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Napoleón en España



  1. Presentación
  2. El gran
    éxito de 1808 y una crisis
    impensable
  3. Napoleón
    toma el mando en noviembre
  4. El emperador en
    Madrid
  5. Cataluña y
    la intervención británica desde
    Portugal
  6. La "marcha de la
    muerte" de Moore
  7. Notas
  8. Bibliografía

Presentación

Con ser sobre todo una guerra de liberación
nacional, la Guerra de la Independencia Española
(1808-1814) tuvo también una dimensión europea, en
el contexto de la imposición de la Francia revolucionaria
de Napoleón a los estados monárquicos del Antiguo
Régimen. Políticamente, la inesperada y
caótica resistencia popular de los españoles a las
tropas revolucionarias francesas, marcó un hito: el de la
resistencia nacionalista, de cuño romántico e
irracionalista, frente a la imposición del liberalismo
revolucionario ilustrado. En Alemania, cuna de un gran movimiento
romántico nacionalista, la resistencia española de
1808 fue tomada como un referente ideológico y sentimental
que consiguió movilizar las fuerzas dispersas que se
oponían al orden establecido por la ocupación
militar francesa. Ese año, Austria lanzó una
ofensiva contra la Baviera ocupada por los franceses,
acompañada de un manifiesto dirigido "A la Nación
Alemana", obra de Schlegel, utilizando como modelo la actitud de
resistencia española; en él se podía leer
que "los austríacos luchaban para devolver a Alemania su
independencia y honor nacionales". Salvo un puñado de
"afrancesados", los españoles no habían podido ser
vencidos por las armas de la Razón y la Revolución,
y habían dado ejemplo de no haber perdido ni su
independencia nacional, ni su dignidad popular.

El gran
éxito de 1808 y una crisis impensable

Las noticias llegadas de España en el verano de
1808, tras una invasión sin problemas durante la
primavera, que halló una resistencia inesperada, fueron
recibidas en Francia con honda preocupación y sorpresa.
Napoleón Bonaparte era plenamente consciente de que
cualquier debilidad francesa podía ser aprovechada por los
austríacos, sus únicos enemigos en pie de guerra en
la Europa continental; y en cuanto a los británicos,
habían desembarcado en Portugal y derrotado a las fuerzas
de ocupación mandadas por el mariscal Junot, aumentando la
gravedad de la situación. Era pues urgente resolver la
increíble crisis militar desatada en una Península
Ibérica fácilmente ocupada en los meses
anteriores.

El estado mayor de Napoleón emitió un
torrente de órdenes a lo largo de los meses de agosto y
septiembre de 1808, con el fin de poner fin a la crisis de manera
rápida y contundente: programas de reforzamiento de las
plazas fuertes dispuestas al sur de los Montes Pirineos,
controladas por Francia, y planes para el caso de producirse un
conato de invasión del territorio nacional francés
desde España. En realidad, las fuerzas militares de los
españoles estaban tan dispersas y desorganizadas, que a
sus estados mayores ni se les pasaba por la imaginación
tal posibilidad, pero sus impensables éxitos en
Bailén, Zaragoza y Valencia habían disparado todas
las alarmas en París.

A primeros de septiembre, consciente de que la
situación había comenzado a calmarse,
Napoleón se dedicó a diseñar
metódicamente un plan de operaciones para la
campaña de 1809. Tras asegurar sus defensas
fronterizas frente a Austria e impartir instrucciones acerca de
lo que había que hacer si los austríacos
decidían atacar Baviera, retiró 130.000 soldados de
la Alemania ocupada, incluyendo cuatro cuerpos de
ejército, cuatro divisiones de caballería, y las
mejores unidades del ejército francés: la guardia
imperial. La mayor parte de ellos eran soldados veteranos,
capaces y avezados, dispuestos a cumplir cualquier orden por
despiadada que fuera, y poco inclinados a confiarse en un
territorio poblado por gente hostil a ellos. Napoleón
también renovó sus tratados de no agresión
con Rusia, para evitar tener que luchar en dos frentes al mismo
tiempo. La insensata resistencia de los españoles,
carentes de Estado pero decididos a no obedecer a las
autoriadades sumisas a la Revolución, era un peligro que
había afrontar con la máxima atención y
seriedad.

En España, las desmoralizadas tropas francesas y
sus auxiliares extranjeras, que defendían al rey Joseph
Bonaparte, designado rey revolucionario español por su
hermano el emperador, pasaban por horas bajas. Tras haber tenido
bajo su control teórico toda la Península
Ibérica, se habían visto forzadas a retirarse hasta
la orilla izquierda del Ebro para concentrarse y fortificarse.
Frente a ellas, como en los meses anteriores, se alineaban unas
fuerzas españolas muy envalentonadas, pero mal armadas,
mal dirigidas, desorganizadas, carentes de entrenamiento y de
cualquier clase de apoyo logístico.

El plan inicial de Napoleón consistía en
destruir las tropas españolas en el norte de Castilla,
ocupar Burgos y enviar luego refuerzos en dirección norte
para rodear y aislar a las fuerzas de los generales
españoles Blake y Cuesta situadas entre Santander y
Bilbao. En las primeras fases de la campaña esas fuerzas,
militarmente más potentes, no debían ser atacadas
directamente, sino sólo vigiladas de modo que no pudieran
cambiar de posición o iniciar ataques libremente. Pero los
cuidadosos planes de Napoleón se vieron entorpecidos por
la imprudencia de uno de sus generales, Lefebvre, quien, pensando
en que podía barrer a las desastradas unidades
españolas que tenía frente a sus posiciones al sur
de Bilbao, las atacó prematuramente el 29 de octubre de
1808. Tras una dura lucha, en que las unidades regulares
españolas volvieron a sorprender por su resistencia, el
ejército de Blake evacuó Bilbao y escapó al
cerco previsto en el plan de operaciones
francés.

Napoleón
toma el mando en noviembre

Napoleón, molesto con sus generales por haber
malogrado su dispositivo, bastante acertado operativamente, se
desplazó personalmente a España para tomar el mando
por sí mismo. El 3 de noviembre estaba en Bayona, y el 6,
en Vitoria; sin embargo, pronto habría de repetir la
amarga decepción sufrida antes por sus "imprudentes"
generales: la guerra en España no se parecía a las
que había conocido hasta ese momento, en parte porque la
población mostraba una actitud y una mentalidad fieramente
irracionales, suicida en algunos casos, incomprensible casi
siempre. No obstante, la fuerte personalidad de Napoleón,
su entusiasmo y su empuje pronto elevan la moral de sus
subordinados y hasta de sus atribuladas tropas. Desde que llega
al estado mayor de las tropas de ocupación en
España, el emperador supervisa personalmente cada detalle,
imparte órdenes rápida y acertadamente, distribuye
recompensas y castigos con autoridad, no deja nada al azar y
siempre que puede se pone al frente de las unidades en
campaña. Su excepcional habilidad como conductor de
operaciones y tropas inyecta un poderoso estimulante a su
ejército, muy necesitado de él.

El primer golpe francés se dio en Gamonal, cerca
de Burgos, donde las tropas españolas fueron a.rrolladas
en una dura batalla en la que la caballería francesa
lanzó una carga devastadora. Cayeron unos 3000
españoles, perdiendo todo su equipo y material, y Burgos
fue brutalmente saqueada, como había ocurrido con Medina
de Rioseco unos meses antes. Destruido este primer
ejército español, el denominado Ejército de
Extremadura, las tropas francesas avanzaron hacia Aranda de Duero
y el centro de Castilla por un lado, y por otro hacia el norte,
hacia Reinosa, en busca del ejército de Blake.

