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¿Por qué Dios permite algo así? – Relatos (página 3)




Enviado por angelica pease



Partes: 1, 2, 3

Las dos brindamos con nuestras copas para
champagne en la mano. Poco tiempo después, llegaron la
Güera Fernández, Martita, la Nena y Bibi. Faltaba
todavía Marichu y Julieta, mi amiga del
colegio.

Nos sentamos en la sala de la terraza y
todas quisieron tomar Mimosas. Comentaban del concierto de la
noche anterior, los chismes sobre las parejitas, sobre el
vestuario.

Patricio, mi esposo, no pudo llevarme a ese
acontecimiento porque estuvo muy ocupado.

Sonó nuevamente la campana de la
puerta. Entraron Julieta, Marichu y los niños de Julieta.
La muchacha de Julieta traía una canasta gigantesca con
frutas.

– ¡Qué espléndida! – le
dije a Julieta al oído.

– Como ya estamos completas
¿qué les parece si pasamos a la mesa? –
pregunté amablemente.

Mis amigas estuvieron de acuerdo. Ya
tenían hambre.

Cuquita tomó un panqué de la
charola del pan.

– Me encantan los Garibaldi de la
Pastelería el Globo – comentó mientras daba una
enorme mordida al pan de dulce.

– Lo sabemos – aseguró Julieta
haciéndonos reír.

Empezamos con el coctel de frutas, que
estaba muy fresco.

Eusebio con destreza recogió las
copas vacías por el lado derecho de cada comensal y
desapareció por la puerta de la cocina.

Micaela llegó con el porta
refractario de plata con el payrex en donde colocamos las crepas
rellenas de flor de calabaza y las ofreció a cada una de
las señoras por su lado izquierdo.

Se veía muy inda con su uniforme
azul marino.

Eusebio salió de la cocina portando
el otro refractario con las crepas rellenas de
huitlacoche.

Las señoras devoraron las viandas.
Finalmente, después de recoger los platos vacios, el mozo
sirvió café. Los Garibaldi cubiertos de grageas
blancas fueron los predilectos.

– Pasemos ahora a jugar – invité a
mis compañeras.

Nos sentamos en parejas.

Cuquita barajeó las cartas y luego
repartió once cartas a cada jugadora. Una por una, de modo
rotativo, en la dirección en que se mueven las manecillas
del reloj. Las cartas que quedaron las colocó, formando
una pila en el centro de la mesa.

Cada una sosteníamos en la mano las
once cartas, colocándolas por orden de valores.

Tomábamos nuestra carta de la pila y
luego descartábamos. Julieta, que era mi pareja, puso sus
cartas sobre la mesa. Yo tendría que esperar mi turno para
agregar la carta del mismo rango hasta completar la
canasta.

Estábamos concentradas en nuestro
juego.

Roberta, la cocinera, les mandó unos
platos con crepas a las nanas que cuidaban a los niños
bajo los laureles. Al momento comenzaron a comer mientras
platicaban.

Los niños habían sacado unos
cubos del cajón de juguetes y bajo la dirección de
Julietita, que ya tenía cinco años, armaban una
fortaleza.

Juan Pablito sacó una pelota y
comenzó a patearla sobre el pasto.

-.. ¡Gool! – gritaba a cada patada
que daba.

La pelota rodó y cayó al
agua. Nadie se percató de lo sucedido. El niño se
inclinó sobre la orilla de la alberca para poder alcanzar
la pelota y se fue de cabeza hasta el fondo.

Una vez que Pacecita terminó con sus
crepas, volteó para ver en donde estaba el
nene.

– Juan Pablito ¿En donde
estás? – llamó un poco nerviosa.

Se levantó y buscó en el
patio trasero de la casa, buscó detrás de los
árboles y finalmente con mucho miedo se acerco a la
alberca.

– ¡Señora, Juan Pablo se
ahogó! – chilló Paz con voz aguda.

Lancé los zapatos de tacón al
aire y me aventé vestida al agua, nadé hasta el
fondo y saqué al bebé a la superficie.

El niño tenía una
coloración azulosa, su cabeza caía hacia un lado,
sus bracitos estaban flácidos. Lo abracé contra mi
corazón.

– ¡Dios mío, ayúdame! –
gemía yo desesperada.

