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Descartes y la mujer: La princesa Elisabeth de Bohemia (página 2)



Partes: 1, 2

En relación con esta cuestión
tiene especial interés mencionar la perplejidad de la
princesa Elisabeth de Bohemia, quien en 1643
escribió una carta al pensador francés en la que le
planteaba del problema de la interacción entre alma y
cuerpo, pi-diéndole abiertamente que le hiciera "saber de
qué forma puede el alma del hombre determinar a los
espíritus del cuerpo para que realicen los actos
voluntarios, siendo así que no es el alma sino substancia
pensante"[33]. La respuesta de Descartes fue muy
significativa, pues, conociendo la perspicacia de la princesa y
queriendo ser con ella menos frívolo que con el resto de
la humanidad, lo único que se le ocurrió fue
com-parar mediante una especie de metáfora la
relación entre el cuerpo y el alma con
la existente entre un cuerpo y la fuerza de
gravedad, considerando que del mismo mo-do que se sabe
que la gravedad

"tiene fuerza para desplazar el cuerpo que
la alberga hacia el centro de la tierra [sin embargo] no
suponemos que sea la consecuencia de un contacto real entre dos
superficies"[34].

Esta comparación, sin embargo, era
inadecuada, a no ser que Descartes hubie-ra considerado que la
gravedad, concepto especialmente difícil para la
Física de aquel tiempo, tenía una entidad similar a
la de la res cogitans y que, por lo tanto, fue-ra una
misteriosa fuerza espiritual que capaz de arrastrar a
los cuerpos hacia el cen-tro de la Tierra, lo cual, por otra
parte, habría conducido de nuevo a la pregunta por el
mecanismo según el cual actuaba una fuerza de esa
clase.

A su vez, en su respuesta a esta carta la
princesa vuelve a centrarse en la cues-tión esencial del
problema y, hablando con sinceridad y sin complejos, le dice a su
maestro de manera muy incisiva y acertada: "confieso que me
sería más fácil otor-gar al alma materia y
extensión que concederle a un ser inmaterial la capacidad
de mover un cuerpo y de que éste lo mueva a
él"[35].

A continuación de esta carta, en la
que de forma persistente la princesa pedía a su mentor una
explicación de lo inexplicable, Descartes le responde
dando sínto-mas de encontrarse perdido, sin saber
qué responder, diciéndole:

"no me parece que la mente humana pueda
concebir con claridad al tiempo la distinción entre el
alma y el cuerpo y su unión, puesto que, para ello, es
me-nester concebirlos, simultáneamente, como una sola cosa
y como dos, y en ello hay contradicción […] Pero,
puesto que Vuestra Alteza comenta que, no siendo el alma
material, es más fácil atribuirle materia y
extensión que capa-cidad para mover el cuerpo y que
éste la mueva, le ruego que tenga a bien otorgar al
alma sin reparos la materia y la extensión dichas
,
pues concebirla unida al cuerpo no es sino eso. Y tras haberlo
concebido con claridad y ha-berlo sentido en su fuero interno, le
será fácil pensar que esa materia que ha
atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en
sí y que la exten-sión de esa materia es de
naturaleza diferente a la extensión del pensamiento,

porque aquélla reside en un lugar determinado y excluye de
él la extensión de cualquier otro cuerpo, cosa que
no acontece con ésta. Y, así, no podrá por
menos Vuestra Alteza de volver a distinguir fácilmente el
alma del cuerpo sin que sea óbice para ello el haber
concebido su unión"[36].

Se trataba de una respuesta contradictoria
o al menos máximamente confusa, en la que el pensador
francés comenzaba reconociendo la imposibilidad de pensar
a un mismo tiempo la realidad dual y unitaria del hombre, aunque
el propio pensador afirmase que "en ello hay
contradicción". Pero la confusión de las
explicaciones del pensador francés fue tal que es seguro
que ni él mismo sabía qué quería
decir con su enrevesado concepto de una "extensión del
pensamiento", pues, en primer lugar, concedía a la
princesa que considerase que el alma era material y
extensa
, al igual que el cuerpo. Pero a continuación
y sin claridad de ninguna clase, le indicaba que "esa materia que
ha atribuido al pensamiento no constituye el pensamiento en
sí y que la extensión de esa materia es de
naturaleza diferente a la extensión del
pensa-miento
", lo cual era conceder a la res
cogitans
cualidades ("materia", "extensión") cuyo
significado "especial" no explicó, pero cuyo significado
ordinario se relacio-naba con la res extensa. En fin, se
trataba de una respuesta ininteligible en cuanto hablaba de una
"extensión del pensamiento", que, por muy diferente que
fuera res-pecto a la extensión material, era realmente un
concepto que el propio pensador ni siquiera se
atrevió a intentar explicar.

