Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

¿Por qué Dios permite algo así? – Relatos (página 2)




Enviado por angelica pease



Partes: 1, 2, 3

– Quiero tocar aunque sea el borde de su
capa – se dijo – sé que bastará para que yo sane.
Extendió su mano y logró rozar la capa. De
inmediato la hemorragia cesó.

– ¿Quién me ha tocado? –
preguntó Jesús. Las personas negaban haberlo
tocado.

– Maestro, la gente te oprime y empuja por
todos lados y tú preguntas ¿quién me ha
tocado? – dijo Pedro, uno de los discípulos que
acompañaban al Señor.

– Alguien me ha tocado porque de mí
salió poder – insistió Jesús sin hacer caso
al comentario. La mujer se sintió delatada. Temblando se
acercó.

– Señor, yo fui quién
tocó tu capa. Desde hace doce años estoy enferma y
en este momento quedé sana – murmuró.

– Hija, por tu fe has sido sanada.
¡Vete tranquila! – dijo el Rabí acariciándole
la cabeza.

– Él si podrá salvar a mi
niña – pensó Jairo al ver aquel prodigio. Su fe en
el Maestro creció. Sin embargo, poco tiempo después
de que Jairo salió de casa, Maayane empeoró.
Perdió la conciencia. Traté de hacerla reaccionar.
Puse entre sus labios una infusión. En la frente le
coloque un lienzo con agua helada. La llamé. No
escuchó.

– Maayane ¡no te vayas! –
grité mientras la sacudía – ¡No!
¡No!…. ¡No!

La desesperación me arrojó al
piso. Mi grito traspasó la pared de aquél cuarto,
chocó con los techos, rompió el corazón de
los trabajadores. El mayordomo de la casa se dio cuenta de que
nuestra hija había muerto. No quiso molestarme.
Llamó a uno de los sirvientes que sabía a
qué lugar se había dirigido Jairo y mandó a
buscarlo. Mandó también a otros trabajadores al
pueblo para que avisaran del fallecimiento de la niña, a
parientes y amigos.

El mensajero, que tenía el encargo
de encontrar a Jairo, salió de casa a toda velocidad.
Preguntaba por todos lados en dónde podría
encontrar al Rabí llamado Jesús. Después de
algunas horas, llegó hasta donde la gente rodeaba a
Jesús. Sabía que allí se encontraba mi
esposo. Era tanta la muchedumbre que no veía a Jairo por
ninguna parte. El siervo, como pudo, llegó hasta donde
estaba el jefe de la Sinagoga.

– Jairo, tu hija ha muerto. No molestes
más al Maestro – dijo, bajando el volumen de la voz.
Quería ser prudente. Mi esposo perdió la fuerza
cuando escuchó el mensaje. Sus rodillas se debilitaron, el
sirviente lo detuvo. El rostro de mi esposo tomó la
palidez de la muerte, sus ojos se hundieron. No quería
gritar. Estaba derrotado. La enfermedad había ganado la
partida. Jesús oyó lo que le mensajero
notificó a mi esposo.

– No tengas miedo, solamente cree y tu hija
se salvará – dijo el Rabí a Jairo en forma
determinante.

Jesús retomó el camino
acompañado por Jairo. Se dirigieron a la casa. El pobre
padre estaba tembloroso, no podía articular palabras. Los
discípulos les seguían a cierta distancia.
Observaban a los hombres que caminaban delante de ellos con
respeto. El dolor de Jairo, les había tocado el alma.
Caminaron por las veredas enmarcadas por olivos hasta que
finalmente llegaron.

Los vecinos me acompañaban.
Habíamos rezado el Shemá Israel y el Tziduk Kadin.
Maayane había sido preparada. Yo no quitaba la miraba del
cuerpo inerte de la niña. Las dos velas que brillaban
junto a Maayane iluminaban el rostro hermoso, que parecía
dormir en paz. No daba crédito a lo acontecido. Estaba
inmóvil, sentía que yo también estaba
muerta. Los Salmos, las virtudes que mencionaban los conocidos
acerca de Maayane, las buenas obras que realizó en su
corta vida, eran paladas de tierra sobre mi existencia.
Caían sobre mí como gotas que taladraban el
cerebro.

Lo primero que vio Jairo fue un grupo
numeroso que se lamentaba a grandes gritos frente a la
casa.

-..Ya no lloren. La niña no
está muerta sino dormida – ordenó Jesús, con
una mirada destellante.

Los vecinos que aguardaban fuera de la casa
lo miraron sorprendidos. Algunos no pudieron contener la
risa.

– Esta demente. La niña está
muerta – murmuraban burlándose.

Aunque hablaban en voz baja, el murmullo y
la risa eran perceptibles. Perdieron la compostura.

– Apártense – dijo Jesús, a
las personas que estaban frente a la entrada de la casa.
-Entraré con Santiago, Pedro, Juan y el padre de la
niña.

Jesús, sin hacer caso a los
comentarios, entró a la casa seguido por los
discípulos que él había escogido. Los cinco
llegaron hasta el dormitorio.

– Salgan de aquí – mandó
Jesús a familiares y amigos. Me quedé sola con
aquellos hombres desconocidos.

Jairo quedó paralizado frente a la
recámara cuando escuchó las oraciones. No
entró. Todos los parientes pasaron a su lado, pero
él no veía, no oía. Fue necesario que uno de
los acompañantes de Jesús le animara a entrar a la
recámara. Temblando se acercó a la niña, a
nuestra hija. Se hincó frente a ella. No podía
tocarla. Todos los sueños yacían sobre el piso.
Maayane no respiraba. Nunca más vería la sonrisa en
sus labios. No escucharía de nuevo cuando ella le gritara:
¡Papá! ¡Papito! Jairo sentía que
soñaba, que era una pesadilla. En silencio, Jesús
caminó hacia la niña, tomó la mano de
Maayane.

– ¡Muchacha, levántate! – dijo
el Señor con voz fuerte.

La vida regresó a la niña,
quién de inmediato se incorporó.

– Denle de comer para que adquiera
nuevamente fuerzas – decretó el Maestro.

Corrimos al lado de Maayane.

– ¡Hija, estás viva!
¡Estás sana! – gritamos a la par Jairo y
yo.

La abrazábamos, besábamos su
cara, sus manos. No cabía en nuestro pecho tanta
alegría.

– ¿Cómo podremos agradecerte
esta bendición? – dijimos.

– No le digan a nadie lo que han visto –
pidió Jesús.

Se despidió de nosotros y de
inmediato salió de la casa seguido por sus
discípulos.

Mandamos a los sirvientes de inmediato
servir un plato colmado de caldo para que Maayane
comiera.

Cuando los vecinos y familiares se dieron
cuenta del prodigio, quedaron anonadados. No podían
explicar lo acontecido. Daban gloria a Dios.

– ¡Aleluya! ¡Aleluya! – era lo
único que se escuchaba a nuestro alrededor.

Al anochecer, Jesús y sus
discípulos tomaron un nuevo camino para seguir con su
misión.

Lázaro,
sal de ahí

María y yo somos personas de
carácter opuesto. A ella no le preocupa que nuestra casa
este limpia, la comida caliente. No es ordenada. Puede pasar
horas y horas, sentada afuera de la casa con la mirada perdida en
la lejanía. Reflexiona cada una de las parábolas y
dichos que le platica Lázaro sobre el Señor
Jesús.

Cada atardecer, aguarda impaciente la
llegada de nuestro hermano, que viene de los capos de sembrado,
para escuchar sobre los milagros que hizo el Rabí mientras
él estuvo a su lado.

Me deja sola con todo el trabajo. Cuando la
reprendo sonríe con dulzura. Me mira con sus grandes ojos
color de cielo mientras asiente con la cabeza.

-Tienes toda la razón.
Perdóname, Marta. Recuerda lo que un día dijo
Jesús: "Marta, Marta, son muchas las cosas que te
preocupan, pero María ha escogido la mejor." Pero, ahora
mismo me apuro y te ayudo.

No puedo enojarme con ella, es tan bonita y
tierna, aunque no me gusta que se desentienda tan
fácilmente del trabajo. Pero es verdad lo que dice
María, hay muchas cosas que me preocupan. Quiero tener
todos los trastes en orden, la comida lista para la hora en que
llega Lázaro. Procuro guisar los platos favoritos del jefe
de la casa. A él le gusta el guisado de borrego con
lentejas; por esta razón, frecuentemente consigo los
ingredientes necesarios.

Salgo de casa muy temprano para conseguir
todo fresco. Preparo en casa pan de cebada y, cuando se puede, de
trigo. Las tortas se amasan con aceite y luego las perfumo con
hierbabuena, comino, canela o tomillo. Además de todas
estas cosas que me inquietan, últimamente, hay
además algo que me angustia. No he comentado de esto a
María.

A pesar de que Lázaro normalmente
come alegremente el queso que trae del Valle de los Queseros en
Jerusalén, de que toma schechar, bebida parecida a la
cervisa, hecha de cebada y mijo, y a pesar de que gusta de
paladear un buen vino, he notado que no tiene el mismo apetito
que solía tener. Se queja de sufrir dolor de pecho y tose
con frecuencia. Me he percatado de que algunas noches suda
copiosamente y, en otros momentos, tiembla como si estuviera
envuelto en hielo. Lo peor es que hace unos días una de
sus túnicas estaba manchada de sangre. Cuando le
pregunté qué le había sucedido, me
evadió. Cada día lo veo más delgado, incluso
faltó a trabajar porque se sentía
débil.

