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De Asunción a Sapucai (página 3)



Partes: 1, 2, 3

Al intentar reanudar, ya tenía decidido que iba a
leer la última parte y terminar con la dedicatoria. Lo
hice así. Pero para desgracia mía, salió del
grupo un señor petiso y gordo con lentes ahumados, con la
mano levantada. Sus dedos parecían bananas carapé
por lo hinchados que estaban. Me indicó grotescamente con
su mano (llamémosle mano) que esperara…
Quedé sorprendido, porque no sabía cuál era
su intención. Se me arrimó, y en voz no audible, me
dijo algo que no entendí. Realmente yo creía que
quería decirme algo, pero, parece que no quería que
los demás escuchen. Como no entendí lo que
quería decirme, le pregunté de la misma manera que
él me había hablado, sin timbrar la voz.
"¿Cómo dice señor?"… No sé
qué paso, si fue lo que le pregunté, o cómo
le pregunte, pero lo que sí, es que de repente su actitud
cambió… Puso una cara furiosa y gesticulando con
los brazos, y dijo no se qué cosa, con su voz sin el
timbre sonoro. Me di cuenta enseguida que estaba totalmente
afónico.

Parece que como yo le pregunté de la misma manera
en que él hablaba, había creído que yo le
estaba remedando en su manera peculiar de hablar. La
señora que me había ubicado en el lugar para leer,
que estaba todavía junto a mí, me salvó del
apuro en que estaba metido, y le dijo al señor
afónico, don Acosta: "¿Para qué va a repetir
todo el escrito? Que lea las últimas frases y que lo
termine; estuvo muy bien el muchacho".

Todos los presentes parecían sorprendidos por el
incidente, pero ya no me importaba lo que pudieran pensar de
mí, porque una nueva espina de dolor estaba traspasando mi
alma. Dije las últimas frases, y lo rematé con un,
"nada más"…. Me retiré a un costado del
grupo, mientras estos rezaban las últimas plegarias. Desde
el lugar donde estaba, miré detenidamente al señor
afónico, que se llamaba Acosta. "Santos cielos"…,
pensé. Este es el morocho Acosta, del que me habló
don José, diciendo que la lepra que él tenía
era igual a la mía…

Miré las manos de Acosta y me horroricé.
Sin darme cuenta levanté mi mano, frente a mis ojos, y la
contemplé detenidamente. Que hermosas eran mis manos de
niño. Bien formadas y los dedos largos y en las puntas un
poco más finos. Manos bien rosadas. Me pregunté si
tardaría mucho tiempo para que eso que estaba
mirando…, manos hermosas y tiernas…, se
transformaran en un miembro grotesco y repugnante de mi
cuerpo.

Me parecía que estaba flotando mi cuerpo en el
aire. Dejé de escuchar las plegarias que repetían,
y fue como si nadie más estaba allí. Me dio la
impresión de que estaba en un lugar indeterminado, el
infinito, lejos de toda presencia física, solo, sin que
nadie me vea, ni que yo viera nada, ni a nadie. Era como que
dejara mi cuerpo, y solo mi mente se debatía en el dolor.
Lloré sin poder contenerme, y sentí en mi cuerpo
físico que mis lágrimas humedecían mis
mejillas y me corrían por toda la cara. Estaba llorando
realmente, pero no me sorprendí por el hecho, porque
realmente me parecía que estaba completamente
solo.

En eso sentí que algo tocaba mi hombro.
Escuché una voz de mujer que decía sollozando: Era
tan bueno y cariñoso con los niños, aunque,
"tú muchacho, no lo conociste". Miré y vi, entre
mis lágrimas, a dos mujeres que lloraban delante de
mí. Sin darme cuenta, les pregunté de donde
salieron. No se dieron cuenta de lo que les dije y continuaron
clamoreando y ensalzando las virtudes del difunto
Ayoli.

Al rato no más, yo estaba rodeado de muchas
mujeres que estaban llorando. Habrán pensado que yo estaba
llorando por el mismo motivo que ellas lo hacían. Entre el
grupo de mujeres lloronas estaban también Astería y
la madre de Ayoli. Esta propuso que nos fuéramos a la
sombra del bosque a refrescarnos, y beber limonada, o mejor dicho
aloja de miel negra con naranja agria silvestre, que según
decía ya estaba preparada…

Nos encaminamos al lugar indicado, donde ya estaban
muchas personas, compuestas en su mayoría por niños
y unos pocos hombres sentados a la sombra, sobre el pasto verde.
Yo caminaba como en procesión, entre tantas mujeres. Una
de ellas se prendió de mi mano, caminando al lugar
indicado. Ya habían dejado de llorar todas. Parece que
estaban sedientas por haber perdido tanto líquido por sus
glándulas oculares, y el cuerpo les pedía
desesperadamente su reposición. La mujer que me
conducía de la mano, me preguntó si yo sabía
rezar algunas oraciones, y si ya había hecho mi primera
comunión. Le contesté afirmativamente a las dos
preguntas. Entonces me dijo que ella vivía en la sala
Santa Isabel, y que tenía que hacer un rezo de tres
días, y que sus compañeras de sala se
pondrían muy contentas si un niño como yo rezara y
leyera las oraciones dedicadas a esos días. Le dije que
todo dependía de mi madre, y que yo no tenía
inconvenientes para cumplir con su deseo.

En eso, llegamos al grupo de gente que estaba sentado a
la sombra refrescándose. Los otros muchachos de mi edad me
miraban sonriente y pícaramente. No sé si estaban
envidiosos de mí, porque estuve leyendo el papel, o
riéndose por lo poco varonil que era para ellos el nuevo
compañero, que hacía un rato estaba llorando en
medio de un montón de mujeres, por un muerto que ni
siquiera había conocido. Fui a ubicarme también en
la sombra, junto a los otros niños. No muy lejos
mío estaba descansando don Acosta, y la señora que
me exigió la lectura, y que también me había
sacado del apuro cuando don Acosta se había enojado.
Estaban hablando pero no se podía escuchar lo que
decían.

Un poco más retirado de donde estábamos
los niños, unas mujeres preparaban la aloja en una lata de
veinte litros. Cargaban la miel de caña, de una damajuana,
y exprimían las naranjas agrias en la lata. Se
podía tomar con tranquilidad lo que estaban preparando,
porque en ese lugar no había ni una sola mosca que pudiese
meterse al tarro de aloja. Dentro de los caserones y los ranchos
particulares de la colonia, estaban las moscas como un elemento
indispensable, metidas en todas partes, vivas, o muertas, en cada
plato de comida.

Lo que al principio fue una manifestación de
dolor, acompañada de oraciones y plegarias, fue
convirtiéndose en un esparcimiento agradable y bullicioso.
Ya nadie lloraba. Los agentes estaban mezclados entre el grupo de
personas, refrescándose sin preocupación. Para
Astería parece que los agentes ya no existían.
¡Tanto disgusto le causó al principio! Todos
esperaban el reparto de la refrescante aloja. Los más
sedientos tomaban solo agua para calmar su sed. Ya nadie
más recordó a Ayoli. Ni siquiera miraban más
al cementerio. La reunión se transformó en un paseo
campestre.

Comenzó el reparto de aloja en jarros de lata de
medio litro. Los primeros en tomar fueron los niños de
más corta edad. Luego los más grandes. Yo estaba en
ese grupo. No creo que dar de beber a los niños más
pequeños, y luego a los adultos, era un método de
profilaxis, para proteger a los niños. Muy pocas medidas
de precaución se tomaban en la colonia. Contados eran los
enfermos que evitaban el contacto directo con niños sanos
y tiernos. Daba pena ver a un niño tierno, a veces de
pocos meses, en brazos de su mamá enferma en pésimo
estado, acariciándole con besos y mimos.

Fue así que luego que los niños bebieron,
pasaron también los adultos. Como no terminó el
contenido de la lata, se le dio una segunda vuelta a los
niños. Mientras tomaba mi segundo jarro de aloja se me
aproximó la señora que estuvo conmigo, cuando se
ofendió don Acosta, y me dijo: "Sabes mi hijo…, que
se ofendió el señor cuando le remedaste en su forma
de hablar"… Antes de que siguiera hablando, le
interrumpí para decirle que no era mi intención
remedarle en su forma de hablar, ni mucho menos burlarme de nadie
por los defectos que podía tener. Parece que la
señora me comprendió, y creyó en la
sinceridad de mis palabras. Entonces me dijo que fuera a pedirle
disculpas al señor Acosta, por la ofensa que le
había hecho, porque don Acosta era un señor educado
y culto, y él había sido el autor del recitado que
yo había leído… "Está bien",
contesté…

Pensé que tenía que disculparme por una
ofensa que yo no había cometido conscientemente, pero como
la señora quería y me pedía, le
pregunté qué palabras debía decir para
disculparme con el señor. "Bueno"…, me dijo.
"Discúlpeme señor si lo ofendí. No era mi
intención remedarle. Le pido perdón por
todo"…

Fue la señora conmigo a la presencia del
señor Acosta. Cuando estuve parado frente a él,
repetí como un loro, lo que me había dicho la
señora. Me miró con su cara leonina y pelada,
porque realmente no tenía ni un pelo en la cara. Ahora que
estaba sentado a la sombra, y con sus lentes en el pasto, a un
costado suyo, yo podía ver realmente que era feo. El color
de su piel, que había sido morocho antes de estar enfermo,
ahora tenía un tono color café parduzco, reseco y
brilloso. En el cuello, detrás de sus grandes orejas,
tenía pequeños granos, bien tupidos y resecos, de
un color, llamémosle granate.

Al sonreírme, me indicó que me sentara
junto a él, en la gramilla fresca, a la sombra del bosque.
La señora se ubicó al otro lado de él.
Entonces comenzó a hablar con su voz, afónica.., o
como queramos llamarla…, porque podemos también
decir que era como la de un pato en celo, después de
cumplir con su eterna misión, la de la reproducción
de su especie.

Lo primero que me dijo fue que él me creía
que no había sido intencional lo que hice, y que fue
él, el que había interpretado mal mi acto, "pero
eso ya pasó"…, me dijo. "Está muy bien
señor. Le agradezco que haya comprendido"…, le
respondí. La señora, que estaba a su lado, se puso
muy contenta, y parece que escuchaba por la boca todo lo que
decía don Acosta, porque estaba con la boca abierta, y
ensimismada con todo lo que él decía. Pensé
que había más que una franca amistad entre don
Acosta y la señora, y creo que no me
equivoqué.

Continuó hablándome el señor,
diciendo que hay entre los mismos enfermos, algunos que
están en mejores condiciones, que toman en menos, o tratan
mal a los de enfermedad más avanzada. Algunos hacen hasta
chistes y bromas al respecto, para ofender a los otros. Me dijo
que no haga eso, porque eso era malo, y que no hay que burlarse
de la desgracia ajena, especialmente cuando a uno le puede
más adelante tocar lo mismo, o aún algo peor. Me
dijo: "No sabes si morirás paralítico, ciego, o
agusanado, o ahogado por falta de respiración"…
Continuó: "Algunos mueren ahogados porque no les llega el
oxígeno a los pulmones, y les es difícil respirar o
hablar"… Parece que don Acosta esperaba ese tipo de muerte que
me había acabado de mencionar.

Parece que finalmente él estaba convencido de mi
inocencia. A mí no me importaba tanto la forma de morir,
sino lo que me atormentaba era pensar solamente en que
algún día podía llegar al estado de este
señor. Yo quería saber cuántos años
me faltaban para estar como él. Tanto deseo tenía
de preguntarle de hacía cuanto tiempo se había dado
cuenta que tenía la enfermedad. Al final siguió
hablando y dijo: "Algunos maleducados, cuando veían
caminar a un ciego de una sala a otra, o de una sala a la
farmacia, guiado por el murmullo de voces, sin ayuda de otra
persona, le salían al paso, sigilosamente, sin hacer
fuertes movimientos, ni ruidos. Cuando el ciego estaba a unos
metros de ellos, se agachaban, y comenzaban a arrancar el pasto
con sus manos, y a golpear el suelo de vez en cuando. Entonces el
ciego paraba la marcha, y comenzaba a girar su bastón, y a
decir, arre, arre, creyendo que un caballo, o una vaca, estaban
en el camino. Intentaban hacer un rodeo para no tropezarse con
"el animal", y se desorientaban"…

Quería contarme más sobre estos hechos,
pero en ese momento, comenzaron los preparativos para que los
chicos más grandes y los hombres fueran al arroyo a
bañarse. Las mujeres, capitaneadas por Astería, se
metieron al bosque a buscar doradilla y calaguala, unas plantas
medicinales, que se toman en el mate caliente, o como té,
para curar el espasmo de las mujeres.

Llamaban arroyo segundo, a un paso de agua que
desembocaba en el arroyo Naranjay. Este arroyo segundo estaba a
unos 50 metros del cementerio. La señora que estaba con
nosotros invitó a don Acosta a ir a buscar plantas
medicinales, pero este prefirió ir al arroyo a
refrescarse. Antes de llegar al arroyo, los muchachos comenzaron
a desvestirse. No tenían mucha ropa que quitarse de
encima. Solo una camisa y pantalón corto. No se usaba
todavía ropa interior. Algunos de ellos ya eran matungos,
grandotes, que nada tenían de niños cuando estaban
desnudos, pero su comportamiento, su forma de actuar, era como si
fueran niños grandes.

Cuando llegaron al arroyo, se agachaban y con las manos
ahuecadas, alzaban agua, y se mojaban la cabeza. Luego
continuaban aguas arriba, por la orilla del arroyo, para ir a
tirarse al remanso. A mí me parecía algo raro eso
de mojarse la cabeza. Parecía un ritual o algo por el
estilo. Hasta parecía que decían una
oración. Yo no me desvestí como lo hicieron los
otros chicos. No sabía nadar, y tirarme al agua de un
remanso o de una laguna era algo totalmente desconocido para
mí. Yo era de esos niños que se bañaba en la
palangana, con agua de pozo.

La orilla del remanso era una cadena de grandes piedras.
Los chicos, luego de colocar sus ropas en el suelo, y colocar una
piedra arriba para que no vuelen con el viento, fueron a subirse
a la roca más grande, y desde allí se tiraban de
cabeza, para luego aparecer en la superficie del agua, a unos
metros más allá del lugar donde se sumergieron.
Otros hombres con manchas en el cuerpo, y lepromas, con
pequeñas heridas en las piernas, se tiraban también
al remanso, entre los chicos nadadores. Los muchachos
seguían nadando como sin darse cuenta de nada de
esto.

Los dos agentes que estaban, también en el
arroyo, dijeron que escucharon chillidos de monos no muy lejos
del lugar, y que posiblemente era una buena manada. Dijeron que
iban a probar suerte, y tratar de matar a algunos de los simios.
Se fueron los agentes.

Los únicos que estábamos inactivos,
éramos don Acosta y yo. Este parece que sintió
calor al ver a la gente bañándose, entonces se
quitó la camisa. Tenía el cuerpo reseco y parduzco,
con manchas grandes y moradas, las cuales parecían un mapa
bien pintado. Pero lo que más me llamó la
atención fueron las formidables tetas…, que
tenía. Eran tan grandes que se asemejaban a una fruta de
mamón… Eran idénticas al ceno de una mujer,
que recién dio a luz a un hijo. Me pregunté si eso
era consecuencia del mal, o era un fenómeno que nada
tenía que ver con la lepra. Me consolé
diciéndome que no podía ser consecuencia del mal, y
que era un fenómeno aparte. Me dije que por lo menos, que
aunque alcanzara el estado de Acosta, dentro de muchos
años, no tendría ese aspecto, tan raro… Pero
estuve equivocado al consolarme, porque luego supe que en algunos
casos aparecían estas deformaciones en el varón, y
que eran consecuencia del mal, por los trastornos hormonales.
Estos mismos trastornos también producen esterilidad en el
varón. Sin temor a equivocarme, puedo afirmar, que el 95%
de los varones, enfermos, de la colonia, eran estériles.
Lo raro era que a las mujeres enfermas no les ocurría lo
mismo. Podían dar a luz uno o varios hijos, aún en
el peor estado de salud. No sé porqué era esto, si
era un maldición sobre los hombres, o
qué.

Luego que los chicos nadaron un buen rato, parece que
sintieron frío, en las frescas aguas del remanso, y
salieron del agua. Vinieron junto a nosotros. Me dijeron:
"Vos… ¿porqué no te bañas con
nosotros?" Contesté, "Porqué no sé nadar".
Casi en coro, dijeron: "Te vamos a enseñar. Quítate
las ropas, y vamos a la parte menos profunda". Como me
resistí a hacer lo que me decían, uno de ellos
dijo: "¿Pero vos, sos varón o nenita?"… Eso me
ofendió tremendamente. Me desvestí en un instante,
y quedé desnudo frente a ellos. Me miraron bien para
verificar si realmente era varón. Me di vuelta para que
vieran que no era "hermafrodita"…

Cierta vez, escuché una historia, no sé si
verdadera o no, acerca de un lugar donde todas eran mujeres, y
una hermafrodita era amante de todas las demás mujeres.
Tal vez habrá sido una lesbiana, pero la gente
decía que era esa palabra rara. En ese momento, en que
parecían dudar de mí, si era nena o varón, o
ambas cosas, recordé la historia de la famosa
"hermafrodita".

