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De Asunción a Sapucai



Partes: 1, 2, 3

  1. Prólogo
  2. Algunos datos interesantes sobre el mal de
    Hansen
  3. Datos
    Históricos del Leprocomio Santa
    Isabel
  4. El
    viaje
  5. El
    primer día
  6. "Aquí… todos somos
    iguales"
  7. Metido
    en tétricos líos
  8. La
    quema
  9. De
    ayudante de enfermero y sepulturero
  10. Conclusión
  11. Puntos para reflexionar
  12. Sugerencias prácticas

Prólogo

El prólogo es escrito por Wolfgang Streich es
paraguayo, Lic. en periodismo y amante de la labor social hacia
los más desposeídos. Ha trabajado más de 15
años para organizaciones benéficas, los
últimos 10 para Alfalit del Paraguay, capacitando a
alfabetizadores voluntarios de jóvenes y adultos. Es amigo
personal de Nicolás Missena, el autor de esta obra.
wsparaguay@gmail.com

El año 2.000 el historiador menonita Gerardo
Ratzlaff, me entregó 6 cuadernos de 20 hojas, a
manuscrito. Este material es parte de la autobiografía de
un paciente que padeció el mal de Hansen, (lepra) y que
fue, junto con su madre que padecía el mismo mal, llevado
al leprocomio de Sapucai el año 1941. El autor es hoy un
hombre anciano que se curó del terrible mal, pero lleva
las cicatrices de una triste historia en su cuerpo y marcada en
su mente. Su nombre es Nicolás Missena. Tuve la
oportunidad de conocerlo personalmente el año 2007 a
él y a su señora Nicanora. Compartimos hermosas
tardes de charlas y hasta le llevamos al Canal 13 RPC, y le
hicieron un pequeño reportaje para el Noticiero, por el
cual Nicolas y Nicanora quedaron "super contentos" ya que todos
sus amigos les vieron en la tele.

Con respecto a la redacción de Nicolás, su
estilo es muy sencillo y ameno. En cada párrafo uno puede
sentir y vivir lo que el autor está relatando. Es notable
saber que tiene solamente unos pocos grados de la primaria
aprobados.

Tuve que pasar a computadora esta historia, para un
libro conmemorativo de los 50 años del Hospital Menonita
de Km. 81 (ruta 2). Este hospital dedicó la mayor parte de
su existencia, hasta la actualidad, a tratar la enfermedad de
Hansen. Fragmentos de la historia aparecen en el material en
alemán.

En el contexto del estudio de la obra Hijo de Hombre, de
Augusto Roa Bastos, creo que esta historia puede ayudar a conocer
la vivencia de las personas enfermas de lepra, y que tuvieron que
padecer el desprecio de toda una sociedad y la exclusión
de la misma, para vivir una tremenda odisea, solos y muchas veces
sin ninguna esperanza.

La autobiografía de Nicolás se
sitúa alrededor de los inicios de la década de
1940. En la historia no se relatan aspectos de su pasado, pero el
padre de Nicolás era uruguayo y había fallecido
antes de los sucesos relatados. Otro hermano de Nicolás
quedó viviendo en Asunción cuando su vida y la de
su madre dan un giro inesperado al declarársele el mal de
Hansen.

Aunque en los cuadernillos no aparece relatado,
Nicolás se casó con Nicanora, vivieron muchos
años en su casita en la aldea, y luego de tratamientos
tanto recibidos del Ministerio de Salud y del Hospital Menonita
de Km 81 de Ruta 1, se reintegraron a la sociedad viviendo en una
pequeña casita en Fernando de La Mora en la década
de 1970, trabajando Nicolás como carpintero. Nicanora
falleció de un problema cardíaco con 80 años
en Junio de 2009. Nicolas vive actualmente en la villa CONAVI de
Caacupe Mí (Areguá), en casa de su hija adoptiva
(año 2010).

Wolfgang Streich – Julio de 2010. Más
informes pueden tener al mail wsparaguay@gmail.com

Algunos datos
interesantes sobre el mal de Hansen

Por la gravedad de sus manifestaciones, en los primeros
tiempos de la historia, muchas veces se explicó el mal
como un terrible castigo enviado por Dios. La lepra fue
considerada una enfermedad-pecado donde el culpable quedaba
manchado, impuro, contaminado. Todo aquel que presentaba una
enfermedad repugnante de la piel era porque había pecado y
requería purificación, purga, limpieza, es un
concepto arcaico, de los más antiguos en la humanidad. Por
todos estos antecedentes, no podía ser, ajena a este
concepto la tradición hebrea. El estudio de esta
tradición, contenido en el Antiguo Testamento, y su
difusión no sólo entre el pueblo hebreo, sino
después en las religiones derivadas, cristianismo e
islamismo, hace que se manifieste con toda su fuerza esta idea de
la enfermedad-castigo de Dios. Lo demuestran los libros
más antiguos de los israelitas. Después de su
cautiverio en Egipto se produce el éxodo, y aparece el
Levítico, escrito por Moisés. La suciedad a que
forzosamente se vieron abocados los hebreos, por falta de agua al
atravesar zonas desérticas, debió ser causa de
múltiples y frecuentes enfermedades de la piel. Se
menciona la lepra del hombre, la de los vestidos y la de las
viviendas, y relacionan todas ellas con el pecado. Otro caso
citado en la Biblia es el de María, la mujer de
Aarón que hablando con su marido había murmurado de
Moisés. La ira de Jehová se encendió contra
ellos y la nube se apartó del Tabernáculo y he
aquí que María estaba leprosa como la nieve, y
miró Aarón a María y he aquí que
estaba leprosa. El significado religioso de la lepra
continuará existiendo en Occidente a partir del
conocimiento bíblico y propagado por el concepto
levítico de impureza, sin descartar las escenas
evangélicas en las que actúa Jesús.
Así continuará este concepto de enfermedad
religiosa en el cristianismo por muchos siglos.

