Lecciones de compasión – Monografias.com
Lecciones de
compasión
"Una de las tendencias más
destructivas
de la condición humana es
que,
tan pronto como uno identifica
una
imperfección siente la
necesidad
de corregirla"
(Gerald May).
¿Cuándo estamos más propensos a
tratarnos mal a nosotros mismos? ¿Cuándo tendemos a
abusar de nosotros? ¿En qué ocasiones nos volvemos
nuestro peor enemigo? ¿Qué provoca que seamos tan
duros con nosotros y que no toleremos las fallas de los
demás? ¿Qué nos dificulta ser
cariñosos con nosotros mismos? ¿Cuál es, en
definitiva, la causa del rechazo?
El sentimiento de dureza hacia nosotros mismos, la
tendencia a autocastigarnos, y cualquier otra forma y grado de
autodestructividad y de intolerancia hacia los demás,
tiene que ver con la más dañina de las demandas, la
de ser perfectos, demanda que se reduce a no fallar y, en el
fondo, a no ser como realmente somos, seres limitados e
inevitablemente defectuosos.
La perfección esconde una severidad encarnizada.
Cuanto más tenemos que ver con la perfección
más tendemos a aniquilarnos de alguna manera. La
autocrítica y el rechazo se alejan en la medida en que nos
liberamos de la perfección y decidimos aceptar lo que
somos.
Pero, ante la fuerte tendencia a herirnos que
manifestamos, cabe preguntarse, ¿quién justifica la
demanda de la perfección? ¿De dónde surge el
mandato de ser perfectos? ¿Quién es el portavoz de
este ideal que es causa de un auténtico malestar a lo
largo de nuestra breve existencia?
Por lo común, este mensaje lo absorbemos
inconscientemente desde niños en la familia. Con el
argumento y la buena intención de ayudarnos a mejorar
nuestras actividades y nuestro modo de ser, la familia ofrece los
primeros patrones perfeccionistas. Posteriormente, la empresa de
ser perfectos prosigue en la escuela, que quiere hacer de
nosotros alumnos excelentes e insuperables, y, por último,
se refuerza, una vez adultos, en la cultura y en la sociedad, la
cual nos motiva incesantemente a continuar entrenándonos a
ser irreprochables. ¿Qué sucede
concretamente?
Los patrones perfeccionistas adquiridos gradualmente a
lo largo de nuestra educación nos forman al excesivo
recurso al análisis y a la crítica y dirigen
nuestros pensamientos al enfoque impugnativo de nosotros, de los
demás y de la vida en general.
Los patrones perfeccionistas son los responsables de los
sentimientos de rechazo que manejamos y albergamos
constantemente. El perfeccionismo, la enfermedad de no querer ser
nosotros mismos, acaba por darnos el empujón para el
autorechazo.
Sin embargo, la cultura perfeccionista y la sociedad que
refleja dicha cultura no es la única responsable de que
nos amemos tan poco y tan mal. En realidad, ese patrón se
alimenta no sólo con las instrucciones perfeccionistas que
nos vienen de "afuera", sino con las que recibimos desde
"adentro", o sea, con el excesivo recurso a la razón que
marca tajantemente la civilización occidental.
A partir de las grandes síntesis
filosóficas de Platón y Aristóteles, el
pensamiento occidental quedó señalado por un
obsesivo y exagerado uso de la inteligencia racional a expensas
de la inteligencia emocional o intuitiva. Lo curioso es que
mientras inicialmente el "amor por la sabiduría", la
filosofía, abarcaba ambas funciones del sistema mental, es
decir, conjugaba la habilidad de razonar, con la habilidad de
intuir, la episteme, y el nous, como
decían los griegos, el desarrollo posterior de la
filosofía terminó, en cambio, abogando por la
razón pura, a desventaja de la intuición. De
aquí que quienes pertenecemos en alma y cuerpo al
Occidente conducimos nuestra existencia exclusivamente desde una
sola cabina de comando, la racional, sin llegar a echar mano
debidamente de la otra cabina, la emocional-intuitiva.
De hecho, gran parte de nuestra vida diaria la
invertimos en actividades que están bajo la influencia
directa del entendimiento racional. Casi siempre estamos
percibiendo lo que nos ocurre en términos estrictamente
racionales. Optamos por colocarnos ante la vida en general desde
el lado de lo racional. En la gran mayoría de la gente
occidental prevalece el análisis, la definición, el
juicio, la crítica, que es casi siempre negativa y
destructiva, y una tendencia a encasillar la realidad y nuestra
propia vivencia en categorías lógicas, que deforman
y eliminan la contradicción y lo absurdo.
