, en cambio, abogando por la
    razón pura, a desventaja de la intuición. De
    aquí que quienes pertenecemos en alma y cuerpo al
    Occidente conducimos nuestra existencia exclusivamente desde una
    sola cabina de comando, la racional, sin llegar a echar mano
    debidamente de la otra cabina, la emocional-intuitiva.

    De hecho, gran parte de nuestra vida diaria la
    invertimos en actividades que están bajo la influencia
    directa del entendimiento racional. Casi siempre estamos
    percibiendo lo que nos ocurre en términos estrictamente
    racionales. Optamos por colocarnos ante la vida en general desde
    el lado de lo racional. En la gran mayoría de la gente
    occidental prevalece el análisis, la definición, el
    juicio, la crítica, que es casi siempre negativa y
    destructiva, y una tendencia a encasillar la realidad y nuestra
    propia vivencia en categorías lógicas, que deforman
    y eliminan la contradicción y lo absurdo.

    Como consecuencia del obsesivo uso de la razón,
    nuestro tipo de pensamiento es fuente de ataques, de debates, de
    controversias, de enfrentamientos, de actitudes de
    oposición, de refutación, de resistencia y de
    sentimientos de ira y conductas antagónicas. Estamos
    siempre en contra de algo, a la defensiva de lo que sea,
    ejercitando el juicio en todo momento.

    Se nos ha hecho creer que esta es la única manera
    inteligente de vivir y debemos estar orgullosos de ello. En
    realidad se trata de una enseñanza muy importante, pero
    insuficiente y que casi siempre termina por conducirnos a una
    visión agresiva de la realidad.

    En efecto, ver las cosas desde la exclusiva ventana de
    la razón nos lleva a enfoques unilaterales, además
    de inflexibles, dogmáticos, mordaces, perjudiciales y
    altamente competitivos. De tanto ver la vida desde la
    razón no soportamos no tener la razón. Quedamos
    atrapados por la sin razón de querer tener siempre la
    razón, que es la esencia de la manera de pensar
    occidental.

    De hecho, en la vida diaria nos pasamos atropellando,
    deslegitimando y criticando las opiniones de los demás o
    señalando que lo que dicen es estúpido, no es
    lógico, está equivocado o que sencillamente es
    mentira, cuando lo que en realidad sucede es que cada uno tiene
    su manera propia de percibir y de pensar. Georges Clemenceau
    expresa este juego racional de manera irónica cuando dice
    que "un traidor es un hombre que dejó su partido para
    inscribirse en otro. Un convertido es un traidor que
    abandonó su partido para inscribirse en el nuestro". La
    razón nos hace creer que nosotros estamos en lo cierto, lo
    cual, evidentemente, tampoco es cierto, pero ciertamente nos
    vuelve desafiantes, polémicos y arrogantes.

    Hemos colocado el pensamiento racional, como si fuera
    una religión, en la cúspide de la existencia.
    Pensamos en términos de inclusión y de
    exclusión. Incluso hemos creado la verdad. Nuestras
    certezas religiosas, políticas, científicas y
    filosóficas han provocado, a lo largo de la historia,
    persecuciones que hemos visto como "buenas" o queridas por Dios
    por el hecho de responder a nuestra verdad. Nos hemos vuelto
    incapaces de percibir otras formas de razones, la razones del
    corazón, por ejemplo, como mencionaba Pascal.

    Filtramos la complejidad del mundo a través de
    uno de los "procesadores", el racional, con la consecuencia de
    ahuyentar de nuestro entendimiento todo lo que nos parece
    paradójico y complejo o totalmente inmanejable por las
    ecuaciones y clasificaciones de la razón. El abuso de la
    razón nos ha llevado a establecer paradigmas que
    sacrifican la complejidad del mundo con el fin de confirmar
    nuestras presunciones teóricas. En vez de relativizar y
    buscar, optamos por verificar y comprobar nuestros pretendidos
    "deberías".

