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Historias de pibe



  1. El
    juguete
  2. La
    epidemia
  3. El
    bicho

Estas son tres historias de pibe. De cualquier pibe. Ya
que cualquier niño del mundo pudo haber vivido estas
historias. Por una casualidad del destino me tocó vivirlas
a mí. Acá se las dejo.

El
juguete

Mi infancia fue, en términos generales, una
infancia feliz.

Tuve un padre y una madre, lo que ya es decir
mucho.

Luego vinieron dos hermanitos.

Pero los primeros cuatro años de mi vida fui hijo
único.

En ese entonces vivíamos con mis padres en Ramos
Mejía en la casa de mi abuela, junto a mis tíos y
primos.

Mis padres eran y son laburantes de la vieja
era.

Todo lo que son y tienen lo hicieron
trabajando.

Pero en esa época en que yo era pequeño,
aún eran muy pobres.

Por supuesto que yo también lo era. Pero eso no
me afectaba.

No era consciente de mi estado de persona no-pudiente
porque los niños no perciben esas cosas si son
felices.

Salvo casos o situaciones extraordinarias.

Yo nunca me di cuenta que era parte de una familia de
escasos recursos hasta que un vecinito mío me lo hizo
notar: el gordo Daniel.

Mi vecino y amigo vivía al lado de donde yo
vivía.

Su casa era una casa a todo lujo y confort.

Sus padres eran médicos y tenían una buena
posición económica.

Le sobraba de todo, aunque a mí no me faltaba
nada.

Mi amiguito y yo nos comunicábamos por la azotea
y nos visitábamos mutuamente para jugar juntos.

Yo tenía mis juguetes.

Los que me compraban mis padres, laburantes
pobres.

El gordo tenía los suyos, los que pueden comprar
los pudientes.

Lo máximo que recuerdo haber tenido es un
trencito de plástico de esa época, con unos
vagoncitos que yo cargaba con arena.

Para mí era lo mejor para jugar.

Pero entonces aparecía mi amigo y vecino con un
tren eléctrico que yo no veía ni en las revistas y
me lo refregaba en la cara, haciéndome sufrir en forma
despiedada.

Claro que a veces me lo dejaba tocar.

Yo sentía que mi amiguito era consciente de su
superioridad material y que él disfrutaba
haciéndomelo evidente.

Me gozaba.

Con los juguetes, con la ropa, con las vacaciones que
él tenía y yo no.

Con todo lo que significaba que sus padres eran
pudientes y los míos no.

Porque a él, sus padres le podían
conseguir todo lo que él quisiese.

Y a mí, los míos, no.

El gordo tenía una cierta cuota de poder sobre
mí y me la hacía sentir.

Entonces, cuando comencé a percibir esa
diferencia, yo regresaba a mi casa con la sensación de que
la vida no me había sonreído en lo
económico.

Que mis posesiones eran nada al lado de las del gordo
vecino.

Que mis padres no tenían un mango y que
éramos unos pobres.

Hasta que mi papá, ya camionero, fue de viaje
para el lado del Brasil y a su regreso me trajo el juguete
más maravilloso que pude haber tenido.

El mejor juguete que tuve en mi infancia: Unas
réplicas perfectas de revólveres Colt 45 a cebita.
Dos, con cartucheras de cuero y todo.

Eran de metal, tamaño natural. Cromados y
labrados. Con mangos nacarados y brillaban al sol.

Eran, para mis pequeñas manitos, muy
pesadas.

Las réplicas de las balas estaban realizadas
perfectamente y también eran de metal. Venían
insertas en los receptáculos del cinturón
cartuchera.

Eran una maravilla.

Las cintas de cebita eran muy baratas y yo me la pasaba
tirando tiros imaginarios a todos los bandidos del
mundo.

Acompañaban el juguete un sombrero de cuero de
cow boy y un chaleco al tono.

Nunca supe cómo y donde consiguió mi viejo
esas pistolas de juguete hechas de hierro cromado.

El hecho fue que eran la novedad en todo el barrio
porque no estaban disponibles en ningún
negocio.