Al verme desnudo, creyeron que me iba a meter con ellos
al remanso. Pero me resistí otra vez, diciendo que no
sabía nadar. Entonces uno de ellos salió a decir:
"Llevémosle por la fuerza a tirarlo al remanso y que
trague una buena cantidad de agua. Allí va a aprender a
nadar"… Miré desesperadamente a don Acosta, como
pidiéndole socorro, pero para sorpresa mía, el
estaba riéndose por la ocurrencia de los chicos, y ni una
palabra dijo a los muchachos para que desistieran de sus
propósitos. Sin darme cuenta, me encontré rodeado
por ellos. Solo tenía oportunidad de escaparme si me
tiraba al remanso, pero precisamente eso era lo que no me
agradaba. Entonces procuré jugar mi última carta,
para escaparme de ellos, y les dije que tenía que ir a
mojarme la cabeza, más abajo, como lo hicieron ellos, y
les señalé con el dedo el lugar donde ellos se
habían hecho ese extraño ritual. "A
propósito", les dije, "¿qué significa eso de
mojarse la cabeza antes de tirarse al remanso?"… Parece
que les tomó de sorpresa mi pregunta y se pusieron a mirar
los unos a los otros sin saber que responder. Entonces uno de los
más grandes intentó explicarme. "Es para evitar
sufrir una alteración en la sangre o un asoleamiento, y
que cuando seamos más grandes estemos enfermos. Siempre en
verano uno va a los arroyos con calor, sudoroso y sofocado, y
primero se debe enfriar la sangre de la cabeza y luego
recién tirarse al agua fresca, sin ningún temor"…
Otro de los muchachos, queriendo mostrar que sabía del
tema agregó: "Es para aplacar al fantasma del agua, Ypora;
porque no hay río, lago o laguna, que no tenga su
fantasma".

Cuando terminaron de darme sus explicaciones, volvieron
a su propósito original de meterme al remanso. Ahora ya no
tenía más argumentos para defenderme de ellos. Por
segunda vez, con la mirada horrorizada, miré a don Acosta,
como pidiéndole socorro. El se dio cuenta del apuro en que
yo estaba metido. Llamó a uno de los más
empecinados en meterme al agua, para decirle que me llevara a la
orilla menos profunda y allí que me enseñaran a
nadar. Ya no podía hacer nada más para
defenderme… Me llevaron al agua. Me agradó tanto el
contacto con el vital líquido, que casi me olvidé
del miedo. Luego comenzó el aprendizaje para nadar. Me
sostuvieron del vientre y del tórax, para dar mis primeras
brazadas sobre la superficie del agua.

Don Acosta, llevado por mi entusiasmo por estar
chapoteando, o por el griterío de los chicos,
también se arrimó a la parte menos profunda del
arroyo. Se agachó, con un brazo se apoyó en el
piso, y con el otro fue tirándose agua, por la cabeza y el
tórax, que bien transpirados, tenía… Desde
mi posición de nadador, tenía un campo visual
excelente de lo que ocurría al nivel del agua. Vi como le
colgaban sus senos, tocando sus pezones el agua. Parecían
dos pirámides invertidas muy alargadas.

Perdí todo el entusiasmo de nadador principiante,
y me invadió una gran tristeza por lo que estaba viendo.
Me pregunté otra vez si era una deformación, a
causa de la enfermedad avanzada, o si era un fenómeno
físico que no tenía que ver con el mal. No
tenía mucho tiempo para analizar los detalles de la causa
de tan extraño fenómeno. Estaba muy preocupado, y
no me di cuenta que en ese momento nadie me sostenía en mi
prueba de natación. Comencé a chapotear
desesperadamente, pero eso de nada sirvió porque me fui
como plomo, al fondo del agua, con un tremendo ruido en los
oídos, y una buena cantidad de agua en el estómago.
Con unos cuantos tirones, me llevaron a la orilla, y me hicieron
sentar sobre el barranco pedregoso. Estaba recostado por una
piedra, echando agua por la boca, como si fuera "un
surtidor".

Con mi tragedia no terminó el alboroto, porque
cuando me repuse. Vi que a unos metros de mi, estaba tendido en
el suelo, don Acosta, boca arriba, y con movimientos de brazos
desesperados. Ya muchos estaban junto a él.
Rápidamente los hombres mayores que estaban nadando
trataron de hacer algo. Procuraban sujetarle los brazos, que se
movían, pareciendo las aspas de un molino. Me
arrimé a ver lo que sucedía entre el montón
de gente desnuda que le rodeaba. Me pegué un tremendo
susto al ver a don Acosta. Lo que más me
impresionó, fueron sus ojos, casi desorbitados, y los
esfuerzos tremendos que hacía tratando de respirar.
Parecía que estaba atorado con un pedazo de carne. Yo no
sabía cuál era la causa de todo lo que estaba
pasando. Uno del grupo, como leyéndome el pensamiento, me
dijo: "Fue por tu culpa". Al ver que te hacían tragar
agua, se enfureció y le dio un colapso nervioso, que no
pudo soportar. Antes de que yo le respondiera que yo no
tenía nada que ver, otro de los presentes, salió en
defensa mía, diciendo que el responsable era el negro
Martín, que era el que hizo todo, y que había
salido corriendo desnudo, con su ropa en la mano, rumbo al
cementerio.

Don Acosta todavía no se reponía.
Parecía que se iba a morir. Lo sentaron en el suelo, y le
golpearon la espalda para hacerlo revivir. Pero aún con
eso no se consiguió nada. Lo bueno hubiera sido hacerle
respiración boca a boca, pero nadie se atrevía, o
nadie conocía como hacer eso. Parecía ya muerto,
cuando de repente empezó a salir un leve silbido de su
pecho, que fue creciendo en intensidad. Casi todos se miraron con
alivio. Los muchachos estaban quietos, y tiritando de
frío, tal vez por el susto, o por haber pasado mucho
tiempo en el agua fría.

Toda la alegría y esparcimiento que reinaba
antes, se transformó en un silencio fantasmal, por los
hechos mencionados. Todos estaban pendientes de la forma en que
se iba recuperando don Acosta. Uno de los presentes, propuso ir a
traer una carreta, para llevarlo a don Acosta, pero este al
escuchar la idea de llevarlo en carreta, no le agradó la
idea y dijo: "No se preocupen…, me iré caminando
despacito".

Los muchachos provocadores del incidente, no quisieron
esperar el restablecimiento de don Acosta. Se vistieron y se
marcharon. Yo me quedé a esperar con el grupo de hombres
para acompañar a mi ya tan famoso señor, que tantas
penas y dolores me había hecho pasar esa tarde de verano
calurosa.

Cuaderno Nº 5.

La
quema

Pasaba el tiempo y mi estado de salud empeoraba, a pesar
de que no faltaba los martes y viernes a la farmacia para hacerme
aplicar las inyecciones de chaumetil. En la oreja, y en el
pómulo aparecieron pequeñas lepronias o tuberos
como los llamábamos vulgarmente. Era evidente de que el
mal se estaba desarrollando con todo su poder de
destrucción. (Ver http://es.wikipedia.org/wiki/Lepra
)

Yo miraba a los otros enfermos más avanzados en
su enfermedad, y me decía a mí mismo que antes de
un año también yo estará como ellos, con las
piernas llagadas, y la cara sin cejas ni pestañas, y
cubierta de lepronias, y heridas en los labios. Casi no pasaba un
día sin mirarme al espejo, para ver cómo iban
creciendo y desarrollándose los lepromas en mi cara. Un
buen día tomé la decisión de no mirarme
más al espejo para evitar esa preocupación tremenda
que tenía al ver mi cara cada día peor. Entonces
dejé la costumbre de mirarme al espejo por mucho tiempo,
pero en cambio comenzó otra costumbre. La de palpar con
mis manos mi cara para darme cuenta que constantemente
crecían los lepromas. Las puntas de mis orejas colgaban
con la cantidad de lepromas que tenía.

