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Las Adicciones (socialmente) Permitidas (página 3)




Enviado por Mariano Gonzalez



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¿Y cuál tendría que ser nuestra voz
en este caso? ¿El grito del que ataca, o acaso el de quien
huye?.

La voz del amor es infalible. Si aceptamos que todos los
seres humanos buscan amor, no deberá importarnos si el
camino que eligieron no nos parece el más adecuado. Dando
afecto y mostrándonos perseverantes en esa actitud
lograremos finalmente demoler las defensas que erige ese ser
lastimado, que no sabe expresar su necesidad y su
insatisfacción de una manera menos ruda.

Tampoco debemos adoptar una postura omnipotente y creer
que con sólo nuestra paciencia y tolerancia las cosas van
a cambiar. Estaríamos incurriendo en la misma actitud que
desaprobamos. Muchas veces, una prueba de amor consiste en dar un
paso al costado y dejar el lugar a los profesionales que
encararán con idoneidad el camino de la
recuperación.

El deber ser

Este sistema de creencias se encuentra estructurado en
base a un mundo ideal y no a la realidad. Lo que es cede
paso a lo que "debería ser". A través de
las siguientes suposiciones básicas:

  • 1)  El perfeccionismo.

  • 2)  La Omnipotencia.

  • 3)  El mundo ideal.

Como estas creencias no pasan de ser utopías, el
futuro adicto siente que no tiene el suficiente valor o la
necesaria capacidad para cumplirlas, y que en alguna parte puede
haber algo o alguien capaz de procurárselo
mágicamente. Casi nunca estas creencias son conscientes, y
por eso están fuertemente arraigadas en la mente. Nadie
supone con seriedad que puede llegar a cumplir esa lista de
paradigmas, pero sin embargo internamente no puede dejar de
alimentar esa fantasía.

  • 1)  El perfeccionismo. Esta actitud, mucho
    más generalizada de lo que podría observarse a
    primera vista, induce a la adicción al trabajo, los
    ejercicios físicos, las compras y las drogas. El
    adicto se siente lleno de imperfecciones y pretende entonces
    gratificarse ofreciéndose como modelo en su
    ámbito laboral, consiguiendo una copa en el torneo de
    natación, comprando un nuevo traje o tomando
    cocaína para trabajar más o anfetaminas para
    estar más delgado. Como vemos, esta creencia se basa
    en la desvalorización y no en la aceptación de
    la persona tal cual es.

  • 2)  Omnipotencia. Hay en esta creencia un
    fuerte componente infantil, basada en el pensamiento
    mágico-omnipotente, normal en el caso de bebes y
    niños, pero patológico cuando se trata de
    adultos. Una persona vulnerable a la adicción tiene
    por lo general ideas bastante confusas en lo que respecta a
    los límites de su propia capacidad. Si por un lado se
    siente a veces inservible, por otra parte alienta la
    fantasía de perderlo todo; la falta de auto control lo
    lleva a la urgencia de controlar su entorno, y la actividad o
    sustancia adictiva le proporciona una sensación
    compensatoria que elimina temporalmente las tensiones
    internas. Un comprador compulsivo, o un adicto al juego, por
    ejemplo, creen que su dinero no debería acabarse
    nunca. Esa incapacidad para soportar las limitaciones los
    lleva a suponerse omnipotentes en una interminable
    búsqueda de gratificación y
    placeres.

  • 3)  El mundo ideal. La obstinación por
    evitar todo conflicto y dolor, y el anhelo interminable de
    sentirse siempre bien, llevan obligadamente a buscar mil
    maneras de evitar la realidad y transformar el estado de
    ánimo. Y esta resistencia al dolor conduce
    paradójicamente a sufrir de la peor manera. El adicto
    nunca aprende a enfrentar el dolor y tratar de superarlo cara
    a cara. Y esa es la forma más segura de perder la
    libertad, que ante los inconvenientes de la vida se recurra
    invariablemente a máscaras: una vuelta por el casino,
    un par de tragos o mil disfraces más. En el siguiente
    capítulo se analizará más extensamente
    el tema.

Como estas tres suposiciones son irrealizables, el
adicto sigue sintiéndose en falta frente a la realidad, y
a partir de ese sentimiento elabora otra serie de creencias
distorsionadas.

La ausencia de autoestima es característica de la
mente adicta. Al no poder conseguir parámetros perfectos
para conducirse, el adicto suele caer en "pozos" de
depresión, con toda su secuela de angustia, miedo y falta
de motivación. Se considera a sí mismo
alternativamente tonto, perverso, desaprensivo o egoísta.
Su horror al término medio lo empuja permanentemente a los
extremos, y la única forma que encuentra para evitar ese
estado negativo es recurrir al objeto de su
adicción.

Suele también recurrir a factores externos con la
finalidad de conferirles el poder que se siente incapaz de
experimentar en su interior. Esta forma de pensamiento
mágico es también característica de los
niños, que "inventan" un mundo propio para defenderse de
una realidad difícil de aprehender. El adicto coloca
así en el objeto de su adicción todo el impulso y
la solución que se siente incapaz de desarrollar y
encontrar por sí mismo. Por medio de ese mecanismo es
capaz de cambiar su realidad en un instante, pasando sin
transición de la infelicidad al éxtasis.

Marcela, la jugadora compulsiva, ofrece al respecto un
testimonio sumamente ilustrativo: "No le encontraba ningún
sentido a la vida… todo parecía árido,
terriblemente insulso. Me había casado enamorada, es
cierto, pero con el tiempo fuí sintiendo que mi marido no
era aquel príncipe azul con el que soñábamos
todas las chicas de mi época. No puedo precisar
cuándo apareció el juego en mi vida. El juego por
dinero, claro. Y cuando me sumía en esos estados
melancólicos tenía la sensación de que el
vacío iba a tragarme para siempre… Entonces se
presentaba la idea "liberadora". Todo iba a cambiar en mi vida a
partir de aquella vuelta por el salón de Bingo. Me
transformaba en una ganadora por anticipado, entraba a disfrutar
de un mundo mágico…"

Otra de las creencias características de este
sistema es la que afirma que los sentimientos son peligrosos. El
peligro consistiría no sólo en manifestarlos, sino
también en tenerlos. Por lo tanto, la mejor ocurrencia
sería suprimirlos. Porque la creciente sensación de
derrota lleva al adicto a un estado de paroxismo, a medida que
pasa el tiempo, y siempre le resultará preferible negar
sus sentimientos como otra de las variadas formas de evitar el
dolor.

El invento de una imagen para ofrecer al mundo es algo
típico de muchos adictos, en especial de los que trabajan
compulsivamente o los que no pueden parar de comprar.
También la esgrimen los cocainómanos. La creencia
básica es que "la imagen todo lo es, la imagen todo lo
puede". Se trata de algo así como enarbolar un escudo, y
en el fondo distraer la atención sobre uno mismo. Ese
falso yo va ganando terreno poco a poco, y termina por absorber
al verdadero por medio de una suerte de mimetismo. De este modo,
el adicto logra (o cree que logra) ser aceptado por el medio en
el cual se desenvuelve.

El deseo de arreglarlo todo velozmente conduce a buscar
la solución fuera de uno mismo. En otra persona, o por
medio de una actividad o sustancia capaz de suplir
fantasiosamente las propias carencias. Se trata de tomar un atajo
en lugar de recorrer el camino que corresponde, no importa los
peligros o inconvenientes que pudieran surgir. Esto implica una
postura ante la vida. Se basa en la suposición de que es
inútil perseguir el logro de beneficios permanentes, y es
sin duda una actitud pasiva frente a la realidad: lo que yo no
puedo arreglar, que me lo arregle otro.

La realidad ofrece múltiples posibilidades, y si
la describiéramos en términos de color,
diríamos que abarca todas las gamas del espectro solar.
Pero el adicto desdeña el arco iris, porque descree de
él. Para un adicto, como dijimos, todo es negro (ausencia
de color) o blanco (la suma de todos los colores). Los
términos medios no existen y los rechaza, quizá
porque confunde lo mediano con lo mediocre. Ningún ser
humano es perfecto y omnipotente, ni absolutamente inservible y
egoísta. El adicto suele aplicarse a sí mismo
atributos que pertenecen a la divinidad o a los demonios. Pero si
se diera permiso de habitar el arco iris empezaría a
sentirse libre. Libre de su exagerada autoexigencia, libre para
librar la batalla de la vida en el terreno que corresponde, y no
agazapado tras los biombos y máscaras de la
adicción. Ser uno mismo, sin disfraces, y aceptar sin
temor la realidad propia; esa es la verdadera esencia de la
recuperación.

La personalidad
adictiva

Las emociones

Antes de abordar el tema de la personalidad adictiva,
resulta importante referirse someramente a las
emociones.

Las emociones son una parte esencial de la vida humana.
Sin ellas podríamos funcionar sólo
automáticamente como máquinas, estaríamos
privados de experimentar todos los matices que ofrece la
existencia. Precisamente, la palabra emoción proviene del
latín emovere, que significa agitar, mover,
excitar.

Como si se tratara de la vieja diversión
infantil, nuestras emociones juegan a las escondidas. En el libro
"Venza sus adicciones", la Dra. Corinne Sweet introduce el
concepto de "Alfabetización emocional", y dice al
respecto: "No tenemos ninguna preparación formal para
entender nuestras emociones, aunque a lo largo de nuestras vidas
necesitamos ser capaces de comunicarnos y de relacionarnos con la
gente en casa, en el trabajo, en la calle, en todas partes.
Llamó alfabetización emocional a este proceso de
aprender a reconocer, enfrentar y manejar los propios
sentimientos. Por supuesto, cuanto más entiende sus
propios sentimientos, mejor puede establecer lazos de
empatía con otras personas."

