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De Asunción a Sapucai (página 2)



Partes: 1, 2, 3

Yo y mamá nos acercamos a la puerta del
vagón. Ella no pudo subir, porque el piso del vagón
estaba a casi un metro del suelo. Le vino una idea brillante a
mamá. Puso el atado grandote en el suelo, subió
encima y me dijo: "Ayúdame de los pies". Puso su vientre
sobre el borde del piso del vagón, y yo le empujaba de los
pies. Era un poco ridícula su posición al subir,
pero subió con toda felicidad. Ahora le tocaba a
doña Dora. Medio a empujones le trajo su hija, a la que le
corrían abundantes lagrimas por sus mejillas. La
subió sobre el atado de mamá. Yo también la
ayudé y mamá desde arriba la estiraba de sus manos.
Cuando estuvo adentro, yo le alcancé a mamá su
atado y mi bolsa. La hija de doña Dora colocó el
bultito de ella en el piso del vagón. Yo no tenía
dificultad para subir.

Por fin estaba completa la carga de 30.000 kilos en el
vagón. El hombre del llavero se puso en la puerta y
miró como estábamos. Se prendió de la manija
de la puerta, y le dio un tirón seco. Chirriaron las
rueditas de la puerta al moverse, y un golpe seco retumbó
adentro del vagón. Luego, el sonido del candado, y ya no
había rata que pudiera salir de allí.

Estuvimos un rato sin hablar, ninguno de los tres.
Comencé a sentir vibraciones bajo mis pies, aumentando
rápidamente en su fuerza. Al rato el vagón se
sacudió violentamente. Doña Dora dio un grito y se
levantó del piso. Mamá seguía tranquila
sentada sobre su atado. Yo estaba mirando por una abertura de
tela metálica que el vagón tenía en ambas
puertas. Por suerte que el golpe vino del lado opuesto de donde
yo miraba. De lo contrario hubiese metido mi cara en la abertura
con tela metálica. Escuché tintinear de cadenas.
Pronto me di cuenta de que ya estábamos enganchados al
tren. Mamá me llamó a que fuera a sentarme con
ella, sobre su atado de ropas. Cuando estuve a su lado, me
acordé de mi bolsa, y le pregunté: "¿No se
rompieron las botellas de agua?"… "Por suerte, no paso
nada malo", me respondió.

Comenzó a andar lentamente nuestro vagón,
pero lo hacía a la inversa. Nos llevó muy cerquita
de la Estación Central. Nuestro vagón quedó
desprendido un buen rato. Luego volvieron a engancharlo, pero
ahora por la otra punta. Comenzamos a andar lentamente. Golpes de
parachoques, tintinear de cadenas y un ruido ensordecedor, que en
los coches de pasajeros ni se siente, ni se escucha. Nuestro
vagón estaba enganchado en la cola del convoy.

Le pedí a mamá que me permitiera ir
mirando en la abertura con tela metálica. Me dijo que
sí, pero que tuviera cuidado para no lastimarme. El
chiqui, chaca, chiqui, chaca, de la máquina a vapor tomaba
un ritmo acelerado. Desde mi puerta de observación, iba
mirando lugares tan conocidos y familiares para mí.
Nuestro tren, paró en la estación del Jardín
Botánico. Allí estuvo maniobrando un buen rato. Se
desprendió la máquina y estuvo sacando vagones de
un apostadero. Comenzó otra vez a andar, pero nuestro
vagón tenía "el privilegio" de estar siempre a la
cola. De allí sin parar llegamos a Luque. El tren
realizó otras maniobras similares a las
anteriores.

Mientras estábamos detenidos, escuche el ruido
del candado de nuestro vagón. Chirrió la puerta, y
se hizo la luz. Luego la otra puerta. Doña Dora parece que
despertó del letargo que tenía en la oscuridad y se
puso de pie. Mamá le suplicó que vuelva a sentarse,
para no caerse al piso, o peor aún, caerse a tierra y
romperse los huesos. Volvió a sentarse, pero
comenzó a hablar como una cotorra. Algunas palabras iban
dirigidas a mamá, pero otras veces a su hija, o a otras
personas a las que iba citando. A cada momento contaba su lugar
de origen, "Puerto Guaraní".

El tren volvió a ponerse en marcha, pero la pobre
señora no paraba de hablar. Me di cuenta que a mamá
ya la tenía aburrida todo lo que estaba diciendo, porque
nada de lo que decía tenía sentido. Cada uno de los
tres pasajeros teníamos un diferente comportamiento y una
diferente manera de pensar. Tal vez yo curioseando por cualquier
cosa. Doña Dora monologando, y mamá rezando el
rosario; y en los intermedios, sollozando. Cerca de las 11:00
hs., mamá nos invitó a doña Dora y a
mí a comer. En una lata con tapa, tenía algo de
fiambre y otros comestibles. Tenía también el agua
de las botellas, que no tenían nada de frescas, pero en
fin, el agua calma la sed.

El calor que hacía en el vagón era casi
insoportable para mamá. El techo de chapas de zinc, no
dejaba pasar la luz solar, pero en cambio el calor aumentaba.
Mamá dejó su rincón y se mudó un poco
más hacia la puerta. Continuamente se ventilaba con su
abanico, lo que le dejaba poco tiempo para rezar. Doña
Dora bajó muchísimo el volumen de su
monólogo, y hablaba de manera más espaciada. En
cambio yo estaba más activo, mirando el paisaje que se
hacía más interesante. A lo lejos se divisaban las
serranías, las que por primera vez tenía la
oportunidad de admirar. El agua que teníamos se
terminó y el calor se acentuaba más. Mamá y
doña Dora sudaban intensamente. A cada rato se secaban el
rostro con sus ropas.

Por fin llegamos a Paraguarí. Pasado el medio
día, mamá me ordenó que fuera junto al
maquinista del tren y que le pidiera agua. Me bajé con la
pava en la mano, y llegué donde estaba el maquinista. No
podía escucharme por el rechiflar y el silbido que
hacía la máquina, para bajar la presión de
la caldera. Entonces comencé a gritarle. "Quiero agua, por
favor, para tomar". Finalmente me atendió y me
mostró donde colocar la pava. Hice como me indicó y
en un segundo hizo rebosar la pava de agua. Para mala suerte
nuestra, el agua estaba a cuarenta grados de temperatura.
Subí al vagón con la pava de agua tibia, y le dije
a mamá que el agua estaba caliente. "¿Y qué
vamos a hacer?", me respondió, con un tono de
resignación. Me dolió en el alma la forma que me
contestó. Le pedí que me diera dinero para comprar
una sandía. Al rato yo traía en mis brazos una de
las más grandes sandías que se vendían en la
estación. Tal vez los encargados del tren, no se dieron
cuenta de que un enfermo andaba tranquilamente entre las
vendedoras. Lo cierto es que nadie me dijo nada.

Cuando el tren se puso nuevamente en marcha, la
sandía ya estaba a medio consumir. Los tres ponderamos lo
dulce que eran las sandías de Paraguarí. Yo no
paraba de ponderar, muy entusiasmado, la belleza de los cerros de
Paraguarí, que parecían que nos iban
acompañando durante el viaje; hasta llegué al
extremo de mi admiración, que fui a levantar a mamá
de los brazos y traerle frente a las puertas del vagón,
para que ella también se deleitara mirando. Seguramente
para darme el gusto y no defraudarme, fingió admirar
también las bellezas de esos accidentes geológicos,
porque enseguida me pidió que la llevara otra vez a
sentarse sobre su atado de ropas, diciendo que sufría un
intenso dolor de cabeza, por no haber tomado su tradicional mate
amargo a la media mañana; (Hoy comprendo el dolor de
mamá en aquella oportunidad, cuando no tomo el tradicional
tereré paraguayo, que es la bebida del más humilde
campesino, hasta la del más encumbrado ejecutivo. Sin
querer exagerar, opino que si no hubiese la yerba mate en
Paraguay, posiblemente las embotelladoras de gaseosas, hubieran
redoblado sus ganancias).

El final de nuestro viaje en tren, estaba por llegar. En
la estación de Escobar nos quedamos muy poco tiempo, y en
ese ínterin se nos acercó el hombre del llavero
para decirnos que al llegar a Sapucai, sería conveniente
que estemos quietos, hacia el fondo del vagón, y que no
anduviésemos corriendo de un lado a otro, cruzando frente
a las puertas del vagón. Mamá arrastró su
atado y mi bolsa a una esquina del fondo, y llamó a
doña Dora para que esté con ella. Esta estaba
bastante dócil. Perdió el brío que
tenía antes de embarcarse. Obedeció a mamá,
vino y se sentó junto a ella.

Yo no podía explicarme a que motivo se
debía tal precaución. Le pregunté a
mamá que de malo tenía estar frente a las puertas y
que no tenía ningún peligro de caerme.
"Bueno"…, me dijo, "Tal vez los rieles estén en
malas condiciones, y para evitar cualquier riesgo, andá a
la otra punta y curioseá por la rejilla metálica, y
dejáme tranquila, que no aguanto este dolor de cabeza". Su
orden era tajante, y yo no tenía nada que decir; entonces
me instalé en mi lugar anterior de observación,
donde al comienzo del viaje casi me rompí la
cara.

Luego de un rato, el tren comenzó a aminorar la
velocidad. A ambos lados se veía un paredón de
piedra, y me parecía que nos metíamos en un
túnel. Casi de repente salimos de él y
apareció la estación de Sapucai. El tren
pasó de largo a marcha lenta. Se metió por un
desvío a la derecha. Luego por otro desvío, y
finalmente se detuvo. Me di cuenta de que desenganchaban nuestro
vagón. Quise ir hacia la puerta, pero mamá me
indicó con el dedo que me quedara en mi lugar. Un rato
después, vino el hombre del llavero con un policía
y otro hombre de particular. El uniformado preguntó
cuántos éramos. "Son tres", le respondió el
hombre del llavero. "¿Pueden caminar, o no?"… "Todos
caminan", respondió. "Bueno"…, dijo el
policía. "Dentro de un rato, vendrá un soldado a
conducirlos. Que esperen allí dentro". Desde el fondo del
vagón mamá les habló pidiéndole agua.
"Bueno…, ya le mando enseguida", respondió el
policía. Un rato después un conscripto nos
llamó pidiéndonos que pusiéramos nuestros
recipientes en la puerta del vagón. "Andá vos con
la pava", me dijo mamá. Cuando estaban cargando el agua,
doña Dora se acercó a donde yo estaba, y
empezó a hablarle al conscripto. Él se
sorprendió al ver la cara y la forma desordenada de su
cabello y su ropa. Retrocedió unos pasos y quedó
mirándola. Ella seguía su parloteo.

