- 1. Sujeto y lucha de
clases - 2. La clase obrera y la
revolución - 3. El sujeto
revolucionario en la etapa neoliberal - 4. La exclusión en
la Argentina - 5. El problema del
poder - 6. Lo social y lo
político
En las primeras etapas de la modernidad el
sujeto constituye un tema central de la filosofía. En el
siