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Variaciones de un desvarío



Partes: 1, 2

  1. Prólogo
  2. De los
    tiempos escasos
  3. Algodón de
    azúcar
  4. El
    sarcófago blanco
  5. Mi
    sentido pésame
  6. Carta
    mal hecha
  7. La
    canción de sabina
  8. Mensaje nuevo
  9. La
    sombra de una nota
  10. El
    inicio
  11. Alejandrías en la
    menor
  12. Entre
    un beso y otras despedidas
  13. El
    silencio del eclipse

Sempre dritto di là. Fino alla fine
del mondo

Alessandro Baricco

PRÓLOGO

Conozco a José: es joven. Decirlo así, no
aporta nada, pues sabido es que la juventud tiene mu- chas
falencias que la experiencia esparce parca- mente. Pero en
ésta etapa se es osado y audaz. José es osado y
audaz. Su escritura es clara: se- meja al vino fresco que sacia
la sed en días in- clementes, —como los de
ahora— pero es buen vino. Es vino cuyo tono se
logrará en la cava de su curiosidad, de su infatigable
lectura.

Quizá la mejor imagen que tengo de este joven
cuentista sea aquella de alguien que en medio de un puente olvida
los extremos y no recuerda de qué orilla salió ni
dónde se dirige y se inclina peligrosamente sobre una
baranda, mirando en las inefables aguas de Heráclito, el
de Éfeso, algún jirón de bandera al que
aferrar su marcha. Pero estoy convencido de su elección:
la utopía de la República de las letras, que, como
rumor de sirenas apenas audible, lo han seducido.

Lo demás, el lector lo
extraerá de su lectura… Quito, junio del
2010

Miguel R. Gavilanes M.

De los Tiempos
escasos

ALGODÓN DE
AZÚCAR

A Mariuxi Campoverde, porque los recuerdos
no perdonan

Aquel día, la vi y el caramelo se le salía
de los ojos. Gota a gota, lento, como un bolero o un vals. Ella
era aquella que me destrozaba el pen- samiento. Era lunes, creo;
y estábamos cami- nando por el parque que solía
decir, se parecía a aquellos distantes parajes japoneses
en los que los árboles de cerezo son un sendero de espe-
ranza. Yo la vi por vez primera de espaldas. Tenía el
cabello largo y suelto, le crecía la natu- raleza entre
los cabellos y los llevaba sujetos con una de aquellas piezas
artesanales. Un jean azul que era delicia en la vista, sus
zapatos de hada madrina, y sus manos pequeñitas de abril.
Aquella mujer sacaba una sonrisa pantagruélica cuando
alguien la veía por su espalda y le lan– zaba algún
piropo por su magnífico talle. Nunca vi algo parecido, ya
que entre tantas mujeres que yo veía en la calle siempre
resaltaba la mi- rada desafiante de aquellas que se enfadaban
porque algún intrépido se quedaba mirando de reojo
algo que se podía ver. Además no entendía
por qué es que se visten de una u otra manera y al llamar
la atención, se molestaban. Entre sus voces me encantaba
la que ocupaba en los en- sayos del coro donde cantaba, ella era
un hilo de luz, es decir su voz. Soprano. Con voces como la de
ella Walt Withman o cualquiera hu- biera podido escribir aquello
de: "y miro a la so- prano disciplinada… qué clase
de trabajo es éste comparado con el de ella?".

– Ves aquella figura de las nubes, parece un perro pero
feliz.

– Y es que no conoces perros felices?

– A parte de ti, no.

Y le miré con recelo las pestañas.
Caminamos a lo largo por el parque, hasta la llegada a un lugar
donde se podía yacer unos minutos antes de la despedida, y
como se sabe que, un adiós así, de golpe y porrazo,
duele menos que uno a plazos. A veces la vida no es suficiente
para pagarlo.

Ella tenía entre las manos un pedazo de mi vida
que pendía de uno de sus larguísimos
cabellos.

Ahora que lo veo desde lejos, desde acá, tantos
años después, aún duele saber que no fui
capaz

–tal vez el dolor de cabeza o el insomnio- de pe-
dirle que se quede.

– O sea que tengo cara de perro feliz…

Será tal vez por la naciente barba que me em-
pecinaba en dejarme crecer.

– Mañana ya me voy… ya sabes cómo
es esto de vivir.

– A ver estimada gurú… cómo es esto
de vivir?

– Es así… vos vienes me das un beso y me
dices que me quieres, luego te vas.

– Y en los días en que no me quiero
ir?

– Es porque tal vez si me quieres.

Cuando sus amigas me dieron la noticia de que la beca
para el extranjero le había salido, no sé
exactamente si me dio ganas de brincar… del tercer piso
donde ella estudiaba o de dibujar una boca de alegría con
una sonrisa incluida. Así que por coherente respuesta me
quede estático, frío, como una fotografía de
mí a mis seis años, cuando me escondía de mi
papá que me corre- teaba con la cámara. Cuando
estuve delante de ella, por supuesto no le dije que lo
sabía.

– Me dijiste que te vas…? Y a dónde si se
puede saber?

– Más allá del marcito, si ves…
para allá donde no te llegue el recuerdo de mi
olor

– Y por qué tan
trágica…?

– Porque tal vez también te quiero, y puede ser
que te extrañe, que te eche demasiado de menos.

