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La maravillosa y dulce muerte de mi amigo



    La maravillosa y dulce muerte de mi
    querido amigo

    Disculpe…..tal vez no parezca demasiado congruente
    el título en sí mismo…. No quise herir
    sensibilidades….pero después de leer esto, tal vez
    usted, al igual que yo, piense que podría ser posible que
    la muerte de un ser querido sea un evento maravilloso

    ¿Cómo puede ser maravillosa la muerte de
    un amigo querido?…

    ¿Como puede ser su muerte algo
    dulce?…

    Si el amigo es un ser querido, teóricamente no
    debería ser tan maravilloso y dulce que se
    muera…debería ser algo traumático o terrible
    desde todo punto de vista…

    ¿Debería?

    Tal vez sí….o no…según como se
    vea

    Juzgue usted-

    ………….

    Es la amistad, una de las bendiciones más
    caras.

    Cuando llega y nos toca, podemos sentirnos dichosos de
    haberla conseguido.

    Un hombre puede tener en la vida la suerte de ser
    bendecido por Dios.

    Yo la tuve. Yo tuve un amigo.

    Un amigo de Ley, como debe ser.

    Un Amigo con mayúsculas.

    Se llamaba Alberto.

    Primero fuimos vecinos de barrio.

    Nos conocimos cuando yo me mudé a Beccar, luego
    de haberme casado.

    Después, con el tiempo profundizamos la
    más hermosa de las amistades.

    Él era un hombre bueno, amable,
    educado.

    También estaba casado y tenía tres hijos
    que, en la época en que sitúo esta historia, eran
    menores de edad.

    Sus tres hijos iban a la escuela del barrio y estaban
    conceptuados por la comunidad, como buenos y respetuosos
    muchachos. Tenia que ser así. El ejemplo de su padre era
    suficiente para formarlos en los más altos valores humanos
    y morales.

    Mi amigo trabajaba en su taller de reparación de
    electrodomésticos que tenía en la terraza de su
    casa.

    Alto, corpulento, de expresión dulce y
    sincera.

    Su mirada reflejaba bondad.

    Sus ojos celestes eran un mar de ternura.

    Su frente amplia reflejaba inteligencia y
    capacidad.

    Aunque alto y robusto, su voz era medida y suave, llena
    de ternura y respeto

    Yo lo quería a mi amigo….lo quería
    mucho

    Cuando alguna vez necesité realizar algún
    trabajo particular, pude disponer de las instalaciones de su
    taller sin que jamás me cobrase nada por ello.

    Cuando la madre de mi hija estuvo por tener familia, fue
    él quién se levantó a las dos de la
    madrugada para llevarnos a la maternidad.

    Cuando mi nena se enfermó de repente, fue
    él quien dejó todo de lado para llevarnos a
    mí y a mi hija al hospital de niños de
    urgencia.

    Siempre fue solícito y colaborador con todo lo
    que se le pidiera.

    Cuando quise armarme una pista de autitos de carrera,
    fue él quien me ayudó a fabricarla.

    En vez de una pistita para mí, salió una
    pista de competición que podía armarse en toda la
    calle.

    Resultó ser tan grande, que junto con los vecinos
    del barrio, en esa pista de carrera hacíamos competencias
    barriales.

    Todos los muchachos hobbistas y pisteros del barrio y de
    otros barrios, nos juntábamos en esas carreras.

    Cortábamos el tránsito en la vereda (que
    no era mucho, apenas una o dos personas por hora) y
    armábamos la pista en toda la vereda de la
    cuadra.

    Y nos pasábamos horas enteras los fines de semana
    corriendo carreras para competir en equipo por el primer premio:
    una cerveza helada.

    Los participantes que venían de otros barrios
    traían sus autitos preparados para la competencia, pero
    los que preparaba Alberto siempre ganaban.

    Era un verdadero crack en la preparación de autos
    de modelismo para competición.

    Alberto no competía, prefería ver
    cómo los otros jugaban sanamente.

    En su lugar lo hacían sus hijos u otras personas
    a las que les cedía sus autos para la carrera, él
    solo les daba las instrucciones necesarias para que los manejen
    con el control remoto y controlaba que todo fuera bien en todo
    sentido.

    Con su porte gigantesco se paraba en los controles de
    largada y oficiaba de juez de la carrera.

    La pasábamos bien, siempre competíamos con
    respeto y aceptábamos los fallos de Alberto.

    Cuantas cosas hicimos juntos, mi amigo y yo.

    Cuantas anécdotas vividas.

    Cuantos momentos hermosos y cuanta ternura me traen esos
    recuerdos.

    Lamentablemente, en una mudanza que hice, perdí
    las fotos que tenía de mi amigo, eso lo lamenté
    muchísimo, pero no lo pude remediar.

    A la vuelta de la vida, uno empieza a darse cuenta de
    que lo que realmente valió la pena de haberse, vivido son
    esas cosas que, aunque parezcan pequeñas, le dan sentido a
    la existencia.

    No me queda ninguna foto de él.

    Solo su imagen vive en mis recuerdos

    Él era un fanático coleccionista de esas
    revistas de "Hágalo usted mismo".

    Tenía una colección
    espectacular.

    No sé si tenía todos los números,
    pero casi seguro que sí.

    Me las mostraba orgulloso y yo iba a su boardilla a
    verlas y leerlas, porque la verdad era que estaban
    buenísimas.

    Además, estaban como nuevas, hasta brillaban del
    cuidado que ponía sobre ellas.

    Cuando le preguntaba acerca de cómo se reparaba o
    construía algo, él buscaba la información
    sobre ese tema, de entre toda la colección de revistas que
    tenía.

    Pero siempre sacaba del estante la revista que trataba
    sobre esa cuestión en particular.

    Y nunca se equivocaba.

    Se las conocía de memoria y sabía
    exactamente en cual numero de que año estaba el texto que
    interesaba leer.

    Las tenía ordenas cronológicamente en una
    biblioteca que se hizo hacer a medida para el tamaño
    exacto de esas revistas.

    Creo que eran una de sus posesiones más valiosas,
    porque las veneraba, las limpiaba y si él veía que
    alguna tenía alguna raspadura o rotura, enseguida las
    arreglaba como para que siguiera como recién salida de la
    imprenta. Hasta brillaban en la biblioteca.

    Siempre pude consultarlas cuando lo necesité,
    pero la verdad es que no supe jamás si el me las hubiera
    prestado para llevar a mi casa y leerlas allí.

    Nunca me animé a pedírselo.

    Tal vez no se hubiera negado, pero lo habría
    hecho a desgano y hasta sufriendo, por eso evité el
    pedírselas prestado.

    No es bueno tirar demasiado de la soga.

    Igual nunca lo necesité, porque cuando
    quería consultarlas, estaban siempre a mi
    disposición.

    Que linda que fue esa época de amistad y apego
    con mi amigo.

    Pero un día Alberto se enfermó.
    Empezó a sentirse mal y a vomitar.

    Cada tanto debía venir la ambulancia del hospital
    a internarlo de urgencia por algún acceso de
    descompostura

    Él no dejaba de trabajar en su taller por eso,
    solo paraba un poco su actividad para hacerse atender y luego
    seguía trabajando.

    Era un laburante honesto y sencillo.

    Hasta en los días de verano, tenía puesto
    un guardapolvos de color azul Francia.

    Trabajaba con esa ropa pese a que hacía mucho
    calor.

    Era su uniforme de trabajo.

    Cuando se reponía de sus descomposturas y
    volvía a su casa, nuevamente estaba yo con él,
    compartiendo momentos de amistad en su taller o boardilla,
    conversando de esas cosas que los amigos saben hablar en la
    intimidad.

    Yo, en ese momento de mi vida, trabajaba en un
    consultorio radiológico de zona norte, y cuando a Alberto
    lo internaban en el hospital de San Isidro, lo iba a
    visitar.

    Pero el hecho de irlo a visitar, nunca lo sentí
    como una obligación, mas bien era un momento de dicha el
    ir a ver a mi amigo internado. Me gustaba visitarlo.

    Salía del trabajo e iba derecho a la sala de
    internación.

    Me quedaba de paso antes de ir a mi casa.

    En la cama de él, siempre se encontraba
    algún miembro de su familia. Su esposa o hijos.

    Todos con caras largas.

    Llenos de pena y dolor por lo que le estaba pasando al
    padre o esposo.