Además, resulta muy
sintomático de lo incómodo que Descartes se
encontraba al tratar de esta cuestión el hecho de que
hacia la parte final de este escrito, bastante breve por cierto,
dijera a la princesa que

"sería muy perjudicial tener el
entendimiento ocupado en esa meditación con excesiva
frecuencia"[37],

y que unas líneas más
adelante se excusara de seguir tratando el tema diciéndole
que

"una enojosa noticia que acaba de llegarme
de Utrecht, en donde me cita el magistrado para examinar lo que
escribí acerca de uno de sus ministros, sin tener en
cuenta que se trata de un hombre que me ha calumniado de forma
indigna ni que lo que yo escribí acerca de él no es
de pública notoriedad, me obliga a concluir aquí
para dedicarme a arbitrar los medios de librarme lo antes posible
de tan ingratos pleitos"[38].

Se trataba de un pretexto insólito.
Era absurdo que dejase de responder las cuestiones que la
princesa le planteaba porque tuviera que presentarse al
magistrado, como si escribir una carta fuera una tarea que
tuviera que ocuparle una semana. Además, Descartes nunca
hubiera dejado de escribir a la princesa una carta más
extensa para debatir o para aclarar cualquier cuestión que
hubiera sabido cómo tratar, por más problemas de
cualquier otra índole que hubiera tenido. A la vez, su
excusa iba acompañada de la comunicación de un
problema personal, cuyo significado podía ser el de
enmascarar a la princesa la velada petición de que no le
torturase con esas preguntas para las que no disponía de
una respuesta coherente, diciéndole en su lugar que
tenía graves problemas personales que le impedían
alargar su carta.

Y ciertamente, con una respuesta tan
confusa, a la que se añadía ese final en el que
Descartes manifestaba, de forma más o menos abierta o
velada, su deseo de no seguir tratando esa cuestión,
parece que lo único que quería lograr es que la
princesa desistiese de volverle a preguntar por temor a que
quedase en evidencia su osadía al haber pretendido tener
resuelto un problema sin solución. Sin embargo, la
princesa insistió en el planteamiento de sus dudas y en su
siguiente carta del mes de mayo de ese mismo año
llegó a decir a Descartes que "aunque el pensamiento no
precise de la extensión, tampoco es cosa que le repugne
[…] No me disculpo por confundir, lo mismo que el vulgo,
la noción del alma con la del cuerpo; pero no por ello
salgo de la primera duda"[39].

Ante esta insistencia sobre el mismo tema,
su "sabio" amigo no se dio por aludido y cambió de asunto
sin volver a referirse a éste, como si la princesa no le
hubiera vuelto a pedir explicaciones. Su silencio era una muestra
clara del reconoci-miento de que no sabía por dónde
salir ante estas dificultades. El respeto y la admi-ración
que sentía por la princesa, así como el
conocimiento de su agudeza a la hora de analizar lo que
leía le impidieron seguir haciendo la comedia con que
trataba de embaucar alegre y frívolamente a la "sociedad
culta" que le rodeaba, de manera que, en cuanto sus anteriores
manifestaciones, tan aparentemente eruditas y científicas,
en realidad no demostraban nada y en cuanto su orgullo le
impedía reconocer su igno-rancia, lo mejor era guardar
silencio.

Finalmente y por lo que se refiere a la
consideración cartesiana del alma como la
auténtica esencia del hombre, aunque estuviera
unida a un cuerpo, desde el punto de vista de la Ciencia
habría que puntualizar, en primer lugar, que la
utilización del concepto de "esencia" representa por
sí mismo una penosa concesión a la
metafísica aristotélica que en este punto ya
había recibido críticas suficientemente serias, y,
en segundo lugar, que, en cuanto Descartes pretendía
referirse con el término "alma" a una sustancia
inmaterial
que sería el sujeto de los
diversos procesos mentales y que, por definición, no
podía ser objeto de ningún tipo de
percepción sensible, ni la Cien-cia ni la
Filosofía podían decir nada de ella en cuanto no
era ni racional ni empírica-mente demostrable, por lo que
el valor de tal "evidencia intuitiva" cartesiana no po-día
ser mayor que el de un espejismo.