    Podemos suponer que en el ser humano razonar es una
    tendencia natural sana, como lo es también intuir, pero
    hasta la fecha nos hemos dejado dominar por la tendencia a
    razonar con la reducción o supresión de la
    tendencia a intuir. Ambas formas de conocimiento son importantes
    y deben ocupar su lugar en la economía humana. Cada forma
    de conocimiento es adecuado para cierta realidad e inadecuado
    para otra realidad. El tipo de pensamiento racional llevado fuera
    de sus límites, nos ha llevado a su vez, fuera de todo
    tipo de límites, como lo evidencian los daños al
    ambiente provocados por una idea de progreso ilimitado que hemos
    manejado incautamente.

    Debido al excesivo desarrollo, hegemonía y papel
    atribuido a la razón, la duda, la incertidumbre, el
    desorden, la contradicción y el riesgo, se vuelven
    enemigos que hay que combatir. Asimismo, el cambio es un asunto
    que hay que evitar por completo. En resumidas cuentas, nos
    volcamos a la tarea de estructurar la contingencia de la vida y a
    simplificar lo impredecible. Vivimos entonces dentro de una forma
    de monopolio racional que, por exagerado, nos lleva a mantener
    ordenada (sofocada) la vida y todo lo que en ellas nos
    afecta.

    Pero esta forma de conocimiento lineal y unilateral nos
    llena de definiciones completamente lógicas, pero
    inadecuadas para contemplar la inmensa amplitud de la vida. Lo
    que ganamos en términos de esquemas, lo perdemos en
    términos de creatividad y de espontaneidad. De hecho,
    pudiéramos preguntarnos con T. E. Eliot:
    "¿Dónde está la sabiduría que hemos
    perdido en el conocimiento?"

    Se nos ha persuadido que la razón es suficiente
    para vivir, que utilizar siempre la razón es lo ideal, que
    precisamente los peligros vienen por la falta de uso de la
    razón y que el pensamiento racional es el más alto
    recurso de la mente. Pero, como señala Edward de Bono, "el
    pensamiento crítico es una parte útil del
    pensamiento, al igual que la rueda delantera izquierda es una
    parte útil del coche. Pero tenemos que romper el tremendo
    dominio que el "juicio" ha adquirido sobre la cultura pensante
    occidental". Igual podemos decir con respecto a nuestras manos:
    en el occidente la gran mayoría de personas son educadas
    al uso exclusivo de la derecha y al uso restricto de la
    izquierda, cuando, en realidad, se trata de servirnos de ambas
    "manos".

    Sin embargo, esta arrogancia del mundo occidental es
    responsable de que identifiquemos la falla y el error con lo
    negativo y que, a continuación, lo negativo haya que
    combatirlo y excluirlo. Rechazando la falla y el error,
    obtendremos la perfección. Damos por hecho que el error es
    solamente error. Y que todo lo bueno y positivo, según
    este punto de vista racional, debe estar completamente libre de
    fallas y de errores. Aplicando este criterio a nuestra
    experiencia personal, a las relaciones interpersonales, a la
    manera de concebir los valores y a la realidad en general, se
    acuña el atractivo ideal de la
    perfección.

    Como consecuencia, el ansia perfección se ha
    extendido como una plaga por todo el occidente y es
    difícil extirparla. Cualquier esfuerzo debe estar dirigido
    a rechazar el error y a conseguir la infalibilidad. Pero,
    ¿es cierto que el pensamiento racional es nuestra
    salvación? ¿No hay otra estrategia de ver y de
    conocer las cosas que nos permita manejar otra actitud ante el
    error, la falla o el fracaso?

    Nos serviremos de la parábola del Hijo
    pródigo para demostrar que hay una forma más
    saludable de percibir la falla y el error existenciales y veremos
    que la dureza contra uno mismo tienen que ver con el ideal de la
    perfección, así como el ideal de la
    perfección tiene que ver, en última instancia, con
    una práctica específica y exclusivamente
    racional.

