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Las Adicciones (socialmente) Permitidas (página 7)




Enviado por Mariano Gonzalez



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Sin embargo, Alicia sentía que algo no funcionaba
del todo bien. A partir de la muerte de su madre, Ricardo
empezaba a reprocharle detalles insignificantes, y su humor se
volvía ligeramente agrio. Alicia estaba acostumbrada a no
replicar, pero detectaba esos sutiles cambios sin entrar en
controversias, hasta que un día recibió un llamado
de Violeta, la mujer de Gustavo, diciéndole que
quería hablar con ella en privado.

Alicia la escuchó sin inmutarse, pero a medida
que la confidencia avanzaba no pudo reprimir un sobresalto.
Aquello no auguraba nada bueno, y además coincidía
con algunas actitudes algo extravagantes que su marido empezaba a
manifestar en la convivencia. En la oficina, Ricardo comenzaba a
volverse demasiado exigente con todo el mundo y se impacientaba
más de lo acostumbrado. El contador se había
quejado ante Gustavo de la manera que lo trataba Ricardo,
intentando inmiscuirse en su trabajo y demostrándole una
desconfianza casi ofensiva. Le había dado por revisar los
escritorios de todo el mundo, y ponía el grito en el cielo
si algún empleado no estaba allí a la hora
estipulada. El mismo Gustavo había tratado de hablarle en
dos o tres ocasiones, pero Ricardo se negaba a tocar siquiera el
tema. Lo peor era que tampoco parecía confiar demasiado en
su socio, y Gustavo empezaba a pensar que en esas condiciones no
podría continuar con la sociedad. Violeta agregó
que aquello no era nuevo, hacía ya un año que se
veía venir, y si se había decidido a hablar con
Alicia era porque las cosas estaban llegando a un punto
intolerable. Quizá Alicia pudiera hacer algo al respecto,
intervenir de alguna manera…

Alicia no supo que hacer. También en su casa
Ricardo se volvía despótico, increpaba al hijo por
su falta de puntualidad, exigía un orden impecable,
buscaba obsesivamente algo que no estuviera en su sitio y eso era
motivo de discusión. Últimamente se encerraba en su
escritorio y les decía que bajaran el volumen del
televisor; no podía soportar la más mínima
interferencia, tenía siempre trabajo que adelantar para el
día siguiente. Durante las comidas se ensimismaba en su
mundo y estaba ausente de lo que ocurría a su
alrededor.

Sería largo contar el proceso por el cual Ricardo
llegó al fondo del problema. No pudo evitar que su hijo
adolescente se las ingeniara para irse a vivir a otra parte, ni
que "la buena de Alicia", como solía llamarla, explotara
en varios accesos de llanto. Pero por último sus defensas
cayeron y buscó la ayuda de un terapeuta, iniciando
así el arduo pero saludable camino de su
recuperación".

El fin de la aventura

La exaltación del trabajo como una virtud ha
conspirado para que esta adicción no sea tomada demasiado
en serio. Si por un lado el adicto niega la realidad,
defendiéndose contra ella mediante trampas y subterfugios,
la sociedad también niega que en lo referente al trabajo
pueda hablarse seriamente de adicción. Recién
cuando el trabajo comenzó a escasear,
paradójicamente se empezó a considerar lo
perjudicial que puede ser un exceso del mismo.

Aquella negación que proviene del conjunto social
también se extiende en muchos casos a los familiares
cercanos del adicto. Conviene apuntar algún mal humor de
vez en cuando, alguna reprimenda por parte del adicto, a cambio
de asegurarse el bienestar económico para toda la familia.
Claro que a medida que la adicción avanza también
aumentan los trastornos emocionales, y no sólo por lo que
se refiere al adicto: el grupo familiar experimenta un creciente
malestar, la tensión crece y cada vez son más
frecuentes las rencillas, desavenencias y peleas. En esa etapa el
adicto percibe que comienza a perder el control de la
situación, y puede adoptar dos actitudes: o trata de
contemporizar, o intenta someter a los rebeldes. Un
artículo de Wall Street Journal indicaba que muchos
ejecutivos y sobre todo los workalholics (trabajoadicto)
desplazan la situación laboral al ámbito familiar
tratando a su cónyuge como si fuese su secretaria y a sus
hijos como empleados. En ambos casos siente que la
situación se le está yendo de las manos.

En esas circunstancias es probable que intente
defenderse tomando distancia, y su forma de hacerlo será
naturalmente refugiarse en su actividad compulsiva para evitar
una convivencia que se vuelve cada vez más desagradable y
complicada. Muchas esposas de adictos confiesan que en esa etapa
tuvieron el convencimiento de que sus maridos tenían una
amante, ya que a menudo solían comer afuera y volver a
casa tarde o hasta no regresar durante dos o tres días.
Sus viajes de negocios se acrecentaban, y ellas estaban
convencidas de que eran viajes de placer con alguna amante,
ocasional o estable.

El proceso por el cual se desemboca en una crisis suele
ser lento. Un adicto al trabajo no surge de la noche a la
mañana. Hay adicciones cuyo proceso es más
rápido. Los cambios mentales del adicto al trabajo se
producen a través de un extenso lapso. La crisis suele
configurarse de forma imperceptible a lo largo de muchos
años, pero también puede precipitarse de manera
súbita.

Un primer síntoma de que se avecina la crisis
consiste en un cansancio inusual, con la consiguiente baja de
rendimiento. Generalmente ocurre cuado el trabajador compulsivo
presiente que ha alcanzado la cúspide de sus aspiraciones.
El éxito le confiere una situación de privilegio, y
a esa altura ya se ha enfrascado por completo en sí mismo,
perdiendo una considerable dosis de sentido de la realidad. Lo
asalta un creciente desasosiego, como si de pronto se hubiera
quedado sin proyecto. Los esfuerzos por superar este estado de
cosas son contraproducentes, y sólo agregan mayor
inquietud y una sensación de creciente
inseguridad.

La costumbre de ser ordenado se convierte en una
manía, como si se quisiera compensar el desorden interno
con un exagerado ordenamiento del mundo exterior. Esta
obsesión se pone de manifiesto especialmente en el lugar
de trabajo, y las condiciones exigidas a los demás llegan
a hacerles la vida imposible. Todo debe estar registrado,
archivado, dispuesto en forma impecable en un lugar
arbitrariamente establecido. Nada debe quedar librado al azar. El
miedo a perder el control de lo esencial lleva al adicto a querer
controlar todo lo accesorio, supervisando meticulosamente hasta
el menor de los detalles.

En algunos casos extremos esta pretensión de
controlar puede producir episodios de claustrofobia, hasta llegar
paradójicamente a la pérdida de control. El terror
a los espacios cerrados se pone de manifiesto cuando el adicto
prefiere evitar el uso de ascensores, o pierde la paciencia en un
salón de reuniones donde se encuentra habitualmente con
otros miembros de la empresa. Es habitual que esta fobia se
combine con la aparición de pesadillas en las que el
sujeto se encuentra encerrado sin posibilidad de
escapar.

A medida que la crisis se desarrolla la intolerancia
hacia los demás aumenta, y el adicto se repliega sobre
sí mismo, como si intentara encontrarle solución en
su interior. Se comunica cada vez menos con su entorno,
desinteresándose progresivamente por lo que ocurre a su
alrededor. Ya no pregunta, y sus respuestas son cada vez
más lacónicas, limitándose a
monosílabos apenas audibles. Es muy posible que entonces
surja una nueva adicción. El alcohol, el tabaco o el
café suelen aparecer casi sin previo aviso, una forma de
mitigar el mundo hermético en el que el trabajador
compulsivo se ha instalado, ya que se siente incapaz de
interesarse por alguna distracción que lo obligue a
accionar. Si alguna vez practicó un deporte o tuvo
algún otro hobby, su larga adicción se ha encargado
de borrarlos de su vida, y siente que unas copas, un paquete de
cigarrillos o unas buenas tazas de café son lo
único que necesita para darse ánimos y encarar una
realidad que se vuelve abrumadora.

A esa altura de las cosas no sólo se ha
deteriorado su actividad. Las relaciones familiares y de amistad
acusan un desgaste inevitable, ya que el resquebrajamiento de
aquellas viene produciéndose hace mucho tiempo. Al
principio en forma imperceptible y cada vez un poco más
evidente, hasta que la ruptura no tarda en aparecer. Muchos
divorcios que se producen por la llamada "incompatibilidad de
caracteres" no son otra cosa que separaciones causadas por esta
adicción, que más prolifera cuanto menos en serio
se la toma.

Adicción al
deporte

"Todos los vicios, con tal de que
estén de moda, pasan por virtudes"

Molière

Generalidades.

Para encarar esta adicción conviene tener en
cuenta que la misma no se refiere a aquellas personas adictas a
un determinado deporte, por ejemplo, el fútbol, y que
concurren en forma compulsiva a los estadios o ven partidos por
televisión. Si bien esos hábitos pueden
desencadenar graves conflictos personales, familiares e incluso
sociales, aquí nos ocuparemos de lo que ocurre cuando
alguien se dedica a la práctica compulsiva de un ejercicio
cualquiera, se trate de correr, hacer gimnasia, nadar o cualquier
otra actividad física.

Las personas adictas a desarrollar un deporte hacen de
él una costumbre cotidiana, sin importarles el estado del
tiempo, su propia salud u otra circunstancia. Tampoco les
interesa el hecho de que se vean en la necesidad de posponer
importantes obligaciones, o que alguna relación familiar
reclame su presencia. Para ellas, lo primordial es concurrir al
gimnasio o salir a correr. Todo lo demás pasa
definitivamente a segundo plano.

Por lo general los adictos al ejercicio tienden a eludir
los controles médicos periódicos, ya que temen que
se les recomiende reducir su actividad o suprimirla por un lapso.
De ese modo se ven expuestos a graves riesgos, desde severas
lesiones musculares u orgánicas hasta un infarto de
miocardio. Por otra parte, si en algún momento llegan a
considerar la posibilidad de controlarse suelen sentirse
culpables e incluso pueden experimentar alguna clase de trastorno
físico, lo que les sirve para continuar sin atenuantes con
su adicción.

Aquí cabe marcar otra diferencia, ya sea que se
trate de aerobismo, esquí acuático, ciclismo o
cualquier otra práctica deportiva. Mucha gente disfruta al
desarrollarse a través del ejercicio, y lo lleva a cabo
con asiduidad y constancia; esto no significa de ningún
modo que se le pueda endilgar la condición de
adicta.

Las personas sanas necesitan un hobby, y el
ejercicio realizado con regularidad y mesura constituye sin duda
uno de los más indicados. Una actitud sedentaria no es
precisamente recomendable para obtener un desarrollo
armónico de las funciones vitales.

Los adictos al deporte hacen de su actividad algo ritual
y exclusivo. Es frecuente que quienes concurren a un gimnasio lo
hagan como quien asiste a una función religiosa,
preparándose con una dedicación inusual. El bolso
de ropa es revisado detalle por detalle; la marca de las prendas
es cuidadosamente seleccionada; hasta los elementos de tocador
forman parte de una ceremonia en la que nada debe quedar librado
al azar.

Otra característica de estos adictos los muestra
siempre dispuestos a crear rápidas amistades entre las
personas que concurren al lugar donde se realiza la
práctica (gimnasio, club de tenis, etc.) creándose
entre ellos una suerte de complicidad. Es muy común que
estas relaciones se dediquen a estimularse recíprocamente;
se intercambian revistas especializadas y suelen arreglarse
horarios extras para realizar ejercicios complementarios, todo lo
cual predispone a compartir la adicción. De esa manera se
niega con mayor facilidad el hecho mismo de la
adicción.

Edgardo era un muchacho introvertido. Mientras sus
padres y hermanos mayores desplegaban una intensa vida social y
deportiva, Edgardo prefería refugiarse en los programas de
televisión o en algún libro de aventuras. En
realidad tampoco se entusiasmaba con ellos, y daba la
sensación de no tener un real interés por
nada.

Los fines de semana en la quinta familiar le
resultaban particularmente tediosos, porque la vida al aire libre
tampoco lo atraía. Por contraste, sus hermanos jugaban y
hablaban todo el tiempo de golf, tenis o natación. Sus
conversaciones lo aburrían.

En el colegio tenía apenas un par de amigos.
El estudio le costaba mucho, pero era un buen alumno por temor a
decepcionar a sus padres. Cuando se recibió de bachiller
su padre le preguntó qué carrera universitaria
pensaba seguir, y Edgardo eligió abogacía. En la
familia había prestigiosos profesionales, resultaba
imperioso doctorarse en alguna disciplina. Eligió
abogacía porque la Facultad quedaba muy cerca de su casa y
además se había enterado de que no había
obligación de asistir regularmente a clase. La
férrea disciplina del colegio era una experiencia que no
deseaba repetir.

En la Facultad conoció a Graciela.
Tenían la misma edad y quizá lo que los unió
no fue tanto una atracción física como un
temperamento afín. Los dos eran tímidos,
reservados, y lo que empezó como una cautelosa amistad
continuó en noviazgo. Hasta ese momento Edgardo no se
había fijado en otras chicas, porque su cortedad de genio
le impedía encararlas con resolución. Las
encontraba demasiado seguras de sí mismas, excesivamente
independientes. Graciela, en cambio, le inspiró confianza
desde el primer momento.

Entre ellos, el diálogo rozaba temas que
Edgardo jamás había soñado compartir con
nadie. Pequeñas intimidades que poco a poco fueron
consolidando una relación cada vez más firme. Las
relaciones familiares, los secretos temores, los anhelos y
sueños que poca gente se atreve a develar, todo ese mundo
íntimo comenzó a ser compartido casi sin darse
cuenta, hasta que Edgardo sintió que ella era quizá
lo único que despertaba su interés.

Graciela leyó en una revista un
artículo que recomendaba el aerobismo. Los ejercicios al
aire libre se indicaban para optimizar la oxigenación, y
comenzó por comprarse un equipo y realizar alguna
práctica los fines de semana. Era de esperarse que Edgardo
no tardara en acompañarla

– Hay que ir despacio -le dijo Graciela-. Creo que
el primer día será suficiente un trote de no
más de veinte minutos, y sin pretender ganar ninguna
carrera. Con el tiempo ya irás comprobando lo bueno que es
esto. Yo me siento fenómeno, estudio mucho mejor, y si me
apurás un poco te digo que en cualquier momento largo el
pucho.

Al cabo de un mes Edgardo ya sentía sin duda
varios cambios favorables. Durante la carrera, y después
de ducharse, comenzaba a experimentar una extraña
sensación de plenitud. Era como si toda la pesadumbre
acumulada se disolviera en el aire, y se dejaba invadir por un
desconocido optimismo. Pronto le sugirió a Graciela que
incrementaran aquellas salidas al bosque, bien de
madrugada.

– Escuchame, ¿para qué privarnos de
semejante placer, que además nos beneficia enormemente? A
mí con sábado y domingo no me alcanza. Todo
será cuestión de disciplina, ya vas a ver. Pienso
agregar los miércoles. Y me encantaría que
fuéramos juntos.

Mens sana in corpore sano

El viejo aforismo romano sigue teniendo vigencia. Acaso
hoy más que nunca estemos en condiciones de valorizarlo en
toda su extensión e importancia. Su traducción
literal (mente sana en cuerpo sano) resulta insuficiente, ya que
en realidad encierra un mensaje más hondo. Un cuerpo sano
es el requisito sine qua non para que la mente pueda
desarrollar sus funciones en forma completa y
armónica.

La naturaleza humana tiene posibilidades y limitaciones.
Uno de los desafíos más apasionantes que la vida
ofrece a cada ser humano quizá consista en el hecho de
aprender a discernir cuáles son y por dónde pasan
esas posibilidades y límites. Y en muchos casos el primer
límite parece ser la no aceptación de que para todo
existe una frontera. No se trata de un simple juego de conceptos.
El hombre ha buscado siempre superar las dificultades en su
relación con el mundo, gracias a lo cual pudo erguirse en
dos piernas y salir de la caverna. La organización social
humana ha ido logrando los sucesivos avances, ya que no parece
posible que cada individuo pudiera demasiado por sí solo.
Finalizando el siglo XX, nos encontramos con un inesperado
desarrollo tecnológico, y las perspectivas en un futuro
próximo son impredecibles.

Claro que en el plano individual los cambios son
más lentos. La técnica ofrece instrumentos que en
el fondo constituyen extensiones del brazo humano, desde la azada
hasta el cohete interplanetario. Acaso envalentonado con todos
sus hallazgos, el hombre se resigna cada vez menos a su
condición limitada. Quisiera ser como los dioses de su
propia invención.

Estas breves disquisiciones vienen al caso en la
adicción al deporte, porque en ella se advierte con mucha
claridad el hecho de las fantasías de omnipotencia
respecto del propio cuerpo. Quienes practican ejercicio con
regularidad y mesura no se ven expuestos a mayores riesgos, salvo
los normales que entraña cualquier actividad. Pero
aquellos que lo hacen compulsivamente, dedicándose con
alma y vida, tarde o temprano incurren en conductas nocivas para
la salud.

Concretamente, el peligro mayor consiste en la
posibilidad de que el adicto al deporte recurra a la ingesta de
sustancias con el fin de obtener un mayor rendimiento, si se
trata de deportes competitivos, o la perfección de su
propio cuerpo, en el caso del fisioculturismo. Además,
quienes practican aerobismo o cualquier otro ejercicio que
llevado al límite produzca dolor, segregan endorfinas en
exceso. A este problema nos referiremos en primer
lugar.

En su libro "Adictos y adicciones", el prestigioso
médico inglés Vernon Coleman cita un trabajo
realizado por tres profesionales norteamericanos: John D. Levine
(neurólogo) Newton C. Gordon (fisiólogo) y Howard
L. Fields (cirujano oral) todos de la Universidad de California,
presentaron en 1978 un estudio de fundamental importancia
referido a las endorfinas.

Las endorfinas son hormonas que el organismo produce
para mitigar el dolor. El trabajo al que aludimos explica que al
recibirse un placebo (por ejemplo, glucosa) por parte de un
paciente dolorido, se estimula la secreción interna de
endorfinas, con lo cual el dolor se mitiga o llega a desaparecer
al menos temporariamente.

