PRIMERA PARTE
CRÍTICA DEL LIBERALISMO
BURGUÉS
CAPÍTULO PRIMERO
CRÍTICA DE LA DEMOCRACIA BURGUESA Y
PARLAMENTARIA
La democracia fundada en la autoridad
del número suprime la responsabilidad de los
jefes
He aquí el carácter
más notable del parlamentarismo: se elige cierto
número de hombres (también mujeres desde hace
algún tiempo), por ejemplo quinientos; y a partir de ese
momento, a ellos les compete tomar, en todo, decisiones
definitivas. Prácticamente son el único gobierno.
Ellos nombran un gabinete que parece dirigir los
negocios del Estado; pero esto no es más que una
apariencia. En realidad, este pretendido gobierno no puede dar un
paso sin haber ido antes a mendigar el asentimiento de toda la
asamblea. Así no se podrá hacerlo responsable de
nada; pues, la decisión final es siempre la del
Parlamento, nunca la suya. Siempre es solamente el ejecutor de
todas las voluntades de la mayoría. No se podría
apreciar justamente su capacidad política sino por el arte
con que sabe ajustarse a la opinión de la mayoría,
o hacer que la mayoría se adhiera a su
opinión.
Pero cae así del rango de verdadero
gobierno al de mendicante ante cada mayoría. No tiene ya
tarea más urgente que la de ganar, de tiempo en
tiempo, la aprobación de la mayoría
existente, o bien tratar de suscitar una nueva mejor orientada.
Si lo consigue, podrá seguir "gobernando" por algún
tiempo; si no, no le queda más que irse. La
precisión de sus apreciaciones no desempeñan en
esto ningún papel. Así, toda noción de
responsabilidad es prácticamente abolida.
El Parlamento toma una decisión: por
catastróficas que puedan ser sus consecuencias, nadie
será responsable de ellas, nadie puede ser llamado a
rendir cuentas. Pues, ¿puede hablarse de asunción
de responsabilidades cuando, después de un desastre sin
precedente, el gobierno culpable se retira, o cuando la
mayoría cambia, o cuando el Parlamento es disuelto?
¿Puede hacerse jamás responsable a una
mayoría flotante de individuos? La idea de
responsabilidad, ¿tiene alguna significación si la
responsabilidad no es asumida por una persona
determinada? ¿Se puede, prácticamente, hacer asumir
a un jefe de gobierno la responsabilidad de actos cuyo origen y
cuya realización emanan de la voluntad y de la
inclinación de una multitud de individuos?
La labor de un dirigente parlamentario,
¿no reside menos en la concepción de un plan que en
el arte de hacer comprender el valor de este plan a un
rebaño de carneros de cabeza hueca, para solicitar en
seguida su benévola aprobación?
El criterio del estadista, ¿es
poseer en el mismo grado el arte de convencer y la inteligencia
necesaria para distinguir las grandes líneas y tomar las
grandes decisiones?
¿Queda demostrada la inaptitud de un
jefe por el hecho de que no logre convencer a la mayoría
de una asamblea, verdadero tumor que ha invadido el organismo en
condiciones más o menos adecuadas? Por lo demás,
¿se ha visto alguna vez que una multitud comprenda una
idea antes de que el triunfo de ésta haya revelado su
grandeza? Toda acción genial, ¿no es aquí en
la tierra una ofensiva del genio contra la inercia de la
masa?
Así, ¿qué debe hacer
el político que no logra ganar con halagos el favor de esa
muchedumbre? ¿Debe comprarla? O bien, ante la estupidez de
sus conciudadanos, ¿debe renunciar a emprender las tareas
cuya necesidad vital ha reconocido? ¿Debe retirarse?
¿Debe quedarse? ¿Cómo puede un hombre digno
de este nombre resolver este problema; aceptar semejante
situación respetando al propio tiempo la decencia o,
más exactamente, la honradez?
¿Cuál es aquí el
límite entre el deber para la comunidad y las obligaciones
del honor? El verdadero jefe, ¿no debe prohibirse
métodos que lo rebajen al rango politiquero de
cantón?
Y a la inversa, un politiquero de
cantón, ¿no se sentirá inclinado a
hacer política por el hecho de que nunca
será él mismo, sino una multitud anónima, la
que finalmente soportará el peso de las
responsabilidades?