    El error o el fracaso implican cambios, experiencia,
    crecimiento y son el equivalente de una especie de
    inversión en conocimiento profundo de la vida. El
    verdadero desarrollo, en otras palabras, toma en cuenta el error
    y la falla. El error y el fracaso coronan nuestro proceso de
    maduración.

    Además, el error tiene su "mérito": nos
    ayuda a conocernos. Entre otras cosas ya señaladas, el
    error puede hacer que quienes sobreviven al fracaso, a la falla o
    al error, se vuelvan más inteligentes con respecto a su
    propia vida, y alcancen un nuevo conocimiento con relación
    a la existencia humana. En pocas palabras, que asuman un
    comportamiento más sensato, más útil y tal
    vez hasta más práctico para vivir en
    adelante.

    En efecto, no cometer errores no nos hace necesariamente
    mejores ni nos acerca automáticamente a la verdad de
    nuestra existencia limitada. Precisamente errar no es una forma
    de fracasar, sino de explorar la vida. Y es probable que el error
    estimule a la sabiduría de la vida.

    Queremos demostrar entonces que el pensamiento racional
    y su producto más original, la perfección, es
    totalmente insuficiente para vivir bien y para reconciliarnos con
    nosotros mismos. En el peor de los casos, el error nos da una
    información para la cual no estábamos preparados y
    vuelve más flexible nuestro repertorio estático de
    significados de la vida.

    También queremos dejar claro que no estamos en
    controversia contra la razón, sino que somos contrarios al
    "iluminismo" diario, o sea, al uso exagerado que hacemos de la
    razón. Por aquí va entonces la verdadera
    discusión a propósito de la racionalidad del
    occidente.

    Lo que relata la parábola del Hijo pródigo
    no es un hecho atípico, un suceso meramente literario. Ha
    pasado y sigue pasando en muchas familias: un hijo pide los
    bienes que le corresponden y se marcha de la casa. Lo que pasa en
    realidad, es que necesita vivir su vida a su manera, sin ninguna
    clase de restricciones ni de responsabilidades. Así
    sucedió con el hijo pródigo de la
    parábola.

    Al principio todo era color de rosa. Parecía que
    su riqueza nunca se iba a agotar. Pero después de tanto
    gastar y gastar, el hijo menor se encontró en la calle y
    sólo entonces, cuando se dio cuenta que la vida no era una
    broma e incapaz de mantenerse por sí solo, suspiró
    por lo bien que se vivía en su casa. Empujado por la
    necesidad física y por la desesperación de su
    propia suerte reaccionó y se puso en camino de vuelta a
    casa.

    A este sujeto se le conoce como el hijo prodigo y lo fue
    por lo que respecta al desperdicio que hizo del dinero. Pero, no
    es el único pródigo de la parábola. En
    efecto, ¿quién lo espera en casa? En casa no le
    espera un hombre cerrado a su fracaso, a la herida que lleva,
    alguien dispuesto a condenar y a reprimir, sino que le sale al
    encuentro su padre, un tipo de hombre que posee un singular
    enfoque de la falla y del error. Conocemos la historia. Se trata
    de otro ser pródigo porque se muestra muy dadivoso. Pero
    hay alguien más en casa que cuenta y tiene su peso y que
    también puede ser considerado pródigo, aunque en
    otra acepción del término. El hijo
    primogénito, el hermano mayor, es otro ser que puede
    calificarse como pródigo porque se encarga de producir
    bienes. Tiene a su cargo la hacienda y la riqueza del padre.
    Pródigo entonces por lo que se refiere al
    trabajo.

    El hijo menor regresa hundido en la pena. Planea contra
    sí mismo. La "cuenta" o el balance que ha hecho de su vida
    es desastroso. Se rechaza a tal punto que no quiere ser
    reconocido como hijo. Es duro consigo mismo y no le importa
    albergar ese sentimiento de maltrato. Se autocastiga. Resalta su
    culpa. Tal vez piensa que culparse es una forma de adquirir
    méritos, de ser virtuoso a los ojos de sí mismo, de
    su padre, de Dios o de la sociedad. Hay un falso idealismo, el
    ideal de la perfección, en la manera de tratar su propio
    asunto. No es consciente de sus límites como tampoco lo
    fue al irse de casa.