Las tenía yo solo.

Entonces era yo el que disfrutaba la superioridad de
tener un juguete inalcanzable para mi gordo amigo.

Claro que a él, después de ver mi juguete,
también le compraron unos revólveres a cebita. Pero
eran de lata, nacionales y de baja calidad al lado de los
míos.

Porque por más plata que tuvieran los padres, no
le pudieron conseguir unos como los que yo
poseía.

Entonces nos poníamos a jugar a los cow boys con
el gordo y él no podía evitar morirse de envidia
por mis pistolas.

Encima yo ni se las prestaba.

Era muy egoísta con mi juguete.

Además, a mí dejaron de interesarme los
otros juguetes lindos que tenía el gordo.

Aunque a él le seguían regalando nuevos
chiches novedosos y caros, cuando venía a
mostrármelos, a mi no me interesaban.

Yo ya tenía mi juguete.

Y el gordo ya no tenía poder sobre
mí.

Tal vez fuera por eso, o porque la envidia lo
sobrepasó, o porque no aguantó más no tener
unos revólveres como los míos, o porque no estaba
acostumbrado a no tener lo que quisiese, el hecho es que un buen
día, estando ambos jugando en la terraza de mi casa que
daba justo a la de él, el gordo me manoteó uno de
los revólveres que yo tenía en las manos y
amagó con saltar la tapia, para escaparse a su casa con el
botín.

No sé si fue por celo a la propiedad o por temor
a perder mi tesoro, o por bronca nomás, pero la imagen que
de ese momento quedó grabada en mi memoria (y en la de
él también), es la del gordo, que tenía
puesta una remera a rayas, llevándose mi revólver y
subiendo su piernita por la pared para saltar a su
casa.

Y yo, con el otro revólver que me quedó en
la mano, lo tomé del lado del cañón y
descargué un feo culatazo en la cabeza de mi amiguito,
igual que como veía que se hacía en las
películas de cow boys.

Y las pistolas eran de hierro.

El gordo se detuvo paralizado por el golpe.

Quedó duro, con la piernita aún sobre la
pared, listo para saltar del otro lado.

En el mismo momento ocurrieron tres cosas: primero, el
gordo soltó mi revólver, segundo, una catarata de
sangre le inundó la cabeza y la cara, y tercero,
empezó a gritar como un desesperado y a patalear en el
suelo agarrándose la cabeza ensangrentada.

Obviamente enseguida vivieron las madres de los dos al
escuchar los gritos y hubo mucho susto y alboroto al ver la
sangre.

El gordo se agarraba la cabeza toda ensangrentada y
pataleaba en el suelo llorando y gritando como enloquecido por el
dolor.

Yo le tuve que explicar a la mamá de él,
que lo tuve que hacer porque su hijo me quiso robar un
revólver.

Ambas madres conversaban entre ellas pero no recuerdo
que discutieran o se hayan enemistado.

La impresión que me quedó, es que lo
tomaron como lo que era: cosas de chicos.

Al gordo le dieron unos cuantos puntos en la cabeza y
anduvo unos días vendado.

No por eso dejamos de ser amigos.

Seguimos jugando, pero al poco tiempo nos mudamos del
barrio y ya no lo volví a ver.

Después vino la vida, nos mudamos de Ramos
Mejía hacia Castelar, tuve hermanos, crecimos, hicimos
nuestras vidas.

Peleamos la vida.

Nos casamos.

Tuvimos hijos.

Y nos mudamos varias veces.

Y pasaron treinta y cinco años.

La anécdota me quedó en el archivo de la
memoria de los recuerdos de la infancia.

En realidad la creía olvidada hasta que el gordo
Daniel me la hizo acordar.

Un día fui a visitar a mi tía que
aún vivía en la casa de mis abuelos, la casa de mi
primera infancia.

La tía me contó menudencias varias y la
visita estuvo llena de ternura y afecto.

En eso, por casualidad, llega el gordo Daniel a
quién no veía desde hacía mas de tres
décadas.

