El soldado – Monografias.com
El soldado
Esa noche, la llovizna fría y persistente
penetraba hasta los huesos. El poncho estaba empapado y la
humedad le traspasaba la ropa. Los pies chapaleaban barro y agua
en el fondo del zanjón que quería ser una
trinchera. Acurrucado junto a una pared de barro, el soldado,
envuelto en poncho, frío y humedad, se abrazaba a su fusil
y rezaba. Sobre su cabeza, a ras del piso, el viento malvinero
castigaba con un silbido helado.
Estaba congelado. Helado hasta los pies. Los
borceguíes húmedos le adormecían las
piernas. El "pié de trinchera" era una penosa realidad.
Cada tanto se paraba y estiraba las piernas para evitar el
congelamiento.
Las noticias corrían pronto. Los ingleses estaban
ahí nomás, a una hora de marcha mas o menos.
Habían arrasado las defensas costeras y les pasaron por
arriba a los correntinos. Los mataron a todos, o eso
escuchó. No alcanzaron el coraje y las bolas que pusieron
para pararlos.
Porque si de algo estaban enterados era de que los
correntinos habían peleado hasta lo último. No se
habían rendido así nomás. Realmente
tenían cojones esos pibes provincianos.
_Ahora nos toca a nosotros, pensó.
En la ladera del cerro donde él se encontraba,
había hileras de trincheras con soldados repartidos en las
posiciones defensivas. En esas zanjas, cavadas a los apurones,
estaban los hijos de La Patria.
El soldado rezaba…él estaba en la primera fila
de trincheras. Sería el primero en verles las caras a los
ingleses…y probablemente uno de los primeros en morir. Ya
sabían los soldados argentinos que los atacantes
aparecían preferentemente de noche. Tenían la
ventaja de la tecnología: miras láser y visores
nocturnos infrarrojos. A los ingleses se las habían
provisto los norteamericanos para luchar contra los
argentinos.
El soldado recordaba a su familia en el continente: Sus
hermanos pequeños que estudiaban en la escuela industrial,
su viejo camionero, su mamá que siempre lo amó.
Aunque él, a veces, no fuera tan bueno con ella. Pero ella
era la madre y le perdonaba todo, como toda madre.
Pero aquí no estaba ella. Ni su familia. Ni sus
amigos.
Aquí estaba solo. A punto de pelear por La Patria
y por su vida.
Los argentinos habían dispuesto vigías que
se turnaban cada hora por el frío. Además llegaron
a consolidar un complicado campo minado a los pies del cerro que
ni ellos mismos sabían muy bien donde terminaba. Por las
dudas, cuando debían bajar para aprovisionarse, daban la
vuelta al cerro por el otro lado.
_En fin, se dijo, si me toca ya está…se
acabó todo para mí.
Ya lo tenía asumido. Notó que había
dejado de lloviznar y el cielo estaba abriendo. Entre las nubes
aparecieron unas estrellas alucinantes como no se ven en Buenos
Aires.
_Un mar de estrellas, pensó, como el que
cruzó el barco que me trajo.
El viento amainó, y al instante sintió que
algo no estaba bien. Se puso en alerta. Su inconsciente le
transmitió una señal de intranquilidad.
_ Hay como una calma chicha. Que raro en esta isla, se
dijo. Nunca lo había visto hasta ahora. Que tranquilo y
calmo que se puso.
Ni siquiera había esa neblina malicienta que
solía estar en esas islas…De pronto, un silencio
invadió todo. No viento, no nubes, no ruido, no
neblina…Nada. En la noche oscura, escuchaba a sus
compañeros toser en la lejanía del cerro, a veces
oía sus voces.
Tuvo un mal presentimiento. Parecía la calma que
precede a la tormenta.
Y así era. Sin esperarlo, algo sonó de
repente, un ruido distinto de los que conocía, algo
así como un fogonazo apagado. Sí, eso era, y
venía de abajo del cerro, justo debajo de él. Luego
vinieron gritos de dolor, gritos raros, no entendía lo que
pasaba. No quería entender.
_No puede ser…una mina no puede ser. No puede ser
que ya estén acá y un inglés hijo de puta
haya pisado una mina…
Se lo repitió varias veces. Allá abajo en
la base del cerro estaba ocurriendo un evento del cuál no
se quería enterar.
Pero el soldado no podía impedir que los
acontecimientos se sucedieran. En ese mismo momento
escuchó un galope apagado y algo pasó corriendo por
sobre su cabeza hacia el origen del ruido: un perro argentino.
Desde detrás de él lo habían soltado los
encargados de los perros.
Un perro de guerra. Los había visto cuando los
trajeron los del escuadrón perros. Eran unos ovejeros
alemanes espectaculares.
De allá abajo oyó gruñidos de
ataque, ladridos, gritos de dolor y un disparo de arma de fuego.
Inmediatamente los ladridos cesaron.
_Ya está, pensó, ya llegó la
hora.
Un súbito calor le invadió el cuerpo. Un
fuego demencial que lo sorprendió: la
adrenalina.
_Qué raro, recién estaba cagado de
frío y ahora tengo calor.
Una luz brotó detrás suyo más
arriba del cerro. Una luz grande, como una cañita voladora
pero gigantesca. Una bengala argentina disparada con
mortero.
Él, en ese momento, parecía estar en otro
lado. Hace instantes estaba muerto de frío en una noche
horrible y ahora tenía calor en un día artificial.
Porque la bengala argentina iluminó todo como si fuese de
día. Y caía majestuosa sostenida por su
paracaídas. Caía muy lentamente. Su luz
bañaba todo el cerro. El efecto era
fantasmagórico.
La luz le permitió ver a un soldado,
compañero y amigo suyo, Aguirre, que venía hacia
él arrastrándose por la trinchera, sin poncho y en
mangas de camisa.
_"A éste también le agarró calor",
pensó.
Cuando el amigo llegó junto a él, se
miraron un momento sin hablar, entendiéndose con los ojos.
Se abrazaron con fuerza como despidiéndose, y el que vino
se marchó a su puesto. Pensamientos llenos de odio, furia
e indignación lo invadieron.
_Mi amigo vino a despedirse. Pero yo no me voy a dejar
matar tan fácil.
No esperó mas, se calzó los anteojos
protectores de viento y se asomó por la trinchera para ver
la ladera iluminada por la bengala. Veía hasta más
o menos unos cien metros mas abajo. Se escuchaban voces, si, pero
aún no se veía nada. Notó que se le
empañaban los anteojos.
_Si no hay viento se empañan, razonó.
Así que se los quitó y los colgó de su
cuello.
Sus ojos se iban acostumbrando a la verdosa luz
artificial. Los enemigos aún no llegaban, pero…algo se
movía allá abajo.
De en medio de la bruma y la oscuridad, emergieron a la
zona iluminada por la bengala unas siluetas humanas. De noche, a
esa distancia y con esa luz no los distinguía bien.
Tomó su fusil y observó a través de la
mira.
Y allí estaban, venían al trote sigiloso,
con sus uniformes camuflados y sus caras brutales.
Los Ingleses.
El fuego le volvió a brotar en el cuerpo.
Más adrenalina.
No esperó más, calibró el alza de
puntería a cien metros, apuntó bien al que
tenía en la mira y disparó. Fue el primer disparo
argentino.
Oyó un silbato y la voz del oficial que ordenaba:
¡Fuego libre! ¡Viva la Patria!. El cerro se
iluminó por los disparos argentinos. El sonido era
ensordecedor.
Cuando el soldado apretó el gatillo de su FAL, el
humo y el ruido del disparo lo descolocaron. Al apuntar
nuevamente por su mira, vio que al que le había disparado
ya no estaba caminando, era un bulto en el suelo.
_Uno menos, vos no me vas a matar a mí, hijo de
puta, yo te maté primero.
El cerro ardió en lenguas de fuego de ambos
lados. Los argentinos, luchaban en silencio, sólo se
escuchaban los gritos de los oficiales alentando a la tropa y
algún grito de dolor o muerte, nada más. En cambio
los ingleses se la pasaban gritando entre ellos: ¡Hey you,
go go, y no sé qué.
El soldado apuntaba y disparaba, apuntaba y disparaba.
Tenía muy buena puntería. Gastó dos
cargadores completos. Solamente en tres ocasiones tuvo que
repetir el disparo para que caiga el inglés.
En eso, al lado suyo, repiqueteos de balas en el piso de
turba le decían que algún inglés le estaba
apuntando y disparando a él, pero vaya a saber por
qué designio del destino, no le acertaba.
Eso le encendió la sangre. Alguien lo estaba
queriendo matar. Sintió un calor insoportable. Se
escabulló al interior de la trinchera y se quitó el
poncho impermeable. Ahora se sentía mejor. Más
fresco y libre.
