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Las Adicciones (socialmente) Permitidas (página 6)




Enviado por Mariano Gonzalez



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7

Cuando la conducta sexual presenta o manifiesta ciertas
tendencias aberrantes suele clasificársela de trastorno
parafílico (perversión) pero hay que tener en
cuenta que, sin dejar de serlo, siempre se trata de una actitud
que tiende a producir alivio en el sujeto, por lo que
resultará siempre conveniente encuadrar el caso dentro de
los parámetros que se aplican a la conducta adictiva en
general.

Siguiendo la clasificación propuesta por la
Asociación Psiquiátrica de los Estados Unidos, la
sexualidad de cualquier persona se vincula estrechamente a cuatro
factores que a su vez están relacionados entre
sí:

a) Identidad sexual

b) Identidad genérica

c) Orientación sexual

d) Comportamiento sexual

La identidad sexual está configurada por las
peculiaridades sexuales biológicas de la persona:
cromosomas, genitales, hormonas, gónadas y
características sexuales secundarias.

La identidad genérica tiene connotaciones
psicológicas. A muy temprana edad (de dos a tres
años) cada uno ya sabe si es chico o chica, lo que no
implica que el sexo y el género se desarrollen
necesariamente en armonía. La identidad genérica
depende mucho de la actitud de los padres y de pautas culturales,
así como de la influencia genética, y se afirma a
través del rol sexual. Este último se va
desarrollando a través de un largo aprendizaje.

La orientación sexual se refiere al objeto del
deseo sexual de la persona, según se trate de
heterosexual, homosexual o bisexual. Un caso que presenta ciertas
dificultades es el de quienes buscan para su satisfacción
a un travesti, lo que analizaremos más
adelante.

El comportamiento sexual, por su parte, se refiere a las
fases por las que atraviesa el acto sexual: deseo,
excitación, orgasmo y resolución.

Cuando Javier concurrió a mi consultorio
detecté en la primera entrevista que se trataba sin duda
de un individuo con una marcada tendencia a la depresión.
Tenía alrededor de veinticinco años y cursaba su
penúltimo año de la carrera de abogacía. Lo
primero que me dijo fue que estaba hondamente preocupado a causa
de sus dificultades para concentrarse en el estudio. De chico y
adolescente había sido un buen estudiante. A diferencia de
sus compañeros de colegio, no tenía ninguna
resistencia a aprender, en especial si se trataba de materias que
tenían que ver con lo humanístico. Las materias
vinculadas a lo científico o técnico le generaban
dificultades en la comprensión, pero trataba de dedicarles
más tiempo y él no tenía el menor
inconveniente en esforzarse todo lo necesario para dominarlas.
Más adelante supe que se desvivía por complacer a
sus padres, especialmente a la madre, que casi nunca le dedicaba
un rato para compartir.

– Y ahora no entiendo para nada lo que me pasa -dijo
frunciendo las cejas y mirando de soslayo, como si buscara la
respuesta en algún lugar del consultorio- Mis
compañeros están a punto de recibirse y a mí
me falta algo más de un año -agregó con un
tono lastimero- Simplemente no puedo concentrarme, me esfuerzo y
es como si mi cabeza estuviera en otra cosa…

No quise adelantarme y preguntarle qué
sería para él esa otra cosa. Con el tiempo
íbamos a descubrirla juntos.

Una considerable cantidad de pacientes que han recurrido
a la terapia a causa de problemas relacionados con una actividad
sexual compulsiva, manifiestan a lo largo de la misma el haberse
sentido abandonados por sus madres en la infancia. Desde luego
que algunos de esos pacientes no son capaces de detectar su
problema al inicio de la terapia. Muchos de ellos, como el caso
de Javier, concurren al terapeuta para tratar de solucionar
alguna situación que es consecuencia de su
excesiva actividad sexual, ya que su mecanismo de defensa
adictivo los induce a negar la existencia misma de su
adicción.

La hiperactividad sexual ayuda a estos adictos a
compensar ese profundo sentimiento de haber sido despreciados por
sus madres, y además fortifica en ellos la
sensación de ser amados y necesarios. Por lo general temen
la relación íntima, prefiriendo las aventuras y los
contactos esporádicos. Suponen que una relación
prolongada va a conducir ineludiblemente al fracaso, pues en el
fondo temen que se repita el abandono del que fueron objeto en su
infancia. Además, lo que obtienen a través del sexo
es una suerte de "medicación antidepresiva", ya que muchos
de ellos tienen una fuerte tendencia a la depresión, y la
actividad sexual compulsiva impide que aquélla se
manifieste.

El terapeuta debe saber distinguir con claridad
cuándo está ante un caso de adicción al sexo
o de algún trastorno de la sexualidad, pues ambos
supuestos requieren muy diversos tratamientos. En algunos casos
el límite parece claro: si una persona manifiesta
tendencias aberrantes, lo que habrá de analizarse es su
conducta sexual desviada, con prescindencia de que sea o no
compulsiva. En cambio, otros casos ofrecen límites
difusos, ya que por ejemplo ciertas manifestaciones
sádicas no excluyen el hecho de una conducta
básicamente adictiva, que deberá ser tratada en
primer término. Más adelante haremos una somera
descripción de las variantes en el comportamiento sexual:
homosexualidad, bisexualidad, parafilias y abuso
sexual.

Javier puso de manifiesto muchas dificultades para
integrarse al tratamiento. Su resistencia asumía diversas
actitudes, desde no concurrir a la sesión hasta permanecer
en ella en silencio por espacios muy extensos. Tampoco se
atrevía a expresar claramente la menor disconformidad. Al
principio todo transcurría como si se tratara de una
relación social donde los buenos modales eran
prioritarios. La primera entrevista iba quedando cada vez
más lejos, como si Javier se hubiera arrepentido de
haberme confiado alguna inquietud.

Recién a los seis meses de tratamiento me
manifestó que se sentía abrumado. Desconfiaba de la
terapia, pues no notaba la más mínima
mejoría.

– Usted no me sirve. A veces tengo la
sensación de que hablamos de bueyes
perdidos…

– Me alegro mucho de que se sienta abrumado,
según sus propias palabras -dije.

Me miró perplejo. Para él aquello era
en cierta medida experimentar de nuevo el rechazo de su madre.
Tuve la sensación de que estuvo a punto de irse dando un
portazo.

– Javier -agregué, procurando pronunciar su
nombre con un tono pausado y afectivo- Hace seis meses que usted
concurre aquí y, salvo la primera sesión, no dice
nada que me permita suponer el menor conflicto en su vida. A tal
punto que yo debería preguntarme para qué viene si
no le ocurre nada que justifique o explique su concurrencia…
Por eso le digo que me alegro, ya que de lo contrario
habría sido yo quien le propusiera interrumpir la terapia
o darla por terminada.

Hizo una profunda inspiración, aflojó
su postura y pareció experimentar un hondo alivio. A
partir de aquella sesión todo cambió en la
relación terapéutica. Era como si se hubiera
sentido fuertemente contenido, su necesidad de atención y
afecto encontró por fin el marco que venía buscando
y no se sentía capaz de solicitar.

A esa altura de las cosas comenzó a hablar de
la relación con sus padres. Estaba casi paralizado en sus
estudios y el padre le había sugerido un corto viaje para
"reordenar sus ideas", ya que no confiaba demasiado en los
tratamientos psicológicos. Se trataba de un industrial que
pasaba largas horas del día en su empresa, aunque no
pudiera hablarse de un adicto al trabajo, según lo que
manifestaba Javier. Era un hombre amable y relativamente
afectuoso, dispuesto a dialogar siempre que su interlocutor
estuviera a su vez dispuesto a coincidir con él y no
llevara la conversación al terreno de las incómodas
confidencias. Con todos esos límites, Javier consideraba
que el suyo había sido siempre un buen padre, sobre todo
si lo comparaba con la madre, "una frívola que sólo
piensa en los trapos y se cree muy generosa porque organiza
canastas a beneficio de los niños pobres. Una
señora gorda más".

Hablando de los padres, Javier se fue atreviendo a
descubrir su propia adicción al sexo. La primera vez que
lo hizo fue de manera tangencial, apenas una alusión
acerca de lo provocativas que se ponían las chicas con la
llegada de la primavera. A lo largo de las siguientes sesiones
comenzó a contarme detalles acerca de sus innumerables
aventuras con mujeres, especialmente con compañeras de
Facultad, lo que a veces le acarreaba dificultades, a causa de
las escenas de celos que le armaban las que tras la aventura se
sentían despechadas.

– A mí, la verdad, no me importa mucho.
Están locas si creen que las encaro con "intenciones
serias". Para casarme tengo tiempo, y tampoco sé si
llegaré a convertirme en el marido de nadie.
Después de todo, el tema es pasarla bien mientras haya
pólvora, ¿no?

Y agregó que en una cosa estaba agradecido a
sus padres. Conocía a algunos homosexuales, y aunque no
eran sus amigos tampoco tenía inconveniente en conversar
con ellos, siempre que no se les ocurriera buscarlo para otra
cosa. Sentía lástima de ellos, porque sabía
que en muchos casos su inclinación estaba estrechamente
vinculada a severos conflictos de relación con la
madre.

– El complejo de Edipo y todo eso
–agregó- No me voy a poner a explicárselo,
usted sabe de eso. En ese sentido debería estar agradecido
a mi vieja, por ejemplo. Preferible que me haya dejado
arreglármelas por mi cuenta en vez de convertirme en un
pollerudo. A mí, por suerte, me vuelven loco las minas.
Nada de cosas raras.

Al principio del capítulo se dijo que la conducta
sexual de los seres humanos es muy variada y está sujeta a
distintas influencias. El ámbito familiar ejerce siempre
un sello sobre el desarrollo de la sexualidad; los valores
sociales y culturales también pueden condicionarla; y
además hay que considerar los factores individuales,
predisposiciones psicológicas, anímicas y sobre
todo biológicas, un conjunto de elementos cuyo influjo es
sin duda preponderante.