Marichu tomó al niño de entre
mis brazos y lo acostó sobre el césped. Le
oprimió varias veces debajo de las costillas para tratar
de que sus pulmones arrojaran el agua que tenían dentro,
dio respiración boca a boca pero todo fue inútil,
Juan Pablo no reaccionó.

Me sentía desfallecer, nuevamente
tomé al nene y lo acosté en mi regazo.

Eusebio marcó el número de la
Cruz Roja y después llamó a la oficina de Patricio.
Mientras tanto, Micaela consolaba a Paz, que estaba con una
fuerte crisis nerviosa. La Güera Fernández
llevó a la nana y a los niños de Julieta a su casa.
Estaban demasiado asustados, los tres lloraban.

– Roberta – mandó Bibi, – traiga por
favor, ropa seca y un chal para la señora.

– Como si fuera un muñeco me
dejé conducir por Martita hasta el baño de visitas,
en donde con la ayuda de Bibi hicieron que me cambiara toda la
ropa. Martita alisó mi cabello con un peine que
traía en su bolso y Bibi limpió mi cara, que se
había manchado con rímel.

– La Nena recostó a Juan Pablito
sobre el sillón de la terraza. Cuando salí del
baño, volví a cargar al niño. No
podía hablar, no lloraba, solamente mecía a mi
bebé.

No me di cuenta del tiempo que
trascurrió. De pronto sentí como Patricio
arrancó a Juan Pablo de mis brazos. Subió con su
hijito las escaleras y se encerró en la
recámara.

Llegaron los paramédicos y subieron
a buscar al niño. Patricio no les abrió.

-.. A mi hijo nadie me lo arrebata –
gritaba al otro lado de la puerta.

Roberta telefoneó a Beatriz, la
madre de mi esposo, que vivía a una calle de distancia.
Cuando mi suegra llegó a la casa, le pedimos que
persuadiera a Patricio para que entregara al nene.

– Hijo, ábreme la puerta – le
decía con ternura. Él se negaba
persistentemente.

Finalmente accedió a abrir. Los
camilleros revisaron al niño y nos comunicaron que
tendrían que llevarlo ante el Ministerio
Público.

Julieta nos llevó en su
camioneta.

El lugar era horrible. Las paredes color
crema lo hacían parecer aún más frío.
Nos sentamos en unas bancas de madera a esperar el turno para que
nos preguntaran lo sucedido.

La Güera Fernández se
comunicó con su esposo para que llamara a la oficina del
gobernador de Morelos, que era amigo suyo, con el fin de que
dispensaran la autopsia al niño.

– Señora Gómez Peréa –
llamaron del piso de arriba.

Subimos Patricio y yo y nos sentamos en
unas sillas frente al escritorio de una secretaria.

Relaté el accidente y mi esposo no
pronunció palabra. De cuando en cuando sentía su
mirada, que me acusaba de lo sucedido.

A un lado se lograba ver la plancha de
acero en donde Juan Pablito yacía totalmente
desnudo.

– El médico forense tardará
dos horas en llegar. Apenas salió a comer – indicó
la secretaria.

Bajamos nuevamente. Patricio no quiso
sentarse a mi lado. Además de sentirme culpable, el dolor
me atravesaba, estaba sola. Los cariños de las amigas no
mitigaban el pesar. Julieta mantenía su brazo sobre mis
hombros.

Dos horas y media más tarde,
llegó el médico forense con un auxiliar. Subieron y
entraron al lugar en donde yacía el bebé. El doctor
oprimió el estómago de la creatura.

En ese instante el niño pegó
un grito que retumbó en todo el lugar. Como un resorte me
levanté y corrí escaleras arriba seguida por mi
esposo.

Juan Pablito rompió en llanto cuando
vio a aquellas personas desconocidas frente a
él.

– Mamá, maaamá –
repetía una y otra vez.

El chiquito temblaba de frío.
Abracé a mi hijo llorando. Los médicos no daban
crédito a lo que estaba sucediendo. Cubrí al bebe
con mi chal y bajamos Patricio, Juan Pablo y yo. Las personas que
esperaban ser atendidas estaban admiradas.

Regresamos a casa alabando a Dios. Los
conocidos repetían una y otra vez:

– ¡Es un milagro!
¡Cuánto los ama Dios!

– ¡Que misión tan importante
debe de tener este niño para que Dios lo haya revivido! –
decían otros.