– No dices que la vida es llegar, besar y luego
irse…

– Pero hay veces que una no quiere irse… vos me
acabas de decirlo.

Además para qué. Si le hubiera dicho
Quédate, al fin y al cabo me hubiera dicho: no puedo.
Mejor era hacerme ese nudo en la garganta. Por- que yo no
decía tal vez, la quería nada más, y tal vez
–ahora si ocupo el tal vez- después de estos largos
años la quiera todavía, de una ma- nera distinta,
más como a una comida que no se ha probado durante
algún tiempo.

– Y quieres que te acompañe al
aeropuerto?

– No, mejor me despido así, con una sonrisa de
esas tuyas, de irrefutable cariño.

Y es que de tantas despedidas uno se curte, se le hace
callo los sentimientos. Por ejemplo a mí. Desde aquel
día no me creció la barba nunca más. Porque
cuando se fue, por lo menos mis

deseos se fueron detrás de ese talle de virgen
au- xiliadora. Y uno de mis más fervorosos deseos era ese:
el de mi barba. Me escucho y qué cosas digo. Guardo mi
copia del periódico diario y lo pongo debajo del brazo,
porque tantas noticias malas a uno le entran ganas de tomarse un
café. Y efectivamente eso voy a hacer. Así me dis-
traigo.

– Buenas, me da un expresso por favor…

– El de la tacita pequeña?

– Si el de la tacita, pero sin azúcar.

Y pasaron mis días largos. Le reservé un
lugar especial en la narración de la historia de mi vida.
Como aquel que leí: "Cuando muñeca se
murió…" pero esta muñeca era algo inmortal,
de carne, hueso y ese talle, ese pelo. Pasaron
así.

Hago las clases en el colegio y me pareció hasta
gracioso cuando dejé de llamar a mis ex maes- tros:
maestros, y los alumnos empezaron aquella costumbre
conmigo.

El tiempo es así: llega, besa y se va. Pero ese
beso deja un tufo de muerte, de vejez extrema, encana los
sueños. Ese talle. Y escuchen ahí viene… es
la canción que escuchábamos antes de que ella se
fuera, antes de hoy. Como decía,

mi inglés también ha disminuido: "It may
not be the right time; I may not be the right one. But the
something about us I want to say… I need you more than
anything in my life". Y mírenme, estoy aun batiendo la
palma de mi mano dere- cha sobre mi muslo, sentado en la mesita
de la calle, el sonido del piano al inicio siempre me indujo a
eso. Y mi café que no llega.

– Y cuándo regresas?

– No sé…

– Quieres que te espere?

– Para qué?

– Para quererte.

– No mejor no… no es justo para vos, no mere- ces
eso.

Tanto así era su afición a la
predicción, que hasta sabía ya lo que merezco y lo
que no. Ahora ya después de tantos días de verla en
esas fotos macabras, ha pasado a mi lado, en la calle que es el
único común denominador que tene- mos. Esas gafas.
Pero ya no ese talle. Parece que se ha dedicado a ocultarlo. Y al
golpear mi hom- bro me ha mirado y me ha dicho: -lo siento ca-
ballero. Sabemos que esto pasó A.C. o sea antes del
café. Además ese caballero se oyó a: no me
acuerdo de tu olor. Pero hay algo que si está igual o sea
D.C. Sus labios, que venían jugando

con ese pedazo de nube color rosa. El perro feliz del
cielo. Pero color de rosa. Lo despedazaba, como alguna vez mi
recuerdo, se diluía entre su saliva, en lo más
profundo de su boca. El pe- dazo de nube dulce, como alguna vez
la escuché que lo llamó.

– Su café caballero…

O sea que es oficial. Ya dejé hace tiempo de ser
el agradable sujeto de los mil nombres y ahora solo soy el
caballero. Arturo tal vez pueda reci- birme ahora. Fui al
aeropuerto de todos modos, desde la ventana la vi utilizar el
aparato telefó- nico. El mensaje que me envío
decía: Jamás te olvidaré. Ha regresado, pero
tristemente me he dado cuenta de que no se le olvidó su
promesa. Sino más bien se le olvido recordar, y eso a
todos algún momento nos pasa. Casi al caer su nube al
suelo la tomé, acá, años
después.

– No se preocupe señorita, un resbalón lo
tiene cualquiera.

EL
SARCÓFAGO BLANCO

Entró en el baño de un color
blanco puro, de un olor casi neutro, como todo baño, de
losas que simulan el piso y espejos grandes yuxtapuestos a la
pared. Una bombilla blanca iluminaba la porcelana de los
lavamanos y de los urinales. Entró con apuro de aguas en
los pantalones (lo normal, después de haber bebido
líquidos toda la mañana) y con las piernas
imprevisiblemente tambaleantes. Se paró frente al urinal y
con di- ficultad abrió el cierre de su pantalón,
tomando en sus dedos el pasaporte al placer momentáneo y
fugaz. Mientras recordó el cuento aquel, más bien
lo vislumbró ante sus ojos. La muerte es tan inevitable
como reconfortante; la vida no es más que el pretexto
semi-cíclico de echarnos culpas diarias, sin un evidente o
lejano mo- mento de disculpas.

