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Tratado de derecho civil – parte general tomo II (página 3)




Enviado por Carla Santaella



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14

En cambio creen que es un derecho de propiedad con
caracteres singulares; SPOTA, vol.

3.5, nº 1689; LÓPEZ OLACIREGUI, en SALVAT,
t. 2, nº 1479-A.

(nota 9) C.S.N., 14/7/1926, Fallos, t. 146,
p. 363; íd., 15/9/1926, Fallos, t. 147. p. 154. (nota 10)
MACHADO, t. 6, ps. 221 y s., nota; BIELSA, 4ª ed., t. 2, p.
431, nº 430. En el

sentido de que le pertenecen también las que no
tengan dueño conocido, C.S.N.,

19/11/1924, J.A., t. 14, p. 692.

(nota 11) LLAMBÍAS, Derecho Civil, Parte General,
t. 2, nº 1351.

(nota 12) C. Civil 2ª Cap., 23/10/1939, L.L., t.
16, p. 616; C. Civil Cap., Sala D.,

19/8/1952, L.L., t. 68, p. 53.

(nota 13) C. Civil Cap., Sala D, fallo citado en nota
anterior.

(nota 14) C.S.N., 5/5/1888, Fallos, t. 33, p. 116; en el
mismo sentido, BIELSA, 4ª ed., p.

428, nº 430; LLAMBÍAS, t. 2, nº
1352.

1118/10150

2.— Bienes municipales

1118/808

808. RÉGIMEN LEGAL.— Son bienes
municipales, dice el artículo 2344 Ver Texto , los que el
Estado a los Estados han puesto bajo el dominio de las
municipalidades. Las leyes de organización de las comunas
determinan sus rentas y bienes.

Y puesto que estas entidades desempeñan en la
vida política de un pueblo una función
eminentemente estatal, forzosamente sus bienes están
sometidos al mismo régimen jurídico que los del
Estado. También ellos se dividen en públicos y
privados, siendo de aplicación los principios estudiados
precedentemente.

1118/10160

3.— Bienes de la Iglesia Católica (ver nota
1)

1118/809

809. DOMINIO PÚBLICO Y PRIVADO.— La primera
cuestión que se presenta en lo que atañe a los
bienes de la Iglesia Católica, es si ellos pertenecen a la
Iglesia Universal o bien a las iglesias parroquiales locales. El
Código ha resuelto que pertenecen a estas últimas
(art.

2345 Ver Texto , Cód. Civ.), adoptando así
el criterio de los canonistas, quienes dejan a salvo el derecho
de alta administración que corresponde al Pontífice
romano (ver nota 2).

La solución adoptada por nuestro Código es
importante, porque consagrada la independencia entre los bienes
de las iglesias y, por ende, la separación de sus
patrimonios, los créditos o deudas de cada una
serán también independientes y la Iglesia no
responderá por ellas (ver nota 3).

La vinculación estrecha que existe entre la
Iglesia Católica y el Estado argentino, la
protección que ella ha merecido de la Constitución
y de las leyes de la Nación por ser la religión
predominante en nuestro pueblo, la misión esencial que
desempeña en la vida nacional, y el hecho de ser una
persona de carácter público (art. 33 Ver Texto .
Cód. Civ.), impone consagrar también respecto de
sus bienes la distinción entre dominio público y
privado. Formarán parte del primero los afectados
directamente al culto, con todas las consecuencias que ello
importa: inembargabilidad, inejecutabilidad, inalienabilidad,
imprescriptibilidad, mientras dure la afectación (ver nota
4). Naturalmente, las autoridades eclesiásticas
serán las únicas que pueden desafectar esos
bienes.

1118/810

810.— El artículo 2345 Ver Texto permite la
enajenación de los bienes de la Iglesia de acuerdo con las
disposiciones eclesiásticas y con las leyes que rigen al
patronato. Las leyes

canónicas autorizan la enajenación en los
siguientes casos: a) Por evidente necesidad. b) Por utilidad
manifiesta. c) Por razón de empleo en obras piadosas (ver
nota 5). En todos los casos deben preceder deliberación y
autorización del capítulo. En cuanto al derecho del
patronato, se tendrá presente para determinar en cada caso
si el Estado puede o no, como titular de él, oponerse a la
enajenación.

1118/811

811. IGLESIAS NO CATÓLICAS.— Todas las
Iglesias no católicas son para nuestra ley, meras
corporaciones, personas jurídicas de carácter
privado (art. 33 Ver Texto , Cód. Civ.). De ahí que
no pueda hablarse en su caso de derecho público
eclesiástico. Sus bienes, así sean los relativos al
culto, se pueden enajenar, como los de cualquier persona
jurídica, de acuerdo con sus estatutos (art. 2346 Ver
Texto , Cód. Civ.).

(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: NAVARRO FLORIA, Los bienes
de la Iglesia, E.D., diario del 7/2/1990; SPOTA, A. G., El
dominio público eclesiástico, J.A., 1942-III, p.
911; DONOSO, J., Instituciones de derecho económico
americano, París, 1887, t. 3; CAMPOS y PULIDO, J.,
Legislación y jurisprudencia canónica
novísima, t. 3, Madrid, 1917.

(nota 2) DONOSO, op. cit. en nota anterior, t. 3, ps.
136 y s.; CAMPOS y PULIDO, op. cit. en nota anterior, p.
420.

(nota 3) Así lo resolvió la C. Civil,
2º Cap., 7/7/1942, J.A., 1942-III, p. 911.

(nota 4) De acuerdo: C. Com. Cap., 30/8/1989, E.D.,
fallo nº 42.083; con notas aprobatorias de USTINOV y
ESTRADA; NAVARRO FLORIA, loc. cit. en nota 1218; SPOTA, loc. cit.
en nota 1218; LLAMBÍAS-ALTERINI, Código Civil
Anotado, t. IV, art.

2345.

(nota 5) DONOSO, op. cit. en nota 1218, t. 3, ps. 140 y
s.; CAMPOS y PULIDO, op. cit. en nota 1217, t. 3, ps. 420 y
s.

1118/10170

4.— Bienes de los particulares

1118/812

812. PRINCIPIO GENERAL.— Después de
enumerar nuestro Código cuáles son los bienes
pertenecientes al Estado nacional o provincial, a las
municipalidades y a la Iglesia, dice que todos los demás
pertenecen a los particulares, sean personas naturales o
jurídicas (art. 2347 Ver Texto , Cód.
Civ.).

Sin embargo, como algunos casos especiales
podrían dar lugar a dificultades, en los artículos
2348 Ver Texto y siguientes se establecen estas
reglas:

a) Los puentes y caminos, y cualesquiera otras
construcciones hechas a expensas de particulares en terrenos que
les pertenezcan, son del dominio privado de los particulares,
aunque los dueños permitan su uso o goce a todos (art.
2348 Ver Texto ).

b) El uso y goce de los lagos que no son navegables,
pertenece a los propietarios ribereños (art. 2349 Ver
Texto ). Sin embargo, la reforma de los incisos 3º y 5º
del artículo 2340 Ver Texto por la ley 17711 ha limitado
muy sustancialmente el campo de aplicación de esta norma
(véase núm. 802, 5).

La ley habla de uso y goce, no de propiedad. Esta queda
reservada al Estado y forma parte de su dominio privado (ver nota
1). Sólo en caso de que todo el lago esté incluido
dentro de los límites de una misma heredad, creemos que
debe reconocerse el derecho de propiedad al dueño de
ésta. Tal es la solución que se desprende por
aplicación analógica del artículo

2350 Ver Texto .

c) Las vertientes que nacen y mueren dentro de una misma
heredad, pertenecen en propiedad, uso y goce, al dueño de
la heredad (art. 2350 Ver Texto ). Todas las demás
corrientes de agua integran el dominio público del Estado
(art. 2340 Ver Texto , inc. 3º).

1118/813

813. COSAS SUSCEPTIBLES DE APROPIACIÓN
PRIVADA.— El artículo 2343 Ver Texto enumera las
cosas sin dueño que cualquiera puede tomar para sí
por medio de la apropiación. Este es un modo de
adquisición del dominio que consiste en la
aprehensión de las cosas muebles sin dueño o
abandonadas por él, hecha por personas capaz de adquirir y
con ánimo de apropiárselas (art. 2525 Ver Texto
).

1) Los peces de los mares interiores, mares
territoriales, ríos y lagos navegables, guardándose
los reglamentos sobre la pesca marítima o
fluvial.

2) Los enjambres de abejas, si el propietario de ellas
no los reclamare inmediatamente; el dueño, pues, debe
perseguirlos de inmediato si quiere conservar su derecho sobre
ellos (véase arts. 2545 Ver Texto y 2546).

3) Las piedras, conchas u otras sustancias que el mar
arroja, siempre que no presenten signos de un dominio anterior;
si, por el contrario, se encuentran señales de una
propiedad anterior, deben aplicarse las disposiciones relativas a
las cosas perdidas.

4) Las plantas y yerbas que vegetan en las costas del
mar y también las que cubrieren las aguas del mar o de los
ríos o lagos, guardándose los reglamentos
policiales; este inciso no se aplica, como es obvio, a los
ríos y lagos que pertenecen al dueño de la heredad,
quien tiene derecho exclusivo a las plantas y yerbas.

5) Los tesoros abandonados, monedas, joyas y objetos
preciosos que se encuentran sepultados o escondidos, sin que haya
indicios o memoria de quién sea su dueño,
observándose las restricciones de la parte especial de
este Código, relativas a esos objetos. Es decir, que deben
observarse las disposiciones de los artículos 2550 Ver
Texto y siguientes, referentes a tesoros. Si hay indicios de sus
primitivos dueños y éstos no se hallaren, se los
considerará cosas perdidas.

(nota 1) LLAMBÍAS, t. 2, nº 1356; SALVAT,
Parte General, 5ª ed., nº 1522 y s.; MACHADO, t. 5, p.
228, nota.