Él venía a visitar a sus ancianos padres,
como yo lo estaba haciendo con mi tía.

Nos cruzamos en la vereda.

En ese momento, no nos reconocimos
mutuamente.

Estábamos muy cambiados los dos.

Pero él seguía siendo gordo.

Daniel saludó a mi tía y a mí
diciéndonos:

_Buenas noches.

_Buenas noches, respondimos mi tía y
yo.

_¿No te acordás de tu amigo?, me dijo mi
tía.

El gordo escuchó y se detuvo al
instante.

_Es Daniel, el vecino. Daniel…¿Te
acordás de mi sobrino Eugenio?, ustedes eran muy amiguitos
cuando eran chiquitos…

Ambos nos miramos a los ojos y por unos instantes hubo
una situación incómoda entre ambos.

Algo ocurrió en ese momento.

Un silencio indefinido copó el
ambiente.

El gordo y yo nos mirábamos el uno al
otro.

Yo lo recordé enseguida y se ve que él a
mí, también.

Porque en ese momento, el gordo se toma la cabeza, la
inclina y me muestra algo en su cabello
diciéndome:

_Mirá…todavía tengo la cicatriz que
me dejaste.

Algo se le disparó al gordo en su memoria, ya que
me reprochó al instante el golpe que le diera hacía
35 años atrás. Seguro que en la vida se
había golpeado varias veces, pero ningún golpe era
tan recordado por él, como el que le dí
yo.

Más silencio.

Mi tía, intuyendo una situación
incómoda, intervino para amenizar la conversación
de la forma que saben hacerlo aquellas viejas lindas que
aprendieron las lecciones de la vida.

Nos distendimos, hubo un breve diálogo, nos
saludamos y el gordo se marchó.

Y nunca más lo volví a ver.

Lo que me quedó como reflexión es que
ciertas vivencias de la infancia no se olvidan…por
más que pasen treinta y cinco años.

La
epidemia

Cuando era un niño de seis años mi
papá me llevó con él de viaje a Corrientes,
en el camión, como acompañante y ayudante de
camionero.

Él iba a trabajar, pero yo estaba de
vacaciones.

Las primeras vacaciones de la escuela.

En esa provincia visité a los familiares,
tíos y primos.

También conocí a un chico correntino del
que me hice amigo, con esa amistad de niños sanos y
puros.

Recuerdo que nos la pasábamos jugando en el
campo, pescando, montando a caballo.

Él estaba orgulloso de mostrarle todo a su amigo
porteño, y para mí, fueron unas vacaciones
deliciosas.

La pasé bárbaro.

Estuve con él los tres meses enteros de las
vacaciones corriendo y jugando.

Después volví a Buenos Aires y
continué la primaria en la escuela del barrio.

También empezó la epidemia, y en
aquél entonces no había vacunas.

Fue la época de la gran epidemia de Polio que
tuvo la Argentina, que afectó a tantos chicos y
grandes.

Algunas personas hasta se morían, otros quedaban
lisiados, con muletas, silla de ruedas o postrados según
la gravedad de la enfermedad.

Enseguida vino la vacuna Salk inyectable y luego la
Sabín oral.

Mi mamá se comió toda la cola una noche en
la salita del barrio para que me pusieran la vacuna.

Pero para algunos llegó tarde.

Muchos compañeritos míos ya no fueron
más a la escuela.

Otros se mudaron.

Otros quedaron con muletas.

Pero el año pasó y las vacaciones llegaron
nuevamente, y otra vez fui a Corrientes a ver al amiguito que
tenía allá.

No me acuerdo de los pormenores del viaje.

Sólo recuerdo que cuando llegué a la casa
del pibe lo hice en un mal momento.

Era un pueblito de provincia y las noticias vuelan, la
solidaridad también.

Lo que sí recuerdo es que al entrar a la casa de
mi amigo, ví mucha gente.

Vi mujeres corriendo de un lado a otro con palanganas,
tisanas, remedios.

Vi abuelas llorando.

Yo era un pibe y no entendía nada de todo
eso.

Me metí igual a la casa de mi amigo.