De tal modo que a pesar de medir la vida con un
termómetro limpio, la pena de la muerte se esconde
recónditamente en la esquina de los pensamientos
más secretos de cada uno. Pero el punto exacto era
¿por qué?, ¿por qué en el baño
inevitablemente público?, tal vez sería por el
color blanco hueso relacionado intensamente con una paz
metafísica y mortuoria.

Se le fue el líquido amarillo gota a gota, hasta
terminar por completo, pero cayó en cuenta de que sus
piernas aún conservaban ese temblor raro y molestoso; el
bicho calcáreo de la duda del vivir o el morir, se le
había ya, calado entre punta del órgano que acababa
de utilizar hasta la última neurona que se hallaba
trabajando. Aquella muerte enigmática y sin retorno, que
fue alivio de Aquiles y a su cuasi inmortalidad, o la muerte que
arrebató al mundo a Jesús, ne- cesaria sobre todo,
para limpiar al mundo de los pecados engendrados,
paradójicamente por su misma divinidad creadora, la muerte
negra como la parca de los sueños más
recónditos de un cementerio que se lleva siempre presente
en la mente, o a un Hades con su mano extendida llamando con
ternura de madre; todo llevado a un cerebro, tan solo por la
lectura de un párrafo del cuento aquel.

Caminó con lentitud, como quien camina hacia la
horca, o la silla eléctrica en nuestros moder- nos
países "desarrollados", abrió la llave del la-
vamanos y no se asombró por la terriblemente fría
agua que de él brotaba. Tanto frío introdu- jeron
en la mente aquellas "infundadas" ideas, que por un instante ni
la misma habitación le pa- reció distinta de
cualquier lugar. -Yo vuelo y nadie se da cuenta de que por
algún motivo ex- traño, la muerte a uno, le llega
no solo una vez, sino tantas que a veces es imposible contar,
nadie aún se da cuenta de que esa muerte que es el karma
de algunos, o el clímax de otros, es in- finitamente
cíclica y redundante, con sus mis- mas tretas. A cada uno
desde que nace, se le muere la paz, en primer lugar, las ideas
tan car- comidas por este imaginario mundo consumista y
vacío, nadie como yo, por lo menos-, se decía
solo.

Salió lentamente, cabizbajo, pensativo, -que hu-
biera pasado si esta parte que parece tan co- rriente y
cotidiana, no hubiera existido nunca, qué hubiera sido de
este mundo, con un Hitler aún vivo, o con un Buda
inmortal, tal vez, la contienda ideológica más
grande-.

Salió a la calle de siempre, sucia, gritada,
inmo- ral… santa de algún modo. Siguió su
camino,

hasta el callejón de la avenida que tantos le
bau- tizaron, con mucho amor, como el "matadero", no exactamente
por su semejanza al ruedo de la plaza, sino más bien por
la sangre que por aquel callejón corría muy de vez
en siempre.

-Si me muero ¿qué dejo? además de
un par de poemas a medio terminar y una colección de
discos piratas de Sabina ¿por qué las grandes ideas
se tienen que morir antes de nacer?

La muerte le rondaba por la cabeza, y por el libro que
traía bajo el brazo derecho. Su camisa como
comúnmente la traía, se batía con el viento.
–Y si me muero, a parte de mis materia– les impuros y
diarios ¿qué dejo? ¿qué idea con que
se alimente los desvelos de alguien?

Mientras que desde la otra esquina, ese ser hu- mano al
que le decían "rata", por amor a la re- tórica,
jugaba diabólicamente al son de la música del
viento, con su cuchillo de mesa, in- audito y anónimo. Se
acercó lentamente. –Y si mi muerte llega, como le
llegó a Aquiles, justo cuando más inmortal se
sentía-. Sintió inespe- radamente, el frío
acero de la punta del cuchillo, en su garganta.

– Mire jefe, no quiero hacerle daño, solo
quiero

la plata, para comer un pan-

– Tengo poco, pero llévatelo-

Metió la mano, en su bolsillo, miró al
frente para ver si alguien venía, y para atrás por
si al- guien quería ir de "sapo", y nada.

– Quiero el libro, algo me han de dar en el reci-
claje

– Todo menos el libro

– Mierda! que me des el puto libro

El joven de manos frías por el agua de hace un
instante, se estremeció, soltando el libro de ma- nera
leve y lenta, mientras el acero del cuchillo se deslizaba por su
garganta. Lo último que vio, fue el libro manchado de
rojo, con su propia sangre, en la página 171, con la que
conoció de mano en boca a su muerte querida, y
decía: "Sintió que si él, entonces, hubiera
podido soñar su muerte, ésta es la muerte que
hubiera elegido o soñado". Sintió el ruido de los
pasos de su ata- cante alejándose a prisa, cerrando los
ojos, pensó:

– Ahora es cuando nazco, por fin, vuelo y nadie se da
cuenta de que por algún motivo extraño, la muerte a
uno, le llega no solo una vez.

