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La mayor noticia del siglo XX



Partes: 1, 2

  1. La invasión
    alemana de la Unión
    Soviética
  2. El impacto de la
    noticia
  3. España: la
    División Azul
  4. Conclusiones
  5. Notas
  6. Bibliografía

Muchas veces ha habido encuestas y concursos en
torno a cuál haya sido la mayor noticia del siglo XX, y ha
habido opiniones para todos los gustos. Sin embargo, hubo una que
por su carácter inesperado, y las implicaciones que
comportó para las relaciones internacionales a nivel
mundial, debe ser considerada, al menos, como una de las
más importantes. Se trata de la invasión alemana de
la Unión Soviética, mantenida en secreto hasta el
momento mismo de producirse, siendo sólo conocida por los
servicios secretos de las principales potencias del momento. Esta
noticia marcó un vuelco diplomático y bélico
fundamental en la segunda guerra mundial, que fue probablemente
el mayor conflicto del siglo XX, y que marcó de manera
indeleble, por sus consecuencias de alcance mundial, infinitud de
aspectos de la vida y la opinión pública mundiales
hasta la década de 1990. En el presente artículo
hacemos una radiografía breve y concisa del momento en que
tal noticia se produjo, deteniéndonos finalmente en las
particulares consecuencias que desencadenó en la
España del momento.

La
invasión alemana de la Unión
Soviética

El lanzamiento de la invasión alemana de la
Unión Soviética, por un capricho de la Historia,
como señalaría un preocupado Joseph Göbbels
(considerado actualmente como el más nazi de los
ministros de Hitler, el único que quiso compartir el
destino final de éste, la muerte, en 1945
)
coincidió con la invasión de Rusia por
Napoleón en el siglo XIX: se inició el 22 de junio
de 1941. Justo 129 años antes, en 1812, las tropas
francesas y de países aliados de Francia integradas en la
Grande Armée habían cruzado el Río
Nemunas con destino a Moscú. [1] Algunos oficiales
alemanes se entretenía en aquella primavera de 1941
leyendo las memorias del general Caulaincourt, a quien
Napoleón Bonaparte había dicho antes de iniciar la
que sería su fatal campaña en Rusia: "Antes de
dos meses, Rusia me pedirá la paz".
[2] Al
iniciar su guerra de invasión, Bonaparte comentó
que "Rusia es como la mítica Hidra", monstruo de
muchas cabezas al que, cada vez que se le cortaba una, le
nacía otra para reemplazarla. [3] En 1941, los
alemanes se darían cuenta de lo acertado que podía
llegar a ser tal comparación. Hacía justo un
año que Francia había firmado el armisticio de
Compiègne, pidiendo la capitulación incondicional a
Alemania. [4] Aquel 22 de junio de 1941, siete
ejércitos alemanes estaban situados a lo largo de la
frontera germano-soviética en el centro de Polonia
—invadida y repartida por los dictadores Hitler y Stalin en
septiembre de 1939—. Las unidades panzer
acorazadas, en alemán— cuya
presencia en aquella zona sería causa de alarma por ser la
punta de lanza de cualquier ofensiva de invasión alemana
contra el territorio soviético, fueron las últimas
en llegar a sus puestos en el despliegue ofensivo. Las
órdenes que tenían eran estrictas: cualquier
movimiento debía realizarse de noche. Hitler atacó
la Unión Soviética sin declaración de guerra
previa, por sorpresa y a traición, a las 03:00 horas del
22 de junio de 1941, domingo.

Por toda la divisoria germano-soviética, grupos
de reconocimiento alemanes disfrazados de civiles polacos
habían estado observando las posiciones del adversario.
Numerosos soldados alemanes esperaban desde hacía tres
días ocultos en las zonas boscosas de la región,
junto a sus camiones y sus vehículos militares. Otros
llegaban a las posiciones designadas por el plan secreto de
invasión, denominado en clave "Fall Barbarossa"
(Operación Barbarroja), finalizando agotadoras marchas de
aproximación en plena noche, realizadas por diversas
carreteras de Polonia. En las horas de luz diurna, las
órdenes eran de silencio total para todas las unidades.
Cuatro ejércitos panzer y tres flotas
aéreas de la Luftwaffe estaban preparadas para el
ataque. Casi 4.000.000 de hombres encuadrados en 180 divisiones,
600.000 vehículos a motor, 750.000 caballos, 3.850 carros
de combate y cañones autopropulsados, 7.184 piezas de
artillería y 1.400 aviones ultimaban sus preparativos,
formando la mayor fuerza de invasión de la Historia
militar, antes y después de aquel momento. El esfuerzo de
desplegar semejante número de tropas en la reciente
frontera inter-polaca había requerido, entre julio de 1940
y marzo de 1941, el empleo de 2.500 trenes de mercancías.
En las siguientes diez semanas habían sido dedicados a la
operación otros 17.000 trenes más. Ningún
plan del alcance del Fall Barbarossa se había
desarrollado hasta ese momento, porque hasta entonces no se
había dispuesto de técnicas y herramientas de
organización, transporte y comunicaciones modernas
aplicables a tan colosal escala. [5]

