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Las Adicciones (socialmente) Permitidas (página 2)




Enviado por Mariano Gonzalez



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Ignacio es arquitecto, tiene treinta y cinco años
y ha podido ahorrar un dinero. No es mucho realmente, pero si
consiguiese de alguna manera duplicarlo podría invertirlo
en algún departamento, cuya renta le permitiría
disfrutar de un alivio en su presupuesto mensual. Conversando del
asunto con un amigo, éste le sugirió que probase
suerte en la Bolsa de Comercio; podría pasarle algunos
datos para incrementar la suma en un par de semanas. Como los
datos eran de buena fuente, efectivamente la cifra se
duplicó con creces en apenas tres semanas, y entonces le
sugirieron que vendiera sus acciones, pues el aumento
respondió a una maniobra de fuertes inversores y era muy
probable que en los próximos días aquellos
títulos bajaran abruptamente. Así lo hizo, y ahora
está en condiciones de comprarse el departamento que
quería. Pero pensó que una renta mensual fija no
era en definitiva nada especial. Le gustó aquello de ganar
dinero tan fácil y rápido, así que
resolvió cambiar de inversión, siempre
asesorándose con aquel amigo que le había
aconsejado tan bien.

Al comienzo esta inversión prosperó;
entonces Ignacio empezó a impacientarse. Le costaba la
dedicación al trabajo, su mente ya había quedado
atrapada en los altibajos de la Bolsa, y a menudo conectaba la TV
de su estudio para seguir de cerca la evolución de las
cotizaciones. Se le volvía complicado tener que esperar
hasta la noche para enterarse de los resultados por el noticiero,
al volver a casa.

Hoy, su trabajo se ha resentido en buena medida, y
aunque el juego de la Bolsa no lo ha arruinado todavía, es
muy improbable que vaya a convertirlo en millonario. Muchas veces
falta al estudio para seguir de cerca el mercado, y lo peor es
que uno de sus socios le ha señalado ya varias veces que
lo nota ausente, como si tuviera la cabeza en otra cosa. Y claro
que la tiene. A este paso su futuro profesional no parece
demasiado promisorio. El otro socio insinuó que de
persistir en su actitud, sería mejor que Ignacio fuera
pensando en abrir otro estudio por su propia cuenta.

Este caso, es ilustrativo de lo que la adicción
significa, y nos permiten comprender que nuestro concepto previo
de lo que es un adicto era apropiado pero
insuficiente.

De acuerdo con el criterio común, el adicto se
nos presentaba como un paria, un marginado, alguien completamente
diferente de nosotros. Un rebelde desahuciado que nada
tenía que ver con nosotros ni con nuestro entorno familiar
o social.

Esta imagen ya no resulta creíble. La
adicción -ya sea a sustancias, objetos, actividades o
personas- ha aumentado considerablemente su espectro, y ya no se
puede ya distinguir entre personas ricas o pobres, barrios
elegantes o humildes, razas diferentes o creyentes y no
creyentes.

Porque todos nos desarrollamos en una sociedad adictiva,
que provoca un estado de debilidad ante la adicción.
Seremos más o menos vulnerables según sea nuestro
interior, y no según el barrio donde vivamos o la raza a
que pertenecemos. Desde luego que hay una escala entre las
diversas adicciones, y a nadie se le ocurriría sostener
seriamente que es lo mismo emborracharse que trabajar
compulsivamente, o tener sexo compulsivo que comer chocolate sin
control. Claro que en todos estos casos hay siempre dolor; y en
los menos graves, al no haber una censura legal o social, los
adictos no se sienten incitados a buscar ayuda. El cigarrillo
tiene mayor tasa de reincidencia que la poderosamente adictiva
heroína porque aquel no tiene sanción legal ni
social.

Adicción a drogas legales e
ilegales

Aunque el propósito de este libro no es ahondar
en estos temas, nos vemos obligados a hacer una somera
referencia, dado que el término adicción se
identifica con los de drogadicción y
alcoholismo.

En primer lugar consideramos necesarias algunas
aclaraciones previas. Los criterios para clasificar las drogas
son variados. Pueden agruparse según los efectos que
producen, su procedencia, el tipo de dependencia que generan
(blandas o duras), la intensidad de la adicción que
provocan, si son legales o ilegales, y otros criterios. Muchos de
los cuales son arbitrarios. Por ejemplo, clasificar a las drogas
como legales o ilegales resulta demasiado subjetivo, ya que esa
variable depende de cambiantes factores culturales,
económicos y políticos. Hemos optado por la
enumeración anterior para simplificar el panorama.
También nos referiremos someramente a los diferentes
trastornos de la alimentación (compulsión por la
comida, anorexia, bulimia). No hace falta aclarar que la comida
no es una droga, pero lo que aquí hemos tratado de resumir
es el conjunto de las conductas adictivas más
frecuentes.

Las drogas ilegales. Desde tiempo inmemorial el hombre
ha buscado y consumido sustancias que transforman la
percepción de la realidad. En la sociedad actual, y
siguiendo esta clasificación convencional, podemos
considerar como drogas ilegales a la cocaína, la
marihuana, la heroína, el LSD y el éxtasis, por
citar sólo las más conocidas. Del total de los
consumidores, alrededor del 80% pertenece al sexo masculino y 20%
al femenino. La franja etarea más castigada es de los 16 a
los 25 años de edad. Se estima que actualmente el
narcotráfico mueve unos seiscientos mil millones de
dólares. Cada vez en forma más acelerada parecen ir
desapareciendo los principios éticos y morales que
sustentaban nuestra cultura, lo que nos obliga a fortalecer al
individuo para que esta corriente no lo arrastre y termine por
sumergirlo.

Las drogas legales. El stress o la depresión
producidos por las condiciones en que se desarrolla la vida en
nuestra sociedad actual, llevan a mucha gente a buscar un alivio
inmediato en psicofármacos. Se trata de sustancias de
origen natural, cuya estructura química se ha modificado
mediante su manipulación en el laboratorio. Entre ellas
podemos mencionar al alcohol, la nicotina, los somníferos,
tranquilizantes, estimulantes y analgésicos. Y hasta
podrían agregarse las gotas para la nariz. El mayor
porcentaje de consumo pertenece al sexo femenino (alrededor del
60%) y el 65% de los consumidores es gente mayor de 40
años. Frente a un factor desencadenante (angustia,
insomnio, stress) se recurre por lo habitual a la
prescripción médica, y en muchos casos la persona
experimenta la necesidad de incrementar las dosis,
cayéndose en lo que se denomina iatrogenia, donde el
remedio termina siendo peor que la enfermedad. Por último
suele caerse en la autoprescripción, y la persona se
vuelve adicta casi sin darse cuenta.

Si se consideran las enfermedades que produce, los
conflictos familiares que desencadena y el enorme costo social
que implica, puede decirse sin temor a exagerar que el alcohol es
una de las drogas más peligrosas que se conoce. Tomado en
moderadas dosis no implica problemas, pero más allá
de ese límite prudente provoca situaciones de descontrol y
lleva a muchos bebedores a caer en el alcoholismo, una enfermedad
en sí misma y que causa un alto porcentaje de mortalidad.
Una de las propiedades del alcohol consiste en producir un
aflojamiento de los frenos inhibitorios de la conducta; si a esto
agregamos el hecho de que su consumo, lejos de estar prohibido,
es estimulado por una creciente publicidad, se comprende
fácilmente que vastos sectores de la población lo
usen sin tener demasiado en cuenta la peligrosidad que
entraña su simple uso. Basta el hecho de que en todos los
brindis se chocan las copas invocando un deseo para todos:
"Salud!".

La adicción al tabaco es una de las más
comunes y peligrosas, con la particularidad de que su consumo no
acarrea las consecuencias socialmente perjudiciales de otras
substancias permitidas, como el caso del alcohol, por ejemplo, lo
que dificulta el hecho de recuperarse. Progresivamente la
sociedad ha ido tomando conciencia de lo nocivo de esta
adicción, y cada vez se restringe más la
posibilidad de fumar en lugares públicos.

Adicción a la comida

Debido a que la sociedad actual privilegia el modelo de
la delgadez y lo promueve desde los medios masivos de
comunicación, todo lo que no calce dentro de esos
cánones es inaceptable. Dada esta circunstancia, el obeso
no tiene cabida dentro de los grupos de "gente linda". El temor a
la obesidad y la persecución obsesiva de la delgadez son
la causa de la bulimia y de la anorexia, que son un tipo de
adicción que se relaciona con la comida.

La bulimia y la anorexia son enfermedades casi
exclusivamente femeninas. Las estadísticas indican que 9
de cada 10 personas que las sufren son mujeres, aunque la tasa de
hombre ha ido en aumento. La anorexia consiste en mantener una
dieta estricta y permanente que en casos extremos puede llevar a
la muerte. A las anoréxicas no les interesa el sexo ni
tener amigos. Los síntomas más comunes de la
anorexia son el temor morboso a volverse gordo; el control
exagerado de la alimentación; el abuso de determinadas
sustancias; los vómitos; el pensamiento constante acerca
de la ingestión de alimentos; sentimientos de inferioridad
respecto de la inteligencia y la apariencia; retraimiento
familiar y social; pensamientos equivocados respecto de la propia
imagen corporal; trastornos en el ritmo
cardíaco.

Una característica muy importante de las chicas
que sufren anorexia es que cumplen con sus obligaciones de una
manera estricta. Por eso no es de extrañar que cuando
comienzan una dieta la hagan con patológica
exageración. Bajo la aparente ausencia de conflictos en
las familias de estas jovencitas, que aún
volviéndose escuálidas se sienten gordas, se oculta
con frecuencia un problema de comunicación, en especial
con la madre. En su mayoría son chicas inteligentes,
buenas estudiantes y perfeccionistas. Sin embargo, les resulta
difícil expresar sus deseos y emociones, tienen una baja
autoestima y necesitan constantemente sentirse aprobadas por los
demás.