    El padre zanja el incidente. No quiere saber de culpas.
    No es agresivo. Y en vez de establecer nuevas reglas para la
    convivencia con el hijo rebelde, hace una fiesta, sin hacer gala
    de su bondad.

    Pero, sale a relucir el hombre de la observancia de las
    reglas por encima de todo. El hijo mayor se identifica con la
    perfección, en efecto, se autodenomina como el que nunca
    ha fallado. Exige dureza, quiere que su padre sea fiel a las
    reglas, que es lo que cuenta y para ello se debe condenar al
    hermano que ha vuelto. Se trata de un hombre exigente, firme,
    riguroso e implacable ante la culpa. Quiere impedir que se de el
    perdón. Practica el deporte de la comparación.
    Posiblemente también es represivo consigo mismo. Si sabe
    tratar duro, eso lo ha aprendido en la escuela del trato consigo
    mismo. Quiere que las cosas se acomoden a su ideal
    perfeccionista. La razón es su gran instrumento de lectura
    y de entendimiento de lo que ha sucedido.

    El primogénito se yergue con la voz de la
    cordura. Y es cierto, es la voz de la cordura racional, la que
    aniquila la voz de la cordura del corazón. Su tipo de
    cordura lo lleva a demandar la corrección.

    Si el padre hubiera muerto poco antes de la llegada del
    hijo menor, éste hubiera topado con un ser duro y
    agresivo: su propio hermano. Imaginemos el hígado que
    tenía este pobre diablo, un ser insoportable. Es cruel.
    Pero, ¿dónde está su falla?
    ¿Qué es lo que no funciona? Es un ser
    exclusivamente racional, ya sea tratando los recursos materiales
    que posee su familia, que los sucesos existenciales acaecidos a
    su hermano.

    El padre es bondadoso porque "piensa" desde el
    corazón frente a la desgracia del hijo, esto es, desde lo
    que probaba su corazón, no desde lo que la razón
    podía dictarle a este propósito. Se trata,
    seguramente, de un hombre consciente de sus límites. De
    aquí que use la medicina de la compasión. Entiende
    que la verdadera medicina no es la dureza, sino la
    aceptación de quien ha fallado.

    El padre es suave porque es capaz de reconocerse como un
    ser limitado. ¿Cómo puede usar otra medida si
    él mismo es también un ser limitado? Seguramente ha
    escuchado la invitación a "amar al prójimo como a
    sí mismo". No tiene otra medida del amor a sí mismo
    que la del amor al otro. Pero el amor no lo aliena. Lo que
    verdaderamente aliena es la falta de amor a si mismo. Y quien
    falta de amor a si mismo no es capaz de amar a los demás.
    Quien no dispone de compasión para sí mismo, no la
    encuentra para los otros. No hay dos compasiones. La
    compasión es una sola e indivisible, porque el amor no
    hace cuentas, entre uno mismo y el otro. No calcula, que es el
    significado etimológico del término razón,
    ratio. No discrimina entre lo tuyo y lo
    mío.

    No es pues el amor del hombre hacía sí
    mismo lo que lo vuelve egoísta, sino la falta de amor a
    sí mismo lo que lo vuelve a uno duro contra sí
    mismo y contra los otros, en otras palabras, egoísta. El
    trato con los demás es un test del trato con uno mismo. De
    aquí pues, que a diferencia del hijo mayor, el padre no
    pretende "arreglar" al hijo descarriado. No quiere manipularlo ni
    controlarlo. No busca mejorarlo o repararlo. Respeta su propio
    proceso de crecimiento. No está empeñado en hacerlo
    mejor. No está poseído por el afán de
    controlarlo.