A las 03:15 horas, más de dos mil cañones
alemanes abrieron fuego a todo lo largo del frente: sin
pérdida de tiempo, las vanguardias panzer
alemanas iniciaron un ataque masivo contra las posiciones
defensivas de los soviéticos situadas detrás de la
demarcación fronteriza. Comandos alemanes del
Sonderverband BrandenburgUnidad Especial
Brandeburgo
, en alemán— habían cruzado
las líneas fronterizas soviéticas para cortar
líneas telefónicas, capturar puentes y puntos de
paso estratégicos y neutralizar puntos fuertes con golpes
de mano por sorpresa. [6] En el aire, el 60% de todos los
aviones de guerra que poseía la Alemania nazi —1.400
de un total de 1.945 aparatos en condiciones de prestar servicio
activo— se puso en movimiento para asestar un golpe
demoledor contra la VVS, la fuerza aérea soviética.
Los aviones alemanes cruzaron la frontera a gran altura para no
alertar a la defensa contra aeronaves soviética.
[7] En el cuartel general del IV Ejército
soviético, el ruido de los motores de semejante masa de
aviones despertó a un oficial, que reconoció el
sonido característico de los motores alemanes por haberlos
oído en España, donde había servido como
parte de la fuerza soviética de apoyo al gobierno
socialista de Juan Negrín entre 1936 y 1939.
[8]

Los objetivos de la aviación alemana eran los
aeródromos avanzados de la VVS, que aviones de
reconocimiento espías habían fotografiado desde
gran altura en las semanas anteriores. A los pilotos alemanes les
alegró descubrir que los aeródromos militarizados
por los rusos se parecían mucho a las fotografías
que habían estudiado antes de la ofensiva. Las bombas de
fragmentación alemanas devastaron las bases aéreas.
Obsoletos cazas soviéticos intentaron despegar sólo
para ser abatidos inmediatamente por los más modernos y
capaces cazas alemanes. Los bombarderos pesados soviéticos
que despegaron sin escolta, en un desesperado intento por
rechazar la invasión y bombardear las concentraciones
alemanas, fueron derribados rápidamente en gran
número. En las primeras horas del 22 de junio de 1941, la
Luftwaffe había destruido 528 aviones rusos en
tierra y 210 en el aire. Al finalizar el día siguiente, la
VVS ya había perdido 1.200 aviones, el 25% de sus aparatos
disponibles en primera línea. El alto mando de la
Luftwaffe contabilizó la destrucción de
1.800 aviones rusos el 24 de junio; 800 más, el día
25; 352, el día 26; y 300 más, el día 27 de
junio. [9] Los recuentos alemanes señalaron que,
durante la primera semana de la invasión, fueron
destruidos 4.018 aviones soviéticos.
[10]

Stalin ordenó que se organizaran ataques de
represalia contra Bucarest, Varsovia, Danzig —act. Gdansk,
por aquel entonces incorporada a Alemania— y los campos
petrolíferos de Ploesti, en Rumanía, la mayor
reserva de carburante a disposición de los alemanes en
aquel momento. Pero debido a que los bombarderos rusos volvaban
sin escolta de cazas, consiguieron muy poco al precio de
elevadísimas pérdidas. [11] El 5 de octubre
de 1941, la VVS reconoció haber perdido 5.316 aviones.
[12] Todas las ciudades importantes de Ucrania,
Bielorrusia y el oeste de Rusia fueron duramente bombardeadas por
la Luftwaffe. Algunas como Minsk, la capital bielorrusa,
vieron reducidos a escombros sus centros urbanos. [13] El
domingo 22 de junio de 1941 amaneció como un día de
sol, típico del tórrido verano de la Europa
oriental. No lejos de Moscú, Stalin dormía en su
dacha —chalet, casa de campo, en
ruso— de Kuntzevo. A las 10 de la mañana
del sábado 21 de junio, una fuerte tormenta de viento y
lluvia se había desatado sobre la capital
soviética, como anticipando la guerra que se
iniciaría la noche siguiente. Sin embargo, fue bien
recibida por los habitantes de la ciudad, pues les ofreció
un poco de aire fresco tras varios días de sofocante
calor.

Mientras tanto, el jefe del estado mayor supremo
alemán, el coronel general Franz Halder,
había querido sobrevolar discretamente la línea de
partida de la invasión. En vez de observar con
satisfacción el éxito de todas las medidas de
camuflaje adoptadas para ocultar el inminente ataque,
regresó del vuelo sobrecogido por la inmensidad de lo que
había visto. Uno de los más brillantes generales de
fuerzas panzer, el teniente general Erich von
Manstein
, por aquel entonces al mando de un cuerpo de
ejército integrado en las fuerzas de invasión,
pasó la noche del 21 de junio en casa de unos amigos en
Prusia Oriental: meditaba en la terraza de aquella hacienda con
la sensación de que el ejército alemán se
estaba metiendo en una aventura de tal magnitud que
acabaría por llevarlo al desastre. No podía saber
hasta qué punto sus graves premoniciones, coincidentes con
las de su superior Halder, acabarían siendo
proféticas.