La primera afirmación induce a reflexionar
profundamente. ¿Por qué "no tenemos ninguna
preparación formal para entender nuestras
emociones"?

La sociedad se estructura en base a permisos y
prohibiciones destinados a regular la conducta de cada individuo
con referencia al entorno. Sin estas pautas la convivencia no
sería posible. Si cada uno de nosotros tuviera la potestad
de dar rienda suelta a sus instintos, nadie podría
disfrutar del mínimo de seguridad que tiene derecho a
exigir para sí mismo, su familia, bienes y
actividades.

A lo largo de las diversas épocas y culturas, las
sociedades ofrecen muy distintos parámetros de
permisividad y prohibición. Desde la horda primitiva,
caracterizada por sus escasos vínculos sociales, hasta la
sociedad contemporánea, los permisos y prohibiciones se
acrecentaron en una progresión lenta y persistente,
más allá de los naturales retrocesos y
estancamientos propios de la evolución. La
proclamación de los derechos esenciales del Hombre trajo
aparejada una mayor responsabilidad social, que se
condensó en una frase esclarecedora: "Mi derecho termina
donde empieza el derecho ajeno". En el siglo XIX imperó en
Inglaterra una moral estricta, que sería mejor designar
moralina, y que gracias a la expansión del Imperio
Británico alcanzó una gran extensión en los
países occidentales. Esta forma de hiperconciencia social,
con su fuerte dosis de fariseísmo, pretendió
imponer a la conducta humana una fachada impecable, sin
importarle cuánto habría que reprimir para obtener
sus objetivos. Así, poner de manifiesto una emoción
se llegó a considerar por lo menos inconveniente. La
ética fue desplazada por una moralina estética. La
consigna era "no mostrar".

¿Luz verde para la
emoción?

Este ya es otro asunto. Porque una cosa es detectar una
emoción reprimida, y otra muy distinta es actuarla. Mucho
se ha hablado acerca de dos caracteres prototípicos y
opuestos: el flemático y el sanguíneo. El primero,
típico de los sajones, se distingue por contener el
impulso y mostrarse hierático, impasible; es el que se
ajusta precisamente a esa moralina que imperó hace un
siglo y que todavía no ha desaparecido por completo. El
carácter sanguíneo, en cambio, se manifiesta por
medio de grandes explosiones emocionales y es típico de la
cultura mediterránea, más específicamente
latina.

Entre ambos extremos sería necesario encontrar un
equilibrio.

¿Por qué reprimimos la emoción?
Más allá de los frenos sociales que fijan maneras
de comportamiento correcto o incorrecto, cualquier emoción
puede producirnos otra, el temor, motivo por el que se la puede
negar o reprimir. Llorar, por ejemplo, puede ser para algunos un
sano desahogo; para otros, un acto descalificante, aun sin
testigos a la vista. El llanto los hace sentir todavía
más desdichados. Y habrá incluso quienes sientan la
necesidad de llorar, pero algo en su interior les impide sentir
ganas de hacerlo; simplemente no se les cae una lágrima,
como si estuvieran desconectados de su emoción.

Esto puede deberse a diversos motivos. O bien se ha
sufrido una fuerte represión en la infancia,
sintiéndose obligado a ocultar la emoción; muchos
padres, maestros o cuidadores, no contentos con imponer una
penitencia, prohíben cualquier protesta o
manifestación en contra, la que sólo
conseguirá aumentar la penitencia. O bien se es
víctima de alguna discriminación, lo que incita al
discriminado a "no mostrar la hilacha", pues puede ser objeto de
mayores burlas o persecución. O bien puede creerse,
siguiendo la opinión generalizada, que poner de manifiesto
ciertas emociones puede conducir directamente a la locura; las
personas que viven solas, por ejemplo, tienden naturalmente a
hablar consigo mismas en voz alta, y al hacerlo pueden sentir que
no están en su sano juicio. Reprimen esa necesidad
legítima, o bien se compran un mascota para que les sirva
de interlocutor, lo que tampoco encaja dentro de sus
rígidos esquemas: hablar solo o con la tortuga no cambia
demasiado la cosa.

Desarrollar emociones que sostienen la
adicción o enmascaradas por la adicción

Alegría y tristeza; placer y
dolor

La alegría y la tristeza son sentimientos
antagónicos que tienen un correlato en las percepciones de
dolor y de placer. La alegría se puede considerar como
placer en un plano psíquico, y la tristeza como dolor. Si
bien el placer y el dolor son percepciones sensoriales, de orden
físico, comunes a todos los animales, en el hombre
traspasan ese umbral y se transforman en alegría y
tristeza, es decir, en manifestaciones específicamente
humanas.

La alegría es una respuesta del ser humano a
determinadas experiencias de la vida y, al mismo tiempo, es un
factor positivo para desarrollar la personalidad y emprender
nuevos proyectos.

La tristeza expresa la falta de plenitud y es a menudo
un factor negativo, que paraliza o hace más difícil
el desempeño de la persona. En la actualidad la tristeza
se puede considerar como una plaga contagiosa que se extiende
entre los seres humanos y se manifiesta como depresión. La
angustia, la ansiedad, la melancolía, el temor son todos
malestares que tienen como síntoma común la
tristeza.

Ahora bien, no todo dolor es malo ni toda alegría
es buena. El dolor y la tristeza bien aceptados pueden conducir a
una existencia más plena y sólida. Cuando placer y
la alegría están desconectados del amor, la verdad
y la libertad, pueden convertirse en el principio de una vida
mezquina y miserable.

Ningún ser humano puede eludir el dolor. Tarde o
temprano se le presentará tanto física como
psíquicamente. Es una vivencia que penetra hasta lo
más íntimo y exige al hombre que adopte una
postura. De cómo se pronuncie el hombre en esa
decisión, dependerá que la experiencia le sirva
para madurar y crecer o para hundirse en el egoísmo y la
amargura.

El dolor puede conducir tanto al egoísmo como a
la generosidad, a la contracción a una vida primaria e
instintiva o al desprendimiento y a la apertura de la persona, lo
cual le permite conocer mejor las limitaciones existenciales y
las posibilidades espirituales del hombre.

En su estudio sobre el dolor, Alfons Auer señala
que se trata de uno de los sentimientos que tienen un fin
objetivo y perceptible en el mantenimiento de la vida humana. La
vergüenza y el pudor protegen la intimidad personal e
impiden que se exponga públicamente; el cansancio nos
advierte la necesidad de relajarnos o de dormir; el apetito o el
asco anuncian la utilidad o el perjuicio que un alimento
representa para nuestro organismo; el arrepentimiento nos
advierte y nos libera de la carga de un pasado culpable y hace
posible un nuevo comienzo.

De modo semejante, el dolor es una señal de
alarma de la naturaleza que sirve al médico para localizar
y diagnosticar la enfermedad.

Por evidente que nos parezca esta finalidad del dolor en
el gobierno de nuestra naturaleza, también nos plantea
enigmas impenetrables. No sabemos por qué han de hacer
daño esos avisos, por qué no puede haber
advertencias más suaves de que nuestra salud o nuestra
vida están en peligro. Menos aún se entiende la
razón de por qué, en ocasiones, esas señales
de alarma tardan en producirse. Puede que una tuberculosis haya
horadado grandes cavernas en los pulmones o que el cáncer
haya destruido grandes zonas del estómago antes de que
aparezca la alarma del dolor. De manera análoga, una
tristeza profunda puede ser amordazada o derivada por las
vías de alguna evasión compensatoria – alcohol,
droga, patologías alimentarias, excesos sexuales,
adicción al trabajo, agresividad, etc. – sin dar
opción al hallazgo de la causa que la provoca.

Esto nos sugiere que la trascendencia del dolor y de la
tristeza no puede reducirse a una mera finalidad alarmista dentro
del orden de la naturaleza. Al dolor, que es inevitable y que
constituye parte integrante de la existencia humana, hay que
encontrarle un sentido, ya que no hay nada tan demoledor como
sufrir y no saber por qué se sufre.

El dolor cumple funciones de gran trascendencia en el
complejo entramado psicológico del hombre. Estas funciones
son:

( Estímulo para la madurez. Las opresiones
internas o externas invitan al hombre a centrarse cada vez
más en el núcleo de su personalidad, a pasar de lo
falso a lo auténtico, de lo superficial a lo
verdaderamente sustancial. En el dolor se desvanece la
ilusión de que todo en la vida responde sólo a un
orden placentero. El hombre maduro sabe que tales ilusiones
encubren la verdad y por eso es modesto con respecto a sus planes
de vida.

( Experiencia de limitación. El dolor nos
recuerda la caducidad y limitación de nuestro ser, lo cual
nos hace comprender cuál es nuestro lugar en la
naturaleza. Es esta conciencia la que nos permite afrontar la
decadencia física e intelectual que se produce con el paso
de los años.

( Anticipación de la muerte. Quien acepta el
dolor, anticipa la aceptación de la muerte como un hecho
natural. La muerte no nos aguarda sólo al final de la
vida, está íntimamente presente a lo largo de la
vida y "levanta cabeza" en cada dolor.

Nuestra cultura no nos enseña a aceptar el dolor.
Paradójicamente, poner como criterio de vida la
búsqueda del placer genera una tensión que suele
provocar insatisfacción y disgusto por la existencia. Esto
predispone al hombre a entregarse a una vida mediocre y
trivializada.

Esta derivación paradójica – el placer
causa del dolor – se produce por la pérdida del sentido de
la vida y por consiguiente del sentido del dolor.

En nuestros tiempos, la progresiva intolerancia ante el
dolor está deteriorando la capacidad para afrontar
compromisos arduos (que son los únicos que producen
verdadera satisfacción). El exagerado afán por
evitar a toda costa el menor disgusto tiene como secuela
insoslayable la dificultad cada vez mayor de experimentar
placer.