Ya sé que haré.
Mandaré a buscar a Jesús. ¡Él lo
aliviará!

– Juan, necesito que salgas de inmediato
para llevar este correo al Maestro.

El sirviente salió sin demora
acompañado de otros trabajadores.

Después de recorrer varios pueblos
llegaron al lugar en donde les dijeron que se encontraba
Jesús.

– Señor, tu amigo querido,
Lázaro, está enfermo – informaron los
enviados.

– Esta enfermedad no es de muerte, sino
para dar gloria a Dios, a fin de que el Hijo del Hombre sea
glorificado por ella – dijo Jesús al escuchar el recado.
No comentó que los alcanzaría en casa. A pesar de
que el Rabí siente gran cariño por nosotros, no
acudió a mi llamado. Ignoro cuál fue la
razón por la que nuestro amado Maestro no llegó a
Betania. En verdad me sentí defraudada.

La enfermedad de nuestro hermano
empeoró. María estaba día y noche a lado de
Lázaro, pensé que también enfermaría.
La tos que tenía Lázaro aumentó.
Comenzó a vomitar sangre. Escapó de él la
fuerza, lo invadió el sueño. Ante nuestros ojos, a
pesar de nuestras lágrimas, no volvió a
despertar.

Con parientes y amigos lo llevamos a la
tumba excavada en la roca, que se encontraba cerca de
casa.

Lo embalsamaron con ungüentos y
substancias olorosas mientras lo envolvían en lienzos. Lo
colocaron en la cámara mortuoria. Dejamos especias
aromáticas junto a su cadáver. Los trabajadores
cerraron la tumba con una gran piedra y nos despedimos para
siempre de nuestro hermano. María se refugió en el
silencio.

Los asistentes pasaron frente a nosotros
repitiendo: "Que Dios les dé consuelo junto a los
dolientes del Pueblo de Israel y no sepan más de
dolor."

¿No saber más del dolor? Mi
alma estaba desgarrada.

Los amigos y parientes nos trajeron comida
después del entierro. No pude probar bocado, un nudo en la
garganta impedía el paso de los alimentos. Encendimos la
vela para acompañar al espíritu de
Lázaro.

La puerta ha quedado abierta desde que mi
hermano murió, para que todos aquellos que quieran
consolarnos puedan entrar, para que puedan rezar y compartir con
nosotros pasajes de la Tora.

Como Betania está cerca de
Jerusalén, a quince estadios aproximadamente, muchos de
nuestros conocidos han venido.

Llegó el Shabbat, por lo que
cambiamos las ropas rasgadas por ropa apropiada para ir a la
Sinagoga. Antes de salir, encendimos las velas del Shabbat como
lo hacíamos cuando Lázaro vivía.

Yo sentía el corazón hecho
trizas, como la ropa que quedó sobre el lecho.

De regreso a casa, una persona
recitó, como se venía haciendo desde el primer
momento, el Kadish.

"Hace cuatro días que murió
Lázaro y no he sabido nada de Jesús. ¿Se
habrá olvidado de nosotras?" pensé. – "A
pesar de que me acarrea impureza legal, voy a ir una vez
más a la tumba, quiero estar cerca de mi hermano.
Habrá tiempo para la purificación. Estoy agobiada
por el peso del dolor."

Mientras tanto, Jesús
permaneció dos días más en el lugar en donde
se encontraba después de haber recibido la noticia de la
enfermedad de Lázaro.

– Vayamos de nuevo a Judea – dijo
Jesús a sus discípulos, cuatro días
después de que recibió el aviso de que su amigo
Lázaro estaba enfermo.

– Rabí, hace poco que los de Judea
quisieron apedrearte. ¿Vas a ir allá otra vez? –
preguntaron los discípulos intranquilos.

– Nuestro amigo Lázaro duerme, pero
voy allá para despertarle – les dijo
Jesús.

– Señor, si se ha dormido, seguro
sanará – afirmaron algunos discípulos. No
entendieron que Jesús hablaba de otro
sueño.

– Lázaro ha muerto – aseveró
Jesús – me alegra que ustedes no hayan estado allá
para que puedan creer. Vayamos a verle.

– Vamos también nosotros para morir
con él – dijo Tomás a sus
condiscípulos.

Estos seguían sin entender las
palabras del maestro.

La casa estaba llena de amigos y vecinos
que me ahogaban.

– Hace mucho calor. Voy a salir un momento
de casa – dije, disculpándome ante los
visitantes.

– ¿Te acompañamos? –
preguntaron con amabilidad.

– Gracias, solamente saldré a tomar
un poco de aire fresco – respondí.

– ¿Quiénes serán los
que vienen allá a lo lejos? ¡Es Jesús entre
la muchedumbre! ¡Si, es él! Voy a su encuentro –
grité. – María está en casa atendiendo a
nuestros conocidos, no se darán cuenta de mi
ausencia.

– Señor, si hubieras estado
aquí, mi hermano no habría muerto. Sé que
aun ahora Dios te dará lo que le pidas – dije en tono de
reproche.

– Tu hermano volverá a vivir –
aseguró Jesús.

– Si, ya sé que volverá a
vivir cuando los muertos resuciten el último día –
afirmé.

– Yo soy la resurrección y la vida.
El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Todo el
que aún está vivo y cree en mí, no
morirá jamás. ¿Crees esto? – preguntó
Jesús.

– Sí, Señor, creo que
Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que
tenía que venir – respondí.

– Ve y llama a María – ordenó
Jesús.

Me dirigí hacia la casa a toda prisa
para avisarle a María que Jesús había
llegado. Como estaba en compañía de parientes y
amigos, me incliné para hablarle al
oído.

-El Maestro quiere verte.

María se levantó y
salió corriendo para encontrar a Jesús quien,
aún no había entrado al pueblo. Se había
quedado en el lugar en donde lo encontré.

Los judíos que nos consolaban en
casa salieron detrás de María pues pensaron que iba
al sepulcro y ellos se apresuraron para acompañarla a
llorar ante la tumba.

– Señor, si hubieras estado
aquí, mi hermano no habría muerto – dijo
María arrodillándose a los pies de
Jesús.

El llanto bañaba las mejillas sin
color de la cara de María, sus labios finos dibujaban la
tristeza. Que diferente era ver a esta María sufriendo a
la que mis ojos estaban tan acostumbrados a ver, siempre
sonriente, de mejillas sonrosadas, con aquél gesto
infantil que arrobaba. ¡Parecía ser
mayor!

Jesús, al verla tan desvalida y al
escuchar los gemidos de los judíos, se
estremeció.

– ¿Dónde está
sepultado? – preguntó.

– Ven a verlo – le dijeron los
acompañantes.

Me quedé un poco lejos del grupo.
Desde allí vi como el rostro de Jesús
ensombreció, sus ojos se llenaron de lágrimas que
comenzaron a rodar en abundancia.

– ¡Miren cuánto lo
quería! – murmuraron los que nos
acompañaban.

– Éste que dio vista al ciego,
¿no podía haber hecho algo para que Lázaro
no muriera? -criticaban otros en voz casi
imperceptible.

Jesús, conmovido, se acercó a
la tumba. Se detuvo frente a la entrada cubierta con una
piedra.

– ¡Quiten la piedra! –
ordenó.

– Señor, ya ha de oler mal. Hace
cuatro días que murió – dije, tratando de evitar lo
que consideraba una atrocidad.

– ¿No te dije que si crees
verás la gloria de Dios? – me peguntó con un tono
que más bien parecía reclamo.

Quitaron la roca.

– Padre, te doy gracias porque me has
escuchado. Yo sé que siempre me escuchas, pero lo digo por
el bien de esta gente que está aquí, para que crean
que Tú me has enviado -oró Jesús.

– ¡Lázaro, sal de ahí!
– gritó momentos después.

En forma misteriosa, salió
Lázaro. Tenía las manos y los pies atados por
vendas, la cara envuelta en un lienzo.

– Desátenlo y déjenlo ir –
dijo Jesús mientras se alejaba del lugar, dejando a todos
inmersos en una nube de asombro.

Los vecinos que nos acompañaban
querían tocar a Lázaro. Dudaban de que realmente
hubiera estado muerto unos minutos antes.

Escoltado por los más allegados,
Lázaro pudo finalmente llegar a casa.

– Voy a darle algún alimento
caliente para que coma y recupere la fuerza – comenté, y
de inmediato entré a la cocina.

Con tantas emociones encontradas: miedo,
alegría, admiración, olvidé darle las
gracias a Jesús.

– ¿En donde está el Maestro?
– pregunté cuando me di cuenta.

No hubo respuesta.

En el camino a
Emaús

Me siento frustrado, enojado. Dejé
familia, amigos. Seguí a Jesús de Nazaret durante
dos años, ¿de qué sirvió? – le dije a
Cleofás, mientras nos deteníamos un momento para
descansar. Apenas habíamos caminado unos cuantos
estadios.

Desde allí se veía la ciudad,
que con el sol parecía de oro. La muralla escondía
los sueños rotos.

– ¡Nos engañó!
Realmente pensamos que era el Mesías a quién
esperaba todo Israel desde antaño. Fue ficción, ya
ves, lo mataron colgado en un madero, – comentó pensativo
Cleofás.

– Yo también anduve con Jesús
durante más de un año, de aldea en aldea.
Padecí hambre, cansancio, sufrí por el calor y el
frío. ¡Y hoy siento rabia!