Por otra parte, aunque es fácil
tomar conciencia de la diferencia existente entre los
fenómenos físicos y los psíquicos, puede
constatarse igualmente la existen-cia de una clara
correspondencia entre unos y otros a nivel
cerebral
, tal como se observa desde la Neurología o
desde la Fisiología cerebral. Por ello, la
pretensión de que exista "el alma", como realidad con unas
cualidades radicalmente heterogéneas con respecto a la
realidad del cuerpo no parece derivar sino de una antigua
creencia mítica que condujo al olvido del carácter
unitario del ser humano, introduciendo en él un componente
mágico, un "fantasma en la máquina" según la
expresión de Gil-bert Ryle[40]En este
punto, al igual que en muchos otros, el uso inadecuado del
lenguaje contribuye a mantener tales confusiones induciendo a
imaginar que, más allá de cualquier
término lingüístico, debe de existir
una realidad que se corresponda con él, como
sucede precisamente con el término "alma", o con los de
"sustancia inmate-rial", "muerto viviente", "círculo
cuadrado", "libre albedrío" y muchos otros para los que no
existe un sentido consistente que vaya más allá de
la confusa sugerencia de algo que no se sabe qué
podría ser, si es que pudiera ser algo.

b) El libre
albedrío

Por su interés para esclarecer esta
cuestión se expone a continuación y de manera
detallada el ejemplo utilizado por el pensador francés en
su carta a la princesa Elisabeth con un comentario
crítico. Escribe Descartes:

"Si un rey que ha prohibido los duelos y
que sabe con toda certeza que dos hidalgos de su reino, que viven
en ciudades diferentes, están peleados y tan irritados uno
contra el otro que nada podría impedir que se batieran si
se encontraran; si este rey, digo, da a uno de ellos la orden de
ir cierto día hacia la ciudad donde se halla el otro y
también ordena a éste ir el mismo día hacia
el lugar donde está el primero, sabe con toda
seguridad que no dejarán de encontrarse y de batirse y, al
hacerlo, de contravenir su prohibición, pero no por esto
los obliga; y su conocimiento e incluso la voluntad que ha tenido
para determinarlos de esta manera no impiden que se batan tan
voluntaria y tan libremente[41][…] y
así pueden ser castigados justamente […]"; [Dios]
"supo exactamente cuáles serían todas las
inclinaciones de nuestra voluntad; es él mismo el
que las puso en nosotros, también es él
quien ha dispuesto todas las demás cosas que están
fuera de nosotros [y] supo que nuestro libre
albedrío nos determinaría a tal o cual cosa; y lo
ha querido así, pero no por eso ha querido
obligarlo
. Y, como este rey, podemos distinguir dos
diferentes grados de voluntad
: uno por el cual ha
querido que estos hidalgos se batieran
[…], y otro,
por el cual no lo ha querido, ya que prohibió los
duelos, del mismo modo los teólogos distinguen en Dios una
voluntad absoluta e independiente por la cual quiere que
todas las cosas sucedan como suceden
, y otra que es relativa
y que se relaciona con el mérito o demérito de los
hombres por la cual quiere que se obedezcan sus
leyes"[42] .

Hasta aquí la "genialidad" del autor
francés para embrollar las cosas a fin de confundir a la
princesa, pues resulta difícil aceptar que el
"teólogo" francés no fuera consciente de que la
cuestión que "pretendía" resolver era una simple
contradicción. A la hora de la verdad era absurdo que
pretendiera resolverla, pero la megalomanía, la jactancia
y el deseo de obsequiar a la princesa eran demasiado fuertes y,
por ello, tuvo la osadía de aparentar conocer la
solución del "problema" en lugar de aceptar que se trataba
de una contradicción, o al menos, según la jerga
católica, de un "miste-rio". También hay que
reconocer que este problema había sido objeto tradicional
y reciente de diversas discusiones, como la de arminianos y
gomaristas, y que, por ello mismo, el hecho de que Descartes
intentase aportar su grano de arena a esta discu-sión
podía ser comprensible hasta cierto punto. Sin embargo, su
orgullo, su osadía y su deseo de satisfacer las
inquietudes intelectuales de la princesa y de resguardar sus
relaciones con el clero católico le llevaron a intentar
encontrar una argumentación que explicase lo inexplicable,
en lugar de optar por declarar humildemente a la prin-cesa que su
inteligencia no era tan alta como para explicar una
contradicción o que esa cuestión era un dogma de la
fe católica, reconociendo así su propia incapacidad
para dar razón de lo irracional.

