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Tres historias de sanidad



  1. La
    moribunda
  2. El
    morguero
  3. La
    loca

Estas son tres historias que tienen que ver con el
ambiente del gremio de la Sanidad y que hacen a la realidad que
se vive en el contexto de hospitales y
clínicas.

La
moribunda

En el hospital del conurbano, el Técnico
Radiólogo casi había finalizado su
trabajo.

Fue un día difícil en el hospital, mucha
gente, muchos accidentes….y estaba cansado.

Su última orden de trabajo, era de
atención de una paciente con cáncer de Colon
terminal.

Debía irradiarla porque así lo
habían dispuesto los especialistas que la
atendían.

Y porque ese era su trabajo, por lo que preparó
el equipo de rayos.

Era una bomba de cobalto de última
generación, canadiense.

Él, en su interior, se sentía orgulloso de
ser quien la operase, dado que era un equipo muy avanzado en todo
sentido.

Para operarlo debió previamente capacitarse en
esa bomba.

Cuando el equipo estuvo listo, llamó al camillero
para pedirle que le traiga a la paciente.

El camillero, un joven de 20 años, grandote y
forzudo, la trajo enseguida y se retiró
rápidamente.

A nadie le gustaba estar en la sala de rayos.

La gente que no pertenecía al sector,
sentía que estaba en un sitio peligroso.

Y era verdad.

En la camilla rodante venia la mujer tapada con un
lienzo blanco.

Solo la cara estaba descubierta.

Ya solos, el técnico tomó la orden de
trabajo y vio que a la paciente se la debía irradiar en
cierta zona, con una dosis de radiación normal para un
paciente en tratamiento de cáncer.

Pensó:

_Esa mujer se estaba muriendo, para qué la
seguían martirizando, era al pedo.

Pero él no era el jefe, por lo tanto no hizo
comentarios y se abocó al trabajo.

Tomó la camilla para preparar a la mujer bajo el
haz de rayos que debía liberar sobre una zona
específica de su cuerpo enfermo.

Al mover a la señora, sintió que ella lo
miraba.

Él no la miró.

No le gustaba conocer a la gente que irradiaba, porque
del trato personal, surgía luego el vínculo con el
paciente, un vínculo muy especial.

Pero la mayoría de ellos se morían a
raíz del cáncer que padecían.

Luego le quedaba esa sensación de pérdida
y vacío.

Ya le había pasado con un paciente niño
que después de tratarlo, conocerlo y tomarle afecto, se
murió por el cáncer.

Llegó a querer a ese pibe al punto que
sufrió mucho cuando lo vio morir.

Así que ahora ni siquiera los miraba.

No obstante no podía dejar de sentir la mirada de
esa mujer, quien después de un largo silencio, le
habló de esta forma:

_Hijito, mi amor, no aguanto más…ayudáme
por favor, no sabés como me duele, ni dormir puedo, ni
respirar, si lloro me duele más todavía,
hacé algo por favor, te lo suplico hijito, miráme
por favor, vos podés hacer algo, no me dejan descansar, no
aguanto más.

El Técnico quedó descolocado.

Su conciencia le decía que realmente esta mujer
estaba sufriendo mucho y ya sin razón ni
esperanzas.

Entonces la miró a los ojos.

Por primera vez sus miradas se cruzaron.

Ella estaba comida por el cáncer, pálida,
puro hueso.

Le recordó a los judíos de los campos de
concentración.

Tan consumida estaba.

Percibió que la mujer debía estar pasando
por un sufrimiento infinito.

_Dale hijito…porque vos podés ser mi
hijo… ¿a tu mamá la dejarías sufrir
así?…hacé algo por favor, no aguanto
más, los doctores no me dejan ir, me dan de todo para que
siga viva un poco más…mis hijos siguen insistiendo
en que viva porque no son ellos los que sufren…no aguanto
más…me duele mucho….Dios mío,
ayudáme….

En este punto, la mujer se puso a llorar en forma
incontrolable.

Casi se ahogaba del llanto.

Para el Técnico, hubo, dentro de él, una
lucha intensa.

Finalmente, sólo le respondió:

_Quédese tranquila mamita, esta noche va a poder
descansar.

Una mirada cómplice existió un instante
entre ambos.

Se oyó un débil "gracias" de la boca en la
que había una triste sonrisa.

Un pacto secreto y privado se había celebrado
entre dos partes.

El técnico no esperó más,
acomodó a la paciente, se dirigió a la consola de
comando del equipo y operó los controles.

Entonces, fue artesano del poder.

En el cuarto de rayos no había
testigos.

Una energía equivalente a cinco veces la
radiación mortal para cualquier ser humano fue liberada en
silencio sobre el moribundo cuerpo de la mujer.

Aunque estaba protegido por la cabina blindada, el
Técnico no pudo evitar preocuparse por sí
mismo.

Nunca había liberado tanta radiación
Gamma.

Los rayos X que acompañaban al proceso no le
preocupaban, eran controlables por el blindaje de
plomo.

Pero no podía decir lo mismo de los
otros.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la chicharra
que indicaba el fin de la operación.

Desconectó los cerrojos, quitó los
seguros, ventiló la sala para sacar la radiación
residual, apagó la consola de la bomba, cerró el
tubo de radiación y entró al cuarto.

Esta vez sí miró a la paciente, ella
parecía más relajada y tranquila.

Sólo le dijo:

_Hoy vas a descansar mamita.

_Gracias hijito….Dios te bendiga
amor…

La mujer lo miró con infinita ternura y no hubo
más nada entre ellos.

Cuando el camillero se llevó a la mujer ya
había gran revuelo en el Hospital.

En el depósito, se habían velado todas las
películas sensibles de radiografías.

Se perdieron archivos del banco de datos.

El sistema informático se había
caído.

Mucha radiación, pensó el técnico,
menos mal que no deja rastros, sólo algunas consecuencias
dudosas.

El jefe del servicio de rayos vino a ver si todo estaba
bien, si no se había producido una anomalía en la
sala de la bomba de cobalto:

_Todo en orden jefe, acá no pasa nada
¿ve?….está todo bien…..

La consola de la bomba no guardaba registros de la
radiación librada.

Otra vez quedó solo, su turno había,
terminado.

Se cambió, marcó su tarjeta y se fue a su
casa.

_La mujer ya debe estar descansando,
pensó.

_En estos momentos ya no debe estar sufriendo
más.

Se dijo a sí mismo que no era el único que
practicaba la eutanasia, pero nunca se lo confesaría a
nadie.

Mañana sería otro día.

El
morguero

El Técnico Radiólogo descendió
hasta el segundo subsuelo del hospital, donde se encontraba la
morgue.

Debía prestar asistencia al equipo de forenses
que realizaba una autopsia por orden de un juez.

Se requerían placas radiográficas para
completar el estudio al muerto y para eso, él estaba
ahí.

No le agradaba el olor de los cadáveres
descompuestos pero había elegido esa profesión y
ese era su trabajo.

Debería prestar sus servicios profesionales para
ver si en el cadáver que estaba en estudio se encontraba
alojada una bala.

Las placas radiográficas confirmaron que
sí.

Ahí estaban los proyectiles, los veía
claramente en la placa de rayos.

Dos proyectiles de bala, probablemente de 9
mm.

Cuando finalizó su labor, se higienizó en
el baño de la morgue.

Al estar más tranquilo reparó en las
particularidades del lugar: un sótano frío, denso,
pesado, lúgubre, húmedo.

Con esa batea central de acero inoxidable donde se
cortaban y abrían cuerpos humanos.

Vio las heladeras para cadáveres en la pared,
donde se depositaban y congelaban a los muertos.

Vio frascos con órganos humanos en
formol.

Un sitio realmente desagradable, se dijo, no le
gustaría trabajar allí.

Pero lo que le llamó mas su atención fue
el encargado de la morgue.

Un tipo raro, solitario, aislado del resto del hospital
y del mundo.

Casi ni salía de su lugar de trabajo.

Se decía que vivía y dormía
ahí.

Solo salía a cobrar, depositaba el sueldo y
regresaba a su puesto.

Comía en el comedor interno y no hablaba con
nadie.

Le decían "el topo".

En realidad la gente tampoco quería tratar con
él, lo aislaban y ni lo saludaban.

Nadie tenía bien en claro
porqué.

Tal vez era en parte debido a la aprensión
natural sobre la labor del morguero.

Ocurría que, en el ámbito laboral del
hospital, casi nadie registraba su existencia salvo cuando era
inevitable ir por algún asunto a la morgue.

El técnico notó que, cuando estuvo
trabajando allí para hacer las placas radiográficas
de la autopsia, este señor, el morguero, fue muy
solícito y educado con él.

Le había brindado colaboración en todo lo
que necesitó para hacer su tarea.

Fue muy respetuoso y el joven radiólogo admiraba
y valoraba a la gente respetuosa.

Ahora lo veía sólo, tomando mate y
sintió una especie de pena por esta persona.

Tan apartado, excluido y discriminado lo
veía.

Se acercó y comenzó a hablar
trivialidades.

El otro se enganchó enseguida.

Le ofreció mate, bizcochitos, una
silla.

Parecía contento de poder hablar con
alguien.

El técnico estuvo un rato compartiendo una charla
agradable con él y se retiró agradeciendo las
atenciones.

Luego se olvidó del asunto.