En principio, puede considerarse como "anormal" toda
conducta que difiera de aquélla que conduce al coito entre
un hombre y una mujer. Es necesario repetir aquí que la
sexualidad cumple dos funciones fundamentales: la
reproducción y el placer. La primera se cumple por medio
de la relación heterosexual. La segunda también se
realiza en esa relación, pero en muchos casos tiene otras
manifestaciones, de las que haremos una reseña.

En términos generales, se puede afirmar entonces
que la conducta sexual "anormal" se pone de manifiesto a
través de actitudes y preferencias que excluyen la
satisfacción producida por la unión de sexos
opuestos por medio del coito. Es decir que la satisfacción
se obtiene exclusivamente a través de una de las
siguientes prácticas. A partir de esta definición,
podemos esbozar un esquema que puede incluir:

a) La sexualidad autoerótica
(masturbación).

b) La elección de un objeto sexual del mismo sexo
(homosexualidad) o de algún objeto (fetichismo). El caso
de la bisexualidad.

c) Una relación sexual que incluya más de
dos personas (pluralismo), o que haya una exagerada diferencia de
edad (pedofilia, gerontofilia) o un grado de parentesco
(incesto).

d) Determinadas condiciones para producir el orgasmo
(sadismo, masoquismo, travestismo, transexualismo, voyeurismo,
exhibicionismo)

a) Sexualidad autoerótica: La
masturbación es un acto frecuente durante la primera fase
del desarrollo sexual. Más allá de la censura de
que ha sido objeto, muchas investigaciones han confirmado que
casi todos los hombres y por lo menos tres cuartas partes de las
mujeres incurrieron en ella en algún período de su
vida.

Se trata de un hábito muy común en los
niños, quienes a partir del año y medio comienzan a
dirigir su curiosidad hacia sus genitales y los
ajenos.

Esta curiosidad aumenta con la llegada de la pubertad,
estimulada por la producción de hormonas sexuales, y a
partir de esa etapa la masturbación se incrementa. Aun
estando en condiciones de obtener el orgasmo por medio de un
coito, los adolescentes se sienten inhibidos de "iniciarse", y
recurren a la masturbación como un medio de aplacar su
creciente urgencia sexual. Por lo general, esta conducta prosigue
durante los primeros años de la adultez, y finalmente es
sustituida por el coito. Pero en muchos casos particulares puede
reincidirse en ella, y es habitual que algunas parejas la
practiquen en forma esporádica cuando existen dificultades
para obtener satisfacción.

Puntos de vista religiosos y morales prohíben la
masturbación, afirmando que puede traer aparejado, a largo
plazo, impotencia y hasta algún tipo de enfermedad mental,
no siendo hasta el momento fehacientemente comprobado.

Sin duda se trata de un síntoma
psicopatológico, siempre que se realice de manera
compulsiva, sin ningún control por parte de quien la
practica.

b) Elección de un objeto sexual del mismo sexo o
de algún objeto (fetichismo). El caso de la
bisexualidad.

1) Homosexualidad. Dentro de la homosexualidad
masculina cabe distinguir tres supuestos básicos,
según la actitud anímica y sexual que se adopte en
la relación: homosexual activo, activo/pasivo o pasivo.
Con todo, es imposible encontrar características generales
que puedan aplicarse, ya que los casos individuales presentan
perfiles completamente disímiles y hasta opuestos. Algunos
homosexuales prefieren disimular por todos los medios su
condición, llegando a casarse o a formar una pareja
heterosexual para ocultar sus tendencias; conviene aclarar que
algunas de esas parejas son ficticias y se establecen de
común acuerdo con la mujer, muchas veces una lesbiana que
también desea ocultarse. Otros, en cambio, disfrutan de su
condición homosexual y hacen un excesivo alarde de ella,
formando parte de asociaciones que exaltan y enaltecen la
homosexualidad.

Quizá el rasgo de personalidad más
común entre los homosexuales sea una gran susceptibilidad,
lo que no es extraño si se piensa que la sociedad tiende a
discriminarlos, más allá del cambio de mentalidad
que se ha venido operando al respecto en los últimos
veinte o treinta años.

En otro orden de cosas, recientes investigaciones han
comprobado que ciertos componentes genéticos y
biológicos pueden influir en la orientación
homosexual. En los homosexuales se ha detectado niveles
más bajos de andrógenos que en los
heterosexuales.

Pero sobre todo, la homosexualidad está
fuertemente condicionada por la influencia del medio. Las
posibles causas fueron investigadas por Freud, y a partir de sus
conclusiones se pudo establecer algunos rasgos fundamentales. El
desarrollo psicosexual de ciertos varones aparece
íntimamente ligado a una sólida fijación con
la figura materna, la ausencia de un padre orientador que sirva
como modelo, y un fuerte narcisismo que los lleva a buscarse en
el otro, entre diversas motivaciones. Otra causa fundamental
estaría dada por el temor a la castración por parte
del padre. La castración podría evitarse
sólo renunciando a la mujer como objeto
erótico.

Freud descartó la idea de que pudiera
considerarse a la homosexualidad como una enfermedad mental.
Incluso señaló que muchos homosexuales se han
destacado por un alto desarrollo intelectual, ético y
artístico.

Por lo que respecta a la homosexualidad femenina, es
menos conocida aunque no menos frecuente. Esto puede deberse a
que en la sociedad machista se supone que la mujer es siempre
elegida, mientras que el hombre elige. De esa manera, un hombre
que llegado a cierta edad y no ha elegido compañera es
señalado por todos. En cambio, se supone que la mujer no
se casó porque no tuvo la suerte de ser elegida, por lo
que nadie la señalará como lesbiana.

La homosexualidad femenina no difiere básicamente
de la masculina, si bien por lo general no suele ser tan
exclusivista, ya que muchas de estas mujeres no tienen mayor
inconveniente en mantener relaciones con hombres, mientras que la
mayor parte de los homosexuales prefiere mantenerse dentro de su
tendencia. También se puede observar una marcada
diferencia con respecto al rol; muchas lesbianas no pierden su
femineidad, al menos en lo que se refiere a imagen y presencia, y
suelen ser el sujeto "pasivo" de la relación. Otras, en
cambio, asumen sin mayores problemas un rol masculino, y gustan
vestirse y actuar casi como hombres, asumiendo un rol
"activo".

Conviene aclarar que en la mayoría de los casos,
se trate de homosexualidad masculina o femenina, la sexualidad es
vivida como una cultura que se enfrenta y opone al resto de la
sociedad. En ese sentido configura casi siempre una conducta
adictiva, ya que la vida de estas personas gira por lo habitual
alrededor de esa cultura, más allá de la frecuencia
con la que practiquen actos sexuales.

2) Fetichismo. No todas las personas admiten
idénticos estímulos para excitarse
sexualmente.

El fetichismo consiste en el instinto sexual desviado
hacia algún objeto. El fetichista es decididamente un
adicto, ya que su predilección por un determinado objeto
asume una actividad crónica y exclusiva, de modo que la
persona no puede encarar la vida prescindiendo de su actividad
fetichista.

El objeto elegido varía, desde ropa interior
femenina o masculina hasta artículos que a primera vista
poco tienen que ver con lo sexual (frascos, ceniceros, libros
encuadernados en cuero) o bien objetos que cumplen alguna
función de símbolo (muñecas, aves
embalsamadas).

El fetichista, por lo general, actúa solo y no
comparte con nadie su actividad, procurando mantenerla en
secreto. En casos extremos puede llegar al crimen para conseguir
algún objeto cuya posesión lo obsesiona.

El nexo sexual del fetichista con su objeto no ha podido
ser explicado en su dimensión más profunda, sin
perjuicio de que se hayan desarrollado teorías al
respecto. Algunas lo describen basándose en motivaciones
inconscientes; para estas teorías, la libido del
fetichista ha quedado fijada sobre ciertos objetos que fueron
sobrevalorados desde el inicio mismo de la vida (seno materno,
pene, nalgas) y que al volverse irreconocibles son substituidos
por el objeto-fetiche.

La curación del fetichismo presenta muchas
dificultades, ya que el fetichista no recurre habitualmente a la
psicoterapia. Con todo, se puede obtener algún
éxito con un tratamiento basado en los principios de
aprendizaje (terapias de aversión).

3) El caso de la bisexualidad. Muchas personas
heterosexuales han tenido relaciones homosexuales sólo en
forma esporádica, lo que no justifica plenamente el
considerarlas bisexuales. La bisexualidad se caracteriza sobre
todo por una suerte de indefinición en materia de
preferencia sexual, y a veces suele aparecer en una etapa
tardía de la vida. Sin dejar su matrimonio, algunos
hombres y mujeres descubren al cabo de un tiempo una tendencia
hacia el mismo sexo que ellos mismos ignoraban. Probablemente los
prejuicios sociales contra la homosexualidad los indujeron a
reprimir esa tendencia. A partir de ese momento comienzan a
experimentar relaciones homosexuales clandestinas, sin por eso
abandonar por completo su práctica heterosexual. Con todo,
es difícil que alguien sostenga esa situación
ambigua por demasiado tiempo, y a la larga volverá a
definirse, ya sea afirmando su heterosexualidad o
inclinándose por un comportamiento netamente homosexual.
En el último caso han surgido serios problemas para los
niños cuyos padres separados se presentan luego con una
pareja de su propio sexo, ya que no les resulta fácil
ocultar por demasiado tiempo esa situación.

Un caso aparte, del que muy poco se habla, es el del
"cliente" de un travesti. Parece obvio que se trata de un hombre
bisexual, cuya búsqueda de placer está condicionada
por una confusa preferencia inconsciente. Por un lado desea una
mujer con pene, y por otro un hombre con pechos. O quizá
ambas cosas. Puede tratarse de un individuo que haya reprimido
tan intensamente tendencias homosexuales, que sólo se
atreve a darles desahogo por medio de alguna clase de
"justificación", ya que un travesti, después de
todo, conserva su apariencia femenina.