MI SENTIDO
PÉSAME

Te he encontrado el día de ayer en el
callejón donde te despedí hace casi cinco
años, y aún eres una parte de mí que
prefiero no recordar. Te he preguntado, ¿cómo
estás?, y me has res- pondido que te has mirado en el
espejo, y nue- vamente has encontrado existencialismo en el
reflejo; me has dicho que no fumas y me he ca- llado las veces en
las que te he visto por la calle echando bocanadas de humo gris,
tratando de disimular tu histeria colectiva y tu fobia a la so-
ledad. El día de ayer me has contado aquel sueño
extraño y me has pedido que aplique téc- nicas de
análisis psicológico, y se me hace raro que tu
vaguedad te recuerde a Freud, siendo como te has formado, y por
enésima vez te he dicho que soñar con dios no
significa que ese ser distante y mitológico quiera
hablarte, después de todo, tú aún no sabes,
que la biblia se ha relegado a ficción literaria, dios en
ella, solo habla y se manifiesta con personas atem- porales y
ficticias.

El parque en el que mirabas a esa
niña de carnes rosadas, a ésa misma que por la
noche extraña- bas a pesar de tu pequeña edad;
aún tiene dos canchas como antes, los juegos infantiles
que descansan sobre el cuadrado limitado del cés- ped,
aún son una serie de metales juntos que el tiempo, como a
todo, ha enmohecido. Las redes de metal que lo cercan nunca
fueron una metá- fora para ti, siempre entrabas y
salías de él las veces que te venía en gana
y lamentablemente eso es lo que esperabas de la vida, ¿no
es así? Los colores siempre te fueron secundarios, tu
mirada se basaba únicamente en algunos nom- bres,
solamente en eso.

El sueño que decías, te atormentaba y
liberaba, era tu respuesta a ese onanismo psicológico que
se creaba de tanta miseria que veías en las calles y
callabas por respeto al silencio.

El ruido de los autos, el tránsito, las personas
y la fastidiosa realidad en que nos han metido, fueron siempre,
el tema de tus iras contemporá- neas, tus maldiciones al
futuro y al presente, o

¿es que acaso nunca has maldecido a tu
vida?

Al dormir te encontrabas con dios y le pregun- tabas
irónicamente, según me decías:

– En tu infinita sabiduría, don
sabelotodo,

¿cuántos años tiene la tristeza y
la melancolía de este mundo?

– Un poco más que el llanto
desesperado.

– Y ¿quién ha decidido que existamos sin
licen- cia y sin frenos?

– Ese es un defecto de fábrica.

– ¿Y por qué en tu infinita bondad, la
gente se te muere de hambre y se mata en tu nombre y otras
cositas perversas que no digo por no poner colorada a la
virgen?

Silencio.

– Son fallas de programación. Hasta la perfec-
ción tiene un par de defectos.

– ¿Es que acaso somos máquinas de tu
juguete- ría planetaria?

– Son piezas de ajedrez. Exánimes pero diverti-
das. Y un secreto: hasta dios a veces pierde o se
equivoca.

Y llegabas a la conclusión de que dios no tiene
la culpa de nada, por ende, dios es nada, inexiste

en algún lado, de alguna manera; pero esto no nos
afectaría a nosotros directa o indirecta- mente. La culpa
es en realidad de uno mismo, por tratar de imitar saludos y
vidas, por tragarte la pastilla e irte a dormir calladito, la
siesta al rincón. ¿Te has analizado a ti mismo?,
ves que no es difícil, hasta opinar es un delito que vale
la pena cometer.

He recibido tu carta hoy a las ocho y media en punto, en
la mañana. Asistiré. Daré un abrazo a tu
madre, quien me preguntará ¿por qué? Y yo,
bajando la cabeza: no sé. Para serte sincero, me
gustaría fotografiar el orificio de tu cabeza si no me
tacharan de sádico, o me echaran flores pa- recidas, que
la gente no entiende, pero las utiliza como ofensa, incluso por
miedo. Como en la re- volución de 1810, te has volado el
cerebro, cre- yendo que las ideas que te han construido se
irán volando a la cabeza de otro incauto que haya
leído a Dávila Andrade o Palacio, igual que vos.
Plausible, pero ridículo.

El parque seguirá allí, y seguirás
visitándolo de alguna manera, a fuerza de
obligación, por com- promiso tal vez, pero muy en contra
de mis de- seos, te recordaré, vagamente, así como
se recuerda que se respira, o como se recuerda que mañana
también saldrá el sol. Tal vez,
después

de años, días, meses –el tiempo es
inicuo y lo de menos- te entienda, y mi muerte tenga un poco
más de sentido. O, ¿es qué acaso crees que
las muertes no tienen sentido? Y en el peor de los casos, si
fuera inmortal, lo trataría de llevar con paciencia,
recuerda, la esperanza es lo úl- timo que
muere.

CARTA MAL
HECHA

La diferencia definitiva entre el abismo sepul- cral
entre mi soledad y el paso inevitable hacia la muerte
infinita… es tan solo el miedo. Tú que estás
del otro lado, sabes que es siempre un poco difícil
empezar a sentirse solo, a pesar de toda la retórica
social, que nos rodea cada día, y que sin embargo en el
momento de la verdad se transforman en el estorbo más
significativo de la parodia cotidiana. De igual modo, Palacio
demostrado, en las definiciones intactas y níti- das de el
cubo predestinado para desnudarnos del mundo, pero tan solo por
las noches.

Hoy, en esta carta, me despido de cada una de las cosas,
que sin poder darse cuenta se han en- trometido tan torpemente en
mi vida, que se dará por finalizada hoy a las tres en
punto.