Nuestro principio parlamentario de la
mayoría, ¿no debe acarrear la destrucción de
la noción de mando? ¿Es posible todavía
creer que el progreso humano venga, por poco que sea, del cerebro
de una mayoría y no de la cabeza de un hombre?
Degradación de los caracteres por la
democracia
Una Cámara de diputados mediocres
experimenta siempre una gran satisfacción al sentirse
guiada por un jefe cuyo mérito no sobrepase el suyo. Cada
uno tiene así la satisfacción de poder hacerse
notar de vez en cuando, y sobre todo de decirse: Puesto que Juan
puede ser jefe, ¿por qué no puede serlo un
día Santiago?
En el fondo de esta admirable
invención de la democracia, se puede observar un
fenómeno que se manifiesta en nuestros días(1)
escandalosamente, con cada vez mayor intensidad: la
cobardía de la mayoría de nuestros pretendidos
dirigentes. ¡Qué suerte, cuando deben tomar
decisiones importantes, la de poder ampararse bajo la
protección de una mayoría! Es preciso haber visto
una vez a uno de estos bandidos de la política mendigar
humildemente, antes de cada una de sus decisiones, la
aprobación de la mayoría, asegurarse así las
complicidades necesarias y poder, en todos los casos, desligarse
de toda responsabilidad. Un hombre de honor, un hombre de
corazón, no puede menos de experimentar odio y repugnancia
por semejantes métodos de actividad política; pero
tales métodos atraerán a todos los caracteres
mediocres.
Sería un error creer que todos los
diputados de un determinado parlamento toman siempre sus
responsabilidades tan de ligero.
Por cierto que no. Pero algunos diputados,
obligados a tomar posición sobre cuestiones que les
escapan, vuélvense poco a poco débiles y sin
carácter. Pues ninguno tendrá el valor de declarar:
«Señores, creo que no entendemos nada de este
asunto. Esta es al menos la verdad en lo que a mí
concierne». Por lo demás, esto no
cambiaría nada, en primer lugar porque esta actitud no
sería Comprendida, y luego porque no sería
difícil impedir que ese asno "echara a perder el oficio"
con su honradez. Cuando se conoce a los hombres, es fácil
comprender que, en una sociedad tan escogida, ninguno trata de
ser el más estúpido, y que, en este ambiente,
lealtad es sinónimo de estupidez. Así, un diputado
que haya comenzado por ser más o menos honrado, se
verá fatalmente arrastrado a la vía de la mentira y
del engaño.
Los programas de todos los partidos políticos
de un régimen democrático son un
engaño
La única preocupación que
determina fatalmente, ya sea el establecimiento de un programa
nuevo, ya sea la modificación del anterior, es la
preocupación de las próximas elecciones. Tan pronto
como en el cerebro de estos artistas en política
parlamentaria comienza a germinar la sospecha de que el buen
pueblo puede rebelarse y evadirse de los arneses del viejo carro
de los partidos, helos ahí que vuelven a tomar el
timón. Aparecen entonces los que leen en las estrellas,
los astrólogos de los partidos, la "gente de experiencia"
y los "expertos"; éstos son, lo más a menudo,
viejos parlamentarios que vuelven a recordar los
casos análogos que se presentaban en el tiempo, "rico en
enseñanza, de su aprendizaje político", casos en
que la paciencia del buen pueblo estaba agotada y rompía
los arneses; nuevamente sienten acercarse una amenaza semejante.
