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Las dependencias que sufre la sociedad como consecuencia de la burocracia judicial



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    La esencia de Kafka – Monografias.com

    La esencia de Kafka

    Las dependencias que sufre la sociedad
    como consecuencia de la burocracia judicial

    Octavio arrastraba sus dolidos pies por el
    pabellón carcelario. Más le dolía el alma.
    Tenía vergüenza de si mismo, aun siendo inocente. O
    es que acaso sus pequeños hijos podrían comprender
    la ausencia de su casa, se preguntaba. Sabía que la huella
    que deja marcado el inconsciente, cuando el hombre es
    niño, no se borra con razones, ni por toma de conciencia
    frente a un terapeuta. Lo sabía por intuición, no
    por comprobación alguna.

    El encarcelado tenía treinta y cuatro
    años. Juanita, su hija mayor, ocho, y Perico, el
    pequeñín, solamente cuatro. Cuando Roxana, la muy
    amada madre de sus hijos, se los llevaba, esos días
    deseados por venir, pero aborrecidos cuando se extinguían
    por lo magro de su tiempo, no sabía si soñaba o si
    el encuentro era parte de su torturada realidad.

    Ese domingo la apretó como siempre, a Roxana, y a
    sus pequeños los envolvió de besos, su cabeza
    volcada tras sus, para él, dulces espaldas, no fuera que
    ellos advirtieran sus incontenibles lágrimas. Los humanos
    aprendemos a partir del dolor. Octavio había aprendido a
    dejar de llorar frente a su mujer, a sonreírle a sus
    hijos. Pero ese domingo, cuando Juanita le preguntó, como
    si él pudiera saberlo, cuando volverían a estar
    juntos, para jugar en el patio, haciendo la ronda o
    tirándose almohadones, no pudo evitar que sus manos
    cubrieran su rostro. Estaba roto.

    Un juez atropellado, irresponsable, ignorante de la
    dignidad humana y no tomando para nada en cuenta la
    Constitución del país, lo había condenado a
    Octavio a cumplir siete años de cárcel, al incurrir
    en un torpe error policial, que él no tuvo el tino de
    corregir, encontrándolo incurso en el delito reiterado de
    robo a punta de navaja. El juez había tomado en cuenta
    quien sabe que loca jurisprudencia y el clásico "dura lex
    est lex", a partir de una ley que en este caso no existía.
    Nada tuve que ver, Dios mío, con el punjismo de los
    malvivientes, se lo decía a si mismo, a su abogado, a ese
    juez que tenía orejeras y nunca lo supo escuchar.
    Solamente Roxana estaba convencida de la inocencia de su marido.
    Pero un derecho procesal estricto, nada que reprocharle por ello,
    no podía tomar en cuenta el testimonio de la
    cónyuge, porque le "comprendían las generales de la
    ley", rezaba el código del rito.

    El cotorreo de los vecinos de una ciudad
    española, donde vivía el encarcelado y su familia,
    llegaba al fondo del alma de ese hombre vencido por la
    injusticia. Se trataba de un simple empleado bancario, con
    algunos antecedentes policiales sin importancia, pero que nunca
    había tocado un peso, de los tantos que habían
    pasado por sus manos. El cotorreo y la maledicencia era un clamor
    lejano que lo penetraba como torrente hirviente del infierno.
    Aunque él no lo oyera. No es necesario escuchar para saber
    el placer que siente la gente frente a la desgracia del
    prójimo. Ese infierno dantesco comprendía al teatro
    compuesto por sus compañeros bancarios. Cómo
    convencerlos de la verdad de su inocencia. Octavio tuvo que
    apelar al abogado del gremio bancario para su defensa. No
    tenía un abogado de confianza, porque nunca lo
    había necesitado. Así fue como un formal doctor
    Espinosa, aceptó ser su letrado. Tendría que
    gestionar un préstamo en su propio banco, porque el caso
    no era laboral, para atender los honorarios del abogado. En todo
    caso también tendría que lograr que su banco no lo
    despidiera. Despido que sería sin indemnización por
    existir causa justificada para disponerlo: cómo se puede
    premiar a un ladrón, mucho más por parte de una
    institución bancaria donde se maneja tanto dinero. Se
    trataba de otro juicio en ciernes, cuya discusión
    administrativa ya había comenzado. Hasta ahora
    habían sido buenos en su banco. Como la sentencia aun no
    estaba firme, no le habían suspendido sus sueldos, pero el
    abogado gremial no le daba certeza sobre el resultado. El doctor
    Espinosa le había hablado de que así funcionaba la
    burocracia. Le habló de un ogro burocrático que no
    tiene piedad. Octavio se despertaba de noche, frío y
    sudoroso, espantado por los ojos flamígeros de ese
    monstruo que él nunca había conocido.

    Peor era cuando no se despertaba. Cuando soñaba
    con el ogro que se transformaba en un gato que le caminaba por su
    torso, que le rasgaba la camisa rayada de presidiario, presto a
    morderlo. En esos sueños de dolor levantaba los ojos, para
    evitar encontrarse con los del gato, entonces lo alcanzaba un
    rayo de luz, que entraba por entre las rejas de ese
    pabellón colectivo donde todos sus compañeros de
    prisión dormían. Octavio se dejaba hipnotizar por
    el encantamiento de la luminosidad que le llegaba, buscaba con su
    mirada el fanal de donde provenía: la fuente estaba
    representada por una señora con los ojos vendados que
    sostenía en una de sus manos una balanza, de platillos
    equilibrados: era la Justicia. Al despertar azorado, entre
    sudores, le parecía haberle escuchado a la estatua que los
    hombres no valen nada uno en relación con el otro, como si
    fueran una zapatilla.

