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¿Por qué Dios permite algo así? – Relatos




Enviado por angelica pease



Partes: 1, 2, 3

  1. El
    Profeta Elías
  2. Milagro en Sunem
  3. Historias de algunos que volvieron del mas
    allá
  4. La
    viuda de Naim
  5. La
    hija de Jairo
  6. Lázaro, sal de
    ahí
  7. En el
    camino a Emaús
  8. Resurrección de
    Dorcas
  9. Eutico
    despertó de la muerte
  10. Rafael
  11. María despertó
  12. Renata
  13. Rescatado de las aguas
  14. Levántate y anda
  15. Contraportada

A través de los relatos de este
libro he querido seguir el hilo conductor del amor incondicional
de una madre. Son muestras que provienen desde tiempos remotos.
Un filamento que se desprende de la telaraña que atrapa
siglos, costumbres y épocas.

La vida y la muerte han sido para el ser
humano la incógnita más grande.

Son un misterio que únicamente
pertenece al Creador del Universo, sin embargo, vemos que la fe y
el amor que manifestaron mujeres que vivieron el dolor profundo
de una pérdida, lograron alcanzar el corazón de
Dios y unieron los vértices que comprenden la
existencia.

Al hombre le corresponde encontrar el
sentido de su vida, la misión que le ha sido encomendada.
El tiempo otorgado para el cumplimiento de este destino es
impredecible.

Cuando ha cumplido con este encargo debe de
regresar a la casa eterna. Allá el gozo es
infinito.

"Hay un tiempo para cada cosa y todo lo que
hacemos bajo el sol tiene su tiempo. Hay un tiempo para nacer y
otro para morir, uno para plantar y otro para arrancar lo
plantado".

Quiero agradecer al doctor Enrique Lelo de
Larrea, médico de urgencias del hospital Ángeles,
al neurólogo más dedicado que he conocido, doctor
Eduardo López Portillo y a tantos otros trabajadores que
diariamente entregan su vida en los hospitales para ayudar a los
enfermos y familiares a sobrellevar el dolor, por haber sido
parte de estas historias que escapan al intelecto.

En vez de que se cumpla el
pronóstico fatal que era de esperarse en un paciente, de
forma milagrosa, regresa del más allá totalmente
sano. En estas historias tienen un papel fundamental sacerdotes
como el Padre Fernando Cavieres L C, capaces de servir como canal
de la gracia proveniente de Dios.

Algunas personas cuyos casos están
en este libro, relatan recuerdos vagos de los momentos en que
estuvieron muertos y como ellos decidieron volver desde aquella
dimensión. El clamor de los que le amaban los llamó
de nuevo hacia la vida.

Las almas de quienes hemos querido y que no
regresan al mundo siguen cerca de nosotros, de nuestro
corazón aun cuando no estén físicamente a
nuestro lado.

Todas las mamas desearíamos que
nuestros hijos permanezcan con nosotros, que sean ellos quienes
nos entierren, pero no siempre sucede así.

Inexplicablemente, algunas veces, el
Señor concede un prodigio de vida nueva, una nueva
oportunidad.

El cielo está lleno de preguntas que
tendrán respuesta cuando nos reunamos nuevamente con
aquéllos que partieron antes que nosotros.

Angélica Pease Cruz

El Profeta
Elías

En el año treinta y ocho del reinado
de Asa en Judá, Acab comenzó a reinar en
Israel.

Vivía en la ciudad de
Samaria.

Se casó con Jezabel, hija del rey-
sacerdote de Tiro. Ella adoraba a Baal.

Bajo su influjo, Acab inició el
culto al dios de las tormentas, amo de las lluvias y del
viento.

Por esta razón, Dios envió al
profeta Elías que vivía en la región de
Gaalad al este del Jordán, a Samaria, en donde
tendría que encontrar al rey Acab y ordenarle que dejara
el culto a Baal.

Después de muchos días de
penoso caminar, el profeta vio a lo lejos al rey.

– ¡Vuélvete a Dios! Hazlo
pronto o no volverá a llover sobre Israel – gritó
Elías con fuerza.

El rey se puso furioso, decidió
vengarse del profeta porque no toleraba las amenazas.

Aquél día comenzó la
peregrinación interminable de Elías.

Un anochecer, el profeta que se ocultaba
dentro de una cueva que cubría la maleza, escuchó
una voz. Salió para ver quién le
llamaba.

– Elías refúgiate junto al
arroyo Querit para que puedas escapar de la rabia de
Acab.

No vio a la persona que hablaba.
Regresó al escondite.

De nuevo resonó una voz fuerte como
el rayo:

– Elías refúgiate junto al
arroyo Querit.

Se asomó. Afuera todo estaba en
calma. Entendió que era Dios quién le llamaba. El
profeta obedeció.

Llegó a Querit, lugar rodeado de
tierras doradas y palmeras que le ofrecían sombra. El
arroyo cruzaba el valle de lado a lado.