Su vida continuó como antes hasta que un
día, a media mañana, le avisaron que lo
buscaban.

Cuando fue a ver de qué se trataba
comprobó que era el morguero que venía a charlar un
rato con él.

_Como no, sentáte que preparo unos
mates.

Así transcurrió una linda charla que luego
se repetiría en otras ocasiones, ya sea en la morgue o en
la sala de rayos.

Se hicieron amigos, se contaron cosas.

Al principio cosas sin importancia, luego cosas
más personales.

A medida que iba avanzando esa relación de
amistad cada uno se iba sincerando más respecto al
otro.

Hablaron de familias, mujeres, aventuras.

En uno de esos encuentros, el morguero le contó
que una vez él había tenido una novia a la que
amó.

Pero, al fallecer ésta no volvió a
relacionarse con otra mujer, sencillamente, nunca pudo olvidarla
y aún la amaba.

Ello le impidió poder tener otra
novia.

_¿Y cómo te las arreglás? le
preguntó el técnico radiólogo.

Entonces, el técnico escuchó una historia
que jamás pensó podía ser
realidad:

El morguero le confesó que cuando moría
una persona en el hospital, él era el encargado de
disponer del cuerpo desde el momento de su muerte.

Le contó que se fijaba si el muerto era hombre o
mujer, si era hombre lo ponía inmediatamente en la
heladera.

Si era mujer, se fijaba que edad
tenía.

Si era anciana o niña la ponía en la
heladera.

Si era de mediana edad y murió por enfermedad
contagiosa o accidente traumático la ponía en la
heladera.

Si en cambio era joven, linda, estaba entera y
murió por causas naturales, entonces la ponía en la
batea de hacer autopsias, la desnudaba, se ponía un
preservativo para no dejar rastros y se la cogía sin
piedad.

Luego tiraba el forro al inodoro, vestía a la
muerta y la guardaba en la heladera.

Tenía, eso sí, algunas precauciones, como
por ejemplo no manchar la ropa de la difunta con semen, no
romperle las prendas interiores, no desgarrar, herir o machucar
el cuerpo, acomodar muy bien el aspecto general de la
muerta.

Y sobre todo, tener cuidado de terminar todo antes de
que se enfríe el cuerpo, porque entonces sí
podían quedar vestigios.

Y si algún familiar algún día
sospechase algo e hiciera revisar a la muerta por el forense
podría tener problemas.

Así que era de esa forma como se las arreglaba,
pensó el radiólogo.

En fin, aunque estaba anonadado por la sinceridad del
otro, se dijo a sí mismo que al fin y al cabo, el topo le
no hacía mal a nadie.

Que era un ser con debilidades como cualquier
otro.

Con sus perversiones propias.

Pero no era un asesino ni un abusador de
niños.

Legalmente tampoco era un violador, porque los
cadáveres ya no son personas, son cosas
muebles.

Así que siguieron siendo amigos nomás,
contándose historias el uno al otro y compartiendo los
mates en los descansos del trabajo.

Eso si, después de escuchar lo que le
contó el topo, le pidió a su esposa que por favor,
cuando él muera, que lo cremen inmediatamente.

La
loca

Caminar por los pasillos de una clínica mental es
realmente algo muy desagradable.

Sobre todo, si uno va acompañado de la mano por
una nena de nueve años, que encima es su hija.

Pero ahí estábamos los dos.

Mi hija muy contenta porque por fin volvería a
ver a su madrina Nora.

Yo, con un nudo en el estómago por lo que ese
momento significaba para mí:

Un reencuentro con el pasado, con mi historia, con los
afectos que una vez tuve y con el último nexo en este
mundo, con quien en vida, fuera mi amigo Beto.

Seguíamos caminando por esos pabellones inmensos
y fríos, buscando una cama y un número que
definiera el encuentro.

Percibía la manito tibia de la nena estrechando
la mía.

Escuchaba cómo me contaba de cuánto la
quería a su madrina…y a su padrino Beto
también, claro.

Aunque a él hacia mucho más tiempo que no
lo veía.

Pero ella se acordaba muy bien de la época de
cuando sus padrinos Nora y Beto la venían a ver, le
traían regalos, la llevaban a pasear y le daban todo ese
amor que ella sentía y recordaba.

Y debió de ser grande de verdad ese amor para
que, aún después de cinco años, se sienta de
verdad contenta por el reencuentro.

Claro que en cinco años pasan muchas
cosas.

En el ínterin, yo me separé.

Mi amigo viajó a Israel para ver a su hermano y
para probar suerte.

Nora quedó esperándolo
acá.

Al poco tiempo de llegar a ese país, él
murió en un ataque palestino.

Ese día murió mucha gente en
Israel.

Pero siempre recordé esa fecha, porque ahí
murió mi amigo.