Más allá de los escándalos que
provocan, los travestis son profundamente rechazados por otros
motivos. Los analizaremos al referirnos específicamente al
travestismo.

c) Pluralismo, pedofilia, gerontofilia. Algunas
personas pueden encontrar satisfacción cuando se
relacionan simultáneamente con más de un
compañero. Muchos hombres han manifestado en su terapia
que para poder excitarse necesitan imperiosamente la presencia de
dos mujeres que se exciten entre sí. Otros se obsesionan
por concurrir a verdaderas orgías. Si esta costumbre se
incrementa, llegan a desinteresarse por una relación
sexual de a dos, y suelen perder por completo el control en lo
que se refiere a la frecuencia. Terminan literalmente viviendo
entregados a la relación sexual promiscua. Aunque en
bastante menor proporción, también las mujeres
participan de ella.

Un tema que está hoy en primera plana es el que
se refiere al abuso sexual de los niños. Conviene hacer
una aclaración previa. No todos aquellos que abusan
sexualmente de menores deben ser considerados como
pedofílicos (amante de los niños) ya que muchos de
aquellos lo hacen esporádicamente, favorecidos por alguna
circunstancia, pero de hecho son capaces de dirigir su
interés sexual hacia los adultos. Hablando estrictamente,
entonces, un pedofílico es una persona que sufre una
obsesión por relacionarse sexualmente, y en forma
exclusiva, con un menor. En muchos casos se trata a su vez de
personas que sufrieron alguna clase de abuso sexual en la
infancia, desde contactos manuales hasta la violación. La
pedofilia implica una intensa urgencia sexual, y va siempre
acompañada de fantasías eróticas que giran
alrededor de la figura de un impúber. En la gran
mayoría de los casos, los pedofílicos eligen
niños a quienes conocen, siendo excepcional que busquen a
desconocidos. En muchas ocasiones sus actividades no trascienden,
ya sea porque amenazan al menor con vengarse, o lo convencen de
que la culpabilidad es compartida y tarde o temprano ambos
serán severamente castigados. Además también
ocurre que la familia no desea dar trascendencia al hecho, casi
siempre por temor a la opinión descalificante de vecinos y
amigos.

Los niños que han sido víctimas de un
pedofílico terminan por manifestar algunos síntomas
que en buena medida pueden considerarse como inequívocos.
La masturbación sin freno y en presencia de terceros,
exagerado interés por los órganos sexuales de los
mayores y tendencia incontrolada a buscar y fomentar el juego
sexual son los más notorios. También suelen
presentar algunos problemas como vómitos, diarreas o
jaquecas que no parecen responder a motivaciones físicas
una vez realizado el correspondiente examen
clínico.

La pedofilia produce severos trastornos
psicológicos que por lo general se proyectan a la edad
adulta, sobre todo cuando la víctima ha practicado esos
actos con alguno de sus progenitores o quien los sustituye
(padrastros, tutores).

Las consecuencias más frecuentes son
depresión, una muy baja autoestima y una serie de graves
problemas sexuales, como imposibilidad de realizar el coito,
masturbación compulsiva en la edad adulta o promiscuidad
incontrolada.

La gerontofilia es un caso que ocurre con mucha menor
frecuencia, y los daños que su práctica puede
provocar tienen menor gravedad que aquellos que inflige la
pedofilia, salvo el caso de severas violaciones seguidas de
muerte, un supuesto que excede el marco de ambas desviaciones.
Prácticamente no existe material clínico referido a
la gerontofilia.

Con respecto a las relaciones incestuosas, significan
contacto sexual entre personas que tienen un muy estrecho
vínculo familiar (padres con hijos, hermanos entre
sí) ya que si el parentesco es algo más lejano
(primos entre sí o tíos con sobrinas, por ejemplo,)
la relación es aceptada, en principio, en casi todas las
sociedades.

En Chile, sin embargo, el casamiento entre primos
hermanos es legalmente permitido aunque inaceptable desde el
punto de vista social, sobre todo en las clases altas.

El concepto amplio de incesto puede configurar
también una situación cultural. El caso está
muy claramente presentado en la novela "Cumbres borrascosas", de
la escritora inglesa Emily Brontë (1818-1848) en la que
ambos protagonistas se han criado juntos pero no tienen un lazo
de sangre; su apasionada relación puede considerarse en
cierto sentido incestuosa.

La relación específicamente incestuosa
pone de manifiesto un mal ajuste psicológico y un grave
trastorno de la conducta. La más común se da entre
padres con un hijo o una hija, sumándose a veces un caso
de pedofilia o de homosexualidad. Los traumas que estos actos
imprimen en la mente y el ánimo no son de fácil
resolución, y en algunos casos han arrastrado al suicidio
a los menores víctimas de tales excesos.

Puede agregarse que en las clases de muy bajos ingresos
el incesto es altamente fomentado, sobre todo por el hacinamiento
habitacional.

d) Sadismo, masoquismo, travestismo, transexualismo,
voyeurismo, exhibicionismo.

El sadismo sexual consiste fundamentalmente en que la
posibilidad de obtener placer sexual está condicionada al
hecho de poder producir sufrimiento al otro. Para poder lograrlo,
el sádico necesita desplegar todo un escenario donde la
situación sexual es dramatizada al máximo, y
necesita algunos elementos para cumplir su propósito
(agujas, cigarrillos encendidos, látigos). Cuando la
situación de violencia llega a su punto máximo
sobreviene el orgasmo.

Por su parte, el masoquismo subordina el placer sexual
al hecho de experimentar un fuerte dolor físico. El
masoquista se deja golpear, pisotear o quemar voluntariamente, y
todo forma parte de un rito cuidadosamente programado. La
excitación sexual se incrementa con el aumento de las
sevicias, y el dolor constituye en sí mismo una fuente de
placer. Si el instinto de conservación no es lo
suficientemente intenso, en algunas de estas "sesiones" puede
producirse una muerte súbita por exceso de
dolor.

Freud formuló la idea de que el sadismo y el
masoquismo conviven habitualmente en un mismo sujeto, como si
ambos fueran dos polos, uno positivo y otro negativo, de la misma
perversión. A partir de ese concepto usó el vocablo
"sadomasoquismo". Se trata, sin duda, de una parafilia muy poco
investigada, ya que quienes la practican no son fácilmente
detectables. Los resultados de los estudios hechos hasta ahora no
son sencillos de interpretar, debido a que las muestras
disponibles son poco representativas.

El travestismo consiste en que el placer sexual
está subordinado al hecho de usar ropa del sexo opuesto.
La costumbre puede ser episódica o bien habitual, y M.
Hirschfeld la describió como "el instinto de travestirse",
agregando que se da con mayor asiduidad en el hombre; esto sin
duda ocurre porque la sociedad permite sin demasiados prejuicios
que la mujer se vista con un estilo masculino. Se puede
distinguir dos clases fundamentales de travestismo: el
heterosexual y el homosexual. En el primero, que tiene cierta
similitud con el fetichismo, el hombre se disfraza antes de la
relación sexual, y a veces se conforma con usar una sola
prenda íntima: la identificación con la mujer a
través de su ropa permite reprimir los deseos incestuosos
hacia la madre. El segundo tiene por objeto satisfacer una
profunda exigencia interior, el hombre que no acepta su sexo y
necesita verse como mujer, o viceversa, y muchas veces cumple
además una función utilitaria que se realiza por
medio de la prostitución.

Ya se dijo que los travestis producen un rechazo que
seguramente va más allá de los eventuales
escándalos que protagonizan. Muchas madres se quejan
amargamente de que sus hijos pequeños se ven expuestos en
la puerta de sus casas a contemplar el espectáculo
callejero de la oferta de sexo de travestis y prostitutas, pero
no confiesan que dentro de su casa dejan a ese mismo niño
horas frente al televisor, ensimismado con programas en los que
prostitutas y travestis gritan palabrotas y muestran bastante de
su anatomía. Debe haber otro motivo secreto para tanta
discriminación, y podría tratarse del hecho de que
los potenciales clientes de los travestis no son homosexuales, ni
lesbianas, ni siquiera bisexuales, sino señores "normales"
como podría serlo el marido o un hermano de esa misma
señora que tanto se escandaliza.

Algunos clínicos consideran que el travestismo
proviene de una relación desequilibrada con los padres;
otros lo interpretan como producto de un desarrollo psicosexual
aberrante. El conductismo lo estudia como una respuesta
condicionada que responde a la terapia de
aversión.

El transexualismo consiste en la convicción de
pertenecer al sexo opuesto, más el deseo (en ocasiones
realizado) de obtener el cambio anatómico y civil del
sexo.

No es exactamente una perversión del deseo
sexual, sino una inversión psicológica. El
transexual se identifica en forma total y absoluta con el sexo
opuesto, y por lo tanto rechaza de plano todo sentimiento o
pensamiento que pueda asimilarse a su propio sexo. Se niega
rotundamente a ser considerado homosexual, ya que si le gustan
los hombres es porque se considera mujer, y tampoco acepta el
rótulo de travesti, ya que sostiene que usa la ropa
adecuada a su verdadero sexo.

Se calcula que el porcentaje de transexuales es
ínfimo, aproximadamente uno cada 30.000 para los hombres y
uno cada 100.000 para las mujeres. Quienes se someten a una
operación, en el caso de los hombres, reciben previamente
hormonas femeninas para desarrollar los pechos y reducir el
vello, y se someten a la extirpación de sus genitales y la
formación de una vagina artificial. Las mujeres adquieren
un pene que no entra en erección por medios naturales ni
registra estimulación al tacto, por lo que se implanta un
mecanismo inflable para permitir la erección. Muchas de
estas cirugías no han dado resultados satisfactorios, y al
menos un tercio de quienes se sometieron a ellas se
consideró defraudado.

