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Literatura ecuatoriana: cuentos, leyendas y relatos de Don Napo (página 3)




Enviado por Napoleon Jaramillo



Partes: 1, 2, 3

constructores o destructores de la
existencia.

Cuando adulto, con un profundo arrepentimiento por lo
que había cometido, se transformó en un defensor a
muerte de la vida silvestre, porque había comprendido que
el desequilibrio causado en la naturaleza provoca serios
trastornos, perjudicando a la salud y a la vida de todos y de
todas.

El granjero y el
maíz

Era una granja muy hermosa, rodeada de árboles de
jigua, chicharrón, motilón y miles de chaparros que
en el mes de mayo florecían brindando un aroma que en
otros lares del universo jamás se
percibían.

Durante los veranos, en las madrugadas frías, los
mirlos y los gorriones entonaban muy alegres sus cánticos
anunciando la llegada de las cosechas.

En los matorrales, las tórtolas y las torcazas
anidaban con abundancia ofreciendo a los niños campesinos
el deleite de la recolección de huevos frescos y de
delicados pichones para satisfacer tan exigentes
paladares.

De ves cuando se veía cruzar muy veloz al chucuri
vivaz, que iba tras la presa favorita o que se escondía
del cazador.

Cuando eran las tres de la tarde, al escuchar el
bullicio de las bandadas de loros que hacían retumbar el
silencio de la granja tranquila y apacible, el granjero gritaba:
carajo . . . ya vienen los loros . . . . . guambras, corran a
espantarlos …. Que estos bandidos van a acabar con la
sementera de choclos.

Los bulliciosos loros, vestidos con trajes elegantes, de
verde, rojo, azul y plomo, visitaban las sementeras de
maíz, para ver que los choclos estén de cosecha
para servirse el plato favorito en medio de la
algarabía.

En aquella granja, tan generosa por la fertilidad del
suelo, el granjero y su esposa sembraban y cosechaban de todo;
pero lo que mas cultivaban era el maíz blanco con cuatro y
seis mazorcas muy grandes en cada caña. Es que, el
maíz lo utilizaban para todo: hierba para la
alimentación de los animales domésticos, los toctos
y las cañas para los chanchos; los choclos tiernos y
frescos para saborear y completar la ración alimenticia
diaria para la familia y para los trabajadores que tenían
el rango de peones. Cuando maduro y seco, al maíz lo
guardaban para todo el año y lo utilizaban preparando el
mote que nunca faltó en la mesa o el maíz tostado
en tiesto de barro para acompañarlo con un vaso de leche
fresca de vaca. Pero también servía para hacer
harina y amasar las deliciosas tortillas con abundante queso
coloreado con achiote o también para elaborar la deliciosa
colada de harina de maíz bien sazonada con sal o con
raspadura.

Cuando llegaba la cosecha, las sementeras de maíz
se convertían en escenarios de verdaderas fiestas:
conversaciones en alta voz de los peones; rizas y carcajadas de
parejas coquetonas; gritos y silbidos del mayordomo dando
órdenes en el trabajo; sonidos de cañas y hojas
secas y resquebrajadas para la recolección de
mazorcas.

Un determinado verano, el granjero que constató
que la cosecha era buena, ordenó: recojan
únicamente las mazorcas grandes y sanas; las mas
pequeñas e incompletas, sobra de loros, guiracchuros y
ratones de monte, dejen colgadas en la calchas secas, para
ración segura de pájaros hambrientos y para los
pobres aldeanos que recojan la chala.

Por el fruto recolectado de las primeras cosechas, el
granjero y su esposa estuvieron muy felices, debido a que, a
decir de ellos, fueron premiaros por el trabajo abnegado. Su
esposa exclamó : ¡Demos gracias al Todo Poderoso y a
nuestra madre naturaleza, paguemos a los peones con grandes
raciones de mazorcas, con abundante comida y hasta con ricas
golosinas, llenemos los soberados y los trojes con las mejores
mazorcas!

Él, por su parte dijo: Hay que seleccionar las
mejores mazorcas para las próximas siembras y guardarlas
con toda la hoja colgadas en guayungas para que no se infesten de
gorgojos. Todo es ocurría mientras la pareja disfrutaba de
una noche clara de luna llena, de cielo despejado, con abundantes
estrellas que juguetonas volaban de un lado a otro para
esconderse en el inmenso firmamento de verano.