Desde la otra puerta, que daba hacia el taller, dos
muchachones, miraban sorprendidos a doña Dora. Estos se
retiraron corriendo. Yo ya estaba con mamá tomando el
agua, y doña Dora no volvía junto a nosotros. Una
piedra hizo un impacto en la parte interior del vagón,
produciendo un estampido ensordecedor al tocar las chapas de
zinc. Pasó a poca distancia de doña Dora. Ella se
dio cuenta, a pesar de su locura, y corrió junto a
nosotros al fondo del vagón. Antes de que bebiera agua,
cayeron más piedras sobre el vagón. Comenzó
a gritar y pedir socorro, y hasta intentó correr. Por
suerte, mamá la tomó del brazo y la sentó
junto a ella. Pensé que esta señora ya
habría tenido experiencias en recibir pedradas en su
pueblo natal, por la forma en que se horrorizó. El que nos
trajo el agua, escuchó el alboroto, y vino a ver lo que
pasaba. Escuchamos que recriminaba a los muchachos, y los
amenazaba con detenerlos, si repetían las pedradas. Nos
dimos cuenta por qué el hombre del llavero no
quería que estemos a la puerta al llegar a
Sapucai.

Todo volvió a la calma, pero esto no duró
mucho. Antes de que doña Dora se repusiera totalmente del
susto, escuchamos que estaban coreando un estribillo, y me
pareció que eran muchos más los muchachos. Al
principio, comenzaron con timidez, pero luego con más
fuerza y ritmo. "Lepro rova soo, Lepro rova soo". Era una forma
despectiva de llamar al enfermo: "Leproso de cara de carne". Para
mí, crearon otro estribillo muy diferente: "Lepro poi,
nambí, tapití", que quiere decir: "leprosito de
oreja de liebre", ya que liebre tiene una oreja grande.
Prontamente me compararon con el roedor. El conscripto
comprendió por el griterío y el estribillo, que nos
estaban acosando otra vez, porque acudió presuroso a donde
estábamos, y como perro que ahuyenta a cuervos,
comenzó a perseguir a los muchachos. Pero él solo
no podía hacer nada para atraparlos porque se desbandaron
para todos lados.

Yo, francamente no comprendía a que se
debía tanta hostilidad hacia nosotros, y hasta me
arrepentí de haber hecho un viaje tan sacrificado, para
estar al cuidado del renombrado sabio que me había dicho
mamá.

Aproximadamente a las cuatro de la tarde, llegó
junto a nosotros otro conscripto y nos invitó a bajarnos
del vagón, para acompañarnos. Mamá y
doña Dora bajaron con dificultad. Por causa de haber
pasado tanto tiempo sentadas, tenían los miembros
entumecidos. Afortunadamente muy pocas personas andaban en los
alrededores de la policía de Sapucai.

Sin mayores novedades comenzamos el lento viaje. Nuestro
guía marchaba unos metros delante de nosotros tres. Al
doblar una esquina, aún en el poblado, vimos que se
producía una corrida de niños, tomados de las manos
de sus madres. Otros corrían sin el apoyo de personas
mayores. Mi instinto me dijo que algún peligro
intuían las personas. Le dije a mamá que nos
metiéramos en un patio baldío porque posiblemente
lo que causaba el alboroto de la gente era que algún
vacuno bravo, se había escapado de alguna tropa, o peor,
algún perro rabioso que deambulaba por la calle. Me
aproximé a la alambrada del patio baldío y
bajé mi bolsa. Fui junto a mamá para ayudarla a
bajar su atado, y también llamé a doña Dora,
y le dije que entrara al baldío para protegerse del
peligro. Realmente la calle estaba desierta de gente. Nuestro
guía quedó mirándome sin demostrar
ningún miedo, y pensé que ese muchacho era un
corajudo, que no le tenía miedo a nada, ni a
nadie.

Finalmente nuestro guía habló, y nos dijo
que saliéramos y continuáramos el viaje. Que no
teníamos por que tener miedo, y que él nos
acompañaría. Nos resistimos al principio, a salir a
la calle, temiendo el peligro, pero como no apareció
vacuno ni perro, decidimos salir y continuar nuestro viaje. Yo
quedé intrigado por saber el motivo del alboroto, y me
atreví a preguntar al conscripto la causa de todo lo que
pasó, y sin andar en rodeos, me respondió en
guaraní: "De ustedes tienen miedo…". Resultó
ser que el susto nuestro fue como se dice, de nuestra propia
sombra.

No llegué a comprender completamente, ni siquiera
tenía una explicación para todo lo que nos estaba
pasando ese día, 21 de enero, por el comportamiento
incorrecto de algunas personas que tuvieron algo que ver en
nuestro viaje a la colonia. Tuvieron que pasar algunos
días, y ya en la colonia para que pudiera darme cuenta que
el trato que estábamos recibiendo era de lo más
bueno y comprensivo, teniendo en cuenta que éramos
enfermos destinados a la colonia.

Antes y después de nuestra internación a
ese lugar, sucedieron tragedias, tremendamente tristes y
desgarradoras a muchos pacientes en el trayecto de Sapucai a la
colonia. Recuerdo muy bien, que en una oportunidad tuvo que ir la
policía interna de la colonia y unos enfermeros a recoger
el cuerpo de un enfermo al que lo mataron a pedradas, en el
trayecto de Sapucai a la colonia.

Otro suceso penoso fue que un excombatiente de la guerra
del Chaco, que ostentaba el grado de teniente de reserva, por
méritos en el campo de batalla, se salvó por un
milagro de que lo mataran por el camino. Llegó bastante
maltratado por la paliza y pedradas que recibió de su
acompañante que lo conducía a la colonia. Si
tendría que relatar todos los hechos de esta naturaleza
serían interminables. En fin…, si se tenía
que comparar los viajes desafortunados de otros, el nuestro fue
un camino cubierto de pétalos de rosas.

Ya a orillas del pueblo y cuando íbamos a entrar
al callejón, mamá se acercó a una vivienda
pidiendo agua, y que le permitieran estar un rato bajo el
árbol que tenían en frente. Recibió una
negativa, por ambas peticiones. Alegando la dueña de casa
que la colonia ya estaba a poca distancia, sería mejor que
siguiéramos la marcha. Este hecho de negarnos la sombra
del árbol y un poco de agua, parece que avergonzó a
nuestro guía, porque sin andar con explicaciones, nos
dijo: "sigan el callejón sin desviar"… y se
volvió al pueblo.

No nos quedó otra alternativa que continuar el
viaje por el accidentado y peligroso camino que conducía a
la colonia. Mamá a duras penas iba caminando, con los pies
hinchados. Estábamos sedientos y cansados. Doña
Dora dejó de monologar y era tan dócil que
parecía ya no tener ningún capricho ni resistencia.
Cuando se le indicaba como portarse, obedecía, y ya no fue
ningún problema para mamá.

Anduvimos un buen trecho, y alcanzamos un lugar donde no
había casas. Nos metimos hacia un costado del
callejón, y bajo unos arbustos descansamos hasta el
oscurecer. Luego de un buen descanso, ya sin sol, y con el fresco
del anochecer, nuestro viaje fue más agradable, aunque
teníamos mucha sed. Después de haber caminado
aproximadamente dos horas, mamá ya no pudo caminar
más.

Se tiró a un costado del camino. "Ya no puedo
más, mi hijo", dijo. "Este dolor de cabeza y la sed que
tengo ya no soporto". Bajé mi bolsa y me arrimé a
ella sin saber qué hacer. Lo único que pude hacer
para aliviarla, fue friccionarle la cabeza con mis dos manos.
Después de repetir lo mismo varias veces, alzó sus
manos y tomó las mías. Me comprimió contra
su cabeza y me dijo que me aquietara un rato. Noté que
tenía bastante caliente su cabeza y el ritmo cardiaco
golpeaba sus sienes. Parecía retumbar en mis oídos,
con nuestro silencio, y el silencio de la noche.

Luego de unos momentos, me dijo que se sentía
bastante aliviada del dolor de cabeza. Siempre recuerdo este
incidente, y hasta a veces me pregunto, ¿sería el
factor psicológico lo que le alivió el dolor de
cabeza, con el contacto de la mano de un hijo, o un milagro, en
el momento de tanta desesperación de un niño por el
dolor de su madre?

Ya bastante recuperada del dolor y el cansancio,
decidimos dormir un rato. No teníamos cama ni
colchón ni nada para dormir en el suelo. Dormimos con la
cara al cielo, en una hermosa noche estival y
silenciosa.

Mucho antes del amanecer nos despertó mamá
y continuamos el viaje. El camino era peor al ir avanzando.
Huellas profundas y pedregosas, dificultaban el andar de
mamá y de doña Dora. Yo por mi parte no
tenía mayores problemas para caminar. Podía saltar
los bordes que sobresalían al costado, sin dificultad.
Comenzamos a bajar por una pendiente prolongada, para luego
encontrar un puente bajo el cual corría un arroyo de agua
fresca. Doña Dora se echó al borde para beber como
una bestia. Mamá la levantó y le dijo que no tomara
agua, y que ella le daría de beber unos tragos de su
jarro, pues era peligroso tomar agua en ayunas… Todos
nosotros tomamos uno o dos tragos y cargamos las botellas para
continuar el camino. Tanto deseo tenía mamá de
llegar a destino, que me dijo que seguramente ya estaría
muy cerca el hospital, porque olía el olor a medicamentos.
Tamaño error el de su olfato, porque aún distaba
mucho para llegar a la colonia.