    Octavio recordaba las circunstancias que rodearon su
    detención. Un patrullero policial llegó por
    él a su casa, temprano, antes de haber salido para su
    trabajo. Le dijeron que estaba involucrado en unos asaltos:
    debía acompañarlos. La noticia lo dejó
    ahíto. Como Juanita ya estaba levantada escuchó lo
    que pasaba y se puso a llorar: aun sin entender comprendió
    todo. Mucho más cuando Roxana exclamó, fuera de
    sí, esto es un error, mi marido es un hombre incapaz de
    haber tomado para él un alfiler siquiera. Cuando la
    comisión policial lo entregó a Octavio al Oficial
    de turno, éste le dijo que una vecina, doña Josefa
    Martinez de Ortiz, había sido víctima de un robo a
    mano armada, por parte de un individuo que no podía ser
    otro, ella lo había reconocido, que el Señor
    Octavio Gutierrez, su vecino, empleado bancario, y había
    dado los datos domiciliarios. La denunciante manifestó que
    ella sabía que otra vecina también había
    sufrido un robo de iguales características: el
    ladrón amenazaba con un cuchillo. Pero la otra
    damnificada, sostuvo doña Josefa Martinez de Ortiz, era
    una mujer temerosa, tenía miedo a ese farsante de hombre,
    capaz de ser jefe de familía, empleado bancario, pero
    también un pungista de peligro. Cuando Octavio
    escuchó semejante relato no tuvo fuerzas ni para
    defenderse. Quedó perdido en un vacío existencial,
    una suerte de impotencia, la nada lo rodeaba como una serpiente
    que le chupaba la sangre.

    Por supuesto que a instancias del Oficial a cargo del
    interrogatorio Octavio prestó declaración,
    negó balbuceando la veracidad de la denuncia y
    quedó detenido a disposición del juez competente.
    Eso le comunicaron a Roxana que esperaba noticias en la
    Seccional. De allí partió Roxana a su casa, con el
    corazón partido. Será posible, se preguntó.
    Entonces comenzó a sentir un revoloteo dentro de su
    cabeza, el zumbido de un extraño insecto, la duda le
    comenzó a horadar sus firmes convicciones acerca de quien
    y cómo era su marido. Es que el ogro burocrático es
    un tumor social que hace mal en silencio, oprime, priva de
    identidad a la gente, tanto a los servidores públicos como
    al tejido social a quien pretende servir. Se trata de una red que
    nos atrapa y despersonaliza, nos tensiona y puede terminar
    rompiendo hasta la unidad familiar.

    El Juez de la causa también le tomó
    declaración a Octavio, bajo el secreto del sumario. Luego
    el condenado se enteró, por boca de su abogado defensor,
    de que, como consecuencia de la declaración testimonial de
    doña Josefa Martinez de Ortiz, también fue citada a
    declarar la otra vecina damnificada, descripta por aquella como
    una mujer temerosa y reticente. Sin embargo, feliz sorpresa, el
    doctor Espinosa le informó a Octavio que dicha vecina
    reticente, si bien confirmó que había sido objeto
    de un robo donde el ladrón actuaba a punta de navaja,
    dudó enfáticamente que el delincuente fuera
    Octavio, a partir de los datos fisonómicos que recordaba.
    Los testimonios de las damnificadas no eran concordantes: una
    aseveraba, la otra dudaba acerca de la individualización
    del caco.

    Cosas de las actuaciones judiciales, el Juez de la causa
    indagó, procesó y finalmente condenó a
    prisión a Octavio, a partir solamente del testimonio de
    doña Josefa Martinez de Ortiz, sin tomar en cuenta que el
    testimonio de la vecina reticente en un primer momento,
    había sido inducida por la propia policía a
    declarar en contra del bancario. Tampoco se encontró nunca
    la referida navaja instrumental que utilizara el delincuente,
    según testimonio concordante ahora, de ambas
    víctimas. La noche del día en que Octavio fue
    notificado de su condena soñó con la estatua de la
    Justicia, la balanza estaba inclinada hacia uno de los lados.
    Despertó con gran dolor en el pecho, no era un infarto,
    simplemente una fuerte contractura muscular generada por el
    sentimiento de que con él se había cometido una
    injusticia.