Cuando se asomó nuevamente, alcanzó a
distinguir un bulto agazapado en la oscuridad a unos 60 metros
abajo y un fogonazo que salía de ese bulto. Al instante
una bala enemiga picó en una piedra que estaba a su
izquierda.
Ya lo tenía. Ese era el puto inglés que lo
estaba queriendo matar. Pero gracias a Dios o a su destino, el
guión del arma de su enemigo estaba mal regulado, por eso
no le acertaba.
No se escondió. Solo apuntó al bulto con
mucho cuidado. Fijó su objetivo y afirmó el pulso.
Más fogonazos y algunas balas que volvieron a picar cerca
de él le dijeron que debía apurarse.
Apuntó a la base del bulto, contuvo la
respiración y disparó. El bulto se
estremeció un poco y quedó inmóvil.
Aún hoy día puede jurar que escuchó el
quejido del inglés cuando murió gracias a una bala
argentina. A otra cosa.
El soldado era uno de los mejores tiradores del
Batallón 5 de Infantería de Marina. Jugaba al tiro
al blanco. Mientras disparaba, veía por momentos de reojo
como iban las cosas por el cerro. En verdad era un cuadro del
Bosco: un infierno.
En la noche, las balas trazadoras dibujaban hilos de luz
entre el cerro y la base, una catarata de fuego. Las llamaradas
de los fusiles argentinos parecían flashes. Miles de
flashes que destellaban en la ladera del cerro.
El fuego de las explosiones era un preludio del
infierno. Las detonaciones de las bombas ensordecían. Hubo
explosiones en las trincheras argentinas. Misiles ingleses,
portátiles. Se los habían provisto los
norteamericanos para luchar con los argentinos. Muchos soldados
murieron por esos cuetitos.
Pero también la base del cerro por donde
venían los ingleses empezó a volar en pedazos.
Nuestros morteros. Los artilleros argentinos habían estado
practicando mucho su puntería.
Los ingleses se detuvieron, no se retiraron al
principio, solo se quedaron en los lugares a los que
habían llegado. Parecía que se estaban
reorganizando, no esperaban una resistencia tan dura. Tal vez
estuvieran engolosinados con lo que les pasó a los
correntinos. Venían a atropellar y ganar. Pero se estaban
llevando un chasco.
Un zumbido intenso comenzó a crecer en el
aire…era algo raro…como un silbido apagado…y
venía aumentando en intensidad. No entendía que
podía ser ese ruido que venía acercándose
hacia la zona de combate. Se iba escuchando cada vez más
fuerte. El soldado lo comprendió luego de que el primer
proyectil disparado por el súper cañón
argentino de 155 mm hizo explosión en la zona ocupada por
los ingleses…y la ladera por donde se estaban acercando los
enemigos prácticamente fue atomizada por la
explosión de ese proyectil. La explosión fue de tal
intensidad que el soldado se quedó sin aire por unos
instantes. Tan fuerte había sido.
El soldado no pudo menos que reír de solo pensar
que los criollos diseñaron semejante arma y la estaban
estrenando contra el mismísimo imperio. Si bien el
ejército poseía un numeroso parque de
artillería, solo había un cañón de
ese tipo en las Malvinas, ya que su tamaño y peso
hacía casi imposible transportarlo a las islas. Tuvieron
que llevarlo hacia allí por partes. Lo desarmaron y lo
trasladaron en aviones Hércules en varios viajes.
Había sido diseñado para la guerra en el
continente. En plena pampa, los argentinos podían disparar
el cañón y hacer que el proyectil caiga
muy…muy lejos. Era un orgullo de las Fabricaciones
Militares Argentinas. Herencia de las fábricas militares
que fundara el General San Martín. Luego de la
caída de Puerto Argentino, los ingleses no terminaban de
desfilar sorprendidos ante tal terrible arma argentina. Les
quedó como botín de guerra y hoy se exhibe en
Londres junto a otros trofeos capturados a los criollos. Una
anécdota no confirmada cuenta que una vez finalizada la
guerra, un oficial inglés de alto rango, frente al
cañón argentino, les preguntó a sus soldados
ingleses qué era lo que veían:
_Un cañón, le respondieron. El oficial les
contestó:
_Yo veo un pueblo que si es capaz de construir este
cañón y encima nos invade a nosotros, es de temer.