– Ahora regresaré al pueblo y no
tendré trabajo. No sé de donde sacaré lo
suficiente para comer – dije molesto – todo terminó en
burlas. También nosotros seremos causa de
señalamiento.

– Algunas mujeres aseguran que
resucitó. Dicen que, por la mañana, cuando fueron a
llevar las substancias aromáticas a la tumba, el
cadáver ya no estaba. La piedra estaba removida. Cuando
las mujeres les dieron a los apóstoles la noticia, Pedro
corrió junto con otro compañero al lugar en donde
se sepultó Jesús, pero ya no lo encontró.
Asegura que resucitó – comentó
Cleofás.

– ¿Tu crees que eso sea posible? En
verdad a mí me parece una falacia, –
aseguré.

Sin darnos cuenta, un forastero nos
alcanzó. Nuestras palabras habían ocultado el
sonido de sus pisadas.

– ¿Puedo caminar junto a ustedes? –
preguntó. – El trecho que falta hasta la próxima
aldea aún es muy grande.

– Desde luego puedes acompañarnos.
Siendo tres iremos más seguros por el camino. Podremos
cuidarnos entre nosotros del acecho de los ladrones –
accedí.

– ¿Por qué se ven tan
tristes? – inquirió el extranjero. – ¿De que
venían hablando?

– Sobre Jesús de Nazaret.
Creíamos que era él quién salvaría a
Israel y realmente no fue así. ¿No te has enterado
de lo acontecido? ¡Es increíble! Todos los pueblos
no hacen más que hablar de este asunto, ya que el Nazareno
era un hombre que se pasó haciendo el bien, pero de nada
le sirvió. ¡Lo mataron colgándolo de un
madero! – explicó Cleofás.

– Algunas mujeres, que vimos hoy en
Jerusalén, cuentan que unos ángeles se les
aparecieron cuando fueron de madrugada al sepulcro y les dijeron
que Jesús vive. Dos de nuestros compañeros fueron
después al sepulcro y lo encontraron, tal como las mujeres
lo habían descrito, entraron, vieron y creyeron –
agregué.

– ¡Qué faltos de
comprensión son ustedes y qué lentos para creer
todo lo que dijeron los profetas! ¿Acaso no tenía
que sufrir todo esto el Mesías antes de ser glorificado? –
preguntó el forastero, y continuó:

– Dios prometió a Moisés que
el pueblo tendría un profeta como Él, uno que fuera
su compatriota y que les dijera lo que Él le ordenara
decir y les repitiera lo que les mandara hacer. Tiempo
después, Dios dijo a David que el reino y la
dinastía davídica estarían para siempre
seguros bajo la protección de Dios y que ese trono
quedaría establecido para siempre. La promesa se
cumpliría cuando, como profetizó el profeta
Isaías, una doncella encinta diera a luz a un hijo.
Jesús fue ese niño tan esperado.

– Nosotros vimos como Jesús
realizó milagros, estuvimos presentes cuando
resucitó a su amigo Lázaro – dije, un poco
avergonzado.

– Al no ser aceptado por su pueblo se
convirtió en el Siervo del Señor, que pacientemente
admitió el sufrimiento y la muerte – prosiguió
nuestro acompañante.

Mientras nuestro nuevo amigo hablaba,
sentíamos como nuestra mente estaba cada vez más
clara, comprendíamos el porqué y para qué de
la vida de Jesús. Las palabras del extranjero nos
mostraban una realidad diferente.

El cielo se tiñó de rojo y la
noche poco a poco nos alcanzó. Sin darnos cuenta
habíamos llegado a Emaús. A lo lejos, se
distinguían las primeras casas construidas con adobe, las
iluminaba la luna que comenzaba a decrecer.

Los niños aún correteaban por
los alrededores. Las aves habían regresado a los
árboles.

– Hemos llegado a casa – dije con
alegría después de recorrer la aldea casi en su
totalidad. Empujé la puerta y con un ademán,
invité a mis compañeros para que
entraran.

– Quédate con nosotros esta noche,
es muy tarde – dije al nuevo amigo.

– No podrás seguir por el camino
solo – agregó Cleofás.

Ni siquiera sabíamos su nombre.
Desde que comenzó a hablar captó nuestra
atención de tal forma que ya no preguntamos de
dónde venía ni quién era. Solo
intuíamos que era alguien muy sabio.

El aroma del pan de cebada recién
cocido y de manteca abrió nuestro apetito. Nos
recordó que hacía muchas horas que no
probábamos bocado. Había sobre la mesa recipientes
con habas guisadas, otras con pepinos y escarolas.

Las hijas lavaron nuestros pies y
perfumaron nuestras cabezas sudadas. Antes de colocarnos
alrededor de la mesa, hicimos las abluciones
necesarias.

Nos sentamos para recibir los sagrados
alimentos. Pedimos a nuestro invitado que tomara el lugar de
honor. Él, tomó el pan, alzando los ojos al cielo
lo bendijo y lo partió para repartirlo.

-..¡Es el Señor! – gritamos al
unísono Cleofás y yo.

Al volver la mirada hacia el lugar en donde
se encontraba Jesús, vimos que había
desaparecido.

-¡Resucitó! –
clamamos.

– ¡Jesús, cumplió su
promesa! – exclamé.

Salimos corriendo de la casa para dar la
noticia a nuestros compañeros, que habían quedado
en Jerusalén.

Días después, Jesús se
presentó frente a varios discípulos que se
habían reunidos con la finalidad de partir el
pan.

-..Estas señales
acompañarán a los que creen: En mi nombre
arrojarán a los demonios, hablaran nuevas lenguas,
tomarán en sus manos serpiente, y si beben algo venenoso,
no les hará daño, pondrán las manos sobre
los enfermos y estos sanarán, resucitarán muertos –
dijo.

Nuevamente desapareció. Ahora
sabíamos que todas sus promesas eran verdad.

Resurrección de
Dorcas

Jesús subió a la Casa del
Padre y desde allá, derramó al Espíritu
Santo sobre sus Apóstoles y discípulos. A partir de
ese día, ellos iniciaron la misión de llevar la
Buena Noticia por todo el mundo antiguo. Pedro, que quedó
como cabeza de la Iglesia, ordenó a un tullido, en el
Nombre de Jesús- Cristo, que caminara. El poder que
otorgó el Mesías a sus seguidores, para que en su
Nombre, sanaran enfermos, expulsaran demonios y, resucitaran
muertos, era realidad.

Cierto día, Pedro pasó por
Jope, lugar en donde nos conoció tanto a Dorcas como a
mí.

Tabita, como le decíamos cariñosamente a
Dorcas, hacía honor a su nombre. Era como las gacelas,
frágil y delicada. Era una mujer alta, delgada, de
facciones finas. El cabello negro enmarcaba su rostro que, aunque
siempre estaba cubierto por el manto, encontraba la forma de
asomar travieso sobre su cara. Acostumbrábamos reunirnos
el tercer día de la semana a confeccionar túnicas y
mantos para las viudas pobres, lavar ropa sucia, asear a los
niños desamparados, quitarles los piojos, asear las casas
de los que estaban enfermos y atenderlos en sus necesidades. En
otras ocasiones, ayudábamos a las ancianas en sus
labores.

Había muchos huérfanos y viudas en Jope,
ya que frecuentemente, las embarcaciones naufragaran. Mi amiga,
estaba siempre dispuesta a socorrerlos. El trabajo que
tenía que realizar nunca cesaba. Tenía preparada
comida para todo aquel que tuviera hambre. Elaboraba cerros de
pan de cebada y canastas con dátiles. Como si lo que ella
hiciera, no fuera suficiente trabajo, se dedicaba a predicar de
casa en casa y fungía como diácono en la iglesia
que estaba en Jope.

Cierto día, encontré a Tabita
muy demacrada. Su piel presentaba una tonalidad amarilla,
parecía que se había adherido a sus huesos. Sus
ojos, siempre vivaces, se veían hundidos, rodeados por dos
medias lunas grises. Tenía días sin probar
alimento, no lo toleraba su cuerpo. Todo lo devolvía.
Ella, que nunca se quejaba, ahora gemía por el dolor de
estómago. Le puse cataplasmas con tomillo en el vientre,
pero el dolor no desapareció. Llamé al
médico. Ya fue demasiado tarde, Tabita no resistió.
Estuve con ella hasta que su alma se desprendió del
cuerpo. Repetí muchas veces el Shemá Israel: "Oye
Israel: El Señor nuestro Dios es el único
Señor. Ama al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas", pero
no podía terminar la oración, mi mente estaba
totalmente bloqueada.

La noticia de la muerte de Tabita
corrió por todo el vecindario. Varias conocidas de Dorcas,
me ayudaron a lavar el cuerpo y enseguida, vertimos el agua de
purificación. Con gran cuidado, subimos a mi amiga a un
cuarto. La vestí con una túnica blanca,
recogí su cabello sobre la nuca y envolvimos el contorno
de su cara con una venda. Busqué entre sus cosas el manto
más hermoso y lo colocamos sobre su cabeza.

¡Estaba tan bella! Encendimos las dos
velas que la iluminarían, mientras emprendía el
camino hasta su última morada. Las viudas y
huérfanos subieron para recitar salmos y recordar todas
las cosas maravillosas que había hecho Dorcas durante su
vida.

