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El abandono y el olvido (página 2)



Partes: 1, 2

  • Disfrutamos con el miedo. Un extraño
    equilibrio de amor y rechazo emerge cuando experimentamos un
    acontecimiento fuera de lo normal, o recorremos un lugar
    desconocido en condiciones extraordinarias. Caminar por un
    sitio abandonado, especialmente de noche (como tanto les
    gusta a los cazadores de fantasmas de la TV) constituye uno
    de los hechos "raros" al que podemos tener mayor acceso.
    Todos conocemos alguna casa vacía cerca de nuestro
    hogar y disponemos de linternas para poder internarnos en
    ella. No se requiere de alta tecnología. Sólo
    la voluntad para hacerlo. Ahora bien, ¿qué nos
    lleva a realizar semejantes "expediciones"? ¿El
    aburrimiento? ¿La búsqueda de emociones
    fuertes? ¿Un construido y artificial espíritu
    de aventura? ¿La vida desencantada de nuestras
    ciudades? ¿El deseo de romper con la rutina?
    ¿O, directamente, la voluntad de toparnos con algo que
    quiebre nuestro sentido de la realidad? En mi opinión,
    todos estos factores se mezclan a la hora de responder la
    pregunta inicial. Pero, ¿por qué ese
    sentimiento de miedo se incrementa en hospitales, hoteles o
    fábricas abandonadas? Tal vez la respuesta esté
    en que no tenemos selvas inescrutables a la vuelta de la
    esquina. Los sitios abandonados son nuestras selvas y bosques
    más accesibles. A ellos acudimos en busca de
    aventura.

  • Una teoría muy extendida en el mágico
    mundo de la parapsicología sostiene que los fantasmas
    no serían otra cosa que experiencias e imágenes
    residuales que, de un modo nunca explicado, el medio ambiente
    reproduce a modo de gigantesco grabador, cuando ciertas
    condiciones (tampoco explicadas) se dan en determinados
    lugares. Los "especialistas" dicen que las emociones
    fuertes, producto generalmente de hechos violentos o
    traumáticos (crímenes, torturas, accidentes)
    quedarían grabadas en esos sitios, para ser
    reproducidas espontáneamente cuando "algo"
    aprieta un invisible botón de "PLAY". Y
    serían las paredes, pisos y techos de ciertos lugares
    abandonados (aunque no sólo en ellos) los ideales para
    que semejante "fenómeno físico" de
    grabación y reproducción pudiera darse. Si todo
    esto fuera verdad, nuestras construcciones operarían
    como una gigantesca cinta magnética. Qué
    maravilloso sería para los historiadores poder
    "ver" (In Live) sucesos del pasado de esta
    manera. Qué estimulante sería que esas
    "ventanas" fueran ciertas. Cuántos debates
    nos ahorraríamos. Cuánta información
    podríamos recabar de ese modo. Cuántas verdades
    aceptadas se vendrían abajo. Lo fantástico
    tiene siempre algo de subversivo. Y los lugares abandonados
    son sus guaridas predilectas.

  • Los lugares abandonados son un tema esencialmente
    romántico. Desde que las ruinas de la Primera Guerra
    Mundial despejaron la idea de Progreso del imaginario
    europeo-occidental, los sitios desvastados han dado pie a
    visiones románticas no exentas de pesimismo. La
    decadencia se hizo carne en miles de edificios y ciudades.
    Muchos pueblos quedaron vacíos y la falta de fondos,
    la desidia y el desgano, generaron que en muchos espacios
    -antes poblados- el óxido se convirtiera en rey. Las
    ruinas reemplazaron a las viviendas y la devastación
    volvió inútil lo que antes era útil.
    Todo esto generó un contexto emotivo que no
    murió con la Paz de Versalles, sino que se
    agudizó tras la invasión de Polonia en 1939 y
    los subsecuentes cinco años de la Segunda Guerra
    Mundial. Ya nadie confió en nada ni en nadie. La capa
    de civilización que creíamos tener
    resultó más delgada de lo que
    pensábamos. El hombre se convirtió en el lobo
    del hombre. Todo indicaba que Thomas Hobbes tenía
    razón: éramos malos por naturaleza. Los hechos
    asó lo indicaban. Fue entonces cuando la idea de
    decadencia, expresada por Oswald Spengler en el
    período de entreguerras (1918-1939), empezó a
    adoptar formas más acordes a los problemas
    contemporáneos y transmutó en un eco-pesimismo
    hoy muy en boga. La idea de futuro se acotó a
    sólo horas y las proyecciones sobre el destino del
    hombre nunca más fueron halagüeñas,
    llegándose al extremo de poder definirlas como
    catastróficas. Uno de los abanderados de esa postura
    en extremo apocalíptica fue expresada durante la
    década de 1980 por Edward Abbey, quien
    escribió, en su libro Solitario en el
    Desierto
    (1988), lo siguiente: «Van y
    vienen hombres, suben y caen ciudades cuyas civilizaciones
    aparecen y desaparecen. La Tierra permanece, ligeramente
    modificada. El hombre es un sueño, el pensamiento una
    ilusión, y sólo la roca es real. La roca y el
    sol
    ».

  • Como le ocurrió a Arnold Toynbee en 1912
    cuando visitó las ruinas de un palacio barroco,
    construido por un príncipe veneciano en la isla de
    Creta, una reflexión melancólica me
    acompaña desde que conocí las desvastadas
    ruinas del pueblo cordobés de Miramar y los restos de
    la ya perdida Villa de Epecuén, en la provincia de
    Buenos Aires. En esos sitios el abandono y su consecuente
    decadencia, manifiestan cuán frágil son
    nuestras esperanzas y expectativas frente a las imparables
    fuerzas del tiempo y la historia.