Entonces, apelan a las viejas fórmulas, forman una
"comisión", escuchan en todas partes lo que dice el buen
pueblo, husmeando los artículos de prensa y aspirando
largamente a fin de saber lo que querría el querido gran
público, lo que le agrada y lo que espera. Se estudia muy
cuidadosamente cada grupo profesional, cada clase de empleados, y
se averiguan sus más íntimos deseos. Entonces las
"fórmulas" de la peligrosa oposición adquieren
también, súbitamente, la madurez necesaria para un
examen serio. Por lo demás, casi siempre, este fragmento
del tesoro de ciencias de los viejos partidos se revela
completamente lamentable, con gran asombro de los que lo han
descubierto y dado a conocer. Y las comisiones se reúnen
para trabajar en la revisión del antiguo programa (estos
señores cambian de convicción exactamente como los
soldados en campaña cambian de camisa, cuando la anterior
se cae a pedazos. Crean un nuevo programa, en el que
cada cual recibe lo que le corresponde. El campesino la
protección de su agricultura, el industrial la
protección de sus productos, el consumidor la
protección de lo que compra; se elevan los sueldos de los
profesores, se aumentan las pensiones de los funcionarios. El
Estado debe, en una amplia medida, ofrecer situaciones a las
viudas y a los huérfanos, se favorecerá el
tráfico, se reducirán las tarifas y hasta los
impuestos deben ser suprimidos, si no completamente,
al menos en gran parte. Sucede frecuentemente que se ha olvidado
una corporación, o que no se ha tenido conocimiento de una
exigencia familiar del pueblo. Entonces, precipitadamente, se
agregan nuevos documentos, hasta que por fin se pueda esperar con
justicia haber calmado y contentado completamente al
ejército de los burgueses "medios" y de sus esposas.
Reconfortado así todo el mundo, se puede comenzar,
confiando en Dios y en la inalterable estupidez del ciudadano
elector, a luchar por la "reforma del Estado", según la
fórmula consagrada.
Pasada la fecha de las elecciones, cuando
los parlamentarios han celebrado la última de sus
reuniones populares por cinco años, pasan de este
amaestramiento de la plebe al cumplimiento de deberes más
elevados y más agradables. La Comisión del programa
se disuelve y la lucha por la renovación de las cosas
vuelve a ser la lucha por el pan cotidiano, lo cual significa,
para un diputado, la remuneración
parlamentaria.
Falsedad esencial del principio
parlamentario
No creáis que estos elegidos de la
nación sean también elegidos del espíritu o
de la razón. Espero que no se pretenderá que
estadistas puedan nacer por centenares de las células de
votos, siendo los electores poco menos que faltos de
inteligencia. No se podría protestar lo bastante contra la
idea estúpida de que el genio pudiera ser el resultado del
sufragio universal. Por otra parte, una nación no produce
un verdadero estadista sino en ciertos días benditos, y no
ciento y más de un solo golpe. Además, la masa es
por instinto hostil al genio singular que la aventaja. Más
probabilidades hay de ver que un camello pase por el
ojo de una aguja, que de descubrir un gran hombre por medio de
una elección. Todo lo extraordinario que se ha realizado
desde que el mundo existe, lo ha sido por acciones
individuales.
Considerando objetivamente, no hay
principio que sea tan falso como el principio parlamentario. No
consideremos la manera como se efectúa la elección
de los señores representantes del pueblo, sobre todo la
manera como ganan su asiento y su nueva dignidad. Es evidente que
el triunfo de cada uno de ellos no satisface sino en una
proporción absolutamente mínima las aspiraciones y
las necesidades de todo un pueblo: hay que darse cuenta de ello.
La inteligencia política de la masa no está lo
bastante desarrollada para llegar por sí misma a
concepciones políticas generales y precisas, ni para
encontrar ella sola hombres que sean capaces de realizarlas. Lo
que siempre llamamos opinión pública no
reposa sino en una ínfima parte sobre la experiencia
personal y los conocimientos de los individuos. Por el contrario,
es fabricada en su mayor parte -y esto con una perseverancia y
una fuerza de persuasión a menudo notables- por lo que se
llama la información. Así como las
convicciones religiosas de cada cual nacen de la
educación, y así como no hay, dormitando en el
corazón del hombre, más que aspiraciones
religiosas, asimismo la opinión política de la masa
resulta de una preparación obstinada y profunda del alma y
del espíritu.
La información de la opinión en el
régimen democrático está abandonada a la
prensa, la cual está a su vez en manos de los
judíos
En la educación política, la
parte de influencia considerablemente mayor corresponde a la
prensa. Se la llama entonces la propaganda. Ella emprende ante
todo el trabajo de información y llega a ser como una
escuela para adultos. Solamente que esta enseñanza no
pertenece al Estado, sino a potencias que de ordinario son
absolutamente nefastas. En mi juventud, precisamente en Viena,
tuve ocasión de ver de cerca a los propietarios y a los
fabricantes de ideas de esta máquina para educar al
pueblo. Mi primer objeto de asombro fue al poco tiempo que esta
potencia, la más nefasta del Estado, empleaba en crear una
opinión determinada, aunque ésta fuera contraria a
las ideas y a las aspiraciones más profundas y más
ciertas de la comunidad. En algunos días, de un
pequeño detalle ridículo, la prensa hace un
importante asunto de Estado y en cambio, en un
tiempo igualmente reducido, hace caer en el olvido problemas
vitales, hasta hacerlos desaparecer completamente del pensamiento
y de la memoria del pueblo.