Como consecuencia del obsesivo uso de la razón,
nuestro tipo de pensamiento es fuente de ataques, de debates, de
controversias, de enfrentamientos, de actitudes de
oposición, de refutación, de resistencia y de
sentimientos de ira y conductas antagónicas. Estamos
siempre en contra de algo, a la defensiva de lo que sea,
ejercitando el juicio en todo momento.
Se nos ha hecho creer que esta es la única manera
inteligente de vivir y debemos estar orgullosos de ello. En
realidad se trata de una enseñanza muy importante, pero
insuficiente y que casi siempre termina por conducirnos a una
visión agresiva de la realidad.
En efecto, ver las cosas desde la exclusiva ventana de
la razón nos lleva a enfoques unilaterales, además
de inflexibles, dogmáticos, mordaces, perjudiciales y
altamente competitivos. De tanto ver la vida desde la
razón no soportamos no tener la razón. Quedamos
atrapados por la sin razón de querer tener siempre la
razón, que es la esencia de la manera de pensar
occidental.
De hecho, en la vida diaria nos pasamos atropellando,
deslegitimando y criticando las opiniones de los demás o
señalando que lo que dicen es estúpido, no es
lógico, está equivocado o que sencillamente es
mentira, cuando lo que en realidad sucede es que cada uno tiene
su manera propia de percibir y de pensar. Georges Clemenceau
expresa este juego racional de manera irónica cuando dice
que "un traidor es un hombre que dejó su partido para
inscribirse en otro. Un convertido es un traidor que
abandonó su partido para inscribirse en el nuestro". La
razón nos hace creer que nosotros estamos en lo cierto, lo
cual, evidentemente, tampoco es cierto, pero ciertamente nos
vuelve desafiantes, polémicos y arrogantes.
Hemos colocado el pensamiento racional, como si fuera
una religión, en la cúspide de la existencia.
Pensamos en términos de inclusión y de
exclusión. Incluso hemos creado la verdad. Nuestras
certezas religiosas, políticas, científicas y
filosóficas han provocado, a lo largo de la historia,
persecuciones que hemos visto como "buenas" o queridas por Dios
por el hecho de responder a nuestra verdad. Nos hemos vuelto
incapaces de percibir otras formas de razones, la razones del
corazón, por ejemplo, como mencionaba Pascal.
Filtramos la complejidad del mundo a través de
uno de los "procesadores", el racional, con la consecuencia de
ahuyentar de nuestro entendimiento todo lo que nos parece
paradójico y complejo o totalmente inmanejable por las
ecuaciones y clasificaciones de la razón. El abuso de la
razón nos ha llevado a establecer paradigmas que
sacrifican la complejidad del mundo con el fin de confirmar
nuestras presunciones teóricas. En vez de relativizar y
buscar, optamos por verificar y comprobar nuestros pretendidos
"deberías".
Podemos suponer que en el ser humano razonar es una
tendencia natural sana, como lo es también intuir, pero
hasta la fecha nos hemos dejado dominar por la tendencia a
razonar con la reducción o supresión de la
tendencia a intuir. Ambas formas de conocimiento son importantes
y deben ocupar su lugar en la economía humana. Cada forma
de conocimiento es adecuado para cierta realidad e inadecuado
para otra realidad. El tipo de pensamiento racional llevado fuera
de sus límites, nos ha llevado a su vez, fuera de todo
tipo de límites, como lo evidencian los daños al
ambiente provocados por una idea de progreso ilimitado que hemos
manejado incautamente.
Debido al excesivo desarrollo, hegemonía y papel
atribuido a la razón, la duda, la incertidumbre, el
desorden, la contradicción y el riesgo, se vuelven
enemigos que hay que combatir. Asimismo, el cambio es un asunto
que hay que evitar por completo. En resumidas cuentas, nos
volcamos a la tarea de estructurar la contingencia de la vida y a
simplificar lo impredecible. Vivimos entonces dentro de una forma
de monopolio racional que, por exagerado, nos lleva a mantener
ordenada (sofocada) la vida y todo lo que en ellas nos
afecta.