La bulimia tiene etapas de control seguidas por otras de
gran descontrol. Las bulímicas incurren muchas veces en
conductas promiscuas tanto en lo referente a la sexualidad como
en la actitud con las drogas y el alcohol. En estos aspectos se
muestran tan voraces como con los alimentos. Estas personas
suelen padecer una marcada inestabilidad emocional y una clara
tendencia a la depresión. Tienen una pobre imagen de ellas
mismas, son muy sensibles al rechazo y a menudo se sienten
incómodas e inseguras. Tienden a sentirse culpables y son
excesivamente autocríticas.

Los episodios recurrentes de atracones compulsivos hacen
perder a las bulímicas el control sobre la ingesta de
comida. Para evitar el lógico aumento de peso, acostumbran
a provocarse vómitos, abusan de laxantes y
diuréticos y adoptan regímenes estrictos o
simplemente ayunan.

Entre los factores que colaboran con la aparición
de estas enfermedades que se encuentran hoy en un período
de plena expansión, está la problemática
global que debe enfrentar cualquier adolescente: crecimiento,
logro de una identidad propia y necesidad de relacionarse con el
medio de una manera adulta. En principio, hay que tener en cuenta
el contexto social, que cada vez se vuelve más competitivo
y propone una innumerable gama de modelos e ideales muchas veces
alejados de un desarrollo sano. Luego las crisis evolutivas de la
familia y las relaciones que le son propias.

Aunque ninguno de estos factores por sí solos
constituye la causa directa de estas enfermedades, la suma de
ellas aumenta la probabilidad de su aparición. Una
sociedad en la que la delgadez no sólo es sinónimo
de belleza sino de inteligencia y de felicidad, crea modelos con
los que una gran mayoría desea identificarse. Si estos
modelos son tomados por la familia como valores que, de forma
manifiesta o no, deben cumplirse, se está propiciando la
aparición de los trastornos mencionados.

Las nuevas adicciones: adicciones de
moda

Son las otras adicciones que forman parte de este
libro.

Los adictos al juego no sólo se perjudican en su
patrimonio, sino que pierden interés por cualquier otra
cosa, y entre ellos es alto el porcentaje de personas con
problemas cardíacos e incluso de suicidas.

La adicción a las compras quizá hoy
más que nunca se vea restringida a un alto nivel
socio-económico, pero no deja de ser un asunto a
considerar.

La adicción al trabajo es grave, aunque no lo
parezca, porque sustrae al adicto de su familia y le impide
disfrutar del esparcimiento indispensable para llevar una vida
equilibrada y saludable.

Los adictos a los ejercicios físicos no
parecerían revestir mayor gravedad, pero sin embargo
pueden correr serios riesgos. Las relaciones familiares y de
trabajo se perjudican por el interés exclusivo que ponen
en su actividad, y viven en la constante preocupación de
superar sus propias marcas.

También la TV, los videojuegos y actualmente
Internet contabilizan un número de adictos que parece ir
creciendo.

Por otra parte, aunque no menos importante, están
los adictos al sexo, que usan el mismo como si se tratara de una
droga. Las variantes son múltiples, desde los que
mantienen contactos sexuales diversos, los seductores, los que se
obsesionan con prostitutas o travestis, quienes se masturban
compulsivamente, hasta el voyeur, el exhibicionista y en el
extremo más grave los que gozan con el abuso sexual, los
castigos físicos como medio de obtener placer, y los
violadores.

Por último hay que referirse a los adictos al
amor, aunque podría caracterizárselos más
bien como adictos a las relaciones afectivas. Suele
denominárselos "codependientes", por su inclinación
a vincularse con personas que a su vez ejercitan otra
adicción. Generalmente son víctimas de menoscabos
en el terreno emocional, físico e incluso
sexual.

Los cuatro jinetes del Apocalipsis

Los síntomas de toda adicción pueden ser
detectados y descriptos. Para efectuar un diagnóstico
adecuado existen sin embargo problemas, pues es común que
el propio adicto eche mano de ciertos medios dirigidos a
disimular su conducta adictiva.

Veamos cuáles son los cuatro síntomas de
la adicción:

La negación es un mecanismo de defensa
común a la mayoría de los seres humanos, pero en el
adicto se ejerce con inusitada intensidad. Esto implica no
sólo que procura ocultar su situación a los
demás, sino que también lo hace ante sí
mismo, recurriendo a innumerables trampas para lograr su
propósito. Se convierte así en una maquinaria de
negar, girando alrededor de dos afirmaciones falsas: a) La
persona, sustancia o actividad de su adicción no es un
problema que le incumba. b) Sus problemas en aumento nada tienen
que ver con el objeto de la adicción.

Niega el asunto ("¿cuál es el problema?");
le resta importancia ("vamos, no es para tanto", "no pasa nada");
echa la culpa a un tercero ("qué quieren, con la esposa
que me tocó") o a una situación ("con lo mal que
van las cosas"); se niega a abordar el asunto ("por favor,
cambiemos de tema") o echa mano a la racionalización ("lo
de Fulano sí que es grave, no van a compararme con
él").

Son muchísimos los ejemplos que ilustran este
temperamento. Jaime nos relata lo que ocurría cada vez que
alguien osaba insinuarle que tenía una manera de beber
anormal:

"¿El alcohol? ¿Y eso a qué viene?
Pero qué tendrá que ver. Me gustaría verlos
a ustedes en mi situación. Con un sueldo que no alcanza,
una mujer que no colabora para nada y dos hijos que hacen la suya
y no son capaces de preguntarme si necesito algo. Y por si fuera
poco, la empresa que anda en serios problemas y mi jefe que me
tiene entre ojos, vaya uno a saber por qué… Ustedes se
equivocan. Las copas que me tomo, que al fin de cuentas no son
tantas, me ayudan a sobrellevar esta vida de
porquería…"

Las excusas no tienen fin. Marcela, una jugadora en
recuperación, puede hablar del asunto ahora que lo ha
superado.

"¿Lo he superado? La respuesta es sí, pero
como decimos en el grupo, sólo por hoy. La mente de uno es
muy traicionera. Todavía deberá pasar un tiempo
hasta que me sienta verdaderamente afirmada en mi
convicción de no volver a jugar. De todas maneras, hoy no
jugaré, y puedo ver cada vez con más claridad lo
que me ocurrió. Me ponía toda clase de excusas para
escaparme al bingo: con el sueldo que gana mi marido jamás
terminaremos de pagar la hipoteca; después de todo,
¿desde cuándo está prohibido soñar?;
ya van a ver cuando aparezca con cien mil dólares,
ahí se van a dejar de vigilarme, se van a acabar esas
críticas solapadas que yo les veo en la
mirada…"

"Lo peor es que me lo creía de veras, y me
endeudaba con gente con tal de que no me faltara esa platita
salvadora que me iba a conseguir una fortuna. A veces ganaba,
pero era lo mismo que nada. Pagaba alguna cuentita pero al
día siguiente volvía a jugar para hacerme
millonaria y volvía a casa sin un centavo. A veces tuve
que pedir a algún desconocido que me pagara un boleto de
ómnibus, aunque parezca increíble. Como en el
barrio me conocían, yo me iba a jugar bien lejos, con la
excusa de visitar a una amiga cómplice que vivía a
cincuenta cuadras y siempre estaba enferma. Los adictos somos
capaces de cualquier cosa con tal de salirnos con la nuestra.
Hasta que todo termina por descubrirse. Lejos de pagar la
hipoteca, mi marido tuvo que recurrir a un hermano que le
prestó el dinero para pagar a mis acreedores, que
perdieron la paciencia y empezaron a exigir el cumplimiento de
mis promesas. Uno de ellos era un prestamista profesional, un
usurero, y me quise morir cuando se las ingenió para
conocer mi domicilio y aparecer en casa amenazando con un juicio
por unos pagarés que yo había firmado en el
bingo… Creo que allí toqué fondo. Pero qué
duro camino tuve que recorrer…"

La negación "desenchufa" al adicto de la
realidad. Uno podría preguntarse si, de no tomar esas
copas, el sueldo de Jaime no le rendiría algo más.
O si su jefe lo tendría entre ojos si lo viera cumplir los
horarios y trabajar con eficacia. Y con la plata tirada en el
bingo, la situación económica de Marcela no
habría estado cada vez más comprometida, hasta
podría haber ayudado al marido con las cuotas de la
hipoteca.

La negación fomenta el bloqueo de las facultades
mentales, y no sólo en el caso de drogas que en sí
mismas tienen el poder de alucinar y anestesiar la conciencia. Se
produce en cualquier adicto una verdadera "fuga de la realidad",
y en este sentido nos encontramos frente a una "micropsicosis",
como lo señala la Dra. Margaret Bean-Bayog, psiquiatra de
la Universidad de Harvard. La denominación está
significando que la persona tiene la capacidad de razonar
coherentemente en todos los asuntos que hacen a su vida
cotidiana, pero es incapaz de reflexionar acerca del tema de su
adicción. No está en condiciones de admitirla,
simplemente no puede reconocerla.

Además, el adicto desarrolla una extraordinaria
habilidad para confundir a las personas de su entorno,
convenciéndolas muchas veces de que están viendo
visiones y allí "no pasa realmente nada". Como si
proyectara su propia confusión en los demás.
Quienes lo rodean deberán recurrir a todo su sentido
común para no dejarse envolver en esta verdadera cortina
de humo que el adicto despliega con la finalidad de que nada ni
nadie pueda interferir entre él y su adicción. El
adicto parte de un sistema erróneo de creencias, basado en
cuatro suposiciones básicas: a) Él debe ser
perfecto. b) La solución rápida es eficaz. c)
Cuando quiera puede salirse del problema d) Nadie puede
ayudarlo.