El primer error en este ejemplo consiste en
el propio ejemplo, en cuanto la comparación de un rey muy
sabio con el Dios cristiano es totalmente inadecuada, pues
mientras el rey sólo podría saber –y
sólo hasta cierto punto- qué harían sus
hidalgos, al Dios cristiano no sólo se le supone
omnisciente sino además omnipo-tente, lo
cual implica que no sólo conoce las acciones que
los seres humanos han rea-lizado, realizan y realizarán en
el futuro, sino que él mismo les ha
predeterminado para que quieran realizarlas,
para que decidan realizarlas y para que las
realicen. En efecto, si se dice en el ejemplo que el rey
sabe que "nada podría impedir que [los hi-dalgos]
se batieran si se encontraran", puede tener sentido afirmar que,
aun así, el hecho de que se batan es libre y voluntario,
aunque sólo en cuanto la sabiduría de ese
rey no sería un obstáculo para que las decisiones
de sus súbditos siguieran siendo
voluntarias.

Sin embargo, Descartes, a pesar de que en
otras ocasiones lo reconoce, parece olvidar que el Dios
católico, además de tener la cualidad de la
presciencia, tendría igualmente la de la
predeterminación absoluta de todo. Por ello, lo
más absurdo del planteamiento cartesiano es la
afirmación de que, habiéndose batido tales
hidalgos, pueden "ser castigados con toda justicia". Es
decir, parece incomprensible -y, por ello mismo,
difícilmente creíble- que Descartes, constante
defensor de la omnipoten-cia divina a la que nada podía
escapar, no llegase a entender que, si el duelo tenía que
producirse necesariamente, era absurdo considerar
culpables a quienes sólo eran ob-jeto
pasivo de la necesidad de actuar de acuerdo con
la predeterminación de sus ac-tos "voluntarios",
en cuanto esa misma "voluntariedad" habría sido programada
por Dios.

Cuando Descartes escribe que Dios
"supo exactamente cuáles serían todas las
inclinaciones de nuestra voluntad", que "él mismo
[fue quien] las puso en nosotros, [y] supo que
nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o
cual cosa" en ese momen-to comete un desliz "teológico"
que pudo pasar desapercibido a la princesa Elisabeth, pero que en
cualquier caso resulta evidente. Efectivamente, su
utilización del término
"inclinations"[43] es muy sintomático
respecto a su predisposición en favor de una
so-lución que pudiera salvar el libre albedrío, ya
que podría haberse servido de un térmi-no mucho
más claro, como el de "decisiones", para precisar que, de
acuerdo con la teología católica, Dios no
sólo causa las inclinaciones sino también
las decisiones del hombre. El hecho de que a
continuación reconozca que fue Dios mismo quien puso en
nosotros tales inclinaciones sigue sin solucionar esta
cuestión, pues sigue sin reco-nocer de forma clara que,
además, Dios puso también en el hombre las
decisiones que toma, aunque crea que las toma de manera
independiente y autónoma. Y, aunque pudiera
seguir aceptándose que las decisiones del hombre
serían voluntarias en cuan-to el hombre
desconociera la programación divina y no sintiera
coacción externa al-guna que le determinase a tomarlas, es
un completo absurdo la afirmación de que el hombre -o los
hidalgos del ejemplo cartesiano- pudieran "ser castigados
justamen-te"[44].

En consecuencia y en cuanto Descartes
pudiera haber afirmado exclusiva-mente la presciencia
divina, ignorando la predeterminación,
habría incurrido en una herejía respecto a
la dogmática católica, lo cual, por otra parte, era
inevitable en cuanto efectivamente, aunque las acciones humanas
predeterminadas por Dios pu-dieran seguir siendo
consideradas libres en cuanto voluntarias, no
podían serlo hasta el punto de poder considerar al hombre
como responsable y como merecedor de castigos
por las acciones realizadas en contra de las leyes divinas, en
cuanto habría sido el propio Dios quien le habría
programado para querer obrar de ese modo y para tomar
las decisiones correspondientes.