Las tropas españolas de Blake ocupaban el 10 de
noviembre una fuerte posición defensiva en torno a la
localidad de Espinosa de los Monteros. La mayor parte de sus
efectivos estaban muy debilitados por las deserciones, el hambre
y las enfermedades; Blake carecía de caballería y
casi también de artillería. En su busca los
franceses destacaron un cuerpo de ejército al mando del
mariscal Victor, reforzada por unidades muy reforzadas dirigidas
por el general Lefebvre. En buena lógica, Blake
debería haberse retirado, pero no lo hizo. A sus mermadas
fuerzas se les habían unido los restos de la
División de Dinamarca, un cuerpo expedicionario
español que había luchado para Francia en las
costas bálticas, antes de que el 2 de mayo de 1808
disolviera la hasta entonces vigente alianza militar
franco-española de inspiración antibritánica
[1].

Los veteranos procedentes del Báltico tampoco
traían artillería ni caballos, así que Blake
sólo contaba con una gran masa de infantería sin
armas de apoyo; a pesar de ello, ésta volvió a
mostrar una inusitada resistencia al ser atacada por los
franceses. Tras un primer día entero de combates en que
los españoles aguantaron todos los asaltos y los veteranos
bálticos se distinguieron por su combatividad, al segundo
día Blake ordenó la retirada en dirección
oeste, abandonando heridos y el poco material pesado con el que
contaba. Un temporal, sumado a una ola de frío
otoñal y a una total falta de suministros acabó
desmantelando su ejército, consumido por el hambre y las
enfermedades. Perdida su capacidad operativa, sus restos acabaron
llegando a León tras atravesar en terribles condiciones
las montañas cantábricas. El general Marqués
de La Romana fue reagrupando a las partidas sueltas de
supervivientes que iban llegando maltrechas, y en diciembre
tenía en pie de guerra unos 20.000 hombres, aunque sin
caballos ni apenas munición.

Mientras tanto, más al este, el mando de las
fuerzas españolas existentes al sur del curso medio del
río Ebro estaba dividido entre dos generales rivales,
Castaños y Palafox, cuyas divergencias personales
impidieron que llegara ayuda alguna, material o militar, al
apurado Blake. El 21 de noviembre de 1808, eliminados los focos
de resistencia que habían representado el Ejército
de Extremadura y el de Blake, el tercer cuerpo de ejército
francés maniobró contra las concentraciones de
tropas lideradas por el general Castaños, desplegadas
entre Tudela y Cascante, cubriendo un espacio excesivo para el
que podían guarnecer sus 26.000 hombres. Tras conseguir
que Palafox le apoyase, Castaños comenzó a recibir
como refuerzo dos divisiones de infantería al mando del
general O'Neill, pero al llegar lentamente y con cuentagotas no
habían tomado posiciones cuando las vanguardias francesas
llegaron a Tudela, aprovecharon a fondo el hueco en el despliegue
español. La débil y escasa caballería
española no consiguió anticiparse a la
penetración de las tropas del mariscal Ney ni tampoco
detenerla. Cuando el grupo de O'Neill llegó al lugar, los
franceses ya estaban explotando la brecha: el general Lannes
ordenó a la división de su colega Merlot que
lanzase un ataque decisivo. A la desesperada, Castaños
había intentado cerrar la brecha enviando órdenes
al general La Peña, que se encontraba en Cascante, para
que se desplazase hacia el centro del dispositivo, y a su colega
Grimarest, que se encontraba algo apartado con sus unidades, para
que acudiese a apoyar al primero, en tanto que él mismo
intentaría acudir también desde Tudela.

La Peña no cumplió las órdenes y
Grimarest estaba demasiado lejos para poder llegar a tiempo.
Merlot asaltó las colinas que rodeaban Tudela,
obligó a los españoles a abandonar la ciudad y a
retroceder hacia la carretera de Zaragoza, en tanto que las
tropas de O'Neill, que ya habían llegado, atacadas de
frente y de flanco, apenas pudieron oponer resistencia y fueron
aplastadas finalmente por una devastadora carga de la
caballería francesa. Las tropas que habían visto
peligrar su existencia en septiembre, habían dado la
vuelta a la situación bélica en apenas un mes,
gracias a la moral insuflada por el mando directo de
Napoleón y su excepcional habilidad como
general.