Es así como, en algunas semanas, se
hacía salir, mágicamente, ciertos nombres de la
nada; gracias a una vasta publicidad, se les rodeaba de
magníficas esperanzas, se les creaba en fin una
popularidad tan grande como no puede esperarla, durante su vida
entera, un hombre de verdadero valor. Nombres que en un mes antes
nadie había oído pronunciar jamás, eran
lanzados a todas partes; en tanto que, al propio tiempo, hechos
conocidos desde mucho antes y que afectaban a la vida del Estado
y a la vida pública eran enterrados en pleno vigor. A
veces, esos nombres habíanse visto asociados
a ignominias tan grandes que parecía que jamás
podrían haberse separado de tal bajeza o de tal
bellaquería. Hay que estudiar, particularmente entre los
judíos, la infamia que consiste en verter, de cien
basureros a la vez, como con la ayuda de una varita
mágica, las más viles y vergonzosas calumnias sobre
el blasón inmaculado de un hombre de honor: entonces se
podrá honrar como lo merecen a estos peligrosos pillos de
los diarios…
He ahí la banda que fabrica la
"opinión pública", de donde nacerán
más tarde los parlamentarios, como Venus nació de
la espuma de las olas.
La democracia es el instrumento de la
dominación judía
Nuestro parlamentarismo democrático
no quiere en modo alguno reclutar una asamblea de sabios, sino
reunir un grupo de nulidades intelectuales, tanto más
fáciles de conducir en una dirección determinada
cuanto más limitado sea cada individuo. Solamente
así se puede conducir una "política de partidos",
en el mal sentido tomado hoy día por esta
expresión. Pero éste es también el
único medio para que el que mueve los hilos
pueda permanecer prudentemente al abrigo, sin ser jamás
constreñido a asumir sus responsabilidades. Así,
nunca ninguna decisión nefasta al país será
cargada a la cuenta de un bellaco conocido de todos, sino sobre
la espalda de todo un partido. Así desaparece,
en realidad, toda responsabilidad: pues bien se puede hacer
responsable a una persona determinada, pero no a un grupo
parlamentario de charlatanes. Por consiguiente, el régimen
parlamentario no puede satisfacer sino a espíritus
disimulados, que temen por sobre todo obrar a plena luz; pero
será siempre detestado por todo hombre honrado y recto,
que tiene el gusto de las responsabilidades.
Esta forma de la democracia ha llegado a
ser, pues, el instrumento favorito de esa raza que alimenta
constantemente proyectos ocultos, y que en todo tiempo tiene las
mayores razones para temer la luz. Sólo el judío
puede amar una institución tan inmunda y trapacera como
él mismo.
La verdadera democracia alemana
A esta concepción se opone la de la
verdadera democracia alemana: el jefe libremente elegido debe
reclamar la responsabilidad entera de todas sus acciones. Esta
democracia no admite que todos los problemas sean resueltos por
el voto de una mayoría. Uno solo decide, y en seguida es
responsable de su decisión con sus bienes y con su
vida.
Si se objeta que entonces es difícil
encontrar un hombre decidido a consagrarse a una tarea tan
peligrosa, sólo hay una respuesta que dar: es precisamente
esa, a Dios gracias, la verdadera significación de una
democracia alemana, que no admite que cualquier arribista pueda
llegar, por vías tortuosas, a gobernar a sus compatriotas.
El temor de las responsabilidades deseada a los
incapaces y a los débiles. Si, no obstante, un individuo
se esfuerza por introducirse en el poder, es fácil
desenmascararlo y gritarle valientemente:
¡Atrás, cobarde pillo!
¡Retira tu pie, ensucias las gradas! Al Panteón de
la Historia entran sólo los héroes, no
los intrigantes.
