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Las Adicciones (socialmente) Permitidas (página 5)




Enviado por Mariano Gonzalez



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Quedará siempre a salvo la opción
personal. Más allá de la presión
ejercida por el medio el individuo está en condiciones de
elegir. Desde luego que la elección no es fácil,
porque a menudo se produce una sensación de falta de
alternativa, y resulta siempre menos incómodo sumarse a la
corriente general y dejarse arrastrar por ella. Pero debemos
tomar conciencia de algo fundamental: si bien la
perfección es imposible, es en cambio posible
optar por una vida sana, como requisito indispensable para ser
uno mismo y desarrollar las propias aptitudes y capacidades.
Sólo así lograremos una existencia plena de goce y
sentido.

La sociedad "imaginaria"

Cada vez un mayor número de personas experimenta
la angustiosa sensación de carencia de valores propios,
con la consiguiente secuela de inseguridades y frustraciones.
Esta sensación se produce como consecuencia directa de una
publicidad masiva consagrada a fomentar el culto de una imagen
impecable, un cuerpo perfecto y una conducta intachable. Las
adicciones contribuyen en gran medida a encontrar la
sensación de ser más aptos para cumplir con esas
expectativas.

Esos generalizados sentimientos de insatisfacción
llegan a asumir proporciones de tragedia, y explican el hecho de
la proliferación de adicciones. Cuando alguien se convence
de que tiene escaso valor automáticamente tiende a poner
los medios para demostrar lo contrario, fabricándose una
imagen propia que por lo menos le ayude a disimular aquella
carencia. Esta obsesión por la imagen incita a desarrollar
algunas actividades o a consumir determinadas drogas capaces de
mejorarla, o que nos eximan de continuar con la implacable
autocrítica.

La creencia en la incuestionable superioridad de la
imagen es en sí misma adictiva y genera el malestar
imperante en la cultura. Se trata de negar el verdadero yo y
suplantarlo por una máscara, fabricar y proyectar una
imagen que resulte "funcional" para nosotros y el entorno.
Así, la persona y su máscara se yuxtaponen en una
aleación indestructible, y terminamos por "comprarnos" esa
imagen y suponer que a través de ella la perfección
es posible.

Más allá de que las familias fomenten la
negación del yo y la implantación de un yo
ficticio, como acabamos de ver, la sociedad misma imprime en los
individuos la idea de autorrechazo. Lo hace a través de
los medios de comunicación masiva y otros elementos que
forman parte de la cultura. Es indispensable tomar conciencia de
este hecho, como una eficaz manera de frenar la tendencia
colectiva y volverse menos vulnerable a la posibilidad de
contraer una adicción.

En mayor o menor grado, todos nos encontramos
obsesionados con nuestra apariencia. Por todas partes se hace
todo lo posible para convencernos de que el aspecto físico
es primordial, y el insistir con esta idea consigue antes o
después que terminemos por asimilarla.

Las diversas modas van transformando el patrón
que debe regir cada imagen. A fines del siglo XIX y hasta bien
entrado el XX prevaleció una imagen de gordura como el
ideal de la mujer. Quizá debido a los estragos que
había hecho la tuberculosis, la imagen rubicunda era
síntoma de salud, que se asociaba automáticamente a
la belleza. Recién a mediados del siglo XX comenzó
a hablarse de anorexia, y algo más tarde de bulimia.
Obviamente, la imagen promocionada había cambiado, y el
"ideal" de mujer respondía a otros cánones. La
exigencia de delgadez fue llevada al extremo, con las perniciosas
consecuencias para la salud que todos conocemos.

Existe una obsesión (inducida por los medios
publicitarios) por los ejercicios físicos. Sin salir de
casa, una persona puede adquirir una figura esbelta gracias a los
aparatos profusamente promocionados y que se entregan a
domicilio. Los modelos aparecen tostados y no tienen un solo
gramo de grasa; su expresión denota algo parecido a la
inquietud, como si la única meta de la vida fuese
conseguir ese físico escultural, y ellos la estuvieran
obteniendo a costa de un esfuerzo ciclópeo. Se desecha de
plano la sola posibilidad de envejecer, negando así una
parte esencial de la condición humana; por otra parte, la
obsesión por adquirir un cuerpo perfecto requiere el gasto
de energía (no sólo física) tiempo y dinero
que podrían emplearse en el logro de objetivos de mayor
utilidad. Al negarse obstinadamente al paso del tiempo, con la
ineludible consecuencia del envejecimiento, la persona se priva
de disfrutar la alegría que es característica de la
juventud.

Si la imagen del hombre rudo y de la mujer frágil
como condición indispensable para caracterizar los
respectivos sexos ha sido dejada de lado a partir de la
última década, también es cierto que se ha
estado promoviendo últimamente una imagen "unisex" que no
responde a la realidad. El hombre recio ya no es una imagen capaz
de deslumbrar a nadie, y la virilidad suele pasar por otros
carriles; lo mismo ocurre con la mujer sumisa, imagen que ya no
coincide con un ideal de feminidad. Pero el tener que amoldarse a
un muñeco unisex, una especie de híbrido sin
personalidad definida, lleva a reprimir inconscientemente las
verdaderas aspiraciones del yo auténtico. Esto en lo que
se refiere específicamente al físico, pues el
mensaje subliminal sigue incitando a la mujer al sometimiento,
mientras incita al hombre a dominar e incluso ocultar cualquier
sentimiento que dejara al descubierto sus debilidades, propias de
todo ser humano.

Los adictos a la relación afectiva, por ejemplo,
también se dedican a proyectar una imagen idílica,
y hacen todo lo posible por mostrarse como parte integrante de
una pareja ideal, aun cuando a veces se vean sometidos a
infidelidades y otra clase variada de malos tratos, que pueden
llegar incluso a la agresión física. Las canciones
y las películas se dedican a transmitir el mensaje de que
alguien que no vive una relación emocional intensa no
tiene una verdadera identidad y suele ser considerado como
"material descartable" en el marco de una sociedad dedicada a
promover los ideales del amor romántico. A veces, la misma
familia es portadora de esta creencia, empeñada en
amoldarse a los cánones en boga. Otras, el intento
obsesivo por conseguir una relación sentimental a toda
costa produce el efecto contrario, y la persona vulnerable a la
adicción cae fácilmente en un estado de soledad que
la impulsa a echar mano de la tabla de salvación
más próxima. Como su verdadero yo ha sido sofocado
por un yo artificial, a menudo experimentan la sensación
de no ser vistas por los demás, con el resultado de hacer
cualquier cosa con tal de llamar la atención.

De aquí surge la tendencia de nuestra
época a venerar a las personalidades famosas, llegando en
muchos casos a incurrir en el fanatismo. El deseo de ser visto
conduce lentamente a un anhelo de notoriedad, y esto suele
convertirse en un pozo sin fondo. Las personas incapaces de
ponerse un "aprobado" buscan fuera de sí mismas esa
aceptación. Si llegan a obtenerla, recorren una segunda
etapa en la que la aceptación no basta: será
preciso el aplauso. Y de ahí a la exigencia de
pleitesía hay apenas un paso. Personas inclinadas a la
adicción, desde luego, cuyas apetencias semejan "barriles
sin fondo", ya que no hay nada que pueda suplantar
legítimamente al verdadero yo que ha sido sepultado. Al
enfrentarse a una celebridad se sienten representadas por ella y
la consideran depositaria de todos sus anhelos frustrados. El
éxito y el triunfo de la celebridad pasan a convertirse en
propios.

Ya vimos que la mentalidad adictiva tiende a reconocer
sólo los extremos: blanco o negro, todo o nada. Para ser
importante hay que destacarse, llamar la atención a
cualquier precio, sobresalir sobre el conjunto de los seres
grises. Ser alguien normal, con un conjunto de valores promedio,
equivale a no tener importancia, a no ser importante. El
termino VIP (very important person) se utiliza en aeropuertos,
medios de transporte, lugares de entretenimiento entre otros
reservado el termino solo para una "elite". Es por eso que gran
parte de las adicciones (drogas, juego, alcohol, trabajo, por
ejemplo,) representan un considerable esfuerzo por conseguir
notoriedad, no importa el precio que haya que pagar. Lo expresa
con ironía Elena, una jugadora recuperada: "Me
costó un tiempo admitir mi ludopatía, pero los
grupos me ayudaron a rendirme a la evidencia. Bueno, de acuerdo:
yo soy jugadora compulsiva, me dije. Después de todo,
siempre pudo haberme tocado una peor. Y recién a los dos
años comencé a entender en profundidad el sentido
del anonimato. "Anteponer los principios a la propia
personalidad", decían; expresado de otro modo, conocerse a
uno mismo (principio) antes que desvivirse por destacarse
(personalidad). De modo que eso quería decir
"anónimo", en definitiva. Parecía algo imposible de
lograr, porque lo último que desea un jugador es ser
anónimo."

También suele utilizarse a la celebridad como
punto de referencia o comparación para asignarnos un
puntaje, y a menudo salimos bastante maltrechos de la
confrontación. Nos parece que las personas famosas
están exentas de toda contrariedad y disfrutan de la vida
en todo su esplendor. Ocurre que ellos también
están obligados a ofrecer determinada imagen, y en sus
entrevistas y apariciones públicas se ven forzados a
exprimir esa imagen hasta las últimas consecuencias.
Terminan por quedar presos de esa imagen fabricada por sus
promotores. En algunos casos notorios, incluso, llegan a ser
víctimas de un sistema que exalta esa imagen sin darles
los elementos para establecer un contrapeso, y que una vez
logrado su objetivo (el dinero que esa imagen fue capaz de
conseguir) los abandona, dejándolos librados a su propia
suerte. Sin llegar a esos extremos, las imágenes de
éxito sostenido nos dejan pensando que nosotros nunca
lograremos esa cima, que en el fondo valemos poco y nunca seremos
capaces de encontrar la oportunidad para salir de toda la
mediocridad que nos rodea. Y aunque encontráramos la
oportunidad, jamás seríamos capaces de
aprovecharla. Necesitamos a tal punto proyectar una imagen segura
y desenvuelta que dedicarnos a trabajar en exceso, marearnos con
unas cuantas copas o lanzarnos a la práctica desenfrenada
de algún deporte de nuestra preferencia termina por
parecernos un medio idóneo para lograrla.