El emperador en
Madrid

El 22 de noviembre de 1808 Napoleón dio comienzo
a un avance triunfal hacia Madrid, sabiendo que las operaciones
de sus mariscales al este y al norte de su situación
estaban alcanzando todos sus objetivos con gran éxito, por
lo que sabía que no se presentarían amenazas contra
sus flancos. La primera oposición de entidad la
encontró en el Puerto de Somosierra, paso de
montaña en el que unos 9.000 hombres de calidad operativa
desigual, formados por restos del Ejército del Centro,
reclutas y voluntarios, se habían apostado a ambos lados
de la carretera formando dos líneas, bien atrincherados
aprovechando el terreno y con algunos cañones.
Desalojarlos iba a ser una tarea compleja incluso para los
experimentados soldados franceses.

El 30 de noviembre la división del general Ruffin
fue la encargada de asaltar las posiciones en Somosierra, para lo
que intentó primero escalar las alturas que las rodeaban.
Los defensores, aprovechando los campos de tiro que
ofrecía el vertical espacio montañoso, comenzaron a
abatir a los atacantes que ascendían en cabeza. El coronel
Piré, jefe del regimiento de cazadores de la guardia, que
era el que estaba sufriendo más bajas, pidió
permiso para retirar a sus hombres, viendo que era imposible
abrirse paso; Napoleón replicó:
"¿Imposible? No conozco esa palabra." Claramente
despreciaba el valor combativo de los defensores, y lanzó
a una unidad de caballería polaca a desalojarlos
frontalmente. Lejos de desbandarse, los españoles
respondieron con un nutrido fuego que prácticamente
aniquiló a sus 87 miembros pero, tras varios asaltos de
contingentes franceses muy nutridos, de infantería y
caballería, fueron arrollados. El general Montbrun, con
una última carga de unos 1.000 jinetes, encabezó el
asalto que rompió finalmente el bloqueo del paso de
montaña.

La llegada a Madrid de las noticias de la derrota de
Somosierra dispararon todas las alarmas. Se creó a toda
prisa una Junta de Defensa presidida por el duque del Infantado,
dispuesta a defender la ciudad, en tanto que una Junta Central
política decidía abandonar Aranjuez y marchar en
dirección a Badajoz. Tanto en el pueblo como en los
dirigentes había una mezcla de opiniones, pues mientras
unos eran favorables a la defensa a ultranza (hasta el
último hombre y el último cartucho
), al estilo
de Zaragoza o Gerona, otros preferían librar acciones
militares limitadas, que contuviesen a
Napoleón.

Tras rechazarse la primera solicitud de
rendición, la artillería imperial francesa
abrió fuego a las 19:00 horas del 2 de diciembre de 1808,
abriendo con facilidad una brecha en las murallas de Madrid, en
el sector del Parque del Buen Retiro. Las tropas francesas
entraron en el parque y tomaron la fábrica de porcelana de
la Corona, el observatorio astronómico y otros puntos
clave, que les daban acceso al corazón de la ciudad. La
segunda oferta de rendición llegó poco
después, pero deseosos de ganar tiempo, los generales
Morla y Duque de Castellar comunicaron al cuartel general
francés que necesitaban consultar al pueblo, prueba de la
importancia que la lucha popular estaba tomando en el conjunto de
las acciones militares. Los combates continuaron sin mucha
intensidad hasta las 11:00 del 3 de diciembre, momento en que
Napoleón ordenó un alto el fuego unilateral a sus
tropas. Para entonces éstas ya controlaban El Pardo, las
Puertas de Alcalá y Atocha y la Carrera de San
Jerónimo, apuntando al corazón de la
ciudad.

Tras deliberar, la Junta de Defensa llegó a la
conclusión de que la solución militar era inviable,
y aprovechando que el cerco a la ciudad no era completo, el
marqués de Castellar, las tropas bajo su mando y los
civiles que quisieron unirse a ellas abandonaron la capital. A
las 06:00 horas del 4 de diciembre los generales Morla y De la
Vega rindieron Madrid al mismo Napoleón en el Campo de
Chamartín, y a las 10:00 horas, los soldados del general
Bélliard tomaron los puntos clave del centro urbano,
desalojando a los sorprendidos madrileños de sus
posiciones. Por suerte, apenas hubo conatos de resistencia
desesperada, y Madrid cayó finalmente.