Espero que por bendición griega no se termine ni
el a ni el ?, menos los textos llenos de mi marcado fin, en el
techo de mi crepúsculo de luna.

Fechado para el 13 de Abril, del año cualquiera,
en la ciudad más lejana de la realidad. El que- rido
Alberto, el de la esquina y de las serenatas con canciones de
Benítez Valencia y Los Pan- chos, se ha quedado mudo,
parado en la calle, que triste lo ve. Mientras se confunde un
poco de la realidad intocable con la magia de las mi- radas de
las putas y de los borrachos embrute- cidos de tanta miseria y
las divinas providencias de el altar con tres velas de la
esquina, que le golpea de lleno y sin piedad en la
cara.

Doce del mediodía, con tabaco en mano y cien- tos
de hojas llenas con signos insignificantes pero puros
sentimentales, que los intelectuales llaman versos, inicia su
camino. En el bolsillo derecho de su chaqueta maltrecha por el
viento y los varios y duros días de uso, se hallaba tam-
bién la carta. Miró el reloj de la plaza, mientras
sintió el vació del resto del mundo. –Las
doce y no he ido al wáter- se le escapa la risa recor-
dando de nuevo a Pablito el loco, sin duda el más cuerdo
de las letras.

-Quién diría que a estas horas del
partido, se me ocurra pensar como gente-, dice. Alberto, el
triste, el bueno, el tonto, el crédulo, el guagua santo,
el de las medallas de oro en torneos de declamación, ese
mismo, que refleja, aún sin darse cuenta, a todos, que
creen que por una cosa ganada se ha ganado la vida misma.
Él ya sabía que la muerte es tan sólo el
pretexto para escaparse de la vida y se apuró para
esconder los cuentos de Dávila, para que no digan que la
decisión es por influencia de nadie, como que nadie camina
por que el otro respira, o que uno vive porque alguien que ya
vivió, se quedó plas- mado diacrónicamente
en las pupilas de la his- toria.

-La una y media, -ya me falta como media cua- dra para
llegar al cuarto- un par de monedas sue- nan en el bolsillo, las
cuales caen en la mano de un mendigo esquinero, para que no me
falten votos arriba, para entrar a lo bien y por la puerta
grande.

– Me da pena sabes, por la Carolina, que ayer no
más se entregó en cuerpo y alma a vos Al- berto,
porque se convenció de que eres un ma- chote y que no la
ibas a dejar sola. Me da pena por ella y del siguiente que
vendrá en su vida y la repudie por no tener lo que todo
hombre decente quiere.

Entró, el reloj marcaba ya las dos y media,
llegó y se sentó en la piedra que tenía de
cama.

TAS, TAS, la puerta.

– La renta vea, verá que si no me da la
plata yo le corto el agua y la luz o le cierro la puerta, oiga si
me oyó?

– Si doña Mechita, yo mañana le
dejó con la

Caro, ya.

Abrió el cajón de la gaveta y
sacó un par de na- vajas, una vela, un rosario, tres
cuadros de vír- genes y santos, se sentó frente al
espejo, abrió el papel, dejó la carta en el
escritorio, y leyó. La lágrima imperceptible del
miedo se le es- capó…

– Tal vez, mañana si me de la valentía, YA
DOÑA MECHITA SEGURO PARA MA- ÑANA-

Fechado para el 14 de Abril a las cuatro del
tarde…

LA CANCIÓN
DE SABINA

"Lo nuestro duró…", empezó de nuevo
la mal- dita canción de Sabina en la pocilga de bar que
encontré abierto a estas horas de la noche, qué
más da ahora, si me siento en una piedra y me tomo cicuta
fría, me sentará igual que el trago barato que
tengo en la mano; como si no fuera aún suficiente el
seguir pensando en esa mujer- zuela que se me voló de las
manos.

"En vez de fingir, o estrecharme una copa de celos, le
dio por reír…". Como me voy a olvidar si a las tres
de la tarde no más acababa de pasar, yo tranquilo,
disfrutando de mi día de soltería limitada,
aún leyendo: "Puedo escribir los ver- sos más
tristes esta noche", o dos páginas des- pués
acompañado de Gustavo y su "Yo sé un himno gigante
y extraño", pero tenía que irremediablemente
exterminárseme la alegría, los versos de paz y
amor, con tu cuadro de re- gocijo repudiable en los brazos del
tipo ese, el de la disco donde estuvimos hace unos días,
vos como toda una mujer llena de gracia, entrela- zada en los
brazos de ese pulpo ínfimo y super- ficial, mientras yo me
quedaba callado y escondido detrás del árbol de
eucalipto.

"Y me quedé como un perro de nadie ladrando a las
puertas del cielo…", por Dios, que alguien apague esa
canción que me está cortando las venas
medievalmente, es como si cada nota me durara en el oído
los veinte y cinco siglos de los argonautas; como me voy a
olvidar la gran mierda, si vos estabas con media lengua afuera
del hocico de ese bestia carnicero, mientras con sus manos
devoraba tus redondos glúteos con- tornados que mis manos
nunca toparon con la excusa de la moralidad y pulcritud que
ostenta- bas y así como la canción, hecho perro me
quedé, sacado la lengua y mojado por la lluvia que
comenzaba y vos, una donna, yo te creía mi amor
irremediablemente eterno y fiel, espe- rando como cojudo poder
tocar tus senos calien- tes en la noche y comérmelos a
besos, pero no, él en ese momento ya disfrutaba de su
dulce compostura con la mano que le quedaba libre, no te
extrañó ni el parque, ni la gente que
pasaba.