CAPÍTULO SEGUNDO
LA EXPLOTACIÓN DEL PROLETARIADO POR EL
SOCIALISMO MARXISTA
Nacimiento del proletariado
Nuevas masas de hombres, que ascienden a
millones de individuos, han abandonado el campo para ir a las
grandes ciudades a fin de ganarse la vida en calidad de obreros
de fábrica en las industrias recientemente creadas. Esta
nueva clase ha vivido y trabajado en condiciones más que
miserables. Una adaptación más o menos
automática de los, antiguos métodos de trabajo del
artesano y del cultivador era imposible. La actividad del uno,
como la del otro, no era comparable con los esfuerzos impuestos
al obrero de usina. En los antiguos oficios, el papel del tiempo
era secundario; es de primer plano en los modernos métodos
de trabajo. El cambio de la antigua duración del trabajo
en la gran industria tuvo un efecto desastroso. El rendimiento
del trabajo era escaso antes, pues no se empleaban los
métodos actuales de trabajo intensivo. Una jornada de
trabajo de catorce o quince horas era entonces soportable; pero
en una época en que cada minuto es utilizado al
máximum, nadie podría resistirla. Ese
absurdo cambio de la antigua duración del trabajo
en la industria nueva fue fatal de dos maneras;
arruinó la salud de los obreros y destruyó su fe en
un derecho superior.
Hay que agregar a estas faltas, por una
parte, la lamentable insuficiencia de los salarios y por la otra,
la prosperidad tanto más notoria de los
empleadores.
La inseguridad del salario cotidiano, una de las
más graves plagas sociales. Su explotación por los
marxistas
La inseguridad del pan cotidiano me
pareció uno de los aspectos más negros de esta vida
nueva.
Es verdad que el trabajador especializado
no es arrojado a la calle tan a menudo como el peón; sin
embargo, no puede contar con ninguna seguridad.
Si tiene que temer menos el hambre por
falta de trabajo, le queda que temer el lock out o la
huelga. La inseguridad del salario es una de las plagas
más profundas de la economía social.
El joven campesino parte para la ciudad,
atraído por un trabajo que le dicen es más
fácil -que tal vez lo sea, en realidad- y cuya
duración es mas corta. Es fascinado sobre todo por la
deslumbrante luz que irradia de las grandes ciudades…
Está dispuesto a correr los riesgos de un destino
incierto. Lo más a menudo, llega a la ciudad con un
pequeño peculio, y no se desalienta si, en los primeros
días, la mala suerte hace que no encuentre inmediatamente
trabajo. Pero si pierde la ocupación encontrada al cabo de
un corto tiempo, el caso es más grave. Es muy
difícil, si no imposible, encontrar una nueva
colocación, sobre todo en el invierno. Durante las
primeras semanas resiste todavía; recibe la
indemnización de cesantía de su sindicato y se
arregla como puede. Sin embargo, una vez gastado el último
último centavo, cuando la caja de cesantía, a la
larga, cesa de pagar los subsidios, viene la gran miseria. Ahora,
hambriento, se le ve aquí y allá. Vende o lleva al
prestamista sobre prenda lo que le queda. Por su traje y sus
relaciones llega así a un completo abandono del cuerpo y
del espíritu. Si ya no tiene alojamiento, y esto sucede en
invierno, como es muy frecuente, su miseria es
completa. Por fin encuentra trabajo. Pero vuelve a empezar la
misma historia. Una segunda vez será lo mismo. Una tercera
vez será peor, hasta que aprenda poco a poco a soportar
con indiferencia esa existencia eternamente incierta. La
repetición ha creado el hábito. Así, el
hombre que fue trabajador se abandona en todo y termina
por ser un simple instrumento en manos de gente que
persigue bajos fines egoístas… De un solo golpe, se le
hace indiferente combatir por reivindicaciones económicas
o aniquilar los valores del Estado, de la sociedad o
de la civilización. Se hace huelguista, quizá sin
alegría, pero con indiferencia. He podido seguir esta
evolución en millares de ejemplos.