El marketing y las adicciones

La técnica del doble mensaje se ha convertido en
moneda corriente para nuestra sociedad. Y también recurren
a él las familias, sumiendo a los destinatarios en un
estado de perplejidad.

Supongamos, por ejemplo, una madre severa para quien su
hijo nunca hace las cosas suficientemente bien. Las
clasificaciones que obtiene el hijo en el colegio "no
están mal, aunque deberían ser mejores". Su
conducta en el colegio es buena, pero en casa "deja bastante que
desear". Y su costumbre de decir malas palabras es algo "que
tendremos que corregir de una vez por todas". La señora
invita a un conjunto de amigas a tomar el té y jugar a las
cartas, y en algún momento reclama la presencia del
niño para que sus amigas lo admiren, una forma de que ella
se sienta satisfecha. No contenta con las alabanzas dirigidas a
su hijo, declara ante sus amigas y en presencia del niño:
"es un excelente estudiante y tiene una conducta irreprochable.
Realmente no tengo ningún motivo para
quejarme".

¿En qué quedamos? Ocurre que la madre
está cumpliendo allí dos papeles netamente
diferenciados. Como "ministro del Interior" se ve en la necesidad
de extremar el rigor, una forma de ejercer el poder y no permitir
el menor desajuste. En cambio, como "ministro de Relaciones
Exteriores" quiere ofrecer la mejor impresión de ese
"país" que es su hijo.

La sociedad entera se está comportando como esa
señora. Las drogas, el juego, el alcohol y otros
perturbadores del ánimo son objeto de dobles mensajes. Se
rechaza de plano el uso de drogas ilegales, pero se publicitan
hipnóticos para combatir el insomnio y una parafernalia de
píldoras para neutralizar la angustia, la depresión
y el estrés. Las extraordinarias "virtudes" de
algunas bebidas alcohólicas son publicitadas sin retacear
promesas mágicas: gracias a ese aperitivo, el joven
estudiante conocerá a la mujer de sus sueños o la
secretaria ejecutiva será promovida a nivel gerencial; sin
embargo, se recomienda no beber alcohol si hay que manejar en un
largo viaje, y los menores de edad no deben consumirlo en lugares
públicos, perdiéndose sus "propiedades
mágicas". El juego tampoco escapa al mensaje ambivalente.
Por un lado se lo persigue calificándolo de "clandestino"
pero se hace un culto de él cuando obtiene el visto bueno
oficial, y los casinos exhiben un alto nivel de confort y
sofisticación con la finalidad de motivar al máximo
a sus clientes.

La fiebre publicitaria promueve directa o indirectamente
la adicción al fomentar el sentimiento de que "uno no vale
todo lo que podría". Muchos comerciales están
dirigidos a "crear necesidades" basándose en esta
difundida suposición. Se ofrece lo que se nos muestra que
"nos falta", vendiéndonos la idea de que con eso
estaremos completos. Las frases publicitarias ponen
énfasis en palabras "triunfadoras". Si uno adquiere el
producto promocionado o se dedica a la actividad propuesta
será "el número uno", "invencible" "exclusivo" o
"gente bien".

Como el futuro cliente está haciendo denodados
esfuerzos por satisfacerse y salir del gris anonimato que lo
mortifica, nada mejor que prometerle un éxito rotundo e
inmediato. Cualquiera sabe que tomar una bebida determinada no va
a proporcionarle mágicamente las cualidades prometidas.
Pero el tema no pasa por lo racional, no apunta a la
reflexión sino a la impresión de la imagen
en el subconsciente. Así, por ejemplo, esa bebida queda
asociada a momentos de diversión, inolvidables encuentros,
playas espectaculares, jóvenes impecables, lujosos hoteles
y magníficos automóviles. Todo al alcance de la
mano con sólo tomarse un trago. Ni más ni menos que
la lámpara de Aladino.

Tener o no tener

Si William Shakespeare puso en boca de Hamlet la famosa
frase "ser o no ser", casi tres siglos y medio después el
novelista Ernest Hemingway publicó en 1937 tres novelas
cortas bajo el título "tener o no tener".

Esta es, sin duda, la disyuntiva que nos ofrece la
sociedad actual. Mucha gente depende hoy de la acumulación
de bienes materiales para sentirse "realizada", y se es
según podamos tener un auto mejor que el del vecino o la
última palabra en materia de heladeras. Semejante cortedad
de miras no es producto de la casualidad, sino más bien de
una programación social que poco a poco va desplazando el
eje por donde pasan los intereses primordiales de la
vida.

La juventud se ve paulatinamente inclinada a optar por
carreras y profesiones "útiles", y el interés por
la filosofía o las letras cede ante disciplinas donde se
destaca lo netamente tecnológico. La idea consiste en
procurarse comodidad material en primer lugar, y el
conocimiento que se adquiera está dirigido a cumplir esa
finalidad. Si alguien se atreve a cuestionar estas aspiraciones
(legítimas en sí, aunque no prioritarias)
será seguramente considerado como un inútil, un
resentido que critica aquello que no se siente capaz de obtener
por sus propios medios.

Si por un lado se fomenta el consumo desenfrenado y por
otro se limitan cada vez más los ingresos de vastos
sectores de la población, no resulta exagerado inferir que
con esta actitud se está fomentando la adquisición
de conductas adictivas. El ser humano tiene una profunda
necesidad de sentido, y la sociedad lo está privando de la
ocasión de encontrarlo. A cambio de esto, se le muestran
opciones incapaces de llenar su vacío existencial, pero
que se ofrecen como si se trataran de una porción del
paraíso. Si se logra obtenerlas, no satisfacen. Y si no se
alcanza a adquirirlas, aparece la frustración. En los dos
casos, siempre habrá adicciones más accesibles,
dispuestas a hacernos un guiño para que las
adquiramos.

La doctrina del "sálvese quien
pueda"

La era industrial trajo como consecuencia un lento pero
progresivo aflojamiento de los lazos comunitarios. La imagen del
artesano o campesino que trabajaba en su casa o compartía
las tareas rurales con miembros de su familia fue
desplazándose hacia la del operario que llega a su hogar
rendido luego de doce o más horas de trabajo, sin tiempo
ni ganas para dialogar con sus familiares. Esta situación,
multiplicada por los avances tecnológicos que
exigían más mano de obra colaboró en gran
medida a arrancar al hombre del núcleo natural (la
familia) y enfrascarlo poco apoco en su propia individualidad. Si
el hombre es por definición un ser gregario, que
sólo se desarrolla en un contexto comunitario (o grey) el
creciente individualismo alentado por el sistema político
y socio-económico atenta contra sus necesidades
básicas de protección y compañía.
Muchas adicciones compensan aparentemente de ese aislamiento
mortificante.

Aquel individualismo promueve en exceso la mentalidad
competitiva, y el esfuerzo personal tiene cada vez más
importancia que el trabajo de equipo o cualquier otra clase de
emprendimiento cooperativo. Al no satisfacer el deseo de
participar y compartir, todo el sistema está
volviéndonos más proclives a la adicción.
Hay una relación directa entre el aumento de la
inseguridad personal, el anhelo de pertenecer a un ámbito
comunitario y la debilidad ante la adicción.

Es precisamente por esto que los grupos de autoayuda
resultan tan eficaces en la recuperación de innumerables
adictos. Más allá de ofrecerles un programa que
recomienda la honestidad como principal herramienta de cambio
ofrecen a los concurrentes un cálido sentido de
pertenencia. Al nuevo miembro no se le exige nada, ni siquiera
debe dar su apellido y hasta puede inventarse un nombre
cualquiera.

Acerca de esto último, conviene advertir que
muchas adicciones crean una ilusión de pertenencia. Los
jugadores suelen reunirse en grupos, y la charla en el mostrador
del bar instala entre los bebedores una "camaradería"
cómplice. Para no hablar de las cofradías secretas
entre los adictos a drogas prohibidas.

Claro está que estas uniones resultan ser un
simulacro de la verdadera comunidad; que no se caracterizan
precisamente por inspirar confianza entre los miembros, y los
lazos de unión son transitorios; tampoco hay un objetivo
en común, y si existe resulta ser superficial e
intrascendente.

Por eso, la función de los grupos de autoayuda no
debe ser desdeñada. La persona que llega experimenta la
inmediata satisfacción de ser aceptada sin
condicionamientos, y como por lo general viene de conocer la
dureza del rechazo y la exclusión disfruta de un
considerable alivio. Y lo más importante: el
"sálvese quien pueda" es sustituido por un saludable
"salvémonos todos juntos".

Aquí y ahora

Si el ámbito familiar ejerce sobre el individuo
una influencia inevitable, no menos importante es la fuerza que
despliega sobre el mismo la sociedad. Nos encontramos
literalmente sumergidos en una corriente de apariencia
incontenible, en la que el oficio de vivir se transforma cada vez
más rápido en la habilidad de
sobrevivir.

¿Qué hacer cuando uno se encuentra en
semejante situación? ¿Cómo defenderse de la
catarata de avisos publicitarios que nos sugieren la felicidad a
cambio de una compra en comodísimas cuotas?