Antes de salir el sol, llegamos a unos caserones con
mucho movimiento. Hombres a caballo, otros que engrasaban ejes de
carretas, y enlazando bueyes. "Por aquí ya debe de estar
el hospital", me dijo mamá. Pregunté a un
peón que acarreaba los bueyes donde quedaba el hospital.
Un hombre de unos cincuenta años que estaba tomando mate,
escuchó mi pregunta. El peón se adelantó y
vino hacia nosotros. Dijo ser el administrador de la colonia y
que solo con él debíamos hablar. Entonces le
repetí la pregunta de dónde quedaba el hospital. Me
arrimé a la alambrada. El hombre me gritó que no me
acercara más a la alambrada. Me di cuenta que era un
hombre prepotente y de temperamento violento. Retrocedí a
donde estaban mamá y doña Dora. Cuando me
retiré se calmó un poco y nos preguntó de
dónde veníamos, y si fue con intervención de
la policía, o por nuestra propia voluntad que
veníamos.

Yo no sabía que en la mayoría de los
casos, para internar enfermos en la colonia, se tenía que
recurrir a la policía para desalojarlos de su casa y
remitirlos a la colonia. No respondí a su pregunta porque
francamente no entendí lo que aquel hombre que quiso
decirme. Entonces mamá le dijo que veníamos por
nuestra propia voluntad. "Está bien, señora",
respondió. "Ahora sigan esa carretera y al primero que
encuentren, pregúntenle por la comisaría, y
allí tienen que presentarse al comisario, para que les
indiquen donde se van a alojar, en alguna sala o en algunos
ranchos de alguna pareja, mientras se consiga una
ubicación definitiva".

Seguimos el camino indicado por el administrador.
Mamá ni yo hablamos de la forma en que iban cambiando las
cosas. Al comienzo era encontrar un hospital, y al famoso
médico, tan sabio para curarnos, pero ahora el
señor administrador hablaba de comisaría,
policía y de ubicación definitiva.

Llegamos al arroyito que estaba a la entrada de la
colonia. Nos lavamos la cara y cruzamos al otro lado para
encontrar la primera casita, donde mamá preguntó
por la policía. El panorama, el mismo arroyito que
corría entre piedras y lleno de peses, era de ponderar.
Era un lugar bello y hermoso; pero mi espíritu, o mejor
dicho, mi estado de ánimo era de lo más
pésimo. Más ganas de llorar tenía yo, que de
admirar tan hermoso panorama con que la naturaleza dotó a
ese lugar.

Una señora atendió a mamá en la
primera casita, donde preguntó por la comisaría.
Nos indicó que siguiéramos el camino, hasta llegar
al portón del corralón, a donde debíamos
presentarnos. Además empezó a preguntar a
mamá de dónde veníamos y si tal vez no
éramos compueblanos, porque ellos eran de Capiatá,
y que ella estaba con su esposo que era enfermo.

Por fin llegamos a la policía a eso de las siete
de la mañana del 22 de enero de 1941.

Cuaderno Nº 2

El primer
día

Esa mañana cuando llegamos a la policía,
nos recibieron dos agentes. Posiblemente estaban de guardia.
Dentro del local encontramos a dos hombres tomando mate en un
fogoncito. Estaban en ropas menores. Los dos no tenían ni
un pelo en la cara, y tenían la cara colorada. Luego
supimos que eran detenidos por rebelión. Uno de los
agentes, le ofreció a mamá mate. Para ella en el
momento era lo más apetecible que se le podía
ofrecer. Al pasar 24 hs. de no tomar mate le agarraba un tremendo
dolor de cabeza. Doña Dora y yo tomamos mate cocido con
unas galletas riquísimas, especialmente para mí que
tenía un tremendo apetito.

Luego de desayunar, salí a mirar el panorama. No
había mayormente nada que ver en especial, fuera de
grandes caserones de madera, en hileras. Luego, todo campo y
monte. Como mi estado de ánimo no era de lo mejor,
volví junto a mamá. Para mí ella era como un
refugio en una mañana silenciosa. La encontré
tirando la yerba de su mate, para luego cargar yerba nueva, para
luego continuar tomando otra vez con los dos detenidos. Estos
notaron que yo estaba desganado y triste y quisieron animarme,
preguntándome de todo. Lo que no se animaron a preguntarle
a mamá, me preguntaron a mí. Si no tenía una
hermanita joven… Les dije que no, pero que si tenía seis
hermanos varones, y que tres habían muerto cuando eran
chicos. Me preguntaron si sabía leer, y en qué
grado estaba. Para responderles mejor, busqué en mi bolsa
mi libreta escolar, y les mostré donde decía: "pasa
al 3º grado". Yo les pregunté si había escuela
allí, y ellos me dijeron que no, pero que vivían
muchos niños. Este último dato me hizo poner
contento porque ya tendría con quienes jugar.

Cuando estábamos hablando, se nos arrimó
uno de los agentes, y les indicó a los dos que estaban
tomando mate, que pasaran a otra pieza, que estaba a un costado,
y que tenía la puerta hecha de tirantillos. Los dos
obedecieron. Agarraron del fogón sus jarros de lata con
mate cocido, para conservarlos caliente y se fueron al cuarto que
les indicó el agente. Uno de ellos llevó
también una bolsa chica con galletas. Cuando estuvieron
adentro, el agente cerró la puerta y le puso un candado.
Mamá tenía tantas ganas de seguir hablando de
medicamentos y del famoso sabio, pero nadie todavía
había podido darle referencias de él. Los agentes
sonreían cada vez que mamá arremetía con sus
preguntas, referentes a salud y el tiempo que tardaría
sanarse, para volver otra vez con sus hijos. Estos, no sé
si por buenos o por lástima, no le dijeron a mamá
de manera tajante que nunca volvería a salir de ese lugar
durante el resto de su vida.

Cuando me dijeron que había muchos niños,
volvía a salir con mi pelotita a jugar al frente de la
policía, con la intención de atraerlos, si andaban
por allí. Pateaba de un lado para el otro, mi pelota de
goma, y de vez en cuando miraba para todos los lados para ver si
no aparecía alguno de los niños. Pero no se
veía a ninguno. Desilusionado, volví junto a
mamá.

Cuando faltaban unos metros para entrar a la
policía, se me aproximaron dos hombres, y uno me
preguntó si yo era el muchacho que había llegado
esa mañana. "Sí señor"…, le
respondí. Entonces me invitaron a ir con ellos. Yo no
sabía adónde ni para que querían llevarme.
Mamá escuchó lo que me decían y salió
a preguntarles a donde querían llevarme y para qué.
Uno de ellos, un poco tímido por la forma agresiva de
mamá, le respondió que solo era para ir al rancho
con ellos a comer carne asada y a la vez distraerme un rato con
ellos. Como la invitación era interesante, cambió
de actitud, y me dejó ir, aconsejándome que me
portara correctamente.

Ya por el camino, me fueron enseñando los nombres
de los caserones. Estos fueron construidos por prisioneros
bolivianos. Nos fuimos acercando a uno de los caserones. Me
dijeron que era la intendencia, y que detrás estaban
asando la carne. Cuando estuvimos a unos metros de la puerta de
la intendencia, salió del un hombre que tenía
puesto un delantal de carnicero. Me preguntó si yo era el
chico que había llegado esa mañana. "Sí
señor"…, le contesté. "Entonces ven para
aquí, que el doctor quiere hacerte la inspección",
dijo. "Entrá al consultorio, rápido que ya te
está esperando"…. Me arrimé a la puerta, un poco
asustado en indeciso. Miré a mis acompañantes, y se
hicieron los desentendidos. Parece que no se dieron cuenta que
alguien me llamaba desde el interior de la intendencia.
Escuché una voz ronca y áspera que decía:
"Pronto muchacho, al consultorio". Entonces obedecí ya que
era el propio doctor que me estaba llamando. Mi primer
pensamiento era contarle a mamá que por fin
habíamos encontrado al famoso sabio, al cual ella
tenía tantos deseos de consultar. Quise correr junto a
ella para comunicarle el hallazgo, pero como la llamada del
doctor era tajante y áspera, desistí en ir en ese
momento mismo. El hombre que tenía puesto el delantal de
carnicero me indicó que lo siguiera. Lo seguí y
entramos.

Lo primero que vi fue un montón de bolsas llenas
de provisiones arrinconadas en el lugar. Al otro lado
había una mesa grande y arriba dos balanzas y un
montón de pesas y cuchillos de carnicería. Este
consultorio era tan diferente al del doctor Migone… Más
hacia el fondo, y a continuación de la mesa grande estaba
una mesa más chica, y unos cuantos cuadernos sucios y
manchados con sangre encima. Más al fondo, en medio de las
penumbras, estaba parado un hombre grande, que tenía
puesto un guardapolvo blanco que le quedaba muy chico y al que le
hubiese sido imposible prender los botones (por eso seguramente
lo tenía desprendido). Debajo del guardapolvo
también tenía un delantal de carnicero. Pronto me
di cuenta de que este no era un consultorio médico. Tal
vez un consultorio improvisado pensé. "Buenos días
doctor", le dije al llegar junto a él. "Buen día",
me respondió con voz ronca y desagradable. Él
estaba con las manos en la espalda. Con un tono de voz seco, y
sin decir otra cosa, me ordenó: "Quítate el
pantalón"… Instintivamente llevé la mano a la
cintura y desprendí la hebilla del cinto. Entonces
salió de las penumbras, y se me aproximó para
verme, o mejor dicho para que yo lo viera a él. Al mirarlo
casi me quedo mudo de asombro, al ver sus deformaciones en la
cara. Me quité el pantalón y retrocedí unos
pasos. Entonces rugió como una fiera, y con su voz ronca
me dijo que me desvistiera. No supe que hacer por el miedo que le
tenía. Entonces en tono suplicante le dije que me dejara
ir junto a mamá y que vendríamos los dos juntos
para la consulta. Que ella era la que más interesada
estaba de hablar con él, pues ya conocíamos de su
fama, y que veníamos de Asunción. "Voy a llamarle",
le dije, y comencé a retroceder de espalda. Entonces
él comenzó a caminar hacia mí.
Retrocedí más apurado para alcanzar la puerta de
salida. Dejé de caminar de espaldas, y casi corriendo
salí afuera. Allí encontré a unos hombres
que se tapaban la boca con la mano, a punto de morirse de risa.
No les hice caso, y corrí en dirección a la
policía. En menos de diez segundos, habré recorrido
el trecho de unos cincuenta metros, que distaba entre la
intendencia y la policía. Antes de llegar, hasta
grité: "¡¡¡Mamáaa!!!".
Mamá salió a mi encuentro, y me preguntó
qué era lo que me sucedía. "Es que encontré
al doctor allá", le dije, y le mostré con el brazo
extendido hacia la intendencia. Quise contarle más de lo
que me había hecho el doctor, pero ella no me dio tiempo.
Explotó de alegría, diciendo: "Por fin, mi hijo. Ya
encontramos a ese doctor, tan renombrado".