El sonido de la brisa al rozar las palmas
era el arrullo al anochecer. Parecería que todo era
perfecto en aquel lugar, sin embargo, no había
alimento.

Elías subía cada noche a un
montículo que sobresale en el valle para observar como el
sol mordía al cielo que derramaba su sangre hasta que la
noche la absorbía.

Cuando la oscuridad que oculta al sol
dejaba caer su manto bordado con estrellas, él alzaba las
manos hacia el cielo.

– ¡Escúchame Señor!
¡Estoy a punto de morir de hambre! – clamaba.

Finalmente, Yahveh mandó a unos
cuervos para que lo alimentaran con carne y pan. Los
pájaros llegaban por la mañana y por la noche
trayendo la comida.

Pasó el invierno, llegó la
primavera y entró la época de calor. Escasearon las
lluvias. Por la falta de agua el arroyo se
secó.

Una noche, mientras Elías oraba,
oyó la voz de Dios:

– Ve a la a la ciudad de
Sarepta.

Nuevamente el profeta
accedió.

El hombre caminó por la tierra sin
vida, llena de barrancos, lugar sin agua, cúmulo de
peligros, por donde nadie pasa. Llegó a Sarepta en
Sidón, un puerto importante cerca del mar
Mediterráneo. A un lado de la ciudad se encontraba la
llanura fértil que separa la cordillera de Líbano.
Todo estaba seco.

Las hojas de las higueras estaban quemadas.
Los árboles, que antes ofrecían sus frutos, solo
servían para hacer leña.

Aquél era un día polvoriento.
El calor era insoportable.

Olía a sudor y a mugre alrededor. La
gente se veía fatigada. La lengua se pegaba al paladar por
la resequedad, por la sed. Los pozos tenían poca
agua.

Los niños lloraban en busca de los
pechos de sus madres.

También el ganado estaba muriendo.
Los pastos estaban marchitos.

Los perros lamían el piso guiados
por espejismos que parecían charcos.

Hacía varios meses que no caí
ni una gota de agua del cielo mientras que el mar mecía
mudo las aguas que no se podían beber.

Como todas las mujeres de la ciudad, yo
vestía con túnica y me tapaba el rostro con un velo
que aumentaba aún más la sensación de ahogo.
Mi ropa era de color oscuro y de tela áspera ya que yo era
viuda; atrapaba los rayos de sol que incendiaban todos los
rincones del cuerpo. Estaba tan sucia, que parecía un
lienzo pintado con arena.

Me sentía abatida. A pesar de no ser
una persona mayor, tenía arrugas profundas alrededor de
los ojos y el cabello blanco.

Mi único hijo tenía desde
hacia varios días dolor de estómago provocado por
el hambre. Se veía cansado, tenía mareos y dolor de
cabeza. Su boca en vez de saliva tenía una masa
pastosa.

Yo no sabía que hacer. Cada
día que pasaba, la mente del chico estaba más
revuelta.

Cuando el profeta entró a la ciudad,
yo había salido al patio que está entre la casa y
las casas vecinas. Nuestras habitaciones parecían hornos.
Buscaba sentir la brisa sobre la cara para
refrescarme.

La plaza donde se encontraba el profeta se
veía desde el lugar en donde me encontraba.

Él se sentó en el piso. Los
pies le dolían, estaban hinchados. Sentía hambre y
sed. Su rostro estaba tostado por el sol. Los ojos
grisáceos que asomaban entre la cabellera que
parecía paja, reflejaban la fatiga que le invadía.
Parecía un vagabundo.

Llevaba varios días sin probar
bocado y el agua que acumuló para el viaje se había
acabado.

En el momento en que me vio, hizo una
señal con la mano.

Mujer, por favor tráeme en un vaso
un poco de agua para beber – gritó.

Entré a la casa con el fin de
complacerle. Tomé un vaso para darle el agua que
pedía. Faltaba poco para terminar la reserva que
tenía del vital líquido. Antes de que llegara a la
puerta, escuché nuevamente su voz:

– Por favor, tráeme también
un pedazo de pan.

Apenada, tuve que negarme a cumplir la
petición y salí de la casa para darle una
explicación:

– Te juro, por Dios nuestro Señor,
que únicamente tengo en casa un puñado de harina y
un poco de aceite. Voy a cocer un pan para mi hijo y para
mí. Por la mañana recogí leña para
prender el fuego. Después de comer, nos dejaremos morir de
hambre ya que el alimento se terminó en este
lugar.

Había tomado aquella decisión
al ver el sufrimiento de mi niño, al sentir mi impotencia.
No había otra salida.

– No tengas miedo – respondió
Elías, – ve y prepara tu pan, pero con la harina que
tienes, hazme primero una torta pequeña y tráemela,
después haz otra para tu hijo y para ti. Dios me ha dicho
que no se acabará la harina de tu tinaja ni el aceite de
la jarra hasta el día en el que el Señor permita
que vuelva a caer la lluvia.