En esa misma ficción, cuando
Descartes se refiere a "dos diferentes grados de
voluntad
" –en lugar de hablar de "dos formas
contradictorias de voluntad"-, emplea un eufemismo con el que
parece pretender que pase desapercibida la contradicción
que sigue a estas palabras, pues afirmar que ese rey o el propio
Dios "ha querido que estos hidalgos se
batieran"[45] y afirmar después que "no lo
ha querido"[46] es una con-tradicción
evidente, por más que el francés intentase
disimularla, posiblemente de forma consciente y mendaz, con la
expresión "dos grados diferentes de
voluntad"[47]. Además, cuando afirma al
mismo tiempo que Dios

"supo que nuestro libre albedrío nos
determinaría a tal o cual cosa, y lo ha querido
así, pero no por eso ha querido
obligarlo"[48].

se contradice con la mayor
frivolidad en cuanto afirma y niega al
mismo tiempo que Dios haya querido que el hombre
actúe de un modo o de otro. Descartes comete aquí
la falacia de diferenciar entre el hecho de que Dios haya
querido que nuestro libre albedrío nos determinara a tal o
cual cosa
y el hecho de que haya querido obligarlo,
como si realmente hubiera alguna diferencia entre ambas
expresiones, pues no existe diferencia alguna entre el hecho de
que Dios quiera una cosa y el hecho de que quie-ra obligarla, ya
que el término "obligarla" no es otra cosa que una
redundancia res-pecto al simple querer de Dios en cuanto, desde
el momento en que la quiere, la "obliga", es decir, la
encadena a su voluntad. ¿Tendría sentido
considerar que Dios quisiera algo y que su querer dejara
de cumplirse porque el libre albedrío humano no hubiese
quedado "obligado" al querer de Dios? ¿Qué clase de
omnipotencia sería ésa?

Y, cuando habla de la distinción en
Dios de una voluntad absoluta por la que "quiere que
todas las cosas sucedan como suceden" y de una voluntad
relativa
por la que "quiere que se obedezcan sus leyes"
–lo cual en muchas ocasiones no sucedería-, incurre
de nuevo en un sofisma en cuanto considera que existe
alguna diferencia entre el hecho de que Dios quiera que todo
suceda como sucede
y el hecho de que quiera que se
cumplan sus leyes
, como si esto último pudiera dejar
de suceder, pues en tal caso estaría afirmando que
Dios quiere y no quiere que todo suceda como sucede, en
cuanto el cumplimiento de sus leyes, como parte de "lo que
sucede", se corresponde con el querer de Dios, que en
ningún caso podría dejar de cumplirse, por lo que
Descartes incurre en esta nueva contradicción por
su interés en salvar la liber-tad del hombre a la vez que
la omnipotencia divina, pero, sobre todo, por su interés
en satisfacer a la princesa Elisabeth, de quien en esos momentos
ya estaba enamora-do. Es decir, si la obediencia a sus leyes es
una parte de lo que Dios quiere, en tal caso no puede afirmarse
que el querer de Dios se aplica a todo para a
continuación afirmar que este querer [de Dios]
deja de cumplirse como consecuencia de una
deso-bediencia debida al mal uso del libre albedrío por
parte del hombre, pues ello implicaría una
negación de la omnipotencia y de la
predeterminación divinas
. Dicho de forma
esquemática:

Si Dios quiere que todas las cosas
sucedan de acuerdo con su voluntad
, y nada puede impedir
que todo suceda de acuerdo con su voluntad (porque Dios es
omnipotente),
entonces todas las cosas sucederán
de acuerdo con su voluntad. Y
, si todas las cosas
suceden de acuerdo con su voluntad,
y quiere que se
cumplan sus leyes,
entonces sus leyes se
cumplirán necesariamente.

Por ello, sería una
contradicción en relación con la omnipotencia
divina afir-mar, como lo hace Descartes, que las leyes divinas
dejan de cumplirse en algunos casos relacionados con el
cumplimiento de las leyes morales, en cuanto el hombre se
sirviera de su libre albedrío para actuar en contra de
tales leyes, escapando a la pre-determinación
divina
.