    El cuarto donde Alberto estaba internado, era oscuro y
    lúgubre, como el de todo hospital
    público.

    Las ventanas no dejaban entrar mucha luminosidad al
    recinto y eso que estaban abiertas de par en par en todo momento.
    La arquitectura del edificio era muy antigua y de principios del
    siglo pasado.

    La luz eléctrica era escasa y la mayoría
    de los foquitos de la sala de internación estaban siempre
    quemados.

    A veces, los propios familiares compraban con dinero de
    su bolsillo y cambiaban las lámparas de luz, porque el
    Estado, ya se sabe, siempre tiene problemas de
    presupuesto.

    Pero suplía esa falencia, la pulcritud y limpieza
    de las instalaciones del hospital.

    Siempre estaban las chicas encargadas de la limpieza
    repasando y limpiando todo con ese liquido desinfectante que
    dejaba ese olor tan particular.

    Al llegar al cuarto de internación, me daba
    cuenta del ambiente de aflicción que rodeaba al enfermo.
    Eso, sumado a la penumbra del lugar, era realmente un ambiente
    denso.

    Pero cuando Alberto me veía llegar a mí,
    se le transformaba la expresión.

    Sonreía, se sentía feliz de que fuera a
    visitarlo.

    Además, yo le cambiaba la honda de tristeza que
    lo rodeaba.

    Le hablaba de la pesca, de televisores que él
    reparaba, de juegos eléctricos.

    Y él, feliz de poder conversar con el amigo de
    otra cosa que no sea la enfermedad que padecía.

    Le pedía asesoramiento sobre cómo mejorar
    la velocidad de los autitos de carrera.

    Él se sentía útil y como que
    todavía podía ser necesario su aporte en cualquier
    asunto.

    La cosa es que después de estar un tiempo
    internado en observación y bajo tratamiento, Alberto
    mejoraba algo y le daban el alta médica.

    Lo mandaban otra vez a su casa.

    En una oportunidad lo internaron por última
    vez.

    El diagnóstico era definitivo: cáncer
    terminal de estómago.

    Y ya lo dejaron en el hospital como esperando la
    muerte.

    Estuvo casi dos meses internado hasta que salió
    para la casa de sepelios.

    Yo no dejé de ir ni un día a
    visitarlo.

    Lo veía antes de entrar a trabajar por la tarde y
    luego a la salida del trabajo.

    Siempre el mismo ambiente familiar rodeándolo:
    tristeza, pesadez, melancolía, aflicción. Todo en
    ese ambiente de penumbras y media luz.

    Pero cuando iba a visitarlo y entraba yo a su cuarto,
    él ya era otra cosa.

    La sonrisa de oreja a oreja, expresión de
    felicidad, alegría del encuentro.

    Hasta se sentaba en la cama para poder conversar mejor
    conmigo.

    Si bien la enfermedad que padecía lo castigaba
    cruelmente, su mirada llena de paz y su sonrisa no cambiaron
    nunca.

    Eso era de admirar, ya que en otras personas, el
    sufrimiento les cambia la expresión de la cara. Recuerdo
    el rostro sufriente del paciente que estaba acostado en la cama
    contigua de mi amigo. Es persona, el paciente vecino a mi amigo,
    sufría de tal forma que el rostro se le había
    desfigurado por el dolor y había transformado lo que en
    una época pasada era un semblante bello, en una
    expresión de angustia continua.

    Pero eso no le ocurrió a mi amigo.

    Él no perdió nunca la expresión de
    dulzura en su cara pese al sufrimiento que
    padecía.

    Él era especial

    Pero los últimos días lo vi realmente mal.
    Pálido, ojeroso, flaco.

    Consumido totalmente por esa enfermedad.

    Había entrado en la fase de que le administraban
    morfina para evitarle sufrimientos.

    Aún así, siempre mantuvo su lucidez hasta
    el final.

    Tenía colocado un drenaje de líquidos y
    fluidos corporales que le salía del costado derecho del
    abdomen.

    Un caño de goma.

    Y terminaba en un recipiente de vidrio adonde iban a
    parar los detritos y las porquerías de su
    cuerpo.

    El frasco estaba en el suelo de la habitación y a
    la vista de cualquiera que entrase.

    Eso fue lo que más me
    desagradó.

    Pero yo lo iba a ver a él. El resto no me
    importaba nada.

    No sé si él sabía la verdad de su
    mal. Nunca le mencioné el tema.

    Creo que la familia de él tampoco lo
    hizo.

    Nunca lo tuve claro ni pregunté.

    Pero eso era asunto de ellos.

    El último día que hablé con
    él, lo dejé ya tarde.

    En el fondo intuía que faltaba poco para
    todo.

    Cuando llegué a mi casa ya
    anochecía.

    Esa noche, mientras estaba cenando, los familiares me
    avisaron por teléfono que Alberto había entrado en
    coma

    Ya no reaccionaba a nada.

    Para mí, en el fondo, era un alivio.

    _Ya no va a sufrir más, pensé. Ya
    está. Ahora está dormido. Ni se va a dar cuenta
    cuando ocurra. Mejor así.

    Al otro día fui a trabajar como de costumbre,
    teniendo presente que en cualquier momento podía recibir
    la noticia que estaba esperando.

    A la tarde llamé por teléfono para
    preguntar por Alberto y me dijeron que seguía
    igual.

    Sin cambios.

    Así que a la salida del trabajo fui nuevamente a
    visitarlo.

    Por última vez.

    Ingresé al hospital donde ya era conocido por el
    personal de seguridad y recepción, debido a las frecuentes
    visitas.

    Al llegar a la habitación de él,
    encontré a toda su familia en la puerta del
    cuarto.

    Estaban todos afuera y eso me
    extrañó.

    La esposa me dijo que desde ayer a la noche que me
    avisaron por teléfono, casi 24 horas, él no
    despertaba.

    Por ende no hablaba ya más con nadie.

    Entonces comprendí: estaban todos afuera de la
    habitación esperando el final y eso me descolocó,
    porque en lo personal, cuando un ser querido está
    sufriendo o está por morir, trato de estar al lado suyo
    hasta el último momento, aunque sea sosteniéndole
    la mano. Es claro que es lo menos que puedo hacer.

    Pero la familia de él estaba fuera de la
    habitación.

    Alberto estaba solo en el cuarto, así que
    pregunté si podía pasar a verlo.

    _Claro que sí, pero está inconsciente, me
    respondió la esposa.

    _No importa, yo quiero verlo igual.

    Así que totalmente solo, sin
    compañía de otra persona, entré al cuarto
    donde yacía moribundo mi amigo.

    El cuarto, como ya dijera, tenía la luz difusa de
    todo hospital.

    Pero al ingresar en la habitación, noté
    algo extraño:

    Había luz….mucha luz

    Alberto parecía iluminado.

    Daba la impresión de brillar en la modesta luz
    del cuarto de hospital.

    Era algo raro, hasta me di vuelta para ver si
    había algún velador prendido o algo
    así…pero no.

    Permanecí unos instantes en la entrada observando
    a mi amigo pues el efecto era hermoso.

    Era una imagen sublime.

    El aspecto desagradable que le había producido su
    enfermedad había desaparecido.

    Él parecía irradiar belleza.

    En esos momentos, yo no alcancé a comprender que
    estaba percibiendo el aura de un alma buena que estaba por
    partir.

    Nunca más volví a sentir lo
    mismo.

    No sé si lo veía con los ojos de mi alma o
    si Dios me permitió en esos momentos, verlo como él
    realmente era…

    Como un ser hermoso.

    Pero eso lo entendí mucho
    después.

    En ese momento, yo estaba pasando por un estado de gran
    angustia por la suerte de mi amigo.

    Continuaba extasiado observando ese cuadro único,
    esa imagen de una persona en una cama, de la cual emanaba una luz
    especial, cuando algo me hizo volver a la realidad.

    Como mi amigo hacía ya un día que estaba
    inconsciente, yo no esperaba que suceda nada
    extraordinario.

    Tenía en claro que solo vería un cuerpo
    dormido.

    Entonces ocurrió.

    Al acercarme a él, abrió los ojos y me
    miró un instante.

    Cuanta paz, tranquilidad y bondad había en
    aquella mirada.

    Sus ojos celestes parecían refulgir con un aura
    de serenidad.