Creí en las palabras del profeta
Elías e hice lo que él me indicó.

No faltó harina en la tinaja ni
aceite en la jarra por mucho tiempo. Mi hijo Josafat y yo,
sentíamos agradecimiento por la bendición que nos
trajo el profeta. Desde aquél día lo invitamos a
vivir con nosotros.

Elías pasaba largos períodos
en la casa.

Diariamente ardía la leña
dentro del pequeño horno hecho con adobe.

Acuclillada preparaba una pasta con aceite,
formaba los panes y los echaba sobre charolas en donde los dejaba
cocer. Era un pan plano. Lo condimentaba con jeezer, un romero
silvestre o con bayas y sal. El aroma del pan recién
horneado invadía el vecindario. Era una invitación
para que la gente probara un poco de ese manjar. Durante el
tiempo de escasez, muchas personas comieron ese pan.

Una mañana, Elías
anunció que saldría.

– Quiero orar a solas – dijo.

Cuando él se alejó
comencé mi trabajo.

– Mamá, me siento muy mal –
murmuró mi hijo. Tenía tanta fiebre que su cuerpo
comenzó a temblar.

– Te coceré agua con ajenjo para
preparar un té – le dije.

No dio resultado. Le ofrecí
infusiones de menta y comino. Froté sus pies con remedios
caseros para bajar la temperatura.

Las horas pasaron y no
mejoró.

– ¿Qué debo hacer? –
repetía una y otra vez angustiada.

– Mamá, mamá – gritó
Josafat antes de perder el conocimiento.

Convulsionó.

– Chiquito, no te muevas tanto ¡Te
vas a lastimar! – vociferaba con desesperación.

– ¿Quién me puede ayudar?
¡Dios mío! Me sentaré junto a ti. Estate
tranquilo. Duerme, cariño ¡No respira!
¡Señor! ¡Está muerto! ¡Despierta!
¡Despierta! – clamé aterrorizada.

Entre mis sollozos y estremecimientos la
criatura rodó. Lo tapé con la
túnica.

– Voy a buscar al profeta. Duerme,
cariño. No tardo – susurré.

Sentía que me volvía loca. El
mundo daba vueltas dentro de mi cabeza. Las piernas no me
sostenían bien.

– Elías debe de estar en la choza –
pensé mientras me dirigía al lugar dando
tumbos.

– ¡Sal de allí!
¿Qué tengo yo que ver contigo? ¿Has venido
para que mi hijito muera? – llamé con rabia –
¡No aguanto más! ¿Para que vivir?
¿Para que llegaste a nuestras vidas?

Las lágrimas corrían en
abundancia por mi cara, las piernas perdieron totalmente la
fuerza y caí. El profeta me ayudó. Sin decir
palabra se dirigió conmigo hacia Sarepta.

– Es la única persona que tengo en
la vida. Él da sentido a mi existencia. ¡No es
justo! – dije entre sollozos.

Elías no hizo comentarios. No
hablamos durante el trayecto de regreso. Yo lloraba, no
podía controlarme.

Al llegar a la casa corrí a lado del
niño. Lo acosté sobre mi regazo.

– Mi chiquito, nene – le decía al
oído – ¡Despierta!

– Dame acá a tu hijo – ordenó
el profeta arrebatándolo de mis piernas. Levantó al
niño que yacía inmóvil. Caminó hacia
el cuarto en donde lo habíamos alojado. Acostó al
niño y cerró la puerta.

La tristeza de ver a aquella criatura
postrada, sin vida, le calaba hasta los huesos.

– ¡Señor y Dios mío!
¿También has de causar dolor a esta pobre viuda
dejando morir a su hijo? Ten en cuenta la amabilidad que tuvo
para conmigo. Ella me alojó en su casa.
¡Escúchame Señor! – clamó
Elías.

El profeta se acostó tres veces
sobre el cuerpo inerte de la criatura.

– Te ruego que le devuelvas la vida a este
niño – pedía al Señor en voz alta cada vez
que se incorporaba.

De pronto, el niño comenzó
nuevamente a respirar. ¡Estaba vivo!

Elías muy contento, tomó de
la mano al muchacho y lo llevó al lugar en donde me
encontraba totalmente desconsolada.

– ¡Mira! ¡Tu hijo vive! –
exclamó.

Yo no daba crédito a lo que
veía. Elías traía de la mano al niño.
Corrí y lo abracé.

– ¡Bendito hombre de Dios!
¡Perdona mis ofensas! – le pedí mientras me echaba a
sus pies.

Con ternura me ayudó a ponerme de
pie.

– Mujer, alaba a Dios que tuvo
compasión de ti – dijo alejándose de nuestra
casa.

Josafat y yo lo vimos desaparecer a lo
lejos.

Han pasado tres veranos desde que el
niño recuperó la existencia. Cada año,
cuando termina la primavera, esperamos ver la figura encorvada de
Elías en la plaza.

El profeta Elías no ha
vuelto.