En casa, Paz, Micaela, Roberta y Eusebio
rezaban el rosario. Cuando nos vieron entrar, Paz cayó
desmayada. Micaela se apresuró a ayudarla, mientras,
Roberta tomó al niño para llenarlo de
besos.

De nuevo tomé a mi niño y
subí a su recámara para prepararle un baño
tibio y ponerle un pijama caliente. Roberta trajo un
biberón al cuarto y el nene bebió la leche con
hambre. Luego el bebé quedó dormido, totalmente
exhausto por el viaje tan largo que realizó.

Sentada en el sillón de la
recámara veía embelesada a mi hijo. Patricio
lloraba a mi espalda.

Levántate
y anda

Acabábamos de festejar en grande el paso de
milenio. Los años pasaron sin darme cuenta. Mis hijos
crecieron. Aquellos niños latosos que corrían,
rompían cosas y pelaban quedaron atrás, ahora
tenía frente a mí hombres hechos y
derechos.

– Tendré tiempo para dedicarme a las
cosas que no he podido hacer – pensé, pero, las cosas no
sucedieron como planeé.

En vez de que la vida se volviera
más tranquila, la tensión dentro de la casa iba en
aumento.

Todos los días había
reproches dirigidos a uno de mis hijos, que no tenía
trabajo. Nos cambiamos de domicilio, la casa de campo se
vendió, realicé varias ventas de muebles y
utensilios para deshacerme de las cosas que no se
utilizarían. Fueron muchos los cambios que sufrió
el ritmo cotidiano de nuestra existencia en un lapso muy corto.
La casa nueva se encontraba en un desorden total.
Caminábamos entre cajas, no se localizaban los papeles
importantes ni la ropa que buscábamos. Los sartenes y los
platos estaban extraviados. Todo era caos.

Una tarde, Jeremías, mi hijo, nos
anunció que ya tenía trabajo. Esa noche
llegó muy tarde a casa porque estaban preparando, en la
compañía, lo que tenían que presentar. A la
mañana siguiente, el despertador no tocó a la hora
en que tenía que levantarse. Le desperté y se
alteró muchísimo. Estaba totalmente desanimado. A
mi, me enojó sobremanera esta situación.
Sugerí varias soluciones, sin embargo, ninguna le
pareció la correcta. Decidí evadir el problema
prendiendo la computadora para navegar por Internet.

– Al fin y al cabo es su problema – dije, y
olvidé el asunto.

– ¿Porqué me sale todo mal? –
preguntó Jeremías, irrumpiendo en mi
despacho.

– Exageras. Hay muchas cosas positivas.
Simplemente fue un percance, pero mañana todo se
arreglará – respondí.

– Es tu punto de vista – comentó, en
tono de reclamo.

No contesté, seguí metida en
el Internet buscando información sobre un tema que me
interesaba.

El muchacho salió de mi estudio y se
metió a bañar. Pasó un rato, di por
terminado el asunto de mi hijo. De repente, la chica que trabaja
en la casa entró al despacho con el rostro
desencajado.

– ¡Está muerto! –
exclamó con voz temblorosa.

– ¿Quién? – cuestioné,
sin entender de que me hablaba.

– Jeremías – dijo, soltando el
llanto.

– ¿Qué sucedió? –
pregunté angustiada.

– No sé – contestó – las
perras estaban inquietas, las había sacado al
jardín y de pronto, las encontré otra vez en la
cocina. Por eso me asomé al jardín y vi al joven
muerto.

Sentí que el corazón
salía de mi cuerpo mientras corría tras ella hacia
el jardín. Una brisa suave movía el columpio.
Jeremías yacía bajo el mismo. El pasto estaba
aún húmedo por el rocío de la
mañana.

Lo abracé sin llorar, no
sentía dolor, no reaccionaba ante el impacto que acababa
de recibir.

Transcurrió el tiempo, quizá
fueron tres o cuatro minutos, los que necesité para volver
a la realidad.

Jeremías tenía el color azul
de la muerte, no escuchaba, no respiraba. Su cuerpo estaba
flácido. Comencé en forma mecánica a dar
instrucciones.

– ¡Llama a la ambulancia! –
ordené.

– ¿A qué número? –
preguntó Clotilde.