La fijación es consubstancial a la conducta
adictiva. Significa que el adicto no puede dejar de pensar en la
persona u objeto de su adicción, y constantemente planea
el próximo "encuentro", sin ser capaz de descansar hasta
lograrlo. Se sustrae de la realidad para fijar su atención
en el objeto adictivo, obsesionándose con él. Si
sus expectativas se ven frustradas experimenta un sufrimiento que
puede arrastrarlo en ciertos casos a una situación de
pánico. En un tiempo que varía según sea la
personalidad de cada individuo y sus circunstancias, la
adicción pasa a ocupar el primer puesto en sus intereses,
y termina por suprimir cualquier otro interés. Su
actividad se centra en conseguir la droga, o en obtener una
entrevista con la persona que lo obsesiona, o en realizar el
deporte que no lo deja pensar en otra cosa.

Alfredo, un ex-corredor compulsivo, ofrece su
testimonio:

"Un sábado por la mañana tenía
programado salir a correr con dos amigos. Recuerdo que siempre
solía preparar mi equipo la noche antes, y aquello
constituía una especie de ritual. Todo tenía que
estar impecable. A las seis de la mañana mi esposa me
despertó en estado de tremenda agitación.
Escuchó un quejido en la habitación de nuestros
hijitos y comprobó que Julio, el menor, de apenas dos
años y medio, se había caído de su cama. No
presentaba ninguna herida pero tampoco respondía a los
estímulos para despertarlo. Podía haberse producido
una lesión interna. Como en el teléfono del
pediatra estaba puesto el contestador automático, le
dejamos un mensaje rogándole que viniera cuanto antes. Al
no obtener respuesta, resolvimos lanzarnos al hospital más
próximo. Me puse el equipo de correr y salimos disparando
con el auto, llevando también a nuestro hijo mayor para no
dejarlo solo. En el hospital nos hicieron ingresar a la guardia y
trataron de tranquilizarnos. Julio parecía respirar con
cierta dificultad y apenas abría los ojos. Miré mi
reloj por cuarta o quinta vez. Eran las siete apenas pasadas y yo
había quedado con mis amigos en encontrarnos a las siete y
media. En aquel preciso momento "toqué fondo". Fue el
descubrir con horror que durante esa hora me preocupaba
más el hecho de llegar a la cita y correr que la salud de
mi hijo. Había estado sufriendo un espantoso mal humor,
diciéndome todo el tiempo "el maldito chiquilín me
arruinó el programa". Tuve que esconderme en el
baño del hospital para no afligir a mi mujer con mis
lágrimas. Felizmente Julio se recuperó. Y yo
también. A partir de aquel día dejé de
correr, pues comprendí que no podía controlarlo. Se
trataba de todo o nada, y por suerte opté por esto
último. Entonces comencé una psicoterapia que me
ayudo a ver qué me estaba pasando."

Este impulso puede describirse como un mandato interno,
frente al cual no hay razonamiento que valga. Una adicta a las
compras procede con la misma irracionalidad que Alfredo, y si
bien él tuvo la oportunidad de un último acto
sensato, la mayor parte de las veces esto no ocurre y las
consecuencias de semejante conducta pueden llevar, en casos
extremos, a la muerte propia o de alguien cercano, a quien el
adicto jura amar con toda su fuerza.

Los efectos perjudiciales son indispensables para poder
hablar de adicción. Si a uno le agrada, por ejemplo, un
vaso de jugo de frutas con el desayuno y repite todos los
días esa experiencia gratificante, en realidad adquiere un
hábito saludable que no acarrea ninguna consecuencia
negativa. Sería absurdo referirse al hecho en
términos de adicción. Por lo tanto, sólo
puede hablarse de ella cuando se vuelve en contra de uno. Si bien
al principio no se detectan mayores problemas, y hasta es seguro
que las primeras experiencias resulten agradables, tarde o
temprano la conducta adictiva comienza a producir efectos
contraproducentes, y a pesar de ellos el adicto persiste en su
actitud con una perseverancia que difícilmente haya
sostenido en otros terrenos. La conducta adictiva suele
proporcionar placer al principio; de otra forma sería
improbable que se la pudiera sostener e incrementar. Pero a largo
plazo el placer se transforma en malestar y por último en
dolor y desesperación.

Los efectos perjudiciales de la adicción invaden
tanto las relaciones personales (conyugales, familiares,
sociales) como las laborales e intelectuales ( trabajo, estudio,
proyectos de desarrollo intelectual o laboral) el dinero, la
salud física y mental y el comportamiento de la
persona.

Gonzalo es un adicto al sexo, gracias a lo cual su vida
se ha convertido en algo así como un laberinto sin salida.
Desde muy chico sintió una fuerte vocación por la
medicina, pero también descubrió que le costaba
mucho estudiar, aunque pasaron años hasta que comprendiera
la causa de esa dificultad. Con todo, pudo terminar el
bachillerato y se recibió de médico a los
veintiséis años, especializándose en
traumatología. Poco después se casó con su
novia, hermana de un compañero de colegio, y a quien
hacía sufrir con sus escapadas sexuales que trataba de
ocultar lo mejor posible. Un año después
nació su primer hijo, y Gonzalo se prometió que
"sentaría cabeza". Pero ya desde la Facultad, y pasando
luego por la residencia médica, sus aventuras sexuales le
ocupaban no sólo un considerable tiempo sino que
además le absorbían la mente sin descanso. La
obsesión por nuevas conquistas no lo dejaba en paz, lo que
terminó en una dura separación conyugal. Por otro
lado, su trabajo profesional se fue resintiendo al punto de
perder su puesto en un conocido sanatorio, al que había
accedido por sus antecedentes y una importante
recomendación.

Gonzalo ha intentado varias veces reconstruir su vida
afectiva, pero su compulsión por el sexo lo conduce a
reiterados fracasos. Por lo que respecta a su labor profesional,
realiza rutinariamente su trabajo en otro sanatorio privado. Sus
expectativas de convertirse en un traumatólogo de primera
línea no se han cumplido, y seguramente sospecha que no se
cumplirán. Próximo a los cuarenta años y sin
haberse dado la oportunidad de buscar ayuda terapéutica,
ni siquiera toma conciencia de su adicción y atribuye su
estancamiento a factores externos: la mala suerte, el haber
tenido un padre excesivamente severo, la muerte de su madre que
le causó tanto dolor.

En realidad, muchos adictos arruinan aun sin
proponérselo su matrimonio; además, le roban tiempo
a la convivencia familiar, lo que redunda en falta de
diálogo, desinterés por los proyectos en
común, indiferencia sexual, rencores y falta creciente de
comunicación. Su entorno empieza a desconfiar y termina
por no conceder ningún crédito a sus declaraciones.
A menudo todo termina en dolorosas separaciones y
aislamiento.

Jaime, el alcohólico en recuperación,
puede comprender ahora toda la injusticia que cometía al
reprochar constantemente a su mujer y sus hijos: "Y claro, yo los
acusaba de indiferencia cuando en realidad estaban tratando de
defenderse. Porque a mí la culpa me volvía
huraño, prefería no entablar un diálogo. Y
alguna vez, cuando mis hijos eran pibes, hasta ligaron algunos
golpes, en la época en que empezaba a darle fuerte al
trago. Gracias que pude parar a tiempo, y que me dieron una
segunda oportunidad. Pero las heridas que quedan no son
fáciles de cicatrizar."

En lo que se refiere al aspecto laboral, empiezan las
llegadas tarde y la falta de concentración; los
vínculos con los compañeros comienzan a
deteriorarse y pueden llegar a ser una causal de despido; en el
más leve de los casos se pierde la posibilidad de obtener
premios y ascensos.

Ignacio, el arquitecto que jugaba a la bolsa, no
podía concentrarse en su trabajo y corría a su casa
para enterarse de los resultados. Uno de sus socios llegó
a insinuarle que pusiera un estudio por su cuenta, pero ni
siquiera esa velada amenaza de ruptura laboral logró
disuadirlo de su actitud.

Por otra parte, la conducta adictiva exige un
considerable gasto, ya sea para adquirir la droga de preferencia,
objetos más o menos costosos en el caso de compra
compulsiva, o apuestas si se trata de juego. Suelen aparecer
deudas, los ahorros se evaporan y se solicitan más
préstamos, muchas veces imposibles de devolver.Viene al
caso lo que relató Marcela. "Yo creía, cada vez que
me disponía a jugar, que iba a hacer saltar la banca y
así se acabarían todos los problemas
económicos de la familia. Tuve que encontrarme con aquel
acreedor en la puerta de calle para que se derrumbaran todas mis
fantasías respecto del juego. Si me hubieran dejado
seguir, si ese hombre no hubiera aparecido, quién sabe
hasta qué extremos habría llegado yo con tal de
seguir desafiando a la suerte…"

Con respecto a la salud física y mental,
cualquier elemento capaz de alterar el ánimo termina por
producir un deterioro físico. La conducta adictiva implica
necesariamente estados de tensión emocional, lo que trae
como consecuencia desórdenes del apetito, jaquecas,
úlcera, insomnio y un sinnúmero de inconvenientes
orgánicos. En e caso de los adictos a las drogas y al
alcohol, estos padecen además las consecuencias propias
que producen. En cuanto a la salud mental, hay un vasto espectro
de secuelas psicológicas, tales como intolerancia,
irritabilidad, mal humor habitual, desvalorización,
vergüenza o sentimientos de culpa. Particularmente la
autoestima se desmorona, debido a los problemas y fracasos que
ocurren en el hogar, en el trabajo y en el presupuesto. Sin
contar las alteraciones mentales que se producen en el caso de
los adictos a drogas y otras sustancias tóxicas. Inmersas
en la adicción, las personas actúan
inconscientemente de una manera no habitual, adoptando actitudes
que los demás consideran en el menor de los casos como
"extravagantes", cuando no egoístas y desdeñosas.
Suele comprobarse desprolijidad en el arreglo personal y falta de
aseo. La preocupación del adicto por procurarse el objeto
de su adicción lo lleva a menudo a descuidar estos
detalles que le parecen "secundarios"