El dolor de la separación traspasaba
mi corazón. Mi compañera había partido para
siempre. Sentía soledad, a pesar de que, estaba rodeada de
muchas mujeres.

– ¿Qué voy a hacer sin ti?
¡Te extrañaré! La vida no volverá a
ser la misma – murmuré al ver a mi confidente, más
que hermana, allí tendida. Un nudo en la garganta me
ahogaba. Pensé que estallaría en llanto.
Traté de contenerme pero no pude. Mi cuerpo comenzó
a sacudirse con fuerza. Miriam, una de las amigas de Dorcas, me
acompañó a la planta baja. Me abrazó hasta
que los sollozos desaparecieron. Con lágrimas en los ojos
pedí que enviaran a uno de los conocidos de Tabita en
busca de Pedro.

Miriam y yo subimos, y ya en el cuarto,
frente a mi hermana espiritual, me desgarró la ropa en
señal de luto, yo era para Tabita, la persona más
cercana. En esa forma expresaba que habían arrancado de la
vida a un ser querido, se había creado un
vacío.

Los creyentes mandaron inmediatamente a dos
hombres en busca de Pedro que se encontraba en Lida,
aproximadamente a quince kilómetros de distancia de Jope.
Los hombres caminaron durante tres horas.

– Y esta es la Buena Nueva, la Palabra que
se les ha anunciado a ustedes – estaba concluyendo Pedro ante una
numerosa audiencia.

La muchedumbre rodeó a Pedro en el
momento en que llegaron los enviados en su búsqueda. Como
el apóstol era de estatura baja, fue muy difícil
localizarlo. Como pudo, uno de los hombres se abrió paso
entre la gente hasta que divisó la cabellera crespa y
alborotada de Pedro. Una vez que estuvo frente a él le
dijo:

– Venga usted sin demora. Tabita, la mujer
que ayudó a tantos huérfanos y viudas, ha
fallecido.

Pedro se marchó con los hombres.
Caminaron sin descanso hasta que llegaron a Jope.
Anochecía. Se escuchaba el ulular de las aves nocturnas.
Miles de luciérnagas iluminaban el camino, mientras las
chicharras animaban a los que pasaban por el lugar. El sonido de
las olas, al romper contra las rocas, anunció su llegada.
A lo lejos se veía la casa de Tabita. Conforme se
acercaban, el llanto de las viudas, huérfanos y ancianos,
se mezclaba con los sonidos de la noche.

Cuando Pedro arribó, los conocidos
de Dorcas lo llevaron al cuarto en donde estaba el cuerpo inerte.
Las viudas rodearon a Pedro para enseñarle las
túnicas y mantos que Tabita había hecho cuando
convivía con ellas. Todas relataban lo misericordiosa que
fue.

– ¡Salgan de aquí!
¡Necesito estar solo! – ordenó Pedro. El
apóstol se arrodilló, alzó la mirada al
cielo y oró:

– Padre, te ruego en nombre del
Señor Jesús que vuelvas a la vida a esta mujer, que
tanto bien ha hecho. Luego, mirando a la muerta dijo:

– ¡Tabita,
levántate!

Ella abrió los ojos y al ver a
Pedro, se incorporó. El apóstol le dio la mano para
ayudarla a ponerse de pie.

– ¡Vengan todos! ¡Tabita
revivió! – llamó Pedro.

Fui la primera en correr escaleras arriba.
Mi alegría no tenía límites.

– ¡Tabita! ¡Tabita!
¡Estás viva! – gritaba abrazando a mi amiga con
fuerza.

– ¡Denle de comer! – ordenó
Pedro.

Varias mujeres fuimos a la cocina.
Buscábamos alguna fruta o algún queso que se viera
apetitoso, para ofrecer a Dorcas. Mientras, Pedro salió de
la casa procurando pasar desapercibido, pero en un instante, una
multitud lo rodeó. Querían saber que era lo que
había sucedido.

Muchos creyeron en Jesús
después de este milagro. Pedro se quedó durante
varios días en la ciudad, invitado por Simón, un
curtidor a quien conocía desde hacía algunos
años. 

Eutico
despertó de la muerte

Una persecución terrible se
desató hacia los que profesaban la fe en
Jesús-Cristo.

Saúl era uno de los primeros
promotores de aquella cacería desalmada. En la
búsqueda de cristianos a quien encarcelar, escuchó
un día, en el que se encaminaba hacia Damasco, que el
Señor le hablaba.

– Saúl, Saúl ¿Por
qué me persigues?

– ¿Quién eres tú
Señor? – respondió Saúl.

La voz le contestó:

– Yo soy Jesús, el mismo a
quién estas persiguiendo.

Saúl quedó rodeado por un
resplandor tan intenso que lo cegó. Las personas que le
acompañaban lo llevaron hasta Damasco.

Allá fue curado por un creyente.
Después de aquella experiencia divina, Saúl se
convirtió al Cristianismo. Tomó a partir de
aquél momento el nombre de Pablo.

Dedicó su vida a propagar la Palabra
de Dios por las regiones paganas.

En una ocasión, llegó a
Troas, en donde morábamos mi hijo y yo.

Al atardecer del primer día de la semana,
decidí preparar habas para la hora de cenar. Las
coloqué en una cacerola y prendí el fuego para que
se cocieran hasta deshacerse. También puse a hervir
algunos huevos de codorniz. Tomé dos platos y
coloqué en ellos aceitunas y trozos de queso de cabra.
Arreglé los lugares sobre la mesa y serví agua en
una jarra.

Como el calor era intenso, no pude hacer
esos menesteres por la mañana. Eran tan ardientes los
rayos del sol que el calor del suelo traspasaba mis sandalias.
Temprano, visité a mi amiga Isaura, que desde hace
días estaba enferma. El contacto con las piedras calientes
parecía derretir mi calzado. Todo el trayecto sudé
copiosamente, así que decidí que una vez que
regresara a casa, entraría en mi habitación para
evitar la insolación. Cuando por fin disminuyó la
temperatura del ambiente, salí al patio y me senté
al lado del ciprés que está junto a mi puerta para
esperar que todo lo que había colocado en la estufa
llegara al punto de cocción. La refrescante brisa marina
acariciaba mi rostro. Desde el lugar en donde me encontraba, se
veían los huertos de olivo; llegaban hasta las murallas
que resguardaban a la ciudad. Una pequeña uña de
mar rasgó el cielo, que comenzó a sangrar. La noche
estaba próxima. Mi mente divagó. No escuché
los pasos de Eutico.

– Madre, no vendré a cenar. No me
esperes. No sé a que hora voy a regresar. Oddell, Lisandro
y yo queremos escuchar la cátedra de los misioneros que
llegaron ayer a Troas, – dijo mi hijo, con voz jovial, al
alejarse con pasos firmes.

– ¡Que guapo está! –
pensé. – Con esas piernas torneadas, la sonrisa que
ilumina su cara, el cabello ensortijado y esos ojos verdes, debe
de traer a más de una chica enamorada de él.
¡Que pronto creció mi niño!

Desanimada al ver que mi trabajo
había sido infructuoso, me levanté y entré a
casa. Apagué el fuego y terminé de machacar las
habas. No tenía apetito. Me senté y comí
aceitunas y queso.

– Dejaré el lugar de Eutico puesto
sobre la mesa. Al regresar de la plática sentirá
hambre – murmuré mientras recogía mi plato.
Subí al cuarto y me alisté para dormir.

Eutico, Oddell y Lisandro, llegaron al
lugar en donde Pablo comenzaba a hablar. Había un
sinnúmero de lámparas encendidas. El recinto estaba
repleto, muchos creyentes asistieron para partir el pan. Con
dificultad, se deslizaron los muchachos hasta la parte de
atrás.

Pablo era un hombre de estatura
pequeña, de nariz prominente. Sus ojos se perdían
debajo de unas cejas abundantes que parecían grandes
gusanos. Su apariencia no era seductora.

– No pensé que el misionero fuera un
hombre tan insignificante, – murmuró Eutico, – pero hemos
venido a escucharle. Espero que el tema que va a exponer sea
mejor que su apariencia. Buscaré un sitio desde donde
pueda divisarlo. Acto seguido, se sentó en la cornisa de
la ventana.

El cuarto estaba en un piso
alto.

– Ahora, hermanos, quiero que se acuerden
del mensaje de salvación que les he predicado – dijo Pablo
con voz potente. Habló por largo tiempo sobre los
misterios de la resurrección de Jesús.

La voz del apóstol arrulló a
Eutico. Sin darse cuenta, se quedó profundamente dormido
por lo que cayó desde el tercer nivel. Oddell y Lisandro
corrieron hacia la calle para socorrer a su amigo. La sangre
fluía abundantemente por la nariz y los oídos de
Eutico. No respiraba.

– ¡Despierta! ¡Reacciona!
– clamaba Oddell desesperado – ¡Está muerto! –
gritó.

– ¡Corre a casa de Ianthe!
Avísale que su hijo está muerto – ordenó
alterado Lisandro a Oddell, quien estaba a punto de estallar en
llanto. El amigo salió de inmediato.

Pablo se dio cuenta del accidente que
había ocurrido. Bajó lo más rápido
que pudo. Lucas, su acompañante, llegó primero al
lugar en donde se encontraba el accidentado.

Las personas habían rodeado el
cuerpo inmóvil de Eutico. Estaban horrorizadas.

– Déjenme pasar. Soy médico –
gritaba Lucas.