El impacto de la
noticia

A las 04:00 horas de la madrugada del domingo 22 de
junio de 1941, el Foreign Office, el ministerio de
asuntos exteriores de Gran Bretaña, recibió la
noticia mientras el primer ministro británico Winston
Churchill dormía en su residencia oficial del
número 10 de la calle Downing de Londres. Posteriormente,
el secretario personal de Churchill, John Colville,
comentaría sobre aquel momento: "Fui despertado a las
cuatro de la madrugada por una llamada telefónica del
Foreign Office, anunciándome que Alemania había
atacado a Rusia. El primer ministro nos tenía dicho que no
debíamos despertarlo en mitad de la noche por
ningún motivo, salvo si se trataba de la invasión
del sur de Inglaterra por los alemanes. No me decidí a
despertarlo, pese a que la noticia era casi igual de importante.
A las ocho de la mañana, cuando le comuniqué el
suceso, sólo tuvo una breve reacción: "Diga a la
BBC que hablaré a la nación esta noche a las nueve
en punto." Empezó a preparar su discurso a media
mañana y le dedicó todo el día; el texto que
pronunciaría ante los micrófonos no lo dio por
definitivo hasta veinte minutos antes de salir "a las ondas
"
por la BBC." [14]

El ataque a la Unión Soviética
provocó inmediatamente una oferta de apoyo de Churchill a
la URSS, a pesar del odio confeso que el viejo conservador
británico profesaba al comunismo en general, y al
soviético en particular. Paseando por el centro de
Londres, el primer ministro le comentó a su secretario
Colville: "Si Hitler invade el infierno, haré como
mínimo un informe en pro de una defensa pública del
diablo en la Cámara de los Comunes. Hitler quiere destruir
Rusia para poder acabar con esta Isla, a la que él tiene
que vencer, si no quiere pagar el precio de sus crímenes.
Su invasión de Rusia no es más que el preludio de
la invasión de Inglaterra
[…] El peligro que
amenaza a Rusia es el mismo peligro que nos amenaza a
nosotros
[…]". [15] Cuatro días
después del lanzamiento de Barbarossa, Churchill
pronunció un segundo discurso radiofónico, tachando
a Hitler de "vil monstruo, insaciable en su ansia de sangre y
destrucción
". [16] Naturalmente, las condenas
morales del político británico se debían en
no pequeña parte a su necesidad de presentar positivamente
a la URSS ante la opinión pública británica
y, sobre todo, frente a los políticos norteamericanos, que
conocían sobradamente las décadas de
crímenes políticos, sociales y bélicos
perpetrados por los bolcheviques desde su ascenso al poder, en
noviembre de 1917. [17]

En el gobierno británico no estaban nada
entusiasmados con la necesidad predicada por Churchill de contar
con la URSS como aliado. Churchill pidió al presidente
norteamericano Franklin D. Roosevelt que cooperase con él
en la ayuda a los soviéticos. El Department of
State
norteamericano reaccionó en buena lógica
con frialdad a la petición: según George
Kennan
, dar la bienvenida a la Unión Soviética
"como socio en la defensa de la democracia"
identificaría diplomáticamente a los Estados Unidos
con un régimen para cuya opinión pública era
"muy temido y detestado en todo el mundo". [17]
Para el papa Pío XII, la guerra de la Alemania nazi y sus
aliados contra la URSS —Italia y España sobre todo,
que eran más países católicos que estados
totalitarios en la práctica, al margen de su discurso
oficial— colocó al Vaticano en una encrucijada.
Antes de ser elegido papa, Eugenio Pacelli había
sido nuncio en Múnich durante bastantes años, desde
los tiempos de la Gran Guerra de 1914-1918 hasta la década
de 1930, asistiendo como espectador de primera fila al auge del
nazismo. Astuto diplomático acostumbrado —a su
pesar— a la proximidad de la sombra proyectada por el
totalitarismo —en Alemania pudo haber muerto a manos de los
comunistas primero, y de los nazis más tarde—
sabía que en cuanto la Iglesia católica tomara
parte por la causa de los Aliados, Hitler descargaría su
despecho masacrando a los católicos más prominentes
de Alemania, y enviando a los de menor rango a campos de
concentración —sin contar con las represalias
masivas que podría tomarse, aprovechando la coyuntura, en
civiles exaltados de algunos países católicos
ocupados, como Polonia o Francia—.