Nunca se descuiden…
En esos momentos decisivos, un chasqui argentino
recorrió las trincheras llevando un parte:
_¡A prepararse que
contraatacamos!…¡Calar bayonetas!.
Eso fue muy duro. La trinchera le daba una cierta
sensación de seguridad, pero salir a correr a los ingleses
era demasiado. Oyó los gritos y órdenes del
oficial. Percibió que sus compañeros se preparaban.
Él también.
El contraataque con bayoneta ya lo habían
practicado varias veces en las maniobras previas. Pero una cosa
era la práctica y otra cosa era salir del pozo y verle la
cara al inglés hijo de puta que te quiere matar. Que sea
lo que Dios quiera, no iba a dejar a sus compañeros solos.
Ya estaba jugado.
Se preguntó si los viejos criollos habían
sentido miedo en las invasiones inglesas. En esa ocasión
los habían rechazado. ¿Y ahora?
Pero el soldado se acordó de una cosa: era un
Argentino. Décadas de historia de rechazos a las
invasiones inglesas, luchas por la independencia, cruces de los
Andes, campañas al desierto, guerras contra el Brasil, el
Paraguay y guerras civiles, lo habían hecho heredero de
una tradición de pueblo macho.
Era un Argentino. Un Americano. Un guerrero por
herencia. Era hijo de criollos, que joder. La vena de coraje le
brotó de repente. Ya no tenía miedo. Ya no pensaba
en la muerte. Era espiritualmente libre. Un regocijo
indescriptible le colmó su espíritu. Estaba siendo
parte de la Historia con mayúsculas. Sintió que era
un premio estar allí. Ya no importaba el resultado de la
batalla ni de la guerra. Ya eran héroes. Nadie
podría quitarles jamás el orgullo de haber
enfrentado a lo macho al mismo imperio. No tendrían la
misma tecnología, pero los argentinos les estaban costando
mucho a los ingleses. Eso ya era un orgullo.
Ya sabían los ingleses que aquí existe un
país atrasado, subdesarrollado, tercermundista, bananero,
pobre…pero fue el único país del tercer mundo
que se atrevió a invadir a uno de los centros de poder
mundial, cachetearlo y encima quedarse en la colonia recuperada
haciendo pata ancha y aguantándose el chubasco.
Aguantándose enfrentar a la armada más
poderosa del mundo que encima estaba apoyada por el "americano"
EEUU, traidor del TIAR y de la causa americana. Pero así
estaban las cosas. Las cartas estaban echadas. Ahora que estaba
en el baile, había que bailar.
El cañoneo argentino cesó de repente. La
coordinación con la propia artillería era buena. No
era cosa de salir a la lucha cuerpo a cuerpo y ser atomizado por
una bomba argentina.
A la orden de contraataque y Viva la Patria, las
trincheras argentinas soltaron a los hijos del país. El
soldado miraba a sus compañeros salir de las trincheras y
correr hacia el enemigo. No esperó más, caló
su bayoneta al fusil y aprontó su equipo. También
salió.
_Má sí, que sea lo que Dios
quiera.
Todos, en un sólo grito salieron disparando sus
armas sin parar. La vanguardia inglesa, los invasores,
estupefactos, empezaron a retroceder. Al principio lentamente,
luego, a la carrera, y se metieron sin querer en el campo minado
argentino. Los vio volar en pedazos. El soldado no dejaba de
disparar y gritar para darse valor. Nuestros soldados estuvieron
tan cerca de los ingleses que llegaron a verles las expresiones
de sorpresa y temor en los rostros mientras los enemigos eran
corridos a punta de bayoneta cerro abajo.
Los argentinos recuperaron la base del cerro. Al mismo
tiempo, el soldado sintió un golpe fuertísimo en la
cabeza y cayó al suelo.
_Me tocó, ya fui, me balearon…Dios mío,
perdona mis pecados.
Pero revisó su cara y nada. El casco estaba
desacomodado y al revisarlo vio que tenía un agujero en el
frente.
_Me salvó esta lata.
No lo arrojó, se lo puso y siguió
corriendo tras los ingleses mientras vaciaba el cargador del
fusil. Cuando oyó el silbato del oficial y las
órdenes de regreso, volvió rápido a su
puesto.
El contraataque había terminado. Los ingleses se
habían retirado. En su huida habían pasado por el
campo minado y dejaron varios camaradas adornando el
terreno.