    La enfermedad del hermano mayor es el deseo de
    corrección. La creencia que refleja el hermano mayor
    constituye la creencia básica de la cultura occidental:
    para que los seres funcionen perfectamente deben ser reparados.
    Ve a su hermano como una cosa. Así ven quienes
    están intoxicados con el ideal de la
    perfección.

    El padre, en cambio, es la figura de quien ha renunciado
    a controlarlo todo. Para este hombre el poder se traduce en la
    capacidad de compadecerse, lo cual lo vuelve tremendamente
    incapaz de controlar el fracaso de su hijo. Más
    sencillamente, el "poder" del padre consiste en dejar que su hijo
    sea lo que realmente es: un ser limitado que carga con todo el
    temor a sus propios límites. No es el hombre de la
    definición, sino de la acción: corre al encuentro,
    se lanza al cuello, lo abraza, lo cubre de besos, ordena que lo
    vistan y lo festeja.

    Sin embargo, la conducta del padre no es la de quien no
    quiere problemas, la del abandono de los demás a su
    suerte. De hecho, al compadecerse de su hijo, el padre ha hecho
    mucho. Ha creado la posibilidad para que el hijo menor pueda
    mejorar. Le ha enseñado algo extraordinario: la
    aceptación. Le ha enseñado a verse y ha aceptarse
    como un ser débil, a asumir sus propios errores. Pero para
    que esto suceda, el hijo y quien quiera que cometa una falla,
    debe verse y tratarse desde otro lugar, debe hacerse un espacio
    desde el corazón, desde donde no necesita huir de lo que
    es, ni rechazar lo que es. Tratarnos sin brutalidad, sino
    compasivamente, portarnos bien con nosotros mismos es captarnos
    desde la intuición, la cual nos hace percibir la bondad de
    nuestro ser indigentes.

    ¿Qué lecciones de compasión nos
    propone la parábola del Hijo pródigo?
    ¿Qué nos enseña sobre el padre, el hermano
    mayor y el hijo pródigo? La parábola del Hijo
    pródigo ofrece algunas lecciones fundamentales para la
    vida.

    La primera lección tiene que ver con la
    aceptación del ser tal cual es. La parábola del
    hijo pródigo está libre de intenciones y proyectos
    de hacer arreglos o ajustes del ser del otro. No hay ninguna
    pretensión de cambiar, ni a corto ni a largo plazo, el
    "contenido" del otro, de repararlo para que en adelante funcione
    mejor, sin fallas. Tal pretensión cosifica, objetiva,
    elimina la tremenda posibilidad de lo subjetivo. El padre permite
    al hijo ser tal cual es.

    El único patrón de conducta que traza la
    figura del padre es el de la aceptación. El padre se
    alegra de la existencia del hijo y eso lo expresa con acciones
    que comunican una sola cosa: yo te acepto, o sea, concretamente
    yo acepto también tu experiencia.

    La idea de realizar una reparación del ser, es
    propia del hijo menor y en alguna medida del primogénito.
    El padre no se comporta como un corrector. No manipula la
    situación. Su acción va encaminada a permitir que
    lo perdido se recupere, y lo muerto vuelva a revivir.

    Aceptar es la manera de realizar una reparación
    profunda y auténtica de nuestra existencia.
    Aceptándonos provocamos nuestro propio renacimiento. En
    cambio, todo lo que se hace para ser perfectos, hace que nuestra
    pérdida o desorientación de nosotros mismos sea
    más real.

    El perdón es la segunda lección. El
    perdón resulta difícil porque no está
    precedido por la aceptación ni deriva de la
    aceptación. Decimos "lo acepto", pero radicamos la
    aceptación en el espacio racional que generalmente no
    "funciona", y no en el espacio justo: el de la intuición.
    Desde un punto de vista racional podemos aceptar pero esa
    aceptación está sujeta a "recaídas", esto
    es, a reevaluaciones y a repensamientos que vuelven a reactivar
    el enojo y la ira.