En Alemania, Hitler se había ya bañado en
la sangre de otros opositores mucho menos decididos contra su
régimen que ciertos prelados y clérigos
católicos, que llevaban amenazados de muerte más de
una década por el NSDAP, pero aún vivían por
el respeto popular que despertaban sus sotanas y pectorales.
Pío XII escogió la difícil
opción de condenar los actos sin definirse por los
actores; nunca condenó a Alemania ni bendijo la causa
aliada, hasta que Hitler estuvo neutralizado por la derrota en
1945; y los historiadores le han tachado de filonazismo, en el
pasado y en el presente. Y ése es precisamente el papel
que quiso jugar: prefirió pasar por filonazi durante la
guerra y después de ella, antes que condenar a los
católicos a sufrir la persecución de los nazis o
los soviéticos. A cambio, su neutralidad fue una ventana
abierta y un último recurso para muchos perseguidos en la
Europa ocupada por el Eje de 1940 a 1944; sólo
Pacelli y los que conocieron su biografía de
primera mano supieron cuál fue la verdadera actitud de
Pío XII y sus motivaciones frente a Hitler y
Mussolini. [18] A partir de 1941, la cuerda del papa
funámbulo Pacelli se tensó más,
aunque también comenzó a transmitir por primera vez
tentativas de paz que no venían de los enemigos de
Alemania. Las actas de las mediaciones diplomáticas
vaticanas revelan claramente el vuelco que dio la segunda guerra
mundial a partir de Barbarossa. Cuando Alemania
parecía derrotada, comenzó a mediar en favor de los
alemanes y los que se habían alegrado de sus primeras
victorias, sobre todo en los países ocupados por la URSS.
Para los millones de civiles que no podían ponerse a
cubierto bajo el "paraguas" humanitario de los Aliados
occidentales, la neutralidad vaticana fue el último
refugio frente a la persecución totalitaria, como le
ocurrió a la comunidad judía de Roma en 1943.
[19]

Doce horas antes de la primera alocución
radiofónica de Churchill, a las 12:00 horas del
mediodía en Moscú, aquel 22 de junio, el encargado
de negocios británico insistió en ser recibido por
el segundo de Molotov, el viceministro de exteriores
Vishinsky. Le dijo que aún no había
recibido ninguna instrucción formal de su gobierno, pero
estaba seguro de que la cooperación material y militar
entre el Reino Unido y la Unión Soviética era un
hecho inminente. La embajada británica en Moscú
había enviado ya a las familias de su personal de camino a
la frontera ruso-británica de Irán
—país sometido a protectorado británico en
aquellas fechas— vía Bakú.
Señaló que había escuchado por la BBC que el
gobierno soviético también se estaba preparando
para evacuar Moscú, y expresó su deseo de que el
personal diplomático británico no fuese dejado
atrás. Vishinsky, fingiendo indignación,
desmintió los rumores sobre la evacuación de
Moscú y no quiso llegar a ningún compromiso
concreto en relación con la colaboración ofrecida
un poco ingenuamente por los británicos. Simplemente
prometió que se haría un atento seguimiento del
tren de las familias británicas de los diplomáticos
y dejó cualquier otra cuestión para más
adelante. [20]

Al mediodía del 22 de junio, hora de
Berlín, el embajador italiano ante Hitler, Dino
Alfieri
, fue instado a presentarse al ministro de exteriores
alemán, Joachim von Ribbentrop, para ser
informado de la invasión por los cauces
diplomáticos oficiales. Al recibir a Alfieri a
primera hora de la tarde, Ribbentrop le recitó la
versión oficial alemana sobre las causas del ataque:
"Tengo el honor de comunicarle que esta mañana a las
tres, las tropas alemanas han atravesado la frontera rusa.
Alemania no podía permanecer por más tiempo
indiferente y pasiva ante la concentración de tropas rusas
en la frontera alemana. Esto constituía para nosotros un
serio peligro, una permanente amenaza y una grave
provocación. Le ruego transmita esta comunicación
al ministro Ciano, para que la haga llegar enseguida al Duce en
nombre del Führer."
Al despedirse del embajador,
Ribbentrop aún se vio con ánimos de
decirle: "Hoy es un día histórico para la
Alemania nacional-socialista. Al mando del Führer, las
tropas del III Reich aniquilarán en poco tiempo al
ejército soviético y conseguirán una
victoria total."
[21] Hay quien dice que
Alfieri quedó más preocupado que
satisfecho con estas palabras.

A medida que las grandes potencias iban anunciando su
postura ante la invasión alemana de la URSS, los
países más próximos al acontecimiento fueron
también definiendo la suya. Hungría rompió
inmediatamente sus relaciones diplomáticas con
Moscú. Bulgaria, más discretamente, se
comprometió formalmente a respaldar los intereses alemanes
en su territorio y en aquellas zonas que estuvieran a su alcance,
haciendo referencia a las costas del Mar Negro. El gobierno
español se congratuló sin titubeos por la
invasión, y dejó entreve la posibilidad de sumarse
—de forma más moral que efectiva— a la
aventura alemana, sin descartar el envío de tropas. En
Suecia se vivieron horas de gran aprensión: el consejo de
ministros fue convocado de urgencia y a puerta cerrada; el
ejército fue puesto en estado de máxima alerta; y
la armada recibió órdenes de replegarse
inmediatamente a aguas jurisdiccionales suecas. Por
último, Turquía proclamó discretamente su
neutralidad, dando por buenas las previsiones más sensatas
dentro y fuera de sus fronteras.