Cada uno de nosotros desarrolla sus propios mecanismos
de defensa. Al principio, las adicciones no son otra cosa, y
tienen la particularidad de compensar la ansiedad o la angustia
por medio de insensibilizarnos ante ellas. Finalmente,
parecería que la alternativa consiste en elegir la clase
de artículo o actividad que supuestamente nos
librará de tanta presión publicitaria. Es decir que
la opción no es tal. ¿Dulces o alcohol?
¿Telenovelas o videojuegos? ¿Sexo compartido o
solitario? ¿Trabajo compulsivo o televisión basura?
Porque al fin de cuentas, a muy poca gente se le ocurre canalizar
su ansiedad a través de la lectura sana o cualquier otra
actividad intelectual. Y ni hablar de vida espiritual: eso
está reservado para los que perdieron la batalla y no
saben qué hacer con su vida.

La publicidad define nuestras preferencias, nutre
nuestros temores y dudas, todo el tiempo nos muestra por
contraste que somos imperfectos y hasta desvalidos. Un simple
"shampoo" nos devolverá la confianza en nosotros mismos;
la chica que usa una determinada remera conseguirá
(gracias a eso) novio a la vuelta de la esquina; tomando ese
aperitivo obtendrá un reconocimiento sin límites en
su grupo de amigos. En definitiva, todos sus problemas se
resolverán gracias a una marca de cigarrillos, un
espectacular auto sport o un perfume exclusivo.

Los mecanismos de la publicidad proceden por
asociación de ideas y apuntan a un nivel subconsciente.
Desde luego que nadie cree, por ejemplo, en el caso de un
perfume, que tres gotitas diarias le darán todo lo que
ambiciona. Pero ese elixir queda asociado a un deslumbrante hotel
en la costa del Mediterráneo, en cuya terraza un
"príncipe azul" espera a la perfumada dama, que llega en
una no menos deslumbrante limousine. Nadie se come ese bocado,
pero muchísima gente se traga el anzuelo.

La globalización está haciendo que las
condiciones de trabajo se vuelvan cada vez más inciertas.
En España, por ejemplo, una gran mayoría de los
nuevos empleos consiste en los tristemente famosos "contratos
basura". Pero sin llegar a esos extremos de degradación,
las pautas laborales presentan características que se
deben analizar en cualquier estudio serio sobre las adicciones.
El hecho mismo de trabajar en relación de dependencia
implica un considerable desgaste emocional, al vivir con la
sensación de tener que rendir cuentas permanentemente. Y
quienes trabajan por cuenta propia gozan de mayor libertad en ese
sentido, pero los resultados de su trabajo son mucho menos
seguros. En cualquier caso, cualquier trabajo exige
profesionalismo, lo que implica mantener separada la vida privada
de la laboral, más una alta cuota de idoneidad. Todo este
conjunto de exigencias incita a descargar las tensiones, y mucha
gente elige hacerlo a través de una actividad o una
sustancia que suele ser el primer paso en el camino de la
adicción. Sin hablar de la adicción misma al
trabajo, que arruina la salud y puede llegar a destruir una
familia.

Mientras el índice de desempleo tiende a
aumentar, los salarios descienden cada vez más. La
recesión trae un sinnúmero de trastornos, entre los
que sobresale la ola de despidos en masa. La gente se ve forzada
a aceptar una indemnización exigua o a iniciar un juicio
que demorará una cantidad de tiempo que no están en
condiciones de esperar. Los subsidios por desocupación
duran un breve lapso y la cifra que ofrecen es irrisoria. Todos
estos son datos de la realidad cuya evaluación no
corresponde hacer aquí, pero que no pueden soslayarse como
muy posibles causas de una conducta adictiva. Si en condiciones
normales la gente se ve incitada por el sistema imperante a
adquirir alguna clase de adicción, mucho más lo
estará en situaciones de necesidad extrema que conducen a
la angustia irreprimible. No es casual que en la ciudad de Nueva
York el índice de criminalidad haya descendido
abruptamente en los últimos años, mientras en el
mismo lapso la economía ha crecido a niveles
sorprendentes. Entre nosotros, en cambio, desciende el nivel de
empleo, bajan al mínimo los salarios y aumenta el
índice de criminalidad. Y entre los jóvenes
delincuentes (más de la mitad de los delitos se cometen
por personas menores de 30 años) hay un alto porcentaje de
personas drogadas.

El panorama expuesto puede parecer demasiado alarmista.
El tiempo dirá si se experimentará o no alguna
clase de mejoría. Mientras tanto, resultaría
útil repasar lo dicho y preguntarse hasta qué punto
la familia, la escuela y la sociedad en general han podido
influenciarnos en el sentido de nuestra conducta adictiva, si es
que consideramos tener alguna.

Discriminación social

Hablar de discriminación requiere algunas
aclaraciones previas, referidas al uso que se da a la palabra en
nuestros días.

Es frecuente escuchar que el vocablo
discriminación debería ser borrado del lenguaje, y
esto se debe a la acepción peyorativa que se le confiere.
Porque discriminar, según el diccionario, no es otra cosa
que "separar, distinguir." Y en este sentido es una de las
mejores aptitudes del ser humano. La vida se volvería
tremendamente complicada si no tuviéramos la facultad de
distinguir las cosas entre sí, y sería bueno
detenerse a considerar cuántos actos discriminatorios
realizamos a lo largo de un solo día. "¿Qué
ropa me pongo? ¿Dónde voy a almorzar?" Y una vez en
el restoran, "¿dónde me siento, qué voy a
comer, tomaré vino, de qué clase, de qué
marca?" La lista podría estirarse casi hasta el
infinito.

Puede parecer banal esta aclaración. Ocurre que a
veces ciertas palabras se ponen de moda y la gente las repite sin
tener una idea cabal de lo que significan. Y es importante
conocer lo que se habla.

Cada vez que rendimos un examen somos discriminados. O
sea, separados, distinguidos. De otra manera, daría lo
mismo estudiar o no, saber o no saber. Lo que hay que tener muy
en cuenta es la base de la discriminación. Si un profesor
aprueba o reprueba según un criterio basado en un programa
de examen y lo que el alumno conoce del mismo, habrá
discriminado bien. Si en cambio lo hace basándose en el
apellido o el color de la piel del alumno, habrá cometido
un acto de aberrante injusticia.

En otros países hablan de "opresión",
refiriéndose a lo que nosotros entendemos por
discriminación. En definitiva, se trata de una
cuestión de palabras. Después de todo, sin ellas
nuestra comunicación sería muy
rudimentaria.

Hecha esta salvedad podemos dedicarnos a bucear en el
tema.

Conforme a pautas económicas las sociedades se
dividen en diferentes grupos. Estos, a su vez, marcan su propio
territorio y tienden a diferenciarse entre sí. Pero son
los grupos que detentan el poder los que se atribuyen a sí
mismos determinados valores "inmutables", a menudo teñidos
de un prurito esteticista, y promueven la más injusta de
las discriminaciones. Motivos de raza, religión,
preferencias sexuales, clase social, sexo o limitaciones
físicas dan pie a un trato discriminatorio.

La idea central puede detectarse con claridad, aun
cuando los discriminadores la nieguen: se trata de sentirse
superior por comparación, para lo cual es indispensable
que otros se sientan inferiores.

Mucha gente es discriminada desde el momento mismo de su
nacimiento; los hijos de madres solteras, por ejemplo, o los
adoptivos, no reciben un trato igualitario con los hijos nacidos
dentro del matrimonio. Por lo general, las personas que han
sufrido desprecio por su origen o condición social
tendrán luego mucha dificultad para tratarse bien a
sí mismas.

Las variantes son múltiples y a pesar de algunos
progresos, en este sentido todavía puede observarse que
las mujeres son víctimas del machismo; sin excluir otras
razas, los negros y los judíos en particular sufren como
consecuencia de la fobia racista; fieles de una religión
discriminan a los de otra o a los agnósticos y ateos; y
estos últimos también pueden discriminar a los
creyentes por el mero hecho de su profesión de fe; los
jóvenes se ven frenados por los adultos, quienes a su vez
son cada vez más discriminados por razones de edad; los
homosexuales son apartados de ciertos ambientes y se les niega la
posibilidad de acceder a ellos por el solo hecho de sus
preferencias en materia sexual. La lista puede extenderse, sin
duda.

La discriminación puede ser una fuente de
adicciones, ya que éstas configuran un abuso hacia uno
mismo y refuerzan la idea de que uno vale poco, idea que
está en la raíz de la
discriminación.

La clase trabajadora es cada vez más discriminada
en los hechos, más allá de pomposas y solemnes
declaraciones de quienes detentan el poder. Muchas veces ocurre
que una persona es víctima de más de una
discriminación, en cuyo caso su autoestima se verá
atacada por varios flancos.

El secreto y perverso propósito de la
discriminación se cumple acabadamente cuando el
destinatario de la misma "compra" el mensaje discriminatorio y se
lo incorpora. Y es precisamente en ese caso cuando la
vulnerabilidad ante la adicción aumenta. El discriminado
empieza a verse con la mirada del discriminador, y la
adicción puede insinuarse como una posibilidad de apagar
esa mirada inexorable. Las adicciones aplacan en algunos casos el
dolor que produce el sentirse discriminado, y por extraño
que parezca pueden haber ayudado a sobrellevar una
humillación insoportable. Por eso cuesta dejarlas, pero si
se continúa con ellas se terminará pagando un
precio más caro que el que se quiso evitar con la conducta
adictiva. Podrán servir como paliativo, pero jamás
sirven para enfrentar la raíz del problema sino más
bien para postergar la búsqueda de una auténtica
solución.

Quien se siente discriminado experimenta un constante
agobio por esa causa, y es probable que llegue a despreciarse
hasta el límite de lo tolerable. Si la persona ha
caído en una adicción, le resultará cada vez
más difícil abandonarla mientras no cambie el punto
de vista acerca de sí misma. Lo más grave es que su
autodesprecio puede llegar a convertirse en una verdadera
adicción emocional.

Podrá desahogarse culpando al discriminador, ya
se trate de un patrón, la familia o la sociedad en
general. Pero terminará por volver a inculparse, pues la
baja autoestima le hará sentirse el verdadero causante de
su situación.

De cualquier modo, el hecho de ser o haber sido
discriminado no es sino una excusa más para justificar la
adicción. Implica aferrarse a una explicación para
justificar la conducta adictiva, y no es ése el camino
para liberarse. También suele afirmarse
dogmáticamente que ciertas cosas no pueden ser cambiadas,
como una cómoda manera de quedarse instalado en
ellas.

La honestidad con uno mismo es el principio de la
auténtica liberación.

Segunda Parte

Algunas Adicciones en Particular

Adicción al
amor y las relaciones personales

"No nos une el amor sino el
espanto.

Será por eso que la quiero
tanto."

Jorge Luis Borges

Generalidades.

Los dos versos con los que Borges finaliza uno de sus
mejores sonetos dan lugar a más de una
reflexión.

Más allá de las apariencias, las
relaciones humanas supuestamente "perfectas" no son comunes. Es
más, prácticamente se podría afirmar que no
existen, o bien existen en una proporción insignificante.
Claro que hay grados, y tampoco uno debe suponer que la gran
mayoría de las relaciones está viciada de
conflictos insolubles y dramáticos problemas.

Entre otras muchas definiciones, el ser humano se
describe a sí mismo como gregario, lo que equivale a decir
miembro de una comunidad. Salvo casos muy excepcionales (que
confirman la regla) las personas somos interdependientes y para
desarrollarnos en plenitud necesitamos una comunidad que nos
sirva de continente y estímulo. En otras palabras, el
hombre es esencialmente social. Casi todos los seres humanos
vivimos conformando una estrecha red de relaciones: familia,
amigos, compañeros de trabajo, profesionales, conocidos,
etc..

Las relaciones humanas pueden adquirir muy diversas
características. La familia es el núcleo primordial
de aquéllas, pero a medida que se crece deja de ser
suficiente y ya en la temprana niñez se traban las
primeras amistades; en la adolescencia se robustecen y surgen
nuevas relaciones, creándose un entramado que se expande
al campo profesional y laboral. Sin hablar de las relaciones
amorosas, que en muchos casos derivan en matrimonio y la
constitución de una familia propia.

La vida de relación ofrece gratificaciones pero
también exige un precio. La comunicación
será más o menos íntima de acuerdo a la
intensidad del vínculo.

Amores que matan: el adicto a la
relación amorosa.

Todos conocemos esta expresión, que sintetiza con
ironía situaciones de conflicto. Por lo general se tiende
a identificarla con las relaciones de pareja en las que el sexo
tiene preponderancia; pero en realidad puede aplicarse a muchas
otras "parejas": madre/hijo o hija; padre/hijo o hija; hermanos
entre sí; jefe/empleado; adictos entre sí. La lista
no es taxativa, y cada uno podrá recordar alguna
relación peculiar que no figura aquí. Existen
diversos tipos de relaciones adictivas, y nos referiremos en
particular a la que se da en las parejas con sexo de por
medio.

Doris está más contenta que de costumbre.
Bueno, para decir la verdad, ella no es precisamente una muchacha
alegre. Muchas veces su madre le pregunta por qué
está tan callada, y Doris se limita a sonreírle y
encogerse un poco de hombros. Pero hoy se ha despertado con un
entusiasmo desacostumbrado. Se envuelve en su bata y baja a
desayunar silbando "Según pasan los años". A la
madre no le resulta fácil entender ese cambio de
humor.

-Doris, querida… me alegro de verte tan
contenta… ¿puedo saber el motivo?

Doris sonríe y no contesta. Se pone a
calentar café y unta una tostada con jalea de frutilla.
Cualquier día le va a contar el motivo.

-¿Y cómo te fue anoche en el
baile?

La pregunta se veía venir, y Doris dice
"bien" con su mejor tono de indiferencia.

En eso suena el teléfono y la mamá
atiende enseguida, y se compenetra en una larga charla con una
amiga. "Menos mal", piensa Doris. "Así deja de preguntarme
y averiguar, vieja metida…"

Había sido el baile en el club social para
festejar la primavera. Sí, Doris estaba preciosa con su
vestido de gasa verde, que combinaba tan bien con el color de sus
ojos negros. Y su hermano le presentó a Alfredo, ese nuevo
compañero de Facultad, que la sacó a bailar como
veinte veces y no se apartó de su lado en toda la
noche…

En toda relación humana coexisten lazos
saludables y gratificantes con otros que no lo son. Los acuerdos
afectivos se ven muchas veces perturbados por conflictos y
malentendidos, y tratar de resolverlos positivamente es parte de
la vida. Pero bajo determinadas condiciones y circunstancias, las
relaciones se ven a menudo trabadas por una pesada carga. Alguno
de los miembros de esa relación establece un
vínculo sofocante, como si necesitara de ese lazo para
respirar. Se trata, sin duda, de un adicto a la relación
personal.

El hecho ocurre prioritariamente en las llamadas
relaciones de pareja -con o sin matrimonio de por medio- pero
además es posible en cualquier otra relación
humana. Sucede bastante a menudo, según lo adelantamos, en
las relaciones entre padres e hijos, hermanos entre sí,
amigos supuestamente entrañables y hasta entre jefes y
subordinados. Hasta se da el caso de fans que consagran su vida a
un ídolo del cine o de la música.

El caso de los adictos a la pareja es
paradigmático y su análisis puede servir para
explicar todos los demás.

Primero es necesario fijar los atributos de la
personalidad codependiente y delinear los rasgos distintivos del
adicto a la relación amorosa, quien casi siempre se
adhiere a una persona insensible, a la que podemos describir como
un adicto a la evitación, según la acertada
terminología empleada por
empleada por Robin Norwood
en su libro "Las mujeres que aman demasiado"

 Alfredo durmió hasta el
mediodía, porque cuando terminó el baile, a eso de
las cuatro de la madrugada, se dio una vuelta por el bar de unos
amigos y allí se quedó hasta que cerraron.
Charló con varios conocidos.

– Sí, un baile en el club de Bernal… me
invitó un compañero de
Ingeniería

-¿A cuántas enganchaste? -pregunta
alguien.

Alfredo sonríe con sorna y esa es toda su
respuesta. Tiene bien ganada fama de mujeriego. Pero esto es algo
diferente. Cuidado. No se va a hacer el vivo con la hermana de un
amigo, aunque la verdad, la chica esa estaba muy buena… Se le
quedó dando vueltas en la cabeza. Claro que a los
veintitrés años no hay que andar pensando en nada
serio, con toda la vida por delante para disfrutarla bien a
fondo. "En fin, ya veremos" se dijo. Y se puso a hablar de
cualquier otra cosa.

Las características de los miembros de esta
relación y sus síntomas de codependencia
serán analizados detenidamente. Luego podremos proponer un
plan de recuperación, señalando someramente las
pautas a seguir para desarrollar una relación
saludable.

Muchas personas que no han obtenido en su infancia el
amor que merecían, deseaban y necesitaban, buscan
afanosamente a lo largo de la vida aquello que les fue negado, y
están dispuestas a sacrificar lo que sea con tal de
conseguirlo. Necesitan a toda costa una "tabla de
salvación" para escapar del vacío que les sigue
produciendo aquella carencia. Si conocen a alguien que les parece
conveniente, no hacen una evaluación mesurada, tal es la
urgencia que las impulsa a vivir una relación amorosa.
Empezarán por exagerar las posibles virtudes del otro, sin
querer siquiera enterarse de sus defectos. Sencillamente, porque
necesitan amar a alguien perfecto. Y por lo general ese "alguien"
se siente naturalmente halagado con esta nueva devoción
que le profesan, de modo que no hará grandes esfuerzos por
demostrar que no es Dios. Lo más probable es que se deje
adorar; hasta en algún caso puede comprender la
situación y sacar de ella el mejor partido.

Un adicto a la relación amorosa es alguien que se
encuentra involucrado con otra persona a un punto tal que depende
casi por completo de ella, o bien se consagra por entero a su
atención y cuidado. La relación así
planteada es desde luego una forma de codependencia, aunque esta
última implica un contorno más amplio. Por lo
tanto, todos los adictos a la relación amorosa son
codependientes, pero no todos los codependientes son adictos a la
relación amorosa.

La codependencia es siempre un signo de inmadurez
causada por un trauma en la infancia. Todos los codependientes
tienen una baja autoestima; presentan graves problemas en lo que
se refiere a hacerse cargo de sí mismos y no saben
demarcar los límites con los demás, permitiendo por
lo general que los avasallen en sus derechos y legítimas
pretensiones. No saben cuidarse y tampoco pueden afrontar sus
necesidades o satisfacer sus deseos en forma directa. Les resulta
arduo conocer su realidad y por lo tanto aceptarla.

Tienden a culpar a otros por sus propias dificultades, y
les cuesta mucho establecer relaciones genuinas con la gente. A
veces intentan dominar a los demás sometiéndolos a
sus dictados, pero si no lo consiguen prefieren que alguien los
controle; para ellos, una relación en mediana igualdad de
condiciones resulta inconcebible. Una vez que se dejan dominar
suelen llenarse de rencor contra el dominante. Por lo general
incurren en algún otro proceso adictivo, como una manera
de compensar el dolor que les produce su estado. Su vida
espiritual se va empobreciendo a medida que desarrollan la
codependencia, y la costumbre de idolatrar a otra persona o
pretender someterla a sus designios les produce un acusado
desgaste en su capacidad general.

Han pasado casi diez años de aquel baile de
1957. Luego de un largo y azaroso noviazgo, Alfredo y Doris
finalmente se casaron. Hoy tienen dos hijos pequeños y
todo el mundo admira y felicita a esos esposos "tan
unidos".