    Entonces comenzó para Octavio el tiempo de la
    vigilia. Prácticamente no dormía. El insomnio le
    consumía la vida, a él, que hasta entonces
    había sido un hombre prolijamente sano. Como dormir si
    tenía, no solamente que sufrir su falta de libertad, la
    convivencia bochornosa del pabellón con hombres
    pervertidos y resentidos, la indignación por la
    injusticia, sino lo incierto de su futuro, la falta de trabajo.
    Qué sería de sus pequeños hijos, el dolor y
    la impotencia de su querida Roxana, a quien no le sería
    posible hacerse cargo, ella sola, de todos los gastos para
    atender a la familia. Pasaba el tiempo sin novedad, por la
    largura del proceso. El desvelo se convirtió en un tiempo
    muerto para su vida, porque el descanso es el alimento que el
    animal humano necesita, también la fuente nutricia del
    equilibrio mental que nos hace libres, comprensivos y
    éticos. La noche sin sueño hacía que Octavio
    se desesperara cuando advirtió que ya llevaba en
    prisión tres años, y que también tuviera
    conciencia, angustiosa conciencia, de que aun faltaban otros
    cuatros años para salir de ese infierno. Pero como los
    tiempos muertos pueden convertirse en vida, a poco de que esa
    entropía vital, como la llaman los cibernetistas, se
    retroalimente hacia el pasado para lograr "mirar lo que no
    habíamos visto hasta ahora", a fin de poder superar los
    obstáculos o conflictos que nos impiden avanzar en nuestro
    destino, a Octavio le nació la ocurrencia de ponerse a
    estudiar derecho. Haber si de ese modo podía encontrar el
    punto de apoyo que proclamó Arquímedes de Siracusa
    si se quería mover el mundo, Octavio solamente deseaba
    poder moverse a si mismo, salir del fárrago de ese
    insoportable presente que no comprendía.

    He aquí que Octavio también se entera, a
    partir de los informes que le brinda su formal abogado, que la
    policía ha detectado que se han producido en la ciudad
    otros robos de iguales características. Por supuesto que
    ello ha ocurrido con Octavio encarcelado. La policía en
    este caso identifica al nuevo ladrón que resulta ser Julio
    Bellagamba, alias "navajita", quien luego de detenido confiesa
    sus andanzas rateriles, entre ellas a doña Josefa Martinez
    de Ortiz, también a la vecina reticente. Entonces estoy
    salvado, exclamó con entusiasmo Octavio.
    ¡Recuperaré mi libertad! Se lo decía a
    Espinosa. aferrándolo del brazo. No se euforice aun
    Octavio, o es que se ha olvidado ya del ogro burocrático.
    El letrado era un hombre realista, sapiente de los absurdos
    avatares que genera la burocracia administrativa, también
    la judicial.

    Los días pasaban y Octavio no recibía
    noticias nuevas de su letrado. Preguntarle a una autoridad del
    presidio era absurdo, capaz que la respuesta fuera que recibiera
    una sanción por insolente. Pedir ser entrevistado por el
    Juez de la causa o por el Secretario judicial, o por algún
    empleado del Tribunal que pudiera saber algo, era tan
    impertinente como lo otro. Pedirle a Espinosa que interpusiera
    una solicitud judicial eficiente. Octavio había escuchado
    que había una acción constitucional llamada algo
    así como "habeas data", para saber si la policía le
    había comunicado al Juez de la causa que se había
    descubierto al verdadero ladrón. Fue entonces cuando se lo
    sugirió a su mujer, en la primera visita que tuvo con
    ella, después de la reciente nueva. Le dijo a Roxana que
    lo visitara a Espinosa y, respetuosamente, que se lo
    sugiriera.

    No había más remedio para Octavio que
    esperar otros siete días para tener una devolución
    a su esperanzada pretensión. Pero no tuvo que esperar
    tanto, a las cuarenta y ocho horas apareció su abogado,
    visiblemente alterado. Cómo se le ocurre, le dijo, que yo
    voy a presionar judicialmente ante la propia Justicia. Es que no
    sabe que también es una corporación que se auto
    protege ante la posibilidad de que se pongan en evidencia sus
    posibles errores, porque que los tienen, los tienen. Es natural,
    todos podemos cometer errores. Además, Usted no puede
    ignorar que los abogados tenemos mucho cuidado de molestar a los
    tribunales con ese tipo de presentaciones. Iré antes a la
    policía para averiguar si ya han enviado las nuevas
    evidencias al Juzgado que intervino en la causa y que lo
    condenó. Lo cierto es que, cuando en la policía me
    informaron de la aparición del verdadero responsable,
    también de la declaración rectificatoria de
    Doña Josefa Martinez de Ortiz, quien había
    reconocido a "navajita" como su verdadero ladrón, no les
    pregunté cuanto tiempo hacía de esto. Que torpe
    soy, le confesó Espinosa a su defendido.

    Octavio había comprendido que el ogro
    burocrático era una red que capturaba conductas por ambos
    lados de los mostradores de tribunales. Una madeja que iba
    creciendo cumpliendo la ley de Parkinson, ese sociólogo de
    la organización burocrática, se lo adelantó
    un compañero de estudios, cuando se encontraron en una
    clase de sociología. Octavio tenía permiso
    carcelario para concurrir a clases con custodia policial. Siempre
    entre rejas dentro del camión policial. Solamente dentro
    del aula de la universidad respiraba ese soplo de libertad que
    genera un centro de estudios. Y ese compañero, que se
    llamaba Matías, le explicó que el descubrimiento
    que realizó Parkinson fue la impotencia de toda
    "administración" cuando programa reducir su tamaño,
    a veces despidiendo empleados, otra reuniendo oficinas. Lo cierto
    era que el tumor burocrático no dejaba nunca de crecer. De
    ese modo se enteró Octavio que un pensador de comienzos
    del siglo XX, llamado Max Weber, había calificado a la
    burocracia como un sistema de dominación. El
    diagnóstico del gran pensador era correctísimo,
    reiterado en el tiempo por todos los grandes sociólogos
    que lo sucedieron, pero el gran hombre se quedó con su
    preciso diagnóstico, no encontró el remedio para el
    tremendo mal que han sufrido todas las organizaciones sociales a
    lo largo del mundo.