Luego, orgulloso señaló: unas pocas latas
de maíz servirán para venderlas y con el dinero
comprar una o dos paradas, para bien vestidos asistir a la misa
dominical del pueblo o ir de compras a la plaza, y por supuesto
para lucir muy futres en la única fiesta del año:
el carnaval, que es una ocasión de deleite y de
derroche.

Acto seguido la esposa expresó: hay que guardar
el maíz mas delgado para alimento de las gallinas durante
el invierno y para engordar los chanchos para obtener la carne
para el banquete que se hacen en la siembra, la deshierba y en el
aporque de las chacras que es una parte del ritual sagrado del
maíz.

Pero llegó un día, en una de aquellas
exuberantes cosechas, en que el inquieto granjero se puso a
mirar, que luego de la jornada diaria, las mujeres humildes de la
vecindad, algunas con sus niños de pecho a la espalda,
muchas de ellas esposas de los peones, chalaban algunas mazorcas
de maíz dejadas con ese propósito; y, con una ira
incontenible, fruto del egoísmo, con gritos, insultos y
actitudes descomedidas, mezquinó el sobrante de la cosecha
que era ya una costumbre instituida en aquella granja generosa;
ordenó al mayordomo que vigile que no dejen una sola
mazorca en el campo por más pequeña que
sea.

En ese año el granjero y su familia, llenaron
trojes y soberados de tanto maíz recolectado que se
pudrió por la humedad del invierno prolongado. Hasta el
momento no se saben los motivos por los cuales las gallinas
dejaron de poner los huevos a pesar de no faltarles el
maíz como alimento predilecto. En ese invierno
llegó la peste que enfermó a chanchos causando la
muerte masiva. La fiesta de la siembra del maíz ya no tuvo
el ritual acostumbrado con la ración abundante y generosa
de las siete comidas y de la copiosa carne de chacho y de
gallina. Y desde ese entonces las cosechas abundantes se han
convertido en miserables y limitadas recolecciones de mazorcas
diminutas, podridas e infestadas por gorgojos.

Como el suelo ya no producía, el granjero
tomó la determinación de ampliar el espacio para el
cultivo y ordenó a los peones a que talen árboles y
chaparros, que quemen todo lo que encuentren a su paso y que
siembren todo lo que puedan de maíz. Pero todo esfuerzo
fue en vano, ya que invadieron las plagas a las sementeras: los
chirotes sacaban las plántulas recientemente germinadas.
Las enfermedades de las plantas del maíz eran cada mas
fuertes. Las bandadas de los loros eran cada vez más
pequeñas, pero más hambrientos; pocas plantas
florecieron para adornar el ambiente y el paisaje se ponía
más triste y desértico. Nunca más se vieron
a las traviesas ardillas saltar de rama en rama llevándose
con dificultad las mazorcas gigantes. Jamás se
escucharán a las cigarras anunciando la llegada de las
cuatro de la tarde y pregonando la hora del fin de la jornada; ni
a los grillos, entonar sus violines en el anochecer.

El granjero y su mujer constataron que los conejos de
monte, vestidos de traje obscuro, perdieron el brillo intenso de
sus ojos, que ya no tenían en donde esconderse de los
galgos flacos y hambrientos que también perdieron sus
golosinas en los choclos frescos y tiernos de aquellas sementeras
tan grandes y productivas.

Hoy, las pocas aves que quedan, cantan afónicas
tristes melodías, recordando con melancolía tan
alegres y lejanos días.

Los ratones colorados de campo, a los graneros han
invadido; los gorgojos pululan en los trojes vacíos y el
hambre de la humanidad es noticia de todos los
días.

Pero un día en el suelo ya desértico, un
enorme maíz creció y se petrificó, y, cuando
el sorprendido granjero fue a verlo, con voz ronca de ultratumba
le replicaba fuertemente: La ambición es pecado que lleva
a la agonía, que en vez de abundancia, hay escases todos
los días, ya no habrá mas el abundante mote
caliente con raspadura y queso tierno para saciar el hambre de
visitantes y caminantes como en antaño.. . . . los tiempos
buenos han quedado para el recuerdo y las tardes serán una
agonía.

La
abejita

En el centro de un añejo y frondoso boscaje,
impregnado por el aroma de las mil flores en el verano; estaba
enclavada la mansión de una doncella que vivía de
distantes ilusiones de una mujer platónicamente enamorada
y de los recuerdos lejanos e imborrables de su niñez. Se
llamaba Leonora, y en su rostro llevaba sellado el paso de los
años solitarios. Su majestuosa casa de campo, estaba
rodeada de amplios jardines con flores de mil fragancias y
matices y de espesas y generosas huertas. Su rincón
preferido, era aquel que contenía muchísimas
plantas y flores de ilusiones, que las custodiaba con toda la
dedicación, puesto que obedecía a la
superstición, de que cultivando las ilusiones con amor y
ponderado afán, alcanzaría muy pronto su amor
preferido y esperado. Además frecuentaba a su altar muy
privado, en donde le velaba a su San Antonio puesto de cabeza,
con el mismo propósito; ya que, consideraba se estaba
quedando solterona.

Todas las mañanas, religiosamente visitaba a sus
ilusiones y espantaba a una abeja que atraída por el
perfume de las flores, frecuentaba y recogía el
néctar para llevarse a su colmena. La espantaba a la
abeja, porque creía que estropeaba a sus flores hermosas y
entorpecía la realización de sus
sueños.

Fueron muchísimas las correrías tras la
abeja que día a día se repetía, hasta que,
en una noche de luna grande y muy redonda, en el silencio
misterioso de su adorado ejido, tuvo un dulce y placentero
sueño: Vestida de etiqueta, hermosa cual ninguna, le
visitaba muy alegre la abejita, a quién la corría
todas las mañanas de su fastuoso jardín; y con la
delicadeza de una visitante simpática, al oído le
explicaba que no era la única abeja que visitaba a sus
flores, que eran muchísimas, muy parecidas y que el
único afán, era el de recoger el néctar de
las flores para elaborar la miel.

También le decía que en sus patas traseras
acarreaban el polen de las flores para el alimento de sus
hermanas y hermanos pequeños; pero que al ir de flor en
flor ayudaban a que se polinicen para asegurar su
fructificación. Que no dañaban a las frutas, debido
a que no disponían de mandíbulas trazadoras y que
sus únicas herramientas eran la lengua y el buche para
succionar y almacenar el néctar, el agua y los
propóleos, las patas para acarrear el polen; y en el
interior de la colmena, las glándulas cereras y
faríngeas para la secreción de la cera y de la
jalea real, respectivamente.

Además le conversaba que tenía un
aguijón muy filudo en el término de su abdomen y
que lo utilizaba únicamente para defenderse de
algún enemigo que lo atacaría; pero que su veneno
servía para la curación de algunas enfermedades
como las del reumatismo y la artritis.

Así mismo, con una dulzura única le
decía: que vivían en colonias, dirigidas por una
Reina que era la madre de la colmena, que tenían varios
hermanos de madre que se llamaban zánganos y muchas
hermanas obreras que tenían muchísimas
responsabilidades y papeles que cumplir dentro y fuera de la
colmena, de acuerdo a la edad que iban atravesando; así
desde que nacían hasta que morían eran en su orden:
nodrizas, productoras de cera y jalea real, barredoras,
guardianas, ventiladoras, asistentes de las pecoreadoras;
recolectoras de agua, de néctar, de polen, de
propóleos. Que la Reina era la única hembra
perfecta, es decir, que estaba en capacidad de reproducirse luego
del vuelo nupcial y de poner huevos fecundos y no fecundados, que
podía poner de dos mil hasta tres mil huevos al día
en épocas de abundante floración y de condiciones
climáticas favorables. Que podían recorrer hasta
tres Kilómetros de distancia para recolectar el
néctar y el polen de las flores.

Del mismo modo, acariciándole la cabellera de oro
de la solterona y mirándola fijamente a sus ojos claros,
la abejita le confesó que, cuando despierte de este
apacible sueño y visite su jardín, en la esquina
del occidente de su granja, junto a la planta de arrayán,
en la casa abandonada de su perro fiel que murió hace un
año, se encontrará con una gigante colmena, que ha
venido desde el interior del bosque, buscando un lugar seguro
para radicarse y continuar con el trabajo laborioso y que
vendrán muchísimos enjambres mas y que ella
deberá proporcionarles unos cajones de bonitos colores y
organizar su apiario que se convertiría en una fuente
segura de ingresos económicos, fruto del trabajo abnegado
y generoso de las abejitas.

Como nunca, la hermosa solterona se había quedado
profundamente dormida, hasta que el sol ya había calentado
el ambiente y a media mañana, presurosa, se levantó
de su cama, se aseó, preparó y se sirvió su
acostumbrado y suculento desayuno. Acto seguido, fue a visitar a
sus ilusiones y de pronto recordó su sueño
misterioso y el mensaje de la visitante abejita; y, mirando a la
esquina de occidente, en efecto vio entrar y salir abundantes
abejas en la perrera de su fiel amigo que de viejo se
había muerto hace precisamente un año.

Ese día, como de costumbre, vino el hortelano a
realizar los trabajos de rutina de su huerta. Ella, por su parte,
sentía deseos de compartir su sueño con alguien de
confianza y sobre todo el hecho de la llegada de la colmena; y
efectivamente así lo hizo, le contó detalladamente
a su hortelano, con quién decidieron construir varios
cajones para albergar a los enjambres que llegarán para
radicarse en su propiedad y establecer un verdadero y gigante
apiaro.

Con su granjero asistieron a un curso de Apicultura en
la Capital, durante quince días seguidos, en donde
aprendieron paso a paso todos los cuidados que debían
prodigarlas a las abejas, como revisar al interior de las
colmenas, como protegerse para evitar el picado de ellas, como
cosechar y extraer la miel bajo las normas más
higiénicas, como curarlas cuando se enfermen, como
defenderlas de los enemigos, como evitar las enjambrazones,
etc.

Leonora, las había tomado tanto cariño a
sus obreras sin sueldo, a tal punto que se pasaba horas y horas
mirándolas el despegue desde sus piqueras, el aterrizaje
de las pecoreadoras y las acarreadoras del polen que
venían unas tras otras cargadas dos bolitas de colores en
sus patas traseras, la salida de los bulliciosos zánganos
que abandonaban sus colmenas para hacer sus necesidades
biológicas en horas de fuertes temperaturas, la fila de
abejas ventiladoras enfriando el interior de las colmenas con sus
movimientos rápidos de sus alas membranosas.

A cada colmena la bautizaba con el nombre de una flor de
su jardín y para establecer su registro le proporcionaba
un número, que lo marcaba con tinta orgánica
proveniente de las semillas maduras de arrayán en el lado
posterior.

Para la extracción de la miel, dispuso
confeccionar un extractor utilizando para el efecto un barril
viejo de roble que tenía almacenado en la bodega, en el
que tenía también una estructura de madera para
poder girar a los panales con una manivela con material no
corrosible.

Juntos con el hortelano, fueron aprendiendo y
descubriendo muchísimos secretos y aspectos de la vida de
las abejas: su reproducción, la metamorfosis, sus
necesidades y exigencias biológicas, los productos que
elaboran y recolectan, sus formas de vida, las enfermedades y sus
tratamientos, como cosechar los productos de acuerdo a las
exigencias del mercado; la cosecha de la miel, la
extracción y el envasado.

Como tenía abundante miel almacenada en su
bodega, era necesario incursionar en el mercado y para ello
había que buscar una marca. La búsqueda del nombre
y la elección no fue muy fácil. Finalmente, luego
de barajar algunos nombres decidió nominarla como "LA GOTA
DE ORO", marca que se hiciera famosa en el mercado local y
nacional sobre todo porque tenía la garantía de la
pureza. Era envasada higiénicamente, en envases nuevos de
cristal, esterilizados, bien etiquetados, con información
técnica y con una etiqueta con colores
llamativos.

Del trabajo abnegado de la apicultura, obtuvo
muchísimas satisfacciones, muchas amistadas y fama,
suficiente dinero para mejorar y garantizar su calidad de vida y
asegurar una radiante y longeva ancianidad, sobre todo porque
consumía religiosamente el polen, la jalea real y la miel
en el desayuno; propóleos para curarse de los
resfríos y de ciertas infecciones; pan de abejas cuando se
sentía agotada y anémica; y cuando sentía un
dolor de huesos o de la cabeza, acudía al veneno de las
abejas que se hacía picar a propósito. Para
mantener la delicadeza natural de su rostro, preparaba y se
untaba una crema en base a la cera que le producían sus
abejas.

Con el pasar de los años: de tantos inviernos y
veranos, de innumerables alegrías y contadas tristezas, de
muchísimas satisfacciones y de pocas desesperanzas, de
largas jornadas de trabajo y de profundas meditaciones, de muy
escasos padecimientos y nostalgias, con su rostro surcado pero
lleno de gozo, en una noche helada de verano, en su
plácida cama que lucía de fiesta de doncella,
Leonora le devolvió su vida a la existencia humana,
quedando en su fisonomía plasmada una radiante pincelada
de eterna placidez.