El lugar donde más se reunían los enfermos
era la farmacia. Principalmente los días martes y viernes,
para aplicarse las inyecciones de chaumetil y otras variedades de
medicamentos para el mal de Hansen, pero todos los medicamentos
tenían como base el aceite de Siam.

En uno de esos días que estábamos en la
farmacia, unos amigos notaron mis lepromas y me dijeron que me
veían peor en mi salud. Me aconsejaron "hacer quemar mis
lepromas, que en los casos tuberosos o lepromatosos daban
resultados satisfactorios". Yo tenía tanto miedo de
hacerme quemar la cara, pero con el entusiasmo y los argumentos
que me expusieron, me entusiasmó la idea y fue así
que una tarde acompañado de mis amigos, nos encaminamos a
la casita de doña Brígida. Esta señora
tenía la fama de ser la mejor quemadora de tuberos. Nos
atendió muy amable y complacida nos hizo pasar. Nos dijo
que muy pronto sanarían las quemaduras, porque yo era muy
joven, y todavía mi estado de salud era incipiente. Parece
que esta señora tenía unas ganas bárbaras de
querer quemar a sus semejantes, para decir… que mi estado
de salud era incipiente y que muy fácilmente
sanarían mis quemaduras.

Mi acompañante, después de presentarme a
doña Brígida, y de decirle cual era el motivo que
nos traía a su casa, se despidió y quedé
solo con la señora. Esta me dijo que esperara un rato para
hacer los preparativos para la curación y se
encaminó a su cocina, un ranchito de medias aguas, tapiado
con barro. Prendió fuego con las mejores leñas que
tenía, ya que abundaban en los bosques de la
colonia.

Al ver como ardía el fuego que calentaría
los hierros para quemarme, me arrepentí de haberme metido
en este asunto. Me dio miedo. Mientras doña Brígida
continuaba con sus preparativos, yo estaba callado "como un
cordero al que se lo llevan al matadero"… Sentí que
mi corazón se aceleraba y me dieron ganas de correr para
alejarme de ese lugar, porque ya me parecía sentir en mi
carne, el hierro candente que me iba quemando. Comencé a
sudar copiosamente hasta empaparme la camisa por el miedo y
desesperación que estaba experimentando en ese
momento.

Al rato doña Brígida, me invitó a
pasar a la cocina, junto a ella. Me quedé parado en la
puerta, y ella se dio cuenta de mi indecisión y
empezó a decirme que no me dolería mucho. Que me
haga de coraje y serenidad para que todo salga bien, y que al
final de cuentas el beneficio iba a ser mío, "porque luego
de unos días las quemaduras se sanarían y los
lepromas desaparecerían", señaló.

Por fin nos sentamos junto al fogón. A mí
me ofreció una silleta que apenas quedaba a unos diez
centímetros del suelo, y ella se colocó en una
sillita, de modo a que yo esté a más baja altura
que ella y poder estar en una posición más
moda para su trabajo. No recuerdo bien el número
exacto de sus herramientas quirúrgicas, pero abrán
sido más de ocho, de diferentes tamaños…
Alambres gruesos, medianos y finos. Todos tenían como
mangos, (para agarrarlos), mazorcas de maíz. Se notaba que
ya se habían usado muchas veces, porque los mangos estaban
medio negros de mugre y hollín.

Ya todos los alambres estaban metidos en el fuego. Al
principio eran negros al contacto con el fuego, pero al rato ya
estaban incandescentes. A mí ya me parecía sentir
incrustado en mi carne, el maldito metal… Ella, tan
calmosa y tranquila, con un movimiento casi ceremonioso, atizaba
el fuego, y cambiaba de posición los alambres, buscando
donde arderían mejor. Seguramente ya tenía elegido
cual de los hierros sería el primero en
utilizar…

Yo casi no podía aguantar más tantos
preparativos, y le pedí, si un ratito podía ir al
baño a hacer mis necesidades fisiológicas menores.
Me dio una respuesta, en un tono muy amable, pero negativa,
diciéndome que los hierros ya estaban en óptimas
condiciones para la curación, y que no debíamos
perder tiempo para empezar… Al decirme esto, me
tomó de la frente, con su mano derecha, y levantando con
la otra el hierro candente, fijó su mirada en el
mentón donde estaban los lepromas. Intenté cerrar
los ojos, para no ver el rojo metal…, pero
desistí… Quise ver como se iba acercando a mi piel.
La presión de su mano derecha, aumentó casi
violentamente, hasta apretar mi cabeza contra la pared de su
cocina, y así tener menos posibilidades de que yo me
escurriera de sus manos. Tenía mucha experiencia en su
oficio, y sabía que al contacto del hierro candente se
zafaban sus pacientes. Posiblemente evitando eso me
oprimió contra la pared, lentamente y con su mirada fija y
sin pestañear sus pelados párpados, tocó mi
piel con el alambre rojo. Contuve mi respiración y todo mi
cuerpo se puso en tensión. El momento que viví ese
instante de mi vida, es indescriptible, porque no es realmente el
dolor físico lo que sea tan insoportable. En esas
circunstancias era más el factor psicológico al
cual estuve sometido, que realmente el dolor
físico.

Por la insensibilidad de las partes afectadas por el
mal, el dolor físico no era tan intenso. Me sentí
un héroe al no gritar, ni moverme al primer contacto con
el alambre. Cuando el dolor intenso del metal hizo su efecto,
escuché como estampidos de ametralladora, pero
lógicamente en muy bajos decibéles. Suponía
que era la explosión del vacilo de Hansen…, me
imaginaba que los basilos estaban muriendo quemados a
millares… Me reconfortó en mi espíritu
vengarme del maldito mal que me estaba consumiendo
implacablemente. Casi al instante, un delgado humo, culebreaba,
subiendo frente a mis ojos, con un olor desagradable, que
olía peor que a cuero quemado.

La señora retiró de mi cara el primer
alambre, y lo metió otra vez al fuego, aún echando
humo medio negro, y tomó otro hierro más rojo que
el anterior y continuó con el mismo leproma que
había estado quemando. Decía que faltaba eliminar
la raíz. Tal vez armada de más coraje y fuerza,
esta bendita señora, apretó más de la cuenta
su hierro en mi cara. Lo cierto es que tuve una tremenda
sacudida, y gritando, "¡¡¡Hay!!!", me
zafé de sus manos…

Mis necesidades fisiológicas menores, las hice
allí mismo, pero sin bajarme los pantalones. Mi
heroísmo anterior, se hizo trizas con mi grito de dolor.
Doña Brígida comentó que algunas veces
pasaba esto al menor descuido, pero que no era nada grave.
"Siéntate mi hijo, otra vez, para curar los otros
lepromas", me dijo. Volví a sentarme en su silleta, un
poco de malas ganas, y con el pantalón completamente
mojado. No comentó ni se dio por enterada de lo que me
pasó. Me dijo que ahora le tocaría a la oreja. Me
puso un espejito roto para que vea que bien había quedado
la primera leproma quemada… Había pasado mucho
tiempo de la última vez que me había mirado a un
espejo… Lo que vi en mi cara fue algo horrible. Un agujero
negro y seco y tenía una rayita al costado. Le
pregunté que era la rayita que tenía al costado del
agujero. "Eso fue lo que te hizo gritar, mi hijo", dijo. "No
estuviste quieto, y el alambre se resbaló del leproma, y
te quemó la piel sana".

No le devolví su espejo, y continué
mirándome detenidamente solo para desesperarme más
aún al ver mi oreja, que casi alcanzaba mis hombros, y
eran como una cadena de montañas, en sus bordes llenos de
lepromas, bien rojos y tiernitos. En la frente y en los orificios
nasales, comenzaban a salir también. Pensé que si
debían hacer quemaduras en todas la
lepromías… quedaría con la cara desfigurada.
Me desesperé y tuve ganas de llorar y gritar a todo
pulmón. Era algo horrible, completamente fuera de serie
para ver en un ser humano. Al ver como estaba mi cara, me
senté y acepté con más ganas las curaciones
con alambre caliente.

Comencé a hablar animadamente con doña
Brígida, mientas continuaba con su trabajo. Empezó
a contarme su historia de cómo le apareció la
enfermedad. En la cocina ya no se podía respirar por el
humo y el olor a cuero quemado. Estaba completamente saturada de
humo y mal olor.

Varias veces sentí tremendo dolor, principalmente
en los orificios nasales, lo que me hacía lagrimear, pero
aguanté estoicamente. Por fin, a eso de las cuatro de la
tarde, más o menos, terminó el trabajo, que
duró aproximadamente dos horas. Ya no miré al
espejo de doña Brígida, porque imaginé algo
horrible al ver las quemaduras en la cara.