Respecto a esta cuestión, la
solución cartesiana anterior, según la cual en
tales casos Dios simplemente permite que el hombre
actúe de acuerdo con su propia vo-luntad, implica
efectivamente una negación de la omnipotencia divina en
cuanto a ella escaparían los actos debidos
exclusivamente a la voluntad humana. En definitiva, de
acuerdo con la dogmática católica no sólo se
trata de que Dios permita que el hombre actúe
libremente en contra de la voluntad divina omnipotente,
sino de que es Dios mismo quien programa la voluntad humana para
que tome las decisiones que toma, y, en consecuencia, Dios no
permite
otra cosa sino que las cosas sucedan como él
quiere.

La conclusión de estos razonamientos
es la de que las leyes de Dios se cum-plirían siempre,
tanto cuando se actúa de acuerdo con un tipo más
concreto de leyes -las que se relacionan con el cumplimiento de
la norma moral-, como cuando aparen-temente no se
cumplen, en cuanto habría sido Dios mismo quien
habría establecido que hubiera personas que cumpliesen sus
leyes y otras que no las cumpliesen, de forma que todo se
amoldaría al cumplimiento de su voluntad más
absoluta.

En conclusión, parece que Descartes
no se atrevió a ser veraz en esta carta a la princesa
Elisabeth –al igual que cuando le planteó el
problema de la interacción cuerpo-alma-,
confesándole al menos, en cuanto no se atreviera a
reconocer que la solución tradicional era contradictoria,
que el tema que estaban tratando era simple-mente un dogma de fe
del cristianismo, cuya comprensión no estaba al alcance de
la razón humana –ni de ninguna, podría
añadirse-. Y posiblemente, si no se lo dijo, debió
de ser porque ya en diversos lugares de sus escritos se
había atrevido a defen-der la doctrina católica
respecto al problema de la compatibilidad entre la omnipo-tencia
divina y la libertad humana. Por otra parte, era evidente que
Descartes se encontraba ante un problema irresoluble, como lo son
todas las contradicciones, pues la omnipotencia del dios
católico implica que todo está sometido a su
voluntad
, mientras que la libertad humana implica que
hay acciones que dependen exclusiva-mente de la voluntad
humana.

Tiene interés reflejar finalmente
que el planteamiento cartesiano, presentado en esta carta a la
princesa Elisabeth coincide en su núcleo
fundamental con el de la carta a la reina Cristina de
Suecia
en que decía que en cierto modo el libre
albedrío

"nos hace semejantes a Dios y parece
eximirnos de estar sujetos a
él"[49].

En esta última carta puede
observarse que Descartes tiene la precaución de escribir
"parece eximirnos" sin atreverse a afirmar que, en
efecto, nos exima, aunque al mismo tiempo afirme que esa
facultad del "libre albedrío" realmente "nos hace
semejantes a Dios" en lugar de decir que "parece que nos
hace semejantes a Dios", que habría sido la frase
coherente con la anterior en cuanto sólo si el
hombre es dueño absoluto de sus actos,
tendría sentido afirmar que en ese aspecto sería
semejante a ese Dios.

 

 

Autor:

Antonio García
Ninet

Doctor en Filosofía

[1] Carta al padre Vatier, 22 de febrero de
1638: « ces pensées ne m’ont pas
semblé être propres à mettre dans un livre,
où j’ay voulu que les femmes mêmes pussent
entendre quelque chose ». La cursiva es mía.
Estas palabras aclaran que cuando Descartes pretende que
“incluso las mujeres pudieran entender algo”, no se
refiere al hecho de haber escrito el Discurso del Método
en francés, como han supuesto algunos críticos,
sino al hecho de no haber tratado en dicho libro de cuestiones
que no fueran entendibles para las mujeres, como las de
carácter teológico.

[2] “Sin embargo, a pesar de la falta
de certeza acerca de su relación durante los años
intermedios, He-lena Jans vander Strom reaparece en la vida de
Descartes cuando éste accede a actuar como testigo de su
boda después de junio de 1644. Helena se casó con
Jan Jansz van Wel, que era originario de Eg-mond, y se
establecieron en Egmond aan den Hoef. Antes de casarse, ambas
partes presentaron un acuerdo prenupcial según el cual
si una de ambas partes muriera antes de que hubiesen tenido
hijos, la otra parte recobraría su aportación
original junto con un extra de mil florines […] En mayo
de 1644, Descartes había regresado para vivir en Egmond
aan den Hoef, desde donde viajó a Leiden de camino para
ir a Francia. Había esperado finalizar la
publicación de los Principios antes de su marcha, pero
hubo retrasos provocados por la preparación y la
impresión de los diagramas. Sin embargo, había un
motivo ulterior para su retraso, ya que parece que Descartes
estuvo en Leiden para asistir a la boda de su antigua
sirvienta. El acuerdo decía que el padre del novio (o de
los novios) había estipulado una dote de 1.000 florines,
que serían devueltos a la familia, si Helena muriese sin
hijos. […]. Esta cláu-sula fue tachada en el
acuerdo prenupcial, siendo esto un indicio de que una parte del
dinero pudo haber sido dada por Descartes, para ayudar a Helena
a casarse viviendo de manera respetable e inde-pendiente. Una
interpretación similar de este complejo asunto es la de
que Helena siguió a Descartes como sirvienta a Egmont en
1637, y que se alojó con los padres de Jan Jansz van
Wel, cuya madre, Reyntje Jansdr había aceptado a
Francine en su casa a petición de Descartes.
Después de su matri-monio, Helena Jans se quedó a
vivir permanentemente en Egmond; se quedó viuda en los
años 50 y se casó por segunda vez con Jacob van
Lienen, que era el patrón de la posada «El
Corazón Rojo» que pertenecía a Jan Thomasz
van Wel (su primer suegro). Tuvo tres hijos de su segundo
matrimonio, y finalmente heredó la posada «El
Corazón Rojo»” (Desmond M. Clarke:
Descartes, a biography; p. 135-136; Cambridge University Press,
New York (USA), 2006). La traducción es mía.

[3] Carta a Elisabeth, 21 de mayo de 1643, AT
III 663-664. La cursiva es mía.

[4] Descartes, el filósofo de la luz
(Vergara, Barcelona, 2003) (citada en adelante con las siglas
“DFL”), p. 198.

[5] Principios de la Filosofía (citada
en adelante con las siglas « PF »),
Dedicatoria a la princesa Isabel; AT VIII 4: “Et cette
ságesse si perfaite m’oblige à tant de
vénération, que non seulement je pense lui devoir
ce livre, puisqu’il traite de philosophie […],
mais aussi je n’ai pas plus zèle à
philosopher […] que j’en ai à être,
Madame, de Votre Altesse le très humble, très
obéissant et très dévot serviteur”.
La cursiva es mía. Conviene tener en cuenta que cuando
Descartes escribe esta dedicatoria, la princesa sólo
tenía 26 años mientras que él tenía
ya 48. Es de suponer que Descartes no debió de comunicar
en ningún momento a la princesa su opinión,
expresada al padre Vatier, acerca de la limitada capacidad
intelectual de la mujer para la comprensión de las
cuestiones filosóficas.

[6] En general los retratos que se conservan
de Descartes no llaman especialmente la atención por la
belleza física del filósofo. Su estatura de
alrededor de 1,55 metros, según los cálculos
más o menos aproximados de R. Watson, debió de
ser más baja que la media de aquel momento.

[7] Carta a Elizabeth, 18 de mayo de
1645.

[8] Carta de Elisabeth a Descartes, 24 de
mayo de 1645. La cursiva es mía.

[9] Carta a Elisabeth, 21 de julio de
1645.

[10] Carta de Elisabeth a Descartes, 21 de
febrero de 1647. La cursiva es mía.

[11] Carta a Elisabeth, marzo de 1647. La
cursiva es mía.

[12] Carta a la princesa Elisabeth, 10 de
mayo de 1647.

[13] Ibidem.

[14] R-L, p. 223.

[15] DFL, p. 199.

[16] Carta a Chanut, 1 de febrero de
1647.

[17] Ibidem.

[18] DFL, p. 200.

[19] Carta a Cristina de Suecia, 26 de
febrero de 1649.

[20] G. Rodis-Lewis: Descartes,
Biografía, p. 240. Ed. Península, Barcelona,
1996. Obra citada en adelante con las siglas
“R-L”.

[21] Según opina Richard Watson (DFL,
p. 267), posiblemente el motivo principal de la decisión
de Descartes de ir a Suecia era de carácter
económico en cuanto había gastado la herencia de
su padre y encima se había endeudado mucho, pero sin
duda también el otro motivo es el de sus pésimas
relacio-nes con los teólogos de las universidades de
Utrecht y de Leiden, tal como el propio Descartes
reco-noció en su carta a la princesa Elisabeth del 10 de
mayo de 1647.