    Mientras iba y volvía Octavio en el enrejado
    camión que lo transportaba de la prisión al aula,
    luego del aula a la prisión, se preguntaba
    ¿Cómo pretendo yo, a partir de mi pequeñez
    humana e intelectual, romper la maya burocrática que me
    oprime? Entendió claramente la razón de ser de ese
    sueño con la estatua portante de la balanza que simboliza
    la Justicia. Comprendió porque una vez la
    soñó inclinada. En su caso estaba claro que pesaba
    más la balanza donde estaban los obstáculos
    administrativos, que la otra, donde lucían los diamantinos
    de la argumentación jurídica. Matías, su
    compañero de estudio, que lo aventajaba en antigüedad
    en la carrera, había dejado colgada sociología para
    más adelante, por eso su encuentro con el apremiado
    Octavio, que eligió cursar sociología
    después de haber aprobado una obligatoria primera
    asignatura, como lo era la clásica "Introducción al
    Derecho". Los diálogos del encarcelado con Matías
    eran ricos en información para Octavio. No olvides nunca,
    le repetía Matías, que "justicia tardía no
    es justicia". Ese apotegma acompañaba al atribulado
    empleado bancario, desde que comprendió su significado y
    verificó la plena verdad de su contenido.

    El estudio a Octavio le había despertado una
    capacidad especulativa ajena a su cotidiana vida. Ahora miraba
    cosas que antes nunca miraba. Buscaba permanentemente el otro
    lado de las cosas. Se descubrió como un incipiente
    filósofo, hambriento de verdad, de la real no de la
    aparente. Cuando en una clase de derecho procesal el profesor le
    dijo que el proceso judicial se encontraba maculado por los
    llamados "tiempos muertos del proceso", que dilatan los juicios,
    muchas veces hasta hacerlos morir por prescripción, es
    decir por el paso del tiempo, entonces Octavio comprendió
    que también su pretensión de justicia podía
    morir, enmarañada la argumentación de su abogado
    por los largos trámites que debían sustanciarse
    para lograr resultados aparentemente simples.

    Eso pensaba Octavio cuando le comunicaron la nueva
    visita de su letrado. Lo recibió con una mirada
    fría, llena de escepticismo, como si ya supiera que iba a
    volver a escuchar la sanata argumental de siempre. No corresponde
    Octavio, que vamos a hacerle. Solo apelan a la dureza y frialdad
    de la ley escrita. El condenado por hechos que no había
    realizado lo saludó con un "ola", como diciéndole,
    estoy preparado para lo mismo. Por cierto que no se
    equivocó, aunque el informe abogadil superó su
    apresurada imaginación. He aquí lo que
    escuchó:

    -Mire Octavio, me he enterado en la policía, que
    se han olvidado de comunicarle los nuevos hechos, la
    retractación de doña Josefa Martínez de
    Ortiz, al Juez que lo tiene condenado a esta prisión
    inicua. El comisario esta muy consternado. "Que hipócrita,
    pensó para si Octavio: que le puede importar si sus
    olvidos deben ser tan frecuentes. No creo que piense que lo vayan
    a sancionar por ello". –Y Usted que ha hecho- le
    espetó Octavio, transformando su frialdad en una suerte de
    protesta. Pues reclamé con energía la
    reparación de tamaña omisión administrativa
    por parte de la institución policial. No me pida que haga
    la denuncia a la superioridad del comisario, porque yo vivo de
    esto, me comprende- Octavio comprendía todo y mucho
    más, pero todavía no se había enterado del
    final de la historia, que era la historia del único drama
    que había sufrido en su corta, pero ya eterna
    vida.

    Concretamente, Espinosa, qué hizo la
    Comisaría, fue la inmediata pregunta que hizo Octavio.
    Estaba arto de preguntas, perdido por falta de al menos una
    respuesta que lo gratificara. -Me prometieron enviarle al Juez
    los nuevos hechos, de inmediato, hoy mismo, porque recién
    hoy pude tener una audiencia con el Comisario- Los demás
    oficiales se lavaban las manos. No querían dar la cara. El
    Comisario estaba siempre ausente, ocupándose de otros
    casos, claro, más importantes que el caso de un vulgar
    raterito de a navaja.

    -¿Ya pasó por el Juzgado de ese
    cabrón que me tiene preso siendo inocente? ¿O es
    que se la cree que en el tribunal no sabían nada de eso
    del olvido policial? Yo estoy seguro, escupió el artazgo
    de Octavio, que saben lo de la retractación de Doña
    Josefa Martínez de Ortiz, lo del descubrimiento del
    verdadero ladrón, también que sus últimos
    robos se han producido después de estar yo detenido,
    seguramente antes de haberme condenado.