"Me dejó… la miel en los labios y escarcha
en el pelo…", callado me di la vuelta, me compré un
tabaco para el frío que sentía en la sangre por lo
que acababa de ver.

En la tarde me decías: -yo voy a la casa de la
Alicita, para que me iguale en la materia por la falta de ayer y
de paso aprovecho el tiempo para terminar el trabajo de la U,
perra de mierda. Yo decía: -bueno mi amor, te llamo para
ver cómo te va… Y nada, igual, si te hubiese
llamado me hubieras metido el cuento de que con ella esta- bas,
pero que salieron a comprar algo, me man- dabas uno o dos besos
por el teléfono, mientras yo me quedaba estancado
esperando que sean las 7 para irte a ver, no me alcanzaba ya ni
para el taxi, me tocaba a las 10 recién ver si me que-
daban buses porque tenía que darte tus capri- chos
virginales de la noche, que ya la manzana acaramelada, que ya las
papas porque tenías hambre; mientras él se fregaba
de la risa mien- tras te oía.

"Y regresé a la maldición del cajón
sin su ropa…", sinceramente este Sabina si sabe llegar al
punto que quiere y yo botado aún aquí, sentí
el infierno de Dante en mi carne, escribiéndote

"Andiamo fulana a impiegare la meravigla", en italiano,
para asombrarte, traduciendo poemas que creía que te
gustaban, terminaba el libro de García Márquez,
mientras tú te convertías en otra memoria de mis
putas tristes, ya entrabas en ese saco de las putas que pasaron
por mi vida y no me extrañaba.

Me llamaste a eso de las 8, enojada todavía, di-
ciendo que por qué me había demorado tanto y por
qué estaba borracho, y por qué no llegaba a verte;
todavía aún más descarada me dices, cuando
estés de ánimos buenos me llamas mi chiquito, yo no
me enojo contigo, no ves que yo solo a ti te amo.

Soñaba ver algún día tu cuerpo de
Venus, des- nuda, solo tapada con la sábana de mi cuarto,
a veces me masturbaba el cerebro con esa idea, vos hoy te pudres
en el fondo de este vaso, que es el último que me alcanza
con la plata con la que te iba a pagar el taxi. Mañana no
sé que vaya a pasar, ni aún sé qué
mismo vaya a pasar en la noche de hoy, me pediste que si estoy de
ánimo te llame, porque me amas solo a mí, y yo sigo
albergando esa transición de idea en mi ca- beza,
filosofando sobre el aquí o el allá, sa- biendo
perfectamente que ni siquiera donde yo estoy sentado en este
momento de verdad existe.

"Tanto la quería, que tardé en aprender a
olvi- darla 19 días y 500 noches…", mi historia
con- tinúa hasta que se me acabe el trago o la vida; pero
juro por lo más sagrado, que por esta cruz que llevo
colgada en el pecho, hoy te saco de mi corazón porque te
saco, mientras aún tengo el celular a mi lado, un poco de
trago en la botella, una desesperación que vale por cien,
y el ca- mino bifurcado entre la locura y una llamada.

MENSAJE
NUEVO

La sensación de vómito es indescriptible
en la garganta; tiene algo de peculiar, cosa que no se encuentra
en ninguna otra sensación, esto la hace muy
verosímil a la vida. El computador está aún
con la página de respuesta del correo electrónico,
en blanco. El cuarto que sirve de es- tudio, tiene un basurero
lleno de hojas arruga- das, escupitajos y algunas colillas
consumidas, es un laberinto donde se deleitan los microorga-
nismos, que formarán parte de algún ser,
algún día.

El correo que había recibido esa mañana,
decía: "La fotografía, amigo, del cigarrillo de
Diez- Canseco, está en mi archivo =)", y nada
más… y como la realidad es un donnadie, el todo,
por ende, queda descartado. Como preocuparse, como Palacio ya lo
citó con su teniente anó- nimo, de la uña
del pie de alguien, mucho menos del cigarrillo en la mesa,
besando un ce- nicero de metal plateado, consumido y casi sin
vida, traído al presente extinto, después de
años de muerte en el olvido.

Comparar entonces, una uña con un cigarrillo, es
sin duda alguna, una aberración psicológica
inevitable. El encuentro casual con aquella afir- mación,
era a su parecer, más importante que la fecha, relegada
para los calendarios o para los hombres comunes, aquellos que
acepten una burla más de la cotidianidad. La
fotografía en sí es un pretexto solamente, no es un
recuerdo, sino un presente congelado, sin tiempo y sin es- pacio,
donde es posible que exista un universo.

Recuerdo. Don Balón muere como vivió,
verbi- gracia, su pasión, su creación; Baldomera
podría haber fumado ese cigarrillo y no moriría
porque no existiera, más bien, sería la
metáfora misma.

¿Qué pruebas tenía y enviaba de que
fuera ver- dad lo escrito?, ¿para qué
serviría?