– No lo sé. Habla al 040
-contesté, sin saber lo que decía, – ¡Trae
una almohada!

Cleo pidió informes al 040,
habló a la Cruz Roja, avisó a Rodolfo, mi esposo,
lo acontecido, trajo la almohada. Parecía un episodio de
aquellos que pasan por la televisión. Sentía que
era algo externo a mí, una película. Recordé
que lo primero que hacían los paramédicos en los
programas televisivos era dar respiración de boca a boca a
las personas que sufrían de un ataque cardíaco. No
tenía idea de cómo se hacía. Sabía
que se tapaban las fosas nasales y después se soplaba
dentro de la boca del moribundo. Intenté una y otra vez.
Me cansaba. Después le apretaba con ambas manos debajo de
las costillas.

– Uno, dos, tres, contaba y, empezaba todo
de nuevo – ¡Vive! – gemía.

Como no obtuve resultado alguno, lo
coloqué boca abajo y me senté sobre sus
glúteos, le oprimí los pulmones como escuché
que se hace con las personas que se ahogan, pero, solamente
logré embarrar la cara de Jeremías de lodo.
Nuevamente soplé y soplé. Nuestras bocas se
batieron de barro.

– ¡Reacciona!, te necesito –
grité desesperada. Me incorporé resignada,
clavé la mirada en la imagen de la Virgen de Guadalupe que
decora el jardín. En ese momento, recordé la
escultura de la Piedad, que presenta a María con
Jesús muerto. Me sentía como se debe de haber
sentido la Virgen María.

Sentada sobre aquel pasto mojado, con mi
hijo inerte sobre las piernas, y sin saber que hacer.

– De la misma manera en que ahora me
encuentro, impotente, estuviste tú un
día,

– pensé, – con tu hijo muerto sobre
tu regazo. ¡Tú me comprendes!
¡Ayúdame!

– dije desde lo más hondo de mi
ser.

El dolor traspasó el corazón
de María, como profetizó el viejo Simeón,
ahora lo hacía con el mío. Yo, tenía la
sensación de ser solamente un observador. Era como si
desde lo alto percibiera todo lo que sucedía, un cuadro
plástico en donde yo, vestida con una bata roja, trataba
de resucitar a mi hijo.

– ¡Madre mía, ayúdame!
– repetí.

De pronto, Jeremías comenzó a
temblar, trataba de respirar, jadeaba.

– Cleo, trae una cobija –
grité.

La chica no tardó en cumplir mi
mandato. Lo cubrí, pero, cuando traté de colocarlo
en un lugar más cómodo,
convulsionó.

– ¿Qué pasa con la
ambulancia? ¿Porque no llega? – preguntaba una y otra
vez,

– ¿por qué tarda
tanto?

Era impactante ver como de la boca de
Jeremías salía espuma. Lo cargamos con mucho
cuidado y lo metimos en la casa. Las convulsiones hacían
que mi hijo se golpeara contra los muebles, ya que el espacio es
reducido. Los movimientos eran totalmente descoordinados, las
piernas se estiraban en extremo y los pies estaban en
híper flexión hacía fuera, los codos estaban
flexionados y las manos volteadas hacia afuera. Cleo estaba
aterrada. Miraba de reojo al muchacho sin comprender
nada.

– Tranquilo, amor, ya viene la ambulancia –
le murmuraba al oído. ¡Cleo, vuelve a llamar a la
Cruz!

Por fin llegaron los paramédicos.
Colocaron a Jeremías en una camilla, le ataron de manos y
pies con vendas para mantenerlo quieto y lo subieron a la
ambulancia. El tiempo del trayecto fue eterno.

El sonido de la sirena entraba por mis
oídos y sacudía mi espíritu. Los carros se
hacían a un lado para que pudiéramos pasar, pero
parecía que no avanzábamos.

– No se preocupe, trae un choque nervioso –
decían los paramédicos de la Cruz Roja, mientras
nos dirigíamos al hospital. Finalmente llegamos. Salieron
los camilleros e ingresaron a Jeremías a Urgencias. Desde
que se lo llevaron, no volví a hablar con él. Lo
intervinieron quirúrgicamente. Llegó mi esposo, me
abrazó.

– ¡Que susto te llevaste! – me
dijo.

– No tienes idea de los momentos tan
horribles que he vivido – dije con voz entrecortada.