    Estaba más allá del dolor.

    Y me sonrió.

    Y su sonrisa era en verdad hermosa

    Fue un momento nomás.

    Él sintió mi presencia. Mi amigo me
    percibió al entrar en el cuarto.

    _Alberto…

    Quise hablarle.

    Quise comunicarme nuevamente con mi amigo que se
    iba.

    Decirle que lo quería mucho.

    Decirle que no se preocupe, que su familia iba a estar
    bien, que todo iba a terminar pronto y que él se
    encontraría mucho mejor luego.

    Pero no pude hacerlo.

    Su mirada y su sonrisa duraron muy poco.

    Nuevamente entró en la inconsciencia y ya para no
    despertar.

    Su cuerpo no podía sostenerlo
    más.

    Pero su sonrisa aún estaba ahí.

    Me acerqué.

    Aunque ya no podía responderme, yo sabía
    que él seguía sintiendo mi presencia.

    Esas cosas se sienten.

    Y le hablé.

    Le hablé largo rato. Le dije cosas que los dos
    conocíamos.

    Le transmití palabras tranquilizadoras y de
    afecto.

    Le hice una promesa que con los años
    cumplí.

    Y también le pedí que cuando me toque el
    turno a mí, de dejar este mundo, sea él
    quién esté del otro lado para esperarme.

    Sí, se lo pedí.

    Él no respondía, pero el aura de cosas
    hermosas que lo envolvía parecía aumentar de
    intensidad.

    Alberto estaba envuelto en una especie de
    Luz.

    Su rostro tenía una expresión de paz,
    serenidad y felicidad infinitas.

    Aunque ya no volvió a abrir los ojos,
    siguió manteniendo la sonrisa hasta el final.

    Esa sonrisa, en ese rostro lleno de paz, rodeado de una
    luz que nunca mas volví a ver, no la voy a olvidar
    nunca.

    Nunca supe porqué razón yo también
    estaba feliz.

    No porque él partía, sino por la forma en
    que lo hacía.

    Se iba al encuentro con Dios.

    Era un alma buena.

    Además yo sentía que en el cuarto no
    estábamos los dos solos. Había algo más. O
    alguien más.

    O algunas entidades que irradiaban en mi inconsciente
    cosas hermosas.

    Aunque no las veía igual las
    intuía.

    Tal vez lo estuvieran acompañando en el proceso
    de dejar este mundo y pasar al otro.

    Estuve un rato largo al lado de él.

    Cerré los ojos y recé a Dios por su
    alma.

    Al tiempo, no me di cuenta que uno de sus hijos
    había entrado al cuarto para hacerme ver que Alberto ya se
    había ido.

    Mi amigo había fallecido.

    Ya estaba en otro lado.

    Su cuerpo era una cáscara abandonada.

    El aura de luz que lo rodeaba había
    desaparecido.

    El cuarto volvió a estar a oscuras, ya no
    había ninguna luminiscencia que aclarara la visión
    de mis ojos

    Tuvo una muerte digna y en paz, rodeado por sus seres
    queridos.

    Yo lloraba en silencio.

    Después vino esa parte del velatorio, el
    cajón y las flores.

    Todo muy desagradable.

    La cochería y el entierro.

    La tumba y los trámites.

    Todo al pedo.

    Cuando todo terminó, la impresión que mas
    me quedó como un recuerdo desagradable, no fue tanto la
    muerte de él, que en sí, fue un evento propio e
    inevitable de la vida, sino el hecho de que a la semana de
    fallecido Alberto, pasé por la puerta de la casa de
    él para ir a trabajar y en la vereda estaban tiradas, en
    cajones, toda la colección de revistas de "Hágalo
    usted mismo" que eran la pasión y el orgullo de mi
    amigo.

    Entonces comprendí que todo lo que valoramos en
    vida, una vez muertos, puede no representar ningún valor
    para los que quedan.

    Aveces, cuando lo recuerdo, me viene a la mente esa
    sensación de paz y serenidad que lo
    envolvía.

    Mi amigo ha de estar bien.

    A mí todavía me falta para dejar este
    mundo.

    Pero sé que cuando también me vaya,
    él va a estar ahí para recibirme.

     

     

    Autor:

    Eugenio Ganduglia

     

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