[22] Rodis-Lewis afirma acertadamente en
relación con Descartes que “Chanut había
hecho que lo invi-tara la reina Cristina [a la corte de
Estocolmo]” (R-L, p. 102). Estas palabras habría
que completarlas diciendo que Descartes había presionado
a Chanut a que le consiguiera tal invitación. La carta
de Des-cartes de febrero de 1649 a la reina Cristina es una
clara prueba de su interés por ser llamado por ella a la
corte. Por otra parte, cuando Descartes escribe a Chanut
diciéndole “no creo que vaya nunca al lu-gar donde
estáis”, parece que está echando el anzuelo
para que éste trate de conseguir de la reina Cristina
que invite a su amigo a ir al palacio.

[23] Carta a Elisabeth, 22 de febrero de
1649: «il n’y a point de séjour au monde, si
rude ni si incommo-de, auquel je ne m’estimasse heureux
de passer le reste de mes jours, si Votre Altesse y
était, et que je fusse capable de lui rendre quelque
service». Esta carta es posiblemente la más
significativa como expresión de los sentimientos de
Descartes por la princesa.

[24] Carta a Elisabeth, 9 de octubre de
1649.

[25] En el original:
“jalousie”.

[26] Ibidem.

[27] Ibidem.

[28] Carta de Elisabeth a Descartes, 4 de
diciembre de 1649: « Ne croyez pas toutefois
qu’un description si avantageuse me donne matière
de jalousie».

[29] Ibidem. La cursiva es mía.

[30] Carta de la princesa Elisabeth a
Descartes, 4 de diciembre de 1649: « Je me sens
toutefois coupable d’un crime contre son service,
étant bien aise que votre extrême
vénération pour elle ne vous obligera pas de
demeurer en Suède ».

[31] Carta a Chanut, 26 de febrero de
1649.

[32] AT V 467.

[33] Carta de la princesa Elisabeth a
Descartes, 16 de mayo de 1643.

[34] Carta a la princesa Elisabeth, 21 de
mayo de 1643.

[35] Carta de la princesa Elisabeth a
Descartes, 20 de junio de 1643.

[36] Carta a la princesa Elisabeth, 28 de
junio de 1643. La cursiva es mía.

[37] Ibidem.

[38] Ibidem.

[39] Carta de Elisabeth a Descartes, 1 de
julio de 1643.

[40] Expresión utilizada en su obra
The concept of mind.

[41] Estas líneas son especialmente
importantes porque parece como si en ellas Descartes, a pesar
de aceptar que tanto los deseos como las acciones humanas
estarían predeterminadas por el dios católico,
con su ejemplo acerca de las acciones de esos nobles quiere
argumentar que, aunque tales nobles ha-yan sido programados por
el rey –o por su dios en el caso de la conducta de los
hombres en general- sus acciones sigan siendo voluntarias, en
cuanto todos las sienten así y actúan de acuerdo
con su vo-luntad. Pero, sin negar el carácter voluntario
de tales acciones, lo que olvida aquí el pensador
francés es que esa misma voluntad de actuar de un modo
determinado y la misma decisión de hacerlo
habrían sido puestas por Dios en el ser humano y, por
ello, todo lo referente a una supuesta responsabilidad,
culpabilidad o castigo sería un completo absurdo.

[42] Carta a Elisabeth, enero de 1646. La
cursiva es mía.

[43] «…il a su exactement
quelles seraient toutes les inclinations de notre
volonté… » (Ibidem). La cursiva es
mía.

[44] « …ils peuvent aussi
justement être punis » (Ibidem). La cursiva es
mía.

[45] « il a voulu que ces
gentilshommes se battissent » (Ibidem).

[46] « il ne l’a pas
voulu » (Ibidem).

[47] « deux différents
degrés de volonté » (Ibidem).

[48] « il a su que notre libre
arbitre nous déterminerait à telle ou telle
cho-se; et il l’a ainsi voulu, mais il n’a pas
voulu pour cela l’y contraindre » (Ibidem). La
cursiva es mía.

[49] Carta a Cristina de Suecia, 20 de
noviembre de 1647; AT V 81.

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