4) Por último, el descontrol resulta ineludible.
Es muy común que a medida que la adicción progresa,
el adicto perciba ciertas "señales" que le indican el
peligro. En esos casos intentará moderar su conducta, y es
frecuente que comience a proponerse un control, suponiendo que
realmente tiene la suficiente capacidad de "manejar" la
situación. Ocurre que la fuerza de voluntad no es
suficiente, y la sustancia o actividad en cuestión son las
que en realidad lo manejan. Una vez hecha la primera apuesta, el
jugador ya no podrá detenerse hasta perder el
último centavo, y es probable que incluso se endeude para
recuperar lo gastado. Lo mismo le sucede a un alcohólico
si intenta un solo trago, convencido de que allí mismo se
detendrá. Un adicto al tabaco podrá proponerse un
determinado número diario (diez por día) y es
posible que se mantenga en esa cifra por un breve lapso. Pero
tarde o temprano perderá esa supuesta "conducta". Los
ejemplos abundan. Un adicto a comer en exceso lo
explica:

"Me propuse infinitas veces comenzar un régimen.
Habitualmente empezaba así: "A partir del lunes…" o "el
mes que viene…" y siempre terminaba comiéndome todo. Yo
me decía a mí mismo que era inteligente y
voluntarioso, y confieso con honestidad que no me considero tonto
ni débil de carácter. Una vez llegué a mi
récord: 125 kilos, y me dije que ahora era el momento de
decir basta de veras. Empecé con las mejores intenciones,
y dos meses después pesaba 108. La cosa iba bien, era
cuestión de perseverar. Sin embargo, se acercaba la
Navidad y mi mujer me propuso pasarlo solos en casa, para evitar
tentaciones peligrosas. Me pareció una falta de
consideración hacia ella y sus padres, que siempre nos
esperaban con los brazos abiertos. En realidad, poco me
importaban ellos. Hoy puedo comprender que, aun sin darme cuenta,
yo deseaba y quería volver a las andadas. Fuimos a casa de
mis suegros y pasamos una noche verdaderamente inolvidable. Tan
inolvidable, que cuatro meses después yo me encontraba
superando mi propio récord."

A veces, en efecto, existe un cierto dominio, un lapso
durante el cuál el adicto mantiene la ilusión de
tener el control. Puede abstenerse durante algunos
períodos. Claro que cuando lo hace sin ayuda, por sus
propios medios, su enfermedad se tomará la revancha. Suele
volverse intratable, se encapsula en un mutismo impenetrable,
encuentra que la vida es algo cruel, que no vale la pena
continuar. Siente que algo no funciona y no acierta a
explicárselo. Una sensación de aislamiento, un
temor exagerado y una falta de autoestima lo llevan a vivir sin
motivaciones válidas; carece de auténticos
objetivos.

En este caso, el adicto ejerce un control sobre el
objeto, pero no puede defenderse contra la raíz de su
adicción. La pregunta fundamental, entonces, no
pasaría por controlar o no el asunto. La pregunta
debería formularse así: "¿Puede usted
prescindir de esto sin preocuparse, puede tomarlo o dejarlo
según y cuando usted lo decida, y no vivir pendiente del
tema?"

Toda adicción es un síntoma que nos
permite ver qué nos esta pasando. Pone de manifiesto una
crisis en el ser humano y como toda crisis tiene dos salidas
(crisis en chino tiene dos ideogramas que significan peligro y
oportunidad). La adicción es la oportunidad para hacer una
revisión interna de nuestra vida y crecer a partir de
ella. Haciendo un paralelismo, es similar a un automóvil
en el que se enciende una luz en el tablero. Inmediatamente el
conductor se ensaña con esta luz, que indica que al auto
le falta aceite. Una salida fácil pero falsa al modo
adictivo consiste en cortar el cable de luz para dejar de ver el
problema; claro que de esta manera el motor se funde. La salida
más sana implica parar y hacer una revisión del
motor. Este es el mensaje de las adicciones: "En tu vida hay algo
que no funciona, cambialo para seguir creciendo"

Breve referencia al
sistema de creencias y a
la personalidad adictiva

La insatisfacción adictiva implica la incapacidad
para soportar la frustración, por una parte, y el deseo de
obtener una gratificación inmediata.

En el origen mismo de la adicción anida un falso
sistema de creencias. Se basa en la idea de que la
perfección es posible, que el mundo debería ser
ilimitado, que la imagen es más importante que la persona,
que no se es lo suficientemente valiosos y que determinados
elementos externos (personas, sustancias, actividades) poseen la
solución mágica que arreglará la
vida.

Estas creencias nos inducen a dejarnos seducir por la
oferta de una gratificación inmediata, aunque quiten la
posibilidad de un premio mayor y estable a lo largo del
tiempo.

La personalidad adictiva pone de manifiesto algunos
rasgos que agravan la insatisfacción adictiva. Entre ellos
se destacan un afán de perfección, la constante
búsqueda de aprobación y reconocimiento, excesiva
susceptibilidad al rechazo, timidez exagerada, insensibilidad
emocional, cólera, necesidad exagerada de control,
intolerancia a las frustraciones, sentimientos de impotencia,
pasividad, dejadez con uno mismo, fuerte tendencia al
autoengaño y aislamiento. Todos estos sentimientos son
enmascarados por la adicción.

La sociedad adictiva y las familias que inculcan
creencias falsas impiden desarrollar la capacidad para afrontar
la vida y resolver los problemas que presenta. Los modelos que se
ofrecen no inducen precisamente a una comunicación honesta
y directa, o a aprender a soportar la frustración, o a ser
solidarios y actuar en forma positiva. Por el contrario, todo
parece llevarnos a buscar soluciones rápidas.

Las necesidades insatisfechas de ser aceptados tal cual
se es y no por la imagen que se da; de gozar de intimidad,
seguridad y esparcimiento, producen un negativo estado
anímico. Estos sentimientos de frustración,
cólera y ansiedad son los disparadores que conducen a
buscar alivio en las adicciones.

El no sentir pertenencia a algún soporte
(familia, amistades, grupos) hace que el encarar y resolver
problemas se convierta en un asunto abrumador, siendo más
fácil recurrir a una adicción.

Los grupos de autoayuda cumplen una saludable
función social al contener a los adictos y ofrecerles,
además de un programa de recuperación, un medio
capaz de orientarlos y un hondo sentido de pertenencia. Es esa
falta de contención y apoyo lo que está alimentando
la actual epidemia. La soledad, sin duda, fomenta la
adicción.

Cualquier persona que se encuentre en estado de
insatisfacción y se vea sometida a uno o varios de estos
factores de riesgo, muy posiblemente terminará por
adquirir adicción a "algo". En este caso, la
insatisfacción entra en contacto con el objeto adictivo, y
el resultado será una mezcla explosiva. No será
igual si se trata de cocaína, tabaco, sexo o comida. Las
drogas siempre producirán un efecto mucho más
rápido; en otros casos, esa explosión puede demorar
años y sus efectos serán menos
espectaculares.

Ambos factores, la insatisfacción y el objeto
adictivo, son necesarios para producir la explosión. En el
caso de la droga, nadie se vuelve drogadicto si no toma contacto
con ella. Y tampoco continuará consumiendo si no obtiene a
cambio algún placer. Ese placer que no puede encontrar a
causa de su propia "insatisfacción".

Al fin de cuentas, parece claro que a nadie se le puede
ocurrir alterar su ánimo porque sí. "Algo" debe
obtener a cambio de esa modificación. Se supone que mucha
gente cae en una conducta adictiva porque la encuentra divertida
o "queda bien". Pero si persiste en ella a pesar de las
progresivas y negativas consecuencias que le acarrea, es
válido suponer que extrae de eso algún beneficio
secundario, no importa cuánto pueda arriesgar.

En efecto, muchas personas no están dispuestas a
sufrir el aislamiento. Tienen dificultades para relacionarse, y
al sentirse sin protección ni consuelo encuentran en la
adicción un alivio. A largo plazo sentirán mayor
soledad, pero en lo inmediato procuran una desinhibición
gratificante, y quizá la posibilidad de establecer
contacto con otros adictos.

Otros no quieren saber nada de mirarse a sí
mismos. Hay un espejo del que necesitan huir a toda costa, y la
adicción los mantiene ocupados (por ejemplo, trabajadores
compulsivos) permitiéndoles así escapar de la
molesta tarea de saber quiénes son.

Quienes experimentan insensibilidad o "inercia"
emocional encuentran en la adicción emociones y crisis que
los "ayudan" a superar ese estado de estancamiento vital. Algunos
obtienen de la adicción la fantasía de ejercer el
poder y el control que ambicionan; al no conseguirlos
gratuitamente, recurren a una adicción que les crea la
ilusión de haberlo obtenido.

La sociedad estimula a fabricarse una imagen que
concuerde con los patrones de conducta publicitados, y lleva a
desentenderse de aquello que se vincula con principios de
honestidad, o que proponga el ser auténticos y leales a
sí mismos. La adicción proporciona un sustituto de
autoaceptación.

Cualquier actividad adictiva ayuda por un tiempo a
evitar todo sentimiento negativo, se trate de inseguridad,
impotencia, desorientación o autocompasión, por
citar sólo algunos. Actúa a manera de "puente" que
"auxilia" para superar las barreras que parecen infranqueables.
La sociedad promueve las soluciones rápidas, y así
no es casual esta proliferación de conductas
adictivas.

La organización de la sociedad, tal como
está planteada, no da respuesta a las legítimas
necesidades individuales, y se echa mano a los elementos
alteradores del ánimo como una manera rápida de
satisfacer aquellos reclamos. Hoy, la adicción
generalizada parece ser la reacción "natural" frente a un
estado de cosas anti-natural: el esfuerzo por adaptarse a una
sociedad cada vez menos funcional.

¿Qué se persigue, qué se busca a
través de la adicción? Al haber identificado los
beneficios secundarios, se puede deducir lo que se busca en ella:
un sentido de pertenencia, una mayor comunicación;
autonomía personal; dignidad; y por sobre todo, un rumbo y
un sentido de vida.

La sociedad actual no da satisfacción a estas
legítimas demandas. Es posible, a veces, encontrar una
satisfacción ocasional; las adicciones, alteradoras del
ánimo, prometen en cambio una gratificación
predecible y "segura". Son sustitutos insuficientes de la
auténtica gratificación, pero sus efectos son
rápidos y contundentes.