    La argumentación del joven empleado bancario,
    limpio e inmaculado en su foja de servicios, padre de dos hijos a
    quienes adora, esposo de una adorable mujer a quien tiene
    presente todos los días de su calvario, le nació
    con una espontaneidad y firmeza que lo sorprendió a
    él mismo. Las aulas universitarias lo habían hecho
    crecer en saber y en solvencia humana. Tenía
    clarísimo que los llamados "tiempos muertos del proceso"
    eran la muerte de los derechos. Tantos "tratados sobre derecho
    humanos", acumulados en todas las bibliotecas del mundo,
    decorando nuestra civilización después del
    holocausto que generó el genocidio producido durante la
    Segunda Gran Guerra, tanta letra honrada por la política y
    tanta muerte de los derechos, no denunciada. Un ogro
    burocrático que se comía cotidianamente el goce
    práctico de los derechos. Octavio pensó para si
    mismo: ¿estará en trámite un tratado
    internacional sobre la lucha contra el flagelo que produce la
    dominación burocrática?

    El abogado Espinosa estaba sorprendido por la nueva
    personalidad que se había despertado en Octavio. Entonces
    tuvo la prudencia de ser más cauto. Los abogados son, en
    potencia, dirigentes políticos, y todo dirigente tiene que
    tener cautela, para que el barco social no termine capotando,
    también para no perder las próximas elecciones como
    consecuencia de haberse comportado con imprudencia.

    -Pero claro Octavio-, fue la respuesta de un letrado
    prudente a un defendido que ya no hablaba por sus sentimientos,
    que no era un simple personaje estólido, sino un luchador
    a partir de una línea argumental filosa. Cuanta sorpresa
    había despertado en Espinosa escuchar la consistente
    argumentación de su defendido denunciando a la burocracia.
    -"Estuve de inmediato en el Juzgado y me dijeron que la
    comunicación policial recién había
    ingresado, que debería pedir vista de la misma, que
    él sabía perfectamente que reabrir un juicio no
    "era soplar y hacer botellas"-. Notable erudición
    histórica la del oficial que atendió al letrado.
    Era muy bueno que don José de San Martín fuera un
    padre de la patria actuante, también en el pensamiento
    viviente de un simple funcionario judicial.

    -"Hay que esperar, Octavio, hay que esperar. Nada es
    fácil en un proceso penal que no está gobernado por
    la pura y exclusiva oralidad. Todo hay que pedirlo por escrito,
    vista al Fiscal, y si perdemos la revisión debemos ir en
    apelación a la Segunda instancia"-

    Entonces tendré que esperar otros tres
    años, al menos, argumentó Octavio, no sin cierta
    ironía. No tanto pesimismo, fue la respuesta del abogado.
    -¿Cuanto tiempo entonces?- retrucó el detenido. No
    lo se, no puedo ser mago, se le escuchó contestar a un
    abogado vencido por la conchuda forma de expresarse de su
    defendido. Para quienes no son afectos a la lectura del
    Diccionario del Real Academia Española de la Lengua, les
    recordamos que la segunda acepción de "conchudo/a" es
    "astuto, cauteloso, zagás". Una buena oportunidad para
    culturalizarnos, sin producir escándalo. Mucho más
    escandaloso, por cierto, en el supuesto de que no existiera esa
    segunda acepción lexicográfica, es lo que le estaba
    pasando a nuestro inocente y dolido Octavio.

    Mientras pasaba el tiempo inexorable del nuevo
    trámite judicial de revisión de la sentencia
    condenatoria de Octavio, claramente inocente frente al nuevo
    testimonio de la única testigo que lo había
    sindicado como el autor del robo a punta de navaja, no otra que
    Doña Josefa Martínez de Ortiz, quien ahora
    había reconocido al verdadero autor navajiento que le
    había robado, circunstancia ratificada por la otra
    testigo, una reticente que había dejado de serlo, mientras
    ese tiempo pasaba como si tal para Octavio, éste
    seguía sus estudios, de la mano gentil de su
    compañero Matías. Te encuentro obsesionado Octavio,
    le decía Matías, no por aprender derecho, sino los
    hechos que obstaculizan la vida del derecho. Claro que sí,
    le respondía su compañero presidiario, quiero
    desatar el nudo que esgrime el ogro burocrático para
    convertirse en una dominación insufrible. Quiero que ello
    salga a la luz, porque nadie lo sabe. La ignorancia es la que
    gobierna la vida de los pueblos ignorantes, y nosotros somos un
    claro ejemplo de ello.

    El diálogo entre los nuevos amigos se prolongaba
    esclarecedor. Con cárcel y sin cárcel, nada
    importaba, ya eran iguales. La hermandad del aula universitaria
    que iguala a todos, a pobres y a ricos, a judíos,
    católicos, protestantes y a musulmanes, también a
    los budistas con los ateos, a todos ellos entre si, claro
    está. Y ese dialogo ensanchaba el saber de los amigos,
    Matías lo introducía a Octavio en lecturas
    sociológicas y pedagógicas, insólitamente
    nuevas para el encarcelado, éste le hablaba de
    contaduría, de elementos matemáticos ignorados por
    uno hombre ducho en ciencias sociales, como lo era Matías.
    De ese diálogo surgió el debate introductorio al
    pensamiento del gran pedagogo brasileño Paulo Freire.
    Octavio se deslumbró con el descubrimiento. El
    brasileño había escrito una "Pedagogía del
    oprimido" que, de sólo escuchar el título de la
    obra le daba escalofríos. Octavio era un hombre recto en
    búsqueda de justicia, pero no un mentor de ideas
    revolucionarias, de corte marxista. Matías, en cambio, se
    dejaba seducir por el canto de sirena del gran Paulo, y se
    esmeraba en convencer a Octavio que Freire, en ese libro, no
    hacía daño alguno, sino que, al igual que el
    injustamente condenado, no hacía otra cosa que ir a la
    búsqueda de la justicia, de la justicia social, en su
    caso.