– ¿Señores Krugram? Soy el
doctor Sharwosky. Jeremías ya fue intervenido,
sufrió una lesión en la base del cráneo. Les
prometo que haré lo imposible por sacar al chico adelante.
Tengo un hijo de la misma edad, por esta razón me
identifico con ustedes,

– dijo un médico, que salió
del quirófano de Urgencias, – por favor, pasen al piso de
Terapia Intensiva, allí pueden esperar a tener noticias.
Internaremos a su hijo. Cualquier situación que se
presente se la haremos saber.

Pasaron varias horas. Mi marido y yo
permanecíamos mudos, sentados en la sala de Terapia
Intensiva. No se me ocurrió marcar el teléfono de
mi hijo mayor. Una tanatóloga se acercó. Me quiso
brindar su ayuda.

– Soy la doctora Julieta Romero, – dijo
amablemente, – quiero ponerme a sus órdenes para apoyarlos
en lo que se necesite.

Solamente sentí rabia. Sabía
que me quería enfrentar a lo inminente.

– ¿Quién es ella?
¿Qué derecho tiene de penetrar en el dolor ajeno? –
pensé. – Yo no había solicitado su ayuda,
quería estar sola.

Nunca creí que el diplomado en
tanatología, que yo estudiaba, lo iba a cuestionar en esa
forma. Las palabras de la tanatóloga eran las que nos
enseñaron a utilizar para presentarnos ante los familiares
de los enfermos terminales.

Las horas se perdieron en esa sala de
espera. Para mí no existía el tiempo. Sentía
desesperanza, desamparo. No sé si pasó medio
día, si dieron las cinco de la tarde o si estaba
anocheciendo.

– ¿Señores Krugram?, soy el
doctor Pérez, el neurólogo que atiende a su hijo.
El muchacho presenta daño cerebral severo, causado por el
tiempo que no respiró. No puedo asegurar aún nada.
Utilizaré todos los medios que estén a mi alcance
para obtener los mejores resultados en su recuperación, –
comentó.

– ¿Qué daños tiene?
¿Qué puede suceder? – alcanzó a preguntar mi
esposo.

– En realidad, no sabemos aún hasta
dónde puede estar dañado el cerebro. Cuando tenga
noticias se las comunicaré, – respondió el doctor
Pérez.

– Voy a llamar a Rodolfo para avisarle que
su hermano está en el hospital, – dije, y de inmediato me
levanté del asiento. Marqué el teléfono de
la oficina en donde trabaja Rodolfo.

– Fito, tu hermano está grave en el
hospital. Por favor, ve a buscar al padre Javier, director del
centro de estudios tanatológicos, y le pides que venga a
confesar a tu hermano. Tengo miedo de que muera –
rogué.

No hubo respuesta. No imaginé que
él se había desvanecido. Solamente
balbuceó:

– A esta hora, ya se fueron los sacerdotes
a su casa. Es hora de la comida. De todas formas voy a
intentarlo.

Ni siquiera me enojó la respuesta de
Fito.

En aquel momento pensé que lo
más importante era salvar el alma de mi hijo.
Busqué en mi agenda los teléfonos de las parroquias
que conocía para buscar a algún sacerdote que
estuviera dispuesto a dar la absolución a Jeremías.
Llamé a dos parroquias. En una el padre estaba solo y no
podía salir, en la otra los sacerdotes acompañando
a un compañero que estaba en el hospital.

Llegó la hora de vista y nos
permitieron entrar a ver a Jeremías durante quince
minutos.

– Jerry, te necesitamos. ¡Despierta!
¡Vuelve del coma! Papá y yo te queremos – le
murmuraba una y otra vez al oído.

Salimos tristes de ver a nuestro hijo
sumido en aquel estado de inconsciencia. Nuevamente nos sentamos
en el rincón de la sala. Las horas seguían su
curso.

– Señores Krugram, se solicita su
presencia en la entrada de médicos de Terapia Intensiva –
se escuchó en el altavoz del salón.

Nos paramos como si tuviéramos
resortes y de inmediato nos dirigimos a la puerta de
médicos.

– El corazón del muchacho
dejó de latir. Lo hicimos funcionar de nuevo por medio del
resucitador. Desgraciadamente, los estudios señalan que
existe decorticación cerebral. Hay dos posibilidades, una,
que desde luego no es la que deseamos, es la muerte y la otra es
que puedan quedar secuencias irreversibles, – dijo el doctor
Pérez, el neurólogo.

Las piernas se me doblaron, caí
fumigada en una silla. Nadie se percató. Los cojines de
los sillones eran como brazo que me rodearon. Los sueños y
las expectativas cayeron dentro de la nada.

– ¿Quién era el culpable?,
¿El exceso de trabajo?, ¿La tensión?,
¿El mundo?, ¿El desempleo?, ¿Había
droga?, ¿Podría ser causa de unas copas de
más?, ¿Qué sucedió?, me preguntaba
una y otra vez, pero, no había respuesta. Solamente
podíamos esperar un milagro.

Mi hijo mayor, después del colapso
nervioso que le causó la noticia, fue en busca del padre
que asesora la escuela. Cuando por fin llegó con el
presbítero al hospital, lo abracé llorando. Una vez
que me calmé, pedí al sacerdote que le diera a
Jeremías la unción de los enfermos y la
absolución de sus pecados. Solicité permiso para
poder entrar a ver a mi hijo, aun cuando no era hora de
visita.

– No puedo absolverlo de sus pecados,
porque, él tiene que estar consciente para confesarlos y
arrepentirse. Él está en estado de inconsciencia –
me indicó el padre.

– Yo respondo por su alma. ¡Por favor
absuélvalo! – le pedí desesperada.

– ¡Que grande es su fe! – me dijo, y
pidió a la enfermera que estaba en turno que saliera del
cubículo.

– Vamos a rezar el Padre Nuestro – me
invitó, luego, le aplicó el óleo consagrado
y le perdonó sus culpas.

Sentí paz, a pesar de la pena que me
embargaba. Si el desenlace era fatal, por lo menos tenía
la tranquilidad de que mi Jerry iría al cielo.

A la enfermera le disgustó la
interrupción, y una vez que el sacerdote se
despidió, reinició su labor en forma brusca.
Pinchó muchas veces el brazo de Jeremías para
obtener una muestra sanguínea y como no encontró la
vena de inmediato, siguió picando. El brazo de Jerry
estaba hinchado, lleno de moretones. Era inmenso mi dolor, al ver
a ese joven, antes lleno de vida, inmóvil y además,
lastimado.

Yo tenía rabia, tristeza, dudas,
temor.

– ¿Cómo es posible que exista
este tipo de enfermeras, con este trato inhumano?,

– me quejé furiosa.

Más tarde relevaron a la mujer de su
puesto.

Nos aconsejaron quedarnos en los cuartos
reservados para las familias que tiene la sección de
Terapia Intensiva en el hospital. Tratamos de dormir un poco,
pero era imposible. Cerca de la media noche recibimos la parte
médica.

– Las meninges presentan
inflamación. Después de que transcurran setenta y
dos horas podremos dar el dictamen final, – dijo el doctor
Pérez.

Era miércoles por la noche. Hasta el
viernes sabríamos el resultado final.

– Por lo menos, el padre Javier
absolvió a Jeremías de sus pecados – pensaba una y
otra vez.

Rodolfo me platicó que el sacerdote
a quien le mandé buscar, estaba a punto de dejar la
escuela cuando él llegó, y cómo el padre
accedió de inmediato a acompañarlo al hospital.
Desde lo más hondo de mi ser agradecí ese gesto de
amor desinteresado del presbítero.

Después de recibir el informe
médico, regresamos a la habitación. El resto de la
noche oré, imponiendo mentalmente las manos en nombre del
Señor Jesús sobre la cabeza de mi hijo.

– ¡Células del cerebro de
Jerry, no se inflamen!, ¡Se lo ordeno en nombre del
Señor Jesús! – murmuraba en forma repetitiva. –
Señor, tú prometiste a tus discípulos que
podían pedir al Padre en nombre tuyo. Nos diste poder de
resucitar muertos, sanar enfermos y expulsar demonios. Soy tu
discípulo. ¡Escúchame!, ¡No me
abandones ahora!, ¡Cumple tu promesa! Padre, en nombre de
Jesús, tu Hijo, te pido que sanes a
Jeremías.