Entré a la pieza y vi a la mamá de
él que, al verme, me abrazó y me pidió que
me vaya, que los chicos no deberian estar ahí, que era
malo para los chicos y otras cosas que ya me
olvidé.

No me dejó pasar.

Pero yo quería ver a mi amigo, así que di
la vuelta y sin que nadie me viera entré por la ventana de
la pieza de él.

Salté por la ventana hacia adentro de la pieza de
mi amiguito.

Cuando estuve adentro, lo vi acostado en la
cama.

Me acerqué y lo miré, quise
hablarle.

Él también me miró, pero no se
movió, me seguía con los ojos.

Enseguida me reconoció, abrió muy grande
los ojos y todo su cuerpo empezó a temblar.

Parecía querer moverse pero no
podía.

Con la mirada me decía cosas, cosas que
sólo un niño entiende.

Cosas que dos amigos de esa edad comprenden.

Yo era un niño, entonces, y sentí lo que
él me decía, lo escuchaba dentro de
mí:

_¡Ayudáme, sacáme de acá, no
sé que me pasa, no me puedo mover, quiero ir a jugar,
quiero salir con vos a correr por el campo, amigo
mío!

Entonces comprendí: la epidemia había
llegado al pueblito, a las casas humildes, a los ranchitos, a
Corrientes, Misiones, Entre Ríos.

A todo el litoral argentino.

Y a la casita campera de mi pobre amigo.

La desgracia había caído sobre
él.

Yo entendí lo que le estaba pasando, lo
compadecí, pero sentí un miedo
indescriptible.

Sentí un rechazo total a la idea de que eso le
estaba pasando al amigo mío.

Lo miré a los ojos largo rato y él me
seguía con su mirada.

No podía hacer más que mover los ojos,
tanto le había afectado la enfermedad.

Luego, llegó mi papá al enterarse de lo
que le pasó a esa familia.

Habló con la gente y nos fuimos prudentemente del
lugar.

Me tranquilizó diciéndome que yo estaba
vacunado.

Yo le pregunté porqué mi amigo no estaba
vacunado también.

No recuerdo qué me contestó.

Después, con los años, supe que eso que le
pasó a mi amigo no le ocurrió por descuido o
dejadez de los padres.

En el pueblo de él, como en todos los pueblos del
interior, reclamaban las vacunas.

Pero las dosis primero iban a Buenos Aires y
después, lo que sobraba se repartía en las
provincias.

A veces tarde.

No lo volví a ver, no quise ir más a esa
casa.

Sé que estuvo postrado años y un
día murió.

Pobre chico, de la impresión que fue verlo
así, me olvidé hasta de su nombre.

El
bicho

Unos treinta y cinco años atrás, no
existían en nuestro país las facilidades de
comunicación que hay hoy día, teléfonos,
VCC, puentes, caminos.

Por eso, cuando mi padre, que era camionero,
salía a hacer un viaje a Misiones, se sabía cuando
se iba pero no cuando volvía.

Los caminos eran de ripio o mejorados.

No existían puentes ni túnel sub fluvial.
Solo balsas en las que a veces, había que hacer hasta tres
días de cola en la fila de camiones para cruzar el
río.

Si llovía había que esperar a que pare y
después, que se seque el camino, sino el camión se
encajaba o volcaba.

Y salir de esa situación era todavía mucho
mas duro.

Pero entre los camioneros existe un código de
ética estricto, no escrito, transmitido en forma oral
entre todos y cada uno: Solidaridad.

Por eso, siempre se retrasaba mi papá para
volver, porque siempre había un camarada en apuros o que
sufrió algún percance.

Entonces era como que también le pasaba a
él: se quedaba a ayudar al otro hasta que solucionaba su
problema y podía continuar viajando.

No importaba quién era ni adonde se
dirigía.

Los caminos eran largos y los camioneros eran y son un
gremio que a la larga se terminan conociendo entre todos en todo
el país.

Y no era cuestión de que se corriera la noticia
de que tal o cual camionero había dejado pagando en la
ruta a otro que lo necesitaba.

Eso era impensable, porque por esas vueltas de la vida,
la cosa podía ser al revés en cualquier
momento.

Mi papá fue varias veces auxiliado en distintos
percances que tuvo por otros compañeros de
gremio.

En un viaje que lo acompañé cuando era
pibe me tocó presenciar un evento del que no me
olvidaré más.

El hecho ocurrió en Corrientes, en la ruta que
bordea y a veces atraviesa la laguna Iberá.

Esa extensión de agua, pantanos y esteros la
mayor parte aún inexplorados hoy día.

Recuerdo que era de noche, el camino en ese entonces era
de ripio, o sea, piedras de canto rodado.

Había que andar con cuidado, porque además
de ser resbaladizo, a ambos lados del camino que era en realidad
un terraplén elevado, se extendía la laguna
Iberá a derecha e izquierda.

Y no se veía el fin de la laguna.

Con el camión cargado no se podía
descuidar.

Una mala maniobra y era la desgracia.

Amén del ganado suelto que no era raro que
merodeara por los caminos.

En eso estábamos una noche cuando a la distancia
que permitían ver las luces, divisamos un camión
detenido en el camino, con balizas de
prevención.

Inmediatamente paró mi papá y bajamos para
ver que pasó.

Enseguida otro camión que venía de la mano
de enfrente también se detuvo a auxiliar al
compañero.

En éste último venían dos
camioneros que bajaron enseguida y se acercaron al
lugar.

Estaba oscuro, solo estaba iluminado todo con las luces
de los camiones lejanos, pero no se veía bien.

Vimos al chofer del camión varado y se le
preguntó que pasó.

En realidad no sabía qué era lo que le
había pasado, creía que había atropellado
algo, pero no estaba seguro.

Entonces tomaron linternas y fueron a ver el
lugar.

Y sí, efectivamente, algo estaba enroscado en las
ruedas del camión.

Algo que salía por abajo, continuaba hacia fuera
del terraplén y se metía en el agua de la
laguna.

Al revisar bien el camino de la otra mano había
una cosa igual.

Se metía del borde opuesto del camino hacia el
agua por el otro lado de la laguna.

Era como un tubo carnoso, de como medio metro de
diámetro.

Los choferes buscaron palas, machetes y hachas y
cortaron en pedazos eso que estaba enroscado en las ruedas del
camión.

Entre todos cargaban los trozos y los arrojaron al
agua.

Los camioneros parecían no estar sorprendidos
para nada, lo tomaron como algo natural.

"Eso" era una víbora.

Una serpiente gigantesca, tal vez una anaconda o una
pitón o algo así. Como un monstruo
prehistórico por el tamaño.

Calculo que la parte que se veía tendría
unos veinte metros, más las puntas que estaban sumergidas
a ambos lados de la laguna.

Por eso no se le vio la cabeza.

El bicho estaba cruzando por sobre la ruta, de un lado
de la laguna hacia el otro, cuando en la oscuridad de la noche,
el camión lo pisó y quedó enroscado entre
los ejes de las ruedas traseras

Los camioneros tampoco estaban interesados en saber
qué era realmente esa cosa.

Para ellos era algo que había accidentado a un
camarada y lo mejor era deshacerse cuanto antes del bicho,
auxiliar al otro, y continuar trabajando.

Enseguida lo liberaron y el accidentado pudo seguir el
viaje sin problemas. Nosotros hicimos lo mismo.

Todavía me pregunto si hoy día
existirá algo parecido nadando en esas aguas pantanosas,
que son en realidad del tamaño de la provincia de
Tucumán.

La gente del lugar cuenta historias de monstruos
increíbles que habitan esos parajes y que a veces se comen
a las personas.

Las viejas asustan a los chicos para que no salgan de
noche a caminar por los campos porque se los va a llevar el
curupí o el pomberito.

Saben que a ciertos lugares no hay que ir y en ciertas
horas mejor no salir.

Después de lo que vi cuando tenía seis
años, yo les creo.

 

 

Autor:

Eugenio Martín
Ganduglia

 

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