1118/10180

CAPÍTULO XI

TEORÍA
GENERAL DE LOS HECHOS Y ACTOS JURÍDICOS

1118/10190

I. HECHOS JURÍDICOS (ver nota 1)

1118/10200

§ 1.— Concepto y
clasificación

1118/814

814. CONCEPTO.— Dentro del sinnúmero de
hechos que acaecen constantemente en el mundo externo, hay
algunos que tienen la propiedad de producir efectos
jurídicos. A éstos se los llama hechos
jurídicos (art. 896 Ver Texto , Cód.
Civ.).

Si se analiza esta relación entre el hecho y la
consecuencia jurídica, es fácil advertir que esta
última no deriva de alguna condición o calidad
propia de la naturaleza de ciertos hechos, sino simplemente de
que la ley así lo establece. De ahí que el hecho
jurídico pueda ser definido como el presupuesto de hecho
necesario para que se produzca un efecto jurídico; en
otras palabras, es el conjunto de circunstancias que, producidas,
deben determinar ciertas consecuencias de acuerdo con la
ley.

Los hechos que no tienen ninguna trascendencia
jurídica se llaman simples hechos; tales, por ejemplo, el
trueno, el vuelo de un pájaro, un eclipse lunar, la
lluvia, etcétera.

1118/815

815. CLASIFICACIÓN.— La naturaleza de los
hechos jurídicos es tan variada y multiforme, que conviene
clasificarlos a fin de introducir un orden en su
estudio.

a) Ante todo, pueden clasificarse en naturales y
humanos. Los primeros son todos aquellos que acaecen sin
intervención del hombre; así, por ejemplo, un
granizo que destruye una cosecha puede hacer nacer el derecho a
una indemnización si la cosecha hubiera estado asegurada
contra ese riesgo; un rayo puede, en algunos casos, dar lugar a
una indemnización de accidentes de trabajo. Los hechos
humanos son todos aquellos realizados por el hombre y que
producen efectos jurídicos: un contrato, un delito,
etcétera.

b) Asimismo, pueden clasificarse en hechos positivos o
negativos; los primeros importan una transformación
efectiva de ciertas circunstancias de hecho, tales como la
muerte, un delito, la aceptación de una oferta; los
segundos implican una abstención: la falta de

cumplimiento de una obligación de hacer o, por el
contrario, el cumplimiento de una obligación de no
hacer.

c) Los hechos jurídicos humanos pueden ser
voluntarios e involuntarios; sobre este concepto nos remitimos a
los números 816 y siguientes.

d) Finalmente, pueden ser lícitos e
ilícitos, según sean o no conforme a la ley. A su
vez, los hechos ilícitos se clasifican en delitos y
cuasidelitos. De ellos nos ocuparemos en los números 822 y
siguientes.

(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: CIFUENTES, Negocio
jurídico, Buenos Aires, 1986; ORGAZ, A., Concepto del
hecho jurídico, L.L. t. 59, ps. 892, y s.; El concepto del
acto jurídico, en Estudios de Derecho civil, Buenos Aires,
1948, ps. 128, s.; ALSINA ATIENZA, Los hechos jurídicos,
J.A., 1955-IV, sec. doct., ps. 57 y s.; BREBBIA, Hechos y actos
jurídicos, Buenos Aires, 1979; AGUIAR, H., Hechos y actos
jurídicos, Buenos Aires, 1950; PETRACCHI, Hechos y actos
jurídicos, Seminario dirigido por TORINO, E., Facultad
Derecho de Buenos Aires, 1938; FARINA, Hecho jurídico,
acto jurídico, negocio jurídico, J.A., Doctrina,
1975, p. 545; CASTÁN TOBEÑAS, Derecho civil
español, común y foral, 7ª ed., ps. 632 y s.;
BETTI, E., Teoría general del negocio jurídico,
trad. esp., Madrid, ps. 3 y s.; LARENZ, Derecho Civil, Parte
General, trad. esp., Jaen, 1978.

1118/10210

§ 2.— Hechos voluntarios

1118/10220

A.— CONDICIONES INTERNAS

1118/816

816. CRÍTICA DEL CÓDIGO.—
Según el artículo 897 Ver Texto del Código
Civil, hechos voluntarios son aquellos realizados con
discernimiento, intención y libertad. Y como consecuencia
lógica de esta premisa, el artículo 900 Ver Texto
dispone que los

hechos ejecutados sin alguno de estos elementos
internos, no producen por sí obligación
alguna.

Esta disposición merece dos serias objeciones:
por una parte, importa un concepto puramente doctrinal, impropio
de un Código; por la otra, significa enrolarse en la
concepción psicológica de los actos voluntarios,
dominante en la época en que VÉLEZ redactó
el Código, pero cuya insuficiencia y falsedad ha quedado
demostrada por la doctrina moderna (ver nota 1).

Por de pronto, es evidente que los tres elementos
internos del acto voluntario, enumerados en el artículo
897 Ver Texto , pueden reducirse a uno solo: la intención.
En efecto, si falta el discernimiento, no puede hablarse de acto
intencional, porque la intención presupone la aptitud de
discernir; tampoco puede decirse que un acto es intencional si el
agente ha obrado bajo violencia, lo que significa que la falta de
libertad afecta también la intención (ver nota
2).

1118/817

817.— Además, es falso que los actos
realizados sin discernimiento, intención y libertad no
produzcan por sí obligación alguna. El propio
Código, no obstante que ello importa una
contradicción palmaria, ha debido reconocer la plena
validez de actos en los que faltan aquellos elementos. Los actos
válidos de personas que carecen (por lo menos legalmente)
de discernimiento, son numerosísimos (véase
núm. 818). También lo son muchos actos en que falta
la intención. Así, por ejemplo, en materia de
error, el artículo 922 Ver Texto establece que se presumen
practicados sin intención los actos realizados por error,
lo que implica que tales actos deben reputarse involuntarios; no
obstante ello, poco más adelante dispone que los actos
realizados por error no excusable o no esencial (en los que, por
adolecer de error, falta intención) son válidos
(arts. 928 Ver Texto y 929). Del mismo modo, falta
intención en el caso de dolo recíproco y en las
declaraciones hechas bajo reserva mental (véase
núm. 828); y falta libertad en la hipótesis de
temor reverencial o de obligaciones contraídas en estado
de necesidad, no obstante lo cual, todos estos actos son
válidos (véase arts. 932 Ver Texto , inc. 4º,
y 940 Ver Texto ; y nuestro número 1170).

Estas contradicciones son inevitables si se adopta la
teoría psicológica de los actos voluntarios.
Según ya lo hemos dicho, esa posición es hoy
insostenible. Lo que interesa al derecho no son los procesos
íntimos, desarrollados en el fondo de la conciencia
individual, sino la exteriorización de ellos. El acto debe
ser reputado voluntario siempre que haya una declaración
de voluntad consciente emanada de una persona capaz (ver nota 3),
salvo, naturalmente, el derecho del autor de esa
declaración de impugnar su validez, cuando medie una causa
legal para hacerlo (dolo, violencia, lesión, fraude,
simulación, etc.). Sobre esta cuestión de
fundamentalísima importancia, hemos de volver más
adelante (véase núms.

828 y sigs.).

1118/818

818. LA CUESTIÓN DEL DISCERNIMIENTO.— Luego
de disponer el artículo 900 Ver Texto que los actos
celebrados sin discernimiento no producen obligación
alguna, el artículo 921 Ver Texto establece: Los actos
serán reputados hechos sin discernimiento, si fueren actos
lícitos practicados por menores impúberes, o actos
ilícitos por menores de 10 años; como
también los actos de los dementes que no fuesen
practicados en intervalos lúcidos, y los practicados por
los que, por cualquier accidente, están sin uso de
razón. Siendo el discernimiento un elemento inexcusable de
los actos voluntarios y tratándose de algo tan sutil y
variable según la edad y las personas, era inevitable
señalar una regla general que zanjase la dificultad, de
otra manera insalvable, de establecer cuándo existe o no
discernimiento.

Pero al trazar una regla fija, de validez general,
cualquiera sea el acto de que se trate, el Código se ha
alejado intolerablemente de la realidad humana. Si discernimiento
es una facultad elemental de valoración, es obvio que esa
facultad no se tiene invariablemente a una misma edad para
cualquier acto. Una criatura de 8 años puede discernir
perfectamente si los útiles de colegio que compra en la
librería son los que le ha pedido su maestra; si las
golosinas que adquiere son las de su agrado; si el ómnibus
que toma es el que la lleva a su casa. No tiene, en cambio,
discernimiento para entender el significado de un contrato de
sociedad o de constitución de hipoteca.

Este desacuerdo entre la norma legal (art. 921 Ver Texto
) y la realidad humana conduce a consecuencias
paradójicas. Según nuestra ley, una menor que
todavía no ha cumplido 14 años, puede, con
autorización judicial, contraer matrimonio; en cambio, esa
misma criatura no puede comprar una muñeca. Es decir, que
para un acto tan trascendental como el matrimonio, se ha
prescindido lisa y llanamente del régimen del
discernimiento (ver nota

4); en cambio, se lo mantiene para actos
baladíes. O mejor dicho, se lo pretende mantener; porque
las reglas jurídicas que violan elementales necesidades de
la vida social están inexorablemente destinadas a caer en
desuso; es así como ha debido reconocerse la validez de
numerosos actos, que nosotros hemos llamado pequeños
contratos (véase núm. 489), a pesar de ser
realizados por menores que todavía no han cumplido 14
años.

Todavía más contradicciones. Una mujer
casada a los 12 ó 13 años tiene, a partir de ese
momento, capacidad para realizar todos los actos de la vida
civil, con muy pocas excepciones. Inclusive puede disponer de sus
bienes (art. 135 Ver Texto ). ¿No era que carecía
de discernimiento?

Igualmente, el acto celebrado por un demente es
válido si quien contrató con él era de buena
fe y adquirió el derecho a título oneroso (art. 473
Ver Texto ).