En los Estados Unidos, el gobierno hizo pública
una nota oficial en la que condenaba el ataque de Alemania a un
estado que no le había agredido y con el que estaba en paz
desde la firma del Tratado Ribbentrop-Molotov de 1939, y
declaró que toda coalición de fuerzas que hiciera
frente al nazismo y su agresiva política expansionista
sería considerada como "ventajosa para la defensa y
seguridad de los Estados Unidos de América."
Con
diverso grado de simpatía por la URSS y Gran
Bretaña, los países latinoamericanos fueron
haciendo pública su adhesión a la postura
estadounidense, excepción hecha de Chile, donde
existía un fuerte partido pronazi que trató de
desmarcar a su país de la postura dominante; hubo alguna
que otra voz más a favor de Alemania, aunque sin mucho
respaldo. Los partidarios de la postura proalemana buscaron apoyo
en las declaraciones anticomunistas de algunos republicanos
estadounidenses como el senador Taft, autor de una frase muy
comentada en aquel momento: "¿Cómo puede
alguien aceptar la idea de que Rusia lucha por los principios
democráticos? ¿Vamos a aliarnos con el dictador
más despiadado del mundo en nombre de la democracia?"

[22] En Japón, la llamada Comisión de
Enlace
entre el gobierno y las fuerzas armadas se
reunió de urgencia para analizar la nueva situación
producida en Europa por la invasión alemana de la
URSS.

El embajador alemán en Moscú, el general
conde Karl von der Schulenburg, se presentó en el
despacho del ministro soviético de exteriores Vyacheslav
Molotov para leerle el mensaje que acababa de recibir de
Berlín: "Los informes que en los últimos
días ha recibido el gobierno del Reich no dejan subsistir
duda alguna en cuanto al carácter agresivo de las
concentraciones de las tropas soviéticas
[…] El
gobierno del Reich declara que, violando los compromisos
contraídos, el gobierno soviético se hace culpable
de: 1º. Haber concentrado en la frontera alemana todos sus
ejércitos en pie de guerra. 2º. Prepararse con toda
evidencia para una violación del pacto de
no-agresión germano-soviético. 3º. Atacar a
Alemania. Por consiguiente, el Führer ha ordenado a los
ejércitos del Reich prevenir cualquier amenaza, utilizando
todos los medios a su alcance."
El jefe de la diplomacia
soviética escuchó con cara de rabia e impotencia el
comunicado, y luego apostilló: "La guerra. […]
Esto es la guerra. ¿Cree Usted, Sr. Embajador, que nos
hemos merecido esto?"
Tras despedir a un avergonzado
Schulenburg, Molotov fue a ver a Stalin al Kremlin, al
que saludó con la noticia: "El gobierno alemán
nos ha declarado la guerra."
Stalin, que hacía un
gran esfuerzo por no exteriorizar su bochorno, se limitó a
replicar: "Hitler nos ha engañado." [23]
Más o menos a esa misma hora, Italia y Rumanía
declararon a su vez la guerra a la Unión Soviética;
la nueva Eslovaquia independiente, patrocinada por Alemania tras
la anexión de Checoslovaquia en 1938, lo hizo el 23 de
junio; Finlandia, a regañadientes y desconfiando de
Alemania, acabó sumándose a la guerra el día
26. [24]

En Washington, un nervioso y confundido embajador
soviético se entrevistaba con el secretario de estado
ministro de exteriores— norteamericano
Sumner Welles. Éste le dijo que el gobierno de
los Estados Unidos estaba considerando la posibilidad de prestar
asistencia material a la Unión Soviética. En
Moscú, Pravda informó sobre el encuentro,
pero el Kremlin no emitió ningún comunicado oficial
al respecto. La cooperación soviética con
británicos y norteamericanos todavía le
parecía a Stalin una posibilidad con más riesgos
que ventajas. No estaba seguro de que los ofrecimientos de ayuda
no fueran una trampa dispuesta para castigarle a
continuación, por haber traicionado a las democracias
anglosajonas dos años antes, cuando se alió
secretamente con Hitler. Decidió no apresurarse a firmar
ningún tratado con Londres o Washington, con la
tranquilidad de que no había mucho que los
británicos y los estadounidenses pudieran hacer para
frenar la invasión alemana de su país.
[25]