Escribió y luego borró, por parecerle un
labe- rinto las palabras, se afirmó, se levantó y
ca- mino pausadamente al librero que estaba al otro extremo del
pequeño laboratorio. Miró. Tomo en sus manos un
ejemplar de letras negras que decían: "Don Balón de
Baba" y pensó en Bor- ges: "Así como el griego
afirma en el Cratilo, el nombre es arquetipo de la cosa,
así, en la pa- labra rosa está la rosa, y todo el
Nilo en la pala- bra Nilo".

Tomó un abrigo de la silla y salió a paso
lento de la casa, pausado y sin remordimientos; tomó el
autobús que venía anunciando un destino –un
gusano acompasado que traga y vomita gente en las calles por un
precio casi módico- subió y se sentó cerca
de la ventanilla en la izquierda, tercera fila.

El destino final era desconocido.

En el mensaje de la mañana se presentaba un
emoticón desesperado que lo había dejado sin
palabras; un igual matemático, un paréntesis
gramatical, encerraban pictóricamente un senti- miento,
conclusión: la felicidad es matemática y
gramatical, por ende inexacta.

A la voz de "servidos señores", bajó y se
percató de lo inaceptable que era la música del mo-
mento; la ansiedad lo entrenó perfectamente en sus
años de soledad: aprendió a ser tolerante, en lo
que la palabra encerraba como significado.

Minutos más tarde estaba de nuevo con el sol en
la cara, un escupitajo más de Apolo en su en- trecortada
existencia. Encontró una nueva ma- driguera
improvisada.

Se podría decir que el ambiente es la
fotografía de la memoria y que no siempre es necesario un
Sancho Panza para empezar a extrañar la sole- dad. Ahora
el mundo es accesible, todo o su parte, entra en una pantalla,
burlándose una vez más de la omnipresencia de dios,
esta transac- ción de circuitos, nos hace posibles en cada
parte del mundo, en el mismo momento: ser dios detrás de
un ordenador. El computador es un artefacto que nos instala la
visión de dios en las retinas y en los dedos. Este acto
onírico y ri- tual, lo desligó de la vaguedad del
lugar, y la mesera se acercó:

– ¿Le sirvo algo señor?…

– ¿Tiene cigarrillos, como los de la
foto?…

– ¿Cuál foto señor?…

– Ninguna, solo deme un café expresso.

"Induzca joven, induzca" decía Palacio, y
así abrió la bandeja de correo entrante,
leyó de nuevo el correo virtual; no porque ahora no sea
presente significa que haya desaparecido, la fotografía
representa un posible existencial o un existencial imposible; las
sonrisas de las fotos fingidas en su mayoría, se conservan
como re- cuerdo tácito de un sentimiento inexistente, que
nunca fue, pero existe, por el simple hecho bor- giano
pictórico-fotográfico de la foto y de las
palabras.

Al nombrar las cosas, las creamos de alguna
manera.

La página de promoción interactiva
mostraba un precioso elefante "sereno, como la carne de la luna".
La mesera llegó con una pequeña taza hu- meante y
la colocó a su izquierda. Dio un sorbo corto, como quien
toma un bocado de felicidad.

– Señorita. ¿el elefante le parece
trascendente?

– ¿Trascendente?

– Importante, señorita…

– Me gustan los elefantes, son animales muy pa-
cíficos

– Y cuando caminan bailan ballet, sus patas lo
permiten…

La mesera se alejó lentamente susurrando a muy
baja voz: "Loco de remate".

Entendió. El objeto existe, no por su espacio y
su tiempo en este mundo, más bien, existe por la
relación enigmática que deja en el cerebro; la idea
que lo engendra. La fotografía es una idea, que opaca por
unos segundos la detestable rea- lidad.

El elefante parecía esperar. Arrastró el
puntero y guardó la foto en un archivo, memoria virtual,
un hueco que funciona como depósito de coin- cidencias.
Mensaje nuevo.

"Te he entendido amigo, gracias por la informa-
ción, yo he conseguido la foto del elefante via- jero,
recuerdas, el de Saramago", y nada más.

LA SOMBRA DE UNA
NOTA

"He aquí a una mujer de
inteligencia superior reducida

a la infelicidad por haberme
conocido…"

sTendHAl

A Sonia L. Montenegro

UNO

"A pesar de ser un paliativo temporal a una se- cuencia
de imágenes obtusas y contrapuestas, todas ellas comunes y
terrestres; para mí, eres mucho más que un nombre",
le escucharon decir algunas veces, entre dientes.

En las indefinibles bifurcaciones de las paredes de una
facultad cualquiera, se esconden rostros de morgue o de un
hospital lejano para ancia- nos, validados por los colores tan
vacíos que os- tentan. Así, el edificio es una
realidad válida, a diferencia de las ideas que son
metafísicas y en algún punto
condenatorias.

En algún piso –tal vez el cuarto o el
quinto- de ese edificio, un pequeño curso se llenaba de
una gran cantidad de estudiantes, donde se mezcla- ban colores y
texturas, su sinfín de objetivos y sus matices, sus
camisas de colores primarios y sus mochilas; era un deleite
observar aquel car- naval antropomórfico.