Sigamos adelante. Hemos visto que hay muy numerosos y a
veces muy importantes actos jurídicos que pueden ser
celebrados por personas que legalmente carecen de discernimiento.
Pero hay más aún: no obstante haberse celebrado un
acto con discernimiento, intención y libertad, puede ser
nulo. Tal ocurre con los actos jurídicos celebrados por
menores adultos o sordomudos que no saben darse a entender por
escrito. Se dirá que no basta que estén reunidas
aquellas condiciones y que es necesaria, además, la
capacidad. ¿Pero entonces de qué sirve la
noción del discernimiento? Lo que hay que preguntarse, en
relación a los actos jurídicos, no es si se tiene o
no aquella aptitud psicológica, sino, simplemente, si se
tiene o no capacidad; basta con esto para que el acto sea
válido, porque este concepto involucra en sí el
discernimiento. Y si la ley no reconoce capacidad, el acto
será nulo, sea porque se carece de discernimiento o porque
se tiene un impedimento físico para ejercer los derechos
(sordomudos) o por una imposibilidad práctica de
ejercerlos (penados) o por otros motivos distintos (incapacidades
de derecho).

Recapitulando: no obstante reunir las tres condiciones
de discernimiento, intención y libertad, hay actos que son
nulos; no obstante carecer el agente de discernimiento, puede
realizar actos válidos. ¿En qué queda
entonces la teoría de la voluntad psicológica? (ver
nota 5).

1118/818

818. bis.— Hasta aquí nos hemos ocupado del
discernimiento en relación con los actos voluntarios
lícitos. Veamos ahora el problema en cuanto a los actos
ilícitos. Para el Código, los dementes, los menores
de 10 años carecen de discernimiento (art. 921 Ver Texto
), y no son responsables de los daños que causaren (art.
1076 Ver Texto ). Es una solución muchas veces inicua,
aunque sea una consecuencia lógica de la teoría de
lo voluntad psicológica; y, por ello, la ley 17711
introdujo una importante limitación a esta exención
de responsabilidad, agregando un nuevo párrafo al
artículo 907 Ver Texto . Hemos tratado esta
cuestión en otro lugar (núms. 550-551).

Cabe todavía señalar una
contradicción más, dentro del sistema del
Código. Los ebrios están privados
momentáneamente de su discernimiento (art. 921 Ver Texto )
y, sin embargo, son responsables de sus actos, a menos que se
probare que la embriaguez fue involuntaria (art. 1070 Ver Texto
). La solución es acertada, pero es preciso reconocer que
resulta incoherente con el artículo 921 Ver Texto
.

Ello significa que el Código se inclina por
soluciones injustas cuando permanece fiel a su concepción
psicológica de los actos voluntarios, y acierta cuando se
aparta de ella.

(nota 1) Con razón dice BEKKER: "¡Dios nos
libre de una escuela de civilistas psicólogos!", cit. por
FERRARA, La simulación de los negocios jurídicos,
trad. esp. Madrid, 1926, p. 28.

(nota 2) De acuerdo con esta observación, AGUIAR,
H., Hechos y actos jurídicos, Buenos Aires, 1950, t. I,
ps. 73 y 91, quien, sin embargo, no suscribe nuestra
crítica. En igual sentido, SALVAT, Parte General, 6ª
ed., nº 1576; SPOTA, t. 8, nº 1777.

(nota 3) De acuerdo: SPOTA, t. 8, nº 1777, p.
64.

(nota 4) Y hay que añadir que esta
solución se impone necesariamente, pues no es posible
negar el derecho de casarse a la mujer que se encuentra
embarazada. Lo que demuestra que el matrimonio no es solamente
una cuestión de desarrollo mental, sino también de
sexo y de desarrollo físico. Este acto tan importante pone
a prueba la teoría psicológica de la voluntad;
sobre el punto remitimos a nuestro estudio La teoría de
los vicios del consentimiento y en particular el error, con
relación al matrimonio, L.L., t. 74, p. 831.

(nota 5) Restaría, sin embargo, una
hipótesis en que la exigencia del discernimiento
parecería conservar su utilidad: nos referimos al caso de
los actos celebrados por ebrios y sonámbulos, que tienen
capacidad, pero que carecen de discernimiento y que por ello
serían anulables. Pero es obvio que para explicar la
nulidad de tales actos no es necesario recurrir a la
teoría de la voluntad psicológica. Lo explica muy
bien la de la declaración de la voluntad (véase
núms. 830 y sigs.). Esta teoría ha remarcado muy
especialmente la importancia de las circunstancias que rodean la
manifestación, a los fines de su validez y efectos. Porque
la declaración no consiste únicamente en las
palabras dichas o escritas, sino en la conducta exterior de una
persona que, según las circunstancias que la rodean y de
acuerdo con la buena fe permitan inferir la existencia de una
voluntad de obligarse. Va de suyo que los actos realizados en un
estado onírico, hipnótico o de ebriedad, carecen de
validez. Si ese estado fuere notorio, nadie podrá
prevalerse de una declaración de voluntad hecha en tales
condiciones, porque ello sería contrario a la buena fe; si
no fuere notorio, el que pretende luego desligarse de sus
compromisos alegando que dio su consentimiento en ese estado, no
tendrá medio de probarlo y la declaración
producirá todos sus efectos.

1118/10230

B.— CONDICIÓN EXTERNA

1118/819

819. LA DECLARACIÓN DE LA VOLUNTAD.—
Reconociendo la insuficiencia de los elementos internos de la
voluntad para conferirle valor jurídico, el
artículo 913 Ver Texto dispone que ningún hecho
tendrá el carácter de voluntario, sin un hecho
exterior por el cual la voluntad se manifieste. Es lo que se
llama la manifestación o declaración de la
voluntad.

Por declaración de voluntad debe entenderse no
sólo la palabra verbal o escrita, sino toda conducta o
proceder que de acuerdo con las circunstancias permita inferir la
existencia de una voluntad.

1118/820

820. DISTINTAS FORMAS DE MANIFIESTACIÓN DE LA
VOLUNTAD.— La declaración de la voluntad puede ser
formal o no formal, positiva o tácita, o inducida por una
presunción de la ley (art. 915 Ver Texto ).

a) Declaración formal y no formal.
Llámanse declaraciones formales a aquellas cuya eficacia
depende de la observancia de las formalidades exclusivamente
admitidas como expresión de la voluntad (art. 916 Ver
Texto ); ejemplo típico es el testamento, el casamiento,
etcétera. Declaraciones no formales son aquellas que no
están sujetas a ninguna solemnidad legal. De este tema nos
ocuparemos con la debida extensión en los
números

922 y siguientes.

b) Declaraciones expresas y tácitas.
Declaraciones expresas son aquellas en que la voluntad se
manifiesta verbalmente, o por escrito, o por signos
inequívocos (art. 917 Ver Texto ). Los ejemplos de la
última hipótesis son frecuentes en la vida diaria:
una persona sube a un ómnibus y, sin pronunciar palabra,
paga su boleto; o bien saca una revista de un puesto y deja el
importe; o bien levanta la mano en un remate para hacer una
postura. No han mediado palabras, pero la conducta ha sido
inequívoca e importa, por consiguiente, una
declaración expresa de voluntad.

El concepto de una voluntad tácita no está
bien logrado en el artículo 918 Ver Texto , que habla de
actos por los cuales se pueda conocer con certidumbre la
voluntad. Ahora bien: si de los actos realizados se desprende esa
certidumbre, es porque se trata de signos inequívocos,
como lo afirma el artículo 917 Ver Texto y, por
consiguiente, la manifestación es expresa. Está
claro así que, ateniéndonos rigurosamente a los
términos del artículo 917

Ver Texto , la única manifestación
tácita de voluntad sería aquella que, en ciertos
casos, se infiere del silencio. Pero lo cierto es que tanto en
muchas disposiciones del Código como en el lenguaje
jurídico más generalizado, se llama
manifestación tácita a la que surge de
la

conducta clara e inequívoca de una persona que,
empero, no ha dado un consentimiento escrito o verbal.

c) Declaración presumida por la ley. A veces, la
declaración de la voluntad resulta de una
presunción legal. Si la víctima de un delito hace
con el autor un convenio sobre el pago de los daños y
perjuicios, la ley presume que se renuncia a la acción
criminal (art. 1097 Ver Texto ); si un pagaré se encuentra
sin anotación alguna en poder del deudor, se presume que
su entrega le ha sido hecha voluntariamente por el acreedor (art.
878 Ver Texto ).

1118/821

821. EL SILENCIO COMO MANIFESTACIÓN DE VOLUNTAD
(ver nota 1).— En principio, el silencio guardado por una
persona con respecto a una oferta o a la conducta de otra, no
puede ser tomado como manifestación de voluntad (art. 919
Ver Texto , 1ª parte). Por silencio debe entenderse no
sólo el abstenerse de pronunciar o escribir palabras, sino
también la abstención de realizar signos
inequívocos, que permitan inferir la voluntad de una
persona.

Sin embargo, hay algunas hipótesis en que la ley
atribuye también al silencio el alcance de una
manifestación de voluntad. Esas hipótesis son las
siguientes:

a) Cuando haya una obligación de explicarse por
la ley (art. 919 Ver Texto ). Por ejemplo, si una persona es
llamada judicialmente a reconocer la firma que está al pie
de un documento y guarda silencio, la firma se tiene por
reconocida, es decir, que el silencio equivale a una
declaración de reconocimiento.

b) Cuando haya obligación de explicarse por las
relaciones de familia (art. 919 Ver Texto ). Ejemplo: si el
marido no impugna la paternidad del hijo dentro del año de
la inscripción del nacimiento o desde que tuvo
conocimiento del parto, caduca su acción de
impugnación (art.

259 Ver Texto ).

c) Cuando haya una obligación de explicarse a
causa de una relación entre el silencio actual y las
declaraciones precedentes (art. 919 Ver Texto ). Ejemplo: un
comerciante suscribe con otro un contrato mediante el cual
éste se obliga a hacerle entrega periódica de una
mercadería a un precio que se estipula y pagadero
trimestralmente, sujetando la duración del contrato a un
preaviso. Al cabo de un tiempo, el proveedor le hace saber al
otro contratante que la mercadería ha subido de precio y
que, en adelante, se la cobrará a tanto más. El
comerciante guarda silencio y sigue recibiendo la
mercadería. Este silencio debe ser interpretado como
aceptación del nuevo precio. Se ha resuelto también
que si avisado el

mandante por el mandatario, que se ha extralimitado en
sus poderes, guarda silencio, debe entenderse que ha habido
ratificación (ver nota 2).

d) A estos casos previstos en el artículo 919 Ver
Texto del Código Civil hay que añadir la siguiente
hipótesis: que las partes hayan convenido que el silencio
de una de ellas sea tomado como declaración de voluntad en
un sentido dado. En tal caso, es la voluntad de las partes la que
le confiere ese valor (ver nota 3). Ejemplo: dos personas
celebran un contrato de sociedad por cinco años de
duración y estipulan que el término se
prorrogará por cinco años más si las partes
no manifestaran su voluntad en contrario antes del primer
vencimiento.

(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: NOVILLO SARAVIA, L. (h),
El silencio en la formación de los contratos,
Córdoba, 1941; SPOTA, A.G., El silencio como
manifestación del consentimiento en los contratos, L.L.,
t. 24, p. 715; HALPERÍN, I., El silencio en la
formación de los contratos, L.L., t. 3, sec. jurisp.
extr., p. 33; DE DIEGO, El silencio en el derecho, Madrid, 1925;
MORAES LEME, L., Da efficacia juridica do silencio, São
Paulo,

1933; MELO, B., O silencio no direito, Lisboa, 1939;
OSSILIA, E., Il silenzio come dichiarazione de volantà,
Riv. Dir. Commerciale, 1924-II, p. 8; PACCIONI, G., Il silenzio
nella concluzione dei contratti, Riv. Dir. Commerciale, 1906-II,
p. 23; TESAURO, Il silenzio e l"omissione nella teoria degli
contratti, Torino, 1021.

(nota 2) C. Civil Cap., Sala E, 29/12/1952, J.A.,
1953-II, p. 490.

(nota 3) Véase NOVILLO SARAVIA, L. (h), El
silencio en la formación de los contratos, p. 51; y C.
Civil Cap., Sala A, 26/11/1962, L.L., t. 100, p. 498 y J.A.,
1963-II, p. 606.

1118/10240

C.— HECHOS ILÍCITOS

1118/11150

821 bis. CONCEPTO Y ELEMENTOS DE LOS ACTOS
ILÍCITOS.— Para que exista un acto ilícito,
del punto de vista del derecho civil, es indispensable: a) que
sea contrario a la ley; b) que haya ocasionado un daño a
terceros. En efecto, mientras no haya un tercero damnificado, no
interesa, en el orden civil, juzgar la actitud e ilicitud de la
conducta

humana, puesto que el interés es la medida de las
acciones. Este daño puede ser actual (ya producido) o
simplemente eventual (futuro y posible); aun en este
último caso, es evidente el interés de la
víctima de poder ejercer las acciones que eviten o
prevengan el evento dañoso. Así, por ejemplo, si
mediante dolo o violencia una persona ha conseguido de otra la
firma de un contrato que tendrá indudablemente para
ésta graves consecuencias económicas, habrá
derecho a reclamar la nulidad, aunque todavía no hayan
tenido lugar esas consecuencias dañosas.

1118/822

822. DELITOS Y CUASIDELITOS.— Los actos
ilícitos se clasifican en delitos y cuasidelitos. Los
primeros son aquellos realizados con la intención de
producir el resultado contrario a la ley; así, por
ejemplo, el homicidio o lesiones premeditados, el robo,
etcétera. En los segundos, en cambio, no media
intención, sino que el daño ha resultado de un acto
(o de una omisión) llevado a cabo sin tomar todas las
diligencias para evitar el daño: ejemplo típico es
el accidente de tránsito ocasionado por el exceso de
velocidad o por cualquier otra negligencia.

En el sistema seguido por nuestro Código,
también los cuasidelitos son actos voluntarios, en el
sentido de que han sido realizados con discernimiento,
intención y libertad (arts. 897

Ver Texto y sigs.); sólo que en este caso la
intención no estaba dirigida a producir el daño,
sino a realizar un acto que, por culpa o negligencia, ha
resultado dañoso.

1118/11160

822 bis. CONSECUENCIAS DE LA DISTINCIÓN ENTRE
DELITOS Y CUASIDELITOS.— Interesa formular con prolijidad
esta distinción, por las consecuencias que tiene en orden
a la responsabilidad del agente.

a) Si el hecho es culposo, el autor no responde de las
consecuencias casuales; pero sí responderá cuando
hay dolo y las tuvo en miras al ejecutar el hecho (art. 905 Ver
Texto ).

Vale decir que no basta que haya dolo (cuyas
consecuencias, en principio, son las mismas que las de la culpa,
art. 1109 Ver Texto ), sino que es necesario además que el
autor del hecho haya tenido en mira determinadas consecuencias
casuales al cometerlo. Basta con decirlo, para advertir que esta
diferencia tiene muy escasa significación, porque es muy
poco probable que un delito se cometa teniendo en mira una cierta
consecuencia casual y más difícil todavía
probar que se la tuvo en mira. Finalmente, si se prueba que se
tuvo en mira, será poco menos que imposible que se trate
de una consecuencia casual.

b) El coautor de un delito civil que hubiera indemnizado
a la víctima, no tiene acción contra sus coautores
para reclamarles la parte que a ellos les correspondiere (art.
1082 Ver Texto ); en cambio el coautor de un cuasidelito la tiene
(art. 1109 Ver Texto , 2º ap., agregado por ley 17711
).

c) Tratándose de un cuasidelito, los jueces
pueden disminuir equitativamente el monto de la
indemnización de los daños probados en
atención a la situación patrimonial del deudor; en
cambio, si hay dolo, los jueces carecen de tal atribución
y deben indemnizarse todos los daños probados a su
verdadero valor (art. 1069 Ver Texto , 2º ap. agregado por
la ley 17711

).

Agreguemos que la ley 17711 zanjó definitivamente
una cuestión que todavía daba lugar a
controversias, aunque la jurisprudencia se había inclinado
decididamente en favor del sistema hoy imperante (ver nota 1). La
cuestión era si la responsabilidad por los cuasidelitos
era o no solidaria para los coautores, como lo es indudablemente
en los delitos, por disposición expresa del
artículo 1081 Ver Texto . La ley 17711 adoptó la
solución de que la responsabilidad es solidaria en
cualquier caso. Ello resulta: a) de la supresión del
artículo 1108 Ver Texto , que para el supuesto de
cuasidelitos remitía a ciertos artículos relativos
a los delitos, entre los que no estaba el que establece la
solidaridad. Con esta supresión cobra plena vigencia la
regla del artículo 1109 Ver Texto que dispone que la
obligación de resarcir el daño en los cuasidelitos
está sujeta a las mismas disposiciones relativas a los
delitos de derecho civil, entre los que se cuenta la solidaridad;
b) más aún, el artículo 1109 Ver Texto
expresamente da por sentado que existe solidaridad en los
cuasidelitos al disponer que los coautores que han pagado el
total de la indemnización tienen acción de
contribución contra los restantes.

1118/823

823.— Es necesario no confundir el delito civil
con el criminal. El primero está caracterizado,
según ya lo hemos dicho, por la intención de
cometer el acto contrario a la ley. En cambio, delito criminal es
todo acto previsto y penado por las leyes penales, sea
intencional o culposo. De esta divergencia conceptual resulta que
muchas veces un hecho importa la comisión de un delito
criminal, pero no de uno civil, y viceversa. Así, por
ejemplo, un homicidio culposo, tal como el que resulta de un
accidente de tránsito, es un delito criminal, pero no
civil; antes bien, es un caso típico de
cuasidelito.

Además, el daño causado no es elemento
indispensable del delito criminal, como es en el civil; la simple
tentativa es un hecho punible.

(nota 1) C.S.N., 24/11/1941, L.L., p. 25, p. 581 y J.A.,
t. 76, p. 973; íd., 2/4/1948, J.A.,

1948-II, p. 99; C. Civil Cap., Sala B, 24/6/1957, L.L.,
t. 89, p. 481; C. Civil Cap., Sala C,

19/11/1951, J.A., 1952-II, p. 370; íd., Sala D,
17/11/1953, L.L., t. 74, p. 373; Sala E,

31/7/1961, E.D., t. 2, p. 567; C. Paz Cap. en pleno,
29/5/1956, J.A., 1957-I, p. 64; C. Apel. Río Cuarto,
24/12/1951, J.A., 1953-III, p. 222; S. T. Córdoba,
15/9/1944, J.A. 1944-IV, p.

746; etc.

1118/10250

II. ACTOS JURÍDICOS (ver nota 1)

1118/824

824. CONCEPTO E IMPORTANCIA.— Dentro de la
categoría de actos voluntarios lícitos existe una
especie, los actos jurídicos, que tiene una enorme
importancia en el campo del derecho. Es el medio con que cuentan
los hombres para establecer entre ellos el tejido infinito y
complejísimo de sus relaciones jurídicas. La
inmensa masa de actos jurídicos comprende hechos de tan
diversa importancia y naturaleza como, por ejemplo, las
pequeñas compras de mercaderías al contado
(cigarrillos, golosinas, comestibles, etc.), la
adquisición de un inmueble, de un establecimiento
comercial o industrial, un pago, etcétera.

No resulta extraño, por consiguiente, que los
juristas se hayan encontrado con serias dificultades para
formular un concepto que abarque actos tan diversos. En la
doctrina alemana la cuestión ha dado lugar a dificultades
tan graves, que WINSCHEID ha podido escribir: "En rigor,
aquí no se debería decir: negocio jurídico
es esto y esto, sino: por negocio jurídico, yo entiendo
esto y esto (ver nota 2).

De estas dificultades nos hemos librado en nuestro
derecho, merced a una acertadísima disposición
contenida en el artículo 944 Ver Texto , que define con
toda precisión el acto jurídico: Son actos
jurídicos los actos voluntarios lícitos, que tengan
por fin inmediato establecer entre las personas relaciones
jurídicas, crear, modificar, transferir, conservar o
aniquilar derechos.

1118/825

825. CARACTERES.— De esta definición se
desprenden los caracteres propios de los actos jurídicos:
1) son actos voluntarios; 2) son lícitos; 3) tienen por
fin inmediato la

producción de efectos jurídicos. Este
último es el carácter específico de los
actos jurídicos y el que permite distinguirlos de otros
actos voluntarios lícitos.

Sostiene DANZ que es inexacto que los actos
jurídicos se caractericen porque las partes se propongan
un fin jurídico. Lo que ellas se proponen es siempre un
fin práctico, generalmente de orden económico, pero
no uno jurídico. Cuando una persona sube a un
ómnibus, no procura celebrar un contrato de transporte,
sino simplemente hacerse conducir hasta el lugar de destino.
Cuando se compra una camisa, una corbata, nadie piensa en el
contrato de compraventa, sino en el placer que le deparará
la compra o en la necesidad que llena (ver nota 3). La
objeción de DANZ no nos parece decisiva. Es indiscutible
que las partes, al celebrar un negocio jurídico, tienen en
cuenta un fin de orden práctico; pero si ese fin
práctico tiene al mismo tiempo un resultado
jurídico, tal como la adquisición,
modificación o pérdida de un derecho, es
legítimo decir que las partes —sépanlo o
no— han estado persiguiendo un fin jurídico. Cuando
compro un paquete de cigarrillos, sólo pienso en el placer
que me deparará fumar; pero al hacer la compra he tenido
en vista adquirir el derecho a los cigarrillos. Es posible
también que quien viaja en subterráneo ignore que
ha celebrado un contrato de transporte e, incluso, que exista tal
contrato, pero, al pagar el viaje, ha tenido como fin inmediato
hacerse transportar a su destino, o sea adquirir el derecho a
ello.

1118/826

826. DISTINCIÓN CON OTROS ACTOS VOLUNTARIOS
LÍCITOS.— Según ya lo hemos dicho, los actos
jurídicos se distinguen de los demás actos
voluntarios lícitos en que tienen por fin inmediato
producir efectos jurídicos. En cambio, en los restantes
actos voluntarios lícitos las partes no se proponen un fin
jurídico que, no obstante, puede producirse por imperio de
la ley. Así, por ejemplo, el acto de alambrar un campo
tiene un fin exclusivamente práctico (evitar el paso de
hacienda); sin embargo, es un acto posesorio del que derivan
todas las consecuencias establecidas en la ley. El artista que
pinta una tela o que talla la piedra, sólo se propone
crear una obra de arte; pero, por imperio de la ley, se produce
un efecto jurídico, la adquisición del derecho
intelectual sobre el cuadro o la escritura (ver nota
4).

1118/827

827. TERMINOLOGÍA.— Nuestro Código,
siguiendo las huellas de la doctrina francesa, ha adoptado la
denominación de acto jurídico, que han seguido
también códigos tan modernos como el
brasileño y el peruano. En cambio, en el derecho
alemán, en el italiano y en el español se prefiere
la expresión negocio jurídico, dejando la de acto
jurídico para todos los actos voluntarios
lícitos.

(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: CIFUENTES, Negocio
jurídico, Buenos Aires, 1986; ORGAZ, El concepto del acto
jurídico en estudios de derecho civil, ps. 127 y s.;
íd., El acto o negocio jurídico, en Nuevos Estudios
de Derecho Civil, Buenos Aires, 1945, ps. 200 y s.; AGUIAR, H.,
Hechos y actos jurídicos, Buenos Aires, 1950; BREBBIA,
Hechos y actos jurídicos, Buenos Aires, 1979;
CASTÁN TOBEÑAS, J., Derecho civil español,
común y foral, 7ª ed., Madrid, 1949, ps. 655 y s.;
BETTI, E., Teoría general del negocio jurídico,
trad. esp., Madrid; CARIOTTA FERRARA, L., Il negozio giuridico
nel diritto privato italiano, Nápoli, 1949; SCIALOJA, V.,
Negozio Giuridico, en Nuovo Digesto Italiano, t. 8, ps. 973 y s.;
DANZ, E., Interpretación de los negocios jurídicos,
trad. esp., Madrid, 1926; ENNECCERUS-KIPP-WOLFF, Parte General,
t. 1, vol. 2, ps. 52 y s.; VON TUHR, A., Teoría General
del Derecho civil alemán, t. 3, ps. 161 y s.;
PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, ed. La Habana, t. 6, nº 46 y s.;
LARENZ, Derecho Civil, Parte General, trad. esp.,
Jaen,

1978.

(nota 2) WINSCHEID, Diritto delle pandette, t. 1, §
69, nota 1.

(nota 3) DANZ, La interpretación de los negocios
jurídicos, ps. 21, y s.; ORGAZ, que había
manifestado su adhesión al punto de vista de DANZ (El
concepto del acto jurídico, en Estudios de Derecho Civil,
p. 145), ha rectificado más tarde su opinión (El
acto o negocio jurídico, en Nuevos Estudios de Derecho
Civil, p. 213, nº 5).

(nota 4) ENNECCERUS los llama actos reales, que
serían una categoría dentro de los actos
voluntarios lícitos. Sobre la sutil y, a nuestro modo de
ver, muy discutible clasificación de estos actos, por este
autor, véase Tratado, Parte General, t. 1, vol. 2, ps. 11
y s.

1118/10260

§ 1.— La voluntad y la declaración en
los actos jurídicos

1118/828

828. EL PROBLEMA DE LAS DIVERGENCIAS ENTRE LA
INTENCIÓN Y LA DECLARACIÓN DE LA VOLUNTAD (ver nota
1).— Si bien lo normal en un acto jurídico es que la
intención coincida con la declaración de la
voluntad, suelen presentarse algunas hipótesis de
desencuentro entre ambas: a) cuando por error se manifiesta una
cosa distinta de la que en realidad se desea; b) en el caso de
reserva mental, o sea cuando deliberadamente se hace una
manifestación que no coincide con la intención,
haciendo

reserva interior de que no se desea lo que se manifiesta
desear; c) cuando se hace una declaración con
espíritu de broma o sin entender obligarse, como, por
ejemplo, las palabras pronunciadas en una representación
teatral; d) cuando se simula un acto jurídico; e) cuando
la declaración ha sido forzada por violencia o ha
resultado de un engaño.

La comprobación de la posibilidad de desacuerdo
entre la intención y la declaración hace inevitable
este interrogante: ¿debe darse prevalencia a la
intención sobre la declaración o a ésta
sobre aquélla?

Digamos, desde ya, que esta cuestión no ofrece
interés práctico en algunas de la hipótesis
señaladas; así, por ejemplo, en materia de dolo y
de violencia, en que la nulidad del acto se funda en el hecho
ilícito. En cambio, tiene importancia decisiva en otros
casos; tal, por ejemplo, en el error, y muy particularmente en el
delicado problema de la interpretación de los actos
jurídicos.

1118/829

829. TEORÍA DE LA VOLUNTAD.— La
teoría clásica sostenía el imperio absoluto
de la voluntad interna. Según ella, la esencia misma, el
origen íntimo y verdadero de toda vinculación
contractual es la voluntad de las partes. "Implicando la
noción de contrato — dice CELICE— el concurso
de dos voluntades internas, lo que hay que interpretar son esas
voluntades; todo lo que las acompaña, gestos, palabras,
escritos, etcétera, no son más que despreciables
vestigios de los procesos por los cuales se han dado a conocer"
(ver nota 2). La declaración sólo sería un
elemento formal, accidental; y la noble tarea judicial consiste
en desentrañar la verdadera voluntad de las partes y
hacerle producir efectos.

Esta teoría imperó sin
contradicción hasta principios del siglo XIX, en que los
juristas alemanes la hicieron objeto de duros ataques,
sosteniendo, por su parte, una doctrina objetiva, sustentada en
la declaración de la voluntad (ver nota 3).

1118/830

830. TEORÍA DE LA DECLARACIÓN DE LA
VOLUNTAD.— Dejando de lado algunas exageraciones que
condujeron a negar todo papel a la voluntad en la
formación de los actos jurídicos (ver nota 4), es
preciso destacar cuál fue el mérito principal de la
doctrina alemana: poner de relieve la importancia
principalísima de la declaración en la
formación de los actos jurídicos. No es exacto que
la declaración sea un despreciable vestigio de la voluntad
interna; por el contrario, forma con ésta un todo
indisoluble, a tal punto que no puede concebirse una sin la otra.
Para que la intención se transforme de fenómeno de
conciencia en fenómeno volitivo, es indispensable la
exteriorización; de ahí que ésta
sea

necesaria para la existencia misma de la voluntad y que
por consiguiente sea falso e impropio hablar de voluntad interna
(ver nota 5).

Por lo demás, y planteando la cuestión en
un terreno estrictamente jurídico, es necesario reducir a
sus justos límites el papel de la voluntad en lo que
atañe a los efectos de los actos jurídicos. Es
preciso afirmar que la fuerza obligatoria de los contratos no
deriva de la voluntad de las partes, sino de la ley. Es verdad
que al atribuirle esa obligatoriedad, la ley tiene en cuenta de
modo muy primordial el respeto por la voluntad del hombre; pero
también considera otros factores no menos importantes: la
obligatoriedad de los contratos es una exigencia ineludible del
comercio y de la vida social; media inclusive una razón de
orden moral en el cumplimiento de la palabra
empeñada.

Son muchos, pues, los factores que han inducido al
legislador a establecer la obligatoriedad de los actos
jurídicos y no tan sólo el respeto de la voluntad.
Prueba de ello es que ese efecto persiste, aunque cambie la
voluntad de alguna de las partes. "En el momento en que se dice
que mi voluntad me obliga —dice TARDE— esta voluntad
ya no existe; ella me ha devenido extraña, de tal modo que
es exactamente como si yo recibiera una orden de otro" (ver nota
6).

Pero es en la faz práctica en la que la
teoría clásica revela toda su debilidad. Es
evidente que la intención o voluntad íntima (como
tan impropiamente se llama) justamente por ser puramente
psicológica e interna, es inaccesible a los terceros y no
puede ser la base de un negocio jurídico, que por ser
fuente de derechos y obligaciones, quizá gravosas, debe
tener un fundamento concreto, seguro y serio, condiciones que no
podrán encontrarse en la simple
intención.

Resulta así evidente que la formación de
los contratos en general, no puede surgir sino de la coincidencia
de las voluntades declaradas, únicas que pueden conocer y
apreciar las partes. Ni éstas ni el juez llamado a
entender en un litigio, pueden ni deben intentar vanas
investigaciones psicológicas, destinadas a resultados
inciertos.