Cuando me levanté para despedirme de doña
Brígida, ya no tenía calor ni sudaba más. En
cambio sentí una especie de frío que
provenía de mi estómago. Era algo raro. Me
parecía que se me erizaba todo el cuerpo en forma
alternada. Pero no le conté a doña Brígida
lo que me estaba pasando. Ella me recomendó que de ninguna
manera me mojara con agua antes de los tres días. Y que
después de 24 horas tenía que aplicarme pomada de
oxido de zinc en las quemaduras. Ella no terminaba sus
recomendaciones, y yo tenía tantas ganas de llegar a casa
y meterme a la cama. Ella se dio cuenta de que yo estaba
impaciente. Entonces me despidió, le di las gracias y me
marché.

Llegué a casa, y le di un susto a mamá
cuando me vio con la cara en blanco y negro. Se apresuró a
ver qué era lo que me había pasado. Pronto se dio
cuenta de que era lo que me había hecho en la cara. Me
recriminó bastante disgustada, porque nunca fue partidaria
de hacerse quemar los lepromas.

Me dijo que mi estado no era desesperante aún
para llegar a tal sacrificio, y que un día la ciencia
encontraría un remedio más eficaz que los
preparados de aceite de chaumetil o aceite de Siam para controlar
el mal. "Tenés que tener fe en Dios, que un día
menos pensado, puedan encontrar un remedio para nuestro mal, y
vos que sos muy jovencito, si te llegas a curar, vas a quedar con
la cara llena de cicatrices por esto que has hecho, sin
consultarme".

Yo hace rato estaba escuchando el sermón de
mamá, metido en cama, con un montón de frazadas
encima, afiebrado, y con mucho frío. Ella esperaba a que
le respondiera a todo lo que me estaba diciendo, para que yo
justifique mi actuar y mi atrevimiento, pero yo no
respondí para no ofenderla, y además no
encontraría argumentos valederos para exponer en mi
defensa. Entonces opté por callarme, metido en mi
caparazón, de frazadas, hasta la cabeza. (Como el vacilo
de Hansen, dicen que es cono la tortuga, que cuando siente que un
medicamento puede eliminarlo, se encierra en su caparazón
esperando que se eliminen los elementos químicos o
farmacéuticos para luego reaparecer con más
violencia, y resistencia al medicamento).

Escuchaba toda la filosofía de mamá por mi
atrevimiento y falta de respeto hacia ella al no consultarla para
nada en el hecho que protagonicé esa tarde. Bien recuerdo,
lo que me dijo, y como no, de que era un hecho marcante en la
vida de muchos enfermos pesimistas, y supersticiosos (me
incluía también entre ellos) la idea de que si
alguien se sanaba de la lepra, ese era un signo de que enseguida
sobrevendría el día del juicio final para la
humanidad… "Que tontos y supersticiosos son los que creen en
esas cosas, porque yo jamás voy a perder las esperanzas,
aunque ya esté vieja y un poco maltrecha, y vos que sos un
niño todavía. Podes tener la oportunidad de sanarte
algún día", me decía.

Con esto remató su disgusto, y se arrimó
cariñosamente a mi lecho, y posiblemente por curiosidad
también…, para ver detenidamente mi cara. Se
sentó en el borde de mi cama. Una mano puso sobre las
frazadas, a la altura de mi espalda, y con la otra buscaba el
borde, para dejar al descubierto mi cabeza. ¿Qué
tiene la presencia de las manos de una madre? Todos los humanos
lo sabemos y aún los animales. La fiebre y el frío
que tenía, no eran tanto como mi estado de ánimo
pésimo por el disgusto que le causé a mamá.
Peor con el contacto de sus manos, y la ternura de su voz. Me
reanimé y me olvidé de la pena que tenía.
Levanté el montón de frazadas con que tenía
cubierta la cabeza y aparecí con una amplia sonrisa en la
cara, tal vez con una sonrisa un poco estúpida por la
vergüenza que tenía de mamá, de verme con la
cara quemada, lo que le había causado mucho
disgusto.

Noté que ella estaba sorprendida al mirarme
detenidamente. Lo primero que me preguntó fue si
sufrí mucho, y si era muy doloroso, y todos los detalles
de la quema. Le respondí que el dolor no era intenso y no
le daba importancia al dolor, pues yo tranquilamente podía
soportarlo, y que no era nada grave para mí. Le di a
entender que su hijo era ya un hombre, y muy valiente. Me
interrumpió y me dijo: "Voy a ver mi bacín debajo
de mi cama. Creo que estoy oliendo a orina, y se fue a ver"… Al
no encontrar nada, volvió junto a mí, olfateando y
preguntándose qué podía ser. Hacía
rato, ya me había dado cuenta que el que olía mal
era yo. Pensé mentirle, pero me di cuenta que al ver mi
ropa, lo mismo se daría cuenta, entonces le dije que era
yo el que olía a orina… Me alcanzó ropas
limpias y preguntó porqué y cómo estaba en
esas condiciones. Le conté a medias lo que me
sucedió y que la culpa era mía por retener
más de la cuenta el deseo de evacuar el mal oliente
líquido. No dijo nada más al respecto. Otra vez,
como en otras oportunidades, mis deseos de ser valiente, hombre
de agallas y demás bravuras, me salían…,
como suele decirse: "el tiro por la culata". En esa oportunidad
quise demostrarle a mi propia madre mi valentía, y de
vuelta volvía a salir mal parado.

Un rato después, mamá me sirvió la
cena en la cama. Viendo que no tenía ganas de levantarme,
con el frío que estaba teniendo, no pude comer la cena y
le dije que me gustaría más tomar mate cocido bien
caliente con aspirina, para dormir. No esperé mucho para
que ella me traiga lo que deseaba. Nos acostamos y yo no
podía dormir. La fiebre subió más de la
cuenta. Me contorsionaba en la cama con el cuerpo dolorido y
cansado.

Eran pasada la media noche, porque los gallos ya
habían cantado varias veces, cuando cansado de tanto
retorcerme en la cama como una serpiente tirada al fuego,
quedé por fin, dormido. Pero no duró mucho el tan
esperado sueño, porque me desperté aterrorizado, de
una pesadilla horrible. Centenares de alambres con mangos de
mazorcas de maíz, como saetas se precipitaban sobre mi
cuerpo, persiguiéndome. Ya sentado en mi cama,
seguía esquivando los malditos alambres… Cuando por
fin me desperté totalmente, y a la vez desperté a
mamá con el grito que di. Cuando me di cuenta que solo era
un sueño, ella ya estaba sentada en mi cama
preguntándome que era lo que me pasaba. Fue a la cocina y
volvió a prender fuego en el fogón, para prepararme
otro mate cocido con aspirina, porque la fiebre que tenía
ya era como para quemar frazadas. Mamá ya no se conformaba
con aspirina y mate cocido. Quería hacer algo más
por mí, para bajarme la fiebre. Preparó compresas
con agua fría para ponerme en la frente, pero
recordé las recomendaciones de doña Brígida,
de que no me mojara con agua antes de los tres días. Le
conté eso y desistió de ponerme las
compresas.

Amaneció el día siguiente, sin haber
dormido ni un segundo después de la pesadilla. Mi cara
parecía que iba a reventar. No la podía tocar. Me
sentía realmente mal, no podía tragar ni un bocado
de comida. Solo tomaba liquido, agua y te de hojas de naranja.
Mamá llegó a preocuparse seriamente por mi salud,
porque fue a notificar al jefe en enfermería de mi
problema y las causas que lo provocaron. Este llegó junto
a mí, para ver qué era lo que podían hacer.
Le tranquilizó a mamá diciéndole que no era
para alarmarse. Me inyectó aceite alcanforado y mi hizo
tomar unas grageas…, no sé de que habrán
sido, pero por la tarde ya me sentí bastante mejorado y
con menos fiebre.

Esa noche volvió para ver cómo me
encontraba, el jefe enfermero. Estuvo muy contento por
encontrarme muy recuperado en mi estado de ánimo y con muy
poca fiebre. Estuvimos hablando de mi caso y opinó que
posiblemente después de la fiebre de alta temperatura,
estaría mejor…, "porque en muchos casos del mal de
Hansen del tipo o característica lepromatosa, los enfermos
suelen mejorar mucho después de tener un estado febril,
por la razón de que este tipo de mal es muy sensible a la
fiebre de altas temperaturas". Me animó bastante su
opinión y pensé sin comentarle, que sería
bueno que después de recuperarme bien, me aplicara otra
quemada, pero solo por mi pensamiento pasó eso, porque
nunca más me animé a curarme con esos malditos
metales.