Son profundos los trastornos de personalidad de los
transexuales, y con frecuencia ofrecen cuadros delirantes. Son
muy comunes los episodios depresivos intensos.

El "voyeur" ("mirón") es un individuo que goza
sexualmente espiando a terceros cuando realizan actos sexuales u
otros actos íntimos como la micción o la
defecación, que en la fantasía del "voyeur" tienen
connotaciones eróticas. El "voyeurismo" se trata de una
perversión exclusivamente masculina, y el orgasmo se
obtiene siempre por medio de la masturbación. El "voyeur"
es siempre un adicto, ya que su obsesión por el placer de
contemplar escenas sexuales lo lleva a una permanente
búsqueda, ávida e inextinguible. Como en el caso
del exhibicionista, la causa parece estar centrada en la angustia
de castración. El peligro de ser castrado en el coito
queda desplazado a quien lo realiza.

Por lo general el "voyeur" no es peligroso y escapa en
cuanto lo descubren, salvo casos excepcionales en los que da la
cara e incluso pretende participar en el acto que espiaba. De los
arrestados por voyeurismo, un 25% son hombres casados, y la mitad
vuelve a reincidir.

El exhibicionismo es una conducta patológica que
lleva a algunos sujetos a mostrar sus órganos genitales;
se trata de una perversión casi exclusivamente masculina,
ya que cuando las mujeres exhiben sus senos lo hacen más
por seducir que por una exigencia autoerótica. Es habitual
que el exhibicionista ejerza en lugares especiales (rincones
oscuros, coches, iglesias) y se masturbe con preferencia delante
de mujeres y niños. Si no logra provocar una
reacción negativa evidente no puede eyacular.

El exhibicionismo puede estar asociado a trastornos
neuróticos en los fóbicos y en los ansiosos. Suele
denominárselo perverso cuando lo que se busca es el placer
genital a costa del desagrado de la víctima. Algunos
sujetos con lesiones cerebrales orgánicas, retraso mental
o alcoholismo suelen practicarlo.

Puede comenzar poco antes de la adolescencia, pero se
presenta a menudo entre los veinte y treinta
años.

Muchos exhibicionistas no pueden resistir la
compulsión de mostrar sus genitales, aun cuando el hecho
les produzca depresión, vergüenza o
ansiedad.

Adicción al
juego

"Yo me maravillaba de que hubiera podido
aguantar esas siete u ocho horas, sentada en su silla y casi sin
apartarse de la mesa, pero Potapych me dijo que en tres ocasiones
empezó a ganar de veras sumas considerables y que,
deslumbrada de nuevo por la esperanza, no pudo abandonar el
juego. Pero bien saben los jugadores que puede uno estar sentado
jugando a las cartas casi veinticuatro horas sin mirar a su
derecha o a su izquierda".

El jugador

Fiedor Dostoyevski

Generalidades.

Jugar y beber alcohol moderadamente, trabajar, amar al
prójimo, comprar lo necesario y aun lo superfluo,
disfrutar del sexo son actividades que hacen a la vida misma.
Algunas de ellas, incluso, resultan esenciales para que esa vida
pueda desarrollarse en un marco de creatividad y armonía.
Otras, en cambio, parecen prescindibles, aunque agregan a la
existencia una dosis de interés.

El juego está indisolublemente relacionado al
hombre. Incluso muchos animales evolucionados lo practican a
diario. En los seres humanos significa el desarrollo de la
imaginación y la posibilidad de aflojar tensiones
acumuladas a lo largo del día. La práctica de
algún deporte resulta siempre altamente saludable,
mientras se lo ejerza con regularidad y mesura.

El asunto cambia radicalmente cuando en el juego se hace
intervenir el dinero. Este ingrediente introduce un elemento
extraño al juego en sí mismo, y es el factor
desencadenante de la adicción. Sin dinero de por medio no
puede hablarse legítimamente de adicción al
juego.

La adicción al juego o ludopatía es una
enfermedad adictiva en la que el sujeto es empujado por un
abrumador e incontrolable impulso de jugar. El impulso persiste y
progresa en intensidad y urgencia, consumiendo cada vez
más tiempo, energía y recursos emocionales y
materiales de que dispone el individuo. Finalmente, invade,
socava y a menudo destruye todo lo que es significativo en la
vida la persona.

La búsqueda del tesoro

Todo el mundo recuerda aquel juego, que convocaba
caravanas en pos de un supuesto tesoro oculto. Desde luego,
participaba de algunas características del deporte, sobre
todo por lo que tenía de competitivo. Ganar era, sin duda,
la finalidad primordial. El valor del "tesoro" era lo de
menos.

Este ejemplo puede resultar esclarecedor para hacer un
primer intento por comprender lo que ocurre en la mente del
jugador compulsivo. Más adelante se analizará con
mayor detenimiento, pero por ahora es suficiente con saber que el
adicto al juego no pretende exactamente ganar. Su ambición
pasa por otro lado. El "tesoro" que el adicto persigue no es
precisamente el dinero.

Ernestina era hija única. Había tenido
un hermano mayor, que murió en un accidente cuando ella no
había cumplido todavía cinco años, de modo
que apenas si lo recordaba. A partir de entonces sus padres le
otorgaron una dedicación desmedida, convirtiéndola
sin proponérselo en una criatura caprichosa y
malcriada.

El padre era ingeniero, y cuando Ernestina
cumplió diez años la familia abandonó la
capital para instalarse en una ciudad de provincia, donde una
empresa azucarera contrató al padre. Ernestina y su madre
sufrieron al principio el desarraigo, pero al cabo de un
año lograron adaptarse al nuevo ambiente, ya que la
empresa era de tipo familiar y los dueños pasaban buena
parte del año en el ingenio, dándoles un trato
sumamente cordial.

Las compañeras de escuela no eran menos
amables con Ernestina, a pesar de que ella provenía de la
capital. Alguna que otra, sin embargo, la miraba con cierta
aprensión. Ernestina era muy sensible al menor signo de
menosprecio, por lo que estableció de inmediato una
distancia con aquellas que, según su criterio, no la
trataban con la debida consideración. Pero con todo se
hizo de dos íntimas amigas, a quienes dominaba
sutilmente.

Casi todos los fines de semana se turnaban para
dormir juntas en casa de cada una. Para evitar peleas,
determinaron que la que recibía a las otras dos
tenía el derecho de elegir los juegos. El ingenio quedaba
relativamente cerca de la ciudad, y allí podían
optar por lo que más les gustara. Tenis, básquet,
cabalgatas, natación durante casi todo el año.
Ernestina no era tonta. Sabía que para lograr su
propósito tenía que ser complaciente con sus
amigas, que preferían las actividades al aire
libre.

Ella, por su parte, se había hecho amiga de
Ricardo, uno de los hijos menores de los dueños del
ingenio, que le llevaba apenas tres años. Se
sentían mutuamente atraídos por una especie de
sutil afinidad, y se consideraban compinches, casi
cómplices.

Después de un partido de tenis o de
algún chapuzón en la pileta, Ernestina lo invitaba
a su casa y junto con sus amigas iniciaban un juego de cartas que
duraba demasiado. Las chicas participaban como por
obligación, pero aquello las enervaba. Una de ellas
propuso que se siguiera jugando pero no por
dinero.

-¿Cuál es la gracia entonces?
-preguntó Ernestina- No seas tonta.

-¿Cómo le explico después a mi
mamá si llego a perder, como el otro día, y vuelvo
a casa sin un peso?

-Hagamos una cosa. Anotamos las deudas y a lo largo
de la semana se van pagando… -intervino
Ricardo:

La astucia del jugador no tiene límites.
Rapidez, imaginación, todo se combina como por arte de
magia para sortear la menor dificultad que impida el juego. Pero
de todos modos aquello no podía durar mucho. Las amigas de
Ernestina se fueron abriendo lentamente, incluso una de ellas
comentó algo a sus padres. Al cabo de un tiempo Ernestina
y Ricardo se quedaron solos. Jugar entre ellos no tenía
mayor sentido. Casi sin darse cuenta Ernestina descubrió
que él empezaba a gustarle. Muchos años
después descubriría con enorme dolor qué era
exactamente lo que le atraía en él.

Principales características del
adicto al juego

Entre los diversos sujetos que actúan
compulsivamente en el ejercicio de una adicción, los
jugadores presentan ciertas peculiaridades que los distinguen con
nitidez del resto. La ansiedad, la baja autoestima y el
autoengaño son, de alguna manera, comunes a la inmensa
mayoría de los adictos. También el pensamiento
mágico forma parte de su idiosincrasia, pero en pocos de
ellos se da con tanta fuerza como en el caso del
jugador.

El asunto es más complejo de lo que parece. A
primera vista podría suponerse que el jugador cifra en el
juego esperanzas exageradas e irrazonables, ya que no puede
ignorar el cálculo de probabilidades, y la lógica
le indica que su caso no debe necesariamente ser una
excepción. Si bien esa lógica no es casi nunca
patrimonio de los adictos, resulta imposible suponer que el
jugador la ignora por completo. No existirían
hipódromos, casinos o salones de bingo si la
mayoría de los asistentes saliera de ellos con los
bolsillos repletos, y el jugador compulsivo no puede ignorar un
hecho tan evidente. ¿Qué es, entonces, lo que lo
induce a insistir con una perseverancia que parece no tener
límite?

