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El abandono y el olvido



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    El abandono y el olvido – Monografias.com

    El abandono y el olvido

    Reflexiones a partir de los lugares
    abandonados

    PRÓLOGO

    «Somos una enciclopedia de
    fatalidades»

    Cioran, Adiós de la
    Filosofía
    , pág. 99

    Desde muy chico me atrajeron los sitios abandonados, sus
    historias, rumores asociados, leyendas y silencios. Conocí
    algunos de los yacimientos arqueológicos más
    destacados de la América precolombina y
    "exploré" ciudades, casas, cementerios y hoteles
    que habían sido olvidados hacía años,
    incluso siglos. En ensayos anteriores intenté comprender
    los sentimientos y el imaginario colectivo que éstos
    despiertan, pero muchas ideas quedaron en el tintero. Son ellas
    las que ahora consigno en esta compilación.

    Cadáveres
    exquisitos

    • Detrás de cada lugar abandonado hay una
      historia que explica su condición. Pero esas historias
      permanecen, la mayor parte de las veces, envueltas en rumores
      y leyendas locales que exigen indagar a fondo, para alcanzar
      la "verdad". No siempre este objetivo se consigue.
      Las habladurías se mimetizan de tal modo con algunos
      sitios que pasan a formar parte del acervo histórico
      del lugar investigado, confundiéndose la
      fantasía con la realidad, y alimentando así el
      romanticismo que los espacios abandonados despiertan en
      quienes los recorren y estudian.

    • Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo
      haber sido un lugar abandonado, es una operación que
      se vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha
      imaginado con vida los lugares muertos? Pensarlos en sus
      horas de esplendor incitan a la nostalgia y nos alertan sobre
      nuestra inevitable decadencia.

    • Los lugares abandonados personifican, de un modo
      crudo y bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo.
      Son escenarios de la recolonización de la naturaleza y
      el más firme presagio de la victoria final de la
      suciedad y la basura.

    • Sin humanos no hay historia. Por eso, los lugares
      abandonados se reconvierten en "geografías del
      olvido
      " en las que sólo es posible reeditar un
      pedacito de su pasado. Su presente se sale de la historia. La
      deja fuera. De todas maneras, los objetos residuales de la
      presencia humana nos permiten -como arqueólogos
      urbanos
      – reconstruir el devenir cultural de esos
      lugares, reconciliándolos con nuestra especie. Se
      transforman en restos, en testimonios materiales de nuestras
      civilizaciones que, aunque mudos e inertes en apariencia,
      informan siempre de algo. La historia queda confinada,
      sitiada, por el desparpajo de lo sucio.

    • El silencio es quien somete, como un tiránico
      rey, a los lugares abandonados, condenándolos al solo
      sonido de las aves intrusivas que los anidan y
      regentean.

    • En los lugares abandonados rara vez los colores
      mantiene su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una
      pátina de tristeza cubre absolutamente todo, dejando
      -en larga agonía- espacios otrora llenos de vida, de
      proyectos y esperanzas. Descoloridos, olvidados, sólo
      les resta esperar su completa desaparición.

    • Tragedias hechas ladrillos. Así se
      explicitan. Así se los recorre. Entre ellos nacen las
      dudas. Abundantes, omnipresentes. Imposibles descartarlas.
      Inevitables ante cada mirada.

    • Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y
      la soledad meten miedo, ponen en efervescencia la
      imaginación, anunciando lo irremediable.
      Materializando el destino al que todos nos dirigimos. Tal vez
      sea ése el motivo por el cual tantas personas se
      niegan a visitarlos, renegando de ellos,
      esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca
      que poseen.

    • Los lugares abandonados personifican la muerte.
      Espantan a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes
      los exploran buscando en ellos el espíritu de
      aventura, tan ligado a los peligros de la "Parca".

    • El dominio de las grietas. El reino del papel que se
      tambalea y aún así resiste a las fuerzas del
      desgano, la desidia y el olvido. Un pacto faústico que
      desde el vamos se sabe incumplido.

    • Manchados, sucios, vestidos de polvo y mugre,
      humedad y óxido, los sitios abandonados son los
      muestrarios descarnados de la decadencia material de las
      cosas. Un anuncio. Una profecía autocumplida que
      dispone de todo el tiempo que existe para terminar de
      concretarse.

    • Los lugares abandonados son el campo propicio,
      fértil, de las metáforas y
      adjetivos.

    • El deterioro no respeta a ninguna
      institución, ni siquiera a los templos, capillas o
      iglesias. No hay fuerza universal que lo resista, ni voluntad
      omnisciente que lo detenga. Ante él los dioses se
      vuelven vanos.

    • Rodeados de vida, de voces, de sonidos urbanos, los
      lugares abandonados en el corazón de nuestras urbes
      remedan cajas de silencio y de decadente tranquilidad.
      Irónicamente la paz más absoluta se ha
      apoderado de ellos y el apaciguamiento experimentado en sus
      ambienten recrean en nuestra imaginación la falsa
      eternidad de aquellas cosas que parecen quedar al margen del
      tiempo.

    • Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los
      lugares abandonados nos engañan, porque el devenir,
      lento e inexorable, los fagocita y erosiona. Aún
      enmascarada, la muerte los acompaña.

    • Cada grieta es una historia ignota. Cada mancha de
      humedad una bofetada al "Progreso", en algún
      momento asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una
      decadencia particular.

    • Se los recorre en silencio, como se recorre un
      cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no
      fue. Lamentando lo inexorable. Preguntándonos "por
      qué
      ".

    • Podredumbre y abandono van de la mano. Por eso, el
      asco también está presente en muchos edificios
      abandonados.

    • Los lugares abandonados, como la basura, incomodan.
      Atentan contra el "buen gusto", y la convivencia con
      ellos se vuelve problemática. Asociados con el mal
      olor, las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor de
      nuestra cultura de consumo. Se transforman en el mejor
      ejemplo de lo inútil.

    • En un mundo agobiado por la idea de la eficiencia,
      la productividad, la ganancia, la utilidad y el beneficio,
      los lugares abandonados son un sinsentido. Una patada al
      hígado. Directa, certera. Despabilante. Movilizadora.
      Desechos que nos despiertan a una realidad alternativa que,
      aunque queramos esconderla, nos acompaña
      siempre.

    • Lo limpio y lo sucio. Lo habitado y lo deshabitado.
      Duplas inconmovibles. Eternas. Necesarias a la hora de
      comprender mejor el mundo de manera cabal;
      multidimencionalmente.

    • Hay un placer inherente a los lugares abandonados
      que se explicita especialmente en los niños y
      adolescentes. La aventura de recorrerlos no tiene precio. Es
      adrenalina pura; la esencia misma de la incertidumbre y la
      sorpresa. El solo ingreso en una casa vacía y
      deteriorada simboliza la ruptura controlada de las normas y
      leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de los controles
      que ejercen los adultos y el Estado, para jugar,
      apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el
      sentimiento de aventura y rebeldía.

    • Los lugares abandonados nos permiten digerir con
      más naturalidad el sentido de las
      decadencias.

    • Menospreciados y temidos. Evitados, especialmente
      por los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos
      cosas que rechazamos y que en nuestro imaginario aparecen
      asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los
      sitios que dejamos en manos del deterioro estén -como
      los cementerios- en las periferias de nuestras ciudades.
      Lejos de los vivos. La podredumbre se deja fuera.

    • Aún siendo los elementos líquidos y
      gaseosos los más contaminantes, las cosas que se
      deterioran -los objetos, casa, hospitales, hoteles, granjas y
      pueblos enteros- quedan asociadas a las enfermedades y las
      peste. Nos espantan.

    • No hay comunidad que no tenga su mansión
      embrujada. Desde la lúgubre Mansión
      Marsten
      de Salem"s Lot (principal protagonista
      de la novela homónima de Stephen King) hasta el
      abandonado Gran Hotel Viena del pueblo de Miramar,
      Argentina (supuestamente poblado de fantasmas) el imaginario
      literario y popular se abstrae del conocimiento racional y
      puebla los sitios deteriorados con fantasías morbosas
      que "meten miedo". En cada uno de esos casos es el
      contexto el que determina las historias y retroalimenta los
      temores inconscientes de la gente, recrea el folclore local y
      nos quita el sueño con leyendas moralizantes de alto
      impacto.

    • Nada es por completo permanente y limpio. Por
      sí solas las cosas se deterioran, envejecen. Se
      ensucian, desgastan y desaparecen. Algunas tardan poco, otras
      un poco más; pero todo es cuestión de tiempo.
      Al final del camino siempre está la muerte.
      Quizás sea por eso que los lugares abandonados, al
      materializar la impermanencia de todo aquello que
      culturalmente estamos educados para admirar, nos impacten
      tanto y sean tantas las personas que los rechazan.

    • Enmascaramos, ocultamos y maquillamos la decadencia.
      Detestamos la degradación y tratamos de evitarla.
      Miles de productos se venden a diario con el solo fin de
      luchar contra ella. Cremas, lociones, sesiones de
      electricidad, magnetismo y terapias de rejuvenecimiento. Un
      arsenal de elementos se acumulan en nuestros botiquines. No
      queremos ver nuestras arrugas. No deseamos observar nuestras
      canas y sufrimos cuando los vientres se abultan. No queremos
      hacernos viejos. Envejecemos con angustia. Y eso no es
      correcto o "natural". Lo emocional domina a la razón y
      es así como nacen los monstruos. ¿Y en
      qué otro sitio que no sea en un lugar abandonado
      crecen con mayor libertad esos miedos? Ellos nos anuncian el
      porvenir irremediable. La humedad, el desconche de la
      pintura, las rajaduras en la pared, los pisos levantados y
      vidrios rotos son excelentes metáforas que no podemos
      eludir y que, aún así, nos fascinan (como las
      historias de fantasmas).