  • Sófocles escribió en
    Edipo: «El tiempo destruye todo,
    nadie está a salvo de la muerte excepto los dioses. La
    Tierra decae, la carne decae. Entre los hombres se marchita
    la confianza y nace el recelo. Los amigos se vuelven contra
    los amigos y las ciudades contra las ciudades. Con el tiempo
    todas las cosas cambian: el deleite se troca en amargura y el
    odio en amor
    ».

  • No deberíamos ser tan pesimistas respecto del
    futuro general de nuestra civilización al ver
    únicamente los lugares abandonados que salpican
    nuestras geografías urbanas. Éstos siempre han
    estado entre nosotros, pudiendo incluso considerarlos como
    parte misma del Progreso. Con cada paso que damos hacia
    delante algo siempre se sacrifica. Por ejemplo: un hospital
    especializado en el tratamiento de la tuberculosis que se cae
    a pedazos en algún rincón aislado, puede ser
    visto con ojos más optimistas e interpretar sus ruinas
    como el triunfo de la medicina sobre una enfermedad que antes
    producía centenares de miles de muertos por todo el
    mundo. Es decir que, aún en momentos de enorme
    optimismo, los lugares abandonados están presentes (lo
    estarán siempre) y que las opiniones que se derivan de
    ellos no son más que lecturas o interpretaciones
    culturales. Una construcción de la realidad y del
    futuro que poco tiene que ver con las ruinas mismas. Tanto
    las decadencias como el progreso las producen. Todo es una
    cuestión de actitud. Incluso la muerte puede ser vista
    como el natural traspaso de mando de una generación a
    otra. Y eso, necesariamente, no es malo en sí
    mismo.

  • Hay pueblos y ciudades abandonados donde es posible
    advertir cuán despiadada es la naturaleza y su
    capacidad de destrucción. Pero aunque nosotros
    queramos ver una intensión en ese proceso, la
    intensión no existe. Los seres humanos somos, en
    verdad, los despiadados y destructores. Lo que hacemos es
    humanizar lo que no es humano. Transferimos nuestras miserias
    y nos conformamos con ello.

  • Una isla solitaria en pleno océano; un faro
    sin un alma, abandonado, pero funcionando, pueden ser las
    notas esenciales para el comienzo de una buena
    película de misterio o terror. En este caso en
    particular, el abandono no implicaría decadencia o
    deterioro, como tampoco lo indicaría el hallazgo de un
    barco al garete, carente de tripulación, con todos sus
    aparejos en orden, sin signos de violencia, con la mesa
    servida y la comida a medio terminar. Historias y leyendas de
    este tipo se cuentan por decenas entre los marineros del
    mundo. Desde las misteriosas desapariciones a bordo del Mary
    Celeste en 1872 y el evanescente destino de los cuidadores
    del faro Fannan, en diciembre de 1900, la repentina
    desaparición de personas alimenta la fantasía
    de los fogones nocturnos y le dan a la palabra abandono un
    significado distinto al que hemos manejado hasta ahora. Un
    lugar recientemente abandonado, que conserve sus objetos de
    la vida cotidiana en perfectas condiciones y con signos de
    haber sido dejados en pleno uso -sin causa lógica
    alguna- no generan melancolía, sino miedo. La
    melancolía requiere de un componente indispensable: el
    paso del tiempo. Quizás por ese motivo la
    desaparición repentina de seres humanos sea uno de los
    temas más comunes en las historias de misterio
    (piénsese, por ejemplo, en toda la mitología
    contemporánea que gira en torno a famoso
    Triángulo de las Bermudas).

  • Como un buen queso roquefort, los lugares
    abandonados necesitan macerarse, asentarse con el tiempo,
    incluso pudrirse, para despertar las sensaciones de
    melancólica angustia que producen.

  • El miedo es un sentimiento poderoso. Controlado
    racionalmente puede resultar benéfico y colaborar con
    la supervivencia de las personas, pero sin control se
    transforma en una fuerza paralizante, irracional y
    destructiva, capaz de afectar a ciertos lugares al punto de
    producir en ellos serios daños que, ocasionalmente,
    conducen ala abandono. Solemos evitar los sitios inseguros.
    Permanecemos en ellos cuando no quedan alternativas. Los
    soportamos, pero no los disfrutamos y, ante una mejor
    oportunidad, nos vamos de ellos. La historia de miles de
    propiedades (casas, hospitales, mansiones o pueblos enteros)
    dan testimonio de lo que decimos. En más de un caso el
    miedo exagerado ha sido el responsable primario de cierto
    pensamiento mágico y vitalista, aún a
    principios del tecnocrático siglo XXI. Piénsese
    sino en los efectos que producen ciertas leyendas urbanas en
    el comportamiento de la gente cuando dejan que un lugar se
    deteriore y venga abajo aduciendo "mala vibra",
    "embrujamiento" o alguna otra causa extraordinaria o
    sobrenatural. Los vendedores de propiedades inmobiliarias
    saben lo difícil que resulta vender una casa con
    "mala fama".

  • ¿Podría usted vivir o pasar la noche,
    sin problema alguno, en un lugar donde alguna vez se
    cometió un crimen, se torturó gente o murieron
    decenas de individuos por enfermedades en su momento poco
    conocidas? Tal vez lo piense antes de hacerlo y, en el caso
    de que se decida, lo más probable es que lo nueva el
    afán de romper reglas (ser subversivo), violar un
    tabú o mostrarse en extremo valiente con sus amigos.
    ¿Por qué son así las cosas? ¿Por
    qué no aceptamos esos lugares como a cualquier otro?
    ¿Acaso no son meros edificios? Los lugares abandonados
    que tienen "mala fama" (justificada o injustificadamente)
    suelen despertar en las personas sentimientos y creencias que
    acompañan a la especie humana desde el
    paleolítico. En otras palabras, muchos creen que los
    objetos pueden tener ciertos poderes sobrenaturales (por
    ejemplo las reliquias en la Edad Media). El contexto ayuda.
    Un "pueblo fantasma", un castillo en ruinas o una simple
    construcción abandonada condiciona a creer en la
    presencia de "algo" que va más allá de nuestro
    sentidos normales. Y no hay pensamiento racional, argumento o
    ciencia que haga a muchos pensar de lo contrario. Una
    estructura dura de larga duración parece entrar en
    funcionamiento, permitiendo la convivencia de lo real y lo
    imaginario. ¿Es posible que los ambientes o las cosas
    se contaminen "espiritualmente"? ¿Puede el mal
    contagiarse de algún modo? Un número enorme de
    adultos así lo cree, por más que las cosas no
    tengan intenciones. Aún así, parece que ciertos
    lugares conservan un esencia poco específica que es
    captada por los "creyentes". El pensamiento
    mágico nos espanta y aleja de ciertos sitios
    abandonados.

  • En lo personal, uno de los lugares abandonados que
    mayor impacto me produjo fue la -literalmente- perdida Villa
    de Epecuén, del centro oeste de la provincia de Buenos
    Aires. Este pueblo de 1500 habitantes desapareció bajo
    el agua el 10 de noviembre de 1985 y, tras 25 años de
    estar sumergido en una de las soluciones salinas más
    densas del planeta, empezó a emerger hace un tiempo,
    revelando lo que de la villa quedó después de
    un cuarto de siglo. Es apoteótico. Escalofriante. Un
    espectáculo pocas veces visto que pone en evidencia
    muchos aspectos a considerar: desde aquellos que nos hablan
    de la desidia, ignorancia y desinterés de los
    políticos de turno hasta los otros que refieren al
    desequilibrio inestables que tenemos con la naturaleza. Todo
    contribuyó a que Epecuén sea hoy una ruina
    silente, blanca y salada. Es imposible, al recorrer hoy sus
    calles emergidas, conocer cuánta felicidad y proyectos
    s hundieron en la laguna. Cuánto dolor, aún
    vigente entre los ex-vecinos, se mantiene en cada
    lágrima vertida al recordar el caos. Y a pesar de
    estar "ahí", Epecuén resulta ajena al
    forastero. Como resulta ajeno aquel año de 1985 para
    casi todo el resto del país. "El dolor del otro
    siempre es mucho menos doloroso
    ". Por eso los lugares
    abandonados son una mezcla de fantasías,
    construcciones metafóricas y desconocimiento. Mucho
    desconocimiento. Ignorancia pura. Ignorancia de las
    angustias, de las luchas inútiles, de la esperanza
    fallida. Quien no lo perdió todo jamás
    podrá sentir el pesar que los lugares como ése
    producen a los damnificados. Podemos sorprendernos,
    indignarnos, incluso maravillarnos. Así todo, sitios
    como Epecuén o Miramar (Córdoba), están
    muy lejos de los turistas que los visitan.
    ¿Turistas?… Sí. Pueblos destruidos por
    catástrofes atraen nuestra atención.
    Publicitados por algunos programas de TV, semejan los
    fenómenos del inmenso circo freak que fue la Argentina
    hasta hace poco tiempo: un país "del primer
    mundo
    " que dejó hundir a sus propios
    pueblos.

  • No todo tiempo pasado fue mejor. Aún
    así, los lugares abandonados parecerían indicar
    lo contrario. Con el deterioro, el abandono y la
    destrucción, la memoria idealiza el brillo y el oropel
    que muchos de esos sitios nunca tuvieron, exagerando los
    lujos y el bienestar que disfrutó la gente mientras
    vivía en ellos. Los criterios de análisis se
    alteran y sobrevaloramos las cosas por el solo hecho de que
    ya no están. El recuerdo nostalgioso es el responsable
    de tal operación y, frente a las ruinas de «lo
    que ya no es» (o «dejó de ser»), la
    antigua realidad adopta características que nunca
    tuvo. El contraste con aquel pasado, considerado como una
    "Edad de Oro", explota cuando se observan viejas
    fotos y los restos de la juventud se materializan en las
    estáticas imágenes de las placas. Felicidades
    congeladas. Cotidianeidad eternizada por una máquina
    fotográfica.

  • Pocos escenarios trasuntan más romanticismo
    que los cementerios abandonados. Los artistas del siglo XIX
    conocen muy bien el paño. Decenas de lápidas
    desgastas e ilegibles nos anuncian la perennidad del recuerdo
    y kilómetros de enredaderas y plantas trepadoras
    abrazan, como boas constrictoras, los mausoleos y criptas,
    tapizándolas de musgos y de humedad. Resquebrajando
    los últimos soportes de la individualidad.

  • Un cementerio es un sitio en donde se rinde culto a
    la memoria de nuestros antepasados. Por eso el movimiento
    romántico, impregnado de un original sentido de la
    nacionalidad, los convirtió en monumentos patrios,
    transformándolos en escenarios a los cuales era
    necesario volver para poder abrevar en las acciones
    patrióticas de antaño. Pero para que eso sea
    posible se necesitan referencias. Sin ellas, el cementerio se
    convierte en una mera fosa sin sentido. En un osario
    anónimo, despojado de relevancia, indefinido. Meras
    cosas. Restos inermes. Sin las referencias, sin las
    coordenadas, que las lápidas nos brindan, lo
    cementerios se transforman en vertederos de basura y
    desechos.

  • El cementerio de Epecuén, sin lápidas
    ni inscripciones, simula ser un archivo sin
    catálogo.

  • Hay dos pueblos en Argentina que corrieron,
    más o menos, con la misma desgracia: la de desaparecer
    bajo las aguas de sus lagunas colindantes. Miramar, en
    Córdoba, a orillas de la laguna de Mar Chiquita; y
    Epecuén, en la provincia de Buenos Aires, recostada
    sobre las riberas de la laguna del mismo nombre. En ambos
    casos, el agua salada -que les diera reconocimiento, fama y
    turismo– terminó convirtiéndose en el elemento
    destructor. Miramar resultó arrasada en poco
    más del 60%. Epecuén, en cambio,
    desapareció por completo; coartando así
    cualquier esperanza de recuperación. En este
    último caso el abandono fue total y hoy el pueblo, la
    ex-villa turística, es un "pueblo fantasmas" que
    emerge de la sal después de un cuarto de siglo.
    Epecuén es apenas reconocible. Hay que esforzarse
    mucho para identificar sus antiguas calles y edificios
    emblemáticos. La gran mayoría no son más
    que escombros blanquecinos, informes y carcomidos por la
    salitre de la laguna que, al retirarse tras 25 años,
    parecería regodearse de su fuerza e inclemencia.
    Porque eso fue la laguna en 1985: inclemente, inmisericorde,
    con todos los vecinos. Ella fue la que aceleró el
    dilatado proceso de decadencia que conduce a las cosas hacia
    el olvido; ayudada, claro, por la inoperancia e inactividad
    de los políticos de turnos.

  • Una cosa es un lugar -edificio- abandonado y otra
    muy distinta es un sitio destruido. Los lugares abandonados
    -aquellos que conservan su aspecto, incluso sus muebles-
    despiertan una sensación distinta que los segundos.
    Los sitios destruidos, como Epecuén, despojados de
    antiguas referencias materiales, imposibilitan, o posibilitan
    en mucha menos medida, imaginar cómo eran antes,
    qué funciones cumplían sus diferentes sectores
    o qué actividades se desarrollaban allí. Para
    concretar todo eso, necesitamos de fotos y generar
    contrastes. No es lo mismo recorrer el Gran Hotel
    Viena
    (Miramar, Córdoba) que los aplastados y
    deformes muros del Hotel Elkie de Epecuén. El
    primero resume la agonía. El segundo la muerte
    inexorable. La devastación total confunde. Por eso,
    ver y recorrer el Matadero Municipal de Epecuén,
    construido por Francisco Salamone en 1938, a cuadras del
    demolido centro urbano, nos acerca un poco a la sensibilidad
    que el Hotel Viena despierta. ¿La causa? Aún se
    mantiene en pie. Descascarado, pero con hidalguía. A
    pesar de soportar la más destructiva inundación
    de su historia, el Matadero resiste a la muerte. El resto del
    pueblo no puede hacerlo. Se disolvió.

  • ¿Cuál es el color de la decadencia?
    Según Julio Llamazares, el amarillo.

  • La presencia de lugares abandonados en sitios
    aislados suele ser una experiencia sobrecogedora. Toparse
    como una tapera en el medio del campo o una vivienda
    resquebrajada por la humedad en plena selva, conllevan
    sensaciones bastantes parecidas. Ni qué hablar si lo
    que encontramos s una antigua barraca chauchera devorada por
    las lianas y las enredaderas del Amazonas. En cada caso, lo
    descontextualizado de las construcciones es lo que impacta.
    De inmediato surgen preguntas, raras veces respondidas:
    ¿quién las habitó?, ¿por
    qué fueron abandonados?, ¿desde cuando
    están allí y por qué? Detrás de
    estas dudas sobrevuela la ignorancia total y la más
    absoluta incertidumbre respecto de las hipótesis que
    podemos elucubrar para responderlas. Lo más probable
    es que nunca lo sepamos y es eso lo que le otorga a esos
    sitios el macabro deleite que los caracteriza. En una
    oportunidad, encontré una humilde choza de colonos
    abandonada en las serranías cercanas a las ruinas de
    la ciudadela incaica de Vilcabamba. Tenía las paredes
    de adobe desmoronadas y el techo de paja desvencijado por la
    falta de mantenimiento. Pero no fueron esas dos cosas lo que
    hizo que hoy -después de tantos años- la siga
    recordando. Lo que nos topamos en ese lugar fue con
    cuadernos. Cuadernos escritos de puño y letra por su
    ex propietario. No había en ellos poemas, ni ensayos,
    sino números. Cuentas. Estados contables muy
    rudimentarios que nos retrotraían a las preocupaciones
    financieras del pasado. No hallamos nombres, ni fechas.
    Únicamente sumas y restas. Abstracciones puras. Eso
    era lo único que quedaba de toda su historia.
    Descontextualización en el más puro de los
    sentidos. Sorprende. Moviliza. Alimenta el flujo
    adrenalínico. Hasta puede llegar a asustar.

  • Los lugares abandonados destilan un "anhelo del
    pasado
    ", un sordo sufrimiento por algo que se
    tenía y que ahora ya no se posee ni
    controla.

  • Los sitios abandonados encarnan al pasado convertido
    en paisaje. Materializan el desgastante paso del tiempo, y
    sus secuelas.

  • Citando a E. M. Cioran podríamos decir,
    empapados de su "existencialismo pesimista", que los
    lugares abandonados son los catalizadores de la
    «curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y
    vano
    ».

  • La naturaleza siempre se encargará de limpiar
    todos los desajustes que nosotros hemos producidos. Los
    sitios abandonados son un claro reflejo de eso. Con el tiempo
    los devorará, como si nunca hubieran estado
    allí.

  • En las moradas abandonadas y desiertas, los viejos
    dioses y espíritus vuelven a vivir. Los frecuentan y
    habitan superando con creces nuestra permanencia
    física en ellos, de igual forma que los insectos, las
    ratas y las bacterias toman posesión de las
    galerías, torres y fortalezas, dormitorios y
    comedores, y constituyen el caldo de cultivo de las
    leyendas.

  • Estéticas morbosas. Grietas del progreso.
    Utopías fallidas. Nostalgia periurbana son, para la
    fotógrafa Vanessa Graell, los sitios
    abandonados.

  • Nos aferramos a las cosas. Nos identificamos con
    ellas al punto de creer que son una prolongación de
    nosotros mismos y que al desaparecer -o deteriorarse- nuestra
    esencia -o parte de ella- se va con ellas. Claro que todo eso
    es falso. No es más que una mera proyección de
    nuestros deseos y creencias. Aún así, sufrimos
    cuando ello ocurre (mucho más cuando estamos solos).
    Por el contrario, los filósofos orientales nos hablan
    del desapego, de la sabia actitud de saber dejar que las
    cosas (en el sentido más amplio) se vayan.
    Quizá sea ese el motivo por el cual muchísimas
    personas sienten horror ante los lugares abandonados ya que
    revelan, justamente, el fluir de todo y la inexorable
    pérdida de nuestros objetos más preciados. En
    cierta forma, son el infierno de los
    coleccionistas
    .

  • ¿A dónde fueron a parar nuestros
    objetos queridos de la infancia? ¿En qué
    rincón del mundo permanecen arrumbados?

  • El cementerio abandonado de Epecuén resulta
    ser un espectáculo poco corriente. No es habitual que
    un camposanto sea tragado por una laguna en extremo salada
    (unos 240 gramos de sal por litro de agua) y, tras 25
    años, vuelva a emerger convertido en un pálido
    cadáver de granito. Pero, ¿qué fue lo
    que salió a la superficie? En principio, la más
    pura desolación. Lápidas monocromas, cruces
    oxidadas, ladeadas y semienterradas; yuyos creciendo sobre
    las propias tumbas, otorgándoles la única nota
    de color verde que hay en el lugar. Placas conmemorativas de
    hierro, hincadas, descascaradas y deformes, que ya no
    conmemoran nada, a no ser la soberanía de los tonos
    ocres. Epitafios ilegibles, desgastados, anónimos.
    Todo está cambiado: el granito ilusoriamente
    convertido en mármol, el bronce devenido en color
    verde oscuro y el hierro transmutado en rojo. Es como si un
    poderosos alquimista hubiera experimentado con todo el
    cementerio. También los árboles están
    muertos. Pelados, secos, sin una sola hoja o brote.
    Únicamente cubiertos por una sustancia
    resquebrajadiza, blanquecina, semejante a una tela de
    araña cristalizada y dura. Muy pocas de las antiguas
    estatuas funerarias sobreviven. Dos angelitos en actitud de
    rezo sobre la tumba de un niño se asoman por entre la
    maraña de las malas hierbas y una tumba ladeada hacia
    la izquierda, como si fuera una cama abandonada sobre una
    cuneta, nos anuncia que hace ya muchos años nadie le
    rinde culto a la memoria que pretendió materializar.
    Otro enterramiento, hecho con ladrillos, se ha fracturado y
    hundido hacia el medio. Formando una especie de canaleta en
    donde se acumula el agua de lluvia (y que nuestra morbosa
    imaginación mezcla con fluidos cadavéricos, ya
    inexistentes). En una palabra, la necrópolis es un
    caos total. A un costado, sobre el derrumbado muro
    perimetral, notamos la acumulación de objetos
    cruciformes, oxidados y quebradizos, unos encima de otros.
    Sin orden ni concierto. Despojados de todo respeto.
    Más atrás, la laguna y sus flamencos. Las
    ruinas del cementerio de Epecuén (también las
    de la villa misma) son una metáfora palpable de un
    Dios vencido. Sus cruces destruidas simbolizan esa derrota.
    En una de las pocas tumbas que conservan su
    inscripción puede leerse: «Neiva Irene
    Corradini. Muerta el 20 de junio de 1928 a los 2 meses y
    medio de edad
    ». Del seguro desconsuelo de sus
    padres sólo queda esa frase y, pocos metros más
    allá, la estatua de un niño asexuado ofreciendo
    flores, pero con los brazos partidos. Ya en el sector de las
    criptas familiares nos adentramos en una zona de guerra. Es
    como si un terremoto hubiera destruido todo. Una tumba, con
    cinco pequeñas placas de bronce en hilera,
    enverdecidas por el óxido, anónimas y
    olvidadas, anuncia también la derrota de las
    cantidades, y los nichos semejan hornos abandonados,
    abiertos, por completo llenos de basura. En las paredes
    residuales de una capilla funeraria leemos sólo la
    palabra «FAMILIA». Imposible identificar a
    cuál de ellas se refiere. Y en cierta forma es un
    alivio, porque mucho más movilizante es reconocer un
    apellido inscripto entre los escombros, recolonizados por
    bandadas de palomas. Por el sector despejado de lo que fuera
    la avenida principal del cementerio, nos topamos con criptas,
    todas destechadas, restos de capiteles corintios que no
    sostienen nada y miles de ladrillos redondeados por el agua,
    color rojo, que nos recuerdan pequeños trozos de carne
    desperdigados por el lugar. Hacia el final de la calle hay
    una estatua decapitada, con ambos brazos amputados, justo
    enfrente de lo que fuera una capillita católica y de
    la que sólo queda una especie de piletón, en
    cuyo interior se seca al sol el esqueleto de un flamenco.
    Todo es disolución, silencio, monotonía. Es
    como si el tiempo se hubiera detenido, o camuflado, para no
    evidenciar el desgaste que todavía sigue produciendo.
    Caminamos por un espacio mudo. El agua salada de la laguna le
    quitó el habla. En otra lápida, la huella de un
    cristo desaparecido y llevado por la corriente (una mancha
    apenas, cruciforme y de color oscuro) parecería
    anunciar que el hijo de Dios fue sólo un
    cadáver clavado y sin la fuerza necesaria para
    resistir el embate del agua. Los ángeles de la muerte,
    tallados en yeso, también han caído bajo el
    influjo de la destrucción.

  • Llama mucho la atención el enorme
    número de lugares abandonados que hay desperdigados
    por todo el mundo. entrar en Internet, explorando esta
    temática, significa encontrarse con miles de sitios
    Web, unos mejores que otros. Pero la nota
    característica de todos ellos son las imágenes.
    Los sitios abandonados "entran por los ojos".
    Impactan nuestras pupilas y después nuestros cerebros.
    Tal vez por eso los pocos libros que abordan el tema sean
    álbumes de fotos. Verdaderas obras de arte muchos de
    ellos. Según se dice: «una imagen vale
    más que mil palabras
    ». Y el deterioro
    muestra cabalmente este aspecto. Hay momentos en que las
    metáforas y adjetivos se vuelven vanos. Sólo
    resta observar. En silencio. No queda nada por
    decir.

  • «Lugares abandonados»
    ¿Qué es un lugar? ¿Acaso no hay una
    contradicción al unir esos dos términos
    lugares» y
    «abandonados»). Si como dice el
    antropólogo Marc Augé, «un lugar es
    ante todo un lugar antropológico
    », lleno de
    discursos y recorridos, relaciones interhumanas e historias,
    ¿no es un sinsentido referirse a «lugares
    abandonados
    » si, como hemos dicho, en ellos ya no
    se dan relaciones humanas, ni discursos, y la historia se ha
    olvidado? Es paradójico, pero si seguimos esta
    lógica, los «lugares abandonados»
    se convierten en «lugares» sólo
    cuando dejan de estar «abandonados» y
    empiezan a ser recorridos por el hombre. Recién cuando
    un «lugar abandonado» se integra a la
    historia y adhiere a la memoria, es un
    «lugar» (en el sentido que la modernidad
    le dio al término). Cuando nada de eso ocurre, cuando
    la identidad desaparece, lo relacional se esfuma y la
    historia ya no queda integrada a un determinado espacio, el
    lugar adquiere un status posmoderno («ruinas
    posmodernas
    »). Este es el motivo por el cual casa,
    castillos, hospitales, hoteles, abandonados, poco conocidos,
    olvidados, nunca estudiados, devienen en «espacios
    del anonimato
    » y por ende, se convierten en
    «No-Lugares».

  • Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una
    reflexión sobre la muerte, la destrucción y la
    insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es
    posible dejar de pensar que «otros hombres tan
    fugitivos como yo vendrán a hacer las mismas
    reflexiones sobre las mismas ruinas
    ».

  • Existe una tendencia a destruir objetos, que
    controlamos a través de ciertos «filtros
    culturales
    ». Se nos enseña a cuidar las
    cosas pero, en el fondo, hay cierta sensación de
    placer cuando las destrozamos. Ya sea por una terapia de
    catarsis (no guiada por ningún terapeuta) o por un
    estallido de furia descontrolada, romper-sin pena alguna- las
    cosas que nos rodean suele ser estimulante en mucha gente.
    ¿Quién no se ha detenido en la calle a observar
    cómo se demuele un edificio? Llaman la
    atención.

  • Muchos lugares abandonados, durante sus días
    de gloria, carecieron de una nutrida vida pública.
    Pocas personas pueden dar testimonios de cómo eran
    antes de sufrir el proceso de decadencia que los llevó
    a quedar vacíos. Tal es el caso algunas grandes
    mansiones y otras propiedades privadas. Otras, en cambio,
    fueron sitios que congregaron a miles de seres humanos; y,
    dentro de esta categoría, nos topamos con los parques
    de diversiones. Ya sea porque en nuestra niñez las
    experiencias suelen ser limitadas (o la capacidad de asombro
    todavía virgen), estos parques -como el famoso
    Italpark de Buenos Aires y Mar del Plata- perduran
    en la memoria arrastrando siempre una cuota de
    idealización y de nostalgia muy exagerada. En el
    recuerdo éstos lugares se vuelven más
    importantes de lo que en verdad fueron, por eso, al
    recorrerlos hoy en ruinas (o ver las pocas fotos que quedan)
    experimentamos una inevitable tristeza. El contraste es
    perturbador. Los rieles retorcidos y oxidados de la
    montaña rusa, asomándose por entre la
    maraña de pastos crecidos; o la imagen de un tren
    fantasma del que sólo queda en pie su fachada
    despintada, agrietada y sin ningún monstruo
    decorándola, nos trasladan a aquellos días en
    que recorríamos esos juegos de la mano de nuestros
    seres queridos. Es nostalgia en estado puro. Muchos de estos
    parques ya no están. Otros sobreviven en ruinas,
    tapiados, desiertos, repletos de basura y malas hierbas que
    han destrozado el cemento de sus senderos y descolorido sus
    principales atracciones. Es diversión transmutada en
    silencio.

  • Como en los cementerios, los sitios abandonados nos
    remiten siempre a un contexto de paz y tranquilidad.
    Recorrerlos en solitario resulta una experiencia casi
    iniciática, profunda, axial. Campos de paz y
    reflexión existencial, ya que ésta sólo
    es posible cuando el silencio convoca a la paz
    interior.

  • Los lugares abandonados nos enseñan que
    detrás de todo el antiguo oropel, el esfuerzo, el
    ingenio y el buen gusto, no hay más que una cosa: el
    mismo cráneo humano de siempre. Una farsa
    osificada.

  • Los lugares abandonados anuncian algo: el no olvidar
    nuestros fracasos en el momento del éxito.

  • ¿Qué son los lugares abandonados sino
    fantasmas? Aparecen, permanecen un tiempo y desaparecen de
    nuevo.

  • Cuando pueblos como Epecuén o Miramar
    desaparecen, no sólo lo material se destruye. Con las
    casas, las calles, las cosas que se desvanecen a raíz
    del deterioro también se esfuman lo recuerdos, las
    vivencias que todos esos escenarios acogieron. Sin esos
    mojones la desmemoria se termina por imponer.

  • Detrás de todos los desastres naturales se
    esconden factores humanos. A la larga, los lugares
    abandonados son el producto de la inoperancia,
    inacción o desinterés de los
    hombres.

  • En España el número de pueblos
    abandonados es abrumadoramente alto. Un cálculo
    conservador indica unos 2700 en total, distribuidos de manera
    desigual en toda su geografía, pero concentrando el
    mayor número en la región de Huesca. Esta
    situación es el resultado de una competencia entre la
    ciudad y el campo, en la que la primera lleva todas las de
    ganar. El lento proceso de modernización
    español, iniciado de a poco en la década de
    1970, es el responsable de ese flujo de migración
    interna que terminó secando de seres humanos a cientos
    y cientos de pequeños pueblos y villas peninsulares.
    El confort de la ciudad terminó por atraer a todos
    hacia ella, venciendo la tradicional resistencia al cambio de
    mentalidad pueblerina. No sólo la búsqueda de
    confort, también el mayor número de
    posibilidades u oportunidades de progresar conllevó al
    abandono antes mencionado. En pocos años, y a cuenta
    gotas, los más jóvenes se fueron yendo: los
    nacimientos se estancaron y llegó un momento en que
    sólo los viejos quedaban. A la muerte de estos, las
    casas quedaron vacías y de apoco el más
    absoluto silencio se tragó a todas las viviendas
    vacías, que iniciaron así un proceso de
    deterioro ininterrumpido. La tradición y las ventajas
    comparativas que todos los pueblos enarbolan a la hora de
    autoconvencerse de lo maravilloso que es vivir en ellos, no
    fueron suficientes.

  • Durante la década de 1990, Argentina fue
    testigo de un proceso parecido al señalado más
    arriba, aunque las causas del abandono de los pueblos del
    interior fueron diferentes a las de España.
    Aquí, el responsable de todo tiene nombre y apellido:
    Carlos Menem, siniestro personaje de nuestra historia que,
    inaprensiblemente y guiado por un modelo neoliberal
    deshumanizante, destruyó el sistema ferroviario
    nacional, clausurando ramales que resultaban vitales para el
    mantenimiento de muchísimos pueblos y localidades del
    interior del país. Con la desaparición del tren
    sobrevino la desaparición de cientos de miles de
    personas que vivían en eso pueblos. Menem
    invirtió el proceso de civilización iniciado en
    la década de 1860 con la instalación de
    vías férreas y, contrariando el mandato de Juan
    B. Alberdi, despobló el país. Cientos de
    núcleos urbanos abandonados jalonan ese proceder en
    todas las provincias de la Argentina. «Menem lo
    hizo
    ».

  • Maderas dilatándose y contrayéndose,
    graznidos de animales inidentificables la mayor parte, aves),
    el viento colándose por las ventanas y miles de
    lugares abiertos; ruido de cañerías oxidadas y
    en malas condiciones; el goteo de agua acumulada; el
    descascaramiento crujiente del yeso de paredes y techos, son
    parte de la sinfonía de sonidos que pueblan los
    lugares abandonados, en donde el silencio nunca es total.
    Sólo el sentido del oído, siempre propenso a la
    sugestión y malas interpretaciones, es el que
    convalida la existencia de movimientos en sitios
    aparentemente inmóviles.

  • Para los ingenieros civiles (constructores de
    edificios y puentes) los lugares abandonados se convierten en
    laboratorios donde es posible estudiar de manera directa la
    «resistencia de los materiales».
    Allí cada elemento se pone a prueba, mostrando sus
    miserias y reducidas capacidades de sobrevivencia. No importa
    cuán duros fueron. El tiempo los termina deteriorando,
    ablandándolos, facilitando así la
    comprensión de los procesos que han llevado a la
    decadencia material de imperios y civilizaciones del pasado.
    Las cosas adquieren su propia historia y lo que muchos
    consideran "eterno" se vuelven perecederos y susceptibles a
    "morir" como si fueran elementos orgánicos. Los
    lugares abandonados fueron/son como espejos en los que
    nosotros podemos reflejarnos.

  • Los lugares abandonados despiertan curiosidad. Nos
    atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto,
    hipótesis que intentan resolver esas preguntas
    iniciales. La mayor parte de las veces serán
    cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos
    que terminarán idealizando el pasado hasta convertirlo
    en una "edad dorada".

  • Los "linyeras", "crotos",
    "pordioseros", o como gusta ahora llamarlos,
    "personas en situación de calle", tienen
    muchos aspectos en común con los lugares
    abandonados:

  • -producen miedo

    -generan rechazo

    -quedan asociados con "lo mugriento"

    -encubren preguntas

    -se mantienen en los "márgenes de "la vida
    normal"

    -se los asocia con cierto ideal anárquico y
    libertario

    -encarnan la contratara de lo que se considera "lo
    civilizado"

    -generan nostalgia y dolor.

    • Escenarios vacíos, silenciosos, cubiertos de
      polvo, invadidos por insectos, roedores y aves (incluso por
      marginados sociales), los lugares abandonados son la
      representación clara y evidente de lo
      «no-cotidiano»; entre otras cosas porque parecen
      estar al margen del tiempo. Sólo el ojo experto
      observa en ellos el cambio. Y no es porque en ellos las cosas
      no cambien. Todo lo contrario. Hay tantas cosas que cambian
      al mismo tiempo que resulta difícil generar contrastes
      entre una época decadente y otra.

    • Los lugares abandonados condicionan nuestra idea de
      «lo eterno», negándola,
      anulándola de esta ecuación que es la
      vida.

    • Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos.
      Escenarios palpables de la derrota.

    • Los lugares abandonados nos enseñan que
      «no se abdica de un día para
      otro
      ». Que el proceso es lento y las decadencias
      apenas percibidas. Sólo el tiempo las vuelve evidentes
      y recién entonces, al mirar hacia atrás,
      advertimos los síntomas que las anuncian. Pero cuando
      esto ocurra ya es tarde. Sólo nos queda soñar
      con lo que no fue o podría haber sido.

    • Señaló Cioran: «No podemos
      reaccionar contra la fatalidad
      ».

    • Los lugares abandonados denuncian a gritos el
      infinito precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser
      tonificante, porque como dice E. M. Cioran:
      «rejuvenecemos por el contacto con la
      muerte
      ».

    • Los lugares abandonados no disfrazan nada. Se
      muestran tal como son. Revelan el esqueleto raído que
      en el fondo todos somos. «Himnos
      destruidos
      ».

    • Bajo el calor abrasador de La Pampa en verano, en
      medio de la más literal de las "nadas", cubiertas de
      raquíticos árboles y yuyos crecidos y
      amarillos, se yerguen las ruinas (taperas) abandonadas de un
      puñado de escuelas de campo que, en su momento,
      cumplieron la sarmientina misión de educar al
      soberano. Olvidadas por casi todos, se resquebrajan por las
      altas temperaturas del desierto pampeano. Ya no se escuchan
      los gritos y risas de los antiguos alumnos. Todo es mutismo,
      silencio. Silencio y abejas. Muchas abejas construyendo sus
      panales en aljibes secos y agrietados. Los cardos
      recolonizaron los salones y los pájaros depositan su
      guano por todas partes. Los saqueadores también han
      hecho lo suyo. Ya no quedan puertas, ni marcos, ni nada. Los
      baños están desguasados. Son meros recuerdos
      amorfos de los sitios de salubridad que pretendieron
      ser.

    • Es raro recorrer estas escuelas abandonadas y
      muertas. Es extraño porque no hay nadie ya que las
      recuerde. Y sin recuerdos son puro ladrillos desconchados,
      desgastados, yermos.

    • Ni la exageradamente inflada honestidad del interior
      provinciano consiguió imponerse en las escuelas
      abandonadas del campo pampeano. Todos han sido saqueadas
      inescrupulosamente (en algunos casos hasta sus mismos
      cimientos). Es que la soledad a la que están
      condenadas se ve exacerbada por leguas y leguas de desierto.
      Son el paraíso mismo de la impunidad. Una Disneylandia
      del desguace y el saqueo.

    • Taperas. Con este nombre se identifican en Argentina
      a las construcciones, generalmente humildes, que han sido
      abandonadas en el medio del campo. Ranchos, cascos de
      estancias, puestos ganaderos o pulperías, se
      transforman en taperas cuando la soledad las conquista y
      empieza su lento proceso de deterioro. No hay forma de que
      asen desapercibidas. Con el tiempo se convierten en mojones
      de una geografía desolada y puro horizonte. El ojo
      entrenado no puede dejar de verlas y aún así
      las ignora. Se convierten en una parte más del
      paisaje. Acaban naturalizándose. El campo las fagocita
      y con ellas desaparece también la memoria.

    • Conozco varias escuelas abandonadas en los campos
      argentinos y lo primero que me llamó la
      atención fue la sensación de absoluta soledad
      que generan. Es aquella una soledad que duele, que cala los
      huesos y deja a la mente en stand by. Petrificada, inerte;
      pero al mismo tiempo en un estado de ebullición tan
      maravilloso que resulta difícil traducir en palabras.
      Caminar por ellas es alimentar la imaginación. Recrean
      historias cotidianas que, tal vez, nunca sucedieron; a no ser
      aquellos actos elementales que se desarrollaban en ellas y
      para las cuales fueron levantadas, es decir, las de
      enseñar y aprender.

    • Cuarenta años de abandono bastaron para que
      la escuela de campo Nº 164 de Ingeniero Luiggi
      (provincia de La Pampa), construida en lo que se daba en
      llamar «Campo Claverie», desapareciera casi por
      completo. No queda nada de ella, a no ser la base del
      mástil en el que, a diario, enarbolaban la bandera
      nacional, unos pocos cimientos del áreas de los
      salones, un tanque de agua partido al medio (lleno de yuyos y
      basura) y los pilotes de antiguas columnas de concreto que,
      en sus días de gloria, demarcaban la sala de baile de
      la región. Una decena de hierros retorcidos,
      todavía revestidos con algo de cemento y ladrillos
      partidos, soportan los embates del aire frío y
      caliente de las desoladas pampas. Es difícil imaginar
      en ese lugar a la paisanada bailando, divirtiéndose.
      Arrulladas por el cansino canto de algún
      pájaro, están en silencio. Un silencio de
      muerte, casi audible; en donde lo natural ejerce su
      más absoluta hegemonía. Estando en ellas
      resulta imposible pensar que, algo más allá de
      las taperas, la vida sigue su curso, ignorándolas por
      completo.

    • Mástiles abandonados. Cenotafios mudos y
      anónimos de la simbología patria. Tumbas del
      nacionalismo exacerbado del hombre de campo. Claros ejemplos
      de que aún los símbolos de tela más
      adorados y respetados, no son más que eso: trapos
      viejos sin sentido en un universo que ha perdido todas las
      convenciones artificiales fabricadas por el hombre con la
      intensión de ser algo distinto, diferente, a los
      demás. Las bases escalonadas de cemento roto que
      sobreviven sitiados por malas-hierbas, ya no conservan ni el
      mástil de hierro del que colgaba «la bandera
      esplendorosa que Belgrano nos legó
      ». En su
      lugar, un hoyo oscuro y sucio, que acumula algo de agua
      estancada, lleno de bichos muertos y telarañas, indica
      el sitio exacto en el que se adosaba el erecto y varonil
      mástil patrio. Pero de esa masculinidad (por momentos
      agresiva) que todos los símbolos nacionalistas poseen,
      ya no queda nada. Sólo un agujero. Un simple agujero
      que se ha tragado para siempre -en ese lugar- al imaginario
      «ser nacional», base de tantos delirios
      ideológicos y origen de miles de libros, ensayos,
      artículos y notas que pretendieron construir la
      artificiosa identidad de un pueblo (nación) que se
      volvió viejo, siendo aún muy joven.

     

    Autor

    Fernando Jorge Soto
    Roland
    (

    JULIO 2011

    Buenos Aires

    Partes: 1, 2
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