Sería difícil que las adicciones pudieran
abrirse paso en un mundo que ofreciera bienestar y seguridad. La
causa del problema no está en los objetos o actividades en
cuestión, sino dentro de cada uno. Se busca con
desesperación satisfacer necesidades insatisfechas. No se
cae en la conducta adictiva por un oscuro deseo de
autodestrucción (salvo casos sumamente patológicos)
sino por la necesidad de encontrar un sentido que el medio social
no ofrece.

Considerar que la sociedad y las familias no
están dando las respuestas adecuadas no debe servir de
excusa para caer en la autocompasión y el muro de los
lamentos. Después de todo, eso significaría un
hábil medio para sacarse el fardo de encima y proyectar
hacia afuera el problema. Familia y sociedad son condicionantes
aunque no determinantes de la adicción.

Es indispensable detectar y admitir las necesidades
insatisfechas, como la única manera de abandonar la
debilidad adictiva y el egocentrismo propio de la
adicción, que induce a la falsa creencia de que el
problema está afuera. Se debe comenzar por la
recuperación personal. Al fin y al cabo, la sociedad
está formada por individuos. Cuando la suficiente cantidad
de personas se modifique, necesariamente se modificará la
sociedad.. Hay un sabio proverbio chino que reza: "Si no formas
parte de la solución eres parte del problema"

Hoy se habla mucho acerca de la personalidad adictiva.
Es sin duda cierto que muchos rasgos de la personalidad hacen que
aumente la probabilidad de hacerse adicto a algo. El ejemplo
más ilustrativo quizá lo proporcione el individuo
tímido y pusilánime, que de pronto descubre algo
sorprendente: una o dos copitas de alcohol le transmiten una
seguridad antes desconocida, se siente desinhibido y capaz de
encarar lo que parecía un mundo que se le venía
encima. Probablemente a partir de ese momento se eche a rodar la
máquina de la adicción.

Esto es cierto pero no suficiente. Porque ese individuo
es tímido y retraído a causa del sistema de
creencias que le fueron inculcadas y sigue alimentando en su
interior. Esas creencias son las que modelan en gran parte
nuestra personalidad, los sentimientos que albergamos y nuestra
forma de conducirnos.

Sistema de pensamiento y creencias
adictivas

Resulta evidente que lo que conduce a la adicción
se encuentra enquistado en la forma de pensar, de modo que los
pensamientos deben ser tratados y curados, como requisito
indispensable para combatir las conductas adictivas.

Si bien algunas personas parecen manifestar una mayor
predisposición a la adicción puede suponerse que
todos los seres humanos somos susceptibles de adquirir formas de
pensamiento adictivas, que de hecho incitan a la
adicción.

El miedo a vivir

Más allá del comprensivo temor que se
pueda sentir hacia algún factor externo que amenaza la
salud e incluso la vida, hay un miedo irracional que proviene del
propio Yo y que está instalado en el centro mismo del
sistema de pensamiento adictivo. Alrededor de esta
aprensión irracional se encadena un sinnúmero de
conflictos y pensamientos en pugna. Así, el temor lleva al
adicto a vivir alternativamente en el futuro o en el pasado y no
en el presente, experimentando una sensación de permanente
carencia. Este temor mayormente está relacionado con un
miedo latente a la muerte, que en realidad se traduce en un miedo
a la vida. El adicto tiene miedo a vivir. Paradójicamente,
en especial en los drogadependientes y alcohólicos, el
miedo a la muerte los lleva a matarse en cuotas.

El temor es el verdadero motor que pone en movimiento
todo el sistema de creencias adictivo y el que conduce a buscar
la felicidad fuera de la persona, en una droga, o cualquier otra
cosa o actividad.

Una buena forma para quebrar este verdadero
círculo vicioso de temor es posibilitar al paciente que
exprese lo que se siente. Muchos se resisten a trasmitir sus
sentimientos porque imaginan que no van a interesar a nadie, que
van a ser censurados, que no merecen ser tenidos en cuenta o que
quizá sean tan abrumadores que el ponerlos de manifiesto
pueda llegar a herir seriamente a alguien. Es muy común
que la gente crea que en su mundo interior existe una especie de
caja de Pandora, y que al abrirla se desparramarán todos
los males y vicios habidos y por haber. Es común que el
adicto imagine que sus sentimientos y experiencias vividas son
solamente patrimonio de él y no de la condición
humana. Por este motivo son tan liberadores los grupos de
autoayuda, ya que permiten una fácil identificación
y compresión de que estos problemas son comunes a
todos.

De hecho, una terapia resulta fundamental, y los grupos
de autoayuda cumplen en este aspecto un destacado servicio
social, pues incluyen padrinos y reuniones, donde se eligen a dos
o más concurrentes en forma exclusiva y confidencial, con
quienes compartir los sentimientos. La supuesta ventaja,
imaginada por el adicto, de guardarse ciertas cosas es en
realidad un serio inconveniente para el progreso.

Oscilar entre el pasado y el
futuro.

Resulta muy difícil recordar el pasado tal cual
fue. Esto se nota claramente en las novelas y películas
policiales. Ocurrido el crimen, varios testigos oculares son
citados a declarar, y rara vez coinciden en lo que vieron. Para
uno, el supuesto asesino llevaba anteojos oscuros; para otro, se
trataba de un sombrero de ala ancha que cubría los ojos;
un tercero dirá que no está seguro, pues
concentró su atención en las botas de goma; y el
último testigo asegurará que no eran botas de goma
sino zapatos de gamuza. Ocurre que en buena medida registramos
apenas una porción de realidad y tendemos a "rellenar" el
resto. En otras palabras, "reinventamos" el pasado. Y así
no es de extrañar que nos enredemos en una serie de
recuerdos a medias, terminando por cargar a ese pasado con una
culpabilidad que nos impide vivir en paz. Insistimos en recordar
viejas ofensas, tanto las que infligimos a otros como las que nos
cayeron encima, haciendo de nuestra vida actual un cúmulo
de rencores, ira descontrolada y permanentes
reproches.

Como contrapartida, el futuro se nos ofrece como un
signo de interrogación que por lo general nos encargamos
de colorear con los tintes más sombríos.
Después de todo, esta es la forma en que el Yo nos
desvía del momento presente, donde justamente están
las responsabilidades cotidianas cuyo cumplimiento tanto nos
fastidia. Al evitar ese fastidio presente, se lo endilgamos al
futuro: "¿Llegaré a viejo o me moriré al
cumplir los cincuenta?". "¿Y si llego, me alcanzará
el dinero o me convertiré en una carga para los
demás?". "¿Y si me quedo paralítico, o
ciego, o ambas cosas?". Esta serie de tortuosas preocupaciones
constituye un formidable obstáculo que nos impide llevar
una existencia plena de afecto y alegría.

El pasado y el futuro no son. El pasado fue. El futuro
será. Pero nuestra mente se encarga de conferirles
presencia, y a menudo se incorporan frente a nosotros como
gigantescas figuras de ademanes amenazantes. Nuestra
aflicción al respecto resulta completamente inoperante, y
sólo sirve para instalar en nuestra mente los temores
alentados por el Yo. Es más: la preocupación
constante termina por convertirse en una especie de
profecía, y los temores y proyecciones del Yo muchas veces
acaban por cumplirse inexorablemente.

Nuestra única posibilidad de vivir está en
el tiempo presente. Cuando "revivimos" el pasado lo hacemos sin
duda en el presente, y lo mismo sucede con el futuro. Si
anticipamos un hecho, algo que por ejemplo, ocurrirá
mañana mismo, lo estamos anticipando hoy. Cuando se cumpla
el plazo y el hecho ocurra, nos sorprenderemos al comprobar las
diferencias entre lo ocurrido y lo que suponíamos que
ocurriría.

Si uno se preocupa por alguna frustración del
pasado, es muy probable que no pueda superarla en el presente y
que incurra en los mismos errores que lo habían conducido
a fracasar. Casi como si se tratara de un libreto que hay que
repetir obligatoriamente. Si por el contrario prefiere imaginar
un futuro negro, es casi inevitable que esa presunción lo
lleve a realizar sus temores, cumpliendo obedientemente los
dictados de su oscura profecía.

La carencia que no tiene fin

Este sistema se basa fundamentalmente en una creencia
errónea: la escasez. Nada parece alcanzar, nada es
suficiente. No hay amor que baste, ni dinero que alcance, ni
posesiones suficientes para abastecer la avidez del adicto. A
partir de esta suposición, se cae en una vorágine
sin fin, una especie de agujero negro.

El adicto sufre por sentirse incompleto, y el Yo incita
a vencer el vacío resultante buscando afanosamente
personas, cosas o actividades supuestamente capaces de llenarlo.
Al no conseguirlo, se reinicia el proceso. La creencia en la
escasez se ha generalizado hasta tal punto que todos los
días se repite el estribillo de que falta siempre algo.
Los avisos comerciales insisten con la idea: no importa tanto lo
que se ofrece, sino la ilusión de que lo ofrecido
colmará plenamente nuestras aspiraciones. Un
dentífrico, una marca de cigarrillos, un automóvil,
una prenda íntima o una gaseosa terminan cumpliendo la
misma función: están allí, a nuestro
alcance, para satisfacer nuestra necesidad y colmarnos de un
placer inimaginable.

Semejante cantidad de estímulos externos induce a
creer que efectivamente ha de existir algo fuera de nosotros
capaz de volvernos libres, poderosos y perfectos. Desde luego,
sería una ingenuidad suponer que el sentimiento de escasez
es producido por los medios de comunicación masiva. Sucede
lo contrario: lo que estos medios hacen es reflejar un estado
mental adictivo.

Aunque la forma de pensar adictiva tenga una apariencia
coherente, su fundamento es completamente falso; en efecto, la
suposición de que somos incompletos constituye una
falacia.

Ese deseo de "algo más" no es otra cosa que un
anhelo espiritual, pero lo desviamos de su objetivo, lo
encauzamos erróneamente y terminamos por extraviarnos en
un laberinto cuyos senderos no conducen a ningún
lugar.

Mensajes y pensamientos
tóxicos

Cualquier sistema de creencias se encuentra
instrumentado y apoyado en una suma de suposiciones que se
transmiten en forma de mensajes. Estos, al ser recibidos, se van
incorporando y constituyen una trama de creencias con las que
aprendemos a manejarnos en la vida. El sistema de creencias
está compuesto por la suma de los mensajes que nos
dieron.

Como una tabla rasa, incorporamos todos los mensajes.
Muchos de ellos pueden ser nutritivos: actúan de la misma
manera que lo hace la comida sana en el organismo,
sirviéndonos para el crecimiento y el desarrollo de
nuestra personalidad. Pero también podemos recibir
mensajes tóxicos, similares al veneno o al
excremento.

Hay innumerables ejemplos de ambas clases de mensajes.
Para señalarlo en la forma más evidente posible, se
entiende que "eres una buena persona" es un mensaje nutritivo,
mientras que "haces todo mal" es tóxico. Luego estos
mensajes se transforman en nuestros pensamientos. Hay
pensamientos nutritivos y tóxicos. "No voy a poder" es un
ejemplo de los segundos.

Los diferentes mensajes se van introduciendo en nuestra
mente desde que somos chicos y se sedimentan en forma de
pensamientos, formando mandatos a los que más adelante
adecuamos nuestra conducta

Es evidente que los adictos son personas que no
aprendieron a identificar estos mensajes externos (dados por
personas) e internos (dados por los propios pensamientos). De esa
manera, no pudieron decidir si el mensaje era nutritivo o
tóxico, y lo incorporaron en forma indiscriminada. El
adicto carece de la capacidad para identificar lo bueno y lo
malo, porque no distingue. Confunde el límite o frontera
entre lo positivo y lo negativo. Confunde algo tóxico con
nutritivo y viceversa. Prefiere una copa de alcohol, por ejemplo,
a un plato de sanas verduras.

Claro que muchos de esos mensajes no se dan
unilateralmente. Identificarlos puede resultar bastante complejo,
ya que la mayor parte de las veces son en sí mismos
contradictorios. Por .ejemplo, se le puede inculcar a un
niño el pensamiento de que es muy inteligente pero carece
de bondad.

La falta de autoestima que manifiestan muchos adictos
tiene su oscuro origen en una considerable cantidad de mensajes
tóxicos que han ido recibiendo, por lo general a lo largo
de su infancia y primera adolescencia.

Descalificación del otro

Otro de los elementos del sistema de creencias esta
basado en la permanente descalificación y censura de las
personas, muchas veces sin que el sujeto se dé cuenta de
este modo de pensar. El adicto prejuzga negativamente a su
entorno. Existe una imposibilidad de aceptar al otro como es,
producto de su propia no aceptación y sentimiento de
inferioridad e invalidez. Aquí vemos claramente el
mecanismo de la proyección, en el cual se ponen afuera y
en otras personas, contenidos no aceptados por uno mismo, que le
causan vergüenza e inseguridad. Ya en los Evangelios se
advierte contra aquellos que "ven la paja en el ojo ajeno para no
ver la viga en el propio". Como veremos ahora esta
descalificación del otro tiene sus fuentes en la propia
desvalorización.

Desvalorización: la autoestima por
el piso

"Yo no valgo nada" es la primera creencia
consciente o inconsciente y el punto de arranque de toda
adicción. Si una persona se considera poco valiosa
probablemente incurrirá en alguna conducta adictiva, con
la intención de sentirse compensada del balance peyorativo
que se ha adjudicado. Ahora bien: si al principio cree
experimentar alguna clase de alivio, con el transcurso del tiempo
irá comprobando que la adicción no le sirve para
mejorarse. Al contrario, de hecho la empujará a vivir cada
vez peor, alimentando así el pobre concepto que
tenía de sí misma. Todos conocemos la imagen de la
serpiente que se muerde la cola, y que en términos menos
familiares se denomina círculo vicioso.

Es preferible utilizar la terminología
doméstica, porque "círculo vicioso" puede asociarse
a la vieja idea de adicción = vicio, y nada se encuentra
más alejado de la realidad. Por otra parte, este grave
error conceptual, lejos de haber significado una ayuda o un
adelanto, contribuyó a confundir los términos,
adjudicando al drama de la adicción connotaciones morales
que en los hechos lo han acrecentado, convirtiéndolo en
muchos casos en una auténtica tragedia. La adicción
era considerada desde una óptica moral; pero desde hace
más de cuatro décadas la Organización
Mundial de la Salud la definió como una
enfermedad.

A la pregunta ¿es usted adicto?, se responde
sólo de dos maneras: sí o no. Sería absurdo
que alguien respondiera "mas o menos". Sin embargo, si por
ejemplo, formuláramos la pregunta a cien personas,
notaríamos con asombro que alrededor de la mitad la
contestaría de esta manera ambigua. Y también
alrededor de la mitad nos respondería con un rotundo "no".
¿Cuántos, entonces, estarían dispuestos a
admitir que efectivamente son adictos? Pocos. Poquísimos.
En parte por ignorancia, ya que la gente asocia la palabra
adicción con las drogas prohibidas o el abuso de alcohol o
tabaco, dejando de lado una larga lista que pasa por la
dependencia emocional de otra persona, el juego, el trabajo, la
comida, las compras….y la serie no termina aquí. En
buena medida, porque muchos adictos no están en
condiciones de confesarse a sí mismos su conducta
adictiva; ¿cómo podrían decirle "sí,
soy adicto" a un tercero si con sinceridad creen que no lo son?
En definitiva, otra clase de ignorancia, en este caso no sobre el
objeto de la adicción sino sobre el sujeto, o sea, ellos
mismos.

Es imposible que alguien pueda llegar a hacer una
ponderación exacta de sí mismo. En primer lugar,
porque nadie puede llegar a ser juez y parte al mismo tiempo. Y
además, porque el ser humano está sujeto a
permanentes cambios, y lo que vale hoy ya no sirve mañana.
Con todo, un grado de autoconocimiento es siempre posible,
deseable y necesario, pues hay aspectos de la personalidad que se
van asentando y pueden detectarse en una etapa de mediana
madurez.

Evaluarse de manera positiva es indispensable para no
incurrir en alguna adicción, o para abandonarla si se ha
incurrido en ella, pero a la mayoría de los adictos le
resulta sumamente arduo, por el temor a considerarse
engreídos o arrogantes. Habitualmente se produce en el
adicto una suerte de oscilación, que se puede observar con
claridad en los alcohólicos. Cuando el nivel de autoestima
desciende a niveles insoportables, comienzan a beber para
"levantar el ánimo", para atreverse a ser o sentir que son
personas respetables. A medida que aumenta la cantidad de
alcohol, su Yo va creciendo hasta adquirir proporciones
descomunales, lo que no pasa exactamente por la autoestima;
constituye por lo general un prurito de grandiosidad (que tampoco
tiene que ver con la grandeza, ya que más bien es su
caricatura) y culmina en el estado de embriaguez. Pasado el
mismo, llega la famosa resaca, en la cual la autoestima
está más baja que nunca, y el ciclo recomienza en
una especie de rueda giratoria.

El ejemplo anterior es paradigmático. Sirve para
comprender la mentalidad y el ciclo que recorre la conducta de un
adicto, más allá de la clase de adicción de
que se trate. Por eso en muchos grupos de autoayuda se inculca a
quienes recién ingresan a repetirse diariamente la frase
"primero yo." Esto, que a muchos les resulta chocante y
egoísta, es la base indispensable para dejar su
adicción. Ocurre que es difícil aprender a amarse;
mucho más fácil es menospreciarse y seguir
perjudicándose.

Creencias básicas del
sistema

La mente adictiva queda atrapada en esta red de
creencias, dando lugar así a que comience a girar la rueda
de la adicción. Enumeramos a continuación una lista
de creencias adictivas, que son consecuencia directa de estos
seis fundamentos.

1) El sentimiento de exclusión. Debemos sortear a
diario un conjunto de dificultades. Frente a cualquier
desafío existen dos actitudes básicas: afrontarlo
con confianza o suponer que no podremos vencerlo. La mente
adictiva tiende a lo segundo, y la consecuencia inmediata
será activar una serie de temores y suponer que se esta
solo frente al mundo. Si se procede de esta manera, lo
lógico resulta levantar murallas y defensas con la
finalidad de protegerse. Consultar con alguien para pedirle un
consejo resulta impensable, porque se parte siempre de la misma
creencia falsa: a nadie le importa en realidad los problemas
ajenos. Una vez aceptada esta mentira, se actúa en forma
adecuada a ella; es lógico protegerse si el mundo es
realmente así.

El origen de esta actitud puede encontrarse en muchas
experiencias de la infancia. Por lo general es en esa
época de la vida cuando comienza a desarrollarse este
sentimiento de exclusión. Sin contar, desde luego, que el
nacimiento implica algo "exclusivo", en el sentido de que la
persona se ve abruptamente expulsada, excluída, de un
antro tibio y protector, donde nada tiene que pedir o hacer para
dar satisfacción a sus necesidades vitales. Enseguida, en
cambio, se ve obligada a poner algo de nuestra parte para
conseguir lo que precisa. La diversa forma en que fuimos educados
y la índole de nuestro carácter definirán el
mayor o menor grado en que tendemos a sentirnos excluidos,
aislados del resto. A veces puede ocurrir que una determinada
experiencia traumática de la infancia haya tenido, en este
aspecto, influencia decisiva. Personas que en su niñez
fueron objeto de malos tratos, abandono o abuso sexual se
encuentran, al entrar en la vida adulta, más predispuestas
que otras a experimentar este sentimiento de
segregación.