Los aerobistas son grandes productores de endorfinas.
Aunque se esfuercen hasta el límite del dolor pueden
seguir avanzando. Es más, en cierto modo "necesitan"
hacerlo para continuar segregando las endorfinas que
actúan como placebo.

El problema se agrava cuando el aerobista se convierte
en un adicto y sale a trotar o correr todos los
días.

El dolor es mitigado por la producción de
más endorfinas, y cada vez se necesita mayor cantidad de
ellas para aliviarlo.

Un tema que requiere especial atención es el de
la ingesta de sustancias entre quienes practican ejercicio
compulsivamente. En la sociedad en general es cada vez mayor el
número de personas que se automedican, recurriendo a
analgésicos y psicofármacos. En el ambiente del
deporte amateur la situación comienza a adquirir
dimensiones alarmantes.

La gente en general recurre a la automedicación
con la finalidad de calmar un dolor físico, evadirse de la
angustia, superar la fatiga o procurarse un sueño que no
se consigue por los medios normales. El deportista en particular
suele "engancharse" en el consumo de sustancias por otro motivo:
su finalidad es casi siempre superarse a sí mismo
físicamente, obtener por medios artificiales un cuerpo o
un rendimiento que requerirían mucho tiempo y un gran
esfuerzo. En resumen, superar las limitaciones que ofrece el
propio organismo parece ser la meta.

No se tiene en cuenta que, en primer lugar, se requieren
ciertos requisitos naturales para llegar a ser un atleta de
primera línea. Hay determinantes genéticos y
psicológicos que pueden favorecer o impedir aquel
propósito. En definitiva, la mayoría de la gente no
está dotada para lograr el primer puesto, se trate de
deporte, ciencia, arte, religión o política. Por
otro lado, para conseguir cualquier ambición se requiere
una perseverancia fuera de lo común. En el caso del
deporte, el entrenamiento debe realizarse con un método
riguroso, además de complementarse con una
nutrición sana.

Pero la ansiedad por llegar lo antes posible a la cumbre
incita al deportista a obviar esos requisitos,
induciéndolo erróneamente a suplantarlos por
medicamentos. Es sabido que el consumo de cualquier sustancia
ajena al cuerpo con la finalidad de forzarlo más
allá de sus posibilidades, deja secuelas negativas ya sea
a corto o a mediano plazo. Sin embargo, muchos atletas ignoran el
riesgo al que se exponen en su afán por conseguir el
éxito; éste trae aparejados prestigio social y
provecho económico, beneficios que se anteponen a
cualquier otro tipo de consideración. No se tiene en
cuenta que de esa forma lo único que se logra es provocar
y acelerar el deterioro psíquico y físico, hasta
producirse en ciertos casos un verdadero derrumbe.

El sistema nervioso central es excitado por las
sustancias que se usan para acrecentar el rendimiento deportivo,
las que producen una sensación de estímulo y de
falta de cansancio. Las asociaciones deportivas prohíben a
sus miembros el uso de fármacos, y al respecto se han
confeccionado listas. En ellas se incluye:

a) Anfetaminas y sus derivados.

b) Estimulantes del sistema nervioso central.

c) Sustancias que actúan aumentando el tono del
sistema nervioso simpático.

d) Analgésicos clasificados como
narcóticos.

e) Anabolizantes hormonales que aumentan el peso y la
potencia muscular.

f) Diuréticos (en grandes dosis) para conseguir
una rápida pérdida de peso.

g) Sustancias alcalinas que neutralizan el exceso de
ácido láctico acumulado en el
músculo.

Este control se establece tanto para proteger al
deportista de los efectos nocivos como para defender al
deportista honesto, que puede ver desmerecido su esfuerzo por
medio de una verdadera estafa por parte de su
contrincante.

La práctica sana de cualquier deporte ofrece
innegables beneficios: diversión, vida sana,
espíritu de equipo, desarrollo del físico y de la
ética. En cambio, la ingesta de sustancias para
incrementar el rendimiento produce exactamente lo contrario. El
gusto de ganar una competencia desaparece. Vencer es la
única meta, y todo queda supeditado a su
servicio.

A la larga, el abuso de esas sustancias suele cobrarse
un precio demasiado alto. Surgen trastornos en la
coordinación de las funciones psíquicas y
orgánicas. El Comité Olímpico Internacional
ha difundido una amplia lista de sustancias prohibidas,
desarrollando un plan para detectar el uso de drogas en las
competencias internacionales. Esa lista incluye estimulantes,
diuréticos, anestésicos locales, hormonas
petídicas y similares, Beta bloqueantes, anabólicos
esteroides, corticoesteroides, alcohol y marihuana. Si bien
algunas de estas sustancias pueden ser recetadas por
médicos especialistas para tratar una enfermedad o
lesión, muchos deportistas abusan de ellas hasta volverse
adictos, lo que termina por producirles un deterioro muchas veces
prematuro. Así se ven interrumpidas muchas carreras que
pudieron haber llegado a la cúspide.

El problema más común se presenta con el
uso de estimulantes, entre los que sobresalen la efedrina, las
anfetaminas y la cocaína. Estas sustancias están
prohibidas, entre otros motivos, porque otorgan ventajas
injustificables a quienes las consumen. Son por demás
conocidos los casos de famosos deportistas que han sido
suspendidos durante largos períodos por prestarse a
consumirlas.

También el uso de esteroides anabolizantes puede
acarrear trastornos que en ciertos casos concluyen con la vida de
quien los ingiere. El caso más dramático de los
últimos años lo ofreció la atleta Florence
Griffith-Joiner, quien murió víctima de un ataque
cardíaco en septiembre de 1998, a los 38 años de
edad.

Su deceso volvió a poner en el tapete la
discusión sobre los efectos del uso de anabólicos
en las competencias deportivas.

Muchos años después, sentado frente a
mí en el consultorio, Edgardo revive aquellas
experiencias. Sus conclusiones indican que se siente abrumado al
recordar aquello que parecía apenas una sana
distracción.

– Hoy hasta casi podría sonreírme de
mí mismo, aquel adolescente que no se interesaba por nada.
Gracias a la terapia aprendí mucho sobre mí, los
problemas personales que me llevaron a enfrascarme, establecer
una especie de muro protector entre el mundo y yo. Dentro de mi
familia yo me consideraba como sapo de otro pozo.
Básicamente el problema era mío. Una timidez
exagerada y sobre todo la convicción de ser un
inútil me llevaron a encerrarme en mi propio universo, un
lugar vacío donde por lo menos sentía que nadie me
iba a perjudicar. Creo que la entrada en la Facultad me hizo
bien, sobre todo la relación con Graciela. Lástima
que con el tiempo todo se fue "pudriendo". Pero hoy me siento
dispuesto a empezar una nueva vida…

Es obvio que Edgardo no quiere contarme todo el
proceso por el cuál terminó quedándose otra
vez solo. Graciela había descubierto en el aerobismo una
actividad complementaria que le facilitaba el estudio y la
entretenía. Cuando Edgardo se decidió a
acompañarla, quizá ninguno de ellos imaginó
lo que iba a ocurrir pocos meses después. Para él
no se trató de una actividad complementaria: se
convirtió práctica-mente en el centro de su vida.
La idea de correr se había instalado en su mente con tal
fuerza que no era capaz de pensar en otra cosa, y mucho menos
hacerla. Los estudios fueron pasando poco a poco a segundo plano,
y Graciela sintió que aquel compañero cuya timidez
la había atraído se convertía en un obsesivo
cuyo único tema pasaba por la actividad
deportiva.

Desde luego que en su terapia Edgardo puso de
manifiesto serios problemas psicológicos que con tiempo,
dedicación y perseverancia se fueron solucionando. Pero en
muchas oportunidades aludió a aquella manía
(así la describía) de practicar aerobismo. Su novia
avanzó en la carrera, y cuando comenzaba cuarto año
él todavía no había terminado segundo.
Aparecieron otros muchachos en la vida de
Graciela.

Recién cuando ella le dijo que tenían
que terminar su noviazgo Edgardo tomó conciencia de su
propio egoísmo. Su necesidad de quebrar el aislamiento lo
llevó a relacionarse con Graciela. Paradójicamente,
su entrega fanática al aerobismo lo condujo sin darse
cuenta a encapsularse de nuevo.

Adicción a la
TV., los
videojuegos e Internet

"Recurrimos a la televisión para
apagar el cerebro, y a la computadora para encenderlo"

Steve Jobs, iCEO of Apple
Computer

 

Generalidades.

La televisión comenzó alrededor de 1920,
pero recién después de la Segunda Guerra Mundial su
uso se volvió masivo. La intromisión de este medio
audiovisual en los hogares ha resultado en principio beneficiosa,
otorgando posibilidades que antes parecían inaccesibles.
En efecto, una familia accede a toda la información
necesaria sin tener que trasladarse fuera de su ámbito
propio, y de ese modo este medio fomenta la concurrencia de los
miembros de cualquier grupo familiar en torno a una pantalla que
les suministra no sólo información sino
también entretenimiento. Una madre de familia, por
ejemplo, puede encontrar en la TV una considerable cantidad de
consejos útiles para el hogar, desde recetas de cocina
hasta sugerencias médicas que ofrecen conocidos
profesionales. Un padre puede disfrutar de su deporte favorito
sin necesidad de concurrir al estadio, (con los riesgos que en
algún caso eso puede implicar). Los adolescentes tienen la
posibilidad de escuchar la música de su preferencia y de
ver en vivo y en directo a los más famosos
conjuntos del momento, muchos de los cuales seguramente no
viajarán a su país para ofrecer el recital que la
TV brinda en forma inmediata y prácticamente gratuita. Con
respecto a los niños, el tema presenta algunas
dificultades, y enseguida nos referiremos a ellos.

También hay que señalar la enorme utilidad
social de la TV. Basta pensar en los incontables casos en que se
requiere la ayuda urgente para un trasplante de órganos o
un viaje para realizar una costosa operación en el
exterior. Por lo general la solidaridad no se hace esperar: la
emergencia puede solucionarse en forma casi inmediata gracias a
lo simultáneo de la TV.

Sin embargo, hay otros aspectos que no parecen tan
beneficiosos o saludables.

El primer cuestionamiento, o en todo caso el más
obvio, surge respecto de los contenidos de los programas. Desde
los puntos de vista moral y estético las críticas
abundan, y es mucho lo que se ha dicho y escrito acerca de la
televisión basura, en concreta referencia a
programas de alto contenido erótico, violento o
simplemente chabacano, que atentan contra la formación
ética y estética de los menores, quienes quedan
así expuestos a recibir los peores mensajes desde la
pantalla. Por otra parte, llama la atención que al
comenzar la noche se advierta a los padres que ha concluido el
horario de protección al menor, siendo de su exclusiva
responsabilidad la permanencia de los niños frente al
televisor. Ocurre que en el supuesto "horario de
protección", durante el día, hay profusión
de programas pornográficos y violentos, por lo que no se
entiende muy bien a quiénes se quiere proteger de
qué.

Con todo, el tema del contenido de los programas no es
el que aquí nos ocupa, sin por eso menospreciarlo. El
cuestionamiento más serio pasa por el hecho en sí:
lo que más nos importa es la naturaleza de la experiencia
televisiva, experiencia que en muchos casos llega a constituir
una verdadera adicción. Por algo se designa popularmente a
la televisión como "la caja boba".

Los niños: principales
telespectadores.

Las estadísticas indican que quienes ven
más televisión son los niños en edad
preescolar. En el libro "La droga que se enchufa" de Marie
Win, se transcribe una investigación de 1970: "Los
niños entre 2 a 5 años pasan un promedio de 30.4
horas cada semana viendo televisión, mientras que los del
grupo de edad de 6 a 11 años pasan 25.5 horas frente al
aparato. Hay todavía otras encuestas que han sugerido
cifras de hasta 54 horas a la semana para los televidentes
preescolares. Hasta las estimaciones más conservadoras
indican que los niños preescolares están empleando
más de un tercio de sus horas de vigilia viendo
televisión".

El temor que invade a los padres cuando no pueden
sustraer a los hijos de los encantos de la televisión se
traduce en reiteradas amenazas del estilo "te estás
idiotizando por mirar tanta tele" o "se te va a arruinar el
cerebro". En realidad, hace ya muchos años que la
televisión está instalada en nuestros hogares.
Varias generaciones de niños han abusado de ver
televisión, y sin embargo las consecuencias perniciosas no
se han puesto tan de manifiesto. Pero si bien es cierto que a
nadie, literalmente, se le "enferma la cabeza" por ver
televisión, el hecho es que puede acarrear un
síndrome desmotivacional o afectar en alguna medida
aspectos del desarrollo cerebral, cuando el estar frente a la
pantalla se convierte en una adicción.

El cerebro humano está compuesto por dos
hemisferios conectados entre sí. Cada uno de estos tiene
una misión específica e irreemplazable que cumplir.
El izquierdo maneja las actividades intelectuales, verbales y de
lógica. El derecho opera sobre las actividades espaciales,
visuales, creativas y afectivas. Esta organización mental
es propia del cerebro adulto. El niño no nace con esos
atributos.

Los estudios neurológicos demuestran que
alrededor de los 12 años es cuando el cerebro alcanza su
estado final de madurez estructural y bioquímica. Durante
el período de transición que va desde el nacimiento
hasta ese momento de la vida del niño predomina el
lenguaje no verbal, que lentamente entronca con la habilidad para
hablar y comprender hasta alcanzar la actividad plena.

Si durante los años de formación cerebral
el niño dirige su atención a una actividad
exclusivamente visual y recibe un estímulo excesivo que
excite el funciona-miento mental del hemisferio derecho, se puede
producir algún tipo de disminución en las aptitudes
verbales.

Numerosas pruebas científicas han puesto en
evidencia que el ambiente afecta el desarrollo del cerebro de
forma reconocible y mensurable, y que las experiencias tempranas
lo influyen inevitablemente. Para que el lenguaje crezca en
complejidad y se agudicen las habilidades del pensamiento
racional y verbal, el niño necesitará incrementar
sus oportunidades verbales. Ello no ocurre cuando absorbe con
escaso esfuerzo mental palabras e imágenes de la
televisión durante horas.

Muchos testimonios de padres describen cómo sus
niños teleadictos se "hipnotizan" frente a la pantalla,
entran en "trance" y dejan de atender a lo que ocurre a su
alrededor. "Yo le hablo y él parece no escuchar", cuenta
la madre de un chico de 7 años. "Me acerco a mirar si
está dormido pero no lo está, aunque tampoco pueda
decirse que esté totalmente despierto. Más bien
parece desconectado de la realidad. Si le apago el televisor y lo
obligo a buscar otro pasatiempo, muestra síntomas de
abstinencia: se pone nervioso, se revuelca por el suelo y golpea
las puertas; llora, ruega, y promete cualquier cosa con tal de
que le permita seguir mirando".

Una observación científica de un chico
adicto a la TV permite comprobar los cambios físicos y
psíquicos que se manifiestan. Se produce un aflojamiento
facial, la mandíbula tiende a colgar y la lengua asoma
entre los labios; la mirada se fija en la pantalla pero se
mantiene ausente y sin brillo. El niño deja de reaccionar
frente a estímulos concretos, como el timbre de la calle o
del teléfono.

El antropólogo Edward Norbeck dice: "Los
niños que juegan se ven motivados principalmente para
gozar de la vida. El de servir como ensayo es el valor principal
de la diversión y de los juegos, porque sin la habilidad
para gozar la vida los largos años de la edad adulta
pueden convertirse en monótonos y pesados."

Por lo general, las críticas a la
televisión apuntan hacia los efectos que el contenido de
los programas ejerce sobre los niños. Pocas veces se tiene
en cuenta que la experiencia en sí de estar en silencio
frente a la pantalla puede ser motivo de preocupación, ya
que no existe otra experiencia en la vida del niño que lo
incite a absorber tanto sin que se produzca algún tipo de
devolución.

Cuando los padres exigen una programación mejor,
en realidad están pidiendo una diversión adecuada
para que sus hijos pasen entretenidos y controlados la mayor
parte de tiempo posible. Esta demanda no tiene en cuenta que la
televisión es nociva porque suscita la pasividad de los
niños.

Es necesario destacar que mientras el adulto se
informa con la TV, el niño se forma por
medio de ella.

La pasividad del niño frente al televisor le
impide:

( Encontrar oportunidades para dilucidar sus relaciones
básicas con los demás componentes del grupo
familiar y de esa manera comprenderse a sí
mismo.

( Desarrollar su capacidad de independencia.

( Obtener habilidades esenciales en la
comunicación (lectura, escritura y expresión
verbal).

( Descubrir cuál es el límite de sus
fuerzas.

( Averiguar cuáles son sus puntos débiles
para intentar superarlos.

( Ampliar su participación en las actividades que
ponen a prueba sus habilidades.

( Experimentar la fantasía.

El hecho es que la televisión es una
entretenedora de niños mucho más efectiva y
económica que una niñera. Los tranquiliza y los
mantiene quietos; por largo rato no molestan; no hay que tomarse
el trabajo de llevarlos al parque, soportar las vueltas y vueltas
de la calesita, darles enviones interminables en las hamacas,
atajarlos al pie de los toboganes ni sostenerles el asiento de la
bicicleta hasta que encuentran su propio equilibrio. Todo eso es
cansador y suele ser motivo de quejas por parte de padres
ocupados y casi siempre apurados.

Además, la televisión divide a la familia,
interrumpe el diálogo y da lugar a almuerzos y cenas
silenciosos, en los que cada uno está pendiente de la
pantalla y se olvida de los demás, aunque a primera vista
parezca un factor de unidad familiar y
comunicación.

Lo antedicho no implica que se deba emprender una
especie de guerra santa contra la tecnología, sino tratar
de que los niños estén expuestos la menor cantidad
de tiempo posible ante el televisor, dando una mayor importancia
al esparcimiento al aire libre y a las relaciones con otros seres
humanos. Los elementos tecnológicos usados con
moderación sirven al desarrollo psico-intelectual de los
individuos. Los elementos en sí no provocan el problema,
sino el modo de relacionarse con ellos.

Todo esto nos lleva a señalar los riesgos que
corren los chicos que han vivido su infancia viendo
televisión en lugar de jugar. La teleadicción
resulta tan traumática como cualquier otra dependencia, no
importa de cuál se trate.

Una suerte de sonambulismo

Estos problemas exigen la mayor atención, pero de
ninguna manera son los únicos que ha suscitado este
formidable medio de comunicación. La TV apareció en
la Argentina en 1952, y a partir de entonces muchos niños
adquirieron la adicción sin siquiera buscarla. Quienes
nacieron en la primera mitad del siglo no han corrido ese riesgo
durante sus primeros años de vida, y hoy son adultos de
más de cincuenta años de edad que se educaron sin
la presencia del televisor en el ámbito familiar. Sin
embargo, muchos de ellos se sintieron seducidos por esa pantalla
rectangular que les ofrece una visión
caleidoscópica del Universo con sólo apretar un
inofensivo botón y permanecer inmóviles y atentos.
Pocas adicciones exigen tanta fidelidad como ésta, sin
hacerse notar en lo más mínimo. Un
alcohólico, por ejemplo, tiene necesariamente un registro
de sus excesos, por más que se empeñe en negarlos.
Algo parecido ocurre en el caso de otros drogadictos, y persisten
en su adicción a fuerza de negar la realidad y aferrarse a
su supuesto control en la materia. Podemos jugar con las palabras
y afirmar que, en el caso de la TV, el control es remoto. Para
decirlo en otros términos, el adicto a la TV no
ve la necesidad de control alguno, pues su actividad
(realmente pasividad) le parece algo del todo natural, que en
principio no perjudica a nadie.

Al hablar de adicciones, la gente piensa
automáticamente en las drogas. Jamás se le ocurre
que el hábito desmedido de ver TV es una forma de
dependencia con sus propias reglas y consecuencias. Cualquier
adicto necesita repetir una y otra vez esa experiencia en
particular para poder funcionar normalmente. El teleespectador
desatiende el mundo real para sumergirse en un estado mental
sedante y placentero. Las preocupaciones y ansiedades se esfuman
como por encanto, como si los botones del control remoto fueran
la varita mágica que todo lo puede. Lo único que se
obtiene es posponer la ineludible confrontación con la
realidad. En el tibio y protegido ámbito del hogar, el
teleadicto emprende un "viaje" inducido por una
programación que lo atrapa con irresistible magnetismo.
Así va perdiendo interés por otras cosas. La TV
pasa a ser una especie de "chupete electrónico" que calma
angustias y ansiedades. Los paseos, el club, los amigos, el
trabajo, la familia y hasta el arreglo personal dejan de tener
importancia y pasan a ser actividades molestas, porque roban
tiempo que el teleadicto prefiere dedicar a ese ostracismo
voluntario que deriva de su adicción.

En casos extremos, aunque no tan aislados como se
supone, esto se convierte en un grave problema cuyo efecto
negativo más notorio consiste en distorsionar la
percepción del tiempo, transformando las demás
experiencias cotidianas en algo impreciso y carente de realidad.
En ese punto, el contenido de lo que se ve pasa a segundo plano;
lo que importa es la cantidad. Horas y horas de programas buenos,
mediocres o malos suprimen la voluntad de apagar el
televisor.

La pasividad del televidente estaría mostrando
una regresión a la infancia, ya que no hay nadie tan
pasivo como un niño recién nacido. En los
niños en edad preescolar, por lo menos, es evidente que su
deseo de permanecer horas frente al televisor está
mostrando a las claras una actitud de regreso al "paraíso
perdido", aquella etapa de la vida en que recibían todo a
cambio de nada. Desde luego que en este terreno es riesgoso
proclamar verdades absolutas, pero parece no haber dudas de que
por lo menos el adicto a la televisión ha encontrado en
ella un refugio que lo "protege" contra ciertas realidades
indeseadas de su propia vida o de un entorno que se le vuelve
difícil de soportar. En el televidente compulsivo se
produce un cierto embotamiento, algo así como el ingreso
en una cápsula aislante, un estado mental de reposo del
que no resulta agradable regresar. Muchos adictos a la TV llegan
incluso a experimentar un fuerte desagrado cuando se ven
súbitamente privados de su "juguete", ya sea por un
inesperado corte de luz o por la atención de obligaciones
familiares o algún llamado de teléfono que es
preciso atender sin falta. Si la privación se prolonga por
un lapso relativamente extenso, el adicto experimenta un
verdadero síndrome de abstinencia: malestar, ansiedad y
mal humor constante son los síntomas más
característicos. Resulta obvio que el estado de vigilia le
produce una gran inquietud, que sólo se calmará
hasta que logre volver a encender el botón que lo
conectará con el embotamiento.

Carmen recordó con nostalgia los lejanos
años de su noviazgo, cuando ella y Alejandro eran apenas
dos adolescentes llenos de ilusión y entusiasmo. Se
casaron allá por 1960, con la idea de formar una familia
numerosa y ejemplar. Claro que las cosas nunca salen exactamente
como uno se lo propone. Tuvieron sólo un hijo, Marcelo, ya
que Carmen sufrió poco después una operación
que le impidió volver a concebir. Con el paso de los
años descubrió que su atento Alejandro era bastante
mujeriego. Cada vez que le regalaba algo sin motivo aparente, en
realidad estaba tratando de compensar la última
infidelidad conyugal. Carmen sufrió al principio la
típica desilusión de toda mujer engañada.
Claro que con el paso del tiempo se fue volviendo más
"realista"; su propia madre la ayudó a poner los pies en
la tierra, contándole las cosas que había aguantado
con tal de evitar una separación. Así, Carmen se
fue haciendo a la idea; la adolescente idealista había
desaparecido hace tiempo, y aprendió a restar importancia
a aquellas excursiones amorosas de su marido, que en definitiva
no pasaban de breves aventuras sin ninguna
trascendencia.

Pero en 1978 sucedió lo que de alguna manera
parecía inevitable. Alejandro se enamoró de otra
mujer, y dos años después se fue a vivir con ella.
Marcelo ya era adolescente, y por otra parte su padre nunca
dejó de verlo y de ocuparse de su educación. Carmen
sintió que todo su pequeño mundo se desmoronaba,
pero supo enfrentar los hechos con dignidad y se resolvió
a esperar. Quizá esta fuese otra de las tantas veleidades
de su marido, quizá algún día volviera a
ella con la cabeza gacha. Después de todo, el sexo entre
ellos nunca había sido el principal vínculo, y
últimamente sólo ocurría muy de tanto en
tanto.

Pasaron alrededor de quince años. La segunda
mujer de Alejandro murió en un accidente, dejándolo
solo a una edad en la que la compañía se convierte
en algo indispensable para la mayoría de la gente.
Próximo a cumplir los sesenta, Alejandro quedó
sumido en la tristeza y el estupor. Su hijo Marcelo, con treinta
años menos, decidió intervenir y arreglar la
situación, cumpliendo de paso con un viejo anhelo. Nunca
había aceptado la separación de sus padres, y
creyó llegado el momento de que volvieran a estar juntos,
para acompañarse en esa difícil etapa de la
vida.

Carmen no había vuelto a casarse, ni siquiera
había formado una nueva pareja. La propuesta de su hijo no
le pareció descabellada, aunque puso una condición:
no toleraría en adelante el más mínimo
asunto de faldas. Alejandro se sorprendió de que ella
volviera a aceptarlo, y se preguntó si no cometería
un error, por aquello de que "nunca segundas partes fueron
buenas". Habían pasado dos años del accidente, y
después de todo ya no se sentía tan solo.
Tenía algunas mañas, y advirtió a su hijo
que le gustaría que se las respetaran.

– De viejo me he vuelto fumador. Espero que a Carmen
no le moleste el humo -dijo.

Marcelo sonrió. -Ella también fuma un
poco, viejo. Empezó con eso después de la
separación. ¿Tenés algún otro revire?
-preguntó con sarcasmo.

Alejandro acompañó a su hijo hasta la
puerta del ascensor. Su hijo, Marcelo, un flamante Cupido,
quién lo hubiera dicho, un muchacho que ni siquiera
tenía novia todavía. Y de pronto recordó
algo.

– Sí, pará, tengo un nuevo hobby.
Mirá un poco lo que son las cosas, che.

Y dicen que los viejos no cambian…
macanas.

-¿Un nuevo hobby, viejo? -preguntó
Marcelo.

– Sí, bueno, en realidad algo sin
importancia. Pensar que antes no le daba ni cinco. Pero desde que
enviudé estoy cada vez más embalado. Te lo comento
para que le avises a Carmen, como cosa tuya. Me gusta la
televisión, y como vivo solo la prendo a cualquier hora.
No me gustaría que le diera por ponerme horarios ni esas
cosas. Pero pará, mejor de eso no le digas nada.
Después de todo, como te dije, es algo que carece
totalmente de importancia.

Peculiaridades de los adictos a la TV. y
algunas características de esta adicción

En el caso de otras adicciones resulta menos complicado
descubrir los rasgos de carácter de los que incurren en
ellas. La adicción considerada como síntoma permite
inferir ciertos denominadores comunes, dejando siempre a salvo
las peculiaridades individuales.

La mayor parte de los adictos a la TV suele manifestar
tendencias depresivas y una inclinación a la somnolencia.
Por lo general se trata de personas que provienen de familias
cuyos miembros no se comunican con espontaneidad, lo que les
impide desarrollar con fluidez el diálogo. Ante las
dificultades personales tienden a ensimismarse, y encuentran en
la TV un medio ideal para hacerlo.

Conviene señalar que la aparición del
control remoto y de la TV por cable permite hacer
zapping, un método de mirar que posibilita el
acceso inmediato a infinidad de canales. Se trata de cambiar
realidades en forma urgente, lo que sirve de desahogo a la
impaciencia, sin duda otra característica de estos
adictos.

La falta de comunicación genuina con los
demás lleva a la larga a convalidar un sentimiento de
exclusión y soledad interior, que la TV parece compensar
amplia-mente. Quien se "enchufa" largas horas frente al televisor
trata de huir de esos sentimientos negativos. En definitiva, su
actitud no difiere de la del drogadicto que consigue desvanecer
el mundo real y sumergirse en un mundo propio, con toda su carga
de alucinación y ensueño.

En este sentido no es exagerado compararlos, ya que el
estado mental de ambos se ve profundamente alterado. Ocurre que
en el caso del drogadicto o el alcohólico esa
alteración resulta evidente para los demás,
mientras que el televidente compulsivo no llama demasiado la
atención, y su actitud hasta puede ser considerada
natural. Nadie se fija particularmente en el hecho de que alguien
se pase largas horas sentado frente a una pantalla.

La TV atrae de manera insidiosa, sobre todo porque
induce a un estado mental de reposo. Resulta cómodo
apoltronarse allí y olvidarse de responsabilidades y
obligaciones. Esto no es nocivo en principio, siempre que se
aprenda a dosificar la permanencia. El problema surge cuando el
espectador pierde la noción del tiempo y sobreestima su
poder frente al hecho en sí; es decir, cuando supone que
él puede manejar ese asunto y sustraerse del televisor
cuando se le dé la gana. El problema aparece cuando
nunca se le da la gana, y lo peor es que ya ha perdido
la capacidad de aceptar el hecho. Como cualquier otro adicto,
pone en funciona-miento su mecanismo de negación, y hasta
que no admita su impotencia será muy difícil que
esté en condiciones de revertir su actitud.

Las personas que se dedican a ver TV en exceso pueden
llegar a disminuir en buena medida su hábito de
reflexionar, ya que la información que reciben de la
pantalla los induce a una actitud de entrega. Las imágenes
se producen a una velocidad tal que resulta prácticamente
imposible decodificarlas por medio de pensamientos racionales. Si
alguien lee una novela y luego ve la película inspirada en
ella, dirá casi siempre que la novela es muy superior, por
el simple hecho de que la lectura incita a recrear lo escrito por
medio de imágenes propias, mientras que la
película nos ofrece imágenes concebidas por otro,
que nunca tendrán el mismo atractivo. En otras palabras,
mientras la lectura estimula la imaginación y permite al
lector detenerse para sacar conclusiones personales, cualquier
medio visual invita al reposo de la mente, que recibe la
información sin necesidad de procesarla. Esto en principio
no sería perjudicial, pero no es una casualidad el hecho
de que cada vez se lea menos y se mire más.

¿Puede un ex adicto a la TV volver a usar el
aparato en forma moderada? La mayor parte de los testimonios
asegura que no. La abstinencia de por vida parece ser la receta
más acertada, ya que quienes lograron abstener-se por un
lapso relativamente prolongado y volvieron a hacer la prueba,
convencidos de que esta vez lograrían la
moderación, incurrieron de nuevo en el exceso.

Lo prudente, en el caso de esta adicción, es
adoptar la mentalidad de los grupos de autoayuda que funcionan
para otras adicciones: no a la primera gota de alcohol; no a la
primera "pitada" de tabaco.

Alejandro y Carmen volvieron a vivir juntos. El
creyó que la nueva experiencia sería un motivo de
satisfacción. Aunque el deseo sexual lo había ido
abandonando poco a poco al promediar sus cincuenta años,
se veía a sí mismo como un hombre incapaz de vivir
sin una mujer al lado. En ese sentido, ahora Carmen resultaba una
alternativa perfecta. Ella nunca había sido
particularmente sensual, lo que en principio lo eximía de
incómodos compromisos. Con todo, le había dejado
entrever a su hijo algunas dudas que fueron despejadas de
inmediato. Marcelo le aseguró que todo andaría
sobre ruedas.

La motivación de Carmen para reiniciar aquel
desgastado vínculo era de índole práctica,
para no decir prosaica. Sus ingresos eran escasos, vivía
en un pequeño departamento alquilado y todos los meses
Marcelo se sentía en.la obligación de "tirarle unos
mangos", como solía comentar a un par de amigos. Para
él, el hecho de que sus padres volvieran a unirse no
obedecía sólo a razones de índole
sentimental. Alejandro disfrutaba de una buena jubilación
y además tenía las rentas de la herencia de su
madre.

Al principio las cosas parecieron andar bien; tanto
Alejandro como Carmen querían darse recíprocamente
una buena imagen. Como novios en la primera etapa de su
relación. Eran muchos los años sin verse, salvo
esporádicamente, y la familiaridad tardó en volver
a instalarse entre ellos. Sin embargo, de manera casi
imperceptible la convivencia les fue limando cierta mutua
rigidez, una relativa distancia que mantenían como si
temieran que la nueva relación pudiese desmoronarse.
Carmen se aguantaba como podía, pero no dejaba pasar la
oportunidad de quejarse con su hijo. Marcelo los visitaba una o
dos veces por semana, y ella lo citaba a escondidas en el bar de
la esquina, una hora antes de la visita prevista.

– Tu padre ya no es el mismo…

– Bueno, vieja, qué querés. Yo tampoco
soy el mismo, vos tampoco sos la misma… qué sé
yo… la gente cambia, ¿no?

– Se ve que no me entendés, o quizá yo
no sé explicarme…

– Dale, vieja… ¿por qué te
gustará darle tantas vueltas, eh?

– ¿Darle tantas vueltas, realmente? ¿A
vos te parece?… Mirá, hay cosas que yo no te cuento
porque me dan vergüenza ajena… sin ir más lejos…
no, mejor me callo, por respeto, por…

Marcelo no podía evitar su curiosidad, y por
fin su madre terminaba por hacerle aquellas confidencias
incómodas. Carmen sabía manejarlo sin que él
se diera cuenta.

– Le ha dado por no bañarse,
¿querrás creerme? Así como lo oís.
Tan es así que tengo que echar esos horribles desodorantes
en su cuarto, cuando por casualidad sale diez minutos a comprar
algo. Y menos mal que de entrada decidimos que cada uno
tendría su propio dormitorio, que si no…

Marcelo enmudecía ante esas confesiones tan
íntimas. Como a la mayor parte de la gente, las miserias
estéticas le daban más vergüenza que ciertas
fallas morales.

– No es que yo me queje, después de todo es
un buen hombre… supongo, no sé. Pero yo me he vuelto a
casar con una momia… Ya sé que los dos somos grandes,
hijo, pero aunque sea alguna vez podría llevarme a tomar
un copetín por ahí, o a comer algo, o al cine
nada. Nada en absoluto, che, parece mentira

– Pero decime una cosa, vieja: ¿vos
cómo te las ingeniás para salir así como
así para encontrarte conmigo? ¿No terminará
por sospechar que tenés algún señor
escondido?

– ¿Y vos crees por ventura que se da por
enterado? Mirá, ahora vamos a entrar y vas a comprobarlo
por vos mismo. Te lo vas a encontrar enchufado con la
televisión… ni siquiera nos va a oír llegar, a
menos que cerremos de un portazo o le hablemos en voz alta. Y te
digo más: el asunto del baño vaya y pase,
después de todo no es lo peor. Pero si yo hubiera sabido
esto de la televisión, te juro que no sé si
agarraba viaje…

Marcelo reflexiona antes de hacer la pregunta
crucial.

– Pero decime un poco, vieja… ¿lo peor no
fueron todas las minas que tuvo? Vos misma me dijiste que tu vida
era un infierno…

– ¿Yo te dije eso? Es curioso… puede ser…
Qué rara la forma en que recordamos las cosas, ¿no?
O qué rara la manera de olvidarlas… pero mirá, yo
le adivinaba las aventuras porque se ponía extremadamente
amable conmigo, me llenaba de flores y me sacaba a comer afuera
cada dos por tres… siempre que la fulana de turno le dejara
tiempo. Yo sentía entonces que en el fondo yo era siempre
la primera, y con esa idea me resignaba. Después de todo,
y hasta que apareció esta muchacha, pobrecita… la del
accidente… todas las otras fueron asuntitos breves e
intrascendentes. Pero esto es otra cosa, aunque te parezca
mentira mucho más grave…

– ¿Querés insinuarme que la tele es la
peor de todas?

– En cierto sentido sí, querido. Si vos
vivieras con nosotros te darías cuenta. Pero vení,
vamos, no vaya a ser que le haya dado un soponcio con alguno de
esos culebrones…

– No me digas que ve eso, por
favor…

– Pero cómo no, m hijito, faltaría
más. Antes era el fútbol. Después, los
noticieros. Fue agregando rubros, ¿comprendés? Ah,
por favor, no me hagas hablar… cualquier día de estos le
rompo el aparato en la cabeza….

Algunos problemas sociales

Hablamos hasta ahora de la televisión en
sí misma, dejando de lado el contenido de los programas.
Las fuerzas socializadoras hasta hace 50 años eran la
familia, los amigos y la escuela. Desde ese entonces se
incorporó la televisión como moldeadora de las
conductas. Si nosotros vemos que la estrella con la cual nos
identificamos resuelve tal situación de determinada
manera, es probable que en nuestra vida cotidiana repitamos esa
conducta.

A esto se le suma la confrontación de
hábitos culturales. Imaginemos que en La Quiaca, provincia
de Jujuy, los pobladores ven por televisión que el
protagonista de una serie rodada en Miami tiene como principales
metas en la vida poseer un auto deportivo y acostarse con
mujeres. El actor aparece siempre sonriente y nunca despeinado.
Haga lo que haga, se produce un choque cultural que puede llevar
al poblador de La Quiaca a un cambio sustancial en los valores y
los hábitos culturales. En los barrios marginales se da el
caso, por ejemplo, de gente que no tiene para comer y gasta el
sueldo en un jean de marca o en zapatillas costosísimas.
La satisfacción dura muy poco y después se advierte
que ya no queda dinero para las necesidades más
elementales.

Como el poblador de La Quiaca, todos estamos expues-tos
a la influencia de lo que vemos en televisión. Los adultos
tienen cierta capacidad para discernir sobre los modelos que
aceptan o rechazan. Los chicos no. Y esto es especialmente grave
cuando se trata de situaciones de violencia. En Europa se
están dando casos de asesinatos cometidos por chicos de 8
y 10 años. En estos crímenes, las escenas de
violencia que emite la televisión juegan un rol
importante. La televisión argentina muestra una
situación de violencia cada tres minutos. Esto significa
que un chico argentino acumula en su memoria visual entre los 4 y
los 10 años un total de 85.410 escenas violentas. Se
trata, sin duda, de algo que debería modificarse antes de
que tengamos que lamentar las consecuencias.

Los videojuegos

En un libro de reciente aparición "Los
videojuegos, un fenómeno de masas"
Diego Levis,
investigador en comunicación social y licenciado en
estudios cinematográficos y audiovisuales, define a los
video-juegos como "el primer medio de masas nacido en la era
informática".

En la industria de la recreación, los videojuegos
tienen un lugar destacado.

Consisten fundamentalmente en la reproducción en
pantalla de un entretenimiento cuyas pautas están
prefijadas. Aparecidos en la década del 70, ampliaron la
función de las computadoras, que hasta entonces
servían exclusivamente a fines laborales. Los video-juegos
introdujeron una especie de "tercera dimensión",
combinando la televisión con la computadora, y ofreciendo
por primera vez al usuario la posibilidad de intervenir y
controlar lo que ocurre en la pantalla.

En la década del 90 se han incorporado juegos de
la llamada realidad virtual, en los que el jugador pasa
a ser protagonista directo de la acción. La sofisticada
técnica logra crear un ambiente simulado, donde el usuario
tiene la sensación de estar inmerso y la capacidad de
interactuar de la misma manera en que lo hace con el entorno
real. Los primeros locales que incorporaron estos juegos
funcionaron en Inglaterra, Japón y Estados
Unidos.

Por último, debemos agregar a la lista la
aparición de las mascotas virtuales. Se trata de
"animalitos" electrónicos que son animados por medio de un
pequeño dispositivo, y que "viven" en una pantalla de
apenas 5 centímetros.

Son otra especie de juego de realidad virtual,
y "nacen" cuando su reloj biológico es puesto en cero. Por
medio de una serie de señales, comunican a sus
dueños cada una de sus necesidades: comer, dormir,
educarse. Aparentemente dependen para todo de su dueño,
pero lo que ocurre en realidad es que éste termina por
depender de ellos. El niño en poder de una mascota virtual
puede concluir por desatender sus estudios y obligaciones, y en
ese sentido es fundamental que sus padres los instruyan acerca de
este peligro.

El uso de los videojuegos se masificó de
inmediato, y los lugares donde funcionaban entretenimientos
mecánicos, (como las máquinas tragamonedas, el tiro
al blanco o los autos chocadores) los incorporaron
rápidamente. Su éxito fue tal que comenzó a
cuestionarse su conveniencia. Muchos empleados adolescentes
parecían no poder sustraerse a semejante atractivo, y se
pasaban horas fuera de su lugar de trabajo, inventando excusas
para ocultar su nuevo berretín. Se adujo que los
videojuegos provocaban conductas antisociales,
asimilándolos a la mala fama que en ese sentido
habían ganado los viejos salones de billares. En
síntesis, la crítica apuntaba a la certidumbre de
que los videojuegos fomentan la adicción.

La polémica no tardó en instalarse. Muchas
asociaciones de padres insistieron en lo pernicioso de aquel
nuevo invento, y en algunos casos obtuvieron la clausura de los
locales de diversión, o la fijación de
límites de edad para el ingreso y horarios
restringidos.

La crítica se extendió a partir de 1980,
incluyendo a los videojuegos domésticos. El principal
argumento apuntaba al hecho de que se fomentaba la violencia, es
decir, se puso de manifiesto una honda preocupación por
los contenidos.

Como contrapartida a estas críticas, la respuesta
en el campo de la psicología y la pedagogía no se
hizo esperar. Se atribuyó a los videojuegos la virtud de
conectar a los niños con el nuevo mundo de la
informática; en algunas ocasiones pueden servir como
instrumentos idóneos en la terapia de
rehabilitación de aquellos con problemas de aprendizaje.
En todo caso, se negó rotundamente la posibilidad de que
acarrearan adicción.

Los videojuegos o las computadoras pueden estimular a
las personas si se los usa un máximo de 30 minutos por
día. En estos casos existe una devolución, porque
el sujeto interactúa con los diversos programas
informáticos. Sin embargo, esta actividad no es
equivalente a la que se da en la interacción con otras
personas. La respuesta que puede dar un niño al
estímulo de una computadora es mover una mano o parte del
cuerpo (sobre todo en el caso de un programa de realidad virtual)
y quizá alguna forma de pensamiento.

Ya dijimos que es distinto el caso de la lectura, en el
que la persona debe recurrir a la creatividad e
imaginación para estructurar el estímulo. Cuando
uno lee imagina personajes, les pone voces, colorea paisajes,
todo lo que implica un trabajo intelectual creativo. Y más
completa aún es la relación que un niño
establece con un ser humano, ya que compromete toda su persona y
sus sentimientos.

Lo que no puede defenderse tan ligeramente es el
contenido de la mayoría de estos juegos. Tras su defensa
se mueven gigantescos intereses económicos. Según
Dorfmann, los videojuegos fueron en 1982 la más importante
fuente de ganancias en la industria norteamericana del
entretenimiento.

Con todo, cabría hacer una distinción: los
contenidos sexistas, violentos o racistas estarían
circunscriptos a las consolas que funcionan en los locales de
entretenimiento, y no entrarían en las computadoras de uso
doméstico, en las que muchos juegos se fundamentan en la
reflexión y estimulan capacidades creativas.

De todas maneras, el hecho es que la violencia parece
ser cada vez más el elemento primordial de los nuevos
videojuegos. Los argumentos que restan importancia al contenido
violento pecan en realidad de una gran hipocresía. Lo
concreto es que la violencia implica un formidable
negocio.
Así, se ha dado luz verde a juegos cuyo
sólo título no deja lugar a la menor duda.
¿Qué influencia pueden ejercer los videojuegos en
la conducta de los niños, sobre todo por lo que se
refriere a contenidos violentos? Se sostiene que en realidad la
violencia de los videojuegos es ficticia, se trata de una parodia
sin entidad propia. Pero no hay que olvidar el hecho del rol que
asume el jugador: no sólo se identifica con el personaje,
sino que debe tomar decisiones por él, lo que lo convierte
en el verdadero protagonista. De modo que ante las diversas
disyuntivas que ofrece el videojuego, el jugador optará
por asumir el rol de víctima frente a las constantes
amenazas que se le proponen. Allí no hay lugar para el
razonamiento.

Se aduce que de esa manera el jugador hace una especie
de catarsis, liberándose así de su agresividad
natural. Pero la criminalidad infantil no ha surgido por
generación espontánea, y es un problema que no
tiene miras de disminuir, al menos por ahora. Los videojuegos
ofrecen la violencia como la única reacción frente
a cualquier amenaza. El sexismo de muchos juegos muestra a la
mujer como alguien de poco valor, y en definitiva los valores
éticos son suplantados por el uso indiscriminado de la
fuerza, incitando a actitudes paranoicas y abusivas. El
prójimo se convierte en una amenaza. ¿Es
éste el mundo que le espera a las nuevas
generaciones?

Internet

Una nueva adicción ha surgido en los
últimos tiempos, y no es necesario informar en qué
consiste Internet, la "red de redes" que ha reducido las
distancias en forma impensada diez o quince años
atrás.

En la Argentina, la cantidad de usuarios se ha
triplicado en sólo un año. Entre julio de 1997 y
julio de 1998, la cifra osciló de 80000 a 220000. Con
todo, es uno de los países que menos usuarios tiene en
porcentaje por habitante, aun incluyendo a otros de
América Latina.

Integran la red a nivel mundial unos 55 millones de
personas de la más diversas idiosincrasias, desde
estudiantes, empleados y profesionales hasta sexópatas,
gurúes y adivinos. La fascinación que la red ejerce
sobre muchos usuarios hace que se conviertan en adictos, que
sufren los síntomas de una verdadera enfermedad: el
trastorno de adicción a Internet o IAD, siglas que
provienen del inglés y que resumen el Internet
addiction disorder.

"Chatear" (del inglés to chat, charlar)
constituye la actividad principal de los usuarios, entre quienes
se crean hipervínculos de inmediatez. Esto permite
conectarse en forma instantánea con cualquier adherente a
la red, y de ese modo se forman foros de diversos intereses. Es
posible, por ejemplo, organizar una reunión de cualquier
grupo de autoayuda a través de la red, o de otros grupos
que configuran distintas actividades: arquitectos, bancarios,
homosexuales, vendedores, anticuarios, etc.

El problema fundamental de quienes se vuelven adictos no
difiere demasiado del que se padece con cualquier otra
adicción: una vez que se ha ingresado en la red se pierde
la noción del tiempo, y por lo general alguien tiene que
"despertar" al adicto para que ponga punto final por ese
día a su cibernética actividad, ya que se halla
sumido en la confección de alguna página Web o
"chateando" por el correo electrónico.

Con todo, es necesario ser prudente y no endilgar a un
entusiasta el cartel de adicto, ya que algunas personas sostienen
que incluso hay una adicción más sutil: la de
declararse adicto a Internet, sin ninguna duda una moderna forma
de esnobismo.

En los Estados Unidos hay por lo menos dos programas de
asistencia hospitalaria, ambulatoria o con internación,
para personas que han caído en profundas crisis
emocionales a raíz de su imposibilidad de prescindir de su
ciberactividad. Incluso funciona en la propia Red un grupo de
autoayuda para el caso de estos adictos, lo que parece una
contradicción insuperable. El grupo ofrece la ayuda de un
ciberpsicólogo. Algo así como si se intentara dejar
la droga recurriendo a ella.

Se sabe de mujeres que se sienten abandonadas por sus
maridos a causa de Internet; la historia de Carmen que hemos
contado no tiene nada de virtual. Sólo se le ha cambiado
el nombre. Hoy ya parece historia antigua, pues se trata de un
hecho referido a la TV. Como la misma Carmen le insinuó a
su hijo, no hay amante más traicionera que una
máquina. Parece que a los hombres del siglo XXI les va
cambiando sutilmente la libido.

Una muy reciente investigación sobre los efectos
que produce en la gente la utilización de Internet afirma
que se provoca un incremento en los niveles de soledad y
sentimiento de exclusión. Y esto, incluso, aunque no se
trate de un uso abusivo. El hecho entraña una paradoja:
muchos usuarios buscan a través del "chateo" una forma de
comunicarse con extraños, y la confrontación a
través de la máquina parece aislarlos cada vez
más de su propio entorno familiar y del círculo de
sus amigos. Quizá suceda que esas personas tengan una
tendencia oculta a la depresión y a la soledad, y busquen
a través de Internet la manera fácil y directa de
establecer una comunicación que les resulta difícil
de entablar. Quizá sientan que a través de la red
pueden superar una vieja timidez que siempre les trajo
problemas.

Aquí conviene señalar lo que propone
Daniel Ulanovsky Sack: el alma es irreemplazable. A pesar de
haber caído en desuso, el alma sigue siendo insustituible.
Esto implica que la comunicación afectiva entre seres
humanos no puede ser reducida a la intermediación
fría de cualquier máquina, por más perfecta
que sea.

Por nuestra parte, desde luego que nos parece absurdo
descalificar los importantísimos avances
tecnológicos de nuestro tiempo. El problema aparece cuando
se pretende de las cosas más de lo que pueden ofrecer.
Después de todo, el buen doctor Frankenstein nunca tuvo la
intención de inventar un monstruo.

¿Qué es la adicción a
Internet?

La Doctora Kimberley Young, de la Universidad de
Pittsburg y creadora del Center for On-Line Adicction ha
establecido una serie de criterios para diagnosticar el
Síndrome de la Adicción a Internet (InfoAdicction
Disorder, IAD)

La adicción a Internet es un deterioro en el
control de su uso que se manifiesta como un conjunto de
síntomas cognitivos, conductuales y fisiológicos.
Es decir, la persona "netdependiente" realiza un uso excesivo de
Internet generándole una distorsión de sus
objetivos personales, familiares o profesionales.

Según la Dra. Young., responder afirmativamente a
cinco o más de las siguientes cuestiones es una
señal de alarma:

  • 1) ¿Se siente preocupado con Internet
    (piensa sobre la actividad on-line anterior o anticipa la
    sesión on-line futura?)

  • 2) ¿Siente la necesidad de usar Internet
    durante más tiempo cada vez que se conecta para lograr
    la misma satisfacción?

  • 3) ¿Ha hecho repetidamente esfuerzos
    infructuosos para controlar, reducir o detener el uso de
    Internet?

  • 4) ¿Se siente inquieto, malhumorado,
    deprimido o irritable cuando ha intentado reducir o detener
    el uso de Internet?

  • 5) ¿Se queda on-line/conectado
    más tiempo del que originalmente había
    planeado?

  • 6) ¿Ha sufrido la pérdida de
    alguna relación significativa, trabajo,
    educación u oportunidad social debido al uso de
    Internet?

  • 7) ¿Ha mentido a los miembros
    familiares, terapeuta u otros para ocultar la magnitud de su
    uso de Internet?

  • 8) ¿Usa Internet como una manera de
    evadirse de los problemas o de ocultar algún tipo de
    malestar (ejemplo, Sentimientos de impotencia, culpa,
    ansiedad, depresión)?

Factores de riesgo

Internet es un conjunto de recursos con diferentes
funciones accesibles on-line. Generalmente, los adictos a
Internet tienden a formar una atadura emocional con los amigos
on-line y las actividades que ellos crean dentro de las pantallas
de su ordenador. Disfrutan con esos aspectos de Internet pues les
permite encontrarse, hablar e intercambiar con nuevas personas a
través de las aplicaciones interactivas e Internet (como
los chat, juegos on-line o los newsgroups). Estas comunidades
virtuales crean un vehículo para escapara de la realidad y
buscar formas de llenar las necesidades emocionales y
psicológicas.

En Internet, se puede ocultar el nombre real, edad,
ocupación, apariencia y las características
físicas. Los usuarios de Internet, sobre todo aquellos que
están solos e inseguros en la vida real, aprovechan esta
libertad y rápidamente vierten fuera sus sentimientos mas
fuertes, secretos más oscuros y los deseos más
profundos. Esto crea una falsa ilusión de intimidad, pero
cuando la realidad pone de manifiesto las limitaciones que tiene
confiar en una comunidad anónima para el amor y el cuidado
(ya que esto sólo pueden ofrecerlo las personas reales),
Internet genera una gran desilusión y dolor.

En Internet pueden crearse personalidades muy diferentes
a como uno es en realidad. Las personas que usan esta falsa
identidad cultivan un cierto "mundo de fantasía" dentro de
las pantallas del ordenador. Las personas con mayor riesgo de
crear esta nueva pseudo-identidad on-line son las que presentan
baja autoestima, sentimientos de insuficiencia y miedo a la
desaprobación de los demás. Estos rasgos
también pueden conducir a otros trastornos como la
depresión y ansiedad, que pueden entrelazarse con el uso
excesivo de Internet.

¿Son las personas que sufren de otros problemas
psicológicos o adicciones las que tienen más
probabilidad de sufrir adicción a Internet?

Las tendencias indican que estas personas son más
vulnerables e incluyen a las mujeres y hombres que ya padecen
depresión, desorden bipolar, ansiedad, autoestima baja, o
las personas que tratan de recuperarse de una adicción
anterior. Muchos netadictos admiten abiertamente tener una
"personalidad adictiva" y que previamente abusaron de la
medicación, alcohol, tabaco o comida. El subgrupo de
individuos que padecen adicción a Internet pues en el
ciberespacio encuentran una manera de cumplir sus necesidades
sexuales. Su único uso de Internet es para conectarse a
Cybersex o buscar Cyberporno.

A mis hijos, por enseñarme a
ser padre acompañando su crecimiento.

A los pacientes y sus familias, por su
esfuerzo diario en la construcción de un proyecto de
vida.

 

 

Autor:

Pablo Rossi

Enviado por:

Mariano Gonzalez

©2004 Pablo Rossi

Colección Psicología
Actual

Director: Pablo Rossi.

Editorial El Escriba

Sunchales 721 – Capital – Buenos Aires
Argentina.

I.S.B.N.: 987-1058-

Queda hecho el depósito que marca la
ley 11.723.

Queda estrictamente prohibida la
reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier
sistema o método, sin autorización escrita del
Autor.

Impreso en talleres propios en el mes de
mayo de 2004

Impreso en Argentina.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7
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