Pero esta forma de conocimiento lineal y unilateral nos
llena de definiciones completamente lógicas, pero
inadecuadas para contemplar la inmensa amplitud de la vida. Lo
que ganamos en términos de esquemas, lo perdemos en
términos de creatividad y de espontaneidad. De hecho,
pudiéramos preguntarnos con T. E. Eliot:
"¿Dónde está la sabiduría que hemos
perdido en el conocimiento?"
Se nos ha persuadido que la razón es suficiente
para vivir, que utilizar siempre la razón es lo ideal, que
precisamente los peligros vienen por la falta de uso de la
razón y que el pensamiento racional es el más alto
recurso de la mente. Pero, como señala Edward de Bono, "el
pensamiento crítico es una parte útil del
pensamiento, al igual que la rueda delantera izquierda es una
parte útil del coche. Pero tenemos que romper el tremendo
dominio que el "juicio" ha adquirido sobre la cultura pensante
occidental". Igual podemos decir con respecto a nuestras manos:
en el occidente la gran mayoría de personas son educadas
al uso exclusivo de la derecha y al uso restricto de la
izquierda, cuando, en realidad, se trata de servirnos de ambas
"manos".
Sin embargo, esta arrogancia del mundo occidental es
responsable de que identifiquemos la falla y el error con lo
negativo y que, a continuación, lo negativo haya que
combatirlo y excluirlo. Rechazando la falla y el error,
obtendremos la perfección. Damos por hecho que el error es
solamente error. Y que todo lo bueno y positivo, según
este punto de vista racional, debe estar completamente libre de
fallas y de errores. Aplicando este criterio a nuestra
experiencia personal, a las relaciones interpersonales, a la
manera de concebir los valores y a la realidad en general, se
acuña el atractivo ideal de la
perfección.
Como consecuencia, el ansia perfección se ha
extendido como una plaga por todo el occidente y es
difícil extirparla. Cualquier esfuerzo debe estar dirigido
a rechazar el error y a conseguir la infalibilidad. Pero,
¿es cierto que el pensamiento racional es nuestra
salvación? ¿No hay otra estrategia de ver y de
conocer las cosas que nos permita manejar otra actitud ante el
error, la falla o el fracaso?
Nos serviremos de la parábola del Hijo
pródigo para demostrar que hay una forma más
saludable de percibir la falla y el error existenciales y veremos
que la dureza contra uno mismo tienen que ver con el ideal de la
perfección, así como el ideal de la
perfección tiene que ver, en última instancia, con
una práctica específica y exclusivamente
racional.
El error o el fracaso implican cambios, experiencia,
crecimiento y son el equivalente de una especie de
inversión en conocimiento profundo de la vida. El
verdadero desarrollo, en otras palabras, toma en cuenta el error
y la falla. El error y el fracaso coronan nuestro proceso de
maduración.
Además, el error tiene su "mérito": nos
ayuda a conocernos. Entre otras cosas ya señaladas, el
error puede hacer que quienes sobreviven al fracaso, a la falla o
al error, se vuelvan más inteligentes con respecto a su
propia vida, y alcancen un nuevo conocimiento con relación
a la existencia humana. En pocas palabras, que asuman un
comportamiento más sensato, más útil y tal
vez hasta más práctico para vivir en
adelante.
En efecto, no cometer errores no nos hace necesariamente
mejores ni nos acerca automáticamente a la verdad de
nuestra existencia limitada. Precisamente errar no es una forma
de fracasar, sino de explorar la vida. Y es probable que el error
estimule a la sabiduría de la vida.
Queremos demostrar entonces que el pensamiento racional
y su producto más original, la perfección, es
totalmente insuficiente para vivir bien y para reconciliarnos con
nosotros mismos. En el peor de los casos, el error nos da una
información para la cual no estábamos preparados y
vuelve más flexible nuestro repertorio estático de
significados de la vida.
También queremos dejar claro que no estamos en
controversia contra la razón, sino que somos contrarios al
"iluminismo" diario, o sea, al uso exagerado que hacemos de la
razón. Por aquí va entonces la verdadera
discusión a propósito de la racionalidad del
occidente.
Lo que relata la parábola del Hijo pródigo
no es un hecho atípico, un suceso meramente literario. Ha
pasado y sigue pasando en muchas familias: un hijo pide los
bienes que le corresponden y se marcha de la casa. Lo que pasa en
realidad, es que necesita vivir su vida a su manera, sin ninguna
clase de restricciones ni de responsabilidades. Así
sucedió con el hijo pródigo de la
parábola.