Las personas se hicieron a un lado. Lucas
se inclinó, puso su mano sobre le corazón del
muchacho y le tomó el pulso.

– Ya no hay nada que hacer – exclamó
Lucas en el momento en que el apóstol Pablo logró
llegar hasta donde yacía el cuerpo del muchacho, que
estaba bañado por la sangre que había brotado de su
cabeza.

Pablo temblaba por la impresión.
Haciendo a un lado a las personas y a Lucas, se acostó
sobre el cuerpo aún caliente de Eutico y lo
abrazó.

– ¡Señor, en tu Nombre pido
regrese la vida a este joven! – oró desde lo más
profundo de su corazón.

El apóstol se mantuvo largo rato
sobre el cuerpo inerte del joven. De pronto sintió
cómo el muchacho comenzaba a respirar. Percibió
como el corazón inició sus latidos. El alma
volvió a Eutico junto con los colores de su rostro. Pablo
suspiró con alivio.

– No se asusten – dijo Pablo sonriente, –
¡El muchacho está vivo!

El apóstol tomó del brazo a
Eutico y lo incorporó.

– ¡Llévalo a su casa! –
ordenó el apóstol a Lisandro.

Luego, Pablo subió al tercer piso,
seguido por Lucas y por un grupo de creyentes, para proseguir con
la celebración de la Eucaristía. Partió el
pan, comió y siguió hablando sobre la vida de
Jesús.

Eutico y Lisandro salieron
rápidamente del lugar del accidente. Tenían la
esperanza de que Oddell aún no hubiera dado la mala
noticia a Ianthe, la madre de Eutico.

Mientras todo estos sucedía, Oddell
llegó a casa de Eutico.

– Ianthe, Eutico sufrió un
accidente. Al parecer murió – dijo Oddell con voz
entrecortada.

Sentí que la tierra me
tragaba.

– ¡Mi hijo no! – grité.
Quería correr, volar, pero no podía ni siquiera
caminar. Las piernas se doblaban, no me sostenían. Algo
dentro de mí había explotado. No podía
respirar por la angustia que me ahogaba. Oddell me
sostenía. Con paso lento nos encaminamos al centro de la
ciudad de Troas. La distancia parecía ser eterna. Mi alma
estaba desgarrada. Aún faltaba largo trecho para llegar al
sitio de donde Eutico cayó.

Cuando estábamos cerca del lugar en
donde los misioneros estaban revelando la Palabra, Eutico y
Lisandro nos vieron desde lejos.

Al ver a mi hijo perdí el
sentido.

– Fue muy fuerte la impresión que
sufrió tu madre al saber que estabas muerto – dijo Oddell
sin saber si veía a un fantasma.

Estaba confuso. No sabía si Eutico
estaba realmente vivo. Él lo había dejado tirado en
el piso sin vida. Lisandro se había quedado con el
muerto.

– ¿Cómo es que estás
vivo? – indagó Oddell mientras a mí me recostaban
sobre el césped.

Eutico no respondió de inmediato.
Fue en busca de un poco de agua para reanimarme. Pasó una
hora antes de que regresara del desmayó que padecí.
Finalmente me incorporé.

Los muchachos nos relataron todo lo que
había sucedido y cómo el apóstol Pablo
había orado a Jesús para que obrara el milagro y la
forma en la que Eutico había resucitado.

– ¡Bendito sea Dios! ¡Alabado
sea Dios! ¡Estás vivo! – repetía una y otra
vez al abrazar al hijo que creí haber perdido.

El tiempo había trascurrido sin
darnos cuenta. Los muchachos narraban una y otra vez lo que
había sucedido.

Oddell y Lisandro no daban crédito a
lo que sus ojos veían, a su amigo resucitado, y yo,
solamente podía mirar embelesada a mi hijo.

– Busquemos al apóstol para darle
las gracias por haberte devuelto la vida – dije a
Eutico.

Era ya de mañana cuando tomamos
nuevamente el camino hacia Troas. Pablo y los demás
misioneros habían partido hacia un rumbo desconocido. No
pude agradecer a Pablo el milagro de tener de nuevo a Eutico a mi
lado.

Rafael

Mi nombre es Rafael. Fui creado para ser
ángel de la guarda igual que otros millones de
ángeles que pertenecen a la corte celestial.

Cuando Dios me creó, el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo ya existían. Siguen y
seguirán estando vivos. Los tres son el mismo Dios
todopoderoso, omnipotente, omnipresente, eterno. Poseen la misma
voluntad, el mismo amor y la misma misericordia.

El Padre creó al ser humano y todo
lo que existe. De la esencia del Padre nació el Hijo. Vino
al mundo para enseñarnos cómo vivir de acuerdo a la
voluntad del Padre. Nos enseñó cómo
librarnos del resultado del pecado para que un día nuestra
alma regrese a Dios. Él a su vez envió al
Espíritu Santo para que permanezca con nosotros hasta el
final de los tiempos.

El hombre ha querido ser como el Creador
produciendo vida a partir de células ya existentes. A
través de la ciencia ha logrado reproducir seres
físicamente idénticos. También ha inventado
aparatos para ayudar al hombre, tales como los que sirven para
que el paciente respire en forma artificial cuando no puede
hacerlo por sí mismo. Aprendió a estimular el
corazón que por alguna razón dejó de latir
para que vuelva a funcionar. Es un esfuerzo por evitar que el
enfermo muera. Pero pesar de los intentos heroicos que hace el
ser humano por mantener a la persona con vida, solamente si el
Padre quiere, la persona que está a punto de morir sana, e
incluso una persona que ha muerto puede regresar a este mundo.
Porque sin Dios no hay vida.

Cuando el Padre exhala deposita dentro del
individuo una partícula divina y al inhalar recoge esa
alma que sembró. He visto nacer a millones de seres
humanos.

Quiero decirles a las madres que han
perdido a un hijo, que a pesar del espacio vacío que les
deja en este mundo y en su vida, él está más
cerca de ellas de lo que pueden imaginar. Basta que cierren sus
ojos y abran la mirada del alma para que puedan sentir su
presencia. Siguen vivos.

Como espíritu puro me ha tocado ver
grandes prodigios a través de los siglos. He visto
cómo el poder de Dios ha sanado enfermos, ciegos, sordos,
mudos, resucitado muertos invocando el Nombre de Jesús-
Cristo. No únicamente durante el tiempo en que vivieron
los primeros Apóstoles y Discípulos, sino, en
diversas ocasiones a lo largo de la historia del
hombre.

Han sucedido milagros que no alcanzan al
entendimiento.

Por el año 325 DC, un carnicero
asesinó a tres niños a quienes desangró y
partió para luego introducirlos en un balde con salmuera.
Nicolás, que nació en Bari y que era obispo de la
ciudad de Mira, pasó por el lugar en donde residía
aquél individuo. El malvado quiso agasajar al obispo
ofreciéndole jamón y otras carnes de cerdo, ya que
una costumbre pagana era, comer puerco en abundancia cuando era
la época del solsticio de invierno. Mataban, conservaban y
comían a los animales casi al instante de haberlos
sacrificado. El obispo no quiso probar bocado.

– ¿Por qué? – preguntó
el carnicero que se sentía agraviado por la negativa de
Nicolás.

– Del pequeño salado es del que
quiero comer, – dijo el obispo, – de ese que desde hace siete
años se encuentra en salazón. En Nombre de
Jesús – Cristo te digo que esto es lo que
deseo.

Al instante los tres niños, que
estaban destazados en el balde, resucitaron.

Otro gran acontecimiento sucedió
cerca del año 1400 de la era cristiana. Unos
teutónicos, que cumplían un voto de
peregrinación a Santiago, llegaron a Tolosa en donde
fueron recibidos en un hostal. El dueño trató de
embriagar a sus huéspedes mezclando diferentes bebidas. El
hospedero escondió una copa de plata en una de las capas
de los hombres que dormían para culpar de robo al
dueño de la misma y de esta forma poder quedarse con su
dinero. Al amanecer los peregrinos reanudaron el camino sin
sospechar nada. El hostelero salió tras ellos armado,
gritando con voz fuerte:

– ¡Devolvedme el dinero que me
robasteis!

– A aquél que tenga la copa que has
perdido podrás condenarlo como quieras – respondió
el padre con tranquilidad.

Los peregrinos fueron aprehendidos y
llevados ante el tribunal. Una vez que hicieron las
averiguaciones, el juicio público determinó
quitarles todos sus bienes además de sentenciarlos a
muerte. Ellos negaban su culpa.

El juez movido por la compasión
dejó libre a uno de los presos y al otro lo mandó
al suplicio. El hijo suplicaba que fuera él a quién
condenaran porque no era justo que su padre muriera. A pesar de
que el padre quiso persuadirlo de que permitiera que él
fuera el que debería morir, el juez escuchó la
petición del muchacho. El joven fue ahorcado esa misma
noche.

El hombre mayor, entre lágrimas,
prosiguió el camino hasta Santiago en donde cumplió
con la manda. Después de treinta y seis días,
retornó al sitio en donde aún estaba colgado su
hijo.

– Ay, hijo mío dulcísimo,
¿para qué te engendré? ¿Para
qué sigo viviendo viéndote aquí ahorcado? –
gritaba el pobre padre.

– ¡Que admirables son tus obras,
Señor! – clamó el ahorcado. Ya no llores más
padre. Dios me ha vuelto a la vida gracias a la oración
del bienaventurado Santiago.