Sin embargo, hay muchas cosas con las que Doris no
está contenta. Él parece bueno, sí,
trabajador, pero esos que la felicitan no saben que Alfredo llega
muchas veces tarde y siempre tiene una excusa para hacerlo. Doris
no habla del tema con casi nadie, salvo con Estela, su amiga de
toda la vida.

– Y bueno, Doris, los hombres son así. Vos
tenés que priorizar el hecho de haber formado una familia.
Después de todo, a vos la vida en casa de tus padres no te
resultó nunca un lecho de rosas

Doris recuerda. Su infancia con esa madre
despótica, manejadora, insufrible. Y aquel padre al que
adoraba en silencio… pero que jamás le demostraba el
menor afecto.

– No sé, no sé… A veces pienso en el
divorcio, y me corre frío… Yo sé que Alfredo me
quiere… pero no me respeta como mujer.

– ¿Y vos nunca lo encaraste a él?
-pregunta Estela.

– ¿A Alfredo? ¿Pero a quién se
le ocurre? Sí, bueno, alguna vez se lo insinué,
pero me sacó vendiendo almanaques, se puso como leche
hervida…

La conversación entre las dos amigas sigue
girando alrededor de ese tema que no parece tener
solución. Doris está nerviosa y enciende un
cigarrillo tras otro.

– Che -le dice Estela- Pará un poco…
¿no estás fumando mucho?

– ¿Y qué querés que le haga?
-replica Doris- Son los nervios.

Cuando un codependiente tiene además otra
adicción, será prácticamente imposible que
pueda librarse de la codependencia si primero no suprime la otra
adicción. Esto se da particularmente en los casos de
alcoholismo, tabaquismo, juego compulsivo y trastornos de la
alimentación.

Los adictos a la relación amorosa dedican su
tiempo en forma exclusiva no sólo a la persona con quien
comparten la relación sino a la relación misma.
Quizá este sea el rasgo que sobresale en esta
adicción. Cuando están con su pareja hacen lo
imposible por satisfacerla, y cuando no están junto a ella
piensan obsesivamente en esa persona, a quien han conferido
exageradas cualidades. Le hacen virtualmente entrega del poder,
lo que al principio les permite sentirse bien. Convierten a su
pareja en el único poder superior a sí mismos, y
por lo tanto esperan que les solucione la vida. Es decir que su
veneración tiene un precio.

Con el paso del tiempo comienzan las decepciones, ya que
ningún ser humano puede estar a la altura de semejantes
expectativas, y empieza la etapa de la relación donde se
insinúan los reproches. Por otra parte, a veces llegan a
intuir que en realidad se han enamorado no de la persona real
sino del invento que hicieron a partir de ella. Si al principio
había mutua confianza, con la familiaridad todo parece
desmoronarse.

Los pedidos se van transformando sutilmente en
exigencias. Por lo general, los adictos a la relación
amorosa terminan descubriendo con pavor que no pueden vivir con
su pareja, pero tampoco pueden hacerlo sin ella. Un adicto a la
relación puede cumplir otra función además
de la de miembro de una pareja con sexo de por medio. Puede
tratarse de un padre que "asfixia" a un hijo, un íntimo
amigo que quiere ser el primero o acaso el único en la
vida del otro, o un hijo que se aferra patológicamente a
cualquiera de sus progenitores, por citar sólo
ejemplos.

Por otro lado, estos adictos exigen del objeto de su
amor una consideración especial, que es difícil de
saciar y a medida que crece adquiere características de
exclusividad. La inmadurez y la ausencia de autoestima provocan
esta conducta irracional. Suelen experimentar celos
patológicos y reclaman cada vez más
atención, no soportando ni siquiera una breve
separación por motivos de trabajo o negocios; concluyen
por fabular que ese corto viaje es un pretexto para
engañarlos.

También Alfredo tiene su confidente, un ingeniero
de la empresa donde trabajan juntos. A veces, a la salida de la
oficina, pasan por el mismo bar a tomar un par de copas. El tema
de su matrimonio inquieta a Alfredo.

– Y bueno, que querés… la verdad es que Doris
ya me tiene medio podrido. Ahora mismo, por ejemplo, debe
estar llamando a la oficina para averiguar a qué hora
salí. Esta no es vida, viejo…

– Pero seguramente vos le habrás dado
algún motivo, alguna vez…

– Escuchame un poco, Julio. ¿Quién no
se tira una canita al aire de vez en cuando, eh? ¿O vas a
decirme que vos sos un santito? -se encrespa
Alfredo.

– Y… la verdad, la verdad… pero hay maneras y
maneras…

– Doris se busca que la engañe. Desde el
vamos se me pegó como una sanguijuela. Y eso que le
advertí que no me escorchara… No, viejo, no… Me parece
que la cosa está llegando al límite. ¿Hace
mucho que no la ves? ¿Te acordás lo prolija que
era, en todo? Ahora no la reconocerías, se ha vuelto una
desgreñada.

Lo que Alfredo no le cuenta a su amigo es que hace
seis meses tiene una amante estable. Antes eran aventuras "sin
importancia", pero ahora siente que está al borde de
descubrir el gran amor de su vida.

Una vez que han conseguido establecer el vínculo
y a medida que se dejan absorber por él, los adictos a la
relación van desatendiendo su propia persona. En realidad,
suponen que su cuidado es asunto del otro, y efectivamente no
saben amarse a sí mismos. Si desarrollaban alguna clase de
actividad antes de la relación, la irán dejando a
medida que la unión parezca ir consolidándose. Se
abandonan a sí mismos.

Paradójicamente, los adictos a este tipo de
relaciones experimentan un gran temor al abandono por parte del
otro. Son capaces de hacer cualquier cosa y sufrir cualquier tipo
de humillación con tal de no quedarse solos. Es posible
que esta actitud esté directamente vinculada a situaciones
o incluso episodios soportados en la infancia. Alimentan la
suposición de que el otro miembro de la pareja tiene
capacidad para revertir la historia, y que en adelante
vivirá para sostenerlos y estimularlos. Seguramente fueron
niños que no recibieron la suficiente cuota de
atención, y a quienes nadie ayudó a valorarse. No
importa demasiado que el abandono haya ocurrido ni en qué
medida, ya que a veces niños emotivamente frágiles
sienten esa sensación a pesar de recibir cuidados. Y una
primera sensación de abandono provoca miedo, dolor y
vacío, que al no expresarse se deposita internamente y
sólo puede explotar muchos años después.
Así, tampoco importa que la persona amada sea demasiado
valiosa. Como si no estuviera en condiciones de elegir, el adicto
a la relación amorosa se encargará de "inventar" a
esa persona, adjudicándole el poder y la
gloria.

Pero otro miedo más sutil, mucho menos obvio, se
desarrolla en la mente inconsciente de este tipo de personas. Al
haber experimentado el abandono -real o imaginario- el
niño que fue se habituó a refugiarse en un mundo de
rica fantasía, donde mitológicos héroes
ocuparon el lugar de quienes debían cuidarlos y
protegerlos. Así, la posibilidad de desarrollar un sentido
de intimidad se vio bastante reducida, y al llegar a la adultez
desean la relación íntima pero no saben llevarla a
cabo y además la temen, por miedo a fracasar y volver a
sentirse abandonados. Sufren esta gran contradicción, y no
es casual que busquen unirse a un adicto para evitar toda
unión profunda.

Qué hermoso era todo al principio, recuerda
Doris. Tan atento, servicial, además de buen mozo.
¿Cómo no me iba a enamorar la noche misma en que lo
conocí? El no tenía ojos más que para
mí. Era propiamente El Príncipe Azul,
sí… ¿Y ahora, en cambio? ¿Por
qué habrá dejado de quererme, qué hice para
que todo se volviera negro? Creo que no doy más… voy a
tener que encarar seriamente el tema de separarnos…

Si los adictos a la relación amorosa conocen a
alguien que les produce aunque más no sea un mediano
impacto, casi de inmediato dan rienda suelta a su fantasía
e inician de esa forma un "viaje" emocional que comprende
diversas etapas. Por lo común se sienten atraídos
por personas adictas a esquivar todo compromiso profundo,
según vimos, y empiezan por conferirle un poder que
seguramente no tienen. Suponen que esa persona tiene dotes
excepcionales, y sienten lo que comúnmente se designa
"amor a primera vista". Si el adicto a la evitación les
demuestra interés, enseguida ponen a girar la rueda de su
propia fantasía.

Rescatan en su mente la imagen del héroe o
heroína, según el caso, que los acompañaba
en sus fantasías infantiles, y son secundados por la otra
persona, ya que ésta habitualmente "entra en el juego" y
se deja admirar sin oponer resistencia. Suele ser el principio de
una fantástica (y fantasiosa) luna de miel. El adicto a la
relación amorosa no quiere apreciar al otro tal como es, y
sin darse cuenta se enamora de su propio invento. Es como si de
pronto su héroe infantil se hubiera corporizado. Desde
luego, tampoco puede poner en juego una relación
íntima y madura; por este motivo, todo lo que alcanza a
hacer es pegotearse y confundirse con el otro, echando las bases
de una relación altamente intoxicante.

La fantasía del amor perfecto y eterno comienza a
cobrar vuelo, y el adicto a la relación experimenta un
gran alivio al sentirse transportado a un mundo ideal. Tan ideal
que sólo existe en su mente. Empieza a sentirse valorado,
protegido y satisfecho. Pero es ahí donde se
insinúa el pozo sin fondo de sus apetencias. A medida que
se siente menos inseguro va demandando más
atención, como si tuviese un derecho adquirido y lo que
recibe no bastara para colmarlo.

En ese preciso punto el adicto a la evitación
inicia una toma de distancia, como si olfateara el peligro.
Surgen poco a poco indicios cada vez más claros de que
está "marcando su territorio"; pero el adicto a la
relación no quiere saber nada de eso y continúa con
sus exigencias, que habitualmente se vuelven compulsivas. Aun a
riesgo de desgastar la pareja, no puede evitar sus actitudes
fagocitantes.

Al cabo de un tiempo le resulta muy arduo negar la
realidad, porque es evidente que su pareja le rehuye. La luna de
miel toca a su fin y el adicto a la relación se vuelve
intolerante, exigente y hasta amenazador. Perdido por perdido,
arriesga una última carta para salvarse de un posible
abandono. Las figuras de su infancia que no cumplieron con su
deber de contenerlo afectivamente resurgen con inusitada fuerza
en su recuerdo, y por un proceso de identificación asimila
al adicto a la evitación con quienes lo abandonaron.
Entonces comienza una persecución sin tregua; las
sospechas, los celos -fundados o no- y un descontrolado rencor
invaden la pareja.

Antes jamás se le hubiera ocurrido ponerse a
revisar los bolsillos de Alfredo en busca de alguna evidencia de
la traición. Pero ahora Doris empieza a desplegar dotes de
detective. El llega tarde por la noche, y ella tendría que
fingir que duerme, pero la ansiedad contenida la hace explotar en
una catarata de reproches. Alfredo aparenta serenidad, recomienda
no levantar la voz, los chicos duermen…

– Los chicos… los chicos. -protesta Doris- Para lo
que te importan a vos tus hijos…

Alfredo reacciona: – Pará un poco,
pará…

La discusión recién empieza, y siempre
termina en trifulca. Al día siguiente, en cuanto Alfredo
sale, Doris se aferra al saco que él usó ayer. Lo
olfatea minuciosamente, busca un resto de perfume, algún
cabello delator. ¿Qué pasaría si encontrara
algo? Sufriría horriblemente, claro. Pero por ahora no ha
encontrado nada. Y también sufre horriblemente,
claro…

Aunque le cueste un enorme trabajo, finalmente el adicto
a la relación no tiene más alternativa que rendirse
a la evidencia. Baja los brazos y reconoce que aquello "no va
más". De la misma manera en que un alcohólico, un
fumador o cualquier otro adicto experimenta un síndrome de
abstinencia al abandonar el objeto de su adicción, el
adicto a la relación amorosa atraviesa también por
una serie de trastornos. La cólera, el miedo y el dolor se
ponen en evidencia en diversa intensidad y proporción, sin
excluir otras emociones negativas. Alimenta proyectos de venganza
y, aunque no los lleve a cabo, la obsesión por cumplirlos
aparece como una defensa frente a un dolor que de otra manera le
resulta insoportable.

Cuando el sentimiento predominante es la cólera,
la respuesta será la venganza. Se pueden planificar
cuidadosamente innumerables actos que tendrán por
finalidad arruinar la vida del otro. Desde llamarlo por
teléfono a horas intempestivas para hacerlo sentirse
culpable hasta imaginar (y en casos extremos ejecutar) un
crimen.

Si en cambio predomina el miedo, se urdirán
planes para reconquistar a la otra parte. Se le puede enviar
mensajes llenos de arrepentimiento, o usar cualquier otro tipo de
chantaje emocional.

Pero cuando lo que se destaca es el dolor, lo más
común es que el adicto a la relación amorosa
incurra en alguna otra adicción, preferiblemente oral. Es
frecuente el caso de personas que al romper una relación
sentimental se entregan al alcohol o a la comida. Algún
tiempo después parecen irreconocibles.

En la etapa final de la relación, los planes de
venganza o reconquista son llevados a cabo como último
"manotón de ahogado". Si la venganza resulta eficaz lo
más probable es que la relación quede
definitivamente cortada. La reconquista, en cambio, puede dar
resultado, y la relación interrumpida se reanudará;
pero lo más seguro es que sólo se logre prolongar
una lenta agonía. Estas acciones son realizadas
compulsivamente por el adicto a la relación.

Una vez que la relación ha terminado, el adicto
queda como vaciado de sí mismo y es muy posible que
durante un tiempo experimente un estado de estupor, como si en
realidad no hubiera vivido y todo lo que ocurrió fuera
parte de un sueño. Ya que se encuentra de nuevo en el
punto de partida, su luna de miel no ha sido otra cosa que una
modesta aunque azarosa vuelta a la manzana.

– Esto se acabó, viejo -dice Alfredo a su
compañero de trabajo, mientras revuelve el hielo de su
whisky y llama al mozo para pedirle el segundo.

Su amigo se rasca reflexivamente la
nuca.

– Esperá un poco, Alfredo, pará. No
vayas a tomar una resolución apurada…

– Ma qué apurada… son años, che.
Años de bancármela. En realidad, si me pongo a
pensarlo, la verdad es que ni siquiera sé por qué
me casé con Doris -agrega Alfredo con un tono
melancólico.

– Y bueno -dice el amigo al cabo de un rato- Vos
sabrás…

De vuelta en casa, Alfredo piensa en cómo va
a encarar la cosa. No va a ser fácil, nada fácil.
Pero ha tomado la decisión. En realidad, su nueva amiga
viene presionándolo. Pronto va a hacer un año que
salen, y hace un par de meses ella le arrancó la promesa.
Alfredo está entre dos fuegos, aunque el de Doris tiene
más de ceniza que otra cosa. En cambio Norah, su nueva
novia, le trae el recuerdo de su primera juventud, lo enardece,
casi podría decirse que lo vuelve loco. Claro que tampoco
es para tanto, en asuntos de mujeres Alfredo siempre mantuvo la
cabeza fría. Pero esta vez… ¿por qué
será? ¿no se estará poniendo viejo? Y bueno,
ya no falta tanto para los cuarenta. Por otra parte, Norah parece
tan… vulnerable, digamos. Sí, eso es: vulnerable. Y a
él esa característica de algunas mujeres lo desarma
por completo.

El adicto a la evitación

Los adictos a la relación personal se sienten
atraídos hacia un determinado tipo de personas, aunque a
primera vista parezca que su necesidad de unión no les
permite discernir demasiado. Y ese determinado tipo de personas,
a su vez, se siente atraído hacia los adictos a la
relación amorosa. Este es un esquema básico, y
desde luego admite múltiples variantes, grados y
combinaciones, debiendo ser tomado como marco
referencial.

Llamamos adicto a la evitación a quien se siente
atraído por y atrae al adicto a la relación
amorosa. Presenta dos características fundamentales que
conviene tener en cuenta:

a) Busca constantemente mantener su intimidad fuera de
la relación, como una forma de no dejarse
absorber.

b) Tiene alguna actividad a la que confiere mayor
importancia que a la relación amorosa, y a menudo esa
actividad puede girar alrededor de alguna
adicción.

Contrariamente al adicto a la relación personal,
el adicto a la evitación teme conscientemente la
posibilidad de mantener una relación íntima. Por lo
general, se trata de adultos que de niños fueron
excesivamente responsabilizados, y sobre quienes se
ejerció un amor absorbente. A su manera también
experimentaron una clase de abandono, pues sus necesidades
afectivas no fueron atendidas. Por ese motivo también
temen al abandono, aunque de manera inconsciente. En este sentido
son como la imagen en el espejo del adicto a la relación,
y ambos parecen llamarse mutuamente para cerrar una figura cuyas
piezas separadas encajan a la perfección.

Este miedo inconsciente al abandono incita al adicto a
la evitación a sostener una relación, pero el temor
a ser absorbido lo hace mantenerse siempre a distancia
prudencial. Por otra parte, necesita a toda costa conservar el
control, y para evitar ser absorbido despliega una sutil
táctica de equilibrio, tratando de mantenerse siempre al
borde de la relación, con un pie adentro y otro afuera,
listo para desprenderse al primer síntoma de dominio por
parte del adicto a la relación.

Intenta por todos los medios mantener la relación
en un nivel liviano, porque todo lo que sea apasionado le resulta
agobiante. Para lograr este propósito procura
entusiasmarse con algo externo a la relación, que a veces
puede ser una adicción, y vuelca allí todo el
fervor que escatima a la relación amorosa. De esta forma,
el adicto a la relación se siente abandonado. Por miedo a
ser utilizado y absorbido, el adicto a la evitación no
quiere darse a conocer en profundi-dad, y para rechazar una
intimidad comprometedora trata de mostrarse siempre ocupado o
preocupado por otros asuntos en presencia de su pareja. Como si
levantara una muralla para protegerse de posibles asedios. Puede,
por ejemplo, manifestar una especie de ligero mal humor
crónico, o responder con evasivas a la constante demanda
de atención y afecto por parte del adicto a la
relación amorosa; una de las tácticas más
comunes consiste en no mostrarse jamás vulnerable, creando
una atmósfera de solidez emocional que le permitirá
mantener el control de la relación.

El adicto a la evitación suele manejarse bien en
lo que se refiere a administrar el dinero, otra manera de
conservar el poder. A veces puede llegar a convertirse en adicto
al trabajo, lo que le permite estar muy ocupado en otra cosa y
obtener así una motivación fuerte fuera de la
relación.

Mientras los adictos a la relación experimentaron
primordialmente un abandono, los adictos a la evitación
sintieron lo contrario, lazos asfixiantes a su alrededor. No
conocieron la unión afectiva sino la atadura emocional, y
harán cualquier cosa para no probar de nuevo esa
situación amenazante. Por lo general se trata de personas
cuyos padres no fueron capaces de sostener una relación
adulta, y uno de ellos se volcó afectivamente al hijo,
sofocándolo con su protección y exigiéndole
a cambio una desmedida atención hacia su persona. Para
cualquiera de esos padres, el vínculo afectivo con ese
hijo se ha antepuesto al vínculo matrimonial. El
niño fue obligado a involucrarse emocional-mente con uno
de ellos, quien muy probablemente era a su vez un adicto a la
relación. Si por una parte ese hijo siente su excesiva
importancia para uno de sus padres, por otra debe pagar un precio
muy caro al hacerse responsable de nutrirlo afectivamente. Muchas
mujeres que se sienten abandonadas de hecho por un marido
distante o indiferente, optan por colocar a un hijo varón
en su sitio.