Se volvió a donde estaba su atado y agarró
su manto, y se lo puso en la cabeza. Por el alboroto que hicimos,
se despertó doña Dora, que estaba dormitando sobre
un banco de madera que estaba dentro de la policía. Se
asomó a la puerta, y nos preguntó qué era lo
que pasaba, y el motivo de nuestro alboroto. Por su forma de
hablar y su mirada tranquila parecía que estaba en su
juicio normal. Ahora los que parecíamos locos
éramos nosotros, con el griterío que
estábamos haciendo. Mamá se puso en camino para ir
junto al doctor. Entonces le dije que me esperara para contarle
algo más. "Dime de una vez lo que quieres contarme, pero
vamos rápido", dijo. Entonces bajando la voz, le dije que
el doctor era demasiado feo y medio salvaje. Al comprender lo que
le dije, me amonestó severamente por haber dicho esas
semejantes palabras con respecto a un doctor, y que no todos
teníamos la suerte de ser lindos, y que ser feo no le
quita el mérito a nadie y menos a una personalidad como el
doctor.

Cuando volvió a reiniciar el camino hacia la
intendencia, para presentarse junto al doctor, uno de los agentes
le dijo a mamá que no abandonara la policía antes
de que venga el comisario. Este era el que debía
ubicarnos, así también como dar la orden para
retirar la comida. Mamá quedó mirándolo con
una actitud despectiva. Le dijo: "Con mi hijo nos vamos al
doctor, y no creo que esto sea una indisciplina, porque
precisamente para eso hemos venido, para estar al cuidado de el
doctor, y quiero que usted entienda, que lo que diga el doctor
él lo que a mí me interesa, no lo que disponga un
comisario"…

Entonces el agente con toda calma le explicó a
mamá que no podía ser que un doctor esté en
la intendencia. Que el director acostumbraba visitar la colonia
los domingos de mañana, si había buen tiempo, y
algunas veces, venía solamente dos veces por mes, y que en
ningún caso podía estar en la intendencia, porque
jamás se lo había visto bajarse del caballo que
montaba, y menos meterse bajo techo, ni aunque cayera un
aguacero. Ella no se dio por vencida, y le dijo al agente en tono
más pausado y tranquilo: "Pero muchacho, escúcheme
bien; ni media hora hace que mi hijo encontró al doctor, y
jamás voy a pensar que mi propio hijo tenga que mentirme.
Y si llegara a pronunciarme una mentira, soy capaz de castigarle
hasta que se me caigan mis brazos. Pregúntele a
él"…

"Hable mi hijo", dijo, dirigiéndose a mí.
Le relaté brevemente mi encuentro con el doctor. Pero yo
no le conté que era feo y medio bruto. El otro agente, que
ya estaba junto a su compañero, en tono sonriente, le dijo
al que estaba hablando y discutiendo con mamá: "¿No
te diste cuenta lo que pasó?"… "¿A
qué te referís?", le dijo el otro. "¿No te
das cuenta que fue todo un plan fraguado por Cardozo? Y sin temor
a equivocarme, te digo que se habrá puesto el guardapolvo
de uno de los enfermeros que andaba merodeando por allí".
El otro agente se apretó la cabeza con las manos, y en
tono picaresco me preguntó, "¿Verdad muchacho, que
el doctor que encontraste, era un hombre grandote y feo con una
voz ronca y afónica?"… Antes que le respondiera que
sí, unos hombres llegaron junto a nosotros. Uno de ellos
le dijo al agente, que Cardozo era el que estaba
haciéndose pasar por doctor.

Mamá parece que no se daba cuenta de la burla de
la cual fuimos objetos. No creía lo que decían los
recién llegados, porque se mantuvo firme en su
posición de que según los datos que tenía,
el famoso doctor vivía en la colonia misma. "No, por favor
señora", le interrumpió uno de los presentes. "Lo
que pasa es que aquí tenemos un enfermo, que está
muy avanzado del mal, y cada vez que viene gente nueva, hace este
chiste de mal gusto. En más de una oportunidad el
comisario ya lo amonestó y lo amenazó con
castigarlo metiéndole al calabozo por unos días.
Ojalá esta vez no cumpla el comisario su amenaza, porque
es capaz de morirse de una afonía que tiene, que le
dificulta la respiración, y con agitarse solo un poco,
podría faltarle el oxígeno y morir ahogado",
añadió. La explicación que le dio el hombre
a mamá tenía dos propósitos: Primero el de
comentarle que todo era una broma, y el segundo hacer un alegato
a favor de Cardozo, insinuando a los agentes de que no den parte
al comisario de lo que había ocurrido.

Mamá entendió perfectamente lo que me
habían hecho, pero no quiso demostrar que estaba
disgustada. Entonces con tono alegre dijo: "Esperemos el domingo
próximo". Quiso aparentar una sonrisa para disimular que
estaba tranquila, pero lo que le salió era más bien
una mueca. En su cara aparecieron como rayas blancas de ira,
demostrando su estado de ánimo, el cual estaba por
reventar de rabia por la broma de mal gusto y por la
desilusión de no encontrar al famoso doctor. Era como si
se le hubiese escapado una liebre de la mano.

Sin decir nada, mamá ocupó otra vez el
lugar dentro del local policial. Nadie de los que estaban
presentes, entre ellos, el que me había ofrecido el asado,
ninguno, comentó el incidente. Parecía que no
había ocurrido nada. Al ver al hombre que me
ofreció el asado, me dio otra vez unas ganas tremendas de
comer, pero pensé que seguramente ya habían comido
toda la carne.

Como no tenía con quien hablar, y estaba algo
atontado, allí frente a la policía, en medio de
tantos desconocidos, me acerqué al hombre, y le hablamos
de los nombres dados a los caserones. Otra vez reiniciamos la
conversación que había sido truncada bruscamente
cuando me llamaron para entrar a la intendencia. El hombre se
mostró complacido y contento cuando le hablé. Tal
vez habrá pensado que le había guardado
algún rencor por el hecho de que había sido
víctima solo hacía unos momentos de la broma en que
él estaba involucrado. Fue así que sostuvimos una
animada conversación.

En uno de los temas de los que estábamos
hablando, no sé cómo, mencioné el asado. Tal
vez no me abandonaba el maldito deseo de la carne, y con el
estómago vacío, porque el cocido negro (bebida
paraguaya) que había tomado al llegar, hacía rato
había desaparecido. Él procuró acortar el
tema de conversación. Pero antes de pasar a otro tema, me
dijo; "Estoy todavía en deuda contigo. Dile a tu
mamá y vamos ahora mismo a preparar el asado, ya que
fracasamos cuando te hice la primera invitación, por culpa
de ese"… dijo y se paró. No quería mencionar
más lo que había sucedido. "No sé", le dije,
dándole a entender que no tenía tantas ganas de
comer, pero en mi interior tenía unas ganas tremendas de
decirle: Vamos rápido que me estoy muriendo de hambre. Lo
único que dije, fue: "Tengo que avisarle primero a
mamá".

En eso llegó un agente, montado en una yegua
negra. Se desmontó y entró en la policía.
Los dos que estaban de guardia, dieron el saludo correspondiente.
Uno de los guardias le comunicó que ese día iban a
llegar tres enfermos. "Sí, ya le comunicaron al comisario
cuando fue a la administración esta mañana. El,
únicamente podrá venir a la tarde, porque
está lastimado en una pierna" respondió.

"Ahora quiten la silla de montar", dijo, y se
retiró a una pieza que estaba alado del calabozo. Este
agente, tenía una voz autoritaria y tajante. Entonces fui
junto a mamá para avisarle que me habían invitado a
comer asado, otra vez. "Anda", me dijo. No me dio sus
recomendaciones de siempre. Parece que no tenía muchas
ganas de hablar.

Me encaminé de vuelta a la intendencia.
"Caramba", le dije, para reiniciar la conversación, con el
hombre del asado. "Yo creo que el asado que usted preparó,
hace un rato, se habrá quemado o se lo habrán
comido esa partida de perros que andaban por aquí. Andaban
por allí una partida de perros bien gordos". Me dijo que
ese asado ya se lo habían comido todo. "Pero no te
preocupes, nosotros vamos a cortar una tira nueva de la mejor
carne, y la vamos a asar. Mientras se cocina, vamos a charlar",
añadió.

No me gustó mucho la idea de tener que volver a
entrar a la intendencia, donde se suponía que Cardozo
estaría esperándome, esta vez no ya como doctor,
sino, preparándose para hacerme otra broma de mal gusto.
Entonces le pregunté a mi amigo, si estaba seguro que
Cardozo nos daría otra tira de carne para el asado,
porque, dije…, "según veo, él es el encargado de
todo esto". "No", me respondió. "Cardozo no ocupa
ningún puesto. El no puede hacer ningún esfuerzo,
por el mal estado en que se encuentra. Serruchar la carne, o
levantar una bolsa, sería para él, un acto de
suicido"… Quise preguntarle qué era lo que tenía
Cardozo, y por qué motivo tenía tan grande
deformación. Pero mientras, ya habíamos llegado a
la intendencia, y me dijo que esperara en la puerta, mientras
él iba a buscar la carne. Fue como un alivio para
mí, que me dijera que me quedara en la puerta. No
tenía ganas de entrar a la intendencia, a pesar de saber
que Cardozo no tenía nada que ver allí.

Al poco rato, volvió con unos dos kilos de carne.
A unos metros de allí estaba el rancho, una casa de
tablas, con techo de paja, que medía unos cuatro metros de
cada lado. Tenía amplias ventanas corredizas a los
costados. De entre la paja del techo y los tirantes, que estaban
al alcance de la mano, extrajo de un tirón, como
desenvainando una espada, un largo asador de hierro, cuadrado y
torcido en su base. "Vamos", me dijo. Se encaminó hacia
una arboleda, de tupidos y frondosos árboles, que estaba
hacia atrás del rancho. Lo seguí. Noté que
era diestro y habilidoso con sus manos, para esas cosas, porque
antes de llegar a donde estaba el fogón, tiró al
aire la carne, y al caerse, la tomó de una punta, y con el
asador en la otra mano, la contuvo, quedando lista para ponerla
al fuego. En el fogón apagado, se veían cuatro
tizones grandes, pero que ni humo siquiera tenían.
Entonces le dije que debíamos primero hacer fuego y luego
preparar brazas encendidas. "Esperá", me dijo. "Te voy a
mostrar que esos tizones tienen mucha braza todavía". Para
demostrarme lo dicho, comenzó a golpear en la base del
asador, las puntas de los tizones, que a mí me
parecían apagados. Pequeñas brazas cayeron, que al
contacto con el aire, se pusieron coloradas. Admiré la
calidad de la leña. Le conté que la que
teníamos en casa era muy diferente, y que teníamos
que soplarla continuamente para encenderla, con pantallas de
caranday (una planta paraguaya), aún cuando el fuego
estaba grande. Me preguntó de qué árbol era
la leña. Le respondí que eran gajos pequeños
de arbustos, y raíces de timbó… "Me parece que me
estás mintiendo", me dijo. "El timbó no prende
fuego"… Le dije que lo astillábamos y colocábamos
al sol, y que sí prendía.

Mientras hablábamos vi que la carne ya estaba
cambiando de color, y la grasa estaba goteando. Al caer sobre el
carbón encendía chispas, y ardía, y el olor
llegaba al estómago mismo, predisponiéndome a tener
un apetito voraz.

Cuaderno Nº 3

"Aquí… todos somos
iguales"

Esta historia es el relato que me contó mi amigo,
el del asado, sobre un asesinato ocurrido en la colonia…
"Ésta es la historia, pero te la voy a contar resumida",
me dijo. "Viste ese agente que llegó montado en la yegua".
"Sí", le dije. "Precisamente ese fue quien le
disparó un tiro de fusil por la espalda al hombre que
montaba en la yegua y que se llamaba Ayoli. Este era un hombre
temido por las autoridades y era enemigo personal del comisario.
Este fue quien lo hizo ejecutar, por temor a que lo matara. Por
eso ese agente ascendió a cabo con el correr de los
días. Conocerás tarde o temprano el drama de este
hecho. Esto es el comentario actual de la colonia. No hace ni un
mes que esto aconteció".

No me convenció del todo su relato. Quise saber
los detalles del hecho criminalístico. Yo comenté:
"Ese cabo que mató a Ayoli, me tiene una cara de
bruto"… "Toma el asado y dalo vuelta, que voy a traer
galletas y sal", me dijo. Me cortó el comentario. Parece
que no quería hablar más del caso Ayoli.
"Cuidá el asado", me dijo y se fue. No tardó en
volver con dos platos de balanza en la mano. El uno con galletas
y el otro con sal gruesa y cuchillo. Colocó los platos en
el suelo, alzó con una mano el asado y con la otra el
cuchillo. Golpeó con el mango del cuchillo la carne, para
sacar la ceniza que pudiera tener. Le puso sal, cortó unos
pedazos, y volvió a colocar el resto sobre las brasas. Se
acomodó para comer, y me dijo que me sentara. Me
entregó su cuchillo, y él desenvainó otro
que tenía en la cintura. "Dale muchacho,
¿qué esperas?", me dijo. El ya tenía un buen
pedazo de asado en el plato con sal. Le imité, y
comenzamos a comer. Las galletas estaban duras, y costaba
cortarlas. Yo comí todo el primer pedazo y me
agaché para tomar otro. Ya lo tenía en la mano,
cuando dije: "uno como este voy a llevarle a mamá". "No
hay problema", me dijo. "Hay suficiente, llévale uno
más grande si querés",
añadió.

En eso se aproximó otra persona, diciendo,
"Qué bendición llegar justo a esta hora". Mi amigo
no contestó. El otro respondió: "¿Pero,
serás realmente capaz de no invitarme? Cuando yo muera
dirás, ¿por qué no le invité a
Cardozo, que tenía poca vida? Y eso te pesará,
porque como ves, ya no pasaré este próximo
invierno". Esto lo decía un poco en broma, pero un poco en
serio. "¡Por favor!", respondió mi amigo,
"¿Cuándo yo te he negado carne, ni una pava de
mate? Sentáte de una vez y comamos". Se acercó al
lugar donde estábamos, empujó con sus pies una
piedra, y se sentó. Estaba como a medio metro mío.
No tenía guardapolvo ni delantal, solo una camisa fuera
del pantalón, un pantalón casimir rayado, sucio y
gastado, y unas alpargatas. Tenía unas tiras de
género atadas entre las piernas y los pies. Tenía
los pies hinchadas. Sus pies parecían una butifarra a
punto de reventar.

El movimiento rítmico de sus mandíbulas al
masticar la carne, fue mermando lentamente. Miré
detenidamente los pies de Cardozo. Quise levantarme, pero me
contuve. Estaría muy mal hacer eso, me dije, y
aguanté. Estaba ubicado a mi izquierda. Tenía en la
mano el cuchillo que traía en su cintura. Con la mano
izquierda tomó un pedazo de carne y lo embadurnó
con sal que estaba derritiéndose con el jugo de la carne.
Haciendo un chiste dijo: "Primero la mandioca y luego la carne",
y tomó con su dedo índice y el pulgar una de las
galletas, dura como el acero. Con sus otros dedos, apretó
el cabo de su cuchillo, metió la galleta en su boca, para
partirla por la mitad. No pudo. Apretó más fuerte
los dientes. Sonó un estampido en su boca al partirse la
galleta. La mitad que quedó en su boca comenzó a
triturarla con un ruido infernal que se asemejaba al de un
caballo comiendo maíz. La otra la mojó con la
sangre del asado. Puso esa mitad en el plato con las otras
galletas. Esto ya era el colmo. Lo miré fijamente a la
cara, y se dio cuenta. Como queriendo congraciarse levantó
un poco la cara y cerró los ojos, y seguía
masticando lentamente. Se parecía a una vaca rumiando
coco. Mi amigo le dijo: "No seas asqueroso. ¿No ves que
está con nosotros este muchacho? Toma tu galleta con
sangre y sácala del plato". Sacó su galleta y dijo:
"¿Pero será posible que este muchacho tan lindo me
tenga miedo? No sabemos si dentro de un tiempo no
ostentará mi título". "¿Qué
título?", pregunté… Pensé que iba a
decir el doctor o algo así. "El título de rey",
respondió. "Por favor Cardozo", respondió el otro.
"Se me está terminando la paciencia. Comé y
calláte". Obedeció y continuó comiendo
tranquilamente. Hacía rato que yo tenía en una mano
una porción de carne y en la otra una de galleta.
Tenía ganas de tirarlas, pero estaría mal hacer eso
en presencia de mi anfitrión. Este se dio cuenta de la
repugnancia que me daba la presencia de Cardozo. Por eso no me
exigió que continuara comiendo.

No sabía cómo retirarme de la presencia de
Cardozo. Los minutos que pasaban, eran para mí una
eternidad. Yo que jamás tuve asco de gusanos, perros, ni
terneros cuando los sanaba, en esta oportunidad no soportaba el
aspecto y las llagas que tenía. Para fortuna mía,
el hombre se levantó y le dijo a Cardozo que quitara las
galletas del plato y después que llevara el asador a poner
en su lugar en la cocina, pues ya estaba por llegar la carreta
que traía la carne, y tendríamos que ir a recibirla
a la intendencia. Alzó el plato; la sal la derramó
sobre el tizón. No tenía necesidad de decirme que
me vaya, porque ya me estaba encaminando hacia la intendencia.
Por el camino no me dijo nada. Al llegar al local, me
indicó que entrara a mirar y entretenerme mientras ellos
recibían la carne. Allí estaba también otro
hombre con un cuaderno y un lápiz en la mano. Yo dije, que
quería ir junto a mamá. No iba a comer un segundo
asado. No me sentía cómodo entre personas raras,
gente que mataba y mentía. Ese ambiente era muy diferente
a lo que yo estaba acostumbrado. Solo tenía ganas de ir a
dormir.

Llegué junto a mamá y la encontré
hablando animadamente con un señor delgado, que
tenía un bigote tupido y grande y con una señora
gorda y petisa. Los saludé y mamá me
presentó a esas personas. "Este es mi hijo,
¿qué les parece?", dijo. La señora
respondió: "Pero que lindo muchacho"… "Ya nos
vamos", dijo la señora. "Volveremos a la tarde, cuando
venga el comisario"… "Está bien doña
Anastasia; les espero", respondió mamá. "Veremos lo
que dispone el comisario"…

Se fueron y yo me quedé intrigado en saber de
qué se trataba el tema del cual estaban hablando. Le
pregunté a mamá si esas personas eran conocidas
suyas. Me contestó que no. "Dicen que tienen una casa
grande y quieren llevarnos para que estemos con ellos, pero con
el permiso del comisario. Si yo me tengo que internar en la sala
de mujeres", dijo, "no vas a poder estar conmigo, pero yo no
quiero que te separes de mí. Dicen que se construyen
ranchitos de paja si tenemos con qué pagar. Más
tarde veremos lo que vamos a hacer".