    Desde la razón damos pasos hacia el
    perdón, pero no llegamos a perdonar plenamente. El
    perdón desde la razón no deshace el nudo de rabia.
    Desde la razón quedamos adictos a una recaída en el
    juicio, porque su manera de intervenir es siempre
    analítica y crítica y como tal se le hace
    difícil aceptar la complejidad de sentimientos y
    reacciones que suscita la ofensa, el agravio. Es como si la
    razón se obligara a intentar aceptar y nada más
    disparatado que esta obligación porque la
    aceptación no presupone ningún tipo de fuerza o
    presión, generadora de nuevas tensiones.

    La intuición, en cambio, que es, como dijimos, un
    "pensar con el corazón", es un espacio generador de
    bondad, no de análisis. Su función no está
    dirigida a explicarse lo hechos, sino a comprenderlos. La
    razón nos propone volver a observar lo que ha pasado, a
    repasar lo que ha sucedido y básicamente, cultiva la
    potencia del deseo de poder cobrar cuentas: lo que debería
    hacerse para hacer pagar al otro su deuda. A la intuición
    no le interesa definir lo que ha sucedido.

    La intuición está a contacto con nuestra
    impotencia. Y desde la impotencia el castigo se vuelve
    innecesario. La impotencia que contacta la intuición se
    vuelve renuncia a la seguridad y por tanto, a la potencia de
    dañar y cobrar la herida.

    La tercera lección que podemos extraer de la
    parábola tiene que ver con la culpa. Dar vueltas entorno a
    la propia culpa es la verdadera culpa porque nos lleva a nutrir
    el rechazo contra nosotros mismos. El peligro del fallo es
    culparnos, no el fallo en sí mismo.

    La culpa está llena de lógica. Es un truco
    de la razón. Nos tiramos encima odio y autodesprecio
    creyendo que de esta manera favorecemos nuestro progreso en la
    responsabilidad o una especie de crecimiento espiritual. La
    culpa, sin embargo es solo una forma refinada de rechazo.
    Rehusamos de nosotros mismos para llegar a ser de otro modo. Pero
    esta pretensión de llegar a ser de otro modo no favorece
    nuestro crecimiento.

    Como vemos, la parábola toca aspectos esenciales
    de la existencia humana. Surge en defensa de la fragilidad de la
    existencia.

    La bondad consciente es un acto de voluntad, pero no
    podemos esperar que este acto de voluntad, como suponen los
    escolásticos, brote de la razón.

    Para conservarse humano y escapar al peligro de la
    propia deshumanización, la parábola del Hijo
    pródigo propone que el hombre se exija a sí mismo
    el perdón. Al hermano mayor, que no fue capaz de poner la
    razón a un lado, le propone un cambio de su credo: fallar
    no es la peor falla. La falta de compasión ante quien ha
    fallado esa es la verdadera falla.

    Es importante, pues, distinguir entre los resultados del
    autorechazo y de la crítica implacable de parte de quienes
    hacen uso de la razón y el resultado de quien se deja
    guiar por la intuición tal como la hemos descrito.
    Así, pues, la posibilidad de la comprensión, del
    perdón y de la aceptación la brinda la
    intuición. Con la presencia del padre, ambos han salido
    ganando. Si el padre no hubiera mediado, ambos hijos hubieran
    quedado envueltos en una atmósfera de
    desvalorización.

    Criticar el error y atacar al hijo pródigo, como
    procedió el hermano mayor, sencillamente no comporta un
    acto creativo. La única estrategia creativa es la de
    recuperar lo perdido, la de volver a la vida lo que estaba
    muerto.

    La parábola, en fin, propone el rescate, la
    revalorización, la comprensión y el acto de
    aceptación. La intuición puede crear el "ambiente"
    para que esto suceda. Pero para ser suaves y cariñosos con
    nosotros mismos, para ejercer la compasión, para que, en
    otras palabras, la intuición pueda dar sus frutos, se
    requiere que nos dejemos ser, es decir, que renunciemos a las
    pretensiones racionales de ser perfectos.

     

     

    Autor:

    Ricardo Peter

     

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