Cuaderno Nº 6:

De ayudante de
enfermero y sepulturero

En mis días de enfermero comodín, me toco
vivir un drama bastante desagradable, de los tantos que tuve en
ese menester. En la sala Santa Lucía, donde se internaban
los enfermos más avanzados, agonizaba don Borraqui. Yo no
sé de donde le vino ese mote, porque no era borracho, y no
lo podía ser, ya que estaba imposibilitado, pobre e
indigente. Lo cierto es que al medio día
murió.

Al rato el enfermero de la sala, ayudado por otros
trasladaron el cuerpo afuera, debajo de un lapacho que estaba a
unos metros de la sala, que era como la casa mortuoria, al decir
en guaraní: "Tayí Gype". En esa sala es el lugar
donde se ponen los muertos esperando sepultura.

Mi lugar de trabajo era la enfermería, pero si el
jefe de enfermeros me ordenaba, tenía que hacer de todo.
Curaciones, poner inyecciones en ranchos particulares, a
cualquier hora, aun de noche, con frío o calor
tenía que cumplir sus órdenes. Esa tarde es
sepulturero cavó la fosa para Borraqui, y todo estaba
listo para la mañana siguiente. Para mí no
tenía trascendencia, porque era algo cotidiano que uno o
dos muertos estén esperando sepultura, debajo del lapacho,
"tayí gypé". Mi trabajo era en la
enfermería, y la sala Santa Lucia tenía su propio
enfermero.

Esa noche llovió copiosamente. Cuando
amaneció, aun lloviznaba. A las siete, yo ya estaba en la
enfermería poniendo gotas nasales a los que tenían
contispación nasal y respiraban con dificultad por causa
de las heridas nasales, que casi siempre es el primer lugar a
donde comienzan a manifestarse las primeras heridas o llagas en
el enfermo, a los que se les diagnosticaba como lepromatosos. A
otros les aplicaba inyecciones con fortificantes. A otros con
dolores intensos o fiebre, les aplicaba aceite alcanforado como
calmante.

Rato después vino llegando Taguató: Era el
apodo del jefe de enfermeros… tal vez por su nariz medio
aguileña o por ser algo Tenorio como decían de
él. Antes de llegar a la entrada de la enfermería,
se le cruzó el enfermero de la sala Santa Lucía,
rengueando más de lo común. Lo saludó al
jefe, y le explicó que estaban peor sus piernas…, y
para corroborar lo dicho, levantó la manga del
pantalón, toda manchada de pus. Desde el tobillo hacia
arriba, la pierna estaba vendada unos treinta centímetros.
Se notaba que el vendaje estaba empapado en sangre. Se le estaba
pudriendo la carne y la herida se estaba agrandando. El jefe le
indicó que entrara a sentarse en la silla de curaciones.
Yo esperaba que me ordenase hacer la curación. Yo
quería ayudarlo, y ya estaba pensando cómo realizar
la curación: Cortar el vendaje, remojarlo con agua tibia
salada, ir despegando y mojando, tirando con la pinza de a poco,
hasta dejarlo libre… Luego cortar con la tijera los bordes
morados y negros… Pero para mi sorpresa, el mismo jefe se
encargó de curarlo; bueno…, mejor aún, ya
que era un verdadero enfermero de profesión, que
había actuado en el frente de batalla en la guerra del
Chaco, en la sanidad militar.

Ya me aprestaba para hacer otras cosas cuando el jefe
levantó la cabeza de su tarea para decirme: "Dejá
eso, y vete con los carreteros al cementerio, porque éste
no puede ir con la infección que tiene"… Parece que
había una costumbre, o algún rito, que al morir un
enfermo, el enfermero acompañaba al difunto, hasta su
lugar de descanso. En este caso le correspondía al
enfermero infectado, pero como le era imposible caminar, el jefe
dispuso que yo fuera. Para mí no era ningún
inconveniente. Casi me gustaba más la idea de llevar al
muerto, que la del trabajo en la enfermería.

Me encaminé a la sala Santa Lucía, con tal
despreocupación… Encontré al sepulturero,
charlando con los pacientes de la sala. Al rato llegó el
carretero, con su ayudante y nos aprestamos a llevar a Borraqui.
Hizo girar en círculos la yunta de bueyes, y el
carretón puso lo más cerca posible del muerto. Este
estaba aún húmedo, en una tarima de madera,
envuelto con una frazada de algodón, casi ya en desuso. Yo
no sé porqué Borraqui no tenía cajón.
Tal vez no habían tablas para fabricarlo o algún
descuido del comisario, que era la máxima autoridad en la
colonia (también él era enfermo). Bueno, lo cierto
era que el muerto no tenía cajón. Cuando el
carretón estuvo lo más cerca posible del muerto,
nos aprestamos a subirlo. El sepulturero lo agarró de la
cabeza, el carretero por debajo de la cintura, y yo por las
piernas. El ayudante estaba esperando en el carretón para
hacerlo posar en el piso. Todo terminó en un instante, y
nos aprestamos para el cortejo fúnebre.

Los cuatro subimos al carretón, y nos pusimos dos
a cada lado, recostados por el entablado lateral. Al ponerse en
movimiento los bueyes, miré hacia la sala, y en la puerta,
había dos hombres que parecían despedir con
oraciones al compañero que partía, tal vez
dándoles gracias a Dios por apiadarse de él, y
haberlo sacado de ese tormento que padecía.

Por fin, fuimos bajando hacia el arroyo Narangay. Este
corría de este a oeste, y era el más importante
cause de agua del lugar. Todos los otros arroyos terminaban en el
Narangay. Aproximadamente a unos doscientos metros, antes de
llegar al arroyo, había una curva, que se dirigía
hacia el este, siempre en bajada. En el carretón se
hablaba de cualquier cosa, menos del muerto. Terminó la
bajada, y cruzamos un arroyito bastante pedregoso. El
carretón se sacudía de un lado para el otro, y las
ruedas hacían un ruido bastante fuerte. El muerto
parecía que iba a darse la media vuelta, y quedar boca
abajo. Tuvimos que atajarlo con nuestros pies, de ambos lados
para que se quedara quieto. Cruzamos este primer arroyito, y
luego el camino seguía bastante plano. Atravesamos un
campo y llegamos a una picada corta de unos quince
metros.

Luego encontramos un campito de unas cuatro
hectáreas, de tierra arcillosa y negra. Al norte de este
campo estaba el cementerio. Era un terreno bajo y anegado en
tiempo de lluvia. Llegamos a la entrada. Me bajé a abrir
la tranquera. Dejé la entrada libre para poder entrar el
carretón. El cementerio estaba totalmente anegado.
También se bajaron los otros, y estuvimos chapoteando en
el agua. Al final encontramos la fosa, que ya estaba preparada, y
nos preparamos a enterrar a Borraqui. Hicieron girar el
carretón lo más cerca posible de la fosa, para
facilitar el trabajo. Yo… en mi puesto anterior, por las
piernas. Bajamos cuidadosamente para no caernos al agua. Lo
colocamos en la fosa, pero parecía que el muerto se
resistía a ir bajo tierra. Las piernas fueron para el
fondo, pero la cabeza no se sumergía en el agua. Para
mí "no tenía tanta gracia" lo que estaba
sucediendo. Pero el sepulturero, con voz de broma, dijo: "No te
resistas Borraqui…, que de alguna manera te vamos a meter
bien abajo". Los carreteros se rieron del chiste, pero a
mí no me dio ninguna gracia. Tal vez tenía miedo, o
lástima por el pobre viejo, que estaba medio flotando en
el agua.

Sin pensar mucho, el sepulturero, ordenó a su
ayudante, que fuera a buscar al monte, una piedra un poco plana,
para ponerla sobre el pecho del muerto. "Con eso se va al fondo",
dijo. Mientras todo esto sucedía, el tiempo empezó
a empeorar. Hacia el sur, se veían nubes negras, grandes,
compactas. Parecía una fuerte tormenta de viento y lluvia.
Al rato llegó el ayudante, con la piedra en sus brazos. La
pasó al sepulturero, y este le colocó sobre el
pecho del muerto. Se agitó un poco el agua al desaparecer
la cabeza de Borraqui. Casi al instante se aquietó el
agua. El sepulturero se aprestó a tirar tierra, y yo
sentí un gran alivio espiritual al ver que por fin esta
tragicomedia terminaría rápidamente. El sepulturero
hundió su pala en la arcilla floja de la
excavación, para dar inicio al llenado de la fosa. Antes
de dar la primera palada, como en cámara lenta,
apareció otra vez la cara de Borraqui. Esto sí que
ya era el colmo…

Casi sin darme cuenta, casi gritando dije "¡que
bárbaro!, vuelve a salir"… La frazada que antes
cubría su cara, no la tenía ahora. Al reflotar,
posiblemente se le cayó al costado. Yo retrocedí
unos metros, como mirando la tormenta que comenzaba a agitar las
copas de los árboles, produciendo un murmullo macabro e
infernal.