Así se comprende que los adictos a la
evitación no estén dispuestos ni preparados para
mantener relaciones íntimas saludables. En realidad, son
codependientes que tienen extrema dificultad en trazar
límites y conocer o expresar su propia
situación.

Algunos niños han experimentado abandono por
parte del padre y exigencias desmedidas por parte de la madre, o
viceversa, lo que los hace proclives a ser al mismo tiempo
adictos a la relación personal y a esquivarla. O a veces
un mismo progenitor ha tenido hacia ellos las dos actitudes
simultáneamente. Como se dijo al principio, este esquema
básico debe tomarse como marco referencial. Cada
situación concreta ofrecerá diversas combinaciones,
y en todo caso nunca se debe generalizar.

Los adictos a la evitación también forman
parte de la luna de miel, y por lo general también
terminan dando la vuelta a la manzana. ¿Cómo
inician este viaje, cómo lo recorren y cómo lo
concluyen?

Lo primero que los atrae del adicto a la relación
es su fragilidad emocional, que les resulta conocida. La
debilidad manifiesta del otro les confiere casi de inmediato una
sensación de poder, al percibir que la persona que tienen
enfrente puede ser fácilmente dirigida; es más, de
hecho está pidiendo que la dirijan. Se sienten entonces
necesarios, y reviven una confortable sensación de la
infancia, cuando uno de sus padres les otorgó
preponderancia y un lugar de privilegio en su vida.

El paso siguiente consiste en desplegar el arte de la
seducción. Seducir es una especialidad de los adictos a la
evitación, y la llevan a cabo con una habilidad casi
profesional. Se presentan como alguien poderoso y dispuesto a
complacer al otro en sus más mínimos deseos. Pueden
llegar a ostentar un poder que en realidad no tienen, haciendo
alarde de un gran sentido común y decisión para
encarar cualquier problema que se les plantee. En estas primeras
etapas se preocupan especialmente por colmar de atenciones al
adicto a la relación, lo que se conoce popularmente como
"conquista". Transmiten al otro la sensación de
protegerlo, y de hecho lo hacen, pero cuidándose siempre
de conservar una prudente distancia afectiva, sin sentirse
demasiado involucrados en las necesidades del adicto a la
relación, que sutil y lentamente se vuelve más
demandante y queda encandilado por las atenciones que
recibe.

No sintiéndose saciado, el adicto a la
relación despliega a su vez todos los elogios posibles
hacia el adicto a esquivarla: semejante actitud tiene por objeto
que éste renueve su esfuerzo para estar a la altura de
tantos cumplidos. La adulación del adicto a la
relación personal estimula al adicto a la
evitación, quien siente íntimamente que se ha
convertido en un poder superior del otro, con todo lo que implica
desde el punto de vista de los privilegios y ventajas que se
dispone a disfrutar. En esa etapa apenas puede intuir el peligro
de ser absorbido, todo parece ir sobre ruedas. Y de hecho, va
sobre la rueda de la mutua adicción.

Claro que esta luna de miel no dura habitualmente
demasiado, y la situación de precario equilibrio empieza a
desbalanzarse. Los adictos a la evitación sospechan que
acaso han ido demasiado lejos con su oferta, y hacen intentos
para poner una nueva distancia. Si de niños han reprimido
y hasta negado secretamente la ira que les provocaba el sentirse
atados a uno de los padres, en esta oportunidad esa ira contenida
suele estallar dando comienzo a las famosas rencillas pasionales.
Muchas veces de la agresión verbal puede pasarse a la
física, con su secuela de culpas y disculpas.

Al sentirse absorbido, el adicto a la evitación
escapa de la relación y para lograrlo busca habitualmente
refugio en otra adicción. Llega un punto en que cualquier
cosa le parece preferible a seguir "enganchado" con el adicto a
la relación amorosa, aunque en este punto las marchas y
contra-marchas son comunes, ya que cortar de un solo golpe le
resulta muy doloroso. También puede experimentar mucha
culpa, y de ese modo va maniobrando la situación,
volviendo a la pareja y dando así una vuelta completa de
la rueda adictiva.

Si por fin consigue desprenderse, seguramente no
permanecerá mucho tiempo sin recomenzar el ciclo con otro
adicto a la relación amorosa. La rueda y sus ejes
volverán a ponerse en movimiento.

Finalmente Alfredo y Doris se separaron. Cada uno
sufrió a su manera. Ella encaró una terapia con una
psicóloga. -Mujer, mujer -repetía cuando le
preguntaban por su terapeuta- Con los hombres no quiero saber
más nada.

Por su parte, al principio Alfredo se sintió
desconcertado. Rechazó de plano la posibilidad de una
terapia ("esas son cosas para los locos", decía) pero no
entendía bien sus sentimientos contradictorios. Por un
lado experimentaba alivio, pero extrañaba la vida en
familia y a menudo se preguntaba si habría tomado la
decisión correcta. Y además, Norah no era
exactamente la que había imaginado. De vez en cuando le
organizaba pequeñas escenas de celos, sobre todo cuando
él iba a visitar a los hijos.

Doris tuvo muchas crisis de llanto, y no sólo
frente a su terapeuta. Su amiga Estela tuvo que armarse de
paciencia y escuchar una larga, a veces interminable, lista de
gemidos, quejas y lamentaciones…

Encuentros cercanos de muchos
tipos

Prácticamente toda persona adicta tiende a
establecer relaciones absorbentes en las que se consume. No
importa demasiado si el objeto de la adicción es una
sustancia, una actividad u otra persona. Lo que define a la
relación adictiva es su carácter "abismal",
así como la manera compulsiva y obsesiva de
abordarla.

En el caso de la adicción a las relaciones
personales, lo que afirmamos puede comprobarse con toda claridad.
Una vez analizados los diferentes tipos de individuos proclives a
esta clase de adicción, resta analizar las diversas
modalidades que ésta puede asumir.

La adicción aparece cuando una persona quiere
superar una realidad que le resulta insoportable. Al principio
podrá experimentar cierto alivio, pero a la larga los
efectos secundarios de la adicción terminan por volverse
en contra del adicto. Como suele afirmarse vulgarmente, "es peor
el remedio que la enfermedad", aunque aquélla se convierta
en una prioridad de la que no se puede aparentemente
prescindir.

Para el adicto a la relación amorosa, esa
prioridad consiste en la relación misma y la otra persona
que la configura. En cambio, para el adicto a la evitación
la prioridad consiste en una adicción fuera de la
relación. Es importante repetir que estas relaciones no
tienen necesariamente un elemento erótico-sexual, y pueden
estar formadas por personas que se atraen por muy diversos
motivos.

Una misma persona puede protagonizar diferentes roles.
Un adicto a esquivar, por ejemplo, el asedio afectivo de su
madre, puede muy bien convertirse en adicto a la relación
amorosa en su pareja. En este sentido las variantes son
múltiples y no se debe encasillar a alguien
rígidamente en un determinado papel.

Todas estas personas tienen una deficiente
relación consigo mismas, lo que se proyecta en su conducta
dentro de la relación interpersonal. La falta de
límites precisos parece ser el común denominador,
de manera que la función de cada uno no está
claramente definida. Las consecuencias de esta suerte de
promiscuidad afectiva se manifiestan en un estado de
confusión general, plagada de malentendidos y
reproches.

Esa falta de límites impide el establecimiento de
una auténtica intimidad, siendo frecuente que ambas partes
se "invadan" mutuamente. Cada uno de los miembros de esta
relación intenta por todos los medios cambiar al otro
antes que proponerse un cambio personal, y es común que
proyecte en el otro gran parte de su propia problemática.
Los adictos a la relación viven exigiendo un cambio de las
condiciones, con el propósito de obtener mayores
beneficios. En cambio, los adictos a la evitación
prefieren mantener las cosas como están; desconfían
de los cambios, que según ellos pueden desestabilizar la
relación.

El origen de la mutua atracción pasa sin duda por
el reconocimiento que cada uno hace en el otro de ciertas
características familiares. Más allá de lo
que puedan haber sufrido por esas características, para
ellos tienen el imán de lo conocido y los incitan a poner
en marcha sus mecanismos de repetición. Por otra parte,
ninguno de ellos se sentirá atraído por alguien no
adicto. Es muy común escucharles decir que tal persona
será muy buena y virtuosa, sin duda, y hasta
físicamente agradable, pero que les resulta "un plomo",
profundamente aburrida y carente de todo
interés.

Lo que atrae específicamente a un adicto a la
relación personal hacia un adicto a la evitación,
aparte del aire "familiar" que lo envuelve, es la ilusión
de que esa persona pueda reparar los daños que sufrieron
en la niñez y pueda cumplir acabadamente todas las
fantasías de la infancia. La posición de mediana
prescindencia afectiva del adicto a la evitación ejerce un
fuerte atractivo para el adicto a la relación, por el mero
hecho de recordarle una actitud parecida de sus familiares o
personas que debían cuidarlo. Por otra parte, quienes
mantienen hacia ellos cierta distancia los atraen
particularmente, casi como si les propusieran un desafío:
esta vez las cosas serán diferentes y el dolor por el
abandono se compensará gracias a esta nueva persona, que
es elevada a la categoría de héroe
salvador.