    En la mirada de Octavio reinaba el escepticismo.
    Entonces Matías cambiaba el argumento y le leía el
    texto de "La educación como práctica de la
    libertad", la obra pedagógica fundamental de Paulo Freire,
    no la ideológica. Cuando Octavio escucho ese título
    tan preñado de significado, tan amplio en su
    vocación humana, tan compatibilizador del liberalismo como
    del socialismo, vibró en sus fibras íntimas. Como
    Octavio se había convertido, en su cárcel forzosa,
    en un indagador de la verdad, como si fuera un filósofo,
    cuando escuchó que la "educación podía ser
    una práctica de la libertad", tomó conciencia que
    esa había sido la ignota búsqueda de toda su vida,
    que la injusta cárcel que estaba sufriendo había
    tenido por virtud convertir en vida misma lo que hasta ahora era
    ignoto. En la cárcel, se dio cuenta Octavio, había
    encontrado el modo de buscar la educación, su
    educación social, ahora Paulo Freire le enseñaba en
    su libro que la educación no es un saber bancario, una
    cuenta corriente como esas que él manejaba todos los
    días en su banco, sino una práctica de la libertad.
    Octavio ya la estaba practicando en el aula discutiéndole
    a los profesores, hablándole con firmeza a su abogado
    Espinosa. Las rejas ya habían comenzado a caer desde su
    intimidad, desde su condición de hombre. El ejercicio de
    esa libertad debía encender su discurso ante los jueces
    cuando lo citaran para resolver su pedido de revisión.
    Sueños de un hombre que no tomaba conciencia que su
    libertad interior no tenía porque haber penetrado el
    espíritu de unos tribunales de justicia gobernados por el
    lema "dura lex est lex", lo cual significaba que la ley dura es
    ley aunque sea injusta.

    El filósofo y sociólogo bulgaro-frances
    Tzvetan Todorov, recuerda Octavio, es uno de los pensadores
    más influyentes de Europa. En su libro "El nuevo desorden
    mundial", Todorov divide el mundo en cuatro tipo de
    países: "los países del apetito", que no son los
    países hambrientos pero que tienen hambre de crecimiento a
    partir de la globalización: es el caso del Japón,
    de China, de India y del Brasil; los "países de la
    indecisión", que yo denominaría "países
    cuyos pueblos huyen de su condición de pobres", porque en
    ellos la gente emigra a la búsqueda de alimentos, es el
    caso de los turcos que invaden Alemania, de los marroquíes
    que invaden España, de los argelinos que invaden Francia;
    luego están los "países del resentimiento", porque
    se sienten perseguidos, como los musulmanes y los judíos,
    que curioso, los eternos enemigos; finalmente están "los
    países del miedo", que son los países ricos, como
    los Estados Unidos, Gran Bretaña, España, los
    centro europeos, que siendo ricos temen los ataques y atentados,
    que por cierto ya han tenido. La respuesta del miedo es la
    desvastación norteamericana de Irak y la ocupación
    militar de Afganistán, comandada por los Estados Unidos,
    para destruir a los comandos asesinos de Al Qaeda que se esconden
    en ese país, sin éxito alguno. Lo único que
    ha conseguido Estados Unidos es debilitar a Paquistan, el vecino
    de Afganistán, que baila al compás de la guerrilla
    suicida y del batallar norteamericano. También ha
    conseguido que los Gobiernos de los países de la OTAN
    convocados a intervenir en Afganistán, a instancias de
    Estados Unidos, cada vez reciban más criticas de sus
    pueblos y de los partidos políticos opositores.

    La gran conclusión de Todorov es que "el miedo a
    los bárbaros" -que es el título de uno de sus
    libros– de debe llevar al miedoso (a Bush, digamos) a convertirse
    en un bárbaro. Eso le pasó a la dictadura militar
    argentina que gobernó entre 1976 y 1983. Esa Argentina que
    no entra en ninguno de los tipos de países
    señalados por Todorov: es rico en alimentos, pero millones
    de argentinos tienen hambre; por los argentinos ni sus gobiernos
    están buscando crear condiciones de desarrollo para salir
    de esa condición; no son los argentinos un pueblo que
    esté huyendo de su país hacia otras latitudes;
    tampoco tiene resentimiento con ningún país vecino;
    y si bien ha sufrido el ataque terrorista suicida en la basta
    comunidad judía que habita su territorio, no ha salido a
    hacer la guerra a nadie, de lo cual debemos
    felicitarnos.