Yo, lo que más deseaba era acostarme a dormir. Le
pedí a mamá unas frazadas. "El agente está
por traernos la comida. Espera un rato, y luego, sí podes
dormir", me respondió. "No"…, insistí;
porque sabía que sería de balde repetir mi
petición. Esperé, y mientras miraba hacia la
intendencia, vi personas que estaban llegando allí, con
canastos, platos y ganchos de alambre. Iban formando grupitos
alrededor de la intendencia.

En eso sonó una campanada. Esas personas no se
movieron, pero de las casas empezaron a salir hombres, con latas
grandes, envases de kerosén de veinte litros.
También, como por arte de magia, empezaron a aparecer de
todas partes, hombres y mujeres, de andar lento, rengueando, y
otras personas que caminaban rápido. Todos tenían
en sus manos latitas desde de tres litros, hasta cacerolas. En un
aspecto todos eran iguales: Todos tenían más de un
perro detrás de sí. También iban perros sin
amos, diferentes a los otros perros, pues eran gordos y
grandotes. Me reanimó mucho el ver tanta gente con tantos
perros.

Me arrimé a la puerta que daba hacia la
policía, y le dije a mamá: "Vení un rato a
mirar la cantidad de gente que se está reuniendo
allá". "Bueno", mi hijo, dijo. Volví a mirar a
fuera, justo cuando frente a casa, se armó una descomunal
pelea de perros. Por lo menos 50 perros. Casi al instante, se
metieron personas entre los animales, tratando de sacar a sus
perros de la pelea. Unos los estiraban de las patas, y otros
golpeaban latas, tratando de ahuyentar a los perros más
agresivos. Algunas personas perdían el equilibrio, tal vez
por su renguera, y caían entre los perros con sus latas en
la mano. En el fragor de la lucha, se escuchaban perros que
ladraban, otros aullaban, y otros lloraban. Golpes de latas,
gente que gritaba. Se veía en medio de la perrada personas
que se revolcaban en el suelo, queriendo levantarse. Al rato
aparecieron otros con latas con agua, mojando a los perros para
tratar de apaciguar la furia de los mismos. Los más
grandes y fieles amigos, el perro y el hombre, se bañaban
juntos. Varios perros salieron corriendo como flechas para sus
casas, con sus dueños detrás de ellos, hasta que
finalmente terminó la pelea.

Cuando volvió la calma, le dije a mamá que
viera más de cerca el reparto de comida que estaban
haciendo. Me dijo que fuera a ubicarme a unos veinte metros del
lugar. Me llamó la atención la habilidad y la
destreza que tenía el que repartía la comida. Con
un movimiento rítmico, como una máquina cargaba del
tacho a las latas. Luego de cargar cuatro o cinco latas de 20
litros, les tocó el turno a las demás latitas y
cacerolas, que estaban puestas en el suelo, boca para arriba,
listas a recibir la comida. A unos metros habían unos
hombres, apurados, haciendo, no sé qué cosa. Me
acerqué un poco a ellos a ver qué era lo estaban
haciendo. Vi que con piedras y palos trataban de arreglar sus
latas abolladas. Reconocí a uno de ellos. Fue uno que
cayó entre los perros y no pudo levantarse. Estaba con la
ropa empapada, luego del baño que le dieron entre los
perros.

En eso el agente me llamó y me dijo que nos
fuéramos a la policía. Él tenía en su
mano también una lata de diez litros llena de locro. Ya
cuando nos encaminamos a la policía, le comenté al
agente, sobre el hombre mojado y sucio, que había sido
bañado entre los perros. "Sí", me dijo, "Es don
Armóa carapé, petiso… A propósito,
vos que sos de Asunción, ¿no escuchaste del caso
del fusilamiento del que había matado a sus padres, y
luego los quemó?"… "Sí", le contesté.
Mamá suele recordar este hecho, y también otro que
no sucedió hace mucho tiempo, en que un oficial
mató a su mujer en la forma más horrorosa en que se
puede cometer un crimen. "Bueno"…, me dijo. "De este
último yo no sé, pero lo que quería decirte
es que este señor, don Armóa fue uno de los
soldados de la guardia que estuvo en el pelotón de
tiradores que fusiló al hombre que mató a sus
padres"… Llegamos a la policía.

Al hablar con mamá lo primero que le conté
fue lo de don Armóa, y que lo habían mojado entre
los perros. Mamá no entendió lo que le
conté, porque en mi euforia entreveré todo, hombre
mojado, con fusilamiento, perros, etc, etc. Me volvió a
preguntar qué era lo que quería contarle. El
agente, que estaba quitando el candado para dar de comer a los
detenidos, le contó a mamá la historia.

Para comer el locro, mamá sacó de la
bolsa, platos y cucharas. Un banco grande era la mesa, y otro
más chico el asiento. Nos sentamos, policías,
detenidos, doña Dora, mamá y yo. Cuando
estábamos comiendo, mamá preguntó otra vez,
como para animar la conversación, lo referente al caso del
fusilamiento. Los detenidos, que eran Asuncenos, conocían
muy bien el caso, y se trabó una charla animada.
También salió el hecho del teniente que mató
a su mujer. Uno de los detenidos conocía personalmente al
homicida.

Terminamos de comer, pero la conversación
continuó por largo rato. Con el calor del mediodía,
y la carne gorda del locro, mamá sintió sed, y me
pidió que le pasara un jarro con agua del cántaro
de la policía. Un agente al escuchar esto, nos dijo que
no, que íbamos a traer agua fresca de otra parte. Levamos
unos porongos y latas, y nos metimos al monte, por un sendero
angosto en el cual se debía caminar en fila india. Era una
bajada continua y pedregosa. Qué cantidad de piedras que
hay, le dije al agente que me acompañaba. "En el arroyo
hay piedras más grandes, y de distintos colores.
También hay piedras veteadas, que dicen que son de madera.
Se encontraron algunas, bien raras, que dicen que son
árboles petrificados, que encontró Merten Normen",
dijo el agente. No entendí nada de lo que me dijo. Tampoco
conocía a Merten Normen. Las piedras que yo conocía
eran las que se sacaban de las canteras, y las que eran para
afilar machetes y otras herramientas.

"Qué lindo", dije al llegar al arroyo. Me
encontré con algo extraordinario y hermoso. Muchas piedras
planas de unos quince centímetros, y un arroyo
serpenteando por un canal que el agua había formado con el
correr de los años. Hacia uno de los costados había
un paredón de piedras y en su base un hoyo de unos
cincuenta centímetros de diámetro, do donde
surgía una corriente de aguas cristalinas. Parecía
que la naturaleza misma la resguardaba, porque estaba bordeado de
árboles altísimos y frondosos que no dejaban pasar
los rayos solares. Era un lugar paradisíaco. Ese
día hacía un calor sofocante, pero en ese lugar no
se sentía. Quise saber cómo se llamaba ese lugar.
Le pregunté al agente que estaba cargando agua de la
vertiente. Me dijo que lo llamaban Ycuá Yby. Fuente
surgente. Le pedí que me diera un poco de agua que estaba
sacando del hoyo. Era increíble como estaba fresca.
Faltaba poco para parecerse al agua sacada de una heladera. Me
prendí de una latita y un porongo que estaba lleno, para
llevarle a mamá, antes de que el agua se caliente.
Comencé a subir corriendo por el sendero pedregoso. Me
olvidé de la piedra de palo, (madera petrificada) que
quería mostrarme el agente. Llegué cansado y
sudoroso junto a mamá, pero con el agua aún fresca
todavía. Mamá y todos los que estaban en la
policía bebieron hasta saciarse.

Le pedí a mamá la frazada para acostarme a
dormir. Me la dio y me rebusqué un lugar donde tirarme. No
tenía ningún árbol próximo a la
policía. Anduve buscando un mejor lugar, con mi frazada al
hombro, pero solo estaba la delgada sombra que daba la pared de
la policía. Viendo lo que buscaba, el agente que me
había acompañado al arroyo, me ofreció una
cama trenzada con cuero crudo de vaca, dentro del local de la
policía. Me acosté y mamá continuó
hablando con los detenidos.

No recuerdo el tiempo que estuve dormido, quizá
menos de una hora, cuando mamá me despertó. Me
levanté fregándome los ojos. Vi que en la puerta
estaba parado un muchacho de unos trece años, de tez
morena y alto. Tenía un pantalón corto, y en su
mano tenía un gancho de alambre, con carne. Tan contenta
estaba mamá con la presencia del muchacho, que me dijo:
"Ahora sí que vas a estar contento…, mira, vas a
tener amigos con quien jugar a la pelota. Anda y
salúdale". Yo no sé qué fue lo que me paso,
lo cierto es que exploté en llanto. Metí mi cara
entre uno de mis brazos, y me pegué a la pared de madera.
Mamá me preguntó porque lloraba. No supe que
contestarle, pues yo mismo no sabía porque me puse a
llorar al ver al muchacho. Entonces entre sollozos, le dije a
mamá: "¿No ves como este muchacho se parece a
Jacinto?"… Me refería a mi hermano menor. El
muchacho al verme así, le dijo a mamá:
"Señora, me voy a casa a dejar la carne, y vuelvo
enseguida para jugar con su hijo". Yo procuré reponerme de
lo que me pasaba. Me dio vergüenza mi reacción.
Estaba llorando frente a personas extrañas, y
también rompí el alma de mamá. Yo creo que
el motivo real de mi llanto, había sido la
acumulación de tantos hechos desagradables que a mi edad
eran difíciles de entender. La incertidumbre de
cómo sería nuestra forma de vivir de allí en
adelante, el cambio brusco del medio ambiente al que estaba
acostumbrado. Lo cierto es que esa tarde me sentí un poco
cohibido por mi actitud un poco rara. Menos mal que al pasarme
eso, los detenidos estaban otra vez en el calabozo.