Una de las medidas preventivas adoptadas por el pueblo
judío con los enfermos fue su aislamiento y retiro de la
sociedad, hecho que permiten suponer que la consideraban
contagiosa. Las prohibiciones que un leproso debía de
observar en consecuencia de allí en adelante eran: no
entrar en la Iglesia, mercados, molinos, ferias o reuniones, ni
lavarse las manos en fuentes o riachuelos. Sólo
podía beber agua en su propio vaso o en un barril propio.
Debía llevar constantemente el hábito de leproso y
no marchar con los pies descalzos. No podía tocar los
objetos, sino señalarlos con la punta de un bastón
que debía llevar siempre consigo. No podía entrar
ni en las tabernas ni en las casas. Si compraba alguna cosa, no
podía tomarla con la mano sino que tenían que
ponérsela en un barrilete que llevaría siempre
colgado al cuello. Debía llevar una esquila o una campana
para anunciar su paso, su presencia. No podía caminar por
los caminos o senderos, sino fuera de ellos, para no encontrarse
cara a cara con nadie. No podía tocar las pertenencias de
la gente sana sin guantes. No podía tocar jamás a
los niños, ni a los jóvenes ni darles nada que le
perteneciese, ni comer ni hablar con nadie que no fuese leproso
como él.

No podía al morir ser enterrado con los
demás en cementerio común, sino junto a la
leprosería. Debía de cubrirse la cabeza con un
capuchón. Tenía que vivir separado de la comunidad,
bien en un hospital de leprosos si existía o bien en una
casa aislada, en la que tuviese su propio pozo, su mesa, su
silla, su cama y los utensilios que le fueran
necesarios.

Los primeros médicos griegos y romanos se
preguntaron si la enfermedad era realmente contagiosa o
más bien era hereditaria. Durante siglos se
especuló sobre las dos teorías. El año de
1.874, Armauer Hansen, natural de Noruega, país donde la
lepra era epidémica, descubrió el bacilo productor
de la enfermedad y demostró como lo había
sospechado que la enfermedad era de carácter infeccioso.
Este fue un gran avance al demostrar que la enfermedad era
producida por un microorganismo. Esto confirmó la
transmisión de la enfermedad de los leprosos a los sanos.
Era la época de los leprocomios cerrados y el aislamiento
más completo de los pacientes, para evitar el
contagio.

El período de incubación de la enfermedad
es de 5 años por término medio, pero puede variar
entre 2 y 20 años. Los síntomas pueden aparecer
después de varios años de la infección, ya
que el proceso de incubación de la enfermedad es largo.
Uno de los primeros síntomas es la insensibilidad al
dolor, que no se advierte ante rasguños o quemaduras. Las
zonas insensibles adquieren una coloración distinta al
resto de la piel y con frecuencia aparecen parálisis
musculares y fragilidad en los huesos, especialmente en los dedos
de las manos y pies. Otros síntomas, ya más
tardíos, son el abultamiento de la frente y la
distorsión facial, a la que se ha llamado "cara leonina".
El inicio de la enfermedad puede ser muy anterior a la fecha del
diagnóstico. Se supone que un número elevado de
contagios se producen en la infancia y que la mayoría de
los enfermos han presentado algún síntoma
recién a los 15 años. Es muy difícil
señalar el momento exacto del contagio, porque el
período de incubación de la enfermedad es largo y
el curso de la misma lento. Sin embargo la manera como se
trasmitía estaba aún muy oscura.

¿Por qué razón, se preguntaban los
investigadores, la lepra se trasmite a unas pocas personas y la
mayoría permanecen indemnes a ella? Solo hasta el
año de 1.923 el investigador japonés Mitsuda
encontró la explicación que dio la respuesta al
problema… Para el efecto preparó una
suspensión de bacilos de Hansen obtenida de lepromas e
inyectaba 0,05 ml. de la preparación por vía
intradérmica a los pacientes graves, a sujetos normales y
a los enfermeros que no se contagiaban.

El descubrimiento aclaró en gran parte la manera
como algunos pacientes adquirían la enfermedad y otros no.
Había sujetos con muy pocas defensas inmunológicas
contra el bacilo de Hansen, que se contagiaban con gran facilidad
y desarrollaban las formas graves y los que tenían mejores
defensas desarrollaban las formas más benignas. El resto
de la población tenía excelentes defensas y no se
contagiaba.

Es importante destacar que la lepra es una enfermedad de
muy difícil transmisión, que necesita una larga y
continua intimidad, como la vida familiar, para transmitirse de
persona a persona. Por otro lado no hay aún evidencia
científica de que sea una enfermedad hereditaria. Se
estima que menos del diez por ciento de las personas expuestas al
bacilo desarrollan la lepra. También se ha constatado y
las estadísticas lo dicen que los hombres son más
proclives a contraer el bacilo.

Se cree que el bacilo de la lepra penetra en el
organismo por las mucosas nasales, boca y piel. Algunos factores
ambientales como la superpoblación, la mala
alimentación y la higiene deficiente, favorecen su
difusión.

Es claro que los esfuerzos científicos por
encontrar algún remedio para esta enfermedad no han cesado
a lo largo de la historia, pero no fue sino hasta 1.987 que se
comenzó la aplicación de tratamientos pioneros para
la curación y detección precoz de la enfermedad
resultando el más exitoso de ellos la poliquimioterapia,
que conseguía la cura completa del enfermo, algo que hasta
el momento no había ocurrido, pues los diferentes
medicamentos y curaciones utilizados no hacían sino
atenuar los malestares, disminuir el grado de avance de la
enfermedad, pero en ninguno de los casos se podía hablar
de un restablecimiento absoluto del paciente.

La poliquimioterapia, o PQT, considera imprescindible la
aplicación de tres medicamentos: rifampicina, clofazimina
y sulfona.

Datos
Históricos del Leprocomio Santa Isabel

En el año 1.933 había 16 enfermos de lepra
internados en un destartalado, y mal llamado pabellón en
el Hospital de Clínicas de Asunción, que llevaba
por nombre de "Santa Isabel" ya en aquel entonces. Pero debido a
la Guerra del Chaco se vieron en la necesidad de desalojarlos de
allí a los afectados por esa enfermedad para hospitalizar
en el mismo lugar a los numerosos combatientes heridos que
llegaban en busca de una mejor asistencia médica conforme
a la urgencia del caso.

Estos 16 hombres y mujeres afectados con el mal de
Hansen fueron trasladados a un apartado y solitario lugar del
Distrito de Sapucai en el Departamento de Paraguarí. Este
lugar dista unos 10 kilómetros de la ciudad de Sapucai y
100 y algo de kilómetros de Asunción y el terreno
que se le cedió tiene una extensión aproximada de
900 hectáreas. El suelo es arcilloso, esta bañado
por numerosos arroyos y cuenta con una frondosa
vegetación. El predio elegido formaba parte de una
estancia y contaba con dos chozas en medio del monte. Estas
chozas, que ya llevaban un tiempo abandonadas fueron adaptadas
para poder ser usadas como albergue de este grupo de
enfermos.

Recuerdan los más antiguos internos que el grupo
de 16 compañeros llegó desde Asunción en
tren hasta Sapucai, teniendo que viajar incómodamente en
los vagones donde se acostumbraban llevar mercaderías y
los animales porque estaba prohibido que los afectados por esta
enfermedad viajasen entre los demás pasajeros. Y desde
Sapucai hasta su nueva morada debieron llegar caminando, puesto
que por lo alejado de la civilización en que se
encontraba, no había ningún medio de transporte que
llegase hasta allí. Todo ese trayecto lo hicieron
acompañados de policías, como si hubieran cometido
alguna clase de barbarie contra la humanidad. Así, desde
el comienzo mismo tuvieron que soportar todo tipo de vejaciones
por parte de aquella sociedad ignorante y carente de sentido
humanitario. Ese trato, sin duda, debió agravar aún
más el ánimo y la salud de todos ellos, porque
aparte del sufrimiento por la enfermedad en sí, tuvieron
que recibir y soportar también el terrible dolor que les
brindó la sociedad con mucha crueldad.

Estos primeros moradores del lugar debieron pasar
también muchas penurias dada la condición extrema
de precariedad, de incomodidad y de necesidad que tuvieron que
soportar alejados de sus seres queridos y de toda
civilización. Este terreno al cual fueron destinados, fue
donado al Gobierno paraguayo, por consiguiente, al ser propiedad
del Estado, el Leprocomio es una Institución dependiente
del Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social. Dicha
donación fue hecha por la Compañía Liebig"s
Extract of Meat Co. Y desde aquel entonces a este apartado lugar
se lo conoce como a la "Colonia de Santa Isabel" en
Sapucai.

Los primeros enfermos en llegar a este inhóspito
lugar recordaban que una de las cosas que más les
había sorprendido era la cantidad de insectos y
alimañas que habían encontrado en este agreste
paraje.

Otra cosa que recordaban con mucha tristeza era la
escasez de alimentos. Ellos llegaron al extremo de tener que
robar para saciar el hambre que reinaba en la Colonia.

Los creyentes, más familiarizados con el
sufrimiento y la resignación siempre reconocieron que
sólo Dios pudo haberles dado tanta fuerza para sobrellevar
todas aquellas cruces y obstáculos con las que se
encontraron desde que llegaron a ese alejado y adverso
paraje.

Aunque no era ese el peor de los males, pues a eso se
añadía fatalmente la carencia de medicamentos y
médicos para su tan fatídica enfermedad. El estado
de salud de la mayoría requería además de
una urgente atenciones de la enfermedad de la lepra otros
tratamientos pormenorizados y persistentes de males que les
acompañaban. Aunque lo cierto es que en aquel entonces no
había en nuestro país remedios específicos
para el mal de Hansen y se contaba con muy escasos
dermatólogos entendidos en piel. Así estos primeros
hombres y mujeres llegados a la Colonia pasaban sus días
de forma inhumana. Fueron días y noches de mucho
sufrimiento, ante todo por la enfermedad en sí que les
obligó al abandono del medio social en que desarrollaban
su vida, pero además a tener que aislarse de los parientes
y amigos. Sin embargo, ante esta inmensa adversidad ellos, con
toda su honestidad confiesan, que todavía albergaban la
esperanza de un mañana mejor.

El tiempo fue transcurriendo y la enfermedad ya se
había propagado, sobre todo a partir de la guerra del
Chaco, por muchos rincones del país. Debido al riesgo de
contagio a los demás ciudadanos el Gobierno tomó la
medida de apartar a todos los que padecieran este mal hasta la
Colonia Santa Isabel en Sapucai. Para lograr el cometido de
aislar a los enfermos, la policía anduvo algunos
años tras las huellas de todos los afectados, para una vez
detectados, forzarlos a abandonar sus hogares y a trasladarse a
vivir en la Colonia junto a los demás enfermos del mal de
Hansen.

Cuentan también que una vez que abandonaban sus
hogares a muchos se les quemaba la casa, pensando que de ese modo
eliminaría la posibilidad de nuevos contagios. Muchos de
ellos fueron acompañados hasta el lugar por la
policía, para así evitar que se fugasen en el
trayecto. Por esta razón cada vez llegaban más
enfermos al lugar, algunos en estado muy lamentable, razón
por la cual también morían en gran cantidad.
Incluso hubo casos de hasta dos por día, y los más
graves a los pocos días de haber llegado. Pero como todo
era tan precario en aquellos tiempos debían envolver a sus
muertos en mantas viejas, pues no disponían de cajones
para enterrarlos. Un hombre los llevaba en su carreta hasta el
Cementerio, que no era otra cosa más que una fosa
común donde todos ellos eran depositados en la solitaria
presencia del carretero que acostumbraba a decir con la seriedad
del caso "venimos de la tierra y a ella volvemos". Y así
fueron despedidos muchos de ellos. También cuentan que en
algunas ocasiones, debido al mal estado del camino, el
cadáver se caía de la carreta, no pudiendo el
carretero levantarlo solo él, como último recurso
ataba al difunto por la parte trasera de su carreta y lo llevaba
el resto del trayecto arrastrado hasta llegar a su morada
final.

Es muy triste decir que todo esto sucedió como
consecuencia de una sociedad que tardó mucho tiempo en
hacerse consciente e ir dando pasos de mejor trato a tan cruda
realidad. Los primeros donativos que llegaron al lugar fueron de
carne seca y poroto. Pero tanto la carne como el poroto, las
más de las veces ya se encontraban en estado perecedero y
agusanado, detalle que para los enfermos no tuvo ninguna
importancia por la apremiante situación en la que se
encontraban.

Realmente los primeros que se interesaron en la suerte
que corrían los leprosos fueron un grupo de protestantes,
quienes además del alimento espiritual, trajeron
también hasta el lugar víveres, vestimentas y otros
artículos de primera necesidad. Ellos llegaron hasta la
Colonia en carretas, puesto que al bajar del tren en Sapucai, se
enteraron que este era el único medio para arribar hasta
esta apartada morada.

Un poco más tarde llegó hasta el lugar
otro grupo de protestantes, provenientes del Colegio
Internacional, denominados Discípulos de Cristo. A este
grupo se debe la fundación del Patronato de Leprosos del
Paraguay (1934). Los primeros directores fueron Mister Robert
Lemon y Mister Norman. También había una Pastora
que se quedó como residente en la Colonia, la Srta. Filis,
quien hacía las veces de enfermera y profesora de una
pequeña escuelita que ellos mismos habían fundado.
Esta Fundación también promovió la
construcción de las primeras casitas, que por lo general
eran levantadas paredes eran hechas de madera y cubiertas con el
techo de paja. Esta entidad, en su momento, ha prestado
innumerables servicios a la Colonia, pero desde hace tiempo ya no
tienen ningún tipo de contacto directo con la Colonia
Santa Isabel. Ahora funciona como un ente independiente que
atiende a enfermos de lepra que llegan hasta sus instalaciones en
pleno centro de Asunción.

También el Gobierno había comenzado a
interesarse por los leprosos de Sapucai. Decidieron mandar a un
grupo de prisioneros bolivianos para que construyeran grandes
caserones con paredes de tabla y techos de paja para los internos
que cada vez iban creciendo más y más en
número, llegando desde todas partes del país. La
mayor población con que llegó a contar la Colonia
fue de cuatrocientos treinta enfermos. Esto empeoraba la
situación de los primeros moradores del lugar, puesto que
aumentaba la escasez de alimentos y como consecuencia
también la pobreza y en la misma medida disminuían
las comodidades. Hasta ese entonces los enfermos comían en
el suelo por carecer de lo mínimamente
necesario.

Pero como los caserones no bastaban para albergar a
tantas personas, los enfermos aptos para el trabajo de
albañilería comenzaron a construirse
pequeñas casitas a fin de dar lugar a los más
discapacitados en los caserones. Con la construcción de
estas precarias casitas poco a poco la Colonia fue tomando forma
y convirtiéndose en un pequeño pueblito en medio de
la selva, que con su exuberante vegetación destila aromas
de frescas flores lejos de la sociedad que los había
rechazado y abandonado a su suerte por el solo hecho de haber
contraído esta enfermedad.

Hasta ese entonces tampoco había llegado hasta el
lugar ningún médico, el Ministerio todavía
no se había percatado de la necesidad imperiosa de un
profesional allí. Entre los enfermos había un par
de idóneos en farmacia que se encargaron de administrar
los remedios que llegaban hasta el lugar y de hacer las
curaciones, con los pocos medicamentos que contaban, a todos sus
compañeros.

Recuerdan también que para poner orden en la
Colonia se había formado un grupo que actuarían
como policías, compuesto por algunos de los enfermos, que
estaban dispuestos a velar por la seguridad de sus
compañeros y controlar los desórdenes que pudieran
surgir periódicamente. Se nombraba a uno que
actuaría como Comisario, quien tenía a su vez a su
cargo a cuatro ó cinco soldados que durante la noche se
turnaban para hacer rondas y garantizar así la seguridad
del lugar. Todo lo necesario para desempeñar esta tarea
era proveído por el Ministerio de Salud, como la
vestimenta apropiada y los equipos.

En aquel entonces la mayor parte de la población
estaba formada por jóvenes solteros, hombres y mujeres,
que con el tiempo fueron emparejándose entre ellos y
formando sus propias familias dentro de la Colonia. Al comienzo
construían sus casitas de madera y techo de paja al estilo
de los ranchos de la típica familia rural del Paraguay y
se iban a vivir juntos en concubinato, puesto que no contaban con
sacerdotes para oficializar el amor que les unía, luego
cuando algún religioso venía hasta el lugar se
encargaba de celebrar las bodas. Así fue como varias
parejas, muchas de ellas unidas hasta ahora, se conocieron
acá, se enamoraron y se casaron, viviendo en casas
independientes cercanas a los caserones. Actualmente estas
casitas siguen siendo de madera y la paja del techo fue
reemplazada años más tarde por el zinc.

Claro que al ir formándose parejas los enfermos
también comenzaron a tener hijos. Y sin adentrarnos en el
misterio de esta enfermedad, los hechos han constatado que no es
hereditaria. Los niños nacidos en la Colonia de padres
enfermos, no dieron muestras de verse afectados con el mal de sus
progenitores, siempre que fueron aislados a tiempo del ambiente
infectado. Teniendo en cuenta este detalle el Ministerio de
Salud, gracias al Servicio Cooperativo Norteamericano,
construyó por los de 1950 el Preventorio Santa Teresita,
lugar donde eran llevados todos los hijos de los enfermos al
apenas nacer, sin consultar a las madres si querían
ó no separarse de sus niños. Allí lejos de
sus padres estos pequeños crecían y se
desarrollaban normalmente para ingresar también sanos a la
sociedad. Todos ellos fueron adoptados por familias sanas y la
gran mayoría nunca supo sus tristes orígenes. Y los
pocos que lo supieron nunca se acercaron a conocer a sus padres.
Este es otro dolor con el que cargan muchos de los internados en
este lugar, en especial las mujeres, el hecho de no haber podido
acunar y conocer a sus propios hijos. En la actualidad las pocas
parejas jóvenes que quedan crían y cuidan a sus
hijos con total libertad. Y ninguno de sus hijos ha
contraído la enfermedad.

Se puede decir que en estos primeros años fueron
los propios enfermos los que se organizaron, se las ingeniaron
para resolver sus innumerables problemas, se dieron apoyo entre
ellos y comenzaron a darle forma a una comunidad unida por el
dolor de una triste y siempre marginada enfermedad. Fue
así como ellos aprendieron a vivir fraternalmente, y
aunque muchos dicen que ellos nunca conocieron ni
conocerán la sociedad, creo que formaron sin saberlo la
más hermosa de todas las sociedades que puede haber, la
que está unida por el respeto y el compañerismo,
por un ideal común a todos, el de poder sobrellevar cada
día esta triste clase de suerte que les tocó vivir
y compartir. (Los datos históricos fueron aportados por el
sacerdote José Luis Salas, uno de los primeros capellanes
del Leprocomio Santa Isabel y la escritora Gladys
Benza).

En este contexto se inicia la historia de
Nicolás, su mamá y las experiencias vividas en
Sapucai. Disfruten de la maravillosa narrativa del propio
Nicolás en el material denominado "De Asunción a
Sapucai"

Cuaderno Nº 1:

El
viaje

Una tarde mi madre me ordenó que me prepare para
viajar con ella a la capital; en unos minutos ya estuvo todo
listo. Para mí era un acontecimiento viajar a la capital
porque muy raras veces lo hacía. Ratos después mi
madre ya estaba con sus mejores galas para el viaje. Se puso una
pollera a cuadritos, que era tan larga que le cubría los
tobillos. Tenía una blusa manga larga. Apenas le
sobresalían las puntas de los dedos. Sandalias con buenas
medias, y el tradicional manto negro que antes usaban las mujeres
de mucha edad. El manto negro era indispensable para ella, porque
podía cubrir con éste la oreja, la frente, y cuando
estaría sentada en el tren encubrirse las manos. Es
así que solo se veía de ella la ropa y la punta de
la nariz.