Durante su estancia en la capital, el emperador
dedicó una parte importante de su tiempo a preparar el
final de la campaña. A los más de 40.000 hombres de
que disponía, reponiéndose de la atroz fatiga
sufrida al este y al sur de Madrid, se iban a sumar los efectivos
completos y totalmente equipados de un nuevo cuerpo de
ejército, el VIII al mando del mariscal Junot, repatriados
a Francia por los británicos en cumplimiento de lo pactado
en la Convención de Cintra. Para resgresar a Portugal
estaban dispuestas las tropas del general Lefebvre, que
avanzarían directamente sobre Lisboa, mientras que las del
mariscal Victor tendrían como objetivo Sevilla.
Napoleón quería también arreglar a su manera
el "problema español" y no estaba dispuesto a perder el
tiempo; fiel a su carácter emitió cuatro decretos
desde su propio campamento general en Chamartín. El
primero abolía todo el entramado jurídico feudal;
el segundo, el tribunal de la Inquisición; el tercero
reducía a una tercera parte el total de las comunidades
religiosas de España; y el cuarto suprimía las
aduanas interiores del territorio español. Era evidente
que medidas como la supresión de aduanas interiores
(puertos secos) o las indemnizaciones decretadas para
los que en opinión francesa habían sufrido
pérdidas económicas por causa de la
acción de las fuerzas rebeldes
, estaban orientadas a
atraer hacia su nuevo régimen a lo mejor de las
élites sociales e intelectuales españolas, pero a
la postre lograron poca cosa. Ya se había vertido mucha
sangre y se había levantado demasiado odio.

Cataluña y
la intervención británica desde
Portugal

Napoleón era consciente de que su comandante en
jefe en Cataluña, el general Duhesme, no contaba con
tropas suficientes para lograr los ambiciosos objetivos que se le
habían encomendado. Aunque despreciaba a los catalanes y
su voluntad de resistencia, sabía lo que estaba
ocurriendo, y para remediarlo ordenó al frío y
metódico general Saint-Cyr que acudiese a España y
reestableciese el orden en la región. Su primer objetivo
debía ser el castillo de Rosas. Tras la caída de la
fortaleza, Saint-Cyr envió refuerzos al general Reille
para mantener abiertas y seguras sus líneas de
comunicación con Francia y marchó hacia Gerona con
sus 17.000 hombres, alcanzando las defensas de la ciudad a
primeros de diciembre.

La batalla que se dio en Cardedeu con los catalanes
comenzó el 16 de diciembre de 1808. 8.500 soldados de
infantería españoles, apoyado por apenas 600
jinetes y sólo siete cañones, se habían
desplegado sobre una escarpada colina cubierta de
vegetación, que impedía valorar a Saint-Cyr su
verdadera fuerza. No obstante, el general francés
sabía que en su mayor parte eran reclutas sin
instrucción y campesinos mal armados, y lanzó a sus
13.000 hombres en masa contra ellos formando una única
columna. El general Pino, que mandaba la vanguardia imperial
compuesta por auxiliares italianos, desplegó a sus
unidades al aproximarse a los españoles para cubrir un
frente más amplio, desobedeciendo las órdenes de
Saint-Cyr de avanzar en orden cerrado. Pagó cara su
apuesta y fue rechazado por las defensas exteriores
españolas. Bajo el mando de Saint-Cyr en persona, un
segundo asalto concentrado arrasó a los defensores. Los
españoles sufrieron 2.500 bajas y casi perdieron sus
escasos cañones, a cambio de sólo 600 bajas
francesas. El 17 de diciembre, las tropas de refuerzo francesas
entraban en Barcelona y Saint-Cyr tomaba el mando de del gobierno
militar de Cataluña, reemplazando a Duhesme.

El 21 de diciembre de 1808, en Molins del Rey, cerca de
Barcelona, Saint-Cyr se enfrentó de nuevo a los
españoles dirigidos por los generales Reding y Cadalgues.
Su maniobra no obtuvo un éxito completo, pues el general
Chabran no se decidió a lanzar un asalto decisivo contra
los españoles, que pudieron retirarse sin sufrir
demasiadas bajas, aunque dejaron en el campo 25 cañones,
casi todo su equipo y municiones y 1.200 prisioneros, entre ellos
el propio general Cadalgues.

El gobierno británico había recibido muy
mal a los responsables de la capitulación de Cintra, pues
no concebía cómo se había permitido la
repatriación de las tropas de Junot, por lo que se
abrió un tribunal de investigación ante el que
tuvieron que declarar como imputados todos los responsables,
quedando al mando de las tropas británicas en Portugal el
general John Moore, que recibió órdenes de su
gobierno de dirigirse hacia León en ayuda del
ejército español con unos 20.000 hombres, apoyados
por los 12.000 del general David Baird, que desembarcaría
en La Coruña y partiría desde la capital gallega
con destino a Valladolid. La marcha de Moore, que dejó
10.000 soldados en Lisboa, fue caótica, con problemas
logísticos de todo tipo. Por de pronto envió su
tren de bagajes, sus municiones y su artillería pesada a
Salamanca pasando por Badajoz, Talavera y El Escorial, dando un
rodeo inverosímil. En cuanto a Baird, no tuvo mejor
suerte. No llegó a La Coruña hasta la última
semana de octubre de 1808, y las autoridades españolas no
pudieron prestarle su apoyo, aunque consiguió finalmente
adquirir carros, bueyes y mulas en los que cargar todo su
material bélico y equipamiento y partir hacia el sur, a
través de carreteras muy precarias; hacia el 22 de
noviembre aún no había progresado más
allá de Astorga, en los límites sudorientales de
Galicia.

La "marcha de la
muerte" de Moore

Moore por su parte cambió de opinión en lo
que respecta a sus planes al tener noticia de las sucesivas
derrotas españolas, por lo que creyó que lo
más conveniente era regresar a Lisboa ante la
imposibilidad de cumplir su misión. Sin embargo, un correo
llegado el 5 de diciembre desde Madrid le hicieron creer que la
ciudad estaba dispuesta a resistir, lo que, unido a la oferta de
ayuda que le remitió desde León el general
Marqués de La Romana, lo movieron a cambiar otra vez de
opinión. Ahora creía que podía dirigirse al
centro de Castilla y cortar en Burgos las comunicaciones entre
Madrid y la frontera francesa.

La maniobra que trataba de ejecutar Moore era realmente
arriesgada, pues pretendía dirigirse hacia el centro de
España sorteando grandes contingentes franceses que
maniobraban a su alrededor. Se ha debatido mucho por qué
decidió arriesgarse de tal modo. Para la
historiografía británica (que no ha hallado
explicación satisfactoria a tan descabellado plan) Moore
fue víctima de informes contradictorios por parte de los
españoles, que luego no hicieron nada para evitar que
fuera derrotado. El argumento es insostenible, y transfiere la
responsabilidad de Moore a unos ejércitos que bastantes
problemas tenían para sostenerse frente a ejércitos
franceses muy superiores en todos los sentidos. Moore calculaba
las fuerzas de ocupación francesas en España en
unos 80.000 hombres, cuando en realidad, a raíz de la
imprevista resistencia de militares y civiles tras la captura de
la cúpula estatal española, venían a contar
con unos 235.000 hombres aproximadamente. Esta disparidad entre
los cálculos de Moore y la situación real puede
explicar por qué, aunque el 11 de diciembre de 1808 supo
que Madrid se había rendido a los franceses, debió
de creer que un golpe a sus líneas de suministros
podía obligarlos a detener su progresión hacia
Andalucía y Portugal.