A eso de las dos de la tarde, mamá tenía
ganas de tomar mate, y fue a prender fuego fuera de la
policía, porque hacer fuego y humo allí adentro,
con el calor que hacía, era torturar más
todavía a los detenidos que estaban sudando, dentro del
calabozo. Cuando estaban tomando mate, a un costado de la
policía, en la sombra que iba agrandándose,
llegó la pareja de viejitos que estuvo con ella esa
mañana. Se sentaron en el pasto, y se pusieron a tomar
mate con mamá.

En eso me recordé del muchacho que le dijo a
mamá que iba a volver enseguida, pero que no
aparecía. Posiblemente pensó que era imposible
hacerse amigo de un llorón. Estaba pensando en eso, cuando
vino el agente, y le dijo a mamá que estaba viniendo el
comisario y que le esperásemos adentro del local. Se
quedó la pava y el mate en el fogón y fuimos a
estar parados a un costado de la entrada principal. Los otros que
estaban con mamá se fueron a sentar en un
banco.

Vi desde mi lugar a un grupo de hombres aproximarse. El
que tenía una metralla, era un hombre blanco, medio gordo,
con cara colorada, y tenía pantalones de montar, color
caqui, y polainas. A unos metros de la puerta desmontó.
Uno de los agentes que lo acompañaban fue a atar al animal
al mástil que estaba al frente de la policía. El
agente que estaba de guardia, fue a darle el saludo de rigor y le
desprendió los espuelines que tenía puestos. Con el
látigo que tenía en su mano derecha, comenzó
a pegar la polaina de su pierna. Al cruzar la puerta, mamá
le dijo: "Buenas tardes señor comisario"… Él
respondió, "buenas tard…" No pronunció la
última sílaba. Tenía la cara un poco
agachada y miraba de abajo para arriba, para darse una apariencia
de importancia y seriedad. Si hubiese tenido por lo menos cejas y
párpados, podría serlo así, pero
tenía la cara pelada, con orejas largas, y en las puntas
como bolsitas de agua. Poco o nada de imponencia aparentaba. Nos
miró un segundo y entró a la puerta contigua al
calabozo.

Luego entró otro señor, vestido de
particular, pero también como el comisario, tenía
un revolver en una funda, puesta por su cinto. Este nos
saludó correctamente, y tenía la cara alegre y
sonriente. Además tenía lindas cejas, pero
tenía una renguera particular y las manos defectuosas.
Detrás de este, entró el cabo. A él lo
miré muy bien… porque pensé en Ayoli.
Noté que sus manos eran callosas y tenían
algún desperfecto. En su rostro tenía unas espesas
cejas. Tenía la cara bien seria, y el entrecejo arrugado.
A este, sí, yo le tenía miedo. Yo sabía lo
que había hecho Ayoli. Nosotros estábamos parados
en nuestro lugar, cuando se acercó a nosotros don
José, y otro señor. Este señor le dijo a uno
de los agentes, que deseaba hablar con el comisario. Cuando lo
hizo pasar, escuché que estaba hablándole de
nosotros. Luego le llamaron a mamá para que pase junto a
ellos.

Cuando salieron, mamá ya tenía un papelito
en la mano. Me dijo que nos íbamos a ir a vivir con don
José y doña Anastasia. Recogí la pava y el
mate del fogón y los puse en una bolsa. Salimos de la
policía. Antes, mamá había ido a despedirse
de los dos detenidos, en la puerta del calabozo. Un agente nos
acompañó. También doña Dora.
Íbamos pasando caserones, cuando alcanzamos el cuarto
caserón, contando desde la policía, que estaba
sobre la misma hilera, tomando como referencia el oeste. El
agente le dijo a doña Dora: "Señora…,
nosotros nos vamos a la sala Santa Rita"… Ella no
entendió lo que el agente le dijo. Entonces mamá le
explicó que se debía ir a la sala que le indicaran.
Ella dijo: "Yo me voy con ustedes". Entonces don José
poniéndose un poco prepotente, le exigió que
acompañara al agente, al lugar que se le asignaría.
Ella se prendió a la mano de mamá y comenzó
a llorar. Don José quiso separarla con violencia, pero
mamá le dijo que no la trate así. Mamá
comenzó a explicarle y a suplicarle a doña Dora,
que fuera a la sala. Tuvo que acompañarla hasta la puerta
de la sala. Yo me quedé con don José y doña
Anastasia, esperando a mamá. Mamá volvió
sollozando, no sé si por el comportamiento de doña
Dora, o por algo que vio adentro de la sala de mujeres. El resto
de la tarde pasó ensimismada y pensativa.

Por fin llegamos a la casa. Era un caserón
idéntico a los otros, pero estaba dividido por el medio
mismo, por un entablado. Atrás tenía una cocina
chica de tablas. Era el quinto caserón partiendo desde el
este, pero estaba en la segunda fila. Doña Anastasia
preparó mate, y se puso a tomar con mamá. Don
José fue a traer su caballo que estaba atado a una estaca
con una soga larga. El caballo era un poco viejo, y grandote. Le
colocó el freno y los pellones, y nos subimos encima para
ir al arroyo. Salimos por el mismo portón por donde
habíamos entrado a la mañana. Fuimos por el camino
que cruza el arroyo, al entrar a la colonia. Don José me
dijo que no debía saludar a su vecino si lo encontraba
sentado por la tarde a la sombra del caserón, leyendo.
"Él se cree muy superior a los demás por el hecho
de fue diputado antes de venir a la colonia", dijo.

Cuando llegamos a la policía, encontramos a un
señor de cara colorada, sentado en una reposera de mimbre,
leyendo una revista, y como estaba solo a unos metros de la
puerta, por respeto lo salude: "Buenas tardes señor".
Mamá también lo saludó. Don José y
doña Anastasia no le saludaron. Don José me
contó que este señor, diputado, se llamaba don
Martín. En la comisaría se lo conocía con el
sobrenombre de "diputado tomate", por la cara colorada que
tenía, y que lo habían sacado de su puesto por ser
leproso. Me dijo: "Aquí todos somos iguales, mi hijo.
Todos somos leprosos". Parecía que me derramaban un balde
de agua fría al pronunciar esa palabra tan odiosa, que yo
la había escuchado pronunciar en forma despectiva a
más de una persona.

Cuaderno Nº 4

Metido en
tétricos líos

Con el correr de los días nos enteramos de
muchísimos hechos, algunos agradables, y algunos muy
desagradables. Uno de los que más entristeció a
mamá, fue el comentario de que algunos de los enfermos
estaban internados, desde que se fundó la colonia. Esto y
otros hechos más le hicieron comprender a ella que no
habría ningún alivio o mejoría con nuestra
internación en la colonia. Tampoco pudimos saber nada con
respecto al famoso sabio, que curaba a los enfermos. A
mamá le dieron la noticia de que hubo un doctor que hizo
todo lo posible por controlar el mal, y que él
ayudó en la fundación del leprocomio, pero que sus
métodos eran más disciplinarios que curativos, y
que la disciplina que debía llevar el enfermo era inhumana
y cruel.

Al día siguiente de mi llegada, vinieron varios
chicos de mi edad a conocerme. También vino uno que se
llamaba Raúl, el que me había hecho llorar antes,
pero que luego fue muy amigo mío. A don José no le
agradó mucho el que tantos chicos fueran a verme esa
mañana. Me dijo en presencia de mamá que muchos de
ellos eran niños maleducados e irrespetuosos, y que
debía evitar ser amigo de ellos. Tan lejos estaba de la
verdad…, porque con el correr de los días los
conocí muy bien, y no tenían nada de maleducados ni
de irrespetuosos con las muchachas…, pero sí,
cuando estaban en grupo y montados a caballo por el campo, o
cuando salían al arroyo a bañar a sus caballos, los
hacían correr como al mismo diablo, saltar sobre zanjones,
atropellar los pajonales pedregosos, correr por lugares muy
peligrosos, prender fuego a los pajonales y atropellar el fuego
con los caballos. Para mí no tenían nada de malos
ni zafados…, pero como el dueño de casa opinaba que
no debía ser amigo de ellos, mamá no me dejaba
salir a jugar con ellos, para no contrariar a nuestro
patrón. Estos se hicieron de una sirvienta y niño
mandadero gratuitamente, sin tener que pagar uno solo peso. Fue
así que durante mis primeros días en la colonia, no
podía jugar con los otros chicos.

Solo por la tarde, si don José estaba de buen
humor, montábamos el viejo zaino y salíamos a
recorrer por las casas particulares. Decían en cada casa a
dónde íbamos, que yo tenía los lepromas
"igual al del muchacho Acosta". No tenía el mal en la cara
ni en otra parte visible. Me hacían bajar del caballo, y
levantar la manga del pantalón corto, para mostrar donde
estaba el mal. Yo no conocía al tal Acosta. Pensé
que yo y él teníamos una clase especial de lepra, y
que seguramente era peor a las otras. Comencé a tener
vergüenza de los otros enfermos por este hecho, y ya estaba
aburriéndome de andar exhibiendo los lepromas que
tenía en las nalgas.

Durante estos recorridos, conocía a
muchísimos enfermos, de todas las edades y de todo tipo de
estado de salud. Entre estos había ciegos, y algunos
paralíticos. Algunos no podían hablar normalmente,
pues su laringe estaba en pésimo estado, y perdían
totalmente el timbre de la voz. Estos parecían más
"un pato enojado"…, que la voz de un ser
humano.

Una tarde llegó a la casa de don José, una
señora de luto, y otra mujer a la que ya se le notaba la
enfermedad. Escuché que hablaban con los dueños de
casa y con mamá. Un rato después me llamó
doña Anastasia. Me arrimé a ellos, y le
saludé a los recién llegados. Entonces mamá
me contó que venían a pedir si nosotros
podíamos ir, al día siguiente, sábado, al
cementerio, con ellos, a llevar la cruz del hijo de la
señora y leer una dedicatoria que habían escrito
como despedida al hijo difunto. Sabían que yo sabía
leer, y dijeron que su finado hijo Ayoli, quería mucho a
los niños. Cuando la señora dijo Ayoli…,
casi di un salto.