A pesar de los indicios que hablan de que Stalin
quedó paralizado por la sorpresa y el fracaso durante los
primeros días de la invasión, su libro de visitas
demuestra que recibió a un gran número de
representantes oficiales y asesores en su despacho del Kremlin:
29 visitas el 22 de junio, desde las primeras horas del ataque
alemán hasta las 16:45 horas. Al dia siguiente
comenzó su agenda oficial a las 03:00 horas de la
madrugada, que continuó sin apenas pausas hasta las 02:00
horas de la noche. Los tres días siguientes mantuvo
reuniones hasta la media noche. Según Richard Overy,
historiador británico especialista en la guerra
germano-soviética, la apariencia cansada del dictador
comunista no era el resultado de un colapso psicológico,
sino del frenético ritmo de trabajo que siguió en
los primeros días de la guerra. El
Politburó, el órgano supremo del PCUS,
sorprendido por los acontecimientos de la madrugada del 22 de
junio y deseando evitar todavía la guerra, emitió a
las 07:15 horas de aquel día una Directiva
ordenando al Ejército Rojo que se mantuviera alejado de
las fronteras con Alemania, restringiendo el tráfico
aéreo a un límite de 150 km dentro de territorio
enemigo. Mientras tanto, mantenía abierta la
comunicación por radio con el ministerio de asuntos
exteriores alemán y pidió infructuosamente la
mediación del Japón para evitar el conflicto. El
distanciamiento del gobierno soviético de sus unidades
militares en la frontera resulta evidente al analizar su
Directiva nº 3 del propio 22 de junio de 1941,
emitida a las 09:15 horas. En ella se ordenaba a todas las
unidades que rechazasen la ofensiva alemana con un feroz
contraataque. Para las unidades del frente, luchando
desesperadamente por mantener algo de su cohesión, aquello
era pedir un imposible.

La población civil en las ciudades de Bielorrusia
y Ucrania esperaba ansiosamente oír la voz de Stalin por
la radio. Sin embargo fue el ministro de exteriores
Vyacheslav Molotov el que se dirigió a la
nación, en muchos lugares sobre el telón de fondo
de las bombas alemanas o del fragor de los cañones.
Molotov tenía tendencia a tartamudear cuando se
hallaba bajo presión, y por ello evitaba hablar en
público todo lo posible. [26] Habló con
dificultad, su voz se oyó vacilante, casi tartamudeando, y
finalizó con unas palabras redactadas por Stalin:
"Nuestra causa es justa. El enemigo será aplastado. La
victoria será nuestra."
Las frases fueron
pronunciadas con un tono monocorde y carente de
convicción. Stalin, que tampoco era un buen orador,
escuchó la alocución de Molotov por la
radio, y en su siguiente encuentro trató de infundir
ánimos a su ministro: "Parecías nervioso; sin
embargo, hablaste bien." Molotov
, embargado por la gravedad
de la situación, replicó con su habitual dureza:
"No lo creo." En Berlín el 22 de junio fue un
día soleado, lo mismo que en Moscú y en el
escenario mismo de la invasión; la gente de la calle
recibió la noticia con temor resignado, esperando que la
guerra con la URSS fuese definitivamente la última que
tuvieran que sufrir. En el Olympiastadion de la capital
alemana, el Schalke 04 y el Rapid de Viena jugaban la final de la
copa de Alemania (y sus países anexionados); aunque el
favorito era el Schalke, vencieron los vieneses; más de
uno se lo tomó como un signo de mal augurio.

España: la
División Azul

En España, el ataque alemán fue recibido
con euforia por una parte del estamento militar, que en su
exaltación ideológica consideraba que los
comunistas y la URSS habían sido responsables del
mantenimiento del gobierno socialista frente al golpe militar de
1936, sin cuya ayuda habría caído
rápidamente. Los más ingenuos consumidores de
propaganda daban por destruido ya al Ejército Rojo, y
entre ellos destacaban los cuadros más jóvenes del
partido Falange Española, en el que se apoyaba el
gobierno militar del general Franco, muchos de los cuales no
habían podido participar en la guerra civil
española por ser adolescentes. Entre este sector, el furor
fue histérico, alimentado por algunos de sus dirigentes,
que durante los tres años de contienda habían
pasado apuros muy graves, huyendo de la policía
política en Madrid. La noticia de la invasión
alemana de la URSS se extendió con rapidez por todas las
capitales de provincia a través de la radio y los
periódicos de Madrid. La propaganda nazi presentó
la invasión como una cruzada contra el bolchevismo,
convirtiendo a sus soldados en defensores de la
civilización europea frente a la barbarie asiática.
Y hubo muchos exaltados que se lo tragaron, pues corrieron a
enrolarse como voluntarios cerca de un millar de franceses,
daneses, belgas, holandeses, e incluso suecos y suizos; el
anticomunismo era más amplio que la ideología de
ultraderecha, tanto dentro como fuera de Alemania.