El sepulturero explotó como una bomba, y
comenzó a maldecir al muerto, diciendo que se
resistía a meterse al infierno.
"¡¡¡Pecador empedernido!!!" Y otras frases
parecidas… Gritó también al ayudante, por no
traer una piedra más plana, porque la que había
traído era casi redonda, y al irse al fondo se
corrió al costado, y quedó debajo del muerto. Fue
realmente un momento de furia del sepulturero, pero luego se
apaciguó. Luego dijo que iríamos al bosque a buscar
unos horquillones, para clavar al muerto al fondo, y luego
tirarle tierra encima, y terminar de una vez con este
desagradable trabajo.

Me preguntaba que habría hecho este hombre en su
vida para que le pase esto. El que manejaba la carreta fue a
buscar un hacha y un machete para conseguir el horquillón.
Se encaminaron hacia el monte. Yo quise acoplarme a ellos pero
algo pasó.

Yo era realmente miedo lo que tenía. El
sepulturero se dio cuenta de lo que me estaba pasando. Vi que con
un ojo guiñaba a los otros, y me ordenó:
"Andá y quedáte a atender al muerto, que ya
venimos. Vamos a traer unas ramas para sujetar a Borraqui y para
terminar, y luego nos marchamos". Yo pregunté… "Pero
¿quién se va a llevar al muerto?" Me dijeron:
"Quédate, que puede venir un perro o un zorro y se come al
muerto"… Pero yo dije, "Acá no hay ningún
perro"… "Bueno", me dijo el sepulturero, "pero yo te
ordeno que vayas a cuidar al muerto". Sin decir más, se
metieron al monte.

Me acerqué a unos tres metros de Borraqui. Quise
mirar a otra parte, pero no sé qué me pasaba.
Miraba fijamente su boca medio abierta, sus dos dientes bien
largos y separados de la mandíbula inferior, que le daban
la apariencia de un roedor, y sus ojos, abiertos, sin
párpados ni cejas, que parecían que me miraba, pero
no me veía. Quise dar unos pasos hacia atrás para
no mirarlo más, y ver otra cosa, los bueyes, el
carretón, el bosque…

El bosque empezó a moverse con más
violencia. Yo no me movía de mi lugar. De vez en cuando
miraba de vuelta a Borraquí. De repente, parecía
mirarme más fijamente. La boca y sus dientes
parecían más grandes. La superficie del agua se
agitaba levemente con el viento, formando pequeñas olas.
Para mí no era el agua lo que se movía, sino
Borraquí, que parecía querer salir del agua. No
sé que me pasaba, no podía moverme…
Quería correr, gritar, pero parece que mi subconsciente no
me lo permitía. Quizá no quería que se
burlen de mí. Era una lucha interior tremenda. Ni un
músculo de mi cuerpo se movía. Seguía
clavado al lugar como un poste. Posteriormente pensé que
tal vez la computadora de mi cerebro se había trabado, al
recibir dos órdenes simultáneamente.

El sentido que más se agudizó fue el del
oído. Todos los ruidos y movimientos los escuchaba mucho
más fuerte que lo normal. El pastar de los bueyes al
arrancar la hierba…, era como si alguien estuviese cegando
con guadaña. Los golpes de hacha parecían
oírse bien cerca. Pero yo no me podía mover… Mis
cabellos parecían estar de punta. Mi cuerpo empezó
a recibir…, parecía baldadas de agua fría.
Empezaron a castañear mis dientes, con un ruido
ensordecedor que no podía controlar. En ese momento el
viento llegó con toda su intensidad y furor.
Escuché que se rompían gajos de árboles,
chirriaban otros al tumbarse a tierra. Era un ruido
indescriptible. Pero sobre todo el fragor de la tormenta,
sobresalía el castañear de mis dientes. Yo no
tenía la noción del tiempo que estuve parado,
cuidando a Borraqui. Yo no me movía. Solo la cabeza
podía hacer girar. Miraba hacia el lugar a donde se
habían ido los otros…, miraba a Borraqui…,
miraba a los bueyes…. Era como una lechuza que estaba
cuidando su nido.

La tormenta se hacía cada vez más fuerte.
Mis compañeros salieron del bosque, y venían
corriendo. Parecían muy apurados por el mal tiempo. Yo me
di cuenta de que ellos deliberadamente estaban tratando de
hacerme tener miedo. Para mí ya casi no tenía
importancia la presencia de ellos. Yo seguía
castañeando los dientes, con un frío terrible. Uno
de ellos me preguntó qué era lo que me pasaba. Yo
no podía hablar. Estaba tan asustado… El carretero le
ordenó a su ayudante que me sacara del lugar. Este me
invitó a ir a la carreta. Yo no me pude mover. Me
tomó de la cintura, y como a un palo, me llevó
debajo de su brazo, hacia el carretón. En eso ya estaba
lloviendo torrencialmente, y con el fuerte viento, al empaparme,
me reanimé un poco, pero no podía hablar. No
tenía lucidez mental. Vi que los bueyes corrían
para salir de la tranquera del cementerio. Unas de las ruedas
chocó contra el parante vertical con violencia, se
subió por él, y volcó el carretón,
quedando las ruedas hacia arriba…

El que me transportó me colocó a unos
metros de la tranquera. No podía hacerme acostar porque
todo el suelo estaba anegado. Me hizo parar junto a la alambrada.
Yo creo que me agarré del alambre lizo de arriba.
Dejé de castañear los dientes, pero ahora,
tenía dura la mandíbula, y un frío
terrible… El ayudante fue a calmar a los bueyes, para que
no arrastraran más el carretón, que estaba en una
posición bastante ridícula. Los otros dos se
turnaban todavía con una pala para llenar la fosa donde
descansaba Borraqui, con una piedra bajo la espalda.

Por fin pudieron enterrarlo, y vinieron a levantar el
carretón, a su posición normal. Me desprendieron
del alambrado, y me llevaron a la carreta. Me senté en el
piso con las piernas extendidas… El regreso, fue para
mí, una eternidad. Tenía tantos deseos de estar
junto a mi madre. Llegamos a la enfermería, y me
bajé por mis propios medios, y el ayudante, llevó
el carretón a la intendencia. El sepulturero se fue
también. El carretero se quedó conmigo, y le
contó al jefe lo que me pasó. Mi jefe le
recriminó por lo que me habían hecho, pero este se
lavó las manos, diciendo que el sepulturero era el
causante de todo lo que pasaba. Yo no aguanté más,
y exploté en llanto. Suele decirse que el llorar no es de
hombres, pero francamente, a mi me hizo tanto bien, que hasta el
frío tremendo que tenía me pasó bastante.
Entre sollozos, le encaré a mi jefe, del porqué me
dejo ir con esos brutos y despiadados, que a propósito me
ordenaron cuidar al muerto. Mi jefe no se emocionó con mi
llanto. Yo esperé que me adulara, y que tuviera una
actitud paternal para conmigo. Pero él me miraba con una
sonrisa picaresca, tal vez pensando decir un chiste sobre lo
ocurrido, pero al verme tan agitado, no dijo nada. Cuando por fin
dejé de llorar, me dijo: "Vamos a tu casa, a cambiarte tu
ropa, y esta tarde no vas a venir al trabajo. Hoy no le cuentes a
tu mamá lo del entierro, solo que te empapaste en la
lluvia, y que por eso estás con mucho
frío"…

El resto del día lo pasé muy tranquilo.
Alejé de mi mente todo lo ocurrido esa mañana.
Estuve jugando con los muchachos de mi pandilla. Me preguntaron
por qué no fui a la enfermería. Les dije que no
tenía nada para hacer, y que mi jefe me dio
permiso.

Raúl comandaba la pandilla. Esa tarde no fueron
al bosque a matar pájaros, ni a buscar nidos con huevos de
avecillas. El entretenimiento era hacer pelear a los más
chicos. Se pelearon tres parejas, y ninguno de ellos
lloró, ni a ninguno le sangró la nariz. A la
tardecita se desparramó el grupo. Cada uno fue a su
casa.