Me entusiasmé por el asunto, y le dije que lo
haría con gusto. Pronto me di cuenta que la mujer enferma
era la concubina de Ayoli, y que se llamaba Astería, y que
estaba con un odio tremendo contra el asesino de su hombre. Me
dijeron que debíamos salir a la una de la tarde, y que
muchísima gente estaba invitada para acompañar a la
cruz de Ayoli… Me entregaron el papelito escrito, y se
fueron.

Cuando nos quedamos los de la casa, don José dijo
que le leyera el papel, "para saber si no habían escrito
algunas palabras agraviantes contra el comisario, porque si era
así este podía ofenderse, y enojarse con don
él, que era su amigo". Comencé a leer el papelito,
deletreando… porque aún no podía leer bien
de corrido. Me faltaba más práctica, y encima el
papelito estaba escrito a mano. En una parte casi al final,
decía: "Montada la parca en la bala asesina,
corrían juntitas, buscando la vida". El que lo
había escrito, tal vez tenía un poco de
espíritu de poeta. Cuando don José escuchó
esa parte, me interrumpió y me hizo repetir la frase. "No
puede ser así mi hijo"…, dijo. "Está
equivocado el que escribió… Montado en la yegua,
tenían que poner". Cuando me dijo eso, ya comenzó a
enojarse y a tartamudear. Entonces me callé. Él
continuó diciendo que eso estaba muy mal escrito, que
él nunca había escuchado nunca la tal "parca", ni
sabía que tenía que ver eso con la muerte de
Ayoli… Quedó pensando un rato. Luego me dijo:
"¿Vos no sabes que significa la parca?"… "No lo
sé, señor", le dije… Yo menos iba a
saber… que recién había llegado a la
colonia. Entonces me dijo: "Anda y pregúntale a la madre
de Ayoli, quién escribió este papel, y que quiere
decir eso de la parca".

Antes de levantarme para cumplir la orden, doña
Anastasia, metió también la cuchara en el tema,
diciéndole a don José que no se metiera en el
escrito. Que no tenía importancia el andar averiguando el
significado de cada palabra. Con la intervención de
doña Anastasia, don José se enfureció y
comenzaron a discutir acaloradamente. De repente don José
agarró el freno del caballo con todas las correas, y lo
tiró contra la cara de su esposa, y estos fueron a
enrollarse contra el cuello de la señora. Esta con sus
manos se quitó los cueros, y tomó el jarro y el
plato que estaban sobre el cántaro, y le tiró a don
José. El jarro dio en el blanco, y el platillo fue a
estrellarse contra la pared de tablas. Mamá corrió
hacia la cocina, y yo salí volando, no sea que me
acertaran a mí… No sé si se fueron a los
puños, pero desde afuera, escuché una tremenda
trifulca. Don Martín, que estaba afuera leyendo,
corrió a su pieza y cerró las puertas. Estuve a
unos metros de la casa escuchando el lío. Mamá
estaba desesperada, y no sabía qué
hacer.

Luego se calmaron los ánimos, y don José
nos llamó, manso como una oveja. Me dio la
impresión de que don José era el que había
llevado la peor parte en el combate. El cuello tenía todo
rasguñado. Un rato después apareció
también doña Anastasia, caminando como un gallo
riñero. Estaba bien peinada. No dijo nada, pero me di
cuenta que ella había ganado la batalla. Su esposo ya no
se interesó más en saber que era "la parca", ni se
habló más del tema. Un rato después
mamá les estaba haciendo mate amargo.

Al día siguiente, mucha gente, y casi la
totalidad de los niños de la colonia, partimos con la cruz
de Ayoli, hecha de hierro, con ángulos de camas del
hospital, ya en desuso. Era la primera vez que me iba al
cementerio de la colonia. El camino era largo, pero el panorama
natural era hermoso. El campo, montes y arroyos. Cuando salimos
de una corta picada, divisamos el cementerio. En eso nos
alcanzaron dos agentes con sus fusiles al hombro. Eran los dos
que estuvieron de guardia el día que llegamos a la
colonia. Cuando se dio cuenta de su presencia, Astería, la
que fuera mujer de Ayoli, se alejó del grupo, y
esperó en medio del camino a los dos agentes.
Comenzó a gritarles que se fueran, que se volvieran
atrás. Que ellos no tenían derecho a asistir, pues
ellos eran socios del asesino de su difunto concubino. Dijo un
montón de palabras más, pero los agentes no se
volvieron atrás. Quedaron parados sin decir nada. Ella
entonces intentó hacerlos retroceder agresivamente,
entonces todo el grupo rodeó a Astería, para tratar
de calmarla y evitar problemas mayores. Lo cierto es que, ni los
agentes se fueron, ni Astería dejó de
gritar.

Yo estaba arrepentido de haberme comprometido a leer el
papelito, y tenía ganas de romperlo en mil pedazos. Menos
mal que luego de unos instantes, Astería se
desmayó. La tensión que había
disminuyó. Si ella seguía gritando, no sé
que podía llegar a suceder.

Continuó la procesión hacia el cementerio.
A Astería la traían en brazos. Los agentes
caminaban lentamente atrás del grupo. Nos metimos por la
tranquera y fuimos directamente a la cruz principal del
cementerio, que tenía aproximadamente dos metros de
altura, con un travesaño de más o menos un metro de
largo. Hicieron recostar por esta, la cruz que llevaban, que
parecía "un enanito" alado de la otra, recostado por un
gigante. Rezamos allí una corta oración, y nos
encaminamos de vuelta con la cruz, al lugar donde estaba la tumba
de Ayoli.

Cuando comenzaron a cavar el suelo para meter la base de
la cruz, que era de Yrundeimí, la más dura y
resistente madera del lugar, empezó a lamentarse la madre
del difunto. Lo mismo hacían otras mujeres del grupo. Ya
estaban apisonando la base de madera, para que quedase firme la
cruz de hierro, pero las mujeres no dejaban de lamentarse. En eso
también se desmayó la madre de Ayoli.
Astería todavía no se reponía, y yo no
sabía en qué momento debía leer el papel.
Pensé que para tranquilidad mía, que con todo ese
lío, iba a pasar desapercibido… Pero no fue
así.

Luego de unas oraciones, una señora que estaba
cuidando de Astería, ventilándole con una pantalla,
se me aproximó y me dijo que era el momento de leer mi
papel. Entonces buscando una excusa, le dije que no se
reponían aún Astería y la madre de Ayoli. Mi
argumentación no le convenció, porque
insistió diciendo que ya era el momento de leer. No
tenía otra alternativa. Tenía que cumplir con el
compromiso contraído. Con el papel en la mano,
ingresé al centro del grupo, que estaba alrededor de la
tumba. Cuando me preparaba para leer, se me aproximó de
vuelta la señora, diciéndome que debía
ubicarme delante del grupo, en la cabecera de la tumba, en el
lugar donde habían plantado la cruz. Me tomó del
brazo y me acompañó al lugar indicado.

Eché una mirada al grupo de gente que
tenía delante. Todos estaban mirándome fijamente.
Los agentes se ubicaron a un costado del grupo. Bajaron sus
fusiles e hicieron posar la culata de sus armas en el suelo y
ponerse en posición firme. Era la primera vez que me
paraba delante de un grupo de personas, para leer, o decir un
recitado. Recuerdo que cuando estudiaba en la escuela,
jamás me dieron la oportunidad de participar en los
teatros infantiles, en donde participaban mis compañeros
de clase. Tampoco nunca fui solicitado por mis maestras para
recitar en los actos patrios, u otros eventos especiales. Nunca
me preocupé por saber el porqué de mi
exclusión. No era un alumno sobresaliente, pero siempre me
destaqué como un buen estudiante. Ya en la colonia me di
cuenta del porqué de mi exclusión. El motivo: "hijo
de leprosa"… Es así que era la primera vez que
estaba parado delante del público para dirigirles la
palabra.

El contenido del discurso o dedicatoria, casi ya lo
sabía de memoria. Esa mañana lo había estado
leyendo varias veces, para no trancarme en la lectura. Una de mis
preocupaciones, era la actitud muy seria de los agentes. El
día que había llegado se habían portado muy
bien conmigo, y para mi eran como amigos. Pero ahora me estaban
mirando fijamente, y creo que estaban esperando a que dijera
alguna palabra que pudiera herir la dignidad del comisario, como
para interrumpir el acto…, o algo por el estilo.
Comencé a decir lo que estaba en el papelito, y que ya lo
sabía casi de memoria. Era como una cinta
magnetofónica que repetía una voz gravada, porque
mis pensamientos los tenía ocupado en otra cosa. Pensaba
en esa palabra, la que no sabía su significado, y que don
José tampoco la pudo aclarar. ¿No sería
ofensiva esa palabra para los agentes? Leía, o mejor
dicho, iba repitiendo lo que ya sabía de memoria, y
pensaba en la tremenda pelea que protagonizaron don José y
doña Anastasia. En algunos pasajes, levantaba la cabeza y
miraba a la gente que tenía delante, queriendo dar
más expresión a lo que decía. Vi a algunas
mujeres que se fregaban los ojos con pañuelos. No me
importó nada su sentimiento de pena. Al escuchar mis
palabras, no sentí tristeza, ni dolor, ni sentimientos
piadosos, ni nada de sentimentalismo, por las hermosas y
expresivas palabras que decía…, y que posiblemente
el que las había escrito, había puesto en esas
palabras, todo su saber… Recordé el momento en que
se enfureció don José, y como reaccionó
doña Anastasia.

Cuando estaba pensando en la reacción de
doña Anastasia, alcancé la parte poética
donde mencionaba "la parca", y sin darme cuenta, dije: "Volaba el
platillo y el jarro"… Paré en seco, en mi
oración. Levanté mis ojos del papel, horrorizado
por el tremendo error que había cometido en mi lectura de
memoria. Miré detenidamente a los que tenía delante
de mí… Me parecía que nadie se dio cuenta
del error tremendo que había cometido.

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