No debe pensarse, por ello, que la teoría de la
declaración menosprecia la intención; por el
contrario, su aplicación conducirá a respetarla en
la enorme mayoría de los casos, porque lo normal es que
las palabras de una persona coincidan con su intención,
tanto más cuanto que se trata de negocios jurídicos
en que precisamente por ser fuente de derechos y obligaciones,
las partes ponen un especial esmero en traducir con fidelidad su
pensamiento (para mayores desarrollos véase núms.
888 y sigs.).

1118/831

831.— La doctrina de la voluntad, llevada a sus
extremos lógicos, conduce a consecuencias inaceptables.
Así, por ejemplo, la obligación contraída
bajo reserva mental debería anularse; pero como ello
importaría premiar la mala fe, universalmente se admite su
validez. Pero si la voluntad psicológica es el origen de
las obligaciones contractuales y en este caso se prueba que no ha
existido tal voluntad, la obligación tendría que
ser anulada dejando a salvo el pago de daños y perjuicios.
Tampoco puede explicar la teoría de la voluntad que los
actos simulados (y, por lo tanto, no queridos) sean perfectamente
válidos respecto de terceros.

La aplicación rigurosa de la teoría de la
voluntad llevaría tal desorden e inseguridad al comercio
jurídico que todos los códigos, aun aquellos que
han llevado el dogma de la voluntad a los mayores extremos, han
tenido que hacer concesiones tales que, prácticamente, sus
soluciones no difieren de las que se desprenden de la
teoría de la declaración (ver nota 7). De lo
contrario se daría pábulo al engaño y a la
mala fe, pues la simple posibilidad de probar que se tenía
una voluntad distinta de la declarada para desligarse de las
obligaciones contraídas, abriría un ancho camino a
toda clase de artimañas para eludir el cumplimiento de
obligaciones legalmente consentidas. Así, por ejemplo, no
sería difícil preconstituir prueba documental o de
testigos para comprobar que se tiene una voluntad distinta de la
manifestada; si el negocio sale bien, se cumple el contrato y la
prueba se mantiene oculta; si sale mal, se exhibe la prueba
preconstituida y se pide la nulidad.

1118/832

832.— Los sostenedores de la teoría
clásica han pretendido formular algunas objeciones contra
el planteo de la doctrina de la declaración. Afirman que,
de aceptar plenamente su tesis, es decir, si nos
debiéramos atener únicamente a la
manifestación externa y no a la verdadera voluntad,
sería válido el consentimiento prestado por una
persona en estado de ebriedad o de hipnotismo. Pero tal
crítica es evidentemente superficial. La teoría de
la declaración —tal como nosotros la exponemos y
aceptamos— no desconoce el papel de la voluntad en la
formación de los actos jurídicos. Precisamente por
ello se llama teoría de la declaración de la
voluntad. Las palabras o gestos de una persona ebria o dormida no
constituyen la exteriorización de una voluntad. Más
que palabras son sonidos, que no pueden producir efecto
jurídico alguno. Para que la declaración sea
considerada como expresión de la voluntad, es menester la
intención de obligarse jurídicamente, tener
conciencia de que la manifestación que se formula puede
ser fuente de derechos y obligaciones (ver nota 8). Esa
intención o conciencia de obligarse, surge de las
circunstancias en que se la emitió y de la seriedad con
que se la hizo. Por ello la declaración hecha por un actor
a otro, durante una representación teatral en la que le
afirma que le pagará cierta suma de dinero, no da derecho
al segundo a reclamarle posteriormente esa cantidad; ni tampoco
tiene valor alguno una declaración similar, cuando ha sido
hecha con un claro y evidente espíritu de broma (ver nota
9). Porque por declaración de voluntad no debe entenderse
las palabras o gestos de una persona considerados en sí
mismos, sino que deben tomarse en cuenta también las
circunstancias en que se emitieron y que le dan un

significado peculiar (véase núm. 903). Por
ello DANZ define la declaración de voluntad como "la
conducta de una persona, que según la experiencia del
comercio social y apreciando las circunstancias, permite
ordinariamente inferir la existencia de una determinada voluntad,
aunque la persona de que se trata no tenga en realidad esa
voluntad interna que de su declaración se infiere (ver
nota 10).

La teoría de la declaración impone a ambas
partes el deber de obrar lealmente; de ahí que nadie
podría ampararse en las palabras pronunciadas por un ebrio
o un loco, para obtener ventajas.

1118/833

833.— En conclusión: la buena fe, la
seguridad de los negocios, la confianza que debe presidir las
relaciones humanas, están interesadas en que los actos
jurídicos reposen sobre una base cierta y segura, que no
puede ser otra que la voluntad declarada; las intenciones que no
existen sino en el espíritu de las partes, no entran en el
dominio del derecho. Bien claro que por declaración de
voluntad no debe entenderse tan sólo la palabra hablada o
escrita, sino toda conducta o proceder que de acuerdo con las
circunstancias y apreciada de buena fe, permita inferir la
existencia de una voluntad de obligarse (ver nota 11).

(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: BORDA, G.A., Error de
hecho y de derecho, 2ª ed., Buenos

Aires, 1950; CHABAS, J., De la declaration de al
volonté en droit civil français,
París,

1930; CHARMONT, J., De la declaration de la
volonté, Revue Critique, 1902, ps. 456 y s.; GOUMARS, N.,
Le rôle de la volonté dans l"acte juridique,
París, 1931; DEREUX, G., Estude des diverses conceptions
actuelles du contrat, Revue Critique, París, 1901, ps. 513
y s.; HAURIOU y DE BEZIN, La declaration de volonté dans
le droit administratif français, Revue Trimestrielle,
1903, ps. 543 y s.; LOUIS-LUCAS, P., Volonté et cause,
París, 1918; MEYNIAL, La declaration de la volonté,
Revue Trimestrielle, 1902, t. 1, ps. 550 y s.; PONCEAU, R., La
volonté dans les contrats suivant le Code Civil,
París, 1921; RIEG, Le rôle de la volonté dans
l"acte juridique en droit civil français et allemand,
París, 1911; SALEILLES, R., De la declaration de la
volonté, París, 1901; FERRARA, F.,
Introducción a su obra La simulación de los
negocios jurídicos, donde puede encontrarse una importante
síntesis de la doctrina alemana sobre esta materia; BETTI,
E., Teoría general del negocio jurídico, ps. 51 y
s.; DANZ, E., La interpretación de los negocios
jurídicos, trad. esp., Madrid, 1926; MC KEAG, E. C.,
Mistake on contracts, Studies in History, Economic and Public
Law, t. 23, nº 2, New York, 1905; CHEATA, C., Volonté
réelle et volonté declareé dans le nouveau
Code Civil Egyptien, Revue Internationale de droit
comparé, abril-junio

1954, p. 241.

(nota 2) CELICE, R., El error en los contratos, trad.
esp., Madrid, p. 16; véase también COELHO DE
OLIVEIRA, B., La doctrina del error en el derecho civil uruguayo,
Montevideo, 1937, p. 12.

(nota 3) Para un excelente resumen de la doctrina
alemana sobre este punto: FERRARA, F., Introducción a su
obra La simulación de los negocios jurídicos, trad.
esp. Madrid, 1926; y MC KEAG, Mistake on contracts, Studies in
History, Economic and Public Law, t. 23, nº

2, New York, 1905.

(nota 4) Además de los autores citados en nota
anterior, véase sobre este punto: DEREUX, G., De
l"interpretation des actes juridiques privés,
París, 1905, quien cita la opinión de SCHLOSSMAN,
en p. 328. El punto de vista que niega a la voluntad todo papel
en la formación de los actos jurídicos, ha sido
llevado a sus últimas consecuencias por KELSEN. Sobre su
pensamiento en esta materia, véase RECASÉNS SICHES,
L., Direcciones contemporáneas del pensamiento
jurídico, cap. V. nº 11 y s.; entre nosotros, adhiere
a su opinión, ORGAZ, A., El concepto del acto
jurídico, en Estudios de Derecho Civil, ps. 135 y
s.

(nota 5) De acuerdo: LOUIS-LUCAS, P., Volonté er
cause, París, 1918, p. 102; RIBOT, Malaties de la
volonté, 30ª ed., París, 1919, p.
37.

(nota 6) TARDE, G., Les transformations du droit,
2ª ed., París, 1894, p. 121.

(nota 7) Sobre este punto véase: BORDA, G. A.,
Error de hecho y de derecho, 2ª ed., Buenos Aires, 1950, ps.
46 y s., nº 48 y 49.

(nota 8) De acuerdo: ENNECCERUS-KIPP-WOLFF, t. 1, vol.
1, p. 58; BONFANTE y MESSINA, cit. por CARIOTTA FERRARA, Il
negozio giuridico, p. 394, nº 99; BETTI, Teoría
general del negocio jurídico, p. 126, nº
19.

(nota 9) C. Civil Cap., Sala F, 13/3/1979, fallo nº
77.495 con nota de acuerdo de

FLEITAS ORTIZ DE ROSAS.

(nota 10) DANZ, E., La intepretación de los
negocios jurídicos, p. 28.

(nota 11) Aceptó expresamente este criterio, tal
como lo manifestamos en el texto la C. Civil Cap., Sala E,
28/11/1961, L.L., t. 106, p. 93; también la Sala B,
27/12/1991, L.L. fallo nº 90.890.

1118/10270

§ 2.— Clasificación

1118/834

834. DISTINTOS CRITERIOS.— Para introducir un
orden dentro de la compleja trama que forman los actos
jurídicos, se los ha clasificado de acuerdo con diversos
criterios:

1118/835

835. a) Actos positivos y negativos.— En los
primeros, el nacimiento, modificación, extinción,
etcétera, de un derecho, depende de la realización
del acto; tal es, por ejemplo, la firma de un pagaré, el
pago de una suma de dinero, la realización de un trabajo o
de una obra de arte. En los segundos, en cambio, la conducta
jurídica consiste en una omisión o
abstención; tal es el caso de las obligaciones de no
hacer. El propietario de una casa alquilada a una tercero debe
abstenerse de perturbarlo en el goce de ella; en este hecho
negativo, en esta abstención, consiste el cumplimiento de
su obligación (véase art. 945 Ver Texto del
Cód. Civ.).