    • Los lugares abandonados poseen un espíritu
      heracliano que, como el filósofo griego
      Heráclito, son ejemplos vivientes, concretos, de que
      todo cambia. Comprender el cambio es comprender el deterioro
      y la decadencia.

    • Pautamos la manera de ver el mundo marcando
      dicotomías. El dualismo no sólo se da entre el
      cuerpo y el alma, sino también en el resto de las
      cosas: útil o inútil, avanzado o atrasado,
      creciente o decadente, productor o consumidor, puro o impuro,
      habilitado o deshabilitado, ocupado o abandonado. Una cosa
      siempre excluye a la otra que, por lo general, tiene una
      connotación negativa. Así es la cultura
      occidental. Nos resulta muy difícil conciliar lo que
      parece irreconciliable como lo hace el Oriente, quedando esto
      más que claro en el símbolo del Yin y el
      Yang
      . Estamos partidos. Somos por demás
      analíticos. No es extraño que los sitios
      abandonados concentren esos aspectos negativos en contraste
      con los positivos, siempre asociados a los sitios poblados y
      vivos.

    • Gestionar la suciedad que nuestra especie produce es
      una de las tareas más extenuantes, caras e importantes
      que tienen los gobiernos municipales. Generamos miles de
      toneladas de basura por día, pero rara vez nos
      preguntamos sobre el destino final de nuestros desperdicios.
      Desde hace poco más de un siglo la mugre desaparece de
      nuestra vista por las noches y amanecemos con las calles
      relativamente limpias, siempre y cuando tengamos la suerte de
      pertenecer a una clase social capaz de pagar con impuestos la
      gestión de esos desechos. Enmascaramos el hecho de ser
      animales sucios y cuanto más lejos estemos de esa
      basura, mayor tiende a ser el status social que poseemos. De
      ahí que "lo sucio" esté mal
      conceptuado y sea asociado con los barrios bajos y
      países pobres, cuya relación con los desechos
      es vista como algo más "natural" y
      productivo. Se puede vivir de la basura, por lo tanto la
      sensación de asco que ella produce es una
      construcción cultural e históricamente
      condicionada. Bastaría con leer las descripciones que
      nos llegan del pasado para advertir que nuestras propias
      ciudades en la antigüedad eran, a nuestra sensibilidad
      actual, literalmente asquerosas (incluso aquellas que solemos
      asociar con la belleza más pura; como Florencia, en
      Italia). En el pasado se convivía con la mugre. Por
      tal motivo, los lugares abandonados remedan un particular
      viaje por el tiempo. Un viaje donde los sentidos se ven
      excitados por todo aquello que nos produce o anuncia
      mitos.

    • Los lugares abandonados representan la derrota de
      una ofensiva culturalmente elogiada: la de la limpieza. En
      ellos la responsabilidad social se diluye, y la tarea de
      eliminar las cosas indeseables queda abortada. La
      acumulación de objetos, pocas veces, les adjudica a
      los mismos el status de "antigüedades". Si bien guardan
      el atractivo de estar asociados con un previo uso humano,
      carecen de dos características necesarias para ir
      directamente a los aparadores de un museo: no están
      limpios, ni son diferentes o guardan notas distintivas con el
      resto de las cosas. Son chatarra. Forman parte de un universo
      que carece de "profundidad" temporal (la mayor parte son
      objetos contemporáneos), más asociados al
      desperdicio, a lo sucio y peligroso, que a una obra maestra
      de arte.

    • Las cosas "pasan". Se echan a perder. Se
      extravían o abandonan.

    • Los lugares abandonados son receptáculos de
      una libertad muy particular. Ajenos a todo control, y al
      margen de las leyes vigentes, parecen querer resistir todo
      intento de sometimiento humano. Espacios de anarquía
      que sólo se apartan del caos por intervención
      de la imaginación de quienes los recorren.
      Únicamente de ese modo, los ambientes adquieren el
      sentido y la función original que tuvieron cuando
      estaban poblados y la vida ordenada despejaba los peligros
      inherentes que le atribuimos a los
      "desperdicios".

    • Hay edificios y pueblos abandonados que nos remiten
      a un modo de ver el mundo que podríamos calificar de
      budista. La impermanencia de las cosas, la debacle
      del deseo y la lección de saber dejar que todo se vaya
      (o quede atrás) son, quizá, las lecciones
      filosóficas más profundas que se puedan
      encontrar en esos sitios.

    • Lugares sombríos, marginales, incontrolados.
      Sometidos a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de
      cualquier control racional, los sitios abandonados abonan
      nuestro temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En
      ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los
      sonidos y las sombras adquieren características
      más extrañas que durante las horas diurnas. No
      es de extrañar, entonces, que sean los escenarios
      más propicios para el miedo.

    • Para algunos, los lugares abandonados son sitios
      agradables; ricos en formas, libertad y un decadente sentido
      de la continuidad. Inspiración muy propia para las
      artes de vanguardia y el snobismo, los desechos pueden
      convertirse en la materia prima del obras de arte
      contemporáneo, dado que los contornos y formas que
      produce la degradación son únicos y muchas
      veces no reproducibles.

    • "La esencia y la belleza de las cosas reside en
      su carácter perecedero
      ", dijo E. M. Cioran.
      Tenía razón.

    • Los lugares abandonados son catárticos.
      Allí el espíritu destructor y vandálico
      que todos llevamos dentro se expande sin coacción de
      ningún tipo. Enmascarados por el silencio, la soledad
      y el grosor de sus paredes -fuera del alcance de la vista de
      otros- el placer de romper cosas, en especial vidrios, no
      encuentra regulación alguna. ¿Será por
      eso que los cristales de las ventanas de todas las casas
      abandonadas están partidos por certeros piedrazos? Muy
      pocas los conservan intactos. ¿Qué se esconde
      detrás de esa vandálica vocación?
      ¿El mero regodeo de sentir el sonido del
      resquebrajamiento? ¿Una forma de dejar una marca
      personal, como si estuviéramos marcando territorio?
      ¿O es acaso una manifestación de rechazo
      inconciente al temor que nos producen las cosas que nos
      anuncian la decadencia y muerte segura?

    • De entre todas las partes que tienen las
      edificaciones, los jardines y parques son las primeras en
      sublevarse cuando el sitio queda abandonado. Enredaderas,
      yuyos y plantas desbocadas sin el control ejercido por el
      hombre, desoyen la domesticación a la que
      habían sido reducidas y lo copan todo. Presionan y
      resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan y
      desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama el escenario. Lo
      reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un jardín
      abandonado es la naturaleza en movimiento. Es
      autonomía. Es la anarquía hecha ramas. Tal vez
      por eso sean más impactantes que la selva misma.
      Mientras que ésta denota la fuerza bruta de la
      naturaleza, los jardines y parques abandonados son la esencia
      de la revancha. Del descontrol. La pérdida de una
      batalla.

    • Durante 25 años viví en Mar del plata,
      una ciudad que "abandona" hacia el mes de marzo un alto
      porcentaje de sus viviendas. Recorrer en pleno invierno el
      barrios "Los Troncos" es como caminar por un cementerio de
      mansiones y casonas sin vida. Cerradas, clausuradas.
      Abandonadas hasta la próxima temporada. Lo mismo
      sucede con muchos hoteles, balnearios y complejos sindicales.
      Parte de la ciudad se torna casi deshabitada y sus playas,
      capaces de contener cerca de 2 millones de personas, pasan a
      retener un total no superior a los 700.000 habitantes
      estables. La avenida Colón, después de cruzar
      la calle Buenos Aires en dirección a la costa, se
      transforma e un inmenso palomar vacío. Así se
      perciben sus alto edificios de departamentos, con todas las
      persianas bajas, sin un alma en los balcones y con escasas
      aberturas iluminadas por las noches. La ciudad trasmuta en
      pueblo. un pueblo que deja traslucir el poder
      económico de un sector de la sociedad argentina que
      puede darse el lujo de convertir decenas de unidades
      habitacionales en espacios inútiles durante casi nueve
      meses del año.

    • "Era". Todo "era". El verbo
      "ser" en pasado. Así, con esa palabra
      conjugada en ese tiempo gramatical, es como se recorren los
      lugares abandonados. Esto "era" aquello (un hotel, una casa,
      un galpón, una fábrica); pero que ya no es.
      Acá se comía, se vivía, se bailaba, se
      trabajaba, se lloraba y se hacía el amor. Pero ya nada
      de eso ocurre más. El lugar está vacío,
      roto, perlado por goteras, decorado de telarañas. La
      decadencia y el deterioro en tiempo presente.

    • Una pregunta es la que se repite una y otra vez:
      ¿qué habrá sido este lugar?
      ¿Qué función cumplió este
      edificio? ¿Qué se esconde detrás de esos
      escombros informes que yacen sobre el suelo? La respuesta:
      recuerdos. Y a veces ni siquiera eso.

    • En una oportunidad conocí a un hombre de por
      sí muy singular. Tenía más de seis
      décadas sobre sus hombros. El pelo por completo cano y
      su mirada era lánguida, triste. De profesión:
      hotelero. Era propietario de un inmenso edificio construido
      en la última década del siglo XIX en un
      pequeño pueblo de la costa bonaerense. Vivía
      solo. Era viudo y el único habitante de su hotel
      abandonado. Había algo de patético en ese
      sujeto. Verlo deambular en aquella propiedad derruida
      constituía en sí mismo un espectáculo
      por momentos macabro. Como si fuera un fantasma encarnado,
      Eduardo Gamba -ese era su nombre- se pasaba el día
      recorriendo ambientes vacíos, llenos de humedad y
      descascarados por el paso del tiempo. Todo a su alrededor era
      decadencia. Todo era viejo. Gastado. Tambaleante. Incluso no
      era posible recorrer el primer piso por una cuestión
      de seguridad. Los cielorrasos estaban quebrados y la escalera
      que conducía a la planta alta se tambaleaba.
      Había que saber dónde pisar y qué zonas
      no frecuentar, a menos que se deseara sufrir un accidente. El
      hombre y el hotel estaban unidos por un lazo que nadie
      podía ver a primera vista. No era una ligazón
      material. Eran sus recuerdos los que lo ataban al lugar.
      Vivía de ellos y en ellos. El viejo hotel lo
      había fagocitado. Lo retenía en su seno como su
      fuera un rehén. La fuerza del pasado no lo dejaba
      entrar en el presente. Gamba vivía en otra
      dimensión. Una dimensión
      particularísima, propia, intransferible. Las
      remembranzas retenían a ese hombre y el edificio,
      venido a menos por los años y la falta de inversiones,
      lo conservaba como si él fuera un residuo del pasado.
      Uno más, entre los miles de cosas que se
      pudrían allí adentro. Vivía entre las
      ruinas. Su manutención dependía de la venta de
      souvenirs confeccionados por él mismo y de los
      recuerdos que relataba a los pocos turistas que se acercaban,
      curiosos y sorprendidos, a su monumental hotel. el deterioro
      del lugar sólo era combatido por sus relatos. En ellos
      uno podía imaginar el Boulevard Atlántico Hotel
      lleno de vida, reluciente. Pero bastaba que Eduardo gamba
      dejara de hablar para que todos los ambientes volvieran a ser
      lúgubres, abandonados. El viejo era la últimas
      de las almas que les quedaba. El único motor que les
      insuflaba algo de vida. Un motor alimentado por la
      nostalgia.

    • Pablo Novak habita una ciudad muerta. Como Eduardo
      Gamba, en Mar del Sur, Novak pasa horas entre las ruinas de
      un lugar abandonado, pero a diferencia del hotelero,
      él recorre un pueblo entero. Una localidad tragada por
      el agua hace más de 25 años y que recién
      ahora (2011) empieza a emerger, dejando a la vista el
      desastre sufrido en la Villa de Epecuén. En el anciano
      los sentimientos aparecen entremezclados. No hay tristeza en
      sus ojos, pero tampoco hay felicidad. El tiempo lo
      adaptó. Es como si Epecuén fuera una ruina
      eterna. De hecho, ya hay una generación que la
      conoció derruida por el agua salada. Sólo las
      viejas fotos recrean las temporadas veraniegas, las risas y
      la felicidad que en ella disfrutaban los turistas. quedan
      también las escenas grabadas en súper-8. son
      traumáticas. Cuesta creer que esa villa veraniega de
      la provincia de Buenos Aires ya no exista, y verla con vida
      en esas antiguas filmaciones de las décadas de 1960 y
      1970 tiene algo de macabro. Es como abrir un viejo
      ataúd y asomarse dentro para percibir que hoy
      sólo quedan restos informes. Gamba y Novak viven en un
      velorio permanente. Luchan contra la extinción total
      de esos lugares. Protegen, en un duelo patológico. la
      memoria. Perpetúan un funeral que parece no acabar
      nunca, pero que llegará a su fin cuando ellos
      mueran.

    • Hemos erradicado a la muerte. Nuestra cultura la
      niega, la rechaza, la maquilla. Es de "mal gusto" hacer
      referencia a ella. Se ha convertido en al
      "pornográfico". La evitamos a toda costa, a pesar de
      estar presente en cada segundo de nuestras vidas, la
      "vivimos" con dramatismo y miedo. Camuflamos los cementerios
      y borramos los tradicionales rituales de aflicción y
      de luto. Encerramos a nuestros enfermos. Deshumanizamos la
      agonía metiéndolos en ambiente
      asépticos, regenteados por modernos Barones
      Samedis
      que visten delantales blancos y poseen
      títulos universitarios en medicina. Como ocurre con
      los desechos, la muerte y los muertos se alejan de nosotros.
      Los confinamos a las afueras, en los suburbios. Lejos. Bien
      lejos. Como a la basura que producimos los rechazamos. Siguen
      metiendo miedo. Nos inquietan. Aún así,
      deberíamos modificar esa actitud. Necesitamos aceptar
      socialmente la decadencia, incluso en nuestros pueblos y
      edificios. Tal vez así los disfrutemos un poco
      más, y de la destrucción podamos construir una
      nueva y diferente actitud ante la vida.

    • Los lugares desolados tienen un encanto ambiguo. Y
      cuanto más antiguos, más prestigio adquieren al
      convertirse en "ruinas antiguas". Lo viejo se
      impregna de prestigio cuando transmuta en material
      arqueológico. ¿Qué cantidad de tiempo
      debe transcurrir para que se opere ese cambio de status?
      ¿Veinticinco, cincuenta, cien o mil años?
      Cuando veamos en nuestras ruinas contemporáneas lo
      mismo que apreciamos frente al Partenón de Atenas o
      Machu Picchu, en el Perú, seremos capaces de disfrutar
      de la decadencia que, en última instancia, es el
      único reflejo en el que todos estamos inmersos. El
      día que eso suceda, los lugares abandonados dejaran de
      producirnos temor y los fantasmas, tal vez, deban buscar
      otros sitios donde guarecerse.

    • Pocas imágenes son más representativas
      de la muerte que un árbol seco. En miles de cuadros y
      fotografías sus estampas nos llaman la
      atención. Por eso, cuando observamos bosques enteros,
      muertos de pie, es imposible no reparar en la escena y
      sentirnos "extraños"; sintiendo "extraño" el
      lugar donde se levantan. Tanto en Miramar (Córdoba)
      como en Epecuén (Buenos Aires), los eucaliptos secos y
      sin una sola hoja, exhibiendo sus raíces al aire, como
      si fueran los tentáculos de miles de pulpos
      petrificados, imperan por doquier. Convocan nuestras
      fantasías y morbo. Son el decorado perfecto del
      caos.

    • Cuando los europeos llegaron a América, a
      fines del siglo XV, nuestro continente disponía ya en
      su haber una buena cantidad de ciudades, pueblos y centros
      ceremoniales abandonados. Pachacamac, en el Perú, y
      Teotihuacán, en México, son los mejores
      ejemplos al respecto. Estaban también los poblados
      mayas, pero la mayoría de ellos permanecían
      ocultos bajo la tupida selva, en Honduras, Guatemala y
      Yucatán. La región de la sierra, al norte de
      Cusco (Perú), retenía los restos de
      Chavín de Huantar y el altiplano boliviano, a pocos
      kilómetros de las orillas del lago Titicaca,
      tenía las ciclópeas estructuras de Tiahuanaco.
      Todas en el más completo y absoluto silencio, desde
      hacía siglos. ¿Qué sintieron los pueblos
      originarios frente a esos restos? ¿Cómo se
      paraban ante esas ruinas? ¿En qué
      meditarían? ¿Sentirían nostalgia, pena o
      temor? No lo sabemos con exactitud, pero de lo que sí
      podemos dar cuenta es que a esas aglomeraciones de edificios,
      templos, plazas ceremoniales y viviendas en deterioro, se
      viajaba regularmente en procesión. Eran lugares
      sagrados de altísimo valor ceremonial. Los "antiguos"
      eran venerados, como veneradas eran sus derruidas
      construcciones. Según los mitos, allí
      habían descendido los dioses para organizar el mundo y
      crear a los hombres. Pero estos sitios abandonados
      tenían ya varios siglos en esa condición.
      Tapizados de polvo, arena o "malas hierbas", guardaban -como
      guardan para nosotros las ruinas clásicas- de un
      cierto prestigio, que sólo la antigüedad puede
      otorgarles. Y aunque la arqueología todavía no
      existía, el "status" de las ruinas les confería
      un nexo de relevancia con el pasado mítico, que era el
      único capaz de explicarles la situación del
      presente. Eran, en definitiva, la prueba palpable de que los
      dioses habían estado ahí y que los relatos
      sagrados decían la verdad. No necesitaban de
      historiadores para entender intuitivamente el devenir de la
      dinámica cultural de la que ellos mismos eran el
      último eslabón. Por eso los
      reverenciaban.

    • Hace 13 años dirigí una
      expedición a la que fuera la última capital de
      los incas: Vilcabamba "La Vieja", detenida en el tiempo por
      más de 400 años en el corazón de la
      amazonía peruana. Allí me topé por
      primera vez con una clásica ciudad abandonada y
      devorada por el follaje. Los árboles, con decenas de
      metros de altura, cubrían lo que antaño fueran
      sus plazas ceremoniales y las gruesas raíces trepaban
      por los muros, dándoles la estabilidad que de otro
      modo no hubieran tenido. En más de un caso eran las
      enredaderas y lianas las que sostenían sus edificios.
      Destructoras y preservadoras al mismo tiempo. Allí la
      naturaleza se había impuesto. Señoreaba sobre
      la obra del hombre. Exigía respeto. No exagero al
      expresar que nos sentimos finitos, mortales y
      fácilmente olvidables. En aquella mañana de
      pesimismo, nos sentíamos más plenos que nunca.
      Había una razón para que las cosas fueran de
      ese modo: Vilcabamba era un reflejo de lo que seremos alguna
      vez. Por ese motivo, disfrutamos como nunca y el día
      se convirtió en algo inolvidable. Nos conectamos con
      un pasado que no era nuestro, pero aún así no
      nos sentíamos extraños. Y ante la
      destrucción, especulamos. Nos pasamos horas
      especulando.

    • Los lugares abandonados sufren el deterioro de dos
      manera distintas. Por un lado está es desgaste natural
      que produce el tiempo y la desatención. Por otro, nos
      encontramos con el vandalismo, que ejerce sobre las cosas un
      poder destructivo mucho mayor que el envejecimiento. La
      destrucción voluntaria y premeditada gana cuerpo en
      los sitios abandonados. La rotura de vidrios ya es un
      "clásico"; pero no lo es todo. Los graffiti, el saqueo
      y los incendios contribuyen al deterioro acelerado. Una
      extraña voluntad destructiva se apodera de aquellos
      exploradores que los recorren y un deseo de "dejar huellas"
      se apodera de ellos. Surge de una necesidad (misteriosa) que
      encuentra la rotura de objetos un placer muy singular. Ayudan
      a sabotear aquello que el abandono sabotea por sí
      mismo. Y cuando más roto está el lugar,
      más se rompe y se saquea.

    • Los lugares abandonados pueden ser interesantes
      filones de riquezas. Poco ortodoxos cazadores de tesoros
      recorren nuestras ciudades y pueblos en busca de piezas
      interesantes que rescatar del óxido y el olvido.
      Puertas, ventanas, grifería, picaportes, ladrillos,
      muebles viejos, plomo, tubos y cables, constituyen atractivos
      muy seductores para estos carroñeros tan sui generis.
      Ellos son los que contribuyen a convertir la decadencia en un
      buen negocio, sin importar los riesgos físicos que
      corren al transitar un sitio deteriorado, ni cruzar los
      vallados que éstos tienen, en pos de una falsa
      seguridad.

    • Una excesiva especialización regional del
      trabajo y la producción, con el tiempo, puede ser una
      causa importante para explicar el abandono de un lugar.
      Decenas de pueblos corrieron esa suerte cuando la materia
      prima principal que les daba vida comercial se agotó,
      o la demanda se terminó de la noche a la
      mañana. Esto ha sido muy común dentro de las
      actividades mineras y otras explotaciones de carácter
      extractivas. El mágico influjo del oro, la plata, el
      cobre o el caucho, son un buen ejemplo al respecto. Los
      "pueblos fantasmas" del oeste norteamericano o los
      ingenios caucheros del Amazonas dan prueba de todo
      eso.

    • No hay hecho más movilizador, ni que inspire
      mayor impresión en un sitio abandonado desde hace
      años, que la presencia de un mueble (silla, modular,
      cama). La antigua presencia del hombre, insinuada apenas por
      sus objetos cotidianos, genera sensaciones imposibles de no
      tener en cuenta. Miedo y fantasía -siempre tan
      ligados- se materializan en exclamaciones y dichos.
      ¿Cómo no paralizarse ante una silla oxidada y
      olvidada en un pasillo de algún hospital o sanatorio
      abandonado hace décadas? ¿Cómo
      describir, sino a través del temor, el sentimiento de
      verse en un archivo oscuro, lleno de carpetas e historias de
      decenas de anónimos personajes? Una mesa servida, un
      guardarropa carcomido por la humedad, son como ventanas que
      nos asoman al pasado, hoy por completo derruido. De todos
      esos escenarios posibles, son los pueblos abandonados los
      más tétricos y lúgubres. en ellos es
      como si el tiempo se hubiera detenido intempestivamente en
      una hora determinada.

    • Resquebrajada por la fuerza imperceptible y
      constante del pasto, el calor y el frío, la antigua
      Ruta Nacional Nº 2, que conecta a Buenos Aires con Mar
      del Plata, se desgrana poco a poco a un costado de la nueva
      autopista. Verla es retroceder a la década de 1970;
      época en la que millones de veraneantes la
      utilizábamos para viajar a la costa, en pos de unos
      días de vacaciones. Es inevitable no recordar,
      entonces, la infancia y aquellos viajes con mis padres en
      autos que, por el tamaño, más parecían
      botes que los pequeños medios de locomoción que
      inundan nuestras ciudades actuales. Voluminosos, largos,
      pesados, los Ford Falcón, los
      Fairlane y Chevrolet de aquellos
      días se me antojan hoy demasiados grandes para una
      ruta tan angosta y peligrosa. Basta con observar lo que queda
      de ella para entender porqué la llamaban "la ruta
      de la muerte
      ". Bastaría consultar los diarios de
      la época para contabilizar por miles los muertos que
      ésta dejó en sus banquinas y comprender las
      profundas diferencias que se notan al comparar el
      "sentimiento de inseguridad" de esa década con la
      actual. Casi 40 años después, la RN 2
      está obsoleta. Quedó chica para la cantidad de
      autos que circulan hoy en día y llama la
      atención lo angosta que era, de doble mano y con
      sólo un carril. Actualmente, esa vieja asesina reposa
      silente y olvidada, convertida otra vez en campo (en
      más de una sección). La tierra, el pasto y los
      animales la reconquistaron. Y donde antes circulaban
      camiones, autos y motos, vemos soledad y deterioro. Una mera
      mueca del pasado. Una ruina de nuestra infancia.

    • El descubrimiento de ciertos lugares abandonados
      implica reconocer el encubrimiento practicado por las fuerzas
      de la naturaleza. La formación de nuevos suelos, el
      imperio del óxido y los millones de hojas que los
      tapan, son como velos orgánicos que los conducen a la
      podredumbre. Cierto sentimiento de vergüenza y culpa
      podría leerse en ese proceso natural.

    • A lo largo y ancho de la geografía mundial
      encontramos decenas de hospitales, sanatorios y
      clínicas abandonadas. Poco lugares como esos resultan
      tan tétricos de recorrer, especialmente por el ingente
      número de instrumental médico y sanitario que
      se pudre en sus diferentes ambientes. Ya sea por cuestiones
      financieras o naturales (por ejemplo, secuelas de un
      terremoto) esos gigantes olvidados emergen impactantes,
      algunas veces en pleno corazón de las ciudades; otras,
      en sitios remotos y aislados, como es el caso de los antiguos
      nosocomios dedicados a combatir la tuberculosis. La historia
      de estos últimos esta ligada a ese enfermedad,
      responsable de millones de muertes en el siglo XIX. Se
      levantaron por doquier. Eligieron para ello comarcas
      alejadas, por lo general ubicadas a cierta altura sobre el
      nivel del mar y bañadas por la brisa y rayos del sol,
      considerados terapéuticos. No fue sino hacia la
      última parte de la década de 1940 -cuando se
      descubrió la estreptomicina – que esas construcciones
      ciclópeas dejaron de ser útiles y el negocio de
      la salud -ligado a la tuberculosis- se terminó. Casi
      de inmediato los hospitales cerraron o fueron reconvertidos,
      sin demasiado éxito. Lo mismo ocurrió con
      aquellos hoteles dedicados al "turismo salud" (como el Eden
      Hotel de La Falda, provincia de Córdoba). En poco
      tiempo todas esas instalaciones se transformaron en lugares
      demasiado alejados, de difícil acceso, y fueron
      clausurados. El tiempo hizo el resto, convirtiéndolos
      en escenarios ideales para la leyenda urbana relacionada con
      fenómenos parapsicológicos y fantasmales. No es
      para menos. La traumática historia de estos hospitales
      es un excelente caldo de cultivo para el imaginario. Una
      silla de ruedas destartalada, una camilla corroída por
      el óxido, decenas de camas consumiéndose en
      hilera, aparatos de radiología cubiertos de polvo,
      quirófanos abandonados, exhibiendo parte del
      instrumental usado en sus días de gloria y, morgues,
      siempre silentes, son disparadores fáciles de la
      fantasía. Y si a todo ello le agregamos la
      difusión que estos sitios adquieren en programas de TV
      de corte esotérico, ya tenemos la receta completa que
      nos permite entender el éxito que han adquirido dentro
      del universo onírico de la fortalecida e irracional
      New Age de nuestros días.

    • En la historia del deterioro nos topamos con varios
      paladines de la destrucción y el abandono. Ellos
      son:

    Guerras

    -Desplazamiento de personas (migraciones
    forzadas)

    -Catástrofes naturales (terremotos,
    inundaciones, aludes, etc.)

    -Explotación repentina y abusiva de recursos
    naturales

    Crisis financieras

    -Cambios climáticos y sus consecuencias
    (desertización de terrenos)

    Contaminación ambiental

    -Epidemias.

    • La geografía emocional de nuestras ciudades
      cambia permanentemente. Cuando las dejamos y al tiempo
      regresamos a ellas, percibimos los contrastes. Lugares que
      antes convocaban a la reunión de amigos, a trabajar o
      divertirse, desaparecen o se desintegran lentamente sin
      cuidados. Arruinados, adquieren un significado nuevo.
      Nostalgioso. Mágico. Vacíos y cayéndose
      a pedazos comunican un pasado vital del que fuimos
      protagonistas. Hoy obsoleto y muerto.

    • El impacto de los lugares abandonados depende del
      tamaño que tengan. Cuanto más grande,
      más raros.

    • La relación entre la noche, los fantasmas y
      los lugares abandonados es un tema que tiene su origen en la
      literatura clásica de la Grecia antigua. Los textos de
      Plinio el Joven, Plauto y Luciano son los mejores y
      más arquetípicos ejemplo de todo
      ello.

    • Dijo Kevin Lynch en su libro Echar a
      Perder
      (p.156): "(…) hay cosas
      deterioradas, tierras deterioradas, tiempo deteriorado
      (perdido) y vidas deterioradas
      ".

    • El deterioro anida en nosotros. Está siempre
      presente, aún en los momentos en que no se hace
      evidente o es una mera proyección de futuro.
      Incómodo, irritante, el deterioro nos da miedo, pero
      al mismo tiempo nos fascina porque es parte de la vida. Un
      proceso maravilloso, trágico e inevitable.

    • ¿Romanticismo? ¿Decadentismo?
      ¿Pesimismo? No lo creo. Abordar el tema del abandono y
      el deterioro es tomar el toro por las astas . Enfrentar la
      realidad y ver en ese proceso un hecho innegable que puede
      enseñarnos a rever nuestra actitud negativa frente al
      abandono, encontrando en él una cuota de belleza y
      enseñanza. No todo lo derruido es
      desechable.

    • Partes: 1, 2

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