Él no tenía familiares sanguíneos,
era solo, pero estaba casado con Nora que lo amaba más que
a nada en el mundo.

Y estaba yo, su amigo.

El amigo que cuando fue papá de una nena
maravillosa, sintió lo que siente un amigo por otro en
esos eventos: deseó compartir esa felicidad y les
pidió que fueran los padrinos.

Y ellos, felices, porque aunque lo intentaron con todos
los tratamientos posibles, vaya a saber porqué cosas de la
vida, Nora no pudo tener hijos.

Entonces mi nena vino como a llenar ese vacío que
ellos tenían.

Y cuando me venían a visitar, yo sentía
que en mi casa, con mi familia, mi amigo y su mujer, yo era el
hombre más feliz del mundo.

Era una etapa de dicha en mi vida.

Disfrutaba esas noches de cabaña y leños
en el hogar, jugando entre todos a la lotería, o tocando
la guitarra o contándonos cosas, o en silencio, nada
más, compartiendo ese vínculo que solo los que se
quieren conocen de verdad.

Como dije antes, pasaron cosas.

Cuando ocurrió la muerte de Beto, Nora
enloqueció.

Tomó Pastillas, psicofármacos con cognac y
eso la descerebró.

No alcanzó a morir, porque los paramédicos
le hicieron a tiempo un lavaje de estómago, pero hubiera
sido mejor que la dejaran ir.

Porque a raíz de ese suceso quedó tan mal,
que sus padres la internaron en un neuropsiquiátrico,
donde con los remedios que le dieron, la terminaron de
estropear.

Y ya la dejaron ahí.

Mi hija y yo, habíamos ido a visitarla porque la
nena insistió tanto en volver a ver a su madrina que no
pude evitar ir, y estábamos en ese loquero de
terror.

Nora debía estar por aparecer en cualquier
momento.

Había tanta gente internada ahí, cada
loca, y lo sucias que estaban, y ese olor…y la propia
aprensión de uno las hacia parecer peor de lo que
estaban.

Ahí se veía una vieja que gritaba sola,
allá una mujer que manejaba una máquina
inexistente, más allá una mujer que parecía
una bruja por lo desgreñada, sucia y flaca, sentada
mirando al piso.

Una loca en estado de abandono total.

Todas estas enfermas me ponían nervioso, no puedo
negarlo.

Entonces, mi nena se soltó de mi mano y sin que
alcanzara a evitarlo, salió corriendo hacia donde estaba
la loca sucia.

La abrazaba, la besaba, le decía cosas, la
volvía a besar.

Entonces, me di cuenta que la mujer que parecía
un espectro lloraba en silencio.

Esa sombra de ser humano era Nora, la mujer de mi
amigo.

Me quedé paralizado por la impresión de
ver como había quedado.

La nena no notaba su estado calamitoso, sólo
veía a su madrina.

A la madrina que amaba.

Yo tampoco noté que mis ojos estaban
llorando.

No, mis ojos no, mi alma lloraba.

Yo no la hubiera reconocido. Pero la nena lo hizo al
instante en que la vio.

Nora, no sé que sintió, porque no lo pudo
expresar, pero algo le movilizó, eso es seguro.

La enfermera me contó que Nora era una buena
chica, que no molestaba, no gritaba, no peleaba, no hablaba, no
se movía, no comía.

La alimentaban y la bañaban.

Siempre estaba inexpresiva, ausente,
medicada.

Pero esta vez abrazó a la nena y lloró en
silencio.

El encuentro duró una tarde completa, y luego nos
retiramos.

Aunque Nora no habló en toda la tarde, mi hija
sí lo hizo y como que también conversó, a su
manera, con su madrina.

Después que nos fuimos de ese loquero, nunca
más volví a ver a Nora.

Los padres de ella, al enterarse de la visita,
prohibieron todo contacto de Nora con nadie que no fueran
ellos.

Yo, en verdad, no tuve coraje para insistir.

El tiempo pasó, mi hija creció y se hizo
mujer.

Yo no volví a mencionarle a su
madrina.

No me animo, no sea cosa que aún se acuerde y me
pida que la lleve a visitarla.

Pobre Nora, todavía debe estar
ahí.

No pude hacer nada porque los padres no autorizaron
nada.

No dejaron que nadie pudiera hacer nada.

A veces en invierno, en el living donde pasé
tantos momentos llenos de afecto, cuando enciendo unos
leños en la chimenea y miro el fuego, me acuerdo de esa
etapa de mi vida.

De mi familia.

De mi amigo y su esposa.

De los momentos de dicha en mi cabaña.

De una época que ya no
regresará.

Es cierto que solo se extraña lo que alguna vez
se quiso tanto.

Cosas de la vida.

 

 

Autor:

Eugenio Martín
Ganduglia

 

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