Al perder la capacidad para sufrir, el hombre abandona
los valores que dan sentido a la vida. Esta carencia de
convicciones y de entereza ante el dolor físico o
psíquico está presente en casi todas las
manifestaciones de nuestra cultura. La drogadicción es un
prototipo de esta situación.

Un diálogo entre sordos

Una de las grandes paradojas de nuestra era consiste en
que mientras las comunicaciones realizan progresos
técnicos inimaginables hace algunos años, el
diálogo ha entrado en un cono de sombra. Cada vez estamos
mejor comunicados con el mundo, mientras que ya no sabemos
qué piensa nuestro vecino o peor todavía,
qué siente nuestra pareja o algún familiar cercano.
Ante este panorama no es extraño que los individuos
tiendan a aislarse interiormente, defendiéndose de lo que
sienten. Si quienes nos rodean no manifiestan su intimidad,
respondemos de la misma manera y nos encerramos en nosotros
mismos. El resultado no es una sana introspección,
indispensable para crecer, sino más bien la mordaza para
nuestros sentimientos. Necesariamente ha de producirse una
ruptura, y no sólo con el entorno. El individuo necesita
comunicarse con el exterior para recibir información e
integrarla; pero con esta modalidad lo que se consigue es
producir una fragmentación interna. Las necesidades
insatisfechas se van petrificando, y se termina viviendo de
espaldas a uno mismo. La sociedad actual fomenta la quiebra de la
identidad individual.

Si un niño no recibe atención y afecto,
crecerá buscándolos en todas partes. O mejor dicho:
no crecerá. El empeño para recibir lo que no obtuvo
y sin duda merece, le impedirá desarrollarse normalmente.
Y nada hay tan apropiado para detener el crecimiento personal
como una adicción. Porque dicho crecimiento requiere un
intercambio emocional, un constante fluir de los sentimientos, y
la adicción "fija" cualquier avance o retroceso. La normal
necesidad de expresarse se trunca, y el adicto se expresa a
través de la adicción.

Se dice de las adicciones orales que "entran por la boca
y se curan con la boca." Es decir, hablando. Y no sólo
hablando de la adicción en sí y sus modalidades,
sino sobre todo de las emociones y sentimientos tantas veces
reprimidos. En los grupos de autoayuda se emplea el método
de hablar por turno, como una forma de evitar las constantes
interrupciones que ocurren en nuestros diálogos
cotidianos; la finalidad, por supuesto, es que la persona que
habla sea y se sienta escuchada, y que los demás se
acostumbren a escuchar.

Muchas personas se sienten inclinadas a ayudar al
prójimo, sin saber que esa actitud les proporciona una
íntima satisfacción provocada por un sentimiento de
superioridad, aunque se cuiden muy bien de detectarlo como tal. Y
en consecuencia, les resulta muy difícil pedir ayuda en
caso de necesitarla. En realidad, parecen no necesitar nada,
hasta el momento en que se ven expuestas a un dolor insufrible:
la muerte de un ser querido, una inesperada bancarrota, una
penosa separación conyugal. Sus necesidades petrificadas
estallan, y se ven expuestas a "buscarse" un accidente sin darse
cuenta o a contraer una grave enfermedad al tener muy bajas sus
defensas orgánicas. Algunas, incluso, incurren en el
suicidio. Es entonces cuando se debe pedir ayuda. El baile de
máscaras concluye, y es necesario reconocer el propio
rostro de una vez.

Dijimos al principio que las adicciones de nuestra
época tienen múltiples perfiles, y parece
conveniente reiterar algunos conceptos. Un jugador compulsivo, un
alcohólico, un fumador empedernido, son generalmente
personas que sufren por falta de amor, no toleran la adversidad y
no poseen un proyecto o un estímulo que les brinde la
ilusión necesaria para enfrentar la vida con
optimismo.

Es por eso que lo que comienza como un juego inocente y
agradable, similar al de gratificarse haciendo compras para
ahuyentar la depresión o consultar a un astrólogo
para evitar calamidades futuras, puede desembocar en una conducta
adictiva.

El tipo y la intensidad de la adicción
estarán directamente vinculados a la personalidad de cada
individuo. El inquieto se entregará de manera compulsiva a
la cocaína, al trabajo, a la limpieza, a la velocidad y a
todo aquello que le permita descargar su adrenalina. El calmo
escogerá la marihuana, la comida, la hipocondría,
es decir, todo lo que le genere un estado de relajación.
Estos son los casos típicos. Es menos frecuente

– aunque también se da en un número no
desdeñable de casos – que personas inquietas busquen algo
que las relaje o que personas cuya personalidad sea aplacada
elijan drogas que las estimulen.

Un adicto puede hablar pero no expresarse, ya que sus
palabras estarán disociadas de sus sentimientos. Esta
disociación es una especie de barrera que el adicto crea
para no tomar contacto con los estados de ánimo de los
cuales busca evadirse.

Todo adicto es esencialmente un adolescente -adolece:
carece de madurez- y vive en la instancia de transición a
través de la cual intenta perfilar su identidad como
persona y su sitio dentro de la sociedad. Además de
consolidar su Yo, el adolescente necesita contar con un proyecto
vital para poder elaborar correctamente los duelos por todo lo
que quedará atrás para siempre, esto es, la
protección paterna y su imagen infantil dependiente. Pero
la realidad demuestra que aunque haya una madurez
biológica, ésta no siempre va acompañada por
la madurez psicológica.

Las reacciones del adicto están regidas
más por el principio del placer que por el principio de
realidad, que es el que debería prevalecer en la edad
adulta. Por eso, el adicto no puede soportar ningún tipo
de dilación y lo que necesita y desea, quiere conseguirlo
ya. Para entender este tipo de personalidad imaginemos el
comportamiento de un chico de dos años. Si le
diéramos a elegir entre un simple caramelo para comer en
el momento y un kiosco lleno de golosinas al que podría ir
más tarde, sin duda elegiría el caramelo. Los
adictos prefieren lo efímero, el placer inmediato a la
posibilidad de esperar y obtener un bien mayor.

En los hechos, droga, alcohol, comida, trabajo, sexo,
televisión, juego, deporte o cualquier otro objeto o
actividad pueden ser motivo de adicción. Lo que hace que
una persona, posiblemente sin darse cuenta, llegue a ser adicta,
no es la actividad o el consumo de una determinada sustancia sino
el modo de relacionarse con éstas. En el caso de la
drogadicción y alcoholismo, el mismo objeto -la sustancia
tóxica- es de por sí adictivo y esto refuerza el
proceso.

La ecuación adictiva tiene dos términos:
un vacío afectivo y un estímulo -objeto, sustancia,
persona- que brinda la ilusión de que la angustia
desaparecerá. Así se establece un círculo
vicioso, ya que una vez que pasa el efecto del estímulo,
la angustia aumenta y la compulsión hacia el objeto o la
actividad se va haciendo incontrolable. Como consecuencia de
esto, la persona comienza a empeorar día a día en
un camino que muchas veces no tiene retorno. Por eso, si la
adicción no es tratada a tiempo, deriva en consecuencias
fatales para la mente y para el cuerpo.

Todo adicto es portavoz de un conflicto familiar que
puede existir en forma manifiesta o latente. Sin saberlo, el
adicto se hace cargo de esa crisis y la pone en
evidencia.

La vida ingobernable

Es muy común escuchar, entre los miembros de
grupos de autoayuda, una frase que encierra una gran verdad pero
que se encuentra mal expresada: "El problema conmigo es que tengo
mucha omnipotencia". Obviamente, lo que se quiere decir es otra
cosa, que podría formularse así: "Mi problema es
el deseo de ser omnipotente".

Esto implica la aspiración de controlar todo, ya
vimos cómo la persona predispuesta a contraer una
adicción es inducida en el ámbito familiar a
desvalorizarse, lo que instala una de las causas del "malestar"
adictivo.

Es evidente que la condición humana se encuentra
sujeta a un sinnúmero de circunstancias que escapan a su
control. Nadie puede ejercer su influencia para evitar un
terremoto o cualquier otra catástrofe natural; pero
incluso la guerra, por ejemplo, es decidida por un muy reducido
grupo de personas, y la inmensa mayoría no tiene el poder
de realizarla, impedirla o detenerla. Sin hablar de enfermedades,
o condiciones económicas que resultan inmanejables para el
común de la gente. Hasta la creciente ola de delincuencia
crea una sensación de inseguridad que no puede manejarse
según la decisión individual, y las condiciones
laborales son impuestas sin consultar al trabajador, quien no
tiene el menor poder de decisión sobre las mismas.
Horarios, productividad, premios y diversas cláusulas no
son decididos por el empleado. Incluso en las relaciones
personales (de familia y amistad) el poder tiende a ser
monopolizado, lo que lleva a muchas personas a sentirse
inseguras.

Los Alcohólicos Anónimos fueron los
primeros en proponer un programa de doce pasos para llevar a cabo
la recuperación individual, que hoy se han extendido a
innumerables grupos de autoayuda. Que los adaptaron a las
peculiaridades propias de cada adicción. EL primero de
esos pasos dice: "Admitimos nuestra impotencia ante el alcohol, y
que nuestras vidas se volvieron ingobernables". En la sociedad
actual, la vida ingobernable se ha convertido
prácticamente en un común denominador.

Esta sensación de ambicionar algo y no obtenerlo;
el deseo de modificar personas, cosas o situaciones que de hecho
uno no puede cambiar, más el convencimiento de
que debería ser capaz de cambiarlas, conducen sin
duda a buscar una escapatoria a través de un mecanismo
ilusorio que compense esa impotencia: la
adicción.

Muchos alcohólicos recuperados declaran haber
recurrido a la bebida como una posibilidad de "realizar"
mágicamente sus necesidades de control y dominio. Jaime lo
describe con peculiar realismo:

"Tenía aquella sensación de
inutilidad, y los fines de semana resultaban particularmente
mortificantes. Me refiero a los inicios de mi adicción,
cuando mis hijos eran chicos y la relación con mi esposa
apenas había empezado a deteriorarse. Todo parecía
encarrilado, y sin embargo… En realidad yo tenía una
sensación de fracaso. De adolescente, había
anhelado otra cosa para mi vida. Como no tenía mal aspecto
(aseguraban que me parecía a James Dean) soñaba con
convertirme en un galán de éxito, aunque ni
siquiera había intentado algún curso de
declamación. Aquello iba a ocurrir como por arte de magia.
Quince años después, casado y con dos hijos, la
nostalgia por aquel galán que no pudo ser no me dejaba en
paz. Y descubrí que el alcohol lo hacía revivir.
Dos copas eran suficientes para que se me apareciera, y con tres
o cuatro ya empezaba a actuar y obtener sus primeros
éxitos. Con el paso del tiempo hubo que ir aumentando las
copas para que mi "actor interno" se pusiera en movimiento. Y me
imaginaba cosas formidables: un éxito descomunal, una
inmensa casa de veraneo en Acapulco, un gran piso en
París, mujeres a granel, un desmesurado triunfo
profesional (en el festival de Cannes me consagraban como "el
mejor actor de todos los tiempos") y el público del mundo
entero rendido a mis pies. No valía la pena fantasear por
menos de eso. Y en el mostrador de aquellos bares
descubría, ya borracho, a un pobre infeliz que lagrimeaba
reflejado en el espejo…"

En esta dura confesión podemos comprobar la
íntima relación existente entre el sentimiento de
impotencia (el deseo "imposible" de convertirse en estrella) y el
imán de un alterador del estado de ánimo (en este
caso el alcohol). Los ejemplos podrían repetirse en el
caso de otras drogas, el juego o cualquier otra actividad que
fomente la ilusión de poder. Si la sociedad, por una
parte, incrementa la idea de que deberíamos ser
omnipotentes, por otro lado la realidad nos muestra la otra cara
de la moneda: de hecho nuestra influencia en el conjunto tiene
una importancia prácticamente insignificante. Pero
aquí nos encontramos con la actitud malsana. Porque tener
conciencia de nuestra relativa insignificancia dentro del
contexto social no tiene nada de pernicioso. Lo insalubre es
incitarnos a la omnipotencia por medio del ofrecimiento de metas
inalcanzables.

Al sentirnos incapaces, cultivamos el ansia de poder y
tratamos de extraerlo de una fuente exterior a nosotros; o bien
procuramos dominar a otros, como una forma de alimentar nuestra
fantasía de omnipotencia. Ninguno de estos caminos conduce
a algún lado, porque lo verdaderamente significativo es
aprender a conducir nuestra propia vida para que se vuelva
gobernable. Esto es lo importante para obtener una
recuperación efectiva y encontrar así un
auténtico sentido.

Sigmund Freud decía: "Cualquiera que entienda la
mente humana sabe que pocas cosas son tan difíciles de
abandonar como un placer que ha sido experimentado alguna vez".
Pero el precio a pagar es muy alto.

Ningún adicto se siente libre y feliz. Su vida
es, por el contrario, un terrible laberinto de simulaciones,
sentimientos de culpa, soledad y dolor, un infierno del que no
puede salir sin ayuda. La adicción es el síntoma de
una enfermedad cuya raíz es el miedo a aceptar la vida. La
inmensa mayoría de las personas soporta con desigual
equilibrio los problemas cotidianos. Aunque se sientan deprimidas
o angustiadas, luchan por vencer las dificultades y salir lo
mejor posible del trance. El adicto, en cambio, adopta una
postura infantil e irresponsable, rehuye enfrentar lo que le
provoca frustración y se repliega en su caparazón
autodestructivo. En estos casos, las características de la
personalidad que favorecen a la adicción son las
siguientes:

  • Identidad mal integrada

  • Desajustes emocionales, intelectuales y
    sociales

  • Inmadurez

  • Angustia latente o manifiesta

  • Ansiedad

  • Baja autoestima

  • Sentimiento de abandono afectivo

  • Curiosidad

  • Deseos de sentirse bien

  • Déficit normativo

  • Baja tolerancia a la frustración

  • Escaso control de los impulsos

Otros factores a tener en cuenta son el descontento con
la calidad de vida, la ausencia de un proyecto de vida, y la
disconformidad con el presente. Pero por el avance de las
adicciones como patología social demuestra que personas
con un psiquismo medianamente bien constituido puedan sentir un
vacío existencial que se trasluce en falta de valores,
desgano y carencia de normas cayendo víctimas de
estas.

La búsqueda de la dicha fuera de
nosotros

Isabel tuvo una infancia aparentemente llena de
cariño y cuidado. Era la menor de cuatro hermanos; los
tres mayores eran varones, de modo que sus padres la rodearon de
todo el amor posible. Sus hermanos la colmaban de
protección y atenciones, y su vida se deslizaba sin
demasiados contratiempos.

A medida que fue creciendo le pareció que
entre su madre y ella se establecía una sutil y sorda
rivalidad, de manera que casi insensiblemente se inclinó
hacia su padre, quien no desmentía su condición de
médico. Al menor síntoma de enfermedad por parte de
Isabel, el doctor le dedicaba una atención desmedida y era
capaz de pasar la noche velando su sueño. La madre
protestaba, ya que poco a poco Isabel se fue convirtiendo en una
criatura irascible y caprichosa, segura de que estaba respaldada
por un señor todopoderoso.

Mientras la relación con su padre se
volvía más absorbente, se ahondaba la brecha entre
ella y su madre. Los hermanos mayores se fueron casando, hasta
que Isabel quedó sola con sus padres en una casa que les
quedaba grande. No había estudiado más allá
del secundario; tampoco necesitaba trabajar, y sus planes no
incluían el matrimonio, a pesar de varios novios que
fueron desechados uno a uno. Próxima a los treinta
años, la vida de Isabel parecía entrar en un cono
de sombra. Comenzó a encerrarse en sí misma y
pasó por varias crisis emotivas, con accesos de llanto
incontrolable. El padre resolvió internarla por quince
días en una clínica cuyo director era un
prestigioso colega. Le recomendaron iniciar un tratamiento
psicológico, y le recetaron psicofármacos para
controlar su ansiedad.

Al poco tiempo abandonó el tratamiento, pues
aseguraba que ya se encontraba curada. Pero no abandonó
los psicofármacos sino que fue aumentando secretamente la
dosis.

Pocos años después murió su
padre, y a Isabel le pareció que el mundo había
terminado. La relación con la madre había entrado
en un punto muerto, un acuerdo de buenos modales para poder
convivir.

El exceso de medicamentos trajo nuevas
internaciones. Isabel no acierta a realizar su propia vida, y en
el intento por hacerlo sólo logra embotarse más en
su mundo de pastillas y recuerdos.

Hoy todos hablamos de adicción, pero pocos
conocemos su exacto significado. Lo primero que salta a la vista
es el hecho de que la persona adicta no tiene conciencia de
serlo. Sólo en casos excepcionales un adicto está
dispuesto a reconocer su problema, y cuando lo hace esgrime un
vasto conjunto de excusas para justificarse. Una de las
características más notorias de la adicción
consiste precisamente en su manera encubierta de introducirse y
permanecer en la vida de una persona. De hecho, casi nadie se
declara adicto, aunque la experiencia comprueba que la conducta
adictiva predomina hoy en la sociedad.

La raíz de la
adicción

Alicia tenía todos los elementos como para
que cualquiera pudiese considerarla una mujer razonablemente
feliz. Tenía 35 años cuando se convirtió en
mi paciente; se había recibido de arquitecto diez
años antes y trabajaba en su profesión en el
estudio que había abierto con dos socios. Estaba casada
con un odontólogo de renombre y sus hijos eran sanos y
estudiosos.

En una de las primeras sesiones me dijo que dos
años atrás había tenido que dejar de fumar,
ya que excedía los cuarenta cigarrillos diarios y
tomó la decisión al comprender que aquello
perjudicaba no sólo a ella sino a todo el grupo familiar.
Cuando le pregunté si había recurrido a
algún grupo de autoayuda me contestó que no lo
consideró necesario. Al cabo de un breve período de
abstinencia comenzó a experimentar un extraño
desasosiego, la desagradable sensación de que "algo" no
andaba bien.

Llevaba alrededor de tres meses de tratamiento
cuando un día se quedó muda frente a mí, los
ojos clavados en la biblioteca a mis espaldas y las manos
entrelazadas en un gesto de crispación. Quería
decirme algo, pero le resultaba muy difícil articular
alguna palabra. De pronto, el mentón comenzó a
oscilarle en un temblor incontrolable, y se lanzó a llorar
sin poder contenerse. Tardó un rato en recuperarse y por
fin pudo articular una frase. La más breve y concisa, pero
que encerraba todo un mundo: "Tengo miedo."

Su vida era convencionalmente armoniosa, pero ese
"algo" que no funcionaba empezaba subrepticiamente a socavar los
cimientos de su edificio. Fue ella quien lo dijo, haciendo una
comparación de obvias referencias a su actividad
profesional. Experimentaba un creciente vacío, y era
evidente que hasta dos años antes había estado
tratando de taparlo con su adicción al
tabaco.