El padre cortó la cuerda que
aprisionaba el cuello de su hijo y los dos felices, corrieron al
pueblo para dar la noticia del milagro que habían
recibido.

Varios siglos después, en el
año de 1657, la familia de Alonso Moreno Gordillo que
tenían una hacienda en el distrito de Valle Viejo,
vivió la resurrección de su segundo hijo, Alonso.
Era un niño regordete y siempre feliz. Un día,
después de una corta enfermedad, Alonso murió. Su
padre desesperado tomó al niño en brazos y en
compañía de varios vecinos, viajó al
Santuario de la Virgen del Valle. La pobre madre no pudo acudir
con ellos ya que acababa de dar a luz a su octavo
hijo.

– Tú que eres la Madre de nuestro
Salvador, intercede por mi hijo para que vuelva a la vida –
oró el papá de Alonso con voz entrecortada mientras
lo depositaba a los pies de la Virgen, – te prometo que lo
consagraré como sacerdote y capellán de tu
Santuario.

El corazón de la Virgen se
conmovió. Pidió al Padre que le diera una nueva
oportunidad a la criatura que apenas había cumplido tres
años y, al momento, el niño
resucitó.

En el año 1688, Anita de la Vega,
hija del general Don Antonio de la Vega y Castro, falleció
estando su padre fuera del hogar. Don Antonio regresó casi
un día y medio después. Durante esos tres
días, la madre pidió con fervor que en Nombre del
Señor, su hija reviviera, pero su ruego no fue escuchado.
Al llegar el padre a casa, la niña despertó del
largo sueño.

En los retablos que cuelgan en
basílicas, iglesias y santuarios, vemos testimonios de
personas que regresan de la otra vida. Así tenemos el
cuadro que muestra al mulatillo Juan, que en 1714,
murió.

Doña Mariana de Velazco había
ofrecido a la Virgen al hijo de su esclava para su servicio.
Después de un tiempo, ella olvidó su promesa. El
hermano, Don Alonso Navarro, le reclamó.

– ¿Para que quiere la Virgen al
mulatillo? – respondió ella.

La madre del niño lo llevó a
dormir esa noche. Después de darle la bendición le
cantó una canción de cuna y salió en
silencio de la recámara. A la mañana siguiente, el
nene no despertó a pesar de que por la noche, el
niño estaba sano.

Todos se habían encariñado
con el negrito. La casa se cubrió de luto.

Doña Mariana se sintió
culpable, arrepentida, tomó al niño en brazos y lo
llevó al santuario y pidió la intercesión de
María prometiendo que si el niño revivía,
esta vez ella si cumplirá la promesa de
consagrarlo.

El niño sobrevivió y
Doña Mariana cumplió su promesa.

Hay un sinfín de relatos milagreros,
pinturas, láminas, que hablan de sucesos
maravillosos.

Él actúa hoy y actuará
siempre.

María
despertó

Me comuniqué con mi hermana porque
una de sus alumnas me llamó para decirme que ayer que
comenzó el curso de Teología de 1994, María,
que era la profesora, les avisó que ella ya no
estaría al frente del grupo.

María ha tenido problemas
emocionales intensos en estos últimos tiempos
además, su salud siempre ha sido precaria.

– ¡Diga! – escuché.

– Hola María, habla Cecilia.
¿Cómo va todo por allá? Espero que un poco
mejor.

– Todo sigue igual – contestó
María con voz triste – ¿Tienes ya fecha para que
pueda ir a tu casa?

– Tengo tu boleto para viajar a Zapopan. La
fecha es el 18 de agosto a las 8 p.m. por Aeroméxico –
dije, esperando que la noticia reconfortara un poco a su
hermana.

– Cuando colgué el auricular
vinieron a mi mente imágenes lejanas de María, la
pequeña de la familia. Siempre fue una persona solitaria.
Cuando nació, mi madre acababa de perder a Sofía,
mi penúltima hermana. La niña fue arrollada por un
patrullero. Desde ese día, mamá perdió la
capacidad de amar. María creció cuidada por nueve
hermanos. No conoció la ternura maternal, sin embargo,
mamá la traía pegada a su regazo por miedo a que le
sucediera algo malo. Por desgracia María, cuando
aún era muy chica, comió carne de puerco infectada
por cisticercos. Cuando apenas tenía 8 años,
comenzó a tener dolores de cabeza muy fuertes y ataques
epilépticos.

– Mamá ¿puedo ir a jugar con
Patricia y sus hermanas? – preguntaba con frecuencia la
niña.

– ¡De ninguna manera! – era siempre
la respuesta de mamá – ¿No ves que te puede venir
el ataque? ¿Que pensarían los vecinos? Mejor juega
con tus muñecas.

María jugaba sola, cantaba, bailaba.
Se sentaba en los escalones que tenía el zaguán
durante horas enteras. Veía con añoranza como
Patricia, sus hermanas, Verónica y Mónica, las
vecinas, corrían, jugaban a las escondidillas y a las
estatuas de marfil.

Maribel, la señora que vivía
en la casa contigua, le sonreía cuando la veía tan
quietecita. Era una mujer que viajaba por el mundo. Trabajaba
para la ONU.

– Voy a salir de viaje. ¿Qué
quieres que te traiga? – le preguntaba a María antes de
cada viaje.

– Una postal – era siempre la respuesta de
la niña.

María tenía a diario la
ilusión de recibir el correo. Corría a la puerta
cuando escuchaba el silbato del cartero con el que anunciaba su
llegada. Una enorme sonrisa iluminaba su cara cuando tenía
en sus manos las postales esperadas. Inmediatamente las atesoraba
en una cajita que guardaba celosamente debajo de su cama. Todos
los días las veía imaginando estar en aquellos
lejanos lugares, entre las montañas, atravesando los
mares, volando sobre los picos nevados.

La vida de mi hermanita trascurrió
entre las cuatro hermanas mayores. Nunca tuvo amigas.

– Dios mío, dame una amiga con la
que pueda platicar – murmuraba María todas las noches.
Pero el milagro no se manifestó.

Pasé la tarde recordando estas
escenas familiares. A la mañana siguiente, encargué
a las personas que están a mi servicio que arreglara el
estudio como recámara para que María no tuviera
necesidad de subir al segundo piso. Además de que
Joaquín la engaña con una jovencita, mi pobre
hermana está enferma.

– Es depresión lo que tiene – dijo
Blanca, mi hermana la psicóloga. – Lo que presenta es un
cuadro psicosomático. Por esta razón no quiere
levantarse de la cama, no quiere salir. Utiliza el trapo que se
enreda en la frente para llamar la atención.

En realidad las palabras de Blanca no me
convencieron, ya que he visto a María con una bolsa de
agua caliente en el vientre para mitigar el dolor que siente.
Ella me ha contado que la mascada que se amarra como turbante le
ayuda a controlar el dolor de cabeza tan intenso.

Joaquín ni siquiera toma en cuenta
el malestar físico de María, tampoco lo hacen sus
hijos, y qué decir de mis hermanos. A pesar de que somos
diez, ella está sola todo el tiempo.

– Es gastritis – dicen unos.

– El doctor de mamá dice que es
alguna infección intestinal mal tratada – dicen
otros.

– Ya está recibiendo
tratamiento.

– Mujer enferma, mujer eterna –
repetía Blanca.

Nuevamente estaba sumida en mis
pensamientos cuando sonó el timbre de la puerta de la
calle.

– Juana, abre la puerta. Están
tocando ¿No oyes? – le grité a la
cocinera.

Juana abrió y vi con sorpresa que
era María.

– ¿Cómo llegaste tan pronto?
Pensé que tardarías por lo menos dos días en
arreglar tus cosas para venir a Zapopan – dije mientras la
abrazaba.

– Me conoces. Cuando digo una cosa la
cumplo al instante – aseguró.

– En el momento en que tuve el boleto en
mis manos, llamé al taxi para que me llevara al
aéreo puerto – afirmó mi hermana, mientras jalaba
una pequeña maleta color gris en donde había
empacado los años que vivió feliz con
Joaquín, las sonrisas de sus hijos, las ilusiones, la
confianza que empeñó. No derramó
lágrimas. Se instaló en silencio en el cuarto que
le adaptamos.

Juana y Petra, mis empleadas
domésticas, le ayudaron a acomodar sus cosas. María
pensaba permanecer en Zapopan varios meses.

– No me despedí de mi amiga Rosella
– comentó María. – Dios escuchó mi
petición de tener una amiga y ahora que la tengo ni
siquiera le comuniqué el porqué de mi ausencia.
Dame por favor, papel y pluma – pidió mi
hermana.

Escribió una pequeña nota que
me entregó para que Manuel, el chofer, la llevara al
correo. Después me relató cómo
Joaquín tuvo el descaro de llevar a la amante a su casa
para presentársela. El dijo que sabía que
María viviría poco y no pensaba terminar su
existencia solo. Yo lloraba al escuchar esto, pero María
me consolaba.

Desde ese día nos dedicamos a orar
durante las tardes. María dice que escucha la voz de Dios.
En verdad, hay momentos en que no sé si creerle o si
pensar que es el resultado de alucinaciones provocadas por la
epilepsia, como asegura Blanca. Sé que ella tiene
suficientes conocimientos al respecto, sin embargo, cuando
María habla de Dios parece que repite palabras
maravillosas que ha escuchado directamente del
Señor.