Nos embarcamos a eso de la una de la tarde. Antes de una
hora llegamos a la estación central. De allí nos
encaminamos a pie y llegamos a una casa donde nos recibieron, y
entramos a una salita. Un hombre entrado en años
saludó a mi madre, y a continuación ella dijo:
Aquí le traigo a mi hijo de quien le hablé, Doctor.
El médico le indicó a mamá que tomara
asiento en una de las sillas de la salita. Ella
espontáneamente se sentó y se quitó el
manto. Estaba sudando copiosamente; (claro, porque ella
tenía tantas ropas puestas encima en pleno mes de
diciembre), y además el sudor abundante es un
síntoma del mal, que más adelante les iré
relatando.

Ella extrajo un abanico de papel de su bolso y
comenzó a ventilarse con él. Me indicó que
me acerque a ella, y me dijo: "Este señor es el Doctor
Migone, mi hijo, y te va a inspeccionar. El es muy bueno con los
niños, y con todos. El es mi médico y es
aquí donde suelo venir para aplicarme los remedios". Esa
era la primera vez que ella me hablaba de médico y
remedios, directamente.

El doctor Migone me invitó a pasar a otro cuarto.
Fui detrás de él, y me hizo sentar en un taburete.
Allí, la salita era diferente. Tenía armarios con
frascos de todos los tamaños, cajas de cartón, una
mesa grande, con un calentador encima. Una infinidad de piezas.
Allí había cosas para recrear la vista. Enseguida
prendió un calentador de kerosén y del armario
extrajo una cajita de cartón. De la misma fue sacando
frasquitos y planchitas de vidrio y otras cosas. Cuando estaba
bien prendido el calentador lo vi quemando agujas. Me vino a la
mente la inspección que me hicieron en la escuela ese
mismo año.

También sabía por indicación de
mamá, el lugar de mi cuerpo por donde comenzaría la
inspección. El doctor me pidió que me sacara el
pantalón corto que tenía puesto, y lo hice
así. En el muslo izquierdo, a unos centímetros de
la rodilla, tenía unos granos colorados que
sobresalían de la superficie de mi piel. A primera vista
parecían picaduras de hormigas coloradas. Todo el
montoncito tendría unos tres centímetros de
diámetro y no lo sentía completamente. Podía
pincharlo con la uña sin sentir dolor. El doctor, sin
andar con rodeos, fue directo a la parte mencionada.
Comenzó a palpar con sus manos el lugar y me hizo mirar
hacia otro lado, y con su aguja quemada empezó a
pincharme. La consabida pregunta de los compañeros de la
escuela él volvió a repetírmela, "¿Te
duele o no?"… Yo iba respondiendo, sí o no, según
donde me pinchara.

Terminada la prueba me dijo que le espere en el mismo
lugar y se fue junto a mi madre. Escuché el murmullo de la
conversación. Un rato después entró de
vuelta, y me hizo mirar para otro lado. De reojo veía lo
que me hacía. Ahora era el bisturí lo que estaba
usando. Cortaba las puntitas de la parte afectada de
insensibilidad. Salía un poco de sangre y un
líquido acuoso. Todo lo que salía iba empapando en
las planchitas de vidrio y las metía en un frasco. Hizo
otro pequeño corte y lo que salía del mismo lo
ponía en una planchita de metal que la ponía en la
llama y la guardaba también.

Por fin terminó la inspección. El doctor
posó su mano sobre mi cabeza y me hizo cosquillas con su
dedo. Parecía querer decirme algo, pero se calló.
Abrió el cajón de su mesa, y me dio 15 $. Nos
encaminamos a lo otra sala pequeña donde mamá
estaba sentada todavía. El doctor le dijo a mamá
que esperara un rato. Un momento después volvió y
le entregó un sobre a mamá. Le indicó una
dirección donde debía presentar la carta y le
deseó mucha suerte. Al despedirnos el doctor quedó
mirando desde la puerta de su salita, tal vez pensando que esta
era la última visita que le hacia un paciente que
tenía muchas esperanzas en él, pero que él
no podía hacer mucho contra el mal que este
padecía.

Esa misma tarde fuimos a la dirección que
indicó el doctor Migone. Pasamos cuatro cuadras de la
estación central y doblamos a la izquierda por la calle
que se denominaba Concepción. Caminamos como diez cuadras,
y allí era el lugar indicado. Asistencia Pública.
En el sobre decía, para el doctor Peña. Nos
atendió un señor que tenía una nariz
grandota y colorada, y nos dijo que el doctor Peña no
atendía por la tarde, pero que le entregáramos el
sobre. "Esperen un rato", nos dijo, y volvió
diciéndole a mamá: "El lunes de la otra semana
venga a retirar la orden de pasaje. Usted señora no se
moleste más, mándelo al muchacho a
buscar".

De vuelta para casa, luego de bajarnos del tren, mi
madre buscaba la forma de explicarme que era lo que estaba
planeando. Me dijo: "En un lugar lejos de acá, hay un gran
hospital donde atiende un doctor muy sabio", y que allí,
íbamos a ir a internarnos por un tiempo, y después
de curarnos, volveríamos a casa otra vez.