A partir de aquella sesión reveladora, Alicia
empezó a comprender los mecanismos que usamos para
satisfacer la profunda necesidad de protección y afecto
cuando no alcanzamos a colmarla. Ese vacío existencial
puede llevarnos a buscar afuera de nosotros mismos un remedio que
está en nuestro propio interior, en algún lugar que
por diversos motivos no somos capaces de descubrir.

La propuesta espiritual

Mucha gente considera a los adictos como personas cuya
fragilidad moral o insuficiencia mental los conduce a incurrir en
su conducta adictiva, sin tener en cuenta la profunda necesidad
espiritual que los habita.

El vacío existencial y la adicción se
alimentan entre sí, formando un círculo de
autodestrucción. La tangente para librarse de ese
círculo giratorio es sin duda de in cambio interior que
incluye las dimensiones: biológica, psicológica,
social y espiritual. Cuando alguien se empeña en buscar la
felicidad fuera de sí mismo está negándose
la posibilidad de encontrar la respuesta adentro. Generalmente se
opta por recurrir a una serie de condicionamientos para obtener
lo que se desea: "Si trabajo más horas conseguiré
un premio mensual"; "si me tomo dos copas podré afrontar
el problema con mayor decisión". Estos y otros
razonamientos parecidos consiguen desplazar y postergar la
verdadera índole de cada situación y de la
verdadera necesidad: el demorado encuentro con uno
mismo.

Al acceder a la edad adulta muchas personas optan por
renegar de una espiritualidad que les fue equivocadamente
impuesta (por lo general a través de normas y ritos
religiosos cuyo incumplimiento acarreaba una amenaza a la propia
seguridad) o bien relegan lo espiritual a un segundo plano. No es
casual que el programa de recuperación de
Alcohólicos Anónimos y muchos programas de
recuperación de las adicciones tengan nombres que aluden a
una nueva forma de vida y propongan un "despertar
espiritual".

Buscar las coincidencias y no las
diferencias

Este consejo se imparte a todo miembro que ingresa en un
grupo de autoayuda. La razón es simple: si una persona
hace hincapié en todo lo que le resulta diferente a
sí misma, particularmente en lo que se refiere a
experiencias que no ha tenido, abandonará el grupo con la
convicción de que eso no le incumbe, y que el problema que
la llevó hasta allí estaba sólo en su
imaginación. Viene al caso, filosofía de Daytop
Village, uno de los programas de recuperación de
drogadictos más grande del mundo, donde se recitan los
siguientes párrafos:

"Estamos aquí porque no hay ningún refugio
donde escondernos de nosotros mismos.

Hasta que una persona no se confronta en los ojos y en
el corazón de los demás, escapa. Hasta que no
permite a los demás compartir sus secretos, no se libera
de ellos.

¿Cómo podemos conocernos mejor sino a
través de nuestros puntos comunes?

Aquí, juntos, una persona puede manifestarse
claramente. No como el gigante de sus sueños, no como el
pequeño de sus miedos, sino como un hombre, parte de un
todo, con su aporte a los demás."

Pero más allá de esto, el tema de las
diferencias está estrechamente relacionado con nuestro
sistema de educación occidental, basado entre otras cosas
en un procedimiento de separación y descarte antes que en
la búsqueda de similitudes.

Por lo general, el temor a todo lo diferente está
disfrazando otro temor: el de encontrar coincidencias. Si una
persona nos resulta desagradable por su manera de expresarse, la
ropa que usa o el comportamiento excesivamente desinhibido que
pone de manifiesto, muchas veces no reparamos en que lo que nos
molesta es su libertad, pues quizá nosotros hemos
reprimido todo lo que vemos dolorosamente reflejado en el otro.
Por otra parte, insistir en señalar las diferencias ahonda
la distancia entre las personas y fomenta la desconfianza mutua;
al contrario, descubrir las coincidencias tiende a crear lazos
afectivos más sólidos.

En el texto de los Evangelios más arriba citados
"buscar la paja en el ojo ajeno para no ver la viga en el
propio", resulta muy útil para saber que cuando nos
dedicamos con esmero y fruición a escudriñar en los
recovecos de la vida ajena, ufanándonos de ser tanto
mejores, estamos negando en nosotros aquello mismo que
criticamos.

En definitiva, lo que es importante destacar es que
cuando alguien se esfuerza por diferenciarse o bien pretende
cambiar a los demás, se interna insensiblemente en el
terreno de la adicción, haciendo depender su bienestar de
un comportamiento ajeno, buscando afuera la solución que
no se atreve encontrar en sí mismo.

Tres factores de riesgo

El Yo alberga y alimenta sentimientos que influyen
directamente en la conducta adictiva, conformándose una
suerte de tríada emocional: la culpa, la vergüenza y
el temor. La culpabilidad, consciente o inconsciente, contribuye
a generar un constante malestar, una sensación de
encontrarnos en falta frente a nosotros mismos o a los
demás. Es común que muchos adictos recuperados
señalen a la culpabilidad como un factor determinante de
su caída en la adicción.

Martín, un ex adicto al juego, nos cuenta
parte de su historia: "Cuando yo tenía quince años
murió mi padre. Yo era hijo único, y seguí
viviendo con mi madre en el pequeño departamento que
pudimos conservar. El era alcohólico y no nos dejó
ninguna pensión o algún otro seguro social. Ella
realizaba trabajos de limpieza y sus ingresos apenas
cubrían nuestras necesidades. La veía llegar
cansada a casa y ponerse a cocinar para los dos. No recuerdo
haber recibido de ella ningún castigo, salvo las
reprimendas normales por mis travesuras y rebeldías de
adolescente. Y sin embargo comencé a llenarme de culpas
sin saber bien por qué. La historia de cómo
empezó aquella compulsión por jugar sería
demasiado larga de referir; pero recuerdo con toda claridad que
me inicié en el juego clandestino con la fantasía
de que ganaría una fortuna y se acabarían nuestros
problemas. En resumen, hoy lo entiendo claramente se
acabaría, sobre todo, aquella sensación de culpa
que no me dejaba vivir en paz.

Íntimamente vinculado a la culpabilidad aparece
un sentimiento de vergüenza, una perturbación
anímica que hace que la persona se sienta inferior a los
demás.

Clara, una alcohólica recuperada, puede referirse
a su vergüenza ahora que la ha superado: "Timidez,
vergüenza… no sé. Algo que me paralizaba y que
sentí siempre, desde muy chica. Tenía
vergüenza de saludar a la gente; vergüenza ante las
maestras y compañeras de estudio. En fin, creo que
vergüenza hasta de respirar. Sentía la
obligación de ser perfecta, tal como yo concebía a
mi mamá, y la convicción de que nunca
llegaría a serlo me hizo llorar muchas veces de
vergüenza, y enseguida sentir más vergüenza por
haber llorado… Al concluir mi adolescencia apareció el
alcohol. ¿Cómo no iba a aparecer? Aquellas
inocentes copitas me daban un aplomo y seguridad que nunca
había conocido. Y por último me llevaron (ya no
eran inocentes, ni copitas) de nuevo a la vergüenza, la peor
de todas, convertida en una borracha que tenía que
esconderse para llorar toda su impotencia.".

Del temor ya se hemos hablado al comienzo. Estos tres
elementos son productos del Yo, que distorsiona las dimensiones y
nos induce a creer que no podremos superarlos. Por medio de este
mecanismo la mente adictiva tiende a equivocadamente a vencer las
trabas, buscando un objeto que actúe a manera de
compensación, ya se trate de alguna sustancia, actividad o
incluso alguna persona que neutralice la insatisfacción
producida por aquellos sentimientos.

¿La felicidad está
afuera?

Los comerciales de la televisión nos bombardean
incesantemente con artículos que nos prometen la felicidad
que no supimos o no pudimos conseguir. Y esto ya nos está
indicando dónde se encuentra la semilla de la personalidad
adictiva: la idea central consiste en creer y sentirse
insuficiente, y que necesita algo exterior a uno mismo para
suprimir esa deficiencia.

La mayor parte de la gente considera que, en efecto, la
felicidad es algo que debe buscarse afuera de uno mismo, y esta
creencia tan arraigada se propaga a través de todos los
medios de comunicación.

¿Pero de qué se trata, en definitiva, la
felicidad? Algunos pueden equipararla a la posesión de
riquezas, la realización de viajes o la experiencia de un
eterno romance que no se vea empañado por el menor
disgusto. Claro que ninguna de estas cosas puede disfrutarse
realmente si no se dispone de un mínimo de paz interior.
La felicidad, entonces, puede equipararse a este último
bien.

Felicidad no es necesariamente sinónimo de un
continuo estado de satisfacción, que suele reflejarse en
la eterna sonrisa de algunos supuestos triunfadores. En la vida
incluso hay momentos de dolor que no excluyen el estado de
felicidad. No se trata de lo que se vive, sino sobre todo de
cómo se lo vive, la manera en que somos capaces de
percibir nuestra situación.

Muchas personas con discapacidades físicas se han
visto en la necesidad de aprender los métodos para
aceptarlas, e incluso han desarrollado otras habilidades que no
creían poseer. La fortaleza moral que extrajeron de
sí mismas les ha significado una ayuda invalorable, y se
han permitido ser felices a pesar de su seria limitación.
Otros, en cambio, cuentan con todos los medios a su alcance para
obtener lo que, se supone, es la felicidad. Sin embargo, ni el
dinero ni el poder se la han procurado. Quizá ignoran que
la felicidad no es un asunto del mercado. No se compra ni se
vende. Sólo puede conquistarse con un perseverante y
decidido esfuerzo personal.

Mecanismos de defensa

Los mecanismos de defensa fueron descritos por Anna
Freud como una actividad del Yo cuya finalidad es proteger al
sujeto de una excesiva exigencia pulsional y así eliminar
la tensión interna. Son esencialmente inconcientes y no
reconocibles espontáneamente por el sujeto.