Al principio todo era color de rosa. Parecía que
su riqueza nunca se iba a agotar. Pero después de tanto
gastar y gastar, el hijo menor se encontró en la calle y
sólo entonces, cuando se dio cuenta que la vida no era una
broma e incapaz de mantenerse por sí solo, suspiró
por lo bien que se vivía en su casa. Empujado por la
necesidad física y por la desesperación de su
propia suerte reaccionó y se puso en camino de vuelta a
casa.
A este sujeto se le conoce como el hijo prodigo y lo fue
por lo que respecta al desperdicio que hizo del dinero. Pero, no
es el único pródigo de la parábola. En
efecto, ¿quién lo espera en casa? En casa no le
espera un hombre cerrado a su fracaso, a la herida que lleva,
alguien dispuesto a condenar y a reprimir, sino que le sale al
encuentro su padre, un tipo de hombre que posee un singular
enfoque de la falla y del error. Conocemos la historia. Se trata
de otro ser pródigo porque se muestra muy dadivoso. Pero
hay alguien más en casa que cuenta y tiene su peso y que
también puede ser considerado pródigo, aunque en
otra acepción del término. El hijo
primogénito, el hermano mayor, es otro ser que puede
calificarse como pródigo porque se encarga de producir
bienes. Tiene a su cargo la hacienda y la riqueza del padre.
Pródigo entonces por lo que se refiere al
trabajo.
El hijo menor regresa hundido en la pena. Planea contra
sí mismo. La "cuenta" o el balance que ha hecho de su vida
es desastroso. Se rechaza a tal punto que no quiere ser
reconocido como hijo. Es duro consigo mismo y no le importa
albergar ese sentimiento de maltrato. Se autocastiga. Resalta su
culpa. Tal vez piensa que culparse es una forma de adquirir
méritos, de ser virtuoso a los ojos de sí mismo, de
su padre, de Dios o de la sociedad. Hay un falso idealismo, el
ideal de la perfección, en la manera de tratar su propio
asunto. No es consciente de sus límites como tampoco lo
fue al irse de casa.
El padre zanja el incidente. No quiere saber de culpas.
No es agresivo. Y en vez de establecer nuevas reglas para la
convivencia con el hijo rebelde, hace una fiesta, sin hacer gala
de su bondad.
Pero, sale a relucir el hombre de la observancia de las
reglas por encima de todo. El hijo mayor se identifica con la
perfección, en efecto, se autodenomina como el que nunca
ha fallado. Exige dureza, quiere que su padre sea fiel a las
reglas, que es lo que cuenta y para ello se debe condenar al
hermano que ha vuelto. Se trata de un hombre exigente, firme,
riguroso e implacable ante la culpa. Quiere impedir que se de el
perdón. Practica el deporte de la comparación.
Posiblemente también es represivo consigo mismo. Si sabe
tratar duro, eso lo ha aprendido en la escuela del trato consigo
mismo. Quiere que las cosas se acomoden a su ideal
perfeccionista. La razón es su gran instrumento de lectura
y de entendimiento de lo que ha sucedido.
El primogénito se yergue con la voz de la
cordura. Y es cierto, es la voz de la cordura racional, la que
aniquila la voz de la cordura del corazón. Su tipo de
cordura lo lleva a demandar la corrección.
Si el padre hubiera muerto poco antes de la llegada del
hijo menor, éste hubiera topado con un ser duro y
agresivo: su propio hermano. Imaginemos el hígado que
tenía este pobre diablo, un ser insoportable. Es cruel.
Pero, ¿dónde está su falla?
¿Qué es lo que no funciona? Es un ser
exclusivamente racional, ya sea tratando los recursos materiales
que posee su familia, que los sucesos existenciales acaecidos a
su hermano.
El padre es bondadoso porque "piensa" desde el
corazón frente a la desgracia del hijo, esto es, desde lo
que probaba su corazón, no desde lo que la razón
podía dictarle a este propósito. Se trata,
seguramente, de un hombre consciente de sus límites. De
aquí que use la medicina de la compasión. Entiende
que la verdadera medicina no es la dureza, sino la
aceptación de quien ha fallado.
El padre es suave porque es capaz de reconocerse como un
ser limitado. ¿Cómo puede usar otra medida si
él mismo es también un ser limitado? Seguramente ha
escuchado la invitación a "amar al prójimo como a
sí mismo". No tiene otra medida del amor a sí mismo
que la del amor al otro. Pero el amor no lo aliena. Lo que
verdaderamente aliena es la falta de amor a si mismo. Y quien
falta de amor a si mismo no es capaz de amar a los demás.