Por su parte, el adicto a la evitación se siente
atraído hacia el adicto a la relación por motivos
similares, con exclusión del último, ya que no lo
coloca en ningún pedestal. Pero su costumbre de sentirse
necesario lo lleva a detectar de inmediato al desvalido emocional
que es todo adicto a la relación, y encuentra
también que allí se respira una atmósfera
conocida. Por otro lado, alberga la esperanza de que esta vez
podrá ser querido pero no usado, y entra en el juego
creyendo acaso que lleva todas las de ganar.

Por lo general este tipo de vínculo afectivo
termina en una mutua decepción, ya que ninguna de las dos
partes está en condiciones de cumplir las exigentes
expectativas de la otra. La decepción también puede
ser una manera oscura de volver a sentir todo el dolor del
pasado, una aviesa forma de la compulsión a repetir, tan
común en el ser humano.

Como se dijo antes, si la ruptura parece inevitable no
suele realizarse de una sola vez, ni tampoco es el adicto a la
evitación quien siempre toma la iniciativa. A veces, el
adicto a la relación es quien determina darla por
terminada, ya sea porque el desgaste le resulta intolerable o
bien porque resuelve iniciar otra relación. En cualquier
caso, se produce entre ambos algo parecido al juego del
escondite. Quien escapa primero es finalmente descubierto, y si
no lo es puede arrepentirse de su actitud e iniciar por su cuenta
una nueva búsqueda obsesiva.

Las pautas de esta relación son más o
menos predecibles. A cada acción de una de las partes
corresponde una reacción de la otra, y la pareja se
alimenta y deteriora a través de innumerables idas y
venidas. Si el adicto a la relación se siente buscado,
experimenta inevitablemente una satisfacción.
También el adicto a la evitación se siente
satisfecho si es el otro quien lo busca. En el caso de que
cualquiera de ellos inicie una separación, el otro se
resiente y pierde seguridad.

Todo este juego es bastante común, y nuestra
cultura lo considera normal porque se confunde el amor con la
pasión. Por lo general se tiende a considerar que el
adicto a la relación termina siendo víctima del
otro, cuando una mirada más profunda demuestra que ambas
partes son perjudicadas. El hecho de que el adicto a la
relación se presente como el más débil
parece justificar aquella opinión, pero la realidad suele
ofrecer más de un matiz. La relación carente de
madurez es siempre una responsabilidad compartida, y echar las
culpas a una sola de las partes equivale a aumentar el
ámbito de la inmadurez.

Estas relaciones pueden establecerse entre un adicto a
la relación y un adicto a la evitación. Es la forma
más común. Pero también puede ocurrir que un
adicto a la relación se involucre afectivamente con
alguien que participa de la misma adicción. En ese caso,
la persona menos fuerte termina por sucumbir ante las
pretensiones de la otra, o bien cambia su rol y actúa de
la manera en que lo hace un adicto a la evitación. Por
último, la relación entre dos adictos a la
evitación tiene muy baja intensidad emotiva, ya que cada
uno de ellos busca esa intensidad fuera de la
relación.

Adicción al
sexo

"Sólo existen dos cosas importantes
en la vida. La primera es el sexo y la segunda… no me
acuerdo"

Woody Allen

Generalidades.

Para abordar esta adicción nos parece
indispensable referirnos en primer término a las
principales características y funciones de la sexualidad
humana.

El comportamiento sexual de los seres humanos es
sumamente variado, y sufre la influencia de muy diversos
factores: la cultura, la familia, los rasgos individuales. La
sexualidad cumple en principio una función reproductora,
pero tiene además la función de generar placer al
permitir el desahogo de una pulsión natural. Por otra
parte, se encuentra estrechamente vinculada con el sentido de la
identidad y la biología de cada persona.

¿Cómo puede definirse con precisión
lo que se considera una sexualidad normal? En realidad no existen
parámetros rígidos al respecto, resultando por lo
tanto mucho más exacto proceder a contrario sensu
y describir lo que puede considerarse como conducta anormal. En
este sentido, parece anormal el comportamiento sexual
egoísta, que no va dirigido a otra persona, que tiende a
la destrucción propia o de un tercero, que es compulsivo y
no repara en medios para obtener satisfacción, o que va
acompañado de ansiedad, angustia o un fuerte sentimiento
de culpa. Pero aún así los límites son
imprecisos, y es necesario proceder con la mayor cautela,
evitando toda clasificación rígida.

Esto ocurre sin duda porque no se puede abstraer
cualquier acto sexual del contexto de la personalidad del
individuo que lo realiza. Y el desarrollo de esa personalidad
está directamente relacionado con la sexualidad. La
Asociación Psiquiátrica de los Estados Unidos hace
referencia al término "psicosexualidad", precisamente para
explicar esta circunstancia; el vocablo no es excluyente en lo
que concierne a la atracción y a las conductas sexuales,
sino que abarca más ampliamente al concepto de libido,
considerado en el sentido amplio que le confirió Sigmund
Freud.

La importancia concebida a la sexualidad es muy variable
de unas personas a otras y no está relacionada
directamente con el grado de salud mental. Hay personas sanas en
que la motivación sexual es muy baja y otras, en cambio,
en que es muy alta. Sin embargo, la adicción al sexo, a
diferencia de la sexualidad normal –más o menos
alta- se caracteriza porque el objetivo de la conducta es
más la reducción de un malestar que la
obtención de un placer. El sexo reconvierte en un remedio
para reducir la ansiedad y la actividad sexual se transforma en
algo morboso y obsesivo. (Mellody, 1997).

Más allá de la cantidad, lo que aparece en
primer plano es una conducta sexual irrefrenable que genera
autogratificación y especialmente, el alivio de un
malestar interno. Se trata de conductas no deseadas -ahí
está la diferencia con la promiscuidad o con el
apasionamiento- y que producen consecuencias muy negativas para
el sujeto: físicas (enfermedades de transmisión
sexual), psicológicas (sentimientos de culpa y
vergüenza, ruptura matrimonial no deseada, daño a los
hijos, autoestima devaluada, soledad, etc.) y sociales
(pérdida de empleo, devaluación del status
socioeconómico, etc.). Esta vorágine de sexo sin
control lleva a un abandono de las obligaciones familiares,
sociales y laborales. La vida sexual se vive en secreto y con
culpa. La depresión, incluso ideas de suicidio,
están muy asociadas a este tipo de conductas (Earle, Earle
y Osborn, 1995).

Las mujeres afectadas sufren una doble sensación
de vergüenza, en función de su rol de
protección de la familia, y experimentan un descenso
brutal de la autoestima (Norwood, 1986).

La adicción al sexo puede revestir diversas
formas: masturbación compulsiva, búsqueda ansiosa
de relaciones sucesivas con múltiples amantes,
frecuentación habitual de prostíbulos, consumo
abusivo de teléfonos o programas eróticos, llamadas
telefónicas obscenas o recurso irrefrenable de las
páginas de Internet dedicadas al sexo, en donde intentan
satisfacer fantasías sexuales de toda índole. El
contenido de la adicción puede referirse a una sexualidad
normal (es decir, a relaciones consentidas con adultos) o a una
sexualidad parafílica (por ejemplo: el exhibicionismo,
voyeurismo, etc.).

Las personas sexualmente hiperactivas pueden
considerarse adictas y suelen presentar un comportamiento
relativamente similar, más allá de la
orientación en lo que se refiere a sus preferencias
sexuales, que por lo general abarca un amplio espectro. El
desborde en materia de sexo ha sido nombrado de muy diversas
maneras: desorden en el control impulsivo, ninfomanía,
conducta sexual compulsiva, parafilias o adicción sexual.
Una aclaración aparte merecen las parafilias, que
consisten en desviaciones o aberraciones, pues casi siempre se
presentan en forma obsesiva, configurando sin duda un
comportamiento adictivo dentro de una sexualidad que puede
considerarse anormal. Pero no debe olvidarse que la
adicción al sexo también se da, y con mucha
frecuencia, en casos de una sexualidad normalmente orientada. Es
el caso de la ninfomanía (hiperestesia sexual en la mujer)
y el donjuanismo, esa compulsión que lleva al hombre a una
conquista sexual obsesiva.

El donjuanismo merece un párrafo aparte, por
constituir un caso muy común en nuestra sociedad. Se trata
sin duda de adictos al sexo que no pueden circunscribirse a una
sola relación. Muchos de ellos son individuos con un bajo
nivel de autoestima, más allá de lo que aparentan,
y no se arriesgan a llevar adelante una relación en serio
o duradera, por temor a que la mujer termine por descubrir lo que
ellos consideran sus falencias. Si están casados, no
pueden mantenerse fieles. Necesitan compulsivamente la nueva
conquista, que les proporciona en forma esporádica un
estímulo para contrarrestar su
desvalorización.

La conducta sexual adictiva se caracteriza por una
excepcional actividad, mediante la cual el individuo persigue el
alivio de una pulsión interna que lo lleva a repetir
incesantemente el acto. A esto debe agregarse un comportamiento
por lo general promiscuo, ya que la idea de una pareja estable no
es un objetivo de estos adictos; si llegan a formarla, por lo
general tiene poca duración, ya que la hacen objeto de una
permanente infidelidad. Su conducta puede compararse a la de los
drogadictos, ya que buscan a través de su actividad una
suerte de "automedicación" que les sirva de alivio para
desahogar su tensión interna. En este sentido, el sexo
actúa como una droga de la cual se hace muy difícil
prescindir.

La transición de una sexualidad alta, pero
normal, a una sexualidad adictiva viene marcada fundamentalmente
por dos variables:

  • a) la interferencia grave en la vida cotidiana
    (sufrimiento y autodestrucción, soledad,
    pérdida de la familia, incapacidad de mantener una
    relación afectiva duradera, etc.).

  • b) aparición del síndrome de
    abstinencia cuando no se puede llevar a cabo la conducta
    sexual (nerviosismo, irritabilidad, dolores de cabeza,
    temblores, insomnio, etc.)

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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