La negación

Este mecanismo de defensa, común a todos los
seres humanos, arraiga con particular vigor en la personalidad
adictiva. Los adictos químicos y emocionales suelen
convertirse en verdaderos maestros de la negación, al
extremo de no tomar conciencia de su conducta adictiva. La
negación es enemiga del razonamiento, y al echar mano de
ella el adicto continúa sin cuestionamientos su conducta
destructiva.

Esta actitud consiste en lo que popularmente se conoce
como "hacer la del avestruz".

El diccionario de Psicoanalisis Laplanche-Pontalis la
define como: "un procedimiento en virtud del cual el sujeto, a
pesar de formular uno de sus deseos, pensamientos o sentimientos
hasta entonces reprimidos, sigue defendiéndose negando que
le pertenezca.

La proyección

Negar la culpabilidad, reprimirla, conduce a abrirle la
puerta hacia adentro. Y comienza a carcomernos, produciendo en
nuestro fuero interno un estado de desazón que no
acertamos a explicarnos, precisamente porque negamos la causa de
su existencia. Es entonces cuando proyectamos inconscientemente
esa culpabilidad, colocándola fuera de nosotros. Muchas
veces experimentamos un torcido placer frente a los errores
ajenos, nos burlamos socarronamente de gestos y actitudes de los
demás, y por añadidura notamos un extraño
alivio. Al obrar así, casi nunca caemos en la cuenta de
que lo que estamos haciendo es pura y simplemente colocar afuera
"eso" que negamos en nosotros. Lo detectamos en los demás
y nos sentimos liberados, al menos temporariamente. Esto nos
conduce a querer cambiar a los demás, sin advertir que lo
que estamos proyectando en ellos es el estado de nuestra propia
mente. Suponemos así que modificando la conducta ajena
vamos a encontrar la clave de la felicidad. Casi todo lo negativo
que vemos en otras personas, lo vemos fundamentalmente porque
hemos negado su existencia dentro de nosotros, y en nuestro
afán por desentendernos del asunto se lo endilgamos al
primero que nos lo muestra.

En incontables ocasiones se hace uso de este mecanismo,
la mayor parte de las veces de manera inconsciente. Es muy
común, por ejemplo, cargar sobre factores externos la
responsabilidad de nuestros fracasos. Se puede echar la culpa a
un padre excesivamente severo, a un país que no ofrece
oportunidades de desarrollo personal o a la mala suerte que nunca
dejó de perseguirnos. A menudo, hasta el mismo Dios
debería hacerse cargo de nuestras frustraciones: todo lo
malo que nos sucede o lo bueno que deja de sucedernos se debe
exclusivamente a Su voluntad.

Cuando culpamos a algo o a alguien por nuestra desdicha,
debemos ver en esa actitud una señal que nos indica bucear
dentro de nosotros mismos, averiguar las verdaderas causas que la
produjeron y hacernos responsables, con la confianza de que
realmente podremos conducir nuestra propia vida. Al habituarnos a
culpar a los otros, ahondamos la brecha de nuestra imagen, que
será cada vez mejor en nuestro consciente y
consiguientemente peor en nuestro inconsciente. Al ahondarse,
esta fragmentación de nuestra imagen nos conducirá
a realizar proyecciones cada vez más profundas y
frecuentes.

Rasgos de la personalidad
adictiva.

Si bien existe un hilo conductor y
características de personalidad comunes entre todos los
tipos de adicciones, hay diferencias entre las múltiples
personalidades de los adictos: algunos son arrogantes y
displicentes, otros son sumisos y atentos; unos agresivos, otros
pacíficos. Claro que las diferencias no son tan abismales
si comprendemos que en el fondo demuestran dos maneras extremas
de reaccionar frente a un mismo asunto; la ira y la
sumisión completa pueden indicar dos formas opuestas de
responder ante una agresión, y el tema sería uno
solo: la ineptitud para reaccionar con equilibrio. Algunos
adictos ponen de manifiesto una gran responsabilidad frente a
terceros, y otros se muestran totalmente irresponsables. En el
fondo, ninguno de ellos se siente con capacidad de desarrollar
una mediana responsabilidad para manejar sus propios
asuntos.

Los rasgos de personalidad adictiva son indicadores del
riesgo a contraer una adicción. Más allá de
los que ya examinamos más arriba, la lista es extensa y
merece ser considerada detalladamente.

  • 1)  Las personas inclinadas a contraer
    adicciones suelen confesar que muchas veces han experimentado
    un vacío existencial. Como habitualmente
    viven de espaldas a sí mismas, no encuentran su
    verdadera identidad y sienten una carencia interna que los
    impulsa a llenar ese vacío con lo primero que
    encuentren disponible. Muchos de ellos se apegan
    excesivamente a alguien, otros recurren al alcohol o a la
    droga, otros prefieren llenarse de trabajo y soslayar de esa
    manera esa insoportable sensación de ausencia. El
    adicto es incapaz de experimentar pasión por la vida.
    Busca en el objeto o actividad de su adicción, el
    sustituto, que le permita apasionarse.

  • 2)  La obsesión
    egocéntrica
    es uno de los rasgos prominentes de
    la personalidad adictiva. Una constante observación
    sobre la propia persona está relacionada con el
    perfeccionismo. Si bien esta preocupación pone de
    manifiesto una actitud egoísta y desaprensiva, como si
    lo único existente en el mundo fuera uno mismo, la
    razón más profunda de esta postura es el
    autorrechazo. Hay una disconformidad permanente respecto de
    la propia persona, y este malestar debe ser tapado por la
    adicción. El adicto posee los rasgos de personalidad
    que son "subproductos" del egocentrismo: el egoísmo y
    la egolatría. El adicto se considera a sí mismo
    y a sus necesidades, caprichos y pretensiones como los mas
    importante del mundo, y también es incapaz de brindar
    su tiempo o sus bienes salvo contadas ocasiones.

  • 3)  La persona inclinada a la adicción
    no encuentra un sentido a su vida, y por lo tanto
    tampoco puede trazarse metas u objetivos. Como si todo
    careciera de un propósito. Esta especie de
    parálisis hace que la adicción se presente con
    un particular atractivo, como una propuesta novedosa y
    diferente. Se trataría en ese caso de algo parecido a
    un encandilamiento. Allí aparece una "opción"
    que vuelve menos insoportable la angustia de considerar a la
    propia vida como carente de sentido.

  • 4)  En muchos casos el sujeto suele ejercer una
    dura autocrítica, como consecuencia de su
    temor a ser censurado por los demás. Está
    constantemente pendiente de su aspecto, sus palabras y hasta
    sus gestos. Este "fiscal interno" es causa de un profundo
    sufrimiento, ya que se vive en un permanente estado de
    incomodidad y desagrado, como si la existencia transcurriera
    en una cárcel donde la vigilancia no baja los brazos
    ni por un instante. Algunas drogas como el alcohol tienen la
    facultad de aflojar esos frenos inhibitorios de la conducta,
    y en pequeñas cantidades pueden producir un
    alivio.

  • 5)  Una vez que se ha caído en la
    adicción, la culpa es otro de los rasgos
    prominentes, debido a la posibilidad de incurrir en
    actividades improcedentes. En el caso de personas que han
    padecido una educación represora, la culpa sirve
    también para enmascarar la ira que se produce como
    consecuencia de la represión, ira que tampoco se
    permite manifestar. La agresión reprimida genera
    culpa, y se entra así en un círculo en el cual
    a mayor culpa, mayor adicción, lo que aumenta la culpa
    y ensancha y perpetúa el círculo.

  • 6)  La necesidad de sentirse aprobado
    es provocada por el hecho de que el adicto no es capaz de
    aprobarse a sí mismo, y su deseo de conformar a los
    demás responde a su propio anhelo de ser aceptado.
    Siente las críticas y el rechazo como amenazas
    peligrosas, lo que lo induce a preocuparse por complacer a
    los otros, postergando sus propias necesidades de
    gratificación. Esta actitud desemboca en sentimientos
    de persecución, ya que la indiferencia ajena, por
    ejemplo, es interpretada como un rechazo potencial. La
    adicción "suministra" todo aquello que el mundo parece
    negarle al adicto.

  • 7)  La identidad débil del
    adicto lo lleva a encontrarla en aquellas definiciones que
    dan otras personas sobre sí mismas. Todos los seres
    humanos tenemos personalidad. Durante la evolución de
    nuestras vidas vamos adquiriendo lo que se denomina
    identidad, concepto generalmente confundido con el
    de personalidad. En nuestra temprana infancia aquélla
    se va formando de acuerdo al concepto que tengan los
    demás, especialmente nuestros padres, de nosotros
    mismos. Así por ejemplo, cuando un niño se
    lastima su reacción depende de la actitud de sus
    padres que sirve como estímulo para su respuesta. Si
    estos ríen, el niño ríe. Si estos gritan
    o se preocupan el niño llora. La situación obra
    a manera de espejo. Algo similar le ocurre al adicto quien no
    tiene bien formado un concepto de sí mismo. El mismo
    cambia, según lo que sugieran los demás, con
    mayor intensidad que en el caso de las personas no
    adictas.

  • 8)  La ira resulta inmanejable para la
    persona inclinada a la adicción. O bien tiende a
    reprimirla, en cuyo caso termina volviéndose contra
    sí misma, o bien suele explotar de manera incontrolada
    y con un exceso impropio. La adicción le proporciona
    un camino para descargar su agresividad; no sólo
    contra sí misma sino también contra su entorno
    familiar y de relaciones sociales; toda adicción
    significa siempre una actitud de desdén hacia la
    sociedad, y de esta manera el adicto da rienda suelta a una
    agresividad que de todas formas es incapaz de manejar por
    sí mismo.