Milagro en
Sunem

 Después de estar en Sarepta,
Elías se dirigió a la ciudad de Samaria.
Cruzó por los campos en donde los olivos estaban
marchitos. En todo el lugar había faltado agua.

Como había sucedido en Sarepta, el
hambre que sufrían los pobladores era tremenda.

Las personas de ese lugar ofrecían
sacrificios y ofrendas a los dioses fenicios.

Dios estaba harto de ver cómo los
hombres habían perdido la fe en Él.

Elías buscó nuevamente al rey
Acab para que viera como los sacerdotes de Baal lo
engañaban.

Cuando Jezabel, la esposa del rey, supo que
Elías había desenmascarado a los profetas, lo
amenazó. Ella inició la
persecución.

El profeta huyó. Se escondió
en Beerseba, en Judá.

Lo invadió una depresión
profunda. Ya no tenía ánimo de seguir por el
camino. Los bocados se le quedaban atorados como si fueran
piedras en la garganta. Los ojos nublados por lágrimas le
impedían ver los desniveles del suelo por lo que
constantemente estaba a punto de caer. Vagó largo tiempo
hasta que un día se sentó bajo una
retama.

-¡Basta ya, Señor!
¡Quítame la vida! ¡No soy mejor que mis
padres! Me acostaré y dormiré hasta quedar
muerto.

Mientras dormía, bajó un
ángel y le tocó el hombro. Elías
despertó sobresaltado.

– ¡Levántate y come! –
ordenó el ángel.

Elías miró a su alrededor y
vio cerca de su cabecera, una torta cocida sobre las brasas y una
jarra con agua.

Se levantó, comió y
bebió con desesperación pues sentía hambre y
sed. Después se volvió a acostar pero ya no pudo
dormir.

– Elías, regresa por donde viniste.
Dirige tus pasos hacia el desierto de Damasco, – dijo el
Señor por boca del ángel.

El profeta no tuvo más remedio que
obedecer.

En el camino hacia Damasco, Elías
encontró a Eliseo, hijo de Safat, que estaba
arando.

– Él será quién te
sucederá en tu misión – indicó
Dios.

El profeta caminó hacia él y
le echó su capa encima como señal de que de ahora
en adelante lo tendría que seguir. El muchacho
aceptó su misión.

Unos meses más tarde, mientras
Elías y Eliseo caminaban hacia un lugar llamado Gilgal
cerca de Jericó, el profeta anunció a su
discípulo:

– Ha llegado la hora de
separarnos.

Elías quiso alejarse del lado de
Eliseo.

– No te alejes de mí. Déjame
seguirte – pidió Eliseo vehemente.

– Tendrás la oportunidad de hacer
una petición antes de nuestra separación –
concedió el profeta tras la insistencia del
muchacho.

– Quiero recibir una doble porción
de tu espíritu – dijo Eliseo.

– Si logras verme cuando me separe de ti,
te será concedido; de lo contrario, no se realizará
tu deseo – respondió el maestro. De pronto, un carro de
fuego tirado por caballos también de fuego,
envolvió a Elías. Un torbellino lo arrebató
del lado de Eliseo. Luego desapareció.

El discípulo quedó
solo.

Continuó por los caminos como lo
había hecho Elías. Desgastó sus sandalias
entre las piedras y la tierra seca, igual que el
maestro.

Cierto día, Elíseo
pasó por Sunem que está cerca del monte
Gelbóe. El profeta caminó por las calles. Se
veía agotado. Como sucedió a su maestro cuando
llegó a Sarepta, Eliseo encontró gente amable en
aquella ciudad. Le dieron hospedaje. Desde ese día, cada
vez que Eliseo llegaba acompañado de su sirviente,
recibía buen trato. Le daban comida y le brindaban un
lugar para descansar.

– Esposo mío, yo sé que ese
hombre que cada vez que pasa nos visita, es un santo profeta de
Dios. ¿Qué te parece si le construimos un cuarto en
la azotea? Así cuando venga a visitarnos podrá
quedarse allí – le propuse a mi esposo. Nosotros le
dábamos un techo a Eliseo cuando llegaba a
Sunem.

Mi marido accedió con gusto. Pasaron
algunos meses y cando llegó el momento, Eliseo pudo
disfrutar de la habitación.

Eliseo acostumbraba ir al monte
Gelbóe a orar, lo acompañaba su fiel ayudante,
Guejazí. Un día, después de hacer
oración, llamó a Guejazí y le
ordenó:

– Ve y llama a la señora sunamita.
Dile que deseo agradecerle tantos favores que he recibido – dijo
Eliseo.

Guejazí salió de
inmediato.

El profeta supo a través de su
empleado que yo era estéril

– Quiero hacerte un regalo. Para el
año que viene, por este tiempo, tendrás un hijo en
tus brazos- prometió Eliseo cuando llegué ante
él.

– No me engañes, – contesté,
– sabes que no he podido darle hijos a mi esposo y que él
ya es anciano.