No había más bengalas, estaban todos a
oscuras, los oídos le zumbaban por las explosiones y
disparos. En la oscuridad, adivinó a sus compañeros
que volvían corriendo junto a él a sus
puestos.
_Parece mentira, pero…en esta
oscuridad…¿serán todos nuestros?.
Tal vez algún inglés desorientado
volvía con ellos. El soldado corría hacia su puesto
rodeado de la oscuridad y no encontraba bien la dirección
correcta. Se guiaba por los ruidos y las tenues luces de los
fuegos de las explosiones. Por las voces difusas y algún
que otro soldado corriendo que percibía en medio de la
oscuridad.
Se pegó a uno que iba corriendo delante suyo.
Pero el delantero parecía estar más perdido que
él. Zigzagueaba sin cesar. Aún así, lo
siguió de cerca a escasos tres metros durante un buen
trecho.
De pronto, el cielo austral se iluminó nuevamente
con otra bengala argentina. La noche se volvió a convertir
en día. Fue un instante nomás. El instante en la
vida, en que Dios decide el destino de todo ser
humano.
Y el fallo de Dios fue terminante.
Cuando la bengala iluminó todo nuevamente, el
soldado se percató de que, en su retirada, había
estado corriendo detrás de un comando paracaidista
inglés.
Más calor. Otra súper dosis de adrenalina.
El otro también se dio cuenta de que era seguido por un
argentino. Pero lo hizo demasiado tarde.
Sin testigos, en la soledad de las islas australes, el
drama más antiguo de la humanidad estaba por
suceder.
Hoy en día, el soldado recuerda la
expresión de sorpresa y miedo del inglés cuando, al
verse perseguido de cerca por un soldado argentino, se detuvo
para volverse y dispararle con su fusil automático. En ese
instante supremo, el soldado argentino no se detuvo a apuntar
para disparar. Hubiera muerto si lo hacía… ya no
tenía más municiones.
Tomó impulso y orientando su FAL al cuerpo del
enemigo, hundió la bayoneta hasta la empuñadura en
el pulmón derecho del inglés.
Jamás olvidará el grito apagado de inmenso
dolor del enemigo herido, quién, al ser atravesado por la
daga, inmediatamente dejó caer su fusil. También
recuerda el silbido del aire al salir del pulmón pinchado
y el gorgoteo de la sangre que escapaba por la herida.
El soldado también gritó. Pero su grito
surgió de lo más salvaje y primitivo de la esencia
humana: la supervivencia.
Cuando el inglés cayó al suelo, el soldado
continuaba teniéndolo ensartado en su bayoneta. El otro
pataleó y quiso arrancársela. El soldado
aferró su fusil con fuerza y apoyando su peso en
él, hundió más el sable en el cuerpo del
enemigo al punto que sintió que la bayoneta se estaba
enterrando en la tierra. Escuchó crujidos de tejidos
humanos desgarrándose.
El cuadro era macabro: bajo la mortecina luz de una
bengala en la noche austral, un hombre estaba matando a otro
clavándolo contra el suelo.
Un grito agónico se dejó oir. El
inglés murió agarrando el fusil del soldado y con
un rictus de dolor en la cara. El soldado desclavó al
inglés, tomó la boina verde del muerto y
corrió hacia su trinchera. Aún hoy en día no
se explica porqué se la llevó. No pensaba en nada.
Actuaba como un autómata. Al llegar, encontró su
lugar en la zanja y se escabulló en ella.
Dentro de la trinchera, el soldado se dedicó a
pasar revista a su persona: no tenía más
municiones. Pidió a gritos y un soldado estafeta que se
acercó por dentro de la trinchera se las proveyó
enseguida.
Acomodó su equipo, correajes y cordones.
Bebió agua de su cantimplora y se acomodó para
observar ladera abajo.
Sin novedad.
Un olor desagradable comenzó a sentir una vez que
se tranquilizó y recuperó el aire. Tardó en
comprender que era el olor a sangre que emanaba desde la bayoneta
ensangrentada. No la tocó. Sintió nauseas y asco
pero la dejó colocada en el fusil. Ni cuando llegó
la orden a los gritos de enfundar bayonetas se atrevió a
tocarla. Quedó colocada en el fusil todo el resto de la
noche. No sabía si tomarlo a risa o qué, pero
recordó esa frase "huelo la sangre de un inglés",
no podía recordar de donde provenía. Le
parecía que era una historia que escuchó cuando
niño. En fin, en medio del infierno cualquier excusa era
buena para pensar en otra cosa.