2) Juzgar a los otros y defenderse de ellos resulta una
consecuencia natural de lo anterior. Las experiencias pasadas
sirven de base para juzgar a otras personas, con la minuciosidad
digna de un entomólogo que examinara un insecto bajo su
microscopio. Se supone que esta es la mejor manera, si no la
única, de mantenerse seguro frente a un eventual ataque
exterior. Esta prolijidad para clasificar, ordenar y ponerle una
etiqueta a cada persona no hace otra cosa que aumentar el propio
aislamiento, ya que la gente prefiere relacionarse con los
demás de una manera más espontánea, y la
actitud de ponerla bajo la lupa termina por
ahuyentarla.

3) El perfeccionismo es otra creencia profundamente
arraigada en la mente adictiva. La premisa fundamental consiste
en la suposición de que el criterio propio es la
único que sirve. Incluso se hace alarde de ser muy
objetividad en los juicios. Esta actitud esconde un considerable
temor frente a la realidad, y el afán de perfección
es lo que mantiene las cosas en su lugar, como una especie de
brújula que fuera marcando permanentemente el rumbo y se
sacudiera ante la menor desviación.

Así conducida, la vida se ve limitada a un
conjunto de rígidos preceptos, cuyo cumplimiento es la
mayor motivación de la existencia. El tema no pasa por ser
feliz sino por tener razón. O mejor dicho, la única
posibilidad de ser feliz pasa por el hecho de tener siempre
razón, no equivocarse nunca. Cometer un error y admitirlo
es considerado como una verdadera desgracia. Para el sistema de
creencias adictivo sólo existen o el blanco o el negro,
obviando que la vida está llena de tonalidades
intermedias

Las personas perfeccionistas son implacables consigo
mismas, y por lo tanto resulta casi imposible que sean
magnánimas con los demás. Esta obsesiva
búsqueda de perfección y el fracaso por no
conseguirla es lo que induce a la mente a obtener esa huidiza
perfección en la conducta adictiva

4) El pasado y el futuro son entidades vivas para este
sistema, por lo que deben ser minuciosamente evaluados y
perseguidos, constituyendo así una fuente de constante
preocupación.

El pasado retorna con dos máscaras: una de ellas
muestra el cúmulo de errores, penas, desaciertos cometidos
o sufridos, mientras la otra evoca todo lo bueno que se ha
perdido. En cualquiera de los casos, la mente adictiva confiere
actualidad al pasado; o bien los errores están allí
para ser inevitablemente repetidos, o bien el paraíso
perdido reaparece para insinuar que acaso podamos recuperarlo a
través de algún talismán.

A la mente adictiva se le hace muy arduo soportar la
condición humana. Nadie tiene la vida comprada, y por eso
la incertidumbre es algo a lo que debemos acostumbrarnos. Pero la
creencia adictiva quiere certezas absolutas, exige una
certidumbre total, y se ilusiona con controlar el tiempo, entre
otras cosas. Es así como se pierde la oportunidad de vivir
y disfrutar en el presente. La ansiedad crece, y la mente
adictiva se siente tironeada por un tiempo fantasmagórico
que sólo permanece en la imaginación.

5) "Si el pasado está vivo, la culpa no
acabará". Aunque esta creencia es una prolongación
de la anterior, en muchas ocasiones suele desarrollarse de manera
independiente. La posibilidad de maniobrar un cambio positivo en
la vida se ve trabada a menudo por la idea de que en el pasado se
han cometido actos irreparables. La culpa, ya sea consciente o
inconsciente, no da tregua, impidiendo desarrollar alguna aptitud
o encarar con decisión alguna alternativa que
podría aportar bienestar. La vergüenza paraliza, como
si la persona fuese una estatua y no pudiera realizar el menor
avance.

Es muy común encontrar esta creencia en muchos ex
adictos, aun años después de haber iniciado su
recuperación. Algunos de ellos evitan el autoexamen
sugerido por los programas de los grupos de autoayuda, y no es
casual que permanezcan "empantanados", a la espera de
algún "milagro" salvador.

Las sustancias adictivas por sí mismas poseen la
"virtud" de esconder todo lo que pueda ser motivo de
perturbación, y el adicto a ellas permanece en una especie
de campana de cristal que le impide la menor posibilidad de
crecimiento interior. Claro que en diversos casos, las
necesidades insatisfechas de la infancia inducen al adicto a
buscar la sustancia que va a detenerlo en el tiempo, como si el
permitirse crecer le quitara definitivamente la oportunidad de
satisfacerlas. Casi como la actitud empecinada de Juancito,
niño caprichoso que en lugar de seguir caminando junto a
su madre se arroja al suelo y organiza una pataleta porque no le
han regalado el helado que reclama. Pero esto pertenece a una de
las posibles causas, y ahora se trata de considerar las
consecuencias.

Al abandonar la adicción, todo aquello que
permaneció dormido comienza a activarse y es frecuente que
al cabo de un tiempo, ya superado el síndrome de
abstinencia, el ex adicto empiece a sentir una extraña
inquietud, un desgano que le impide disfrutar de su recién
adquirida liberación. Le molesta la sugerencia de un
autoexamen. A veces se siente intachable, y atribuye al objeto de
su adicción todos los errores cometidos; ahora que no
ejerce su adicción, supone que su conducta no deja nada
que desear. Claro que este no es el caso más común.
Por lo general, la idea del autoexamen le produce temor porque
intuye que allí dentro de él hay mucho de
indeseable, exactamente todo lo indeseable que pretendió
cubrir por medio de su adicción. Hará un denodado
esfuerzo por evitar ese inventario, y hasta pretenderá de
esa forma enterrar el pasado. Pero así cae en su propia
trampa, porque el pasado no se borra con dejar de mirarlo. Al
contrario: eludir un autoexamen será la manera más
segura de mantener vigente el pasado. Por eso sucede que muchos
adictos en recuperación recaen en la adicción. Para
ellos, aunque pretendan ignorarlo, el pasado sigue vivo. Y si el
pasado sigue vivo (en la fantasía, pero vivo al fin) la
culpa jamás desaparecerá.

6) "Los errores deben pagarse, no corregirse". Esta
creencia, como las otras, casi nunca actúa en el nivel
consciente. El sentido común indica que el castigo
está reservado para quien comete un delito o una grave
contravención. Si se hiciera una encuesta al respecto,
sólo un desequilibrado se atrevería a afirmar que
también deben ser castigados todos aquellos que se
equivocan.

Esto deriva directamente del perfeccionismo, para el
cual el más mínimo error es inadmisible. Con esta
forma perversa de pensar y actuar se esta impidiendo la entrada
del amor y el bienestar en la vida. El adicto se esta condenando
a convertirse en severo fiscal de si mismo y, en consecuencia, en
el inexorable carcelero (y muchas veces verdugo) de los
demás.

Semejante creencia adictiva puede convertir la
existencia en un pequeño infierno cotidiano. Revertir la
tendencia resultará un trabajo considerable, según
sea el grado de la misma. Señalar un grave error es
necesario y hasta conveniente, ya se trate de una
equivocación propia o ajena. Una vez detectado y admitido,
se hará lo humanamente posible por corregirlo. Pero muchas
personas que desarrollan una mentalidad adictiva son capaces de
armar un escándalo por la forma equivocada de enrollar un
dentífrico o el imperdonable error de haber marcado con un
doblez la página de un libro. ¿No existen, acaso,
los señaladores?

7) "El miedo no se discute, porque es real". Este es un
recurso infalible para mantener intacto todo el sistema de
creencias adictivo. El Yo se encarga de inventar sus propios
miedos y estos continúan alimentándose a sí
mismos. La función del temor consiste en proteger al yo de
ciertas amenazas externas, y en realidad puede terminar
asfixiándolo en sus tentáculos.

Esto puede notarse con claridad en los casos de
extremada timidez, en los que la persona termina
enredándose en una suerte de "miedo al miedo."
También se esconde aquí la pretensión de
perfeccionismo y la convicción de que uno no estará
al nivel de semejante exigencia. "Calmar los nervios" suele ser
indispensable para algunas personas antes de asistir a una simple
reunión social, donde ni siquiera se les pedirá
nada especial fuera de concurrir y comportarse correctamente.
Nadie va a pedirle que pronuncie un discurso o diga tan
sólo unas palabras de circunstancia, pero el Yo se
confiere a sí mismo un inusitado interés
(compensando su baja autoestima) y resuelve que todos van a
clavar en él sus miradas inquisitivas cuando haga su
entrada en el salón. Muchos adictos a los
psicofármacos empezaron así.

Es indispensable afrontar el miedo si lo que se pretende
es superarlo. Llevará tiempo, pero el hecho de negarlo o
neutralizarlo por medios químicos no hará que
desaparezca sino momentáneamente. Si se intenta atacarlo
por esos medios, quedará agazapado en el interior,
temporalmente adormecido. Y se reproducirá sin
ningún tipo de cuestionamiento dentro de su tibia
madriguera.

8) La trampa del subjuntivo. Por medio de este
mecanismo, la mente adictiva tiende a condicionar la conducta a
un sinnúmero de factores externos. En una situación
ventajosa, se achacará todo a la extraordinaria suerte que
se ha tenido. Y viceversa: una situación perjudicial
será la culpa de algo o alguien, y su voluntad no
habrá intervenido para nada en el asunto. Esto puede
convertirse en sí mismo en un hábito compulsivo,
que no deja espacio para la reflexión. Tomar conciencia de
esta costumbre no resulta fácil, pues se la ejerce en
forma automática, sin darse cuenta.

En todo caso, hacerse cargo de sí mismo sea
quizá la empresa más ardua que pueda encarar un ser
humano. Desparramar culpas a diestra y siniestra, después
de todo, no parece una tarea demasiado complicada. Sólo se
trata de comenzar. Con esta clase de mentalidad la propia
conducta es condicionada: "Yo dejaría de protestar si mi
marido fuera más afectuoso." "Yo no tomaría esas
dos copitas si mi hija me acompañara más a menudo."
Es otra de las tantas formas de pretender manejar la vida ajena e
inventar excusas. Lo que se pretende en realidad es justificar la
propia conducta, en cualquier circunstancia.