"El silencio es la filosofía de los fuertes"
decía Balzac. En un rincón del diminuto curso, un
si- lencio melancólico y pausado sobresalía de una
de las sillas ubicadas delante del pizarrón. La silueta de
mujer resaltaba el pequeño orificio verde del metal,
taciturna y lejana "como la tie- rra en la vendimia", su blusa
era blanca como la luna llena de las noches de invierno y sus
manos desvariaban entre un pequeño universo de
líneas y dibujos que hacía en el cuaderno a cuadros
que estaba frente a ella. Toda ella era fruta. Su pantalón
a cuadros destacaba su figura, muy al estilo de Isabel Freire,
por quien perdería la razón Garcilaso de la Vega.
Su silueta no era monótona. Sus caderas, sus pechos
resaltados, sus ojos, su pequeña boca… todo la
hacía símil al ordinario de lo femenino;
únicamente la pe- culiar energía que
despedía, la hacía diferente, ancestral. De esta
manera, no habría forma de llamarla única sin caer,
irremediablemente en la vulgaridad de lo común.

Luego de algunos minutos, entró el profesor que
acechaba las miradas impacientes de cada uno de los presentes,
tratando de encontrar el inicio de su perpetuidad en aquellas
mentes. "Divide et vinces" se decía y cada uno se
podía dividir en las infinitas partes que conformaban su
nada. Ella no.

La carrera extenuante en contra del tiempo había
empezado a las siete de la mañana, por lo que aquel cronos
se tornaba más insoportable de lo que ordinariamente es.
Después de quince minutos, alguien tocaba el hombro de la
mística y depositaba en sus manos un delgado trozo de
papel, doblado y arrugado.

"La timidez es mi constante, tu variable me hace menos
humano, tal vez humanoide. Son tus co- lores el vivo reflejo de
mi soledad".

Volteó su cabeza y miró rostros diferentes
pero similares. Algunos de ellos reían de algún co-
mentario sin sentido, otros, sin sentido, comen- taban.
Preguntó al hombre que estaba detrás, de quien
había recibido el pequeño billete. La voz de la
mística salía pausada y grave, con un tono
especial, mezcla de italiano y provincial. (Nexo narrativo entre
narrador y personajes). Una ino- cencia pura la hacía
menos común, se presentaba como un libro complicado de
encontrar cuyas ediciones se terminaron hace años, pero
algunas circulan como tesoros atlánticos. Cada cual se
disputa por conseguirla. Unos con fines cons- cientes y
válidos, otros en cambio, por pura vanidad.

Después, no hubo respuesta.

– ¿Quién lo envía?

– No lo sé, me llegó de
atrás…

– Señorita, ¿Le parece que dificulto su
diálogo?

Y el tono irónico saltaba de los labios, ahora
del profesor, un tono despejado y frío.

Al terminar la clase de aquel día, la
mística in- quirió a quien en su paso
encontró, en busca del emisor del minúsculo
mensaje. Y en aquel salón no había nadie que
respondiera a su incertidum- bre, ni se haga responsable de su
intranquilidad. El papel doblado había llegado por azar,
aquella palabra que reemplaza satisfactoriamente al tér-
mino suerte.

DOS

El día siguiente, tomó el mismo sitio del
día pre- cedente, lo instituyó como un santuario
personal,

donde no se molestaba en el camino del reloj, fatal y
desmenuzado, cíclico o estático. Justifi- caba la
visión del tiempo –o su omisión- me- diante
una sencilla metáfora; así la víctima
deberá ver a su futuro verdugo. El día de hoy
venía como selva: libre, alada, indomable.

De nuevo el golpe ligero en su hombre iz- quierdo y la
respectiva nota que decía:

"El conocerte ha marcado mis noches. Tú eres "el
recuerdo de tu presentimiento, porque yo te conocía antes
de haberme encontrado contigo"

Gil Gilbert me ha ayudado en lo
último.

Y mientras lo leía lo decidió, la
mística traicio- naría su soledad y su
melancolía, momentánea- mente, por cierto, no
podía –no concebía- pertenecer al amor y al
miedo de un anónimo, por lo menos no todavía. Hace
ya tiempo había renunciado a las prácticas sociales
marianistas dedicadas a la mujer y se sentía como la
Carmen de Merimeé, gitana y libre de ser disuelta en las
partículas más ínfimas del
tiempo.

Inquirió de nuevo. Hoy recibió una
respuesta. El papel había descansado ahí desde
antes del inicio de clases, con su nombre marcado en tinta azul.
Pequeña y silenciosa, como el alfil

del ajedrez, buscaba un sin nombre entre un mar de
nombres, buscaba una posibilidad de desar- mar a la
lógica. Al traicionar su pacto con la in- quebrantable
soledad, en parte, abandonaba un poco de sí
misma.

La mañana siguiente su puesto y santuario es-
tuvo vacío, indescriptible, era la imagen de un altar sin
santo a quien adorar. Los problemas de este "temblor ubicuo que
llamamos vida" como lo definiría Ortega, se hicieron
insoportable- mente presentes; como una espesa tela negra cu-
briendo el rostro del pasado, o como el pesado calor en las
mañanas de verano.

El pequeño papel de aquel día,
transitó fútil entre las manos, sus letras eran una
sinrazón en la inocuidad presente. Entre risas fue colgado
en la pared cerca de su silla, como en espera de la llegada de su
destinataria, para aguardarla a solas, mirando su sombra perdida
entre los di- bujos que había dejado como herencia en la
banca de la clase.

Partes: 1, 2

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