En Madrid se produjeron reuniones del consejo de
ministros con Franco en su palacio de El Pardo, los días
23 y 24 de junio. Los asesores militares presentaron informes y
se discutió el cambio de la escena internacional y sus
posibles implicaciones para la postura de neutralidad de
España en la segunda guerra mundial. Los falangistas
exaltados se manifestaron para exigir que España se sumase
a la cruzada contra el comunismo, haciendo mucho ruido en la
calle y frente a las embajadas del Reino Unido y Alemania. Sin
embargo, Hitler era escéptico ante dichas manifestaciones,
y sabía que Franco no estaba nada entusiasmado por ellas
ni se dejaría arrastrar por el júbilo de sus
partidarios; en una carta que le envió a Mussolini por
aquellos días decía: "España está
indecisa y, me temo, sólo tomará partido cuando la
guerra esté ya decidida."
Lo que Mussolini
quizá percibió fue que Hitler le estaba haciendo un
reproche dirigido a él por haber tomado justo esa actitud,
pues Italia no había entrado en guerra al lado de Alemania
hasta que Francia fue derrotada en junio de 1940, es decir,
cuando en Europa occidental la guerra ya estaba ganada por los
alemanes.

Los falangistas se congregaron ante la sede de
su partido en Madrid, y el ministro de exteriores español
y jefe efectivo de Falange, Ramón Serrano
Súñer
, aprovechó la
concentración para asomarse al balcón y gritar
soflamas anticomunistas, repitiendo como un lema:
"¡Rusia es culpable!" Se refería por una
parte a la resistencia izquierdista que se prolongó en
guerra civil apoyada por la URSS entre 1936 y 1939, y por otra, a
las palabras del comunicado oficial del ministerio de exteriores
alemán, el mismo que Schulenburg había
leído ante Molotov en Moscú.
Serrano era el número dos del régimen de
Franco, cuñado del dictador, y era un hombre muy
ambicioso, además de haber perdido a parte de su familia a
manos de las milicias izquierdistas en la guerra civil. Por lo
tanto, dio alas a los que exigían que se enviasen
voluntarios españoles a luchar al lado de Alemania en
suelo ruso. Él mismo pensaba capitalizar la iniciativa,
aumentando así su poder personal y el reducido papel de su
partido en las decisiones de gobierno, que Franco se reservaba
para sí y sus colegas de mayor confianza dentro y fuera
del ejército. Serrano apoyó su iniciativa
en tres puntos: satisfacer las demandas de Hitler para que
España entrara en guerra contra los Aliados; pagar las
deudas contraídas con los alemanes por el apoyo prestado
al bando nacional de Franco entre 1936 y 1939; y vengar el apoyo
que los soviéticos prestaron a los izquierdistas
españoles.

Franco y sus ministros añadieron un cuarto
argumento a los aportados por Serrano: quitarse de
encima a unos falangistas violentos y rebeldes,
descontentos con el nuevo orden social y político
instaurado en España, que no tenía nada que ver con
su ideología de cuño fascista; de esto,
Serrano no estaba al tanto, lógicamente.
Enseguida surgió la duda sobre si no sería mejor
enviar una división regular del ejército, lo que
equivaldría de forma inmediata a una declaración de
guerra o, por el contrario, organizar militarmente a los
voluntarios falangistas que se apiñaban a las
puertas de las improvisadas oficinas de reclutamiento abiertas
por su partido sin contar con el respaldo oficial. Fue el propio
Serrano, que tenía trato continuo con Franco, el
que indicó que eso sería ir demasiado lejos,
haciendo un guiño a la prudencia metódica del
dictador. Se descartó la declaración de guerra
formal a la URSS debido al temor de un bloqueo aliado que
agravase las ya difíciles condiciones de supervivencia de
la población española, aquejada de una posguerra
civil en medio de un mundo en guerra. Finalmente se
decidió formar una división falangista con
los voluntarios, aunque sometida a una plana mayor divisionaria
—cuadro de oficiales y mandos— formada por militares
profesionales, lo que permitió que el clima
ideológico dentro de la unidad se mantuviera bajo la
supervisión de los militares. El envío de los
voluntarios exaltados tenía dos ventajas: por un lado, la
responsabilidad y el coste económico de armar, equipar y
alimentar a los hombres recaía en el ejército
alemán; por otro, un ejército de voluntarios
podía ser desligado de la posición
diplomática del gobierno nacional, aunque entre los
aliados no hubo nunca duda alguna sobre sus bendiciones. Sin
embargo, la reacción aliada fue cauta: nuevamente, Londres
jugó la "carta oculta" del anticomunismo, y
mantuvo su apoyo material a Franco. De hecho, Londres controlaba
totalmente el flujo de suministros de petróleo y
carburante a España, que llegaban de varias
compañías norteamericanas y británicas a
través de sus puertos. Al frente de la llamada
"división azul" —llamada así por el
color del uniforme paramilitar de los falangistas—
fue nombrado el general Agustín Muñoz
Grandes
, militar fiel a Franco que se había
distinguido como un duro conductor de tropas de combate en los
años de la guerra civil. Hitler llegó a tenerle
cierta admiración, pues era un general próximo a
sus soldados y con un marcado liderazgo: "en cualquier caso,
hemos de promover tanto como podamos la popularidad del general
Muñoz Grandes, que es un hombre enérgico, y por el
ello el más adecuado para dominar la
situación"
—Hitler observaba la posibilidad de
imponer un gobierno títere a España—. "Me
alegra mucho que en el último momento se hayan frustrado
las intrigas de Serrano Súñer y su camarilla para
destituir del mando de la 'División Azul' a este general;
pues la 'División Azul' bien puede volver a tener un papel
decisivo, cuando llegue la hora de derribar a ese régimen
dirigido por curas."
[27]