Esa noche nos acostamos más tarde que de
costumbre. Tal vez mamá tenía muchas cosas que
hacer. No sé a qué hora habrá sido, si
durante el primer sueño, o a la madrugada, que lo
tenía otra vez a Borraqui, pegado al techo de mi casa. Di
un grito y salté de la cama. Mamá se
despertó y me preguntó qué era lo que me
pasaba. "Nada mamá", dije, "solo tengo frío"… Sin
pensar más me tiré a la cama de mi madre, con las
frazadas sobre mi espalda. Le pedí a mamá que me
apriete con sus brazos. Ella quería saber que era lo que
me asustaba. Le pedí que nos durmiéramos, porque yo
tenía mucho sueño. No se convenció con su
explicación, pero se calló. Sentí que su
brazo me apretaba más. Ahora sí que yo ya no
tenía más miedo de ese viejo Borraqui, aunque
viniera con todos sus antepasados muertos. Casi con rabia,
pensé que ahora, sí, estaba protegido por el brazo
de mi madre, más poderoso que un ejército…
Me sentí otra ves como un niño de tres o cuatro
años, que dormía con placidez al amparo y cuidado
de la más grande que tenemos en este mundo: La
madre.

Conclusión

El milagro del leproso, una
enseñanza del Evangelio sobre la discriminación
social

Por Wolfgang Streich

En nuestra sociedad las pocas voces que se levantan a
favor de los más necesitados que existen, no logran
contener el empeoramiento de la situación.

Estamos adorando los valores que promueven el consumismo
y el capitalismo. No existen soluciones ni propuestas que
expresen amor de verdad, ni de parte del Gobierno, ni de parte de
la sociedad civil. Lo único que cuentan son los
números y estadísticas, que generalmente son
fraudulentas.

En el Evangelio siempre nos sorprende la actitud
misericordia de Jesús volcado hacia los humildes y
excluidos. Los leprosos, especialmente lo conmueven al punto de
encontrarse él en la necesidad de tocarlos, contraviniendo
la ley judía.

La sanación de lepra es expresión del
«secreto» del Reino que implica la supresión
de toda discriminación. Y es importante captar este
secreto, cuando corremos el riesgo de que nuestra fe se diluya en
prácticas estériles, convenciones sociales,
devociones formalísticas, sin que nos toque
mínimamente el atropello que a diario constatamos de la
justicia.

La curación del leproso (San Marcos 1: 40-45),
¿Qué significado podía tener en el mundo
mediterráneo y judío propio de la época? En
ese mundo los dirigentes de la sociedad estaban particularmente
angustiados por el peligro de ser absorbidos por una cultura
más poderosa. Por consiguiente se preocupaban de proteger
las líneas divisorias en el terreno corporal. Lo peor eran
los peligros que pudieran amenazar las líneas divisorias
del cuerpo político. Esos peligros se reflejan en su
preocupación por la integridad, la unidad y la pureza de
su cuerpo. Es decir, una falla de integridad en el cuerpo tiene
un equivalente sociológico. La legislación es
meticulosa por lo que pueda o no pueda entrar en los orificios
del cuerpo.

En la Biblia se habla de lepra no sólo de la piel
(Lev. 13, 1-45); 14, 1-32), sino también de lepra de los
vestidos (Lev. 13, 45-59) o de las paredes de las casas (Lev 13,
33-53) de modo de cualquier superficie podía ser
ritualmente impura, o lo que es lo mismo, socialmente
inadecuada.

El leproso no constituye un peligro social por la
posibilidad de contagio de la enfermedad, sino por el riesgo de
contaminación simbólica (Lev 13: 45-46). El
desgraciado ha perdido la vida porque su existencia es
considerada como una deshonra a los ojos de los demás. Es
como si estuviera muerto.

De esas muertes está plagada la sociedad moderna.
Los excluidos como son las prostitutas, las niñas que se
ven obligadas a prostituir porque no hay fuentes de trabajo, los
mendigos, los ancianos cuyas míseras pensiones no les
permiten acceder a un digno servicio social. Todos éstos y
otros son como muertos en vida sin ninguna posibilidad de
redención social.

La lepra es un concepto amplio: evoca todo tipo de
discriminación. Sentirse derrotado por algo es como tener
lepra así como sentirse marginado por no poder superarse.
Hay una interacción entre el defecto físico o
psicológico y la situación y el criterio de lo que
la sociedad considera como honroso y deshonroso.

Nuestra sociedad está enferma. Padece males muy
serios y hasta presenta signos inequívocos de anormalidad
en la estructura. En el relato del leproso, para entenderlo hay
que hacer una distinción entre los «males» y
las «afecciones». ¿Qué es lo que
queremos decir cuando afirmamos que los pacientes padecen males?
El mal es algo que se produce en el estado general de la persona
y en sus funciones sociales. Es la experiencia de todo cambio en
sentido negativo.

La afección, en cambio, es una anormalidad en la
estructura y la función de los órganos y sistemas
fisiológicos. Hace falta asimilar el concepto de mal como
hecho psicológico y, además, considerarlo en su
dimensión social. Ver en qué medida esa
disfunción afecta a la familia, al trabajo y a otros
niveles más amplios de la sociedad. Si la estructura y los
órganos están enfermos, no extrañemos que
por todos lados aparezca "la lepra"… Y ésta no se
cura con inauguraciones y cortes de cinta, con estereotipos
trillados como los de: "obras, no palabras"…, sino
remediando el mal.

Este es un problema estructural que debe ser atacado
sistemáticamente hoy en todos los ámbitos, en el
gobierno, en las escuelas, en la familia. La curación es
deseable, pero si no se puede curar, siempre podemos remediar el
mal negándonos a marginar a los que lo padecen.

Puntos para
reflexionar

  • 1. Al tocar a un leproso ¿a qué
    se expuso Jesús?

  • 2. El leproso de esta historia (Nicolás)
    puede representar a todos aquellos que se encuentran
    desvinculados de la sociedad: los que enfermos en los
    hospitales y sanatorios que no tienen parientes y nadie los
    visita; los internados en los neurosiquiátricos, los
    que se sienten rechazados por alguna enfermedad grave, por
    ejemplo, el SIDA. Así como Jesús fue movido a
    misericordia y arriesgándose extendió su mano y
    le tocó, nosotros también podemos seguir su
    ejemplo para ayudar de alguna manera a todas estas personas
    que Dios ama.

  • 3. Pero también este estudio puede estar
    dirigido a nuestras propias vidas. Muchos han comparado la
    lepra con el pecado que nos separa de Dios y de nuestros
    hermanos. Tal vez haya en alguno un profundo sentimiento de
    culpa que lo está hundiendo en la depresión.
    Este es el momento que podemos decirle a Jesucristo:
    "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Sin duda,
    él extenderá su mano y dirá: "Quiero, se
    limpio."

Sugerencias
prácticas

Como sociedad podemos juntarnos y realizar acciones
prácticas de amor hacia los más desposeídos
y los discriminados. Por ejemplo, iglesias, colegios,
cooperativas, pueden visitar el leprocomio Santa Isabel. El
Leprocomio Santa Isabel se encuentra a 115 Km. de la capital
(Asunción, Paraguay). Para llegar al lugar se debe tomar
el ramal de 40 Km. que parte de Paraguarí y llega al
microcentro de la comunidad de Sapucai. De allí sale otra
bifurcación de la ruta y 15 kilómetros
después se encuentra el leprocomio en la
compañía Cerro Verde.Está asentado sobre una
propiedad de 973 hectáreas, caracterizada por espesas
arboledas donde conjugan una gran variedad de flora y campos a
cielo abierto. La finca cuenta además con cristalinos
arroyos. El camino que llega al sitio está en buen
estado.

Actualmente hay alrededor de 75 ancianos internos,
atendidos por un capellán y un grupo de hermanas
Vicentinas. Lo que más reclaman los internos es la visita
de sus familiares y otras personas que le lleven un poco de
cariño y alegría. Leprocomio Santa Isabel.
Sapucai – Teléfono: (0539) 263-366

Así mismo se podrían hacer campañas
de concientización sobre la no discriminación y
otras miles de ideas que pueden ser fuente de expresión de
amor a los más desposeídos y desprotegidos de
nuestro país y del mundo.

 

 

Autor:

Sr. Nicolas Missena.

 

Partes: 1, 2, 3
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