Durante un mes, María y yo nos
dedicamos a salir a caminar al centro de la ciudad, jugamos
canasta con mis amigas, fuimos de compras, viajamos a la playa,
platicamos mucho. Traté de que olvidara un poco la
situación tan difícil por la que estaba
atravesando. María trató de seguir mi
paso.

En el silencio de la noche, cuando todos
dormían, escuchaba cómo María se quejaba por
el dolor que sentía.

– Tuve una visón anoche – me
comunicó María una tarde mientras tomábamos
una taza de té en la terraza de la casa.

– ¿Qué viste? –
pregunté un poco alarmada.

– Mi cama se hacía pequeña y
alrededor estaba papá, Sofía, Maribel y Juan.
Bajaron desde el cielo para recibirme ahora que muera –
contestó mi hermana. – Dentro de poco iré a
reunirme con ellos. Estoy feliz. Ya me cansé de
vivir.

Me sentí angustiada pero no
comenté nada. Al día siguiente, a la hora del
desayuno, timbró el teléfono. Contesté. La
llamada era para mi hermana.

– Mamá, regresa. Te
extrañamos. Papá no puede con el manejo de la casa.
No hay nada que comer. No tenemos dinero ¡Ven por favor! –
clamó Víctor, el hijo mayor de
María

Esa misma tarde, mi hermana tomó el
avión hacia México. Al llegar a su domicilio,
subió el equipaje a la recámara que le había
dejado Joaquín. Trató de poner orden en el desorden
que encontró.

Unos cuántos días
después cayó desmayada en el baño en medio
de un charco de sangre.

– Pronto, llamen a la ambulancia. El
teléfono lo tiene mamá en la lista que está
pegada en el refrigerador – ordenó Víctor, el hijo
mayor de María, sin perder la compostura.

Joaquín llamó a Médica
Móvil. Fermín, el hijo menor, trataba de limpiar un
poco a su madre. Luego, tomó la agenda telefónica y
llamó a Socorro, mi hermana mayor, para comunicarle lo que
sucedía.

Socorro se dedicó de inmediato a
hablar por teléfono a todos los miembros de la familia. La
noticia corrió como pólvora. Todos los hermanos nos
reunimos, en menos de una hora, en el hospital.

Media hora después de que
Joaquín marcó el número de Médica
Móvil, llegó la ambulancia y María fue
llevada al Centro Médico en donde el doctor André,
médico de mamá, la recibió. De inmediato le
prescribió varios exámenes y una
endoscopía.

– No sé si la podré sacar
adelante – dijo el cirujano después de revisarla. –
Haré lo que esté en mis manos pero les sugiero
prepararse para lo peor. La señora María sufre de
Isquemia mesentérica, que es una disminución del
suministro de sangre a las estructuras de soporte del abdomen.
Por desgracia se ha presentado un trombo.

El doctor André miró con
rabia a Joaquín y tomándolo del cuello de la camisa
le dijo:

– Es increíble que usted no la haya
atendido a tiempo a pesar de la distención abdominal que
tenía y de los dolores tan agudos que padecía.
Sé que mientras ella estaba enferma, usted se
dedicó a atender a otra mujer. Espero que no sea demasiado
tarde. Su esposa presenta ahora gangrena en el intestino.
¡Voy a operar!

Acto seguido el doctor André
entró a la sala de cirugía.

Joaquín estalló en llanto. La
familia entera lo culpaba con la mirada. Víctor y
Fermín se apartaron del grupo familiar. Mis hermanos
lloraban y se abrazaban. No daban crédito al hecho de que
la más pequeña de la familia estuviera a punto de
morir.

La espera se hizo eterna. María
cayó en coma.

– Mi alma se separó del cuerpo.
Desde lo alto, vi a la familia reunida a mí alrededor.
Todos lloraban. Poco a poco entré dentro de un
túnel obscuro. Al final del mismo se vislumbraba una luz
brillante. Giré y giré hasta que de pronto me
encontré frente a Jesús. Él me tendió
los brazos, y cuando corrí para refugiarme en ellos,
únicamente pude tocar la punta de su túnica. Un
poco más lejos, a la orilla de un río, estaba la
madre de Jesús. En ese momento yo era una niña
chiquita. Caminé hacía la Virgen, quién me
alzó y sentó sobre su regazo. La Madre me
arrulló mientras cantaba una melodía llena de
ternura. La Virgen María murmuró:

– María, ahora debes regresar al
mundo.

– ¡No quiero! – exclamé. –
¡No me gusta la vida!

– Tu misión no ha terminado –
respondió la Madre.

– No quiero volver a padecer estos dolores
– gemí.

Jesús, que escuchó nuestro
diálogo, dijo con voz fuerte:

– Prometo que nunca más
sufrirás de esta enfermedad. Morirás dormida y no
en un hospital.

Como un relámpago el alma
regresó a mi cuerpo – nos relató María al
salir del estado de coma.

Mi hermana abrió sus ojos.
Volvió a la vida en medio del dolor producido por la
cirugía.

Todos nos abrazamos dando gracias a
Dios.

María todavía tiene mucho que
enseñarnos.

Renata

"Extraño a Susana. Fue como una hija
para mí. Estaba pendiente de felicitarme el día de
mi cumpleaños, el día del maestro, el día de
las madres. La última vez que hablamos por teléfono
la noté muy alterada. "

– Acabo de regresar de Chihuahua. Lo
trasladaron a esa zona para trabajar – me dijo en esa
ocasión.

Sus hijos y su nieta, tuvieron que dejar la
escuela de la ciudad y adaptarse a la del pueblo en donde se
habían instalado. En la Sierra Tarahumara hacía
frío y Susana sufría mucha soledad. Se quedaba en
la casa mientras Fernando, su marido, trabajaba en la Sierra.
Algunas veces pasaban dos semanas antes de que él
volviera. Así es el trabajo de los militares.
Después de un tiempo, lo notó poco afectivo e
indiferente. Le preguntó que le sucedía pero
siempre tuvo la misma respuesta:

– "Estoy cansado."

-..Yo le dije que si es que estaba enfermo
o molesto lo entendería- me platicó.- Nunca me
respondió. -Indagué por aquí y por
allá como un detective. Descubrí que el
señor tenía una amante, una joven que trabaja con
mi esposo. Al terminar el ciclo escolar decidí retornar a
la ciudad de México – me contó Susana.- Te llamo
para darte el teléfono de mamá. Ahora vivo con ella
en un departamento en el sur de la ciudad.

No le marqué al teléfono que
me dio. Perdí el contacto con Susana.

Una tarde, yo estaba metida en mi
pensamiento. El timbre del teléfono me
sobresaltó.

– ¿Bueno? ¿A donde hablo? –
preguntó una voz del otro lado del auricular.

– ¿A dónde desea llamar? –
contesté.

– ¿Eres tú, maestra? –
volvió a interrogar la persona que marcó mi
número telefónico.

– ¿Eres tú, Susana? –
contesté alegre al reconocer la voz de mi ex alumna –
¿Cómo estás? ¡No te vas a morir
pronto! Justo en este momento estaba pensando en ti.

-. Me avergüenzo de que cuando te
hablo es para pedirte consejo – dijo Susana – ¡Me va muy
mal! Nunca estuve peor que ahora.

Se hizo un profundo silencio.

– ¿Qué te pasa? –
pregunté.

Me contó:

– Ayer por la tarde llegó Renata
llorando.

"Seguro que se peleó con el infeliz
del novio" dije para mis adentros. "Ese idiota sólo la
hace sufrir." Traté de hablar con ella pero me
evadió. Se encerró en su recámara. No quiso
cenar. Mandé a Arlet, mi nieta, para que le dijera que la
llamaba. Tocó en dos ocasiones en su puerta, pero no
obtuvo respuesta.

"Mañana se le habrá pasado el
coraje" murmuré. Luego nos sentamos a cenar. Temprano
arreglé a Arlet para llevarla a la escuela.

Susana interrumpió la
conversación. Lloraba. Una vez que se pudo contener
prosiguió con el relato.

"¡Renata, se hace tarde!"
grité furiosa cuando vi que mi hija no aparecía.
"¡Vamos a llegar tarde a la escuela!" vociferé
mientras golpeaba su puerta. "¡Arlet, trae las llaves!"
ordené. La niña me dio el llavero, abrí de
una patada. En el suelo estaban varios frascos vacios. Eran de la
medicina que toma Arlet para la epilepsia. Corrí a la cama
de Renta y la encontré inconsciente. ¡Se tomó
todos los frascos que encontró del medicamento!

Mi amiga siguió contando:

"¡Renata, despierta! – le gritaba
sacudiéndola. La angustia me ahogaba – ¡Dile a tu
abuela que prepare café cargado! Vamos a ver si reacciona
– mandé a Arlet.

Renata no reaccionó. – Pronto,
llamen a la Cruz Roja – clamé mientras trataba de hacer
que Renata vomitara.

El tiempo parecía no trascurrir.
Finalmente llegó la ambulancia, los camilleros subieron a
mi hija a la ambulancia, le conectaron suero. Me sentía
perdida, desesperada. Sentía rabia. Cuando llegamos al
hospital, los médicos de guardia la recibieron y de
inmediato entró a urgencias. Le hicieron un lavado de
estómago pero no reaccionó. Ingresó a
terapia intensiva. Pasaban los minutos y no había ninguna
noticia. La sala de espera estaba repleta de personas confundidas
como yo. Todos teníamos el mismo pesar, un familiar que
estaba entre la vida y la muerte. Trascurrieron tres
horas.