Cuando las abejitas de su colmenar se enteraron, armaron
una gran minga y una verdadera fiesta: con sus zumbidos le
entonaron mil cánticos, le bañaron de miel todo su
cuerpo y le recubrieron su cadáver con una película
de propóleos para que se conservara intacta, hermosa y
sonriente por centenares de años.

La leyenda del
café

Relata la leyenda que: hace muchísimos
años atrás, en una comarca montubia, propia del
entorno del sub trópico ecuatoriano, en donde las personas
caminaban bajo la espesa vegetación con los pies desnudos
sorteando el deslizamiento de serpientes y culebras de todos los
colores y tamaños; en donde las casitas de madera o de
caña y con techos de cadi , eran edificadas sobre unas
bases muy altas de azán para evitar que se inundaran en
los pertinaces inviernos, caracterizados por la abundancia de
agua proveniente de las estribaciones de la serranía y de
los aguaceros eternos; en donde los lechos de esteros secos de
verano, se convertían en verdaderos mares que
posibilitaban el traslado de los lugareños sobre
improvisadas balsas construidas de palos secos encontrados en la
selva.

En ese territorio tan distante de la
civilización; en donde los colonos prácticamente
convivían con la vida silvestre, que era abundante; en
donde había que inventar innumerables sistemas de
protección a favor de la vida de las personas y de los
pocos animales y aves domésticos; en donde había
que limpiar día a día el patio y los alrededores de
las casas con el machete o el rabón para evitar el
escondite de porfiados reptiles, roedores, anfibios y mas
extraños seres indefensos. Allí vivía con
sus progenitores una chica de cabellos rubios, de ojos azules, de
tés muy clara y que cuando los descubrió al mirarse
el único espejo natural de la poza de agua dormida del
estero, decidió cuidar su belleza para brindarla como
único y gran regalo al amor de su vida que en sus momentos
de soledad sentimental lo había imaginado.

Cuando experimentó la transición del
período de la adolescencia a su juventud, sintió
una extraña sensación: pérdida de apetito,
angustia y soledad, rebeldía sin causas,
incomprensión de sus semejantes, desánimo y
frustraciones, sueños lejanos e ilusiones tan distantes y
por supuesto un insomnio crónico que era aliviado con las
largas pláticas y monólogos con la luna o con las
estrellas cuando el cielo se despejaba o con la infinita soledad
que le rodeaba, que era su única y fiel
compañera.

En una tarde de crudo invierno, de pronto el cielo se
despejó y la lluvia se aplacó. Ella estuvo sentada
sobre un trozo de madera, que hacía de cómoda
butaca, en el corredor de su casita muy humilde que era el lugar
predilecto por el frescor que le acariciaba en tan insoportable
clima tropical. Casi recostado su rostro hermoso en sus manos
delicadas sobre el pasamano rústico, de pronto
observó que un pájaro de plumas muy brillantes y
negras, escavando con sus patas, depositó una semilla que
traía en su pico y luego la tapó para irse a posar
en una de las ramas de la planta de almendras que había
crecido, sin que ser humano lo sembrara. Esta planta muy hermosa,
servía de sombra fresca en las horas soleadas de las
tardes de verano y de gallinero seguro durante las noches que
eran entusiasmadas con verdaderas sinfonías de cigarras y
grillos enamorados.

Los días pasaban muy de prisa, mientras que las
noches eran eternas. Pero a pesar de todo eso, el tiempo no se
detenía y la semilla fue creciendo día a día
hasta que en el próximo invierno ya se había
convertido en un verdadero arbusto, hermoso cual ninguno,
único en su entorno, acariciado y cuidado por la hermosa
muchacha que nunca dejó de admirarlo y de
protegerlo.

Ella fue testigo de los primeros botones florales, a
quienes con dulzura de doncella los acarició. Vio como las
ramas delgadas y dóciles se iban cubriendo de
muchísimos brotes antes de su floración.
Observó con mucho esmero que abejas, abejorros y mariposas
de mil colores revoloteaban anunciando un verdadero
festín. Y a la hora precisa llegó a su lecho un
aroma nunca antes experimentado, es que su árbol
predilecto y muy perfumado se había vestido de blanco y
amaneció para adornar y aromatizar aquel ambiente tan
lejano pero tan lleno de la armonía natural.

Durante ocho días y noches que duró la
floración del árbol preferido, la vida de la chica
de los cabellos de oro se había trastocado. Sus noches
fueron apacibles: llenas de sueños y de fantasías,
de recuerdos agradables de su infancia, de imaginarios romances,
de dulces serenatas de grillos seductores, de suaves
melodías de encantadoras Valdivias, de románticas
sinfonías nacidas en el vientre selvático de la
inmensidad. Su rostro era más hermoso y sus labios
dibujaban sonrisas de prosperidad y felicidad. Durante este corto
tiempo pudo conciliar el sueño y recuperar las
energías perdidas en tan largas noches que no podía
dormir.

No dejaba de mirarlo, de acariciarlo y hasta de platicar
con el hermoso arbusto que adornaba el patio de su humilde casita
de madera rústica que con generosidad la acogía.
Miraba como iban engrosando los rosarios de semillas en las ramas
que con el peso cada vez se encorvaban más y
más.

Cierta día, en horas de la tarde, cuando el calor
tropical comienza a sofocar, luego de que había cumplido
con sus labores de ama de casa, ya que su madre tenía que
acompañar al trabajo de la parcela a su esposo, la
jovencita de los ojos azules, se había quedado
profundamente dormida bajo la sombra copiosa de la planta de
almendra que estaba muy cerca del arbusto de cafeto. Nadie lo
despertó, ni los zancudos se atrevieron; durmió
plácida y profundamente y en su rostro expresaba el
descanso y el gozo de un sueño nunca antes experimentado:
El árbol de café, con ardorosa unción y como
prueba de correspondencia por tanta atención le dijo con
dulzura al oído: que cuando maduren sus semillas, las
recoja, las retire sus cáscaras, las deje secar a la
sombra para que conservaran el aroma, las tueste en un tiesto
delgado de barro, las muela lo mas fino y con la harina de color
obscuro prepare una bebida y lo consuma con su familia en los
desayunos. Que la bebida preparada con dos cucharadas de
café molido y agua hervida le calmará la angustia
provocada por la soledad, que le dará nuevos bríos
cuando sienta el cansancio en las largas jornadas de trabajo. Que
servirá de medicina preventiva de muchas enfermedades
extrañas. Lástima que despertó antes de
recibir mas recetas; pero en su rostro dibujaba una felicidad
nunca antes experimentada y en su olfato quedó impregnado
el olor aromático de la taza café
preparado.

La fábula
del maguey

En uno de aquellos parajes extremadamente hermosos,
justamente conocido con el nombre de Chawarquingo, (esquina de la
cabuya) a poquísimos pasos de la línea ecuatorial,
de donde se le mira a la luna cuando está redonda,
más grande y mas brillante, que de ordinario; a muy lejano
tiempo atrás, un joven llamado José Manuel, pasadas
las cuatro de la tarde siempre esperaba escondido tras dos
plantas de cabuyas negras a su novia adorada. Cierta tarde, a
pesar del trinar de los gorriones y de los ruidos provocados por
el vuelo que hacían entre las ramas de capulí que
formaba parte de la cerca en el Chaquiñán,
escuchó un ruido extraño que le llamó la
atención.

Con la curiosidad propia de un verdadero perito,
agazapándose fue tras el ruido y pudo observar que con
sigilo entraban y salían varias lagartijas de entre el
asiento de las pencas de una de las cabuyas negras. Cuando estuvo
muy cerca, pudo percibir un aroma provocador por la dulzura que
atraía a muchísimas abejas y a varios picaflores
muy diminutos que estaban adornados de unas colas muy largas y
vistosas. Estos hechos le llenaron de mayor curiosidad que le
obligaron a acercarse cada vez más al sitio visitado por
las lagartijas, abejas y picaflores.