Los que se enrolaron en la División
Azul
, ilusionados voluntarios en su mayoría, viajaron
en tren por Francia y Alemania hacia su punto de
concentración y entrenamiento, un campamento militar
alemán situado en la localidad de Grafenwöhr. Cegados
por la propaganda, los avances alemanes les parecían tan
rápidos y decisivos que temían llegar tarde a la
victoria, dada la confianza que existía en España
sobre el poderío miliar alemán; sin embargo, pronto
descubrirían que tal confianza era exagerada. [28]
La realidad fue muy distinta: primero, tuvieron que renunciar a
sus insignias nacionales y vestir el uniforme alemán;
luego, prestar juramento de lealtad personal a Adolf Hitler,
cuestión que muchos aceptaron sólo a
regañadientes. Engañados por las imágenes de
la propaganda, se imaginaron a sí mismos entrando en Rusia
a bordo de moderno tanques y camiones; en su lugar, emprendieron
la interminable marcha a pie y con carros de caballos que
hicieron la mayor parte de las tropas alemanas en el frente del
este. Sólo una pequeña parte del ejército
alemán estaba motorizado, y muchos de los vehículos
empleados por Alemania para la invasión de la URSS
habían sido capturados en los países derrotados
entre 1939 y 1941. La División Azul fue
destinada, como 250ª División de Infantería,
al grupo de ejércitos norte, alejado de las grandes
acciones relámpago realizadas en el centro y el sur del
frente alemán. La guerra que les esperaba era dura,
estática, en un medio natural excepcionalmente
frío, con muchos meses de invierno y nieve. Sin embargo,
los españoles se desempeñaron bien en sus poco
destacadas misiones de cobertura y apoyo a las divisiones
alemanas en cuyo frente fueron desplegados. Formando parte del
dispositivo de asedio alemán a la ciudad de Leningrado
(act. San Petersburgo) fueron reconocidos como socios fiables y
resistentes por los alemanes con los que compartieron las fatigas
de la lucha frente a los soviéticos. [29] La
División Azul rindió los frutos
políticos, militares e ideológicos que se esperaban
de ella; cuando el general Franco advirtió que la guerra
comenzaba a decidirse en contra de Alemania y a favor de los
Aliados, ordenó la disolución de la unidad y su
repatriación. En sus algo más de dos años de
existencia pasaron por ella unos 40.000 voluntarios
españoles; tuvo unos 4.000 muertos y cerca de 8.500
heridos. De la experiencia directa del criminal dominio
alemán sobre la población báltica y rusa,
muchos españoles volvieron sabiendo cosas que no
habían sospechado. La experiencia les sirvió para
desencantarse de las promesas alemanas, y para recelar de un
totalitarismo mucho más inhumano de lo que habían
creído.

Hitler, que a partir de la invasión de Rusia se
mostró más locuaz de lo habitual sobre sus propias
opiniones y juicios, mostrando abiertamente sus curiosos aciertos
y ridículos errores sobre la realidad de la guerra, no
dejó de aportar su propia versión sobre los
voluntarios españoles en una conversación mantenida
con el general de las SS Joseph "Sepp" Dietrich en enero de 1942:
"Considerados como tropa, los españoles son una banda
de andrajosos. Para ellos el fusil es un instrumento que no
necesita limpiarse. Entre los españoles, los centinelas no
existen más que en teoría. Descuidan la vigilancia,
no se les encuentra en sus puestos; y si los ocupan, se quedan
dormidos en ellos. Si los atacan los rusos, son sus ayudantes
indígenas los que tienen que despertarlos y dar la alarma.
Pero los españoles no han cedido nunca una pulgada de
terreno. No conozco soldados más impávidos y
resistentes en la defensa. Apenas se protegen. Desafían a
la muerte a pie firme.
[…] Extraordinariamente
valientes, resisten todo tipo de privaciones sin quejas, pero son
ferozmente indisciplinados
[…]". [30] Como en otras
muchas cuestiones, Hitler fantaseaba y adaptaba la
información que poseía a su particular
visión de las cosas, teñida de prejuicios. En
general, los españoles fueron bien valorados como
combatientes por los generales alemanes, tendentes a menospreciar
a las fuerzas de los países aliados que combatían
con ellos en el frente ruso. Sus críticas, tan frecuentes
como injustas, denigraron sistemáticamente a
húngaros, rumanos e italianos; sin embargo, eslovacos,
finlandeses y españoles merecieron su respeto.

Partes: 1, 2

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