La noche fue interminable. Por momentos
dormí rendida por el cansancio y el nerviosismo. Luego,
volvía a estar alerta. La pared en donde recargué
la cabeza se convirtió en un paño para mis
lágrimas. Conocí la antesala del infierno, la duda
eterna. La luz del amanecer penetró por la ventana de
aquel cuarto. Habían pasado ya las primeras dieciocho
horas, pero faltaban muchas más.

A las siete de la mañana, el doctor
Pérez, el neurólogo, tocó a la puerta del
cuarto.

– Traigo una noticia esperanzadora, -dijo.
– No sé si la recuperación pueda ser absoluta, pero
por lo pronto, las membranas de las meninges no han presentado
ningún cambio.

– ¡Bendito sea Dios! – gemí, –
estoy segura de que sanará. ¡Dios me
escuchó!

Mi esposo y yo salimos del cuarto y nos
dirigimos nuevamente a la sala de estar. Estaba amueblada con
sillones color café, tenía un aparato de
televisión. Nos sentamos frente al televisor. Mientras
aguardábamos la hora de visita, pretendíamos
ignorar el trascurso del tiempo, esos minutos en los que
podríamos ver nuevamente a nuestro hijo. Mi marido y yo no
nos atrevíamos a externar nuestro miedo. En lo que si
coincidíamos era en que cuando visitábamos a
Jeremías, aunque estaba en coma, le hablábamos como
si comprendiera todo. Perdimos los pensamientos en el noticiario
matutino.

Mis sentimientos estaban enredados. Por
momentos, sentía pánico, en otros, tenía
esperanza de un milagro, luego me embargaba una tristeza
profunda.

Varias familias se encontraban en la misma
condición angustiante que nosotros, la eterna espera de
una noticia alentadora. Unas personas lloraban, otras rezaban.
Mas allá unos hombres fumaban un cigarro tras otro
tratando de quemar su dolor. Decidí ir a la capilla, en
donde, en diálogo con Dios, podía hablar del pesar
tan grande que sentía.

– Ayer por la mañana tenía un
hijo sano y hoy, Señor, no sé si Jerry viva o si
salga yo, de este hospital con un hijo
inválido.

Lloré por largo rato.

Cuando estuve un poco más tranquila,
subí nuevamente a la sala de Terapia Intensiva. Finalmente
llegó la hora de visita. El reloj marcaba las ocho y media
de la mañana. Nos dijeron que no podía entrar
más que una persona a la vez. Nos turnamos, José mi
esposo, y yo, para poder ver a Jeremías, para estar con
él, lo más posible. Cada cuatro horas nos daban esa
oportunidad.

Entré primero. El chico
seguía inconsciente. Estaba conectado a un respirador, y
tenía varias sondas. La visión era
terrible.

– ¡Despierta, te necesitamos! – le
susurré al oído – ¡No te dejes morir!
¡Regresa!

Acaricié sus manos y su cara durante
10 minutos, después tuve que salir para que entrara mi
esposo.

Los quince minutos de visita se nos pasaron
rapidísimo. La separación era un momento
difícil, angustiante. Mientras transcurría el
tiempo intermedio, nuestro pesar aumentaba, la incertidumbre nos
consumía. A las veinticuatro horas de nuestra llegada,
nuestro Jeremías comenzó a respirar sin necesidad
de aparatos. Dos horas después movió los dedos de
la mano, después arrugó la frente y finalmente
abrió los ojos. Había salido del estado de
inconsciencia. Cuando nos tocó hacerle nuevamente la
visita, comenzó a hablar y a mover las piernas.
¡Estaba bien! Parecía que nada había
sucedido.

Estábamos sorprendidos. Para
confirmar lo que nuestros ojos veían, además de que
desde ese momento, mi marido catalogó al doctor
Pérez como una persona exagerada y alarmista, llamamos a
otro neurólogo del hospital, para que examinara a
Jerry.

– Buenas tardes, soy el doctor Pauletti, –
dijo al presentarse, – el doctor Sánchez, conocido de
ustedes, me pidió que viniera a checar el estado de su
hijo.

De inmediato revisó el expediente
médico, luego, examinó la visión de
Jeremías iluminando el fondo del ojo con una lamparita,
con un martillo checó los reflejos y movimientos de manos
y pies.

– ¿Se encomendó usted a San
Judas Tadeo? – me preguntó en tono de broma. El muchacho
reaccionó al tratamiento maravillosamente. El
diagnóstico del doctor Pérez es muy
acertado.