Al rato pasaron revista para ver si todos estaban bien,
o quiénes faltaban.
Y faltaban muchos. A los muertos los pusieron
detrás de las líneas y los cubrieron con ponchos.
Él ayudó a juntar cuerpos. A su amigo Aguirre lo
encontró tendido en el pasto boca abajo, todavía
respiraba, pero sangró mucho y la herida era muy fiera.
Ayudó a llevarlo al sitio donde ponían a los
heridos.
Sintió que algo cambió en el aire y
tardó en darse cuenta de lo que era: estaba clareando, el
alba asomaba y el frío volvió a sentirse.
Volvió a colocarse su poncho impermeable.
_Me estoy cagando de frío otra vez, se me
acabó la adrenalina. Que baile Dios, si sobrevivo a
ésta no seré el mismo pendejo cagón que
era.
Pero no quería pensar en eso. Al llegar el
día fue a ayudar a recoger los heridos y los
cadáveres que habían quedado tirados en el
campo.
Luego se acercó para ver a sus compañeros,
a algunos no los encontró, ya sabía donde estaban.
Los heridos tenían un hospitalito de campaña en un
sitio apartado y los fue a ver.
Nunca pensó que debería soportar las
bromas de humor negro de sus compañeros respecto de la
buena puntería de los ingleses y las risas que
producía su persona cuando lo veían a él.
Cuando se dio cuenta de que el motivo de tales bromas de mal
gusto era el agujero que tenía en el frente de su casco,
lo arrojó con bronca y tomó otro que
encontró al lado del cadáver de un soldado
argentino que estaba junto a otros camaradas
caídos.
Antes de recibir más comentarios fuera de lugar o
bromas pesadas, limpió con el agua de los bidones la
sangre coagulada del inglés ensartado que todavía
estaba ensuciando la bayoneta. Solo cuando quedó
completamente limpia, se atrevió a tomarla con las manos y
enfundarla.
En las trincheras, los soldados argentinos rezaban,
hablaban, callaban, reían o lloraban. Él no.
Sólo pensaba en lo que había ocurrido aquella
noche. Del bolsillo de su campera de abrigo sacaba de a ratos la
boina verde del enemigo que él había matado. No se
la había mostrado a nadie. No lo haría nunca.
Aún hoy día, ya casado y con hijos, esa boina verde
está oculta en un sitio donde nadie la pueda hallar. Nunca
pensó que ese trofeo sea algo como para vanagloriarse.
Simplemente es un recordatorio de que lo que vivió fue
real. Tan real que aún en la actualidad, es atormentado en
sus sueños por la cara de dolor del enemigo
ensartado.
También lo asaltan los pensamientos
de…¿Quién
sería?…¿Tendría
hijos?…¿Alguien lo esperaría en su hogar?.
Pero así es la guerra. Prefería recordarlo
él al otro y no ser recordado por el
inglés.
Sabe que en las islas, hoy en día, debe estar el
nombre del muerto en la placa de homenaje con que los ingleses
honran a sus caídos.
En esa placa debe estar el nombre de "su" muerto. Pero
él nunca quiso enterarse de quién era. Aunque en la
boina verde hay unas iniciales y un número. Por lo que
averiguar quién era no sería tan difícil.
Pero jamás lo intentó.
Hoy el soldado ya está mejor de la
cabeza…aunque no del todo. Cuando ve una película de
guerra no puede más que reir pensando que ningún
film reflejará jamás en lo más mínimo
los horrores de la guerra. Ahora, a veces, puede dormir bien sin
escuchar los gritos de dolor o miedo, sin ver la sangre y los
cuerpos mutilados.
A veces ve en sueños el rostro de los enemigos
que quisieron matarlo a él pero que no tuvieron suerte. No
los odia…sabe que ellos tampoco lo odiaban…solo que
les tocó morir a ellos y no a él. A veces se brota
en accesos de somatizaciones de todo tipo. Pero la vida
continúa.
Esta historia es un homenaje a nuestros soldados, y es
tan verídica como el hecho de que los soldados del BIM 5
de Infantería de Marina Argentina fueron los únicos
que rechazaron a los ingleses en las Malvinas. Solamente
después de la caída de Puerto Argentino el 14 de
junio, bajaron de sus posiciones en los cerros, y al día
siguiente entregaron su armamento en formación
militar.
Gloria eterna a nuestros héroes.
Autor:
Eugenio Martín
Ganduglia