La burguesía liberal y demócrata, con
sus errores ha conducido a los obreros al socialismo
marxista
Si tratara de describir en algunos rasgos
el alma de esas clases inferiores, mi cuadro no sería fiel
si no afirmase que, en esos bajos fondos, encontraba
también la luz. Encontré allí raros
sentimientos de sacrificios, de fiel camaradería, una
sorprendente moderación y una reserva hecha de modestia,
sobre todo en obreros de cierta edad. Y aunque estas virtudes se
debilitan cada vez más en las nuevas generaciones, sobre
todo bajo la influencia de la gran ciudad todavía se
encuentra en ellas numerosos jóvenes cuya naturaleza
esencialmente sana, triunfa de las bajezas habituales de la vida.
Así, si esa buena gente llena de ánimo pone su
actividad política al servicio de los mortales enemigos de
nuestro pueblo, es porque no comprende ni puede comprender toda
la bajeza de la doctrina de esos enemigos. En efecto, nadie se ha
preocupado jamás de ellos, y finalmente las corrientes
sociales han sido más fuertes que su primitivo deseo de no
dejarse arrastrar. La miseria, descargándose
sobre ellos, los ha lanzado, un día u otro, al campo de
la Social-Democracia. He ahí la
culpable.
Habiéndose levantado lo
burguesía innumerables veces, de la manera más
torpe y más inmoral, contra las exigencias más
legítimas y más humanas de los trabajadores, sin
poder, por lo demás, esperar obtener ningún
provecho de semejante actitud, el
trabajador honrado se ha visto lanzado de lo organización
sindical hacia la política.
Al principio, millones de trabajadores eran
ciertamente, en el fondo de ellos mismos, adversarios de la
Social-Democracia; pero su resistencia fue vencida muchas veces,
en circunstancias inauditas, mientras los partidos burgueses
tomaban posición contra toda reivindicación social.
Esta torpe negativa de intentar nada por mejorar la
condición obrera: negativa de instalar en las
máquinas dispositivos de seguridad, negativa de
reglamentar el trabajo de los niños y de la mujer -al
menos durante los meses del embarazo-, esta negativa hizo no poco
para lanzar las masas a las redes de la Social-Democracia,
que se apoderaba, con reconocimiento, de cada uno de
estos ejemplos reveladores de tan pobre pensamiento
político. Jamás podrán los partidos
burgueses reparar los errores cometidos en esa época. En
efecto, combatiendo todas las reformas sociales, han sembrado el
odio y han dado una apariencia a las afirmaciones del mortal
enemigo del pueblo, a saber, que sólo el partido Social-
Demócrata defendía los intereses del mundo de los
trabajadores.
He ahí cuál fue el
único origen de las bases morales que permitieron a los
sindicatos darse cuenta de la realidad. Esta organización
debía desde entonces formar el principal depósito
del partido Social-Demócrata.
Métodos de acción del socialismo
marxista
Sólo el conocimiento de lo que son
los judíos revela el secreto de los fines ocultos (por
consiguiente, visiblemente perseguidos) de la Social-Democracia.
Conocer este pueblo es quitarnos la venda de ideas falsas que nos
ciega en cuanto a los fines y las intenciones de este partido.
Más allá de sus declamaciones vagas y confusas
sobre la cuestión social, se distingue la figura grotesca
y maliciosa del marxismo.
Reconocí a mi pueblo al profundizar
la literatura y la prensa de la doctrina social-demócrata.
Y lo que antaño se me había presentado como un
abismo infranqueable llegó a ser para mí la
ocasión de un más grande amor. En efecto,
sólo un necio podría, después de conocer ese
inmenso trabajo de envenenamiento, condenar a su víctima.
Cuanto más se afirmó mi independencia en los
años que siguieron, mejor comprendí las causas
profundas de los triunfos de la Social-Democracia.
Intolerancia.- Comprendí
entonces el sentido de la orden formal de no leer sino diarios
rojos, de no asistir sino a reuniones rojas. Descubrí los
resultados evidentes de esta doctrina de la intolerancia, con
perfecta lucidez.
Terrorismo sobre la masa.- El
corazón de la masa no se impresiona sino por todo lo que
es entero y fuerte. Así como la mujer es poco sensible al
razonamiento abstracto y experimenta un indefinible atractivo
sentimental por una actitud clara, así como obedece al
fuerte y hace obedecer al débil, asimismo la masa prefiere
el amo al esclavo y se siente más protegida por una
doctrina que no tolera ningún compromiso que por una
amplia tolerancia. La tolerancia le da la impresión de que
la abandonan. Pero si se ejerce sobre ella un audaz terrorismo
intelectual, si se dispone de su libertad, no se inquieta en
absoluto ni adivina nada de todo el error de una doctrina. No ve
sino las manifestaciones externas de una fuerza resuelta y de una
brutalidad a las cuales somete siempre.