– No, no le pedí a ningún
santo, sino al jefe – respondí.

– Sinceramente, creo que Dios la
escuchó, – dijo el médico al despedirse.

Yo estaba feliz. Me era difícil
creer que era real tan buena noticia. Una vez que estuve sola,
abrí la Biblia para orar, lo hice al azar. Me
sorprendió que el pasaje que tenía abierto fuera
precisamente el que narra la resurrección de
Lázaro. Ese día había vivido también
la resurrección de mi hijo. En nombre de Jesús,
Jeremías recibió de nuevo la vida. Otra
oportunidad.

Mi hijo fue dado de alta del hospital el
sábado.

El cerebro de Jerry aún no
tenía su funcionamiento totalmente normal. Durante un
año, fueron frecuentes las visitas al médico, los
exámenes de laboratorio, las tomografías mensuales,
las entrevistas con psicólogos. Por doce meses
volví a tener a un niño que dormía con
muñecos elfos, al adolescente que quería recorrer
el mundo trepando paredes. A ratos, la hiperactividad era
extrema. Había días en que Jerry tenía ideas
extrañas. Quería convertirse en decorador de
interiores al estilo oriental. Compró un traje chino, un
reloj con la figura de un niño chino, decoró su
recámara con el Sagrado Corazón de Jesús y
de María rodeados de colores de amanecer. En otros
momentos, mi hijo tenía ataques de pánico. No
quería salir a buscar trabajo, no abandonaba su cuarto. Un
año entero de cuidados intensivos, como los que se tiene
con un bebé. Lentamente, Jeremías extendió
sus alas y comenzó a volar. Siguió con cuidados
médicos, creció su mente, su seguridad personal y
un día se encontró consigo mismo. Su sentido vital.
Tocó el cielo, renació. Los acontecimientos han
hecho que en su interior se borren aquellos momentos vividos.
Sé que tiene una misión especial. No
resucitó para tener una vida sin utilidad. Dios le
marcará el camino, como le sucedió a Jonás
cuando quiso escapar del mandato de predicar en
Nínive.

Yo dejé mi alma como
prenda.

Contraportada

El dolor y la muerte han sido siempre
acompañantes de la vida. Muchas madres pierden a sus hijos
en enfermedades o accidentes y viven así la experiencia
más terrible de sus vidas. Mujeres ven morir a sus
cónyuges, hermanos despiertan un día sabiendo que
desde ahora son hijos únicos… Sin embargo, y por alguna
razón inexplicable o misteriosa, algunos de estos enfermos
terminales, incluso algunos dados ya por muertos, se recuperan de
forma milagrosa.

¿Por qué Dios permite
algo así? ¿Por qué algunas de estas
personas, sin duda toda igual de sufrientes, reciben este
privilegio, y otras no? ¿Es acaso injusto? ¿Por
qué los milagros no nos alcanzan a todos?

No es una respuesta a estas preguntas,
por demás legítimas, lo que el libro de relatos nos
ofrece. Son simplemente relatos de familias o de relaciones
llenas de amor, que se vieron enfrentadas al abismo de
enfermedad, sufrimiento y muerte, y que en cada uno de los casos
presentados tuvieron un final feliz, maravilloso e inesperado.
Algunos relatos se basan en los textos bíblicos, otros nos
traen a la época moderna y a un ámbito
socioeconómico determinado de
México.

Esta colección nos entrega
múltiples catarsis en las que muchas mujeres viven el
desgarro ante un hijo, esposo o hermano muerto como si les
hubieran arrancado un pedazo de su propio ser. Dentro de estos
relatos percibimos el mundo de mujeres cuidadoras del hogar y de
la fe. Y siempre es la fe la que les da la fuerza para sobrevivir
y para invocar a Dios con sus oraciones, venidas desde lo
más hondo de sus almas. En cada uno de los casos
relatados, es el amor profundo el que llega al cielo y que
conmueve a Dios para que les proporcione a estos seres
privilegiados una segunda oportunidad.

MARGARITA GOERRISSEN

 

 

Autor:

Angélica Pease

FOTOGRAFÍA DE LA PORTADA

ALEJANDRO ANDRADE PEASE

Partes: 1, 2, 3
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