Una vez que estuvo entre las pencas y evitando ser
pinchado por las espinas, observó que a la altura de la
cuarta fila había una perforación muy redonda y
semejante al asiento de un pilche y en su interior un
líquido muy cristalino que sabía a un verdadero
manjar. La curiosidad iba en aumento cada vez más y
más, no se pudo contener y remojando el dedo índice
de su mano lo llevó a la boca para saborear y descubrir
que se trataba de algo nunca antes degustado. La delicia de
aquella exquisita bebida hizo que ideara un sorbete natural y en
efecto buscó entre la vegetación un tallo hueco y
lo sufrientemente largo que le pudiera servir para lograr el
objetivo final de saciar su curiosidad y con ella también
la sed. El joven curioso, había succionado hasta terminar
aquel néctar y dejar completamente vacío el
orificio. Como estuvo tan atareado en tan especial
acontecimiento, no se había percatado de la presencia de
su novia adorada que le estuvo esperando en el sitio que siempre
se encontraban y que de cansancio se regresó a su casa
royendo en su mente tantos pensamientos extraños,
posiblemente causantes del incumplimiento del compromiso de verse
todas las tardes a esa misma hora: llueva, truene o
relampagueé.

Habían caído las sombras de la noche y al
joven enamorado, que le había picado el bichito de
indagación, lamentaba el olvido de la cita amorosa y se
consolaba con el aroma y el dulzor de la bebida descubierta por
una pura casualidad. Por su mente pasaron muchas imágenes
de como obtener o preparar la bebida, y algo
más.

Por sus ocupaciones propias de la actividad
agrícola, no pudo regresar al siguiente día, es
más, tenía que darle una explicación a su
enamorada del por qué de su incumplimiento a la cita, pero
de su mente no se borraba ni se apartaba el acontecimiento
experimentado.

Regresó al tercer día y mientras se
acercaba a la cabuya negra, el olor era más fuerte y
agradable al olfato del joven preocupado. El orificio se
había llenado hasta desbordarse, las levaduras
habían hecho su parte y la bebida estaba muy bien
fermentada. El joven, utilizando el sorbete bebió hasta
saciarse. A los pocos minutos experimentó una
extraña sensación, se había embriagado, se
quedó tendido en el suelo profundamente dormido hasta el
siguiente día, en que sus familiares y vecinos del lugar
le encontraron con un fuerte chuchaqui, muy deshidratado y con
mucha sed que lo aplacó con varios sorbos de chaguarmishki
fresco.

Se armó una gran conferencia entre familiares,
amigos y vecinos del lugar. Hubo muchas preguntas e inquietudes.
Algunas ingenuas y otras acertadas ideas para la
extracción del chahuarmiski (dulce de cabuya). Hasta que
al fin el joven seducido, decidió contarles el
sueño que había tenido: Cuando las cabuyas lleguen
al estado de madurez, víspera de la salida del chawarkero
que coincide con la llegada de la Semana Santa, están en
condiciones de secretar el chahuarmiski y para obtenerlo, hay que
cavar un hueco lo más grande posible a la altura de la
cuarta fila de las pencas. Hay que taparlo con las mismas pencas
y esperar hasta el día siguiente en que las lagartijas
beban los primeros bocados y la bebida estará lista para
ser consumida con confianza por los humanos. La bebida fresca es
el mejor tonificante, es el mejor estimulante para el cansancio
en las jornadas fuertes del campo. Cocinado con arroz de cebada o
quinua es uno de los platos más nutritivos y deliciosos.
Todos los presentes, se habían quedado atentos escuchando
la versión del joven que muy entusiasmado no paraba de
seguir narrando su experiencia personal.

Uno de los presentes interrumpió para preguntarle
porque se había embriagado y la respuesta fue tan
sencilla: Estuvo fermentada y en ese estado se convierte en una
bebida que puede causar la pérdida de la conciencia. Todos
quedaron atónitos por la respuesta. Y continúo con
su relato: las pencas sacadas las espinas y picadas
servirían de alimento para los animales domésticos.
Los botones florales antes de que revienten sirven para hacer las
deliciosas alcaparras. Las flores que contienen abundante
néctar para alimentar a las abejas y picaflores. Los
chawarkeros secos para la construcción. Las pencas cuando
maduras para extraer finas fibras para varios usos.

En ese ambiente de amena narración, los vecinos
presentes escucharon el sonido melodioso de una bocina que les
convocaba a la minga de su comunidad y se retiraron muy de prisa
para cumplir con su obligación y saborear al final de la
jornada unos sorbos del delicioso Chawarmishki que se
había recogido durante la noche y el día de tal
perdurable acontecimiento.

Quito, Mayo 18 el 2011

Gracias por sus comentarios

 

 

Autor:

Napoleon Jaramillo

Quito – Ecuador

Partes: 1, 2, 3
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