1118/836

836. b) Actos unilaterales y bilaterales.— Los
actos jurídicos son unilaterales cuando basta para
formarlos la voluntad de una sola persona, como el testamento.
Son bilaterales cuando requieren el consentimiento de dos o
más personas, como los contratos (art. 946 Ver Texto ,
Cód. Civ.).

Esta clasificación no debe confundirse con la de
contratos unilaterales y bilaterales. Los contratos son siempre
actos jurídicos bilaterales, desde que no existen sin el
concurso de voluntades; pero en orden a sus efectos, se llama
unilaterales a los que crean obligaciones a cargo de una sola de
las partes, tales como el depósito, la donación; y
bilaterales a aquellos que las crean para ambas, como la
compraventa, el contrato de trabajo.

1118/837

837. c) Actos entre vivos y de última
voluntad.— Los actos jurídicos cuya eficacia no
depende del fallecimiento de aquellos de cuya voluntad emanan, se
llaman en este Código actos entre vivos, como son los
contratos. Cuando no deben producir efectos sino después
del fallecimiento de aquellos de cuya voluntad emanan, se
denominan disposiciones de última voluntad, como son los
testamentos (art. 947 Ver Texto , Cód. Civ.).

1118/838

838. d) Actos gratuitos y onerosos— Actos a
título gratuito o simplemente gratuitos son aquellos en
que la obligación está a cargo de una sola de las
partes y responden a un propósito de liberalidad; tales
los testamentos, la donación, la renuncia sin cargo a un
derecho. En cambio, en los actos onerosos las obligaciones son
recíprocas y cada contratante las contrae en vista de que
la otra parte se obliga a su vez; así ocurre en la
compraventa, la permuta, etcétera.

1118/839

839. e) Actos formales y no formales.— Actos
formales son aquellos cuya eficacia depende de la observancia de
las formas ordenadas por la ley (art. 916 Ver Texto , Cód.
Civ.); y no formales aquellos cuya validez no depende del
cumplimiento de solemnidad alguna. Sobre esta importante materia
nos remitimos a nuestros números 922 y
siguientes.

1118/840

840. f) Actos de derecho patrimonial y de derecho
personal y familiar.— Los primeros son los que tienen un
contenido económico; los segundos, en cambio, se refieren
a derechos y obligaciones extrapatrimoniales (véase sobre
este punto el núm. 732).

1118/841

841. g) Actos de administración y de
disposición o enajenación (ver nota 1). —No
resulta sencillo delimitar con precisión estos conceptos.
La doctrina es poco precisa y nuestra ley positiva no ha
contribuido por cierto a poner claridad en las ideas (ver nota
2).

Acto de administración es aquel que tiende a
mantener en su integridad el patrimonio e inclusive a aumentar,
por medio de una explotación normal, los bienes que lo
componen. La explotación agrícola o ganadera de un
inmueble, la continuación del giro comercial de

un negocio, la reparación de un edificio para
mantenerlo en estado de habitabilidad o utilización, son
ejemplos típicos.

En cambio, el acto de disposición implica el
egreso anormal de bienes y, por lo tanto, una modificación
sustancial de la composición del patrimonio. A veces el
acto supone un empobrecimiento neto del patrimonio, como en el
caso de una donación; en otras hay bienes que ingresan en
compensación de los que egresan, como en la compraventa.
Pero en ambos casos hay, como se ha dicho, una
modificación sustancial y anormal de la composición
del patrimonio.

Es necesario destacar que la caracterización de
un acto como de administración o de disposición, no
depende casi nunca de la naturaleza jurídica del acto
mismo; es, como dicen PLANIOL y RIPERT, una operación
económica que puede efectuarse por medios jurídicos
diversos (ver nota 3). Así, la compraventa suele ser
citada como ejemplo típico de acto de disposición;
pero la venta del producto anual y regular de un establecimiento
agrícola- ganadero o industrial, es un acto de
administración. La locación importa por lo general
un acto de administración; pero cuando el tiempo convenido
es muy prolongado, ella supone afectar sustancialmente el valor
del inmueble. Por excepción, deben considerarse siempre
actos de disposición aquellos realizados a título
gratuito.

(nota 1) Sobre este punto resulta insustituible el
prolijo estudio de LAJE, E. J., Actos de administración,
de disposición y de enajenación, Rev. Fac. Derecho,
Buenos Aires, mayo- junio 1951, p. 603 y J.A., 1950-I, sec.
doct., p. 128; ver asimismo, ORGAZ, A., El acto de
administración en el Código Civil, Córdoba,
1948; y BETTI, E., Teoría general del negocio
jurídico, ps. 212 y s., nº 35 y s.

(nota 2) LAJE ha puesto de manifiesto las numerosas
incongruencias contenidas en el

Código Civil sobre esta materia, en
el estudio citado en la nota anterior. (nota 3)
PLANIOL-RIPERT-NAST, t. 8, nº 514.

1118/10280

§ 3.— La causa (ver nota 1)

1118/842

842. DIVERSOS SIGNIFICADOS DE LA PALABRA CAUSA.—
La palabra causa tiene en derecho dos acepciones diferentes: a)
designa, a veces, la fuente de las obligaciones, o sea los
presupuestos de hecho de los cuales derivan las obligaciones
legales: contratos, hechos ilícitos, etcétera (en
este sentido, art. 499 Ver Texto , Cód. Civ.); b) otras
veces, en cambio, es empleada en el sentido de causa final;
significa el fin, que las partes se propusieron al celebrar el
acto jurídico (en este sentido, los arts. 500 Ver Texto ,
501, 502,

792 Ver Texto , 926 Ver Texto , etc.) (ver nota
2).

El primer significado es ajeno a la teoría del
acto jurídico; sólo nos interesa el segundo. Y es
precisamente respecto de éste que se ha trabado un
interesantísimo debate doctrinario. Se ha discutido si la
causa debe o no ser considerada como un elemento esencial del
acto jurídico; se ha cuestionado incluso la propiedad de
la palabra causa; y, lo que es más grave, existen
profundas divergencias respecto de su significado, del punto de
vista jurídico. ¿Qué es la causa? Es
necesario confesar que los esfuerzos de los juristas por precisar
con claridad el concepto no han sido muy fructíferos.
Subsisten aún hoy, después de una
abundantísima literatura sobre el tema, profundas
divergencias. En los párrafos que siguen, daremos un
panorama general sobre esas divergencias.

1118/843

843. LA DOCTRINA CLÁSICA.— La doctrina
clásica sobre la causa encontró su máximo
exponente en DOMAT. Esta concepción es definidamente
objetiva: la causa es el fin del acto jurídico; cuando se
habla del fin, no debe creerse que se trata de los móviles
personales y psicológicos de cada contratante, sino de los
elementos que existen en todo contrato; por consiguiente, en los
contratos sinalagmáticos la causa de la obligación
de cada una de las partes es la contraprestación de la
otra; en los actos a título gratuito es el animus donandi,
o intención de beneficiar al que recibe la liberalidad.
Faltaría la causa si no existe contraprestación o
si no hay animus donandi.

1118/844

844. LA TESIS ANTICAUSALISTA.— A partir de un
célebre artículo publicado en Bélgica por
ERNST (ver nota 3), la teoría de la causa sufrió
rudos ataques de parte de los más ilustres juristas (ver
nota 4). PLANIOL la impugnó por falsa e
inútil.

Es falsa, sostiene, porque existe una imposibilidad
lógica de que en un contrato sinalagmático, una
obligación sea la causa de la obligación de la
contraparte. Las dos nacen al mismo tiempo. Ahora bien: no es
posible que un efecto y su causa sean exactamente
contemporáneos; el fenómeno de la causa mutua es
incomprensible.

Es inútil, porque esta noción de causa se
confunde con la de objeto; y, particularmente, la causa
ilícita no parece ser otra cosa que el objeto
ilícito.

Finalmente, en materia de actos gratuitos, el animus
donandi, considerado de una manera abstracta y con independencia
de los motivos verdaderos que inspiraron el acto, resulta una
noción vacía de todo sentido (ver nota
5).

1118/845

845.— El primer argumento de PLANIOL, resulta
más atrayente que sólido. Es evidente que, desde el
punto de vista lógico, un efecto no puede nacer
contemporáneamente con su causa. Pero es que no existe tal
contemporaneidad. El efecto —acto jurídico—
ocurre porque ya antes cada una de las partes había
querido, en su fuero interno, obtener lo que la otra
prometió al contratar. El proceso es éste: yo
quiero $ 100.000, por eso vendo mi casa. El deseo de obtener el
precio me ha determinado a vender; la causa ha nacido antes del
acto, no contemporáneamente con éste.

Más convincentes son los otros argumentos. En la
teoría clásica no se advierte con claridad la
distinción entre causa y objeto en los contratos
bilaterales. Muchos menos satisface la afirmación de que
la causa en las donaciones es el animus donandi; con igual
fundamento podría decirse que, en la venta, la causa de la
obligación del vendedor es el propósito de vender.
Hay una redundancia manifiesta; y la esterilidad del concepto
resulta patente.

1118/846

846. LA DOCTRINA MODERNA.— La tesis anticausalista
está hoy en franca derrota. La doctrina y la
legislación más modernas (incluso un Código
de tanto prestigio científico como el italiano de 1942,
arts. 1325, 1343, 1345) siguen reputando que la causa es uno de
los elementos esenciales del acto jurídico. Pero es
necesario reconocer que los ataques contra el concepto
clásico han sido fructíferos, porque han permitido
ahondar el análisis del problema y lograr una
concepción más flexible y útil. En esta
faena, la labor de la jurisprudencia ha sido primordial. Mientras
los juristas se sentían perplejos ante los vigorosos
ataques contra la teoría de la causa, los jueces
seguían haciendo una aplicación constante y fecunda
de ella. Esto estaba indicando que la noción de causa era
una exigencia de la vida del derecho.