Quien no dispone de compasión para sí mismo, no la
encuentra para los otros. No hay dos compasiones. La
compasión es una sola e indivisible, porque el amor no
hace cuentas, entre uno mismo y el otro. No calcula, que es el
significado etimológico del término razón,
ratio. No discrimina entre lo tuyo y lo
mío.
No es pues el amor del hombre hacía sí
mismo lo que lo vuelve egoísta, sino la falta de amor a
sí mismo lo que lo vuelve a uno duro contra sí
mismo y contra los otros, en otras palabras, egoísta. El
trato con los demás es un test del trato con uno mismo. De
aquí pues, que a diferencia del hijo mayor, el padre no
pretende "arreglar" al hijo descarriado. No quiere manipularlo ni
controlarlo. No busca mejorarlo o repararlo. Respeta su propio
proceso de crecimiento. No está empeñado en hacerlo
mejor. No está poseído por el afán de
controlarlo.
La enfermedad del hermano mayor es el deseo de
corrección. La creencia que refleja el hermano mayor
constituye la creencia básica de la cultura occidental:
para que los seres funcionen perfectamente deben ser reparados.
Ve a su hermano como una cosa. Así ven quienes
están intoxicados con el ideal de la
perfección.
El padre, en cambio, es la figura de quien ha renunciado
a controlarlo todo. Para este hombre el poder se traduce en la
capacidad de compadecerse, lo cual lo vuelve tremendamente
incapaz de controlar el fracaso de su hijo. Más
sencillamente, el "poder" del padre consiste en dejar que su hijo
sea lo que realmente es: un ser limitado que carga con todo el
temor a sus propios límites. No es el hombre de la
definición, sino de la acción: corre al encuentro,
se lanza al cuello, lo abraza, lo cubre de besos, ordena que lo
vistan y lo festeja.
Sin embargo, la conducta del padre no es la de quien no
quiere problemas, la del abandono de los demás a su
suerte. De hecho, al compadecerse de su hijo, el padre ha hecho
mucho. Ha creado la posibilidad para que el hijo menor pueda
mejorar. Le ha enseñado algo extraordinario: la
aceptación. Le ha enseñado a verse y ha aceptarse
como un ser débil, a asumir sus propios errores. Pero para
que esto suceda, el hijo y quien quiera que cometa una falla,
debe verse y tratarse desde otro lugar, debe hacerse un espacio
desde el corazón, desde donde no necesita huir de lo que
es, ni rechazar lo que es. Tratarnos sin brutalidad, sino
compasivamente, portarnos bien con nosotros mismos es captarnos
desde la intuición, la cual nos hace percibir la bondad de
nuestro ser indigentes.
¿Qué lecciones de compasión nos
propone la parábola del Hijo pródigo?
¿Qué nos enseña sobre el padre, el hermano
mayor y el hijo pródigo? La parábola del Hijo
pródigo ofrece algunas lecciones fundamentales para la
vida.
La primera lección tiene que ver con la
aceptación del ser tal cual es. La parábola del
hijo pródigo está libre de intenciones y proyectos
de hacer arreglos o ajustes del ser del otro. No hay ninguna
pretensión de cambiar, ni a corto ni a largo plazo, el
"contenido" del otro, de repararlo para que en adelante funcione
mejor, sin fallas. Tal pretensión cosifica, objetiva,
elimina la tremenda posibilidad de lo subjetivo. El padre permite
al hijo ser tal cual es.
El único patrón de conducta que traza la
figura del padre es el de la aceptación. El padre se
alegra de la existencia del hijo y eso lo expresa con acciones
que comunican una sola cosa: yo te acepto, o sea, concretamente
yo acepto también tu experiencia.
La idea de realizar una reparación del ser, es
propia del hijo menor y en alguna medida del primogénito.
El padre no se comporta como un corrector. No manipula la
situación. Su acción va encaminada a permitir que
lo perdido se recupere, y lo muerto vuelva a revivir.
Aceptar es la manera de realizar una reparación
profunda y auténtica de nuestra existencia.
Aceptándonos provocamos nuestro propio renacimiento. En
cambio, todo lo que se hace para ser perfectos, hace que nuestra
pérdida o desorientación de nosotros mismos sea
más real.