Todo pensamiento mágico se funda en la no
aceptación de la realidad. El jugador, en el fondo, es un
individuo pesimista, aunque alguno de ellos crea y sostenga lo
contrario. Supone que no es capaz de ganarse la vida como la
mayoría de las personas, y recurre al juego para "dar el
batacazo" y convertirse en millonario de la noche a la
mañana. Claro que esto ocurre en las primeras etapas, aun
antes de que aparezca la adicción. Algunos dejan de
insistir luego de experimentar sucesivas pérdidas: se
trata de aquellos que no son jugadores compulsivos, y por lo
tanto están en condiciones de apelar a aquella
lógica y comprender que ese camino conduce a la
bancarrota. Otros, en cambio, quedan atrapados en esa
maraña de la que se sienten incapaces de prescindir. Y
aquí, precisamente, es donde el pensamiento mágico
funciona de una manera paradojal. El verdadero jugador compulsivo
sabe que es muy difícil ganar, sobre todo si
recurre al juego con una frecuencia inusitada. Pero persiste en
el intento porque secretamente su finalidad ha ido cambiando
mientras su adicción progresa. Algunos jugadores en
proceso de recuperación descubren que en realidad lo que
deseaban era perder, perder para seguir jugando. Uno de los
primeros miembros de Jugadores Anónimos cuenta cómo
vio ganar a un adicto al juego en una mesa de cartas. Sus
contrincantes perdieron hasta el último centavo y
finalizada la partida se disponían a retirarse, cuando les
hizo entrega de todo lo ganado con tal de seguir jugando. La
anécdota ayuda a comprender en cierta medida lo que ocurre
en la mente del jugador: lo que interesa es jugar por dinero;
ganar o perder pasa a segundo plano.

Otra característica del adicto al juego es una
profunda inmadurez emocional, que le impide hacerse cargo de la
realidad y lo incita a sumergirse en ese mundo de
fantasía, donde de alguna manera todo es posible. Esa
inmadurez lo hace sentirse inseguro en todas partes menos en la
mesa de juego; aunque tenga la intuición de que se
está destruyendo, no puede sustraerse a la
atracción que el ambiente ejerce sobre él, y
jugando se siente aliviado de la presión que experimenta
en todos los actos de la vida cotidiana.

En la base misma de casi todo jugador compulsivo existe
una fuerte tendencia a la falta de responsabilidad, que lo lleva
a buscar refugio en el azar, como si los problemas pudieran
arreglarse por arte de magia. Estos individuos manifiestan
además una gran irritabilidad, y desde luego son
particularmente ansiosos.

Los adictos al juego tienen un cierto parecido con los
ladrones profesionales. Son solitarios, no quieren socios. En
materia sexual, el juego sustituye al sexo hasta límites
insospechados. Algunos ex-jugadores de carreras de caballos
confiesan que al final de la carrera experimentaban algo similar
al orgasmo, ya que toda su libido está desplazada. Por
otra parte, si conocían alguna "fija" le jugaban en
contra, fundamentalmente porque ganar por sugerencia ajena
carecía de gracia. No soportaban indicaciones o meras
sugerencias de ninguna índole en lo referente al
juego.

El jugador compulsivo rara vez toca un fondo moral, y si
se resuelve a abandonar el juego es porque ha tocado fondo
económicamente. Recién al promediar su
recuperación está en condiciones de evaluar su
conducta desde un punto de vista ético.

Un rasgo típico de su personalidad es la mentira
como sistema. Más allá del autoengaño que
implica, la mentira es un arma que el jugador compulsivo esgrime
con peculiar habilidad. A un alcohólico, por ejemplo, la
mentira puede servirle hasta un cierto punto, ya que su
adicción lo pone en evidencia a pesar de todos los trucos
de que eche mano. En cambio, el jugador está en
condiciones de manejar sus embustes con mucho tacto, y es capaz
de embaucar a cualquiera para conseguir un préstamo. Puede
llegar un momento en que el mismo jugador comience a creer en lo
que dice a terceros, y en ese caso incurre en la
mitomanía.

Un mundo subterráneo

El juego por dinero es una actividad sumamente lucrativa
para quienes asumen el lugar de la banca, y lleva casi
indefectiblemente a la ruina a aquellos que se dedican a apostar.
Muchos juegos se encuentran oficializados, y el Estado los
explota con la finalidad de obtener fondos que se dedican a
beneficencia, justificando así la existencia de
hipódromos, casinos, salones de bingo y agencias de
lotería y otros juegos. Claro que todo eso no impide que
el juego clandestino siga proliferando. Para muchos adictos, esa
clandestinidad agrega sin duda una cuota de tensión, el
ingrediente que convierte a su actividad en algo verdadera-mente
excitante. Los riesgos del juego clandestino son siempre mayores,
aunque desde luego existen acuerdos con la policía local,
que de esa forma se hace cómplice y colabora con los
"banqueros", avisándoles la posibilidad de cualquier
peligro. En realidad, todo ese submundo entraña una estafa
al fisco, pero lo grave del caso es que esa estafa no es
ocasional o fragmentaria, sino que forma parte de una vasta
organización criminal. La droga, la prostitución y
el juego constituyen la fachada de una red cuyas raíces se
hunden en las profundidades mismas del poder.

Conviene decirlo sin eufemismos. Las políticas
que los Estados instrumentan para combatir este verdadero flagelo
no parecen proporcionar resultados eficaces, simplemente porque
los enormes intereses involucrados impiden que la
investigación llegue más allá de un cierto
límite. En el caso específico del juego (y lo mismo
ocurre en los demás) de vez en cuando se desbarata alguna
red, pero se trata sólo de poner en descubierto a algunos
"chivos expiatorios", con la exclusiva finalidad de hacer creer a
la opinión pública que los gobiernos se ocupan de
combatir las actividades ilícitas.

Ricardo tenía otros planes. Ernestina le
resultaba agradable pero no podía sentirse atraído
por ella. Le parecía demasiado independiente, y su
excesiva intrepidez le molestaba. Los dos eran ya adolescentes y
sus vidas iban a tomar pronto rumbos diferentes.

El se fue a vivir a la capital, a casa de sus
abuelos, con la idea de estudiar ingeniería y completar
después sus estudios con un posgrado fuera del
país. Ernestina se consideró burlada, en muchos
sentidos había puesto demasiadas expectativas en aquel
muchacho que a veces la hacía sentirse única. Al
cabo de dos años ella también se recibió de
bachiller y comenzó a estudiar arquitectura en la
Universidad provincial. No tenía muy en claro si
había elegido bien, pero lo que le interesaba era la
posibilidad de despegarse del ámbito familiar. Sus padres
le parecían demasiado rígidos y moralistas. Por
otro lado, sus amigas del colegio se habían ido apartando
poco a poco. Todo un mundo infantil que se desvanecía.
Pero ella no era una persona melancólica, y le
costó poco suplantar los viejos afectos con nuevas
amistades. Convenció a sus padres de que el viaje todos
los días era desgastante e incluso peligroso, (el ingenio
quedaba en las afueras de la ciudad) y por aquella época
comenzaban a agudizarse los conflictos políticos y
sociales. Así que se las arregló para quedarse a
dormir en casa de una compañera de Facultad, Anita, con la
que se entendía a la perfección.

Algunas noches se daban una vuelta por el casino,
aunque los padres de Anita creían que iban al cine.
Ernestina estaba en su mundo, y las dos conocieron de cerca ese
ambiente de estafa velada, diversión y trampa. Anita
empezó a robarle algunos pesos a la madre, y Ernestina no
tardó en hacer lo mismo en su casa, los fines de semana
que iba a visitar a sus padres. Las dos decían que aquello
no tenía nada de malo, ellas no eran mojigatas. Claro que
una vez los padres de Ernestina despidieron a una empleada
acusándola de haberles robado. -Son gajes del oficio
-comentó Ernestina como si tal cosa.

Ricardo pasaba las vacaciones de invierno en el
ingenio, y alguna vez volvieron a verse. Pero todo había
cambiado. El tenía una novia en la capital, una chica
"modosa, a la antigua, un encanto" según comentaba su
madre. ¿Y Ernestina? No, no tenía novio, no estaba
para esas cosas.

Claro que al cabo de unos años se
casó. Con el hijo de un poderoso industrial, desde luego.
Ella no se iba a entregar a un tipo cualquiera, ¡qué
esperanza!

El requisito sine qua non para recuperarse del
juego compulsivo es sin duda la firme decisión de
abandonar por completo cualquier clase de juego, ya se trate de
que haya o no dinero de por medio. Quienes intentaron seguir
jugando sin un interés pecuniario han fracasado casi
ineludiblemente. Tarde o temprano las apuestas se mercantilizan,
y el resultado es siempre una recaída en la
adicción.

Esta es una de las adicciones más compulsivas y
desconcertantes, en las que el autoengaño funciona con
mayor preponderancia. Por eso es indispensable, para hablar en
términos de recuperación, que el adicto esté
dispuesto a reconocer su condición de tal y se prepare a
encarar un plan de vida basado en la honestidad consigo mismo y
una considerable dosis de receptividad a las sugerencias y hasta
consejos terapéuticos.

Los grupos de Jugadores Anónimos proponen un
tests para los que se acercan a ellos con la
intención de recuperarse, y sobre todo para aquellos que
concurren obligados por algún familiar, pero que
secretamente abrigan la esperanza de no reunir las
características de un jugador compulsivo. Suponen por lo
tanto que quizá puedan aprender a jugar con prudencia, lo
que puede suceder si quien concurre no es en efecto adicto al
juego. Pero la mayoría de los que dudan termina por
admitir su realidad. Estos tests son sumamente eficaces
y esclarecedores, ya que resumen la experiencia de miles de
adictos.

Test para saber si usted es adicto al
juego.

1) ¿Le ha quitado tiempo al trabajo o al estudio
por causa del juego?

2) ¿Su afición al juego ha sido causa de
infelicidad en su hogar?

3) ¿Su reputación se ha visto afectada por
el juego?

4) ¿Ha sentido alguna vez remordimiento
después de haber jugado?

5) ¿Jugó alguna vez para obtener dinero
con el cuál pagar sus deudas o para resolver.

problemas financieros?