– Familiares de Renata López –
llamaron por el altavoz de la sala. Yo corrí.

– El médico de guardia me
informó que mi hija no reaccionaba y si sobrevivía
no me aseguraba que quedaría bien.

Es posible que pierda movilidad en
algún miembro o que su cerebro quede dañado. Fue
mucha la dosis de medicamento que ingirió y es un producto
que va directo al sistema nervioso central. La noticia me
paralizó. Lo único que se me ocurrió es
venir a llamarte por teléfono. ¿Que
hago?"

Susana sollozaba.

– No sé que decirte, Susana – dije,
– lo único que te puedo aconsejar es que busques un lugar
apartado. Cierra tus ojos e imagina cada parte del cerebro de
Renata. Con el corazón di:

"Células del cerebro de Renata, en
nombre del Señor Jesús sanen. ¡Despierten!"
Hazlo con mucha fe y no dudes. Dios hace milagros. Jesús
prometió que como discípulos suyos podríamos
revivir muertos.

Esa noche no pude dormir. Estaba
inquieta.

Temprano me arreglé y salí
hacia el hospital. El lugar era enorme. Me perdí entre los
pasillos. No había quién me informara en donde se
encontraba la Unidad de Terapia Intensiva. Me indicaron que
caminara hacia la izquierda pero llegue a la Unidad de
Psiquiatría. Allí me indicaron nuevamente el camino
hasta que finalmente tras largo rato, llegué a la unidad
que buscaba. Uno de los informantes me guió hasta el
cuarto en donde se recuperaba Renata.

Una Susana muy diferente a la que
conocía, salió a recibirme. Me abrazó
cariñosamente. Su cara estaba marcada por la
amargura.

– ¡Renata despertó!
¡Está bien! – dijo alborotada – Anoche hice lo que
me aconsejaste y resultó. ¡Renata está viva!
– gritó Susana.

– Mi hija dice que escuchó a los
médicos decir que ya no había nada por hacer cuando
se encontraba en la plancha de la sala de urgencias. Ella
sintió como le pusieron muchos cables en el pecho. Los
médicos dijeron que el corazón dejó de
latir. Después, ella percibió cómo se
elevaba y de pronto despertó. ¡Volvió a
nacer! – afirmó Susana.

– ¡Ven a verla!

– Creo que soy culpable por haber sido mal
ejemplo para mi hija – dijo, – no he tenido dignidad. Cada vez
que Arnoldo viene a México le doy hospedaje en casa a
pesar de que sé que vive con la otra. Mi pretexto ha sido
que es el padre de la niña y tiene derecho a verla. Me doy
cuenta de que sólo he querido retenerlo. ¡Claro!
Renata ha seguido mi ejemplo. El tipo este con el que anda le
pidió que tuvieran relaciones sexuales y ella no
aceptó, así que el fulano le habló para
decirle que ya encontró quién le dé lo que
él quiere por eso ella decidió suicidarse. No la he
sabido educar – se quejó Susana.

– Tu hija está viva – dije –
¡No te culpes! Es el momento de enmendar errores, de
terapia familiar y de tratamiento psiquiátrico para
Renata.

– Pobre Renata, su autoestima debe de estar
por los suelos. Hasta su intento de suicidio es para ella un
fracaso. Será un proceso largo – agregué, pasando
un brazo sobre los hombros de mi amiga.

– Ahora ve a la capilla y da gracias a Dios
porque le regaló una nueva oportunidad de vida a Renata –
sugerí, mientras nos encaminábamos al cuarto
compartido en donde estaba Renata.

Una cortina separaba las dos camas del
cuarto. En un lado estaba una anciana a quien saludé con
una sonrisa. Pasamos al sitio en donde estaba la cama de la hija
de Susana.

La chica se veía pálida. Su
cabello negro caía en dos trenzas largas sobre sus
hombros. Sus ojos grandes me saludaron. La abracé y le
murmuré al oído:

-..Dios te ama mucho. Hoy tienes una nueva
vida.

Ella afirmó con la
cabeza.

-..Sé que tengo que vivir y
aprovechar esta oportunidad – dijo con voz suave.

-..Nadie merece que por ganar su amor,
tú renuncies a vivir, – comenté.

Me despedí de Renata y le di un
fuerte abrazo a Susana.

Hace mucho tiempo que no hablo con Susana.
No sé que habrá sucedido después de que
Renata renació de nuevo. Espero que ahora les
sonría la existencia.

Rescatado de las
aguas

Me levanté muy temprano para preparar el desayuno
que ofrecería a mis amigas, con las que juego canasta
todos los miércoles. La semana pasada nos tocó
jugar en casa de Cuquita, quien ofreció un brunch
espléndido. Ahora me tendría que esforzar mucho
para quedar bien.

Me bañé, maquillé y
alisé el cabello, luego me puse mi vestido de lino color
naranja y me amarré un delantal. Bajé a la
cocina.

Revisé que los refractarios en donde
colocamos las crepas rellenas con flor de calabaza, estuvieran
tibios. Bañé las crepas con salsa blanca y les puse
encima queso Gruyer rallado.

– Roberta, pica melón, papaya,
plátano, mango. Luego exprime naranjas para hacer jugo –
pedí a la cocinera. – Cuando termines de picar la fruta la
colocas en un molde y le pones un vaso de jugo de naranja. Mezcla
todo muy bien. – Ah, y ahora que termines con la fruta, pon las
crepas rellenas de huitlacoche en otro refractario y
báñalas con salsa blanca, como lo hice con las de
flor de calabaza – ordené de nuevo a la
cocinera.

– Micaela, tan pronto como acabes de poner
los platos sobre la mesa, sirve el jugo en las copas grandes que
están en la vitrina. Coloca el pan dulce en el
platón para el pan, pero antes le pones una servilleta
blanca al platón – indiqué a la
recamarera.

– Eusebio, ponga por favor los lugares en
la mesa de la terraza – mandé al mozo.

– En un rato irá Micaela a ayudarle
– agregué. – Luego sirva en las copas para fruta el coctel
que preparó Roberta.

Salí a la terraza para revisar que
el mantel chino estuviera sobre la mesa grande en la que
desayunaríamos, que las charolas de servicio estuvieran
cubiertas con servilletas de las que están deshiladas y
que la mesa de juego tuviera el mantel verde de
fieltro.

Miré el jardín, que
lucía espléndido. La tarde anterior, el jardinero
podo el pasto, y cortó varias rosas y flores del ave de
paraíso, que me entregó para que yo pudiera
arreglar el centro floral de la mesa.

Al amanecer, Eusebio limpió el agua
de la alberca. Los laureles Africanos que están cerca de
la piscina tiran mucha flor naranja.

Como en la mayoría de los jardines
de las casas de la ciudad de Cuernavaca, estos árboles son
de ornato. Me encantan por el colorido que tienen sus flores
color fuego. También las bardas, tupidas con flores de
Buganvilia, rosa mexicano, blanco y rosa pálido, son
comunes en la Ciudad de la Eterna Primavera. En esta época
del año mi muro ofrecía racimos multicolores de
estas flores.

Suspiré hondo y volví de
nuevo a checar que los platos y cubiertos estuvieran completos:
el plato pequeño para el pan del lado izquierdo del plato
base, la cucharita para la fruta del lado derecho sobre le plato
pequeño en donde se pondría la copa para el coctel
de frutas, la cucharita del café colocada del lado derecho
del platito del terno cafetero, la copa para agua del lado
derecho, el plato trinche sobre el plato base, la servilleta
doblada en forma de triángulo junto con el
tenedor.

– ¡Todo está listo! –
exclamé.

En ese momento escuché el llanto de
Juan Pablito, que acababa de despertar.

– Pacecita, atiende al nene – llamé
a la nana, que estaba ordenando las recámaras en el piso
superior. – Cámbiale el pañal, límpiale la
carita con una toalla y ponle el trajecito azul rey que
dejé sobre el sillón de mi cuarto –
agregué.

Una vez que Paz acabó de arreglar a
Juan Pablo, lo tomó en sus brazos y juntos bajaron a la
cocina para que el bebé desayunara.

– ¿Cómo amaneció mi
bombón? – comenté dando un fuerte beso a mi
hijo.

– Roberta, hazle al niño un huevito
estrellado y prepárale su biberón – ordené a
la cocinera.

Pacecita colocó un babero al
derredor del cuello de Juan Pablito, a quién sentó
en la silla alta. Una vez que el niño terminó su
almuerzo lo colocó en el suelo. Juan Pablo corrió
feliz al jardín con la ilusión de sus dos
años.

– Paz, te encargo mucho al nene. Al rato
llegará la muchacha de la señora Julieta con
Julietita y Juan Ignacio. Eusebio ya llevó el cajón
de juguetes bajo los laureles. Los montables están en el
patio trasero – advertí a la nana.

Juan Pablito corrió al patio y
subió a su motocicleta. Con sus piececitos se empujaba a
gran velocidad.

Sonó la campana del
portón.

Eusebio, que ya se había puesto su
filipina blanca y su corbata de moño, se apresuró a
abrir. Era Cuquita. Traía una charola de galletas
adornadas con un moño rosa. Agradecí la
atención dándole un beso en la mejilla.

– Eusebio, ofrézcale a la
señora Cuquita una Mimosa – mandé.

Partes: 1, 2, 3
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter