"Monique mon amour" – Monografias.com
"Monique mon amour"
(Cuento completo de Hernán
Torres Iregui)
Nunca imaginé que la muerta iba a ser esta vez
una hermosa mujer rubia. Tampoco, que me fueran a perturbar
tantas emociones.
Todo empezó aquella larga noche de Octubre de
1960. No había podido conciliar el sueño. Siempre
que prestaba guardia de urgencias en el dispensario me pasaba lo
mismo. Me imagino que me desvelaba por el temor de que trajeran a
un enfermo en trance de muerte y que yo, por mi inexperiencia,
simplemente lo dejase morir.
Ya había hojeado decenas de veces un ejemplar
descuadernado de Folia Médica Colombiana con sus
innumerables propagandas de expectorantes, cremas para aliviar la
inflamación de las hemorroides de los burócratas,
múltiples vitaminas y hierro para la anemia de las
embarazadas, laxantes infalibles para la estitiquez de los
viejos, inclusive la desvergonzada promoción de una
novedosísima píldora para evitar el embarazo, pero
no conseguía vencer el insomnio. Por ahí como a las
dos de la mañana, cuando por fin el peso de los
párpados me vencía, el chirrido exasperante del
timbre y los manotazos que estallaron contra la puerta me
obligaron a brincar de la litera. Atisbé por la ventana
esperando encontrarme con que habían traído a un
herido agonizante, pero sólo me tropecé con un par
de ojos desorbitados y una silueta entumecida en mangas de
camisa. El sujeto, tiritando de frío y de nervios,
chillaba como un niño parado en la acera:
–!Venga pronto, por caridad, mi mujer se
envenenó!
En un segundo estuve listo. Y, agarrando mi
maletín de urgencias, corrí en pos del desesperado
marido. Al entrar en la alcoba de su apartamento, en la planta
baja de un edificio cercano, mis ojos se tropezaron de
sopetón con la muerta. Yacía sobre la cama. Era una
mujer rubia. Su piel de cirio se mimetizaba entre el marfil
satinado del lecho revuelto. El cuerpo no cabía atravesado
de sesgo sobre la cama y su cabeza le colgaba por fuera,
descoyuntada, en un ángulo absurdo. Parecía como si
se hubiera dislocado de la nuca. Sus cabellos llegaban hasta el
piso a pesar de que no eran muy largos. Sus manos colgaban sin
fuerza de los brazos en cruz. Me pareció elemental deducir
que la mujer rubia había caído desmadejada sobre el
colchón en el mismo instante de su muerte. Y así,
fláccida, continuaba en este momento. Acabaría de
suicidarse, o de ser envenenada. Inclusive por la comisura de su
boca aún escurría una hilacha de baba
viscosa.
Con rabia pensé que había sido un error
inconcebible atreverme a practicar en ese centro médico
sin poseer la capacitación adecuada para solucionar casos
como éste. No en su contexto policiaco, sino desde el
punto de vista médico.
–¡Chupa, por pendejo!—mascullé para
mis adentros—¿Quién te mandó a
tirártelas de médico, si todavía sólo
eres un mísero estudiante?
El corazón se me escapaba a toda carrera pero no
pude atajarlo: el terror me paralizó. En un segundo mi
secular valentía se había desvanecido. Sólo
logré recobrar algo de mi coraje al advertir –con
deliciosa crueldad–, cómo el espanto apabullaba
también al pobre tipejo que no dejaba de lloriquear. Era
evidente que, encima de todo, al marido lo carcomía
algún sentimiento de culpa; y mi ojo clínico, que
ya daba muestras de premonitoria sagacidad, me confirmó el
presentimiento: el de los lamentos tenía algo que ver con
la muerte de su esposa.
Con un esfuerzo heroico logré trasladar el
temblor de mis manos hasta las rodillas en donde sería
menos notorio. Me dispuse a examinar el cuerpo de la rubia. Su
desnudez era inquietante. Soslayando una inoportuna ráfaga
morbosa, me concentré en el tremendo problema que
tenía ante mis ojos. Primero tuve la precaución de
escarbar entre un montón de anotaciones y aprendizajes
archivados en mi memoria, intentando recordar la lista de los
requisitos mínimos que deben llenar los candidatos a
difunto antes de ser decretados muertos por algún
médico. Es decir, los criterios legales de la
defunción. Los había estudiado, años
atrás, en alguna de esas apolilladas copias en
mimeógrafo de las Conferencias de Medicina Legal
del profesor Cleóbulo Barreneche.
Desde que la observé, atónito, cuando
entré por la puerta de su alcoba, yo habría podido
jurar que la mujer rubia estaba muerta. Pero al tocarla me
sorprendió la tibieza de su piel. "Los muertos se
enfrían por razones obvias", me pareció recordar
que aseveraba el anciano profesor de medicina legal, con la
envidiable agudeza que le confería su profundo dominio de
la materia. Al levantar los brazos de la víctima y
observar cómo caían inertes sobre la cama,
constaté que todavía no estaban tiesos; es decir,
no había empezado el rigor mortis. Alcé su
cabeza inanimada, la acomodé con cuidado sobre la cama y,
tras separarle los párpados con la pinza de mis dedos,
advertí que sus ojos vidriosos me miraban con una mirada
de ciego. Hacia esos redondos agujeros negros proyecté el
haz fulgurante de mi linternita para saber si las pupilas
encandiladas eran capaces de defenderse. No reaccionaron en
absoluto. "Cuando una persona está muerta se le dilatan y
paralizan totalmente las pupilas", atestiguaba claramente el
elocuente profesor, raigón admirable de frondosas
inteligencias. Tampoco le encontré livideces en su cuerpo,
livor mortis, ni reflejos. Ni siquiera ese tan conocido
de la rodilla. Todos estos hallazgos indicaban que la rubia ya
había fenecido y que su deceso era cosa reciente. Pero me
llamó la atención que sus labios aún
parecían vivos. Entonces recordé la sesuda
observación que había anotado alguien al margen, en
alguna de las hojas mimeografiadas de las susodichas
Conferencias de Medicina Legal: "todos los
cadáveres, inclusive los exangües o
apuñalados, tienen cianóticos los labios", es
decir, de color morado tirando a negro. Ahí sí me
entró la duda, pues los de la rubia eran de un rosado
provocativo. Jugosos. Además, el irrefutable fresa madura
que ostentaban sus pezones reñía con el jaspe
descolorido de aquel par de senos impecables. Se me
ocurrió que tal vez aún circulaba algo de sangre a
través de sus capilares. ¿Acaso no estaba muerta?
¿Esos pechos de estatua griega intentaban decirme que por
sus venas corría aún algo de vida? Decidí
asegurarme.
Recordé anécdotas de médicos
infalibles que habían garantizado la muerte de
algún paciente sólo para después pasar el
chasco de observarlo levantarse del ataúd durante el
velorio. ¡Tendría que evitar pifia
semejante!
Entonces me acordé del fonendoscopio que colgaba
de mi cuello, lo atenacé a mis oídos y, apoyando la
campana sobre la piel de la muerta, aguaité con zozobra
desde diferentes ángulos de su torso desnudo. Al principio
no conseguí oír nada. Sólo el tictac del
reloj de la mesita de noche y al marido tosiendo, nervioso. Pero,
cuando logré concentrarme por completo, me pareció
escuchar los lejanos lamentos de un corazón. Inferí
que tales sonidos, aunque lejanos, eran signo evidente de que a
la muerta todavía le palpitaba algo por allá
adentro. Pero el sonido era tan tenue que no me creí por
completo. Para mayor seguridad apliqué directamente mi
oreja contra el corazón de la pálida rubia.
Obviamente no contra su corazón, sino contra su seno
izquierdo, cuya turgencia cedió un poco con la
presión de mi cara. Ese contacto tan íntimo hizo
colar por mi nariz un penetrante aroma de mujer. Pensé que
ese olor no podía ser de un cadáver. Por el
contrario, era como ventear el bálsamo de la vida.
Entonces volteé a mirar al marido por entre la
bifurcación de los pechos de su esposa, entorné los
párpados pensando muy bien en lo que iba a decirle, y,
tras un corto carraspeo conveniente para lucir la
circunspección de un galeno experimentado, me hice cargo
de la situación emitiendo solemnemente esta
patética sentencia:
–¡Está viva!
Después, cateando con más tranquilidad,
también logré descubrir los invisibles movimientos
con los que aquel tórax de marfil, adornado con esos dos
volcanes en trance de hacer erupción, aún
conseguía airear el último vestigio de vida. El
marido suspiró con alivio, desbordándose en un
torrente de explicaciones no solicitadas, mientras caminaba como
enjaulado por toda la habitación. Entretanto, yo
acomodé mejor la cabeza inerte de la enferma,
sujetándola entre dos almohadas, le levanté la
barbilla para que respirara con libertad y le puse una
cánula sobre la lengua para que pudiera tragar el aire y
no se la mordiera. Finalmente, le cubrí su insoportable
desnudez con una frazada.
A la información que me estaba suministrando el
irritante tipejo, le agregué la que yo obtenía del
cuerpo inanimado de la paciente y, resumiendo la situación
a manera de historia clínica, escribí sobre una
hoja que extraje del maletín: a)-Diagnóstico:
intento de suicidio con dosis masiva de barbitúricos de
acción prolongada. b)-Estado clínico: coma
profundo. c)-Pronóstico: reservado. d)-Conducta:
Intubación endotraqueal y remisión inmediata al
hospital.
Pero cuando le reproduje al obtuso ingeniero, en
palabras más digestibles, estas inobjetables sentencias de
mi diagnóstico, cayó de espaldas en un
sillón y cogiéndose la cabeza entre las manos
comenzó otra vez a gimotear:
–¡Ay Dios, noo… no puede ser!
–Si la hospitalizamos, tendré que avisarle a la
familia de ella en Lyon, y se me vendrán todos de
inmediato! –Y agregó, como vaticinando su propio
veredicto de muerte–: ¡La vieja es una fiera!
No supe qué hacer. Yo nunca había
participado en el manejo de un enfermo crítico. En los
hospitales de entonces tampoco se encontraba cómo ni con
qué. Yo estaba creando, sin saberlo, la primera unidad de
cuidados intensivos en la historia de la medicina colombiana.
Pero cuando tomé conciencia de lo que estaba pasando, ya
era demasiado tarde. Me había responsabilizado sin darme
cuenta de salvar a una intoxicada más muerta que
viva.
Desde al primer momento, puse comprensible
dedicación en el cuidado de la mujer rubia. Pero, antes de
que yo pudiera comprender por qué, ya se había
empezado a amalgamar dentro de mí una inconcebible mezcla
de emociones. Todavía hoy no he llegado a saber si me las
despertaba el simple interés científico o eran el
resultado de un fárrago escandaloso de
sentimientos.
Los siguientes días transcurrieron en medio de
una angustia deliciosa. Me invadió un exceso de compromiso
por la salud de mi enferma. Sentí sobre mis hombros toda
la responsabilidad del futuro de la mujer rubia. Cuando no estaba
a su lado, me carcomía la inquietud de que le hubiera
podido ocurrir algún infortunio. Tal vez estaría a
punto de asfixiarse. Quizá había expelido la sonda
del estómago y en este momento mi compañero (quien
me había relevado) estaría bregando por
introducírsela otra vez por donde no era, y luego la
enfermera le instilaría a través de la manguera
alojada en los pulmones el menjurje de leche, vino y huevos
crudos con el cual la alimentábamos. ¡La
asfixiarían en un segundo! En cambio, cuando se aproximaba
la hora de mi turno, yo no conseguía controlar el
afán de que por fin amaneciera para correr lo más
aprisa posible hasta la casa de mi enferma. Tan pronto como
entraba en su habitación esperaba un momento, aguantando
la respiración y aguzando los oídos, hasta escuchar
su resuello y asegurarme de que el aire corría sin
obstáculos por sus bronquios. Buscaba en sus labios y en
sus párpados el rosa húmedo de la vida. Luego,
sentado en una silla al lado de su lecho, recorría su
cuerpo lentamente con mis ojos y me la quedaba mirando, a la vez
que liberaba mis pensamientos para que pudiesen volar.
Rato después, aproximándome aún
más y sentado a su lado recorría otra vez todo su
cuerpo, ahora palpándola con mis manos en busca de
renovados reflejos, y frotaba sus piernas para avivar la
circulación. Sin embargo, no podía evitar que el
sobijo terminara convertido invariablemente en una deliciosa
caricia.
Yo debía examinar minuciosamente el cuerpo de
aquella mujer rubia apaciblemente dormida, pero, por alguna
razón misteriosa, lo hacía con innecesaria
lentitud. Empecé a percatarme de que esa tarea me
estremecía de placer. Me agitaba, jadeaba y una ola de
sangre ascendía a lo largo de mi cuello. Aunque continuaba
sintiendo el mismo fervor profesional por la salud de mi
paciente, el contacto de su piel atizaba en mí un
hervidero de emociones. A pesar de que muchas veces había
explorando su condición clínica, ahora
insistía sin ninguna razón en comprobar si sus
senos seguían siendo firmes y turgentes, y me
sorprendió que se irguieran sus pezones con el simple roce
de mis dedos. Ya no era simplemente su médico.
Descubrí que me había convertido, sin
autorización, en su amante secreto. En el amante furtivo
de un ser inanimado. De una mujer que yo había visto por
primera vez cuando ya estaba sumida en las profundidades del
inconsciente. Ese descubrimiento me desconcertó, pero me
tranquilicé a mí mismo asegurándome que ella
no tendría por qué saberlo. ¡Nunca, nadie lo
sabría!
La mujer rubia empezó a mejorar.
Aparecieron reacciones nuevas. Empezaba a emerger de la
oscuridad. Sin embargo, advertí algo que aumentó mi
turbación: ¡La mujer rubia parecía
corresponder a mis estímulos! A pesar de que el cerebro de
mi paciente aún continuaba desconectado de su cuerpo, su
cuerpo parecía corresponderme. Me pareció observar
que la feminidad excesiva de aquella mujer se estremecía
con el contacto de mis manos. No obstante, me consternó la
posibilidad de que esas reacciones involuntarias pudiesen
convertirse en experiencias susceptibles de grabarse en
algún recodo de su memoria. Y que ella después
podría llegar a evocarlas y descubrir que la asediaban
desde que yacía inconsciente a merced de mi voluntad.
Temí que esa vaga realidad, todavía indeterminada e
inasible, llegara algún día a perturbarla y la
llevase a indagar cuál había sido el invisible
estímulo que le había incitado tantas emociones. En
otras palabras: sentí pavor de que mi paciente llegara a
acordarse de mis caricias.
Monique comenzó a despertarse a los ocho
días exactos de haberse intoxicado. Yo fui el primero en
descubrirlo. Al principio sólo trataba de moverse.
Después, balbuceaba algo incomprensible. Si le
hacía cosquillas en la planta de los pies, intentaba
doblar la rodilla para defenderse. Por fin abrió los ojos
y mostró tal pavor de encontrarse ante mi presencia que me
desconcertó. Yo me había forjado la absurda idea de
que al verme se moriría otra vez, pero de felicidad. La
tomé de la mano para apaciguarla, pero el terror de sus
ojos invadió de temblor todo su cuerpo. Intentó
arrancarse las cánulas y sondas que invadían todos
sus orificios. Me miró suplicante. Entonces le
arranqué los esparadrapos que sujetaban sus
manos.
Cuando se recuperó por completo, parecía
como si hubiese resucitado ¡Había nacido de nuevo!
Mi paciente era ahora una rubia radiante. Yo me concentraba
escudriñando su mirada, temeroso de descubrir en sus ojos
de avellana que recordaba mis caricias; pero, al mismo tiempo,
con la esperanza de encontrar en el fondo de su mirada alguna
explicación a sus reacciones. Me tranquilizó
observar que Monique parecía no recordar nada de lo
acontecido. Sólo trató de contarme la
enmarañada historia de todos los que han vivido la muerte:
la del túnel… Hablábamos de pocas cosas, el
idioma era nuestra barrera. Nunca me atreví a preguntarle
si era cierto todo lo que yo había imaginado de su vida
mientras la observaba inconsciente. ¿Cuál era la
causa de la epilepsia? ¿Acaso una meningitis?
¿Cómo había llegado a Colombia? Monique
tampoco indagaba por mi vida. Nunca supo que me graduaría
de médico en pocos meses, ni que estaba a punto de tomar
la decisión de casarme. Nunca hablamos de nosotros.
Sólo a veces, cuando nuestras miradas se cruzaban, ella
insistía en preguntarme algo con esos ojos que se quedaban
fijos en los míos. Siempre era la misma pregunta
misteriosa que nunca pude descifrar, pero cuyo contenido yo
presentía.
Había comenzado a forjarme fantasías
acerca de lo que ella tal vez deseaba; pero mis propios deseos me
traicionaban. Esta vez no serían suficientes las miradas.
A través de los ojos, únicamente
alcanzaríamos a intuir nuestras emociones. A través
de nuestras pupilas, no llegaríamos nunca a identificar
con exactitud el significado de nuestros sentimientos. Mi vida se
convirtió en una maraña de fantasías.
Simplemente no podía no pensar en ella. Sus senos,
aquellos ojos de miel, el suave durazno de la piel y el olor
erótico de su cuerpo que no se extinguía nunca, me
arrastraron sin piedad hasta acorralarme en una dolorosa
obsesión.
En esas, se fueron pasando los días. Las miradas
de Monique eran cada vez más inquietantes. Siempre
cargadas de preguntas. Era evidente que ella tampoco sabía
con exactitud la profundidad de mis emociones. Tal vez por eso
decidió acercarse a mi corazón, eliminando la
supuesta barrera que ella creía era la causa de mi
desconcierto. Y, una tarde, decidió obligarme a expresar
más claramente mis verdaderos sentimientos,
ofreciéndome su sensualidad desbordante.
Yo cavilaba en todo esto, cuando apareció una
silueta de contraluz en la puerta del Centro Médico. Era
la silueta de una adolescente. Antes de entrar, se detuvo un
instante en el vano de la puerta. En un primer momento no pude
reconocer sus facciones, pero lentamente empecé a
distinguir a una mujer. Se había recogido el cabello rubio
en dos colitas laterales. Las cejas gruesas, eran perfectas; los
ojos… avellana, preguntaban como los de mi paciente, pero
ahora también seducían; los labios húmedos
se me antojaron insoportables; los senos erguidos bajo un
suéter azul, parecían transmitir los latidos de su
corazón; y las caderas…¡seguro no usaba ropa
interior! Y ese perfume tan agudo y penetrante, ¿por
qué me repelía? ¿Quién era esta
joven? ¿Por qué se mostraba así, tan
descaradamente insinuante? ¿Cuál era la verdadera?
¿La Monique de mis fantasías que inconsciente
disfrutaba de mis caricias? ¿La de las preguntas
turbadoras en sus insondables ojos de miel? ¿O era esta
otra, la Monique disfrazada de Brigitte? ¿Esta joven
voluptuosa que así pretendía ingenuamente hacerme
tomar una decisión?
Al verla tan diferente, aniñada y exuberante,
sentí que todo había sido una
equivocación.
¡La hubiera preferido como antes!
***
Autor:
Hernán Torres
Iregui
2004