6) ¿El juego le produjo una disminución de
su eficiencia o de sus ambiciones?

7) Después de perder, ¿sintió que
tenía que regresar tan pronto como fuera posible y ganar
para recuperar sus pérdidas?

8) Después de una ganancia, ¿sintió
la necesidad urgente de regresar y ganar más?

9) ¿Jugaba a menudo hasta perder su último
centavo?

10) ¿Alguna vez pidió prestado para
financiar su juego?

11) ¿Alguna vez vendió algo para seguir
jugando?

12) ¿Le molestaba utilizar el dinero del juego
para sus gastos cotidianos?

13) ¿Llegó a descuidar el bienestar de su
familia debido al juego?

14) ¿Alguna vez jugó por más tiempo
del que había planeado?

15) ¿Ha jugado para escapar de alguna
preocupación o problema?

16) ¿Alguna vez ha cometido o consideró
cometer un acto ilícito para financiar el
juego?

17) ¿Le ha causado el juego dificultades para
dormir?

18) ¿Las discusiones, desilusiones o
frustraciones le han creado en su interior una urgencia por
jugar?

19) ¿Ha sentido alguna vez la necesidad de
celebrar cualquier grato acontecimiento con algunas horas de
juego?

20) ¿Ha considerado alguna vez la
autodestrucción como consecuencia del juego?

La mayor parte de los jugadores compulsivos responde
afirmativamente por lo menos siete de estas preguntas.

El jugador compulsivo que intenta recuperarse
necesitará indispensablemente un apoyo terapéutico
y ayuda familiar. Si casi todo adicto proviene de una familia
relativamente disfuncional, es necesario tener en cuenta que el
núcleo familiar que él mismo ha constituido se ve
seriamente afectado como consecuencia de su
adicción.

Aquí se puede señalar un efecto peculiar
del juego compulsivo, causado por el comportamiento del jugador.
Aun sin saberlo, un adicto al juego elige su pareja en base a
determinadas características. El hombre jugador busca una
mujer relativamente sumisa, capaz de comprenderlo y aceptarlo sin
demasiados cuestionamientos; debe estar dispuesta a secundarlo y
enfrentar con valentía y decisión todos los
inconvenientes y problemas causados por la adicción. Entre
otras cosas, pagar las deudas de juego o pedir prestado para que
él siga jugando. Por lo general se trata de una mujer cuya
posición económica es bastante sólida, por
lo menos en el momento de contraer matrimonio. Muchas esposas de
adictos al juego han visto esfumarse la herencia que recibieron.
En cuanto a la mujer jugadora, elegirá casi siempre
hombres de sólida posición económica,
capaces de solventar lo que al principio ellos mismos suelen
considerar un mero capricho. En cualquiera de los dos casos,
cuando el adicto inicia su recuperación necesita que su
pareja lo apoye. Pero al cabo de cierto tiempo es probable que se
separe, porque toma conciencia, entre otras cosas, de que su
elección fue completamente equivocada. "¿Qué
hago yo al lado de esta persona? En el fondo me parece que no
tenemos nada en común" es una frase que se escucha a
diario en las reuniones de Jugadores Anónimos.

Dejar de jugar requiere una serie de estrategias que
muchas veces no son fáciles de cumplir. Durante los
primeros tiempos de abstinencia conviene que el adicto delegue en
alguna persona de confianza el uso y manejo del dinero, ya que la
tentación de seguir jugando puede ser muy fuerte y de
hecho es un riesgo que no conviene correr. Además, en
algunas ocasiones necesitará un acompañante
terapéutico que lo ayude a evitar cualquier tipo de
apuesta, por inocente que la misma pueda parecer. Muchos
jugadores en recuperación sostienen que el dinero era para
ellos lo que el alcohol significa para un alcohólico, y
una de las cosas que más les ha costado es aprender a
manejarlo con discreción y entendimiento. Por eso deben
mantenerse alejados de los lugares de juego, lo que incluye
casinos, hipódromos, salones de bingo y hasta agencias o
kioscos donde se venden billetes de lotería o juegos
similares.

Para que la recuperación sea efectiva y tenga
resultados duraderos es indispensable que la terapia grupal, en
caso de efectuarse, se complemente con un terapeuta que conozca a
fondo el tema. Lo que en última instancia se pretende es
lograr en el ex-jugador un profundo cambio de personalidad, hasta
donde sea posible. Esto se puede conseguir comenzando por un
drástico cambio de hábitos, para que la terapia sea
efectiva y no se interrumpa por continuas recaídas en el
juego, lo que retrotrae la situación al principio, con la
consiguiente pérdida de tiempo y la decepción, que
a la larga puede llevar al jugador a abandonar la terapia y
entregarse por completo a su vieja y destructiva
adicción.

Alrededor de los cuarenta y cinco años
Ernestina apareció por mi consultorio. Se notaba, en la
voz y los gestos algo bruscos, un deterioro prematuro, aunque su
aspecto físico no permitiera suponerle más edad de
la que declaraba.

– Estoy vencida, completamente vencida
-afirmó mientras agachaba la cabeza y se tomaba las sienes
con las manos-. Hace apenas un año me divorcié,
¡por fin!, y ahora vivo con tres hijos adolescentes que
parecen fantasmas, cada uno hace su vida y ya no me siento con
fuerzas para soportar mi soledad. Para colmo, hace un par de
años me detectaron un amago de infarto, y no tuve
más remedio que dejar el pucho… mi vida no es
precisamente un lecho de rosas. Necesito ayuda. -agregó en
forma inesperada y cargando el tono de su voz con un tinte
dramático, actoral.

Su historia se parecía a la de muchos
pacientes, aunque ella supusiera que se trataba de una tragedia
inédita en el transcurso de la humanidad. Su tendencia a
exagerar fue uno de los primeros rasgos que me llamaron la
atención.

Se había casado a los veinte años con
un hombre de treinta, ingeniero como el padre de ella y
dueño de una floreciente situación
económica. Habían planeado una breve luna de miel
en Estados Unidos, pero tuvieron que posponerla porque a su
marido se le presentó un inesperado viaje de negocios que
los llevó a Mar del Plata durante un mes. Ernestina tuvo
entonces un pequeño ataque de nervios, él le
había prometido que irían a Las Vegas. Pero se
consoló pensando que después de todo Mar del Plata
no estaba del todo mal, a pesar de que era invierno y no
podría disfrutar de la playa.

-¿A quién le importaba la playa? -me
comentó Ernestina-. Mientras funcionara el casino yo no
tenía ningún problema en realidad.

Para abreviar, Ernestina comenzó a abrumar a
su esposo con continuos pedidos de dinero, hasta que al cabo de
un mes se había gastado mucho más de la cantidad
que sus suegros les habían regalado para la luna de miel.
Su viaje a Estados Unidos quedó definitivamente
cancelado.

– Nunca más tuvimos la oportunidad -suspira
Ernestina-. Y lo peor de todo: ya nunca en mi vida
conoceré Las Vegas…

Pocos pacientes como ella tenían tan en claro
que su problema más serio pasaba por su adicción.
Antes de venir a verme había comenzado su
recuperación en un grupo de autoayuda.

En la mayoría de las sesiones se entregaba a
recordar con nostalgia los tiempos idos.

Ella, que siempre había hecho alarde de
desdeñar a la gente melancólica, se ponía a
llorar durante largos minutos. El recuerdo de Ricardo la
mortificaba. Los años de adolescencia transcurridos en el
ingenio eran revividos en forma idealizada, y sentía
remordimiento al recordarlos.

-Yo supuse entonces que Ricardo me despreciaba
porque en el fondo él pertenecía a una clase social
superior, y me sentí abandonada. Tardé mucho tiempo
en descubrir que fui yo la que hizo lo imposible por apartarlo.
Cuando volvía al ingenio para sus vacaciones yo procuraba
ignorarlo, y como él tenía novia ni se me
ocurrió atraerlo. En el fondo, lo que me había
atraído en él era su posición
económica y nada más. Ya en aquella época yo
era una jugadora compulsiva en potencia, y creo que en el fondo
nos parecíamos demasiado como para gustarnos en
serio…¡Pobre Ricardo! Me dio mucha pena enterarme de su
decadencia, su mujer lo dejó por otro cuando él
terminó perdiendo todo… y hace dos años se
murió del corazón. ¿De qué otra cosa
se podría haber muerto, pobrecito? -sollozaba
Ernestina.

Si idealizar el pasado es algo común a todo ser
humano, los ex-adictos suelen inventarlo con un énfasis
exagerado. Al abandonar el objeto de su adicción, que
sirve casi siempre para disfrazar la realidad, recurren durante
los primeros tiempos de abstinencia a fantasear alrededor de su
vida pasada. La terapia irá poniendo las cosas poco a poco
en su lugar. En el caso de la adicción al juego es muy
frecuente encontrarse con situaciones donde los vínculos
afectivos han sido seriamente deteriorados. En particular, lo
atinente a los lazos matrimoniales sufre un desgaste equivalente
al que se produce en casos de drogadicción.

El terapeuta debe conocer a fondo el problema y sostener
al ex-adicto en todo momento, sobre todo cuando aparece la
posibilidad de abandonar la terapia. Los casos que muestran una
óptima recuperación son aquellos donde la
asistencia a los grupos de autoayuda se complementa con una
sostenida terapia individual, siempre que el profesional sea
experto en materia de adicciones.

Adicción al
trabajo

"El hombre estaba tan ocupado que ni
siquiera levantó la cabeza cuando llegó el
principito.

– Buenos días -le dijo éste-
Su cigarrillo está apagado.

– Tres y dos son cinco. Cinco y siete,
doce. Doce y tres, quince. Buenos días. Quince y siete,
veintidós. Veintidós y seis, veintiocho. No tengo
tiempo para volver a encenderlo… Veintiséis y
cinco, treinta y uno. Da un total pues, de quinientos un millones
seiscientos veintidós mil setecientos treinta y
uno.