  • 9)  Es frecuente percibir en el adicto una
    especie de sopor emocional. Todos los seres humanos
    experimentamos pérdidas y frustraciones, pero el
    adicto resulta particularmente sensible a ellas, sobre todo
    en lo que respecta al abandono afectivo. Suele ocurrir que lo
    haya sufrido en su infancia y no haya sido capaz de
    manifestarlo. Se acostumbra a negar el sentimiento de
    abandono y con el tiempo se habitúa a convivir con
    este letargo afectivo. La adicción se presenta
    entonces como un falso "despertador" de esa conciencia
    adormecida, sin que el adicto pueda siquiera comprender el
    motivo que lo induce a buscarla. Es común que muchos
    alcohólicos hayan pretendido compensar esta carencia
    afectiva "sumergiéndose" en su propia adicción.
    Por medio del alcohol pueden dar salida a un mundo interior
    que se encuentra estancado, y a través de la bebida lo
    ponen en movimiento y encuentran su única posibilidad
    de manifestarlo.

  • 10)  En la persona propensa a la
    adicción existe una depresión latente,
    que no se manifiesta o bien tarda mucho tiempo en
    evidenciarse. El rencor reprimido, la culpa y la falta de
    autoestima alimentan este desaliento depresivo. Por otra
    parte, también colabora a la depresión la
    necesidad de controlar, y la evidencia de la imposibilidad de
    hacerlo. La adicción se ofrece así como una
    posibilidad de sacudir ese estado, particularmente en el caso
    de adicciones que implican una actividad o acción
    excitantes.

  • 11)  El temor a enfrentarse con el
    riesgo
    es otro de los rasgos sobresalientes de la
    personalidad adictiva, más allá de las
    apariencias. En efecto, muchas personas suponen que el adicto
    es un individuo que vive en permanente estado de peligro, y
    esto es real pero sólo hasta cierto punto. En
    realidad, el miedo al fracaso y a cualquier crítica
    llevan al adicto a buscar la adicción como si se
    tratara de una coraza que servirá para defenderlo del
    medio hostil. A través de la adicción se
    disfrazan así el temor, la vergüenza, y hasta se
    hace alarde de un falso coraje, que lleva a correr riesgos
    innecesarios y a veces altamente peligrosos. Un jugador
    compulsivo, p. ejemplo, pone en alto riesgo su patrimonio y
    la seguridad económica de toda su familia. El peligro
    es notorio, pero cualquier cosa le parece preferible a
    sentirse emocionalmente débil.

  • 12)  Las personas proclives a la
    adicción se encuentran muchas veces sometidas a una
    intranquilidad constante – clínicamente
    angustia y/o ansiedad – lo que las lleva a estar en
    permanente actividad. De ese modo no resulta extraño
    que se vuelvan adictas al trabajo, los deportes o las drogas
    estimulantes, cualquier cosa que les impida un momento de
    reflexión interior. Lo importante para ellas es
    sostener ese ritmo febril de acción sin medida, con la
    finalidad de calmar el desasosiego interno que aparece en
    cuanto se detienen. Aquellos que han sufrido abandono o malos
    tratos durante su niñez experimentan a menudo esa
    tensión que los impulsa a cualquier clase de actividad
    compulsiva.

  • 13)  Muchos niños no han tenido la
    oportunidad de satisfacer sus legítimas necesidades de
    dependencia, y se acostumbran a ocultarlas a medida que
    crecen, convirtiéndose en adultos cuyo hábito
    es esconder su necesidad de dependencia. Algunos
    incluso aprenden a manejarse con total desenvoltura, como si
    se tratara de individuos "duros" o "fuertes", dispuestos a
    llevarse el mundo por delante. Esta máscara, sin
    embargo, es insuficiente para aplacar su sed de dependencia,
    y la adicción aparece como una compensación que
    cubre aquella necesidad negada. En realidad, les produce un
    alivio muchas veces instantáneo,
    "confiriéndoles" la seguridad y confianza que no se
    sentía capaces de poseer. Por medio de la
    adicción, el adicto construye un puente ficticio que
    le permite ignorar su verdadera necesidad de dependencia, sin
    advertir que todo lo que ha logrado es un mero cambio de
    perspectiva: ahora depende de su adicción.

  • 14)  El individuo propenso a la adicción
    tiene el hábito de culpar a otros por todo
    aquello que no funciona normalmente en su vida. Como le
    resulta demasiado difícil hacerse cargo de sí
    mismo, no encuentra nada mejor que colocar su responsabilidad
    (o falta de ella) afuera. Esta culpa puede ser adjudicada a
    otras personas, a factores externos que van desde el clima
    hasta las finanzas del país, o incluso a un difuso
    destino que se empeña en causarles dificultades. Como
    esta actitud no produce en los hechos ningún resultado
    práctico, quien la lleva adelante termina cayendo en
    una adicción como una forma de soslayar el hecho de no
    poder hacerse responsable de su accionar.

  • 15)  Los problemas con las figuras de
    autoridad
    son propios de las personas propensas a la
    adicción. Los padres, los jefes y todos aquellos que
    ejercen mando son mirados con desconfianza y
    aprensión, debido al hecho de que sienten que le han
    robado el control y el poder que pretenden detentar. Y lo que
    es mas importante es que estas figuras representan el limite
    que el adicto no puede tolerar. En algunos casos (como la
    adicción al trabajo, por ejemplo,) se intenta
    complacer a esa autoridad, "comprársela", o bien
    ejercer directamente el mando. En otros (alcohol, drogas,
    comida) el adicto obtiene la sensación de poder al
    desafiar directamente con su actitud desenfrenada.
    Allí, la única autoridad es
    él.

  • 16)  La incompetencia para resolver las
    cosas
    suele ser común en todas las personas
    adictas, quienes no se sienten con la capacidad suficiente de
    hacerlo. Les resulta muy difícil detenerse para
    considerar con serenidad un problema, no soportan
    fácilmente los inconvenientes y frustraciones, y a
    menudo no se encuentran en condiciones de optar entre
    diversas alternativas. Tampoco pueden fijar con
    precisión determinados límites, y el
    comunicarse honestamente con los demás suele
    convertirse en un arduo problema. También la
    permanente indecisión suele paralizarlas, buscando
    postergar las cosas indefinidamente. Recurrir a la
    adicción como una forma de "esquivar el bulto"
    sólo complica los problemas, y de esa manera la fuga a
    través de su conducta adictiva parece convertirse en
    el único medio para resolver cualquier asunto que
    requiera reflexión y aplomo.

  • 17)  La falta de perseverancia es otra
    característica. Es muy común que las personas
    proclives a la adicción inicien proyectos de
    difícil concreción. Suelen encararlos con
    empuje, y al cabo de cierto tiempo pierden el impulso y los
    abandonan. Esta actitud se repite en casi todas las
    actividades, ahondando de ese modo la frustración y
    desengaño.

  • 18)  La persona inclinada a cualquier
    adicción alimenta el secreto deseo de no crecer
    nunca.
    Jamás se verá obligada a hacerse
    cargo de sí misma, y no tendrá que asumir las
    responsabilidades propias de todo adulto. Fracasa porque le
    resulta muy difícil cumplir las obligaciones
    inherentes a cualquier ser humano. El objeto de su
    adicción le procura una especie de cápsula que
    le fomenta su mundo ilusorio, en el que sus necesidades se
    verán cumplidas sin que se vea forzada a realizar nada
    para obtener lo que pretende. La responsabilidad y el peligro
    quedan excluidas de este panorama.

  • 19)  Pensar en términos
    condicionales
    es otro de los rasgos peculiares de la
    personalidad adictiva. "Si no fuera porque…" es la mejor
    manera de justificar cualquier conducta. Esta perseverancia
    de habitar un mundo de fantasía implica la necesidad
    imperiosa de desoír cualquier mensaje que la
    contradiga; se hace indispensable suprimir todos los datos de
    la realidad que se opongan a la "realización" de esa
    fantasía. Un jugador compulsivo necesita
    ignorar el hecho de que está poniendo en jaque su
    economía y la de su familia. Y el adicto a una
    relación personal desastrosa se niega a admitir esa
    realidad, no quiere escuchar nada que se lo indique y
    continúa sosteniendo su adicción echando mano a
    la misma expresión de deseos que lo ayuda a sostenerse
    dentro de la fantasía: "Si tan sólo
    pudiéramos mudarnos a un lugar más grande todo
    cambiaría y volveríamos a ser
    felices".

  • 20)  También la falta de
    límites
    es propia de las personas propensas a
    adquirir una adicción. Tienden a evitar todo aquello
    que los obligue a "demarcar su jurisdicción", ya sea
    por exceso o por defecto. O bien consideran que nada ni nadie
    debería oponerse a sus deseos y caprichos, o bien caen
    en una actitud sumisa y son capaces de dejarse avasallar.
    Según su educación haya sido represiva o
    demasiado permisiva, se les hace muy difícil la tarea
    de ubicarse y encontrar su lugar en la familia, las
    relaciones de amistad o de trabajo. Entonces, la conducta
    adictiva las exime de marcar los límites necesarios
    para desenvolverse en la vida.

  • 21)  La urgencia por gratificarse es
    otra característica de la personalidad adictiva, ya
    que el adicto presume en general que no le será
    posible dar cumplimiento a la mayoría de sus
    necesidades insatisfechas. Así, prefiere obtener una
    satisfacción a corto plazo aunque deba postergar la
    promesa de beneficios mayores que no le parecen demasiado
    creíbles. Simplemente le cuesta mucho creer en logros
    que requieran un mediano o largo plazo, más aún
    si requieren un esfuerzo sostenido. Supone entonces que
    obtener una gratificación inmediata forma parte de la
    lista de sus derechos adquiridos, y la adicción
    aparece como algo que está seguro de
    merecer.