Si la fuerza obligatoria de los actos jurídicos
se hace residir exclusivamente en la voluntad de los otorgantes,
es claro que la idea de causa resulta inútil: basta el
acto volitivo para explicar la obligación. Pero esta
concepción es estrecha, cuando no falsa. La tutela
jurídica

no se brinda a una voluntad cualquiera, vacía e
incolora, sino a aquella que tiene un contenido socialmente
ponderable. La sola voluntad, escindida de un interés
plausible que la determine, no es justificación suficiente
de la validez del acto jurídico, puesto que no es un fin
en sí misma. Quien promete, dispone, renuncia, acepta, no
tiende pura y simplemente a despojarse de un bien, transmitirlo,
sino que mira a alcanzar una de las finalidades prácticas
típicas que rigen la circulación de los bienes y la
prestación de los servicios en la vida de relación
(ver nota 6). Sólo así la declaración de la
voluntad merece la protección del derecho. El acto
volitivo, para ser fuente de derechos y obligaciones, debe estar
orientado a una finalidad útil del punto de vista social;
en otras palabras, debe tener una causa o razón de ser
suficiente. La idea de justicia toma así el lugar que le
corresponde en las relaciones contractuales. Y precisamente,
donde más fecunda se ha mostrado la noción de
causa, es sirviendo al ideal de justicia y moralidad en el
derecho (ver nota 7).

1118/847

847.— Según la doctrina más
difundida, causa es el fin inmediato y determinante que han
tenido en mira las partes al contratar, es la razón
directa y concreta de la celebración del acto, y
precisamente por ello, resalta para la contraparte, que no puede
ignorarla (ver nota

8). En los contratos onerosos, la causa para cada uno de
los contratantes será la contraprestación del otro,
integrada por todos los elementos que han sido determinantes del
consentimiento. En los actos gratuitos, la causa será el
propósito de beneficiar a un amigo o pariente, a alguien
con quien se mantiene una deuda de gratitud, o simplemente a un
extraño; o bien el deseo de crear una institución
benéfica o de ayudar a las existentes. No se trata ya
solamente del animus donandi, abstracto y vacío, de la
doctrina clásica, sino también de los motivos
concretos que inspiraron la liberalidad.

1118/848

848. DISTINCIÓN CON LOS MOTIVOS.— Es
necesario no confundir la causa con los motivos que han impulsado
a contratar. La primera es el fin inmediato, concreto y directo
que ha determinado la celebración del acto; los motivos
son los móviles indirectos o remotos, que no se vinculan
necesariamente con el acto. Así, por ejemplo, en un
contrato de compraventa de un inmueble, la causa para el vendedor
es el precio que ha de recibir; si ha realizado la
operación con el ánimo de costearse un viaje a
Europa, éste sería un simple motivo, que no afecta
en nada el acto. Estos motivos, por ser subjetivos e internos,
contingentes, variables y múltiples, son imponderables y,
por lo tanto, resultan jurídicamente intrascendentes. Es
claro que un motivo puede ser elevado a la categoría de
causa, si expresamente se le da tal jerarquía en el acto o
si la otra parte sabía que el acto no tenía otro
fundamento que él (ver nota 9). Un ejemplo, ya
clásico, lo muestra claramente: la compra de un
revólver se hace en vista de adquirir el arma. La causa es
lícita, aunque el móvil sea matar a un tercero.
Pero si el vendedor sabía que el revólver se
compraba con el fin de cometer el crimen, debe estimarse que la
causa misma del contrato es inmoral.

1118/849

849. DOCTRINAS OBJETIVAS.— En la doctrina italiana
predomina una concepción objetiva de la causa,
identificándola con la función
económico-social del acto. En este sentido, dice DE
RUGGIERO que causa es el fin económico y social reconocido
y protegido por el derecho; es la función a que el negocio
—objetivamente considerado— se dirige; es la
condición que justifica la adquisición en cuanto
excluye que sea lesiva al derecho ajeno (ver nota 10). Para
MESSINEO, la causa del negocio es su finalidad, en el sentido de
que el sujeto emplea el negocio como medio de obtener de
él un determinado resultado (que sirva para satisfacer una
necesidad y un interés suyos). Es la razón de ser
del negocio, por la cual éste se transforma de mecanismo
inerte en cosa efectiva. Se trata de una finalidad típica
y constante, cualquiera que sea el sujeto que se valga del
negocio y cualesquiera sean sus móviles individuales. La
causa es finalidad objetiva y no subjetiva (ver nota
11).

En una obra seductora, el jurista barcelonés
Joaquín DUALDE ha expuesto un punto de vista novedoso.
Según él, la causa en los contratos es el
consentimiento mutuo; no existe, por lo tanto, una causa para el
comprador (la prestación de la cosa) y otra para el
vendedor (la prestación del precio), sino que, mediante el
consentimiento, se quiere por las partes contratantes el total
contrato, las mutuas y dependientes obligaciones. El comprador
quiere su obligación y la del vendedor, y lo mismo el
vendedor. Se quiere el régimen, se quiere el mutuo
cumplimiento, se quiere la rescisión por incumplimiento.
Se quiere el mosaico, no sus piezas separadas, que se hayan de
ensamblar por vía de tanteo. Además, serán
con causa las normas imperativas en la zona imperativa del
contrato y los elementos de la teoría objetiva. Cuando el
consentimiento esté condicionado por una forma, como la
escritura, u otra circunstancia, todo ello integrará la
causa (ver nota 12).

849-1. LA CUESTIÓN EN NUESTRO DERECHO.—
¿Es la causa un elemento autónomo y esencial de los
actos jurídicos en nuestro derecho positivo? La
cuestión está controvertida; y es preciso decir que
la ambigüedad de los textos del Código ha dado pie a
esta divergencia. Para apreciar las dificultades, conviene
transcribir los artículos 499 Ver Texto a 502, en los
cuales se ha centrado principalmente la
discusión.

No hay obligación sin causa, es decir, sin que
sea derivada de uno de los hechos o de uno de los actos
lícitos o ilícitos, de las relaciones de familia o
de las relaciones civiles (art. 499

Ver Texto ). Aunque la causa no esté expresada en
la obligación, se presume que existe, mientras el deudor
no pruebe lo contrario (art. 500 Ver Texto ). La
obligación será válida aunque la causa
expresada en ella sea falsa, si se funda en otra causa verdadera
(art. 501

Ver Texto ). La obligación fundada en una causa
ilícita es de ningún efecto. La causa es
ilícita cuando es contraria a las leyes o al orden
público (art. 502 Ver Texto ).

Ninguna duda cabe de que el artículo 499 Ver
Texto se refiere exclusivamente a la fuente de la
obligación (contrato, voluntad unilateral, delito,
cuasidelito y ley); su texto es claro. La cuestión se
plantea respecto de los siguientes artículos: ¿se
refieren también ellos a la causa-fuente o, por el
contrario, aluden a la causa-fin?

La primera opinión ha sido sostenida desde luego
por autores anticausalistas; se hace notar que no es explicable
que el codificador haya dado un significado diferente a la
palabra causa en disposiciones ubicadas unas a
continuación de otras; además, como, según
ellos, la causa no es un elemento esencial y autónomo de
las obligaciones, se impone la conclusión de que todas
estas normas se refieren a la causa fuente (ver nota
13).

Pero otro sector muy importante de nuestra doctrina, al
que nosotros adherimos, sostiene que los artículos 500 Ver
Texto a 502 aluden a la causa-fin, es decir, al significado
propio que la palabra causa tiene en derecho (ver nota 14). La
simple lectura de los textos lo demuestra. Así, el
artículo 500 Ver Texto habla de la causa expresada en la
obligación; la obligación significa aquí
manifestación de voluntad, documento, contrato, en otras
palabras, la fuente. Obvio resulta entonces que cuando se alude a
la causa expresada en ella no se puede indicar también la
propia fuente, porque entonces el texto carecería de
sentido. Lo mismo puede decirse del artículo 501 Ver Texto
. No menor es la evidencia que surge del análisis del
artículo 502 Ver Texto . También esta norma
carecería de sentido si la palabra causa se refiere a la
fuente. Dispone que la obligación fundada en una causa
ilícita es de ningún valor; pero es que los hechos
ilícitos son una de las típicas causas-fuentes de
obligaciones. Es obvio, pues, que el texto se refiere a la causa
final de las obligaciones que nacen de la voluntad de las
partes.

Digamos, para concluir, que la jurisprudencia de
nuestros tribunales ha sido constante en atribuir a la palabra
causa, contenida en los artículos 500 Ver Texto a 502, el
significado de causa-fin; y que la aplicación que ha hecho
de ella ha sido fecunda.

849-2.— Sentado que el Código alude a la
causa final en estos artículos, cabe preguntarse si, no
obstante ello, es realmente ésta un elemento
autónomo de los actos jurídicos. El artículo
953 Ver Texto ha dado pie a que algunos autores sostengan en
nuestro derecho, con un significado novedoso, la tesis
anticausalista. Según ellos, la noción de causa se
resume en la de objeto. El artículo 953 Ver Texto , de tan
rico y valioso contenido, no aludiría tan sólo a la
materia del acto considerada en sí misma, sino
también al fin individual perseguido por las partes y al
fin social del acto. La amplitud de este precepto (véase
núm.

856) tornaría inútil la noción de
causa-fin (ver nota 15). Como los primeros anticausalistas
(véase núm. 844), estos autores identifican causa y
objeto; pero mientras aquéllos reducían la
noción de causa a la de objeto, éstos
amplían el concepto de objeto hasta confundirlo en el de
causa final.

No podemos compartir una opinión que, a nuestro
juicio, introduce confusión entre dos ideas que deben
separarse cuidadosamente. El objeto designa la materia de la
obligación, la prestación debida, que es algo
exterior a la personalidad de las partes; la causa forma parte
del fenómeno de volición (ver nota 16). Un ejemplo
pone en claro estas ideas. He aquí un legado de cosa
cierta. El objeto de este acto es la cosa legada; la causa es el
ánimo de hacer una liberalidad y, más aún,
la voluntad de beneficiar a determinada persona en razón
de haber sido el amigo íntimo o el sobrino predilecto del
testador.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14
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