– ¿Quinientos millones de
qué?

– ¡Eh! ¿estás
siempre ahí? Quinientos millones de… ya no
sé… ¡tengo tanto trabajo! Yo soy serio, no me
divierto con tonterías. Dos y cinco,
siete…"

El principito

Antoine de
Saint-Exupery

Generalidades.

Una pregunta insoslayable: ¿de qué huye un
adicto al trabajo? Como toda adicción es progresiva y
solapada, lo más probable es que al principio nada pueda
hacer suponer la existencia de un problema. La ironía y el
refinamiento del autor nos muestran en pocas palabras lo que
puede llegar a ser el mundo de un adicto al trabajo.
Parecería que el tiempo de un trabajador compulsivo nunca
alcanzara, y que su interés estuviera enfocado a la
actividad por la actividad misma.

Y si la adicción continúa
desarrollándose sin interrupción, es muy probable
que su desenlace no permita augurar nada positivo.

Detectar y caracterizar un caso de adicción al
trabajo no resulta simple, debido a que la línea
demarcatoria entre alguien que trabaja muchas horas por
día y un adicto al trabajo no es fácil de
distinguir. Ocurre que el trabajo en sí no sólo es
beneficioso sino también necesario, y la sociedad
está estructurada en base a él. La sentencia
bíblica "ganarás el pan con el sudor de tu frente",
que Jehová anunció a Adán al arrojarlo del
Paraíso, se convirtió a lo largo de las
generaciones casi en una suerte de bendición. Incluso las
personas que tratan de vivir sin trabajar son mal miradas por el
conjunto de la sociedad. Por ese motivo mucha gente no toma
demasiado en serio la adicción al trabajo, suponiendo que
el adicto es un individuo sumamente responsable y
virtuoso.

Con todo, existen pautas para diferenciar al trabajador
comprometido del adicto. Mientras el primero encara su tarea con
entusiasmo y disfruta de ella, el trabajador compulsivo suele
sentirse abrumado. Por otra parte, es fácil comprender que
muchas personas recurren a más de un trabajo para poder
sostener su hogar; la persona que trabaja muchas horas considera
su ocupación sólo como un medio para sostenerse y
progresar; en cambio, el adicto hace de su trabajo un medio para
ejercer el control y obtener el reconocimiento de los
demás. Así considerado, el trabajo se convierte
casi en un fin en sí mismo. El trabajador comprometido
divide su tiempo, y suele compartir con su familia ratos de
entretenimiento y ocio, particularmente durante los fines de
semana; el adicto, por el contrario, parece no disponer de un
minuto libre, y prácticamente todos sus pensamientos giran
alrededor del trabajo.

Ricardo está satisfecho. Los negocios van viento
en popa, lo que no es poco decir en estos tiempos. Fue una idea
afortunada asociarse con Gustavo, su compañero de Ciencias
Económicas. Ninguno de ellos hubiera imaginado, cuando
abrieron sus negocios, que los mismos iban progresar tan
rápido. Alicia, su mujer, resulta un complemento ideal, ya
que es una excelente compañera y la madre perfecta de sus
dos hijos.

Ella lo ha estimulado sin descanso, y Ricardo sabe
reconocerle todos los méritos. Claro que a veces lo
impacienta con sus exigencias, casi todas de tipo
doméstico. Ahora, por ejemplo, se le ha metido en la
cabeza que deberían mudarse a una casa, ya que el
departamento les queda chico y además es demasiado
céntrico. Una casa en las afueras, preferiblemente en San
Isidro. Siempre soñó con algo así, y
después de todo muchos clientes de Ricardo viven por esa
zona, lo que permitirá mantener con ellos un trato menos
comercial, invitándolos a su casa de tanto en tanto. Las
relaciones públicas son más importantes de lo que
parecen.

Ricardo considera los pro y los contra. ¿Irse tan
lejos de la oficina? Bueno, después de todo podrá
tener un escritorio sólo para él, lejos de los
chicos que lo molestan sobre todo los fines de semana. Alicia los
sacará a pasear, y él podrá llevar trabajo a
casa, para compensar el tiempo que invertirá desde su
nuevo hogar hasta el centro… y además, será
una buena oportunidad para invertir parte del dinero que ha
ganado en los últimos años.

Los miedos característicos

Todos los miedos, el miedo. Aun cuando un adicto al
trabajo se esfuerce por demostrar circunspección y aplomo,
resulta ser una persona acosada por un sinnúmero de
temores.

Uno de los más evidentes es el miedo a perder el
control sobre el medio circundante. La familia inmediata, las
personas vinculadas por el trabajo, y a veces hasta algunos
amigos experimentan la forma en que el adicto intenta dominarlos.
La relación se vuelve cada vez más rígida, y
el adicto impone cada vez mayor distancia, una manera de
conservar el control. Este temor está vinculado a otro no
menos importante: el miedo a la intimidad. El adicto al trabajo
teme a la relación, rehuye el trato confidencial, y si
algo de esto se insinúa esgrime uno de sus argumentos
favoritos: "por favor, no tengo tiempo para hablar de estas
cosas. Tengo problemas muy importantes que resolver".

Otro miedo característico de esta adicción
se refiere a la posibilidad e fracasar, siempre latente. Este
temor está directamente vinculado a la clase de afecto que
se ha recibido en el hogar. Muchos niños experimentan que
ser amados constituye una especie de premio a su buena; dicho de
otra manera, se acostumbran a recibir un amor sujeto a
determinadas condiciones, aprendiendo a esforzarse para
conseguirlo. De ese modo postergan o sepultan necesidades
emocionales legítimas, cuya manifestación se
considera impertinente y hasta peligrosa. La consecuencia
inmediata de esta actitud es el perfeccionismo, y cualquier
posibilidad de equivocarse se experimenta como un fracaso que
puede amenazar la estructura de vida cuidadosamente elaborada por
el adicto.

El miedo a la inactividad conduce a estar
permanentemente ocupado. Cuando un adicto al trabajo se enferma
suele ponerse irascible: el no trabajar se experimenta como
"pérdida de tiempo", y en última instancia implica
el riesgo de ponerse en contacto con aspectos personales que no
se está en condiciones de encarar, mucho menos de
resolver. Fuera de este caso, cualquier tiempo libre es vivido
como una amenaza, y el adicto se las ingenia para evitarlo. Es
muy común que organice tres semanas de vacaciones con la
familia, y que a los siete días se encuentre de vuelta
ante un escritorio lleno de papeles.

No soporta el hecho de delegar responsabilidades, por
miedo a perder el control de la situación, y procura
siempre no dejar nada librado al azar. Incluso los breves lapsos
de entretenimiento y distensión que se permite
están prolijamente planificados.

Las fantasías persecutorias constituyen otra
característica descollante de este tipo de adicto. En
muchos casos se trata de personas que han desarrollado y
adquirido una considerable situación de poder, y basta
imaginar a cualquier dictador persiguiendo a sus enemigos para
que no lo persigan, o inventando enemigos donde no los hay. Este
miedo en particular se vuelve especialmente mortificante para el
entorno del adicto, sobre todo la familia, ya que termina por
instalarse un irrespirable clima de sospecha. El sujeto comienza
por desconfiar de todos, con el agravante de que descalifica
cualquier argumento, prueba o manifestación en contrario.
Termina por creerse el único dueño de la verdad,
suponiendo que tiene toda la razón y proyectando en los
demás su inseguridad.

Parece claro que todos estos temores giran alrededor de
uno solo: el temor a reconocerse. En términos generales,
todo adicto lo experimenta, entre otras cosas porque no llega a
desarrollar la capacidad de observarse a sí mismo, sino
que lo que hace a través de la opinión que los
demás se forman de él. Para el adicto al trabajo,
su actividad equivale a una droga que lo defiende contra el
conocimiento de sí mismo.

A medida que su adicción avanza va perdiendo
contacto con su propia esencia, hasta que se vuelven difusos los
límites entre su persona y la realidad. Pretende compensar
su carencia de autoconocimiento aconsejando a los demás
que es lo que les conviene. Esta actitud egocéntrica puede
llegar a extremos intolerables, y se produce la paradoja no
deseada: el egocéntrico termina por convertir a quien lo
ejerce en un verdadero excéntrico.

Luego de muchas consideraciones, dudas, esperanzas
frustradas e indecisiones, Ricardo y Alicia se mudaron. Si bien
la nueva casa estaba algo lejos de colmar todas sus aspiraciones,
no había legítimo motivo para lamentarse.
Habrían preferido un jardín más amplio, una
pileta para el verano, mayores comodidades. Pero las expectativas
básicas se habían cumplido. Ricardo tenían
un escritorio exclusivamente para él, y se encargó
de hacerles saber a sus dos hijos, e incluso a su mujer, que no
estaba dispuesto a compartir aquel territorio con nadie. Era su
pequeño paraíso, un refugio exclusivo que le
permitía encapsularse en su mundo propio, lleno de planes
para el futuro, proyectos secretos y un sinfín de papeles,
que traía y llevaba de su oficina cada vez más
asiduamente.

Por su parte, Alicia sentía que empezaba a tocar
el cielo con las manos. Había tenido una niñez de
privaciones, y su casamiento con Ricardo le abrió un
panorama menos limitado. Claro que se las tuvo que ver con la
tensa oposición de sus suegros, que pretendían para
su hijo una mujer con otro rango. Y ese no era el menor de los
motivos porque quería mudarse. Su suegra, viuda hacia
apenas un año, vivía cerca del departamento
anterior y aprovechaba cualquier ocasión para entrometerse
o hacerle la vida imposible con su mejor cara de ángel.
Claro que Alicia nunca profirió una queja. No era tonta, y
sabía la influencia que su suegra ejercía sobre
Ricardo, hijo único y, para peor, de madre viuda. Por fin
se había librado de esa carga, y cuando la señora
empezó a llamar por teléfono para lamentarse de su
soledad Alicia se las fue ingeniando para escabullirse. Pasaba la
comunicación, "por favor, estoy muy ocupada.
Trataré de darme una vuelta mañana al
mediodía, si querés te llevo a almorzar
rápido, o sino voy a visitarte el sábado un ratito.
Pero por favor ni se te ocurra venir por acá… no
tenemos lugar para que te quedes a dormir. Tenemos todos la vida
complicada, no nos la hagas más difícil
todavía…"

Alicia empezaba a tocar el cielo con las manos. O mejor
dicho, eso es lo que creía.