  • 22)  Una intimidad conflictiva pone
    también de manifiesto la tendencia a la
    adicción. Los problemas para relacionarse con
    terceros, la necesidad de contarlo todo y la dificultad para
    establecer límites llevan a la persona, entre otras
    cosas, a experimentar un doloroso sentimiento de
    exclusión y soledad. Claro que este rasgo muchas veces
    es cuidadosamente disimulado y el adicto puede presentarse
    como alguien sumamente sociable, conversador y entretenido.
    Pero "la procesión va por dentro", y en sus relaciones
    íntimas las cosas no parecen ser tan distendidas. La
    adicción entra entonces a ocupar el lugar de la
    intimidad, y el adicto queda como hipnotizado por el objeto,
    actividad o sustancia de su preferencia. Por otra parte, el
    aislamiento se evapora si la adicción puede
    proporcionar un grupo de pertenencia que contenga al
    solitario y le ofrezca una sensación de vida
    comunitaria.

  • 23)  También los problemas para
    sentir verdadero placer
    forman parte de la personalidad
    adictiva. La falta de un sentido de la vida, la baja
    autoestima y la incompetencia para desenvolverse llevan a
    experimentar ese desinterés generalizado que suele
    convertirse en un terreno fértil para que prospere la
    adicción. Una adicción muchas veces enmascara
    una personalidad aburrida, que no es capaz de divertirse con
    lo que tiene a mano. Por medio de ésta, al menos, se
    obtiene un pseudo placer que ayuda a "seguir
    tirando".

  • 24)  La falta de un buen padre
    internalizado
    es otra de las características
    distintivas. Los padres pero por sobre todo la
    "función paterna" es aquella instancia que le
    permite al ser humano su entrada en la sociedad. La misma nos
    dice que cosas podemos hacer y que cosas no, poniendo un
    límite a nuestros impulsos. Si carece de esa base la
    personalidad queda sin sustento, y se persigue la conducta
    adictiva como una manera de encontrar el respaldo que
    faltó en el momento adecuado.

25) La baja tolerancia a la frustración
es un rasgo muy importante de la personalidad adictiva. Mientras
algunas personas desarrollan la capacidad para aceptar los
contratiempos y sinsabores naturales de la condición
humana, otras interpretan que los mismas son autenticas tragedias
que les impiden avanzar en la vida. Esto se da en situaciones
relevantes sino también en pequeños hechos
cotidianos. La personalidad adictiva no soporta que se le ponga
un límite a cualquier deseo y para el adicto no existe
peor palabra que el NO.

Como expresáramos, algunos de estos rasgos no son
de ningún modo exclusivos de las personas propensas a la
adicción. Es más, puede asegurarse que algunas de
estas características son comunes a la mayor parte del
género humano. Es frecuente que muchos adictos en
recuperación consideren al principio que estas
peculiaridades forman parte de una "personalidad" que les
pertenece de manera excluyente, y suelen calificarse a sí
mismos como "marcianos" o "sapos de otro pozo". Hasta que
comparten en un grupo sus miedos, angustias, obsesiones y
vivencias, dándose cuenta de que son comunes no
sólo a los adictos sino a todos los seres humanos. Esta
constituye una experiencia por demás liberadora: el tomar
conciencia de que no son anormales y que tienen muchos puntos en
común con otras personas. Ocurre que viven "presos" de
esos sentimientos que creen "exclusivos"; tienen un profundo
desconocimiento de la naturaleza humana y de sí mismos, lo
que equivale a falta de identidad. Sólo el paso del tiempo
los ayuda a cambiar este punto de vista
erróneo.

Claro que la combinación de varios de esos rasgos
resulta "perfecta" para que una persona incurra en alguna de las
adicciones más comunes. Si alguien, por ejemplo,
experimenta falta de confianza en sí mismo, y a ello le
agrega la supuesta obligación de ser perfecto y el miedo a
no serlo, lo lógico es que busque la solución al
dilema presumiendo que algo o alguien exterior a sí mismo
podrá procurársela. Pero no toda la gente que
participa de estas características cae
necesariamente en una adicción.

La pregunta, entonces, sería la siguiente:
¿cuál es la causa de que estos rasgos y creencias
que provocan tanto dolor hayan podido difundirse tan
masivamente?

El sistema de creencias adictivo se encuentra
profundamente arraigado en el ámbito familiar y social.
Muchos padres adquieren y a su vez transmiten una escala de
valores que poco tiene que ver con la autenticidad y un sentido
cabal de la vida: la imagen se antepone a la persona, el
éxito cuenta más que el conocimiento de uno mismo,
el poder y el dinero desplazan a la virtud personal. La realidad
parece consistir en un conglomerado de ilusiones
banales.

Desde luego, no se trata de echar culpas a la familia y
la sociedad por los problemas personales que puedan aquejarnos.
Eso sería proyectar afuera algo que es de nuestra
incumbencia. Pero será preciso calar hondo para poder
extirpar las creencias adictivas que parecen haberse convertido
en un común denominador. Es necesario revisar sin disimulo
los mensajes recibidos y la influencia que tuvieron, y que en
muchos casos indujeron, aún sin habérselo
propuesto, a caer en la adicción.

La familia
adictiva

Generalidades

Criar hijos es una de las tareas más importantes
que una persona puede desempeñar, y es la tarea para la
que existe menos preparación formal. La mayoría de
nosotros aprende a ser padres a través de la experiencia y
siguiendo el ejemplo de sus propios padres, aunque se haga
justamente lo contrario.

Las familias han cambiado. Tiempo atrás los
niños eran tomados como pequeños adultos y no se
tenían en cuenta sus necesidades; se los sometía a
castigos aberrantes, se ignoraba la importancia de la
comunicación y los afectos. Por suerte y con el
advenimiento de las nuevas ciencias, esto ha cambiado, pero hemos
llegado al polo opuesto. Hoy encontramos padres excesivamente
permisivos, que confunden amor con dejar al hijo hacer lo que
quiera, sin la concientizaciòn de que los límites,
conforme a la edad y necesidades de los hijos, sirven para
protegerlos. Muchos padres quieren educar a sus hijos sin
frustraciones, haciendo que todo lo que vivan sea placer. Un
joven educado así, no podrá enfrentarse a la vida,
a la realidad, y optará por evadirse.

Del mismo modo, aquel joven que sólo
recibió frustraciones seguramente también
optará por evadirse de esa realidad.

Los padres que no ponen límites lo hacen tres
razones principales: por el miedo al rechazo por parte de los
hijos, por miedo a ser anticuados o por comodidad. Es más
fácil decir siempre sí.

Tanto el amor como las frustraciones y los
límites hacen crecer a una persona.

El trabajo a diario con personas que sufren
patologías adictivas nos muestra la dificultad que tienen
o tuvieron sus padres para establecer límites. No son
personas que tienen carencias afectivas sino más bien
carencias normativas.

Un país sin un código interno o
constitución se transforma en una anarquía. Lo
mismo sucede con las familias. Cada familia tiene expectativas de
comportamiento determinadas por principios y normas que son los
valores. Los padres son los encargados de velar por su
cumplimiento, quedando bajo su responsabilidad el establecer
reglas que protejan a sus hijos, aunque muchas veces estos no
entiendan la razón.

El factor emocional de la adicción suele
surgir durante la infancia y se desarrolla con las experiencias
adquiridas en la familia. Se sostiene a menudo que las familias
de padres separados constituyen el máximo factor de riesgo
para los hijos, pero en realidad lo que tiene mayor incidencia es
la "atmósfera" familiar; que los padres estén
divorciados o no, suele constituir un factor importante pero no
exclusivo para predisponer a una persona a adquirir determinada
adicción. En algunos casos, es preferible una
separación bien llevada y el establecimiento de una
familia extendida, que dos cónyuges mal avenidos que
someten a sus hijos a una tensión insoportable.

La familia es sobre todo un núcleo para aprender
y experimentar, y entre otras funciones cumple la de servir de
"paragolpes" entre el individuo y la sociedad en la que
más adelante deberá desenvolverse. Sirve para
resguardar y proteger a sus miembros menores de las acechanzas y
exigencias externas, tanto como para aprender a desarrollar
aptitudes necesarias para el trabajo y la convivencia. Los hijos
necesitan el estímulo de sus padres, indispensable para
acrecentar su autoestima. Cuando esto no sucede, el niño
"aprende" desde temprano a quitarse valor y perder la confianza
en sí mismo. Por eso la adicción puede examinarse
como una enfermedad de familia que se transmite a través
de las sucesivas generaciones, sin excluir el hecho de alguna
predisposición genética en el caso de adicciones a
sustancias químicas, como por ejemplo, el
alcohol.

Identificar a una familia adictiva ofrece algunas
dificultades, debido al hecho de que la conducta que promueve
adicciones constituye hoy la norma en cambio de la
excepción. La cultura imperante pone el acento en valores
tales como el éxito rápido, la importancia de la
imagen y la eficiencia, de modo que es habitual que las
necesidades legítimas de los hijos -afecto,
comprensión, juegos compartidos y límites- sean
olvidadas por sus padres, preocupados por cuidar su propia imagen
y sostenerse en un mundo altamente competitivo. Como si no les
quedara resto para conducir y dar sostén
emocional a sus hijos. Ese abandono es el caldo de cultivo donde
ha empezado a desarrollarse la plaga de adicciones que proliferan
sin cesar. Se tiende a no detectar ni admitir la condición
emocional del niño, y esta omisión lleva de la mano
a negar cualquier clase de sentimiento. Como resultado, el
niño reprime su verdadero yo y coloca en su lugar a otro,
necesariamente artificial.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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