Antes de explicarme todo, le pregunté a quema
ropa: "¿Qué es lo que tengo, mamá? Yo no
siento nada. ¿Por qué tengo que irme?" Mamá
no supo que contestarme, y se calló. Un rato
después reaccionó y me dijo: "Vos tenés que
acompañarme y después, si no te gusta, venís
otra vez a casa y yo me quedo un poquito más". Yo
respondí: "Pero decime mamá, ¿por qué
no traen aquí a Asunción al sabio ese que
decís, para poder curar a toda la gente? Decime
mamá, ¿Qué es lo que vos tenes?"

Mamá respondió: "Bueno mi hijo,
¿vos no ves como tengo las piernas?, todas amorotonadas,
también mis brazos, los pies, todos hinchados, y la cara y
mi oreja todo de color morado y algo hinchado". Respondí,
"pero ¿qué es lo que tenes mamá?…" Ella
dijo: "Bueno mi hijo, ¿sabes que a esto lo llaman
pasmadura?… Una vez, de eso ya hace mucho tiempo, fui a buscar
leña al monte y hacía un calor sofocante y
húmedo. Apenas pude completar un haz de leña por el
intenso calor que hacía esa tarde. Al salir nomás
del bosque, sobrevino un chaparrón de lluvia que me mojo
todo, y esa fue la causa de esta enfermedad que me pasmó
toda la sangre".

Hizo una pausa en su historia. Ya comenzaba a obscurecer
y faltaba buen trecho todavía para llegar a casa, y
teníamos un camino arenoso por delante. Mamá se
quitó el manto de la cabeza y caminaba con dificultad.
Parecía que con sus pies arrastraba piedras. Miré
sus pies y vi que estaban bastante hinchados. En su silencio
aproveche para decirle que a mí también me
tomó muchas veces lluvias y aguaceros cuando trabajaba con
mi hermano mayor cortando leña para la olería del
lugar, y ¡qué suerte tenía yo que no se me
pasmara la sangre! … ¿Cuál había sido
el dolor de mi madre al decirle que yo tuve buena suerte de que
mi sangre no se pasmara? Solamente unas horas antes el doctor
Migone le contó a mamá que mi mal era
idéntico al de ella. Dejamos de hablar de su pasmadura y
del viaje, y llegamos a casa muy entrada la noche.

El resto de la semana la pasamos como de costumbre,
haciendo velas de cebo de vaca y otras actividades comunes en
aquella época.

Llegó el día fijado por el funcionario de
Asistencia Pública. Me presenté en la fecha que nos
indicó. Mamá no se fue conmigo. Me atendió
el mismo señor narigudo, y me dijo que por ahora no se
podía viajar, porque iba a haber una huelga de
ferroviarios. Me dijo que viniera después del 15 de enero.
Yo no sé si era realmente el anuncio de la huelga lo que
retrasó nuestro viaje, porque posteriormente supimos que
en los días de diciembre, a finales de ese mes, en el
hospital adonde debíamos ir, se libró una batalla a
tiros entre los internados.

Quedamos otra vez en espera de la fecha que me
indicó. Pasaron las fiestas de fin de año, como
siempre, algo triste para nosotros ya que hacía unos
años que ya nada preparábamos para esos
días.

Volví otra vez a Asunción, en la fecha
indicada. Me atendió otra vez el mismo señor. Sin
mediar muchas palabras, me entregó un sobre abierto que
contenía un papel con sellos y firmas. Sin leer todo el
contenido me fui a casa. Le entregué a mamá lo que
tanto andábamos buscando. La orden de pasaje para Sapucai
estaba fechada para el 21 de enero a las seis de
mañana… Estaba echada nuestra suerte.

En víspera del viaje mamá arregló
todo lo que teníamos que llevar. Yo, mis pertenencias que
más apreciaba. Fueron, mi pelotita de gomas y mi libreta
de calificaciones. De mis pocas ropas se encargó
mamá.

Nos despertamos cerca de las cinco de la madrugada.
Mamá tomó mate amargo, y yo mi mate cocido. Ya
estábamos como para salir, y mi hermanito menor
dormía profundamente. Se le acercó mamá. Lo
estaba mirando con una vela encendida en su mano. Mamá
estaba llorando. Parecía no poder moverse del lugar.
Estaba indecisa. Me acerqué a ella y cuando sintió
mi presencia, tocó la cabeza de su hijo dormido, y fue
delante de sus santos y se santiguó. Levantó de la
mesa su rosario, y se lo puso al cuello. Afuera nos esperaba una
tía y mi hermano mayor. Ellos aparentaban serenidad, pero
vi en la oscuridad que refregaban sus ojos.

Por fin, mamá levantó sobre su cabeza un
atado grandote. Yo debía cargar una bolsa de arpillera que
estaba cargada más de la mitad. Cuando la alcé
sobre el hombro, la bolsa crujió. Contenía una
pava, bombilla, botellas con agua y demás
chucherías, como también frazadas y sábanas.
Al despedirnos, lo último que pronunció mamá
fue: "¡Cuiden bien a mi hijo!"

Comenzamos a caminar en la madrugada obscura por un
sendero para luego tomar la calle principal que va a la
estación. Llegamos a ésta y rato después ya
nos embarcábamos hacia Asunción.