Unidos a las tropas de Baird, los hombres de Moore
cruzaron el Duero y, en un combate afortunado en Sahagún,
sus húsares aniquilaron dos escuadrones de
caballería franceses. Lo que no sabía Moore era que
Napoleón ya estaba al tanto de su presencia (si bien no
conocía su situación correcta, pues lo ubicaba
cerca de Valladolid, cuando aún no había progresado
tanto desde el noroeste peninsular) por lo que había
impartido las órdenes e instrucciones precisas para no
dejar escapar la oportunidad que se le presentaba de destruir al
único ejército británico operativo en
territorio español.

Lo primero que hizo el emperador fue detener las
ofensivas contra Lisboa y Sevilla y el 19 de diciembre
ordenó que todas las tropas disponibles en torno a Madrid
se dirigieran de inmediato al noroeste. El 23, en medio de un
terrible temporal de nieve y con el propio Napoleón al
frente, el ejército francés cruzó el paso de
montaña de Guadarrama dispuesto a enfrentarse a los
británicos de Moore. Tras recuperarse del paso de las
montañas en Villacastín, las tropas imperiales
reempredieron la marcha. Moore, que ignoraba lo que estaba
sucediendo al sur de sus posiciones, había pensado lanzar
una ofensiva contra el 2º cuerpo de ejército mandado
por el mariscal Soult el día de Nochebuena, pues
sabía que los franceses seguían
reagrupándose y tenía una buena oportunidad para
tomar la iniciativa. Sin embargo, durante la mañana de ese
día comenzó a recibir noticias alarmantes: los
despachos aseguraban que el grueso del ejército
francés, con Napoleón a la cabeza, estaba al norte
del Sistema Central montañoso y avanzaba hacia su
retaguardia. El general británico no necesitó mucho
tiempo para darse cuenta de que se encontraba en un grave
aprieto: los franceses se le habían adelantado y
habían acumulado una ventaja decisiva sobre él. No
podía huir hacia Lisboa pasando por Salamanca, pues los
franceses le cortarían el camino, por lo que pensó
que lo mejor sería retroceder por donde había
llegado, en dirección hacia La Coruña, donde
podría reembarcar en caso necesario. Rápidamente,
todo el ejército expedicionario británico
inició su retirada, dejando una pantalla de
caballería delante de las fuerzas de Soult para ocultar
sus movimientos.

Al sur Napoleón, al que el 26 de diciembre se
unió el mariscal Ney, había situado correctamente
la posición de los británicos, por lo que se
desvió hacia el noroeste, para cortar la retirada a Moore
en el río Esla, en tanto que Soult había comprobado
que no tenía al grueso del ejército enemigo
delante, sino sólo a unos destacamentos de
caballería, por lo que él también
avanzó hacia Benavente pero cuando llegó las
fuerzas de Moore y las de Baird, que habían cruzado el
Esla por Valencia de Don Juan, ya estaban al otro lado del
río. Los cazadores a caballo de Lefebvre-Desnouettes
intentaron perseguirlas, pero fueron duramente repelidos por el
10º Regimiento de Húsares británico. Tras este
pequeño combate, la persecución perdió en
intensidad, lo que permitió a los británicos
retirarse en mejores condiciones.

En cuanto a las tropas españolas de La Romana, el
día 30 de diciembre tuvieron un desastroso encuentro con
los franceses en Mansilla de las Mulas, en el que perdieron unos
1.500 hombres, uniéndose a Moore en Astorga al día
siguiente, Nochevieja. La Romana había perdido ya la mitad
de sus efectivos originales. Respecto a los británicos, no
estaban en mucho mejores condiciones, y ambos ejércitos se
retiraron hacia Galicia [2].

Ha existido siempre un gran debate entre los
historiadores acerca de por qué se detuvo la retirada en
Astorga. La causa la atribuyen los británicos a la primera
gran crisis con sus aliados españoles. Es cierto que las
tropas españolas del marqués de La Romana no
estaban en condiciones de combatir, pero no es cierto que
influyesen con su situación y sus problemas en la
tambaleante capacidad combativa de los británicos. El
ejército expedicionario de Moore pura y simplemente
había acumulado una larga serie de desastres y
frustraciones, y es muy comprensible que su moral estuviera por
los suelos; el desorden, la rebeldía y el descontrol se
hubieran dado en cualquier otro ejército de los de su
época, y probablemente mucho antes. Días antes de
los tumultos que hubo en Astorga, en Benavente la soldadesca
británica había arrasado el castillo de la
localidad y había entrado a saco en sus bodegas.
Centenares de soldados cargados de frustración y
desinhibidos por la borrachera dieron rienda suelta a sus
instintos y vandalizaron, asesinaron y violaron sin poder ser
controlados por sus oficiales.