Terrorismo intelectual sobre la
burguesía.- En menos de dos años,
comprendí a la vez la doctrina de la Social-Democracia y
su instrumento. Comprendí el innoble terrorismo
intelectual que ejerce este movimiento, especialmente sobre la
burguesía; pues moral o físicamente, ésta no
es gran cosa.
La Social-Democracia tiene por
táctica hacer caer, a una señal dada,. una
verdadera lluvia de mentiras y calumnias sobre los adversarios
que ella juzga más temibles, hasta que sus nervios
estén agotados y acepten lo inaceptable con la loca
esperanza de recobrar su tranquilidad.
Pero se trata sólo de una loca
esperanza. Y el juego continúa hasta que las
víctimas queden paralizadas por el temor al perro furioso.
Por experiencia personal, la Social-Democracia conoce
admirablemente el valor de la fuerza. Por eso se ensaña
sobre todo con aquellos en quienes ha adivinado algún
valor. Por el contrario, los seres débiles del partido
adverso reciben sus alabanzas más o menos discretas
según la idea que ella se forma del valor de su
inteligencia.
Teme menos a un hombre de genio que carece
de voluntad, que a una naturaleza vigorosa de inteligencia
mediana. En cuanto a los que no tienen ni inteligencia ni
voluntad, a éstos los exalta sin medida.
Hipocresía.- Sabe dar la
apariencia de que sólo ella sabe hacer reinar la
tranquilidad, en tanto que, con prudencia pero sin perder de
vista los fines perseguidos, conquista sucesivamente sus
objetivos. Ora los realiza furtivamente, ora los ataca de un
salto a plena luz, aprovechando que la atención general se
halla dirigida hacia otras materias de las cuales no quiere ser
desviada, o que el robo es considerado demasiado insignificante
para provocar un escándalo y obligar la restitución
al adversario.
Este método, fundado en una justa
apreciación de las debilidades humanas, debe conducir casi
automáticamente al triunfo si el partido adverso no
aprende a combatir los gases asfixiantes con los gases
asfixiantes.
Es preciso decir a las naturalezas
débiles que se trata, en tal circunstancia, de ser o no
ser.
Comprendí el terror físico
que la masa impone al individuo… Aquí también la
psicología es justa.
El terror, en el astillero, en la
fábrica, en los lugares de reunión y en los
mítines, tendrá siempre un triunfo completo
mientras no se oponga a él un tenor igual…
Cuanto mejor aprendí a conocer los
métodos del terror, tanto mayor se hizo mi indulgencia
para con la multitud que soportaba su yugo.
El marxismo y la democracia
Para el marxismo, todo el sistema
democrático no es, en el mejor de los casos, más
que un medio para llegar a sus fines: se sirve de él para
paralizar al adversario y dejar libre su campo de
acción…
El marxismo apoyará a la democracia
mientras no haya logrado, persiguiendo tortuosamente sus
designios destructores, ganar la confianza del espíritu
nacional que quiere destruir.
Pero, si estuviese hoy convencido de que,
en la caldera de brujas de nuestra democracia parlamentaria, o
solamente en e] cuerpo legislativo, se puede producir, de
repente, una mayoría capaz de atacar seriamente al
marxismo, entonces el juego de prestidigitación
parlamentaria terminaría bien pronto. Los portaestandartes
de la internacional roja entonarían entonces, en lugar de
una invocación a la conciencia democrática, un
ardiente llamado a las masas proletarias, y la lucha se
trasladaría súbitamente de las salas de los
Parlamentos de atmósfera infecta, a las fábricas y
a las calles. Así la democracia sería liquidada
inmediatamente; y lo que la docilidad de espíritu de esos
apóstoles del pueblo no ha podido llevar a cabo en los
Parlamentos, sería realizado con la rapidez del
relámpago por las tenazas y los martillos de las masas
proletarias sublevadas. Exactamente como en el otoño de
1918, mostrarían al mundo burgués, de manera
sorprendente, que es insensato esperar detener la conquista
mundial judía con los medios de que dispone la democracia
occidental.
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