Mamá casi no pronunció palabra. Llegamos a
la Estación Central, que tenía mucho movimiento.
Revendedoras que bajaban del tren y se dirigían con sus
mercancías al viejo mercado.

Aproximadamente unos minutos antes de las seis,
presentamos en la ventanilla de boletería, la orden de
pasaje. El encargado miró el papel. Como si le picara una
avispa, tiró el papel por el pecho de mamá,
gritando en guaraní: "Ahí, ¡Vaya donde se
estacionan los vagones de carga!"… "Pero señor", le
respondió mamá. "¿Acaso no es válida
esta orden que tengo?"… "Ustedes tienen que ir en los
vagones de carga. Está totalmente prohibido que personas
enfermas de lepra viajen en coches de pasajeros",
respondió el señor.

Ordenó a otro que estaba con él en la
oficina: "¡Llévale a estos leprosos, que se suban al
vagón a esperar la salida del tren de carga!"…
Salió por la puerta un hombre joven. Nos miró de
reojo, y nos dijo: "Vamos". Mamá guardó otra vez su
famosa orden de pasaje. Levantó su carga y yo mi bolsa en
el hombro. Crujieron las botellas, la pava y demás latas
que tenía en la bolsa. Caminamos detrás del hombre.
Miré a mamá sin decir palabra. Sus ojos
parecían vidriosos de ira, y sus labios apretados entre
sí. Su cara estaba peor que cuando me pegaba. Ahora estaba
pensando ella en la mentira que me dijo del aguacero y la
pasmadura, y que había un hombre deslenguado que en forma
grosera estaba gritándole: "leprosos"… Yo estaba
confundido. No comprendía lo que estaba pasando, pero
sí estaba disgustado por la forma incorrecta en que el
hombre trató a mi madre. El hombre que nos guiaba se
mantenía a unos diez metros delante de
nosotros.

Íbamos pasando hileras de vagones y
máquinas, que escupían fuego. Más
allá, en un apartadero, había un vagón de
carga y a su costado un grupo de gente, que se componía de
policías, un hombre vestido de civil con un manojo de
llaves en su mano, una mujer joven y una señora vestida de
harapos con el cabello desordenado, gesticulando y haciendo con
sus manos ademanes de violencia.

Nuestro guía se acercó a unos metros del
grupo. Mamá y yo nos quedamos más retirados.
Nuestro guía habló con el hombre del llavero, y con
un gesto le indicó nuestra presencia y nos hizo
señas con su mano de que nos acercáramos al grupo.
Obedecimos, pero no con muchas ganas para no complicarnos con la
señora que estaba hablando…a toda máquina, y
gesticulando.

El hombre del llavero (pero que no era San Pedro) nos
saludó amablemente, y le dijo a la señora
histérica: "Doña Dora, aquí viene la que te
va a acompañar en el viaje". "Sí, mamá",
dijo la mujer joven, que era hija de la señora. "Esa
señora y el niño que está con ella, te van a
cuidar en el tren, y yo cuando pueda ir a visitare y si ya
estás curada, volveremos a Puerto
Guaraní".

La señora dio media vuelta y nos miró.
También yo la mire bien… porque tenía miedo
por la actitud que estaba teniendo. Entre el rollo de pelo que le
caía sobre la cara, noté que tenía una piel
blanquísima, y en varias partes manchas coloradas, bien
subidas de color. No habrá tenido más de 45
años, los pies chiquititos, y las manos bien formadas.
Debía de ser bastante bonita en su juventud. Nuestra
presencia la calmó bastante, porque dejó de hablar
con nerviosismo. Mamá todavía estaba en
posición de alerta, porque no bajó su atado (bulto
envuelto en una sábana). Tampoco yo me quite la bolsa de
encima. Si esa señora se intentaba abalanzar sobre
nosotros, posiblemente, hubiésemos corrido uno
detrás del otro, y el ruido que hacía mi bolsa, no
habría sido el de "crujir de dientes"…, sino el de
crujir latas y botellas.

La mujer joven se dirigió a mamá. La
saludó y a continuación le suplicó que le
haga un gran favor: "Cuídale a mi mamá durante el
viaje". "¡Cómo no!", respondió mamá y
añadió: "Haré todo lo posible en cuidarla
durante el viaje a tu madre y de que lleguemos con felicidad a
destino".

Las dos puertas del vagón estaban abiertas. El
señor del llavero se subió al vagón y
cerró la puerta que estaba al otro lado nuestro, y
volvió a bajarse. Escuché que estaba poniendo un
candado a la puerta, desde afuera. Se unió otra vez al
grupo y le dijo a mamá en voz baja: "Yo sé
señora que Ud. y su hijo van por su propio gusto, y que no
van a intentar tirarse del vagón. Pero esa otra
señora no está bien de la cabeza, y temo que al
comenzar el viaje, se tire al suelo por querer irse otra vez con
su hija. Por eso es que tengo que cerrar el vagón por lo
menos hasta la estación de Luque. Cuando alcancemos
allí, seguramente, ya estará más tranquila,
y desde Luque ya podrán ir con las puertas abiertas.
¿Me comprendió, Señora?"…
"Está bien, como Ud. quiera", respondió ella.
"Dentro de unos momentos van a enganchar este vagón, y ya
es hora que suban a él", dijo el del llavero.

Partes: 1, 2, 3

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