Él solo sonrió. Esa tarde,
sin agregar palabras, Eliseo partió de Sunem. Nueve meses
más tarde, la promesa de Eliseo se cumplió. Tuve un
niño al que puse el nombre de Moshe. Era una criatura
rubia, de cabello ensortijado que caía sobre su frente.
Era la alegría de la casa. Su risa retumba por todos los
rincones. Día a día crecía como una
espiga.

– Mamá, ¿puedo ir al campo
para ver cómo trabaja papá? – dijo Moshe una
mañana.

– Ve, – contesté dándole un
beso, – ¡Ten cuidado!

Salió corriendo como potrillo.
Mientras mi esposo estaba con los segadores, el niño
comenzó a jugar con unas piedras cerca de donde estaba su
padre. Juntó varias de ellas para formar un edificio. De
pronto sintió un pinchazo que le provocó dolor
agudo y, de inmediato, su manita se hinchó.

– Me duele la mano – gritó la
criatura y rompió a llorar.

– Debe haberte picado un animal – dijo el
padre que presuroso acudió para ver lo ocurrido.
Untó lodo en la picadura. Después, removió
las piedras para ver si descubría a la alimaña que
había dañado al niño. No encontró
nada.

El escorpión había huido
cuando sintió el movimiento de las piedras.

– Papá, me duele mucho el
estómago, la cabeza va a explotar, no puedo respirar, me
ahogo – gritó el niño con dificultad. Perdió
el conocimiento.

Cuando me entregaron los trabajadores al
niño, lo abracé desesperada. La criatura
tenía la cara de un color rojo subido, ardía por la
fiebre.

– Te voy a poner en la frente lienzos
humedecidos con agua fría para que te baje la temperatura
– dije preocupada. Presioné la sien del niño con
los pulgares. Le quité la ropa para que estuviera
más fresco. Pero la calentura no cedía. El flujo de
sangre aumentó. El veneno que inyectó el animal se
dispersó rápidamente. Moshe respiraba cada vez con
más trabajo.

Estaba angustiada. El niño apenas
podía respirar, el cuerpecito comenzó a sacudirse
violentamente.

– Voy de inmediato a buscar ayuda –
exclamó mi esposo que llegó un poco después
de que lo hicieran los labradores trayendo a Moshe a casa. –
¡No te separes de él!

¡Dios, ayúdame! No te lleves
al pequeño. Te cambio mi vida por la suya.
¡Escúchame! – gritaba el padre angustiado mientras
se dirigía en busca de un médico.

El tiempo se hizo lento, interminable. Al
medio día, el niño murió.

Apenas había cumplido cinco
años durante la primavera y ahora, cinco meses
después estaba tendido, sin vida.

– ¿Qué hago? ¡Dios!
Estoy perdiendo la cordura – murmuré. Cargué al
niño y lo subí al cuarto que le habían
construido al profeta. Cerré la puerta y fui en busca del
profeta al monte Carmelo.

– Eliseo ¡Ayúdame! –
clamé al llegar – ¡Mi hijo está
muerto!

Los sollozos hacían que mi cuerpo
temblara. Con cariño, el profeta intentó
tranquilizarme.

– Te imploro que me devuelvas al
niño – dije entre gemidos – ¿Acaso te pedí
que me concedieras tener un hijo? ¿No te pedí que
no me dieras falsas esperanzas? ¡Ha muerto!

– Guejazí, toma mi bastón y
ve de prisa a la casa de la señora, en Sunem –
ordenó Eliseo. – No saludes a las personas en el camino y
si alguna te saluda no le respondas. Al llegar a la casa, sube al
cuarto que me construyeron, toma el bastón y
colócalo sobre el rostro del niño. Nosotros te
alcanzaremos allá.

Eliseo tomó algunos objetos que
pensó necesarios para el camino e iniciamos el recorrido
de regreso a Sunem

Mis piernas flaqueaban, el aire que
inspiraba no lograba llenar los pulmones. El corazón
latía tan fuerte que parecía que en cualquier
momento saltaría fuera del pecho. El camino parecía
eterno.

Guejazí hizo todo lo que le
había indicado el profeta pero la criatura no dio
señal de vida. Desesperado al ver su fracaso,
corrió al encuentro de su amo.

– ¡El niño no despierta! –
clamó.

– ¡Ayúdame! Sólo
tú puedes hacer que Dios le devuelva la vida a Moshe, –
rogué.

Eliseo no contestó. Subió a
la recámara donde estaba el niño muerto.

– Déjenme solo con el niño –
mandó el profeta.

Los minutos parecían haberse
detenido. No se escuchaban voces. El milagro no se manifestaba.
Eliseo seguía arriba.

– ¡Ayuda, Dios! ¡Ayuda, Yahveh!
– oraba llorosa una y otra vez.

Eliseo se acostó sobre el
niño. Colocó su boca sobre la boca de la criatura,
los ojos sobre los del niño y las manos entre sus manos.
Recordó como su maestro había sido escuchado por
Dios cuando pidió un milagro.

-. Señor, permite que este
niño recobre la vida como sucedió con aquel otro
que vivía en Sarepta cuando Elías llegó a
esa ciudad – repetía Eliseo desde su interior- no permitas
que Moshe muera.

De repente, el cuerpo del niño
recuperó su calor. La tonalidad de la piel retornó
a la cara de Moshe.

Eliseo recorrió la recámara
primero hacia un lado y luego hacia el otro, después se
volvió a extender sobre el muchacho. Entonces el
niño estornudó siete veces y abrió los
ojos.

¡Revivió!

El sol comenzaba a declinar. Era la hora
nona cuando Eliseo llamó a Guejazí.

– Llama a la señora sunamita. Es
urgente que venga.

Al escuchar las voces, subí lo
más rápido que pude y corrí hacia el cuarto
del profeta.

– ¡Toma a tu hijo! – dijo Eliseo con
alegría. – ¡El niño vive!

Dios hizo de Eliseo, como antes lo hizo con
Elías, un instrumento para devolver la vida a una
criatura.

Eliseo salió de la casa sin hacer
ruido.

Nunca regresó a Sunem.

Historias de
algunos que volvieron del mas allá

Cuando Jóas reinaba en Israel,
Eliseo enfermó; poco tiempo después murió y
fue enterrado.

Año tras año las bandas de
asaltantes que venían de Moab invadían el
país.

En una ocasión, unos israelitas se
encontraban enterrando a un hombre cuando vieron venir ladrones.
Para poder huir, arrojaron al muerto dentro de la tumba de
Eliseo.

Tan pronto el cadáver rozó
los restos de Eliseo, el hombre revivió y se puso de pie.
Los ladrones que se habían percatado de la huida de los
enterradores, al ver que el muerto salía de la tumba,
corrieron llenos de pánico.

Los milagros que Dios obraba a
través de Eliseo fueron muchos. Las personas guardaron
respeto hacia él de generación en
generación.

Gobernaron en Israel varios reyes, otros
tantos en Judá. Acontecieron asesinatos entre los mismos
reyes, usurpaciones e invasiones. Tatarabuelos, abuelos e hijos
desparecieron de la tierra.

Pasaron siglos antes de que surgiera un
nuevo profeta con la capacidad de obrar prodigios en nombre de
Yahveh, como lo hicieron Elías y Eliseo. Es probable que
en todo ese tiempo Dios haya devuelto la vida a diversas personas
al escuchar los ruegos de madres dolientes, pero esos sucesos no
pasaron a la historia. Seguramente quedaron en el anecdotario de
aquellas familias y con el paso de los años, se perdieron.
Algunas historias sobrevivieron como leyendas en los
pueblos.

Ni los paisajes de los campos sembrados ni
los valles fértiles de la región de la Baja Galilea
cambiaron.

Cada primavera, los campos se vistieron con
flores y las aves anidaron en los árboles.

Treinta años después de la
muerte del rey Herodes el Grande, aquellas flores y aves tomaron
nueva vida en parábolas que sirvieron para enseñar
una nueva forma de vida.

Jesús, a quién llamaban
Nazareno por haber crecido en Nazaret, recorría los valles
consolando a la gente. Explicaba lo que es el Reino de los Cielos
por medio de narraciones y comparaciones. Daba la vista a los
ciegos, expulsaba demonios que se habían apoderado de las
personas. Nuevamente había un profeta que obraba grandes
milagros.

Era un hombre alto, delgado, con buena
condición física. Los ojos, color aceituna,
emanaban vitalidad. Su presencia arrobaba. Tenía una
sonrisa luminosa, enmarcada por una barba tupida. La voz joven y
firme articulaba palabras llenas de amor y con otras amonestaba
con dureza.

Dejaba sus huellas a lo largo y ancho de
Galilea, en donde realizó grandes milagros.

La gente de los alrededores acudía a
él en busca de consuelo y alivio de sus
enfermedades.

Un día, Jesús pasó
cerca de una pequeña aldea llamada Naim, situada al
sureste de Nazaret. Era un lugar fértil que ofrecía
un paisaje maravilloso. Lo acompañaban sus
discípulos y mucha gente que le seguía en espera de
ver los prodigios que Dios realizaba a través de
él.

La viuda de
Naim

Hacía un año que mi marido
había muerto. Poco tiempo después del fallecimiento
de mi esposo, nuestro único hijo
enfermó.

Aarón, mi hijo, había sido un
muchacho fuerte, gallardo, alegre, siempre rodeado de
amigos.

Todo cambió. Sin razón,
comenzó a enflacar.

– ¡Come! – insistía yo una y
otra vez.

Le preparaba una conserva de pescado seco
con aceite de olivo. Sabía que a él le gustaba.
Conseguía queso y leche de oveja. Le preparaba lentejas y
tenía siempre fruta, preparaba tortas rellenas con
nueces.

Mi hijo, agradecido, comía aquellos
platillos, pero en vez de mejorar, cada vez se veía
más esquelético, más silencioso. La mayor
parte del tiempo estaba ensimismado. Lo notaba
desesperado.

Se quejaba constantemente de que le
dolían los huesos. Siempre estaba cansado. Por las noches,
sudaba copiosamente, por lo que la fatiga era más
intensa.

Dejó de salir a la plaza a estar con
sus mejores amigos, Jacob y Shimón.

– Mamá, ¿qué hice para
que Yahveh me castigue con esta enfermedad? – preguntaba
Aarón. – Mis amigos piensan que papá, tú o
yo no obedecimos al Señor, nuestro Dios. Dicen que
seguramente no pusimos en práctica todos sus mandamientos
y leyes.

Yo replicaba furiosa:

– ¡Todo es una gran
mentira!

– ¿Por qué entonces?
¡Yahveh me ha abandonado! – gritaba mi hijo
rebelándose.

Trataba de darle ánimos, de hacerle
ver que no era así, que Dios lo amaba.

En el silencio de la noche alzaba mi
voz:

– ¿Por qué, Señor?
¿Por qué?

Un gran silencio era la única
respuesta.

Llevé a Aarón a la Sinagoga
para que le aumentaran un nombre, el de Yosef, como mi padre,
para poder así alterar su suerte. No dio
resultado.

Me sentía agotada. Las
lágrimas brotaban de mis ojos cuando observaba a mi
muchacho inerte y mirando fijamente el suelo. Derecho como una
tabla, flaco como un bastón, pálido como un muerto.
Si le dirigía la palabra esbozaba una sonrisa.
Llegó el momento en el que perdió incluso el deseo
de levantarse. Dormía todo el día. Su
respiración era cada vez más
difícil.

Yo no tenía paz en el alma. La
agonía de mi hijo se estaba llevando mi vida.

Una mañana de primavera en la que
celebrábamos el paso del Israel por el Mar Rojo,
murió Aarón. Los vecinos y amigos se encargaron del
cuidado de su cuerpo. Lo lavaron y perfumaron con especies
aromáticas.

A mí se me fue el hambre, estaba
desfallecida. Ni siquiera podía llorar, no daba
crédito a lo acontecido. Escuchaba el llanto de los que me
acompañaban como si fuera un murmullo lejano. Ellos
leían Salmos pero yo no entendía nada.
Desgarré mis vestiduras del lado derecho frente a mi hijo.
A través de ese rito salía el dolor que me
quemaba.

Una vez que amortajaron el cuerpo de
Aarón, nos dirigimos hacia el lugar en donde lo
enterraríamos. Todos recitaban:

"El Señor es mi refugio".

Se escuchaba como un enjambre de
abejas.

Los gritos de dolor rasgaban mi alma. Las
mujeres me sostenían. Había perdido totalmente la
fuerza de las piernas.

Yo repetía:

-Soy como un arco sin flecha. – Mi
único hijo se fue. ¿Qué sentido tiene mi
vida?

Cuando empezábamos a dejar
atrás la ciudad, Jesús pasó con sus
discípulos. Se detuvo y escuchó mi lamento. Le
conmovió hasta lo más profundo el verme con el alma
desgarrada. Se acercó.

-No llores – me dijo Jesús con
ternura.

Caminó hacia la camilla en la que
llevaban a Aarón vestido con mortaja blanca y cubierto con
su Talít, el manto de oraciones que había utilizado
durante su vida.

Tocó la camilla. Inmediatamente los
que la llevaban se detuvieron.

-Joven, a ti te digo:
¡Levántate! – ordenó Jesús.

Entonces Aarón, que estaba muerto,
se sentó y comenzó a hablar. Jesús
tomó de la mano al muchacho y me lo
entregó.

-Aquí está tu hijo –
dijo.

Agradecida, abracé al muchacho
contra mi corazón.

– ¡Alabado sea Dios! – decía
yo en voz alta. No sabía si reír o
llorar.

– Creí que te había perdido
para siempre – repetía una y otra vez.

– ¡Bendito sea Dios! ¡Bendito
sea el enviado del Señor! – exclamaban las mujeres,
emocionadas.

– Un gran profeta ha aparecido entre
nosotros – gritaban las personas reunidas en el lugar.

– Dios ha venido a ayudar a su pueblo.
¡Alabado sea Yahveh!

Las personas que nos acompañaban
estaban admiradas. Algunos vecinos y amigos se alejaron movidos
por el miedo que les produjo el ver a quien hasta entonces
había estado pálido y tieso, ahora hablando y
alabando al Padre. Otra gente se acercaba para poder tocar al
resucitado y constatar el hecho. Querían saber si era un
ser vivo o un fantasma.

Mi hijo se postró ante
Jesús.

– Gracias, Señor, por el don de vida
que me has dado – murmuró agradecido.

Jesús sonrió y después
se alejó del lugar. Dejó atrás a la gente
que no salía de su asombro y aclamaba a grandes voces a
Dios.

La hija de
Jairo

Jesús regresó de Gerasa,
lugar de la costa oriental del Mar de Galilea, cerca de Betsaida,
en donde estuvo unos cuantos días.

Nosotros vivíamos a la orilla del
lago. Teníamos una hija muy hermosa. A sus doce
años, tenía mi estatura. El cabello castaño,
rizado, caía como manto detrás de la
espalda.

Los ojos, color miel, eran tan grandes que
parecía que metían al mundo en ellos. Eran dos
grandes almendras, brillantes como la estrella de la
aurora.

Mi esposo Jairo, que era jefe de la
sinagoga, generalmente parecía una persona dura, pero ante
ella se convertía en un cordero. Ella daba sentido a su
vida. Él vivía a través de sus
ojos.

Un día, Maayane, nuestra hija, a
quién le pusimos ese nombre por ser manantial de vida,
comenzó a quejarse. Se sentía desganada, su piel se
tornó poco a poco amarillenta. La fiebre se apoderó
de su cuerpo y no la dejó por más remedios que
apliqué: lienzos húmedos, yerbas
medicinales.

Jairo, angustiado, buscó a los
mejores médicos, quienes por momentos parecía que
le habían devuelto la salud. Era una ilusión fugaz,
una falsa esperanza. Día a día, la salud de la
niña empeoraba.

– Mamá – gritó Maayane, una
mañana, – me salió una mancha morada.

Desde entonces, era frecuente ver moretones
en sus brazos y piernas. Aparecían de la nada. Por causa
de cualquier rasguño o cortada, aunque fueran diminutos,
fluía sangre en abundancia.

Con frecuencia sangraba por la
nariz.

Aquellas mejillas que antes eran sonrosadas
habían desaparecido. La palidez de la cara de la
niña era impresionante.

La que era antes esbelta, tenía
ahora el vientre hinchado. No tenía hambre.

Nunca fue de las personas que comen en
exceso, pero ahora ni siquiera se le antojaban los platillos que
eran sus favoritos. El olor de la comida le provocaba
náusea. Al probar la comida, que preparábamos con
cuidado y esmero, vomitaba.

Las articulaciones le dolían, ya no
quería correr, se negaba a jugar.

– Me duele la cabeza – decía
frecuentemente.

Yo sentía impotencia ante aquella
enfermedad desconocida.

– ¿Qué hago? – repetía
una y otra vez.

Nuestro pequeño manantial se secaba,
nuestra Maayane moría poco a poco.

Jairo estaba desesperado. Pasaba las noches
en vela a lado de la cama de la niña. El hombre fuerte
estaba derrumbado.

Una mañana, Maayane
convulsionó. Pensamos que se acercaba el final de su
vida.

Jairo ya no sabía a quién
acudir. Se escondía en el patio trasero de la casa para
que no lo vieran llorar. Los sirvientes se daban cuenta de la
agonía que vivíamos a lado de nuestra hija, de
nuestro mayor tesoro.

– Jairo – dijo con timidez uno de nuestros
esclavos, que escuchó el llanto de mi esposo, quien
sentado sobre la paja se convertí en un niño
débil. – Escuché hablar sobre un Rabí
llamado Jesús que realiza grandes milagros. ¿Por
qué no se acerca a él y le pide que venga a ver a
la niña? Probablemente sea la única persona que
pueda sanarla.

– Iré y le suplicaré que
venga a sanar a nuestra hija, – dijo Jairo, agradeciendo el
consejo del esclavo mientras secaba las lágrimas que
escurrían por su rostro.

De inmediato alistó el caballo,
regresó a casa, nos dio un beso en señal de
despedida y, sin decir hacia donde se dirigía,
salió acompañado por el siervo. Cuando llegó
al lugar en donde se encontraba Jesús, se dio cuenta de
que era difícil acercarse a él. El Maestro estaba
rodeado por un sinfín de personas. Toda aquella gente
estaba necesitada de consuelo. Buscaba ser sanada, recibir un
milagro. Con dificultad, Jairo logró llegar hasta
Jesús.

-Rabí, ven a mi casa-
suplicó, postrándose a sus pies. – Mi única
hija está a punto de morir. ¡Es una niña!
¡Solamente tiene doce años!
¡Ayúdame!

Los ojos de Jairo se inundaron por las
lágrimas. No pudo contenerlas. Jesús le
tendió la mano mirándolo con ternura.

-Te acompañaré – dijo el
Señor.

Mi esposo se incorporó y
comenzó a caminar a lado de Jesús. La gente los
empujaba y apretujaba, no podían avanzar. Una mujer, que
desde hacía doce años estaba enferma
aprovechó el momento para acercarse. Sufría de
fuertes hemorragias desde hacía muchos años.
Había gastado inútilmente todo su capital en
médicos. No la pudieron curar.

Partes: 1, 2, 3

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