El perdón es la segunda lección. El
perdón resulta difícil porque no está
precedido por la aceptación ni deriva de la
aceptación. Decimos "lo acepto", pero radicamos la
aceptación en el espacio racional que generalmente no
"funciona", y no en el espacio justo: el de la intuición.
Desde un punto de vista racional podemos aceptar pero esa
aceptación está sujeta a "recaídas", esto
es, a reevaluaciones y a repensamientos que vuelven a reactivar
el enojo y la ira.
Desde la razón damos pasos hacia el
perdón, pero no llegamos a perdonar plenamente. El
perdón desde la razón no deshace el nudo de rabia.
Desde la razón quedamos adictos a una recaída en el
juicio, porque su manera de intervenir es siempre
analítica y crítica y como tal se le hace
difícil aceptar la complejidad de sentimientos y
reacciones que suscita la ofensa, el agravio. Es como si la
razón se obligara a intentar aceptar y nada más
disparatado que esta obligación porque la
aceptación no presupone ningún tipo de fuerza o
presión, generadora de nuevas tensiones.
La intuición, en cambio, que es, como dijimos, un
"pensar con el corazón", es un espacio generador de
bondad, no de análisis. Su función no está
dirigida a explicarse lo hechos, sino a comprenderlos. La
razón nos propone volver a observar lo que ha pasado, a
repasar lo que ha sucedido y básicamente, cultiva la
potencia del deseo de poder cobrar cuentas: lo que debería
hacerse para hacer pagar al otro su deuda. A la intuición
no le interesa definir lo que ha sucedido.
La intuición está a contacto con nuestra
impotencia. Y desde la impotencia el castigo se vuelve
innecesario. La impotencia que contacta la intuición se
vuelve renuncia a la seguridad y por tanto, a la potencia de
dañar y cobrar la herida.
La tercera lección que podemos extraer de la
parábola tiene que ver con la culpa. Dar vueltas entorno a
la propia culpa es la verdadera culpa porque nos lleva a nutrir
el rechazo contra nosotros mismos. El peligro del fallo es
culparnos, no el fallo en sí mismo.
La culpa está llena de lógica. Es un truco
de la razón. Nos tiramos encima odio y autodesprecio
creyendo que de esta manera favorecemos nuestro progreso en la
responsabilidad o una especie de crecimiento espiritual. La
culpa, sin embargo es solo una forma refinada de rechazo.
Rehusamos de nosotros mismos para llegar a ser de otro modo. Pero
esta pretensión de llegar a ser de otro modo no favorece
nuestro crecimiento.
Como vemos, la parábola toca aspectos esenciales
de la existencia humana. Surge en defensa de la fragilidad de la
existencia.
La bondad consciente es un acto de voluntad, pero no
podemos esperar que este acto de voluntad, como suponen los
escolásticos, brote de la razón.
Para conservarse humano y escapar al peligro de la
propia deshumanización, la parábola del Hijo
pródigo propone que el hombre se exija a sí mismo
el perdón. Al hermano mayor, que no fue capaz de poner la
razón a un lado, le propone un cambio de su credo: fallar
no es la peor falla. La falta de compasión ante quien ha
fallado esa es la verdadera falla.
Es importante, pues, distinguir entre los resultados del
autorechazo y de la crítica implacable de parte de quienes
hacen uso de la razón y el resultado de quien se deja
guiar por la intuición tal como la hemos descrito.
Así, pues, la posibilidad de la comprensión, del
perdón y de la aceptación la brinda la
intuición. Con la presencia del padre, ambos han salido
ganando. Si el padre no hubiera mediado, ambos hijos hubieran
quedado envueltos en una atmósfera de
desvalorización.
Criticar el error y atacar al hijo pródigo, como
procedió el hermano mayor, sencillamente no comporta un
acto creativo. La única estrategia creativa es la de
recuperar lo perdido, la de volver a la vida lo que estaba
muerto.
La parábola, en fin, propone el rescate, la
revalorización, la comprensión y el acto de
aceptación. La intuición puede crear el "ambiente"
para que esto suceda. Pero para ser suaves y cariñosos con
nosotros mismos, para ejercer la compasión, para que, en
otras palabras, la intuición pueda dar sus frutos, se
requiere que nos dejemos ser, es decir, que renunciemos a las
pretensiones racionales de ser perfectos.
Autor:
Ricardo Peter