Los reproches entre los aliados fueron subiendo de tono.
El marqués de La Romana se quejaba amargamente de que lo
destruido por los vándalos y lo robado por los saqueadores
británicos había sido aportado por las juntas
regionales españolas, y de que Moore no tenía
intención de defender Astorga, y los británicos
acusaban a los españoles de abandonarlos y de no servir
para nada militarmente. Una parte del ejército
británico parecía haber decidido tomar todo lo que
tuviera a mano para resarcirse de lo sufrido en los meses
anteriores y la otra parte aprovechar el caos para cometer todo
tipo de robos y saqueos. Ante tales aliados no es de
extrañar que en los pueblos leoneses y gallegos
prefiriesen ver llegar a los franceses antes que a los
casacas rojas de Moore.

Lo cierto era que Moore había tomado la
decisión de abandonar España sin tomar mayores
consideraciones. No confiaba en los españoles quienes, por
otra parte, no habían dado muestras de capacidad para
colaborar con sus fuerzas, pero nada de eso sirve para justificar
las salvajes acciones que los británicos en retirada
cometieron contra la población civil de un buen
número de pueblos y ciudades de León y Galicia, en
el noroeste español.

Notas

[1] Con anterioridad a la ruptura bélica
de mayo de 1808, España y Francia habían sido
aliadas, por su común hostilidad contra el Reino Unido. A
petición francesa, el gobierno español del rey
Carlos IV puso a disposición de Napoleón un cuerpo
expedicionario de unos 15.000 hombres, que incluía a las
unidades más combativas del ejército
español. Integrado en el dispositivo de ocupación
francés en las costas bálticas de Alemania, el
cuerpo español dirigido por el general Marqués de
La Romana se amotinó en mayo de 1808, tras negarse a jurar
lealtad a Joseph Bonaparte como rey de España. Los
rebeldes se hicieron fuertes en el islote de Langeland, del que
la Royal Navy británica sacó a unos 9.900, con
rumbo a España. Unos 5.000 no pudieron embarcar y hubieron
de rendirse finalmente a los franceses. Encerrados en varios
campos de internamiento provisionales, en condiciones inhumanas,
fueron posteriormente forzados a combatir bajo bandera francesa,
encuadrados en un regimiento llamado "Joseph Bonaparte" incluido
en la Grande Armée que invadió Rusia en
1812. Cayeron en su inmensa mayoría en la desastrosa
retirada francesa posterior a la efímera conquista de
Moscú. Hubo incluso algunos españoles que
desertaron y se unieron al ejército ruso, en el que fueron
reunidos en un regimiento llamado "Imperial Alejandro". En el
ejército francés subsistieron hasta 1815 algunas
pequeñas unidades formadas por españoles, como los
"Pioneros Españoles".

[2] Pocos episodios de la historia militar
británica han sido tan dramáticos como la retirada
del general Moore y los restos de su cuerpo expedicionario hacia
La Coruña en enero de 1809. A través del testimonio
de los hombres que participaron en aquella particular Marcha
de la Muerte
, el historiador militar Christopher Summerville
ofreció un completo cuadro del épico suceso en un
interesante libro publicado en 2003, y traducido en 2008 al
español (ver la entrada correspondiente en
Bibliografía).

Bibliografía

J. Almirante y Torroella, Diccionario
militar.
Madrid, Impr. Depósito de Guerra,
1869.

J. R. Alonso, Historia política del
ejército español.
Madrid, Editora Nacional,
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Autor:

Jorge Benavent Montoliu

(España)

 

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