9) Sin competencia no hay éxito posible. Conforme
a esta creencia, la autoestima sólo puede adquirirse
mediante una rigurosa comparación con los demás y
como resultado de vencerlos. La creencia se desarrolla
particularmente desde la escuela y se ejercita en los
ámbitos familiar y laboral. Se mira con desconfianza los
principios que recomiendan la solidaridad y la
cooperación. Si bien un adecuado sentido competitivo es
saludable para abrirse paso en la vida, esta creencia lo fomenta
hasta las últimas consecuencias. En el mundo empresarial
es frecuente la expresión "movida de piso", o "serruchar
las patas del sillón". Métodos utilizados de mala
fe para desplazar a alguien que puede estorbarnos en el logro de
algún ascenso.

La persona que se sirve de estos procedimientos puede
conseguir sus propósitos, pero deberá pagar un
precio caro: tendrá que renunciar a todo sentimiento
humanitario, y es probable que incurra en alguna adicción
para ocultarse a sí misma su falta de ética y su
conducta cínica. Así nos encontramos con artistas o
prominentes ejecutivos cuyo éxito provoca
admiración y envidia, pero que se encuentran hundidos en
la más absoluta soledad interior. Luego resulta
extraño enterarse por el diario o la TV de su
"trágica desaparición."

Una reciente tendencia impulsa nuevas modalidades en la
conducta empresarial, basadas en la colaboración
recíproca y la valoración del trabajo, con
independencia del cargo que se ocupe dentro de la escala
jerárquica. Se parte de la idea de que en un ámbito
donde todos se sientan respetados y dignos la productividad
mejorará considerablemente.

Pero el sistema de pensamiento adictivo desdeña
todo aquello que tienda a fortalecer los vínculos. Es
más: promueve directamente la separación y el
aislamiento. La comparación no se establece confrontando
al individuo con un código de normas éticas y
reglas profesionales, sino enfrentando a dos o más
competidores y otorgando el premio al que supo
ingeniárselas para vencer por "knock out."

10) La felicidad está en el extranjero. El
sentimiento de ser incompleto es aprovechado por el sistema de
creencias adictivo, que lo fomenta por medio de un hábil
desvío. El ser humano experimenta siempre alguna clase de
vacío, que los grandes místicos de muchas
religiones sufrieron a lo largo de su vida. Pero incluso esta
"sed de Dios" ha pretendido saciarse con un concepto
estereotipado de la divinidad, inventando un Dios con un conjunto
de atributos humanos no particularmente seductores. Así,
el Ser Supremo se presenta como castigador, implacable y
vengativo. Se trata de invertir los términos: en este
caso, Dios ha sido hecho a imagen y semejanza del
hombre.

Hay, desde luego, una carencia espiritual en el ser
humano. Pero cuando se incurre en una adicción, cualquiera
sea, lo que se está haciendo es desviar la
dirección y transformar el contenido de esa carencia. Se
busca llenar la necesidad con objetos, actividades o personas que
nunca podrán cubrirla y es habitual que muchos adictos
sostengan la fantasía de que encontrarán la
felicidad cambiando de barrio, o de ciudad, o de provincia.
Incluso llegan a creer que la solución de todos sus
problemas llegará cuando puedan abandonar su país,
iniciando en el extranjero una nueva vida plena de logros y
aciertos. En los grupos de autoayuda es frecuente escuchar
historias de ex adictos que reconocen haber alimentado esta
utopía durante años. La denominan "fuga
geográfica."

Esta creencia está en la base del sistema de
pensamiento adictivo. Cuando el adicto comprueba con angustia que
la persona o sustancia objeto de su adicción no puede
brindarle la felicidad anhelada, recurre al curioso subterfugio
de iniciar ese imaginario viaje sin retorno. De hecho, su
adicción no es otra cosa. En el caso de las
drogadependientes y alcohólicos se ve con mucha claridad:
en vez de intentar cambiar el mundo que los agobia, con una
sustancia cambian la percepción que tienen del
mismo.

Mientras se siga sosteniendo que para ser completos
necesitamos de algo o alguien diferente, no podremos alcanzar una
auténtica intimidad. Para conseguirla será
necesario partir de otra premisa: somos seres completos, y hasta
el ansia de Dios debe satisfacerse con una búsqueda
interior. Muchas religiones sostienen que debemos buscar a Dios
dentro de nosotros mismos. El Cristianismo va aún mas
allá: gozaremos de intimidad cuando seamos capaces de
entablar una genuina relación con nosotros y con nuestro
prójimo.

11) Cumplir con el deseo del otro. Si desde la infancia
a uno le han hecho creer que no valemos gran cosa y que la
única manera de volverse valioso consiste en cumplir
escrupulosamente con el deseo de los padres, es muy probable que
esta creencia lo acompañe durante un largo trecho de la
vida. Cambiarla es difícil aunque no imposible, y
será un requisito indispensable para restablecer la
maltrecha identidad.

Esta creencia puede sustentarse con tanta fuerza que
constituye en sí misma una adicción. Más
adelante, en el capítulo referente a la adicción a
las relaciones personales, será examinada con mayor
profundidad. Constituye el núcleo de la codependencia, y
las personas que la ejercitan y desarrollan terminan por perder
su propia identidad.

Hay que hacer una distinción. Un acto de servicio
al prójimo no significa de ningún modo el
cumplimiento de una creencia adictiva. Incluso muchas personas
hacen de la solidaridad el profundo motivo de su vida, y no por
eso deben ser consideradas adictas. En ese caso están
cumpliendo con una legítima necesidad propia, y al servir
a los demás también se están sirviendo a
sí mismas. En cambio, cumplir el deseo del otro con el
propósito de obtener su aprobación puede ser un
intento de compensar la falta de autoestima, y si la conducta se
reitera concluye por convertirse en adictiva, sin perjuicio de
abrir la puerta a otras adicciones.

Se comienza por pedir una simple aprobación, dado
que el codependiente no es capaz de aprobarse a sí mismo.
Una vez obtenida, la aprobación no parece suficiente y se
reclama un tibio aplauso, para concluir exigiendo
pleitesía. Al no conseguirla se renuevan las acciones
meritorias, llegando frecuentemente a caer en la obsecuencia y un
estado de confusión y desaliento.

La acción en sí no implica codependencia.
Lo que la califica es la intención con que se lleva a cabo
y la creencia subyacente que la impulsa.

12) Dirigir la vida ajena. Esta creencia es la
contrapartida de la anterior, y termina produciendo un
equivalente nivel de frustración, ya que los demás
no están dispuestos a dejarse conducir porque sí.
El fundamento de esta creencia es el deseo compulsivo de manejar
la vida ajena. El miedo a perder el control mantiene a estas
personas en un estado de permanente ansiedad, y por lo general
tienden a somatizarla en una serie de malestares crónicos.
El descanso es algo desconocido para quienes alientan la
pretensión de controlar a los demás.

Así, los familiares, compañeros de trabajo
y amistades son concebidos como prolongaciones de la propia
personalidad, instrumentos aptos para cumplir sin chistar la
voluntad del mandón.

Cuando alguien cree que efectivamente es capaz de
controlar la vida ajena, por lo general busca y encuentra a quien
se desvive por cumplir el deseo del otro. Este tandeo suele
verificarse en algunas parejas que apuntalan mutuamente su
necesidad de mando y obediencia. Ocurre que las exigencias se
redoblan, pues nada alcanza para calmar el ansia de dominio. Los
supuestos méritos de la persona dominada apenas si son
reconocidos con una tibia aprobación; resultaría
contraproducente reconocerlos en forma expresa, ya que esto
podría llevar a perder el control sobre el otro, o incluso
a invertir los términos de la relación. Esta
actitud se da con mayor frecuencia en las adicciones emocional,
sobre todo en la adicción al trabajo y a las relaciones
personales.

13) Cosificación del otro: complementando lo
anterior, muchos adictos no ven a los demás como personas,
sino como medios o cosas que les posibilitarán el pleno
ejercicio de su adicción y la satisfacción de sus
necesidades, caprichos y exigencias. La persona que se tiene
enfrente no es vista como tal, sino como un instrumento a su
servicio y al servicio de su adicción. Muchos drogadictos
y alcohólicos se interesan más por el dinero de la
persona que tienen enfrente (que les permita comprar alcohol o
droga) que la persona en sí misma.

Un mensaje a dos voces

Es sabido que los niños tienen un código
específico para manifestarse. Lo primero que deben
aprender es diferenciar su yo del mundo circundante, lo que
implica desde ya el concepto de límite. Sin esta
diferenciación resultaría imposible manejarse en la
vida. Para conseguirla, el niño exige un rumbo y a menudo
reclama más de lo que le corresponde, con la secreta
finalidad de que se lo ayude a reubicarse. Es decir, está
demandando los límites que no acierta a imponerse a
sí mismo. Cualquier exageración al respecto por
parte de sus padres lo convertirá a la larga en un ser
desubicado: si se exageran esos límites y se lo reprime
por sistema, probablemente sea luego pusilánime, demasiado
tímido y muy inseguro. Si no se le fijan fronteras y se le
permite todo, querrá llevarse el mundo por delante y su
relación con los demás estará sujeta a
constantes choques.

Parecido al niño, el adulto que suscribe una o
varias de las creencias que acabamos de analizar, no encuentra
con facilidad su lugar en el mundo. Su comportamiento puede
llegar a resultarnos insufrible. O bien llegamos a
enrostrárselo severamente, o bien terminamos por tomar
distancia, dejándolo librado a su propia confusión.
A veces sentimos que nos cuesta demasiado tolerarlo, cuando en
realidad lo que más nos cuesta es comprenderlo. Porque
este adulto (ya sea que se encuentre predispuesto a la
adicción o que haya caído en ella) también
como el niño, está pidiendo que le muestren con
amor cuáles son los límites que necesita para
desenvolverse en la sociedad. Y tampoco aprendió a pedir
ayuda de una manera explícita. Lo hace a través de
gestos, actitudes y palabras que desconciertan y fastidian a los
demás. Parafraseando a San Pablo, su voz es "como una
campana que repica en el desierto."

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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