    Durante cuatro meses el abogado Espinosa no
    apareció por el penal. A Octavio nada le importó el
    hecho. Hubiera llorado de dolor si la ausente hubiera sido su
    mujer y si no hubiera podido besar periódicamente a sus
    hijos. Pero ese daño moral no le fue inflingido. Durante
    la semana Octavio sufría el bochorno del pabellón
    común, digamos que sus compañeros lo empezaron a
    respetar cuando se enteraron que, en realidad, Octavio no era uno
    de ellos. Los delincuentes pueden llegar a tener algún
    código no ganado por el sistema burocrático. Claro
    que si leemos las noticias que a diario salen en los diarios,
    sobre todo en los argentinos, en éste tiempo de violencia
    social irracional que nos gobierna, es posible que la
    última consideración no se ajuste a una realidad
    posible. Pero en el caso de Octavio así fue, determinante
    reparadora de aquello que la racionalidad social humana no
    había podido constituir.

    A los cuatro meses apareció Espinosa,
    ceñudo su panorama visual, cauto, conociendo la gravedad
    de su informe, presumiendo la justificada reacción que
    generaría en Octavio. El Juez de la causa, el que
    había firmado la referida condena del empleado bancario,
    recibió el informe según el cual un tal "navajita
    Bellagamba" había sido condenado por múltiples
    delitos, usando navaja, muchos de ellos ocurridos durante la
    misma época que determinó la condena de Octavio. El
    informe al Juez agregaba que Doña Josefa Martínez
    de Ortiz había modificado ante la policía su
    anterior declaración, sosteniendo que se había
    confundido porque ambos hombres tenían marcas de granos en
    la cara, pero que a la vista y reconocimiento de "navajita", se
    daba clara cuenta que se había equivocado. El Juez
    interviniente, el mismo que había condenado a Octavio con
    el único fundamento del testimonio de Doña Josefa
    Martínez de Ortiz, dijo que no podía revocar su
    decisión porque "la aparición de los nuevos papeles
    era tardía". Además sugirió que el condenado
    debía probar que efectivamente no era el autor del hecho.
    Una clara inversión de la carga de la prueba, impropia en
    un juicio penal. El disparate mayor de la Justicia fue que el
    Juez ordenó el procesamiento de Doña Josefa
    Martínez de Ortiz por falso testimonio, dado que
    había producido dos testimonios contradictorios, pero ello
    no alcanzaba para librar de responsabilidad a Octavio. Semejante
    disparate tuvo que referirle el letrado Espinosa a su defendido.
    Le dijo además, ¿para alentarlo? que había
    interpuesto recurso de apelación ante la Cámara del
    Fuero. Octavio lo miraba sin mirarlo, estaba pensando en la
    "educación como práctica de la libertad", y
    cómo hacer para lograr practicar con más intensidad
    la libertad entre rejas.

    Demás esta decir que no le importaba a Octavio
    saber como resolvió la cuestión la Segunda
    Instancia o el Tribunal Supremo del país donde
    operó, del modo que relatamos, el ogro burocrático.
    En el supuesto de que esos tribunales hubieran hecho "justicia",
    la injusticia ya estaba consumada, por virtud de la operatoria de
    la maldita dominación burocrática: error policial
    al no remitir los nuevos testimonios de inmediato al Tribunal
    interviniente; error judicial al aplicar dogmas de efectos
    claramente inconstitucionales. En rigor, que le importó a
    ese Juez la Constitución, lo cierto es que la ley
    Fundamental estaba muerta por no ser aplicada. Los tiempos
    muertos del proceso se convirtieron en la el tiempo muerto de la
    Constitución, Tiempo muerto para la Ley Suprema de
    cualquier país del mundo.

    Lo concreto es que Octavio tuvo que entregarse a su
    fatal destino. Dejar que el tiempo pasare frente a la
    indiferencia del aparato burocrático que lo llevó,
    sin razón, a la cárcel. Su abogado Espinosa, cuando
    leyó la sentencia desestimatoria, lo visitó en esa
    prisión obligatoria que le había obsequiado la
    sociedad y la Justicia de su país, cumpliendo el rito de
    todo abogado: asistir espiritualmente al condenado
    leyéndole formalmente la pieza judicial. Apelaremos, le
    dijo. Octavio lo miró perplejo y se acordó que el
    día anterior había leído que Albert Einstein
    sostuvo una vez que "Solo hay dos cosas infinitas: el universo y
    la estupidez humana. Y no estoy tan seguro de la primera". Ahora
    Octavio sí estaba seguro de la segunda, luego de escuchar
    el tonto mensaje que acababa de enviarle su defensor.

    No será mejor intentar que nuestro Presidente se
    apiade de mi, le preguntó el prisionero a Espinosa:
    recuerdo haber estudiado en un libro sobre Introducción al
    Derecho, que nuestra Constitución lo autoriza a indultar a
    quienes hayan sido condenados a una pena, cuando la misma resulta
    injusta o inicua, sostiene la jurisprudencia. Para eso se
    precisan amigos políticos, fue la respuesta del lavamanos,
    no otro que el formal abogado. No tengo amigos políticos,
    reconoció Octavio. Pero podríamos acudir a la
    prensa, agregó, o lo que me ha ocurrido no es escandaloso
    ¿Usted piensa que la opinión pública se
    reirá de mi?

    Espinosa consideró que ya había cumplido
    con su deber hasta el artazgo. Era demasiado seguirle dedicando
    tiempo a alguien con tan mala suerte. Saludó
    respetuosamente y se retiró.

    Era evidente para Octavio que la cuestión en su
    causa eran los hechos nuevos llevados a juicio por su abogado, es
    decir la rectificación de la testigo de cargo. "Como los
    papeles nuevos no le habían llegado al tribunal inferior",
    no llamándola a declarar nuevamente, los Tribunales
    intervinientes se quedaron tranquilos, aunque sus miembros hayan
    dudado sobre si en el caso la Justicia no estaría
    cometiendo una injusticia. Cuando a Cristo Pilatos le
    preguntó ¿qué es la Justicia? el nazareno
    bajó la cabeza y guardó silencio. Tampoco tuvieron
    en cuenta que la Declaración Universal de los Derechos
    Humanos en su art. 11 consagra el principio de la duda a favor
    del reo, y que lo mismo hace la Carta de los Derechos
    Fundamentales de la Unión Europea. Decidir mirando el
    pasado, y no la variedad cambiante que genera cada caso, no es
    propio de ningún tribunal de Justicia. Octavio estaba
    exultante con su decisión de estudiar abogacía.
    También se había enterado que el gran jurista y
    politólogo español Manuel García Pelayo, que
    había sido el primer Presidente del Tribunal
    Constitucional español, ya fallecido, era recordado por
    mucha gente, frente a este caso, como diciendo: "si vos Manuel
    hubieras estado, tamaña decisión no su hubiera
    tomado". Y no había dejado de enterarse que el
    filósofo político italiano Luigi Ferrajoli,
    admirado por unos, denostado por otros, en su libro "Derecho y
    razón", pone en evidencia que un fallo que carece de
    razones, nunca puede ser una sentencia justa.

    Si no hubiera sido por sus viajes a la Universidad y a
    la amistad con esa estupenda persona que encontró en
    Matías, la vida de Octavio en la cárcel
    tendría sentido, solamente, para dar satisfacción a
    la espera semanal del reencuentro con su querida familia. Pero el
    estudio le dio una proyección distinta al sentido de su
    vida. Ahora Octavio aprendía del dolor, se preparaba para
    salir en libertad, dentro de cuatro años, aun joven, pero
    hecho otra persona. Decidió entregar el resto de sus
    años útiles a exterminar el ogro
    burocrático. Para eso lo consultó nuevamente a
    Matías y este le dijo que debía solicitar que la
    Universidad le nombrase un tutor de una investigación
    científica. Que definiera el tema, hiciera un boceto de su
    proyecto, para de ese modo comenzar a construir esa maravillosa
    "Catedral" que se había propuesto. Octavio abrazó a
    Matías como no había hecho jamás con
    ningún amigo: entonces pudo llorar sobre su hombro, pero
    no de dolor, sino de alegría, había encontrado al
    portador de la linterna -¡Oh Diógenes bendito,
    cuanto te comprendo!- Se dijo.

    Tendrás que solicitar una audiencia con el
    Secretario Académico de la Universidad, se apresuró
    a deslizarle a Octavio su amigo. Tendrás que ayudarme,
    Matías, porque el custodio que me está esperando no
    tiene otra orden que llevarme de vuelta al presidio.
    Tendrás que presentar una nota formal al menos, le
    observó Matías, no olvides que el tejido de la
    burocracia es nuestro vestido natural. Conseguime una hoja de
    papel y haré la nota, fue la respuesta esperanzada de
    Octavio.

    Así comenzó a diseñarse el camino
    del nuevo futuro del bancario Octavio Gutiérrez, un
    prisionero de la incenzatés humana, esa partera de la
    historia cuando se encuentra con hombres decididos a luchar por
    el derecho en serio. "La lucha por el derecho" era otro libro que
    tenía presente el precoz investigador encarcelado: lo
    había escrito Ihering, un alemán con
    espíritu de revolucionario.

    No le fue fácil a Octavio conseguir que lo
    aceptaran como investigador, siendo un condenado y,
    además, un recién iniciado en sus estudios. Pero la
    Universidad fue la justiciera que compensó la mala praxis
    que generara el ogro burocrático en el empleado bancario.
    El director de tesis resultó un especialista en
    organización del trabajo, un investigador que había
    profundizado la brillante labor pedagógica social cumplida
    en los talleres de trabajo japoneses, en el Japón que
    siguió al holocausto nuclear de 1945. Se trataba de un
    matemático con rostro y sentimientos humanos, del mismo
    linaje del pionero Edward Deming, el padre de la gestión
    de calidad en el mundo. Roberto Bolaños fue el tutor que
    lo condujo por ese apasionante camino, por el desafío
    desburocratizador. Matías fue el testigo permanente del
    crecimiento teórico y práctico de esa
    vocación nacida sin abortar, con cesarea, cantarina vos en
    el desierto de la indiferencia.

    El trabajo investigativo de Octavio fue de campo,
    apegado permanentemente a verificaciones empíricas, a la
    manera de Mario Bunge. También sus estudios estaban
    imbuidos de una visión interdisciplinaria, ajena, por lo
    regular, en los estudios del derecho. El trajín cotidiano
    lo llevó a detenerse en el surrealismo que hundía a
    los ciudadanos cuando ellos no tenían más remedio
    que realizar trámites en la Administración. Octavio
    se enteró que tanto en América Latina, como en
    Egipto o en Miami, también en Europa, los torcidos
    vericuetos de la burocracia eran universales, producto de una
    estupidez incomparable. Su lucha era hacer desaparecer esa
    estupidez.

    Partes: 1, 2, 3, 4

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