Rasgos de personalidad

¿Qué es lo primero que se destaca en la
actitud de los adictos al trabajo? El afán de hacerlo todo
en forma impecable parece ser su rasgo prominente. No pueden
evitar una manifiesta intolerancia ante resultados más o
menos aceptables, o incluso buenos. El dicho "lo bueno es enemigo
de lo mejor" constituye para ellos una especie de ley suprema, y
pretenden que todo el mundo se comporte de acuerdo a esa premisa.
Ignoran que la perfección absoluta es una utopía, y
para lograrla aprenden a desplegar ciertas aptitudes que en
sí no son malas, pero que llevadas al extremo pueden
terminar por ser perjudiciales. Así, el tesón, la
perseverancia, una tenacidad casi sobrehumana y una no menos
sobrehumana fuerza de voluntad son virtudes que estos adictos
despliegan al servicio de su propósito primordial: obtener
un resultado perfecto. Claro que esta ambición
perfeccionista cobra a menudo precio excesivo. Muchos artistas
sacrificaron su niñez, adolescencia y juventud para llegar
al estrellato, entregándose compulsivamente a una
disciplina que los privó de disfrutar las mejores cosas de
la vida. Abundan los ejemplos. El perfeccionista suele suponerse
superior al resto de los mortales, y con esta presunción
acaba por traicionarse a sí mismo sin darse cuenta. Si
bien es cierto que por lo general su coeficiente intelectual es
efectivamente alto, parecería que en esta carrera por
alcanzar la cima se le escapara lo esencial, terminado por
perderse en su propio laberinto. Su excesiva autoexigencia
concluye por volverse contra los demás, y sus actividades
arrogantes no hacen otra cosa que ocultar una profunda
inseguridad, de la que no son capaces de tomar
conciencia.

En el fondo, el perfeccionismo está ocultando una
sutil falta de autoestima, ya que todo lo actuado lo es en
función de conseguir que los demás aprueben la
propia conducta. Este deseo de aprobación se vuelve
insaciable, y la necesidad de ser admirado desemboca
inexorablemente en la exigencia de pleitesía por parte de
los otros.

Esta característica conduce a la obsesión,
de manera que el adicto al trabajo no sólo ocupa un tiempo
excesivo en cumplirlo, sino que además no deja lugar en su
mente para cualquier pensamiento que no esté directamente
vinculado a aquel. La consecuencia de este accionar obsesivo es
una creciente ansiedad, que a la larga lleva al adicto a
inmovilizarse. Su supuesta seguridad comienza a fallarle, y las
dudas respecto a tomar decisiones llegan a transformar la
ansiedad en angustia. Por un mecanismo de proyección suele
poner su propia incertidumbre en los demás,
volviéndose irascible e intolerante. Los pensamientos
obsesivos tienen un contenido negativo, y el miedo al fracaso o a
veces a un simple error termina por paralizar al trabajador
compulsivo. En esa etapa de la adicción el rendimiento
decae, y es lo que los franceses denominan surmenage, o exceso de
trabajo. En realidad, se trata de ocupación excesiva a la
que se agrega un severo trastorno emocional, y no pocos adictos
al trabajo han experimentado a través de el su propia
"tocada de fondo", comenzando a partir de esa crisis el camino de
su recuperación.

El adicto al trabajo es profundamente narcisista, lo que
significa sobre todo que tiene de sí mismo una imagen
idealizada. Este sentimiento de superioridad lo lleva a exigir
una consideración especial de los demás, y
estará siempre atento para detectar en ellos la menor
falencia. En realidad se encuentra incapacitado para amar a otro
que no sea él mismo, y considera a quienes forman parte de
su entorno como prótesis o prolongaciones de su persona.
Esta es la razón por la cual la convivencia con un adicto
al trabajo se vuelve ardua, y la dificultad para sostenerla se
torna insuperable. Lo peor consiste en que el narcisista es
incapaz de reconocer errores propios, y está seguro de que
su vida sería impecable si no fuera por los demás,
que hacen lo imposible por ponerle trabas y dificultades. Al "no
poder amar", el narcisista adicto al trabajo transforma esa
carencia en un afán desmedido de controlar a los otros, y
el miedo a perder ese dominio lo convierte muchas veces en un
tirano, aun cuando se cuide muy bien de "no tirar excesivamente
de la cuerda". Se trata sobre todo de "manejar" sin que se
advierta demasiado, pero a medida que la adicción avanza
ese manejo se torna cada vez más evidente.

La secreta inseguridad del adicto al trabajo lo incita a
desplegar una complicada estrategia para conservar el poder y
acrecentarlo. Uno de los instrumentos más eficaces para
conseguirlo consiste en el control de la información,
ocultando ciertos hechos e incluso tergiversando otros. La
mentira como sistema forma parte de un vasto arsenal que el
adicto usa para sus fines. Las tácticas para ejercer el
control son innumerables, y varían según el tipo de
personalidad. Mientras unos se muestran avaros, otros prefieren
ser magnánimos, una forma sutil de "comprar" voluntades.
En definitiva se trata de ocultar la verdad, pues nadie sabe a
ciencia cierta el monto del patrimonio.

Este rasgo de personalidad se origina en la
negación de la realidad. Es muy probable que provenga de
una familia en la que el adicto haya necesitado mentir para
obtener la aprobación de sus padres, o para evitar
algún castigo. Amurallado en su propia falacia, el
trabajador compulsivo se acostumbra a encerrarse en un mundo
falso y poco a poco va considerándolo como cierto,
elaborando verdaderos mitos cuya veracidad no debe ponerse en
duda. Cualquier intento de perforar esa muralla es considerado
como una traición. A lo largo de los años el adicto
va creando su propio personaje, un disfraz que le permite
mostrarse ante los otros como alguien invulnerable, ajeno a las
necesidades e incertidumbres de los seres comunes.

La influencia de la sociedad

En la parte referente a la recuperación nos
ocuparemos de la familia de origen del adicto, como causa
inmediata de adicción.

La otra gran causa hay que buscarla en la mentalidad
social de nuestros tiempos, aunque en la última
década se haya producido un cambio favorable.

A partir de mediados del siglo XVI la Reforma
protestante introdujo en Occidente una mentalidad que
pretendía frenar el relajamiento de las costumbres, y el
trabajo comenzó a ser exaltado como una virtud moral. Esta
forma de pensar alcanzó su máxima expresión
a partir de la Revolución Industrial, hacia fines del
siglo XVIII, y se desarrolló sin interrupción casi
hasta nuestros días. Baste recordar que las primeras leyes
de protección referidas al trabajo de lo niños
ocurrieron en Inglaterra durante la amenaza de Napoleón.
Los militares sugirieron al Parlamento que si las cosas
continuaban así, en pocos años más no
dispondrían de soldados sanos para defenderse contra
Francia, ya que el trabajo infantil contribuía a
desarrollar niños raquíticos. La jornada laboral
era de catorce horas, y el descanso se limitaba al domingo por la
tarde, sugiriendo a los operarios que se dedicaran a limpiar y
acondicionar sus instrumentos de trabajo.

Después de la Segunda Guerra Mundial la mujer
tuvo acceso a la actividad laboral, acrecentando
considerablemente el número de personas inmersas en el
mundo de la producción de bienes.

Ya desde los años 60 empezó a insinuarse
un cuestionamiento, que reflejó con claridad el movimiento
hippie, sobre todo en los Estados Unidos. Luego de la
década del 80 comenzó a reducirse el número
de horas laborales por semana, y hoy se trata de hacerlo para dar
cabida a más personas, debido a los serios problemas de
desocupación.

La virtual divinización del trabajo ha influido
en buena medida para convertirlo en una
adicción.

Se ha hablado mucho, quizá demasiado, de
consagrarse al trabajo, poniendo de manifiesto un exagerado
desdén por el ocio, confundiéndolo con la pereza. A
causa de esto, muchas personas no saben qué hacer con el
tiempo libre y hasta se sienten culpables cuando lo tienen. La
experiencia de los años 70 ha inducido a tomar más
en serio esta adicción, ya que entonces se contrató
a directivos que demostraban una excesiva contracción al
trabajo. Las consecuencias evidenciaron un menor rendimiento
general, y en muchos casos el resultado fue el caos. Con todo, el
problema está lejos de resolverse y esta adicción
continúa arrastrando a muchas personas, sobre todo porque
todavía no se ha tomado debida conciencia de
ella.

"…diez años después las cosas
parecían inmejorables. El hijo mayor había
terminado el colegio y cursaba segundo año de
economía, para no ser menos que su padre. La hija estaba
en el último año de magisterio y pensaba ser
maestra jardinera. Lo principal para Alicia era que habían
crecido sanos y ya podía disponer de mucho más
tiempo para ella. Su suegra había muerto dos años
antes, de modo que no tenía que preocuparse más por
aquella sorda competencia que la había enfrentado con ella
sin proponérselo. Y los negocios de Ricardo iban cada vez
mejor. La importación de mercaderías ensanchaba su
horizonte, a tal punto que la vieja oficina del centro se
había vendido, y ahora Ricardo y Gustavo ocupaban un
amplio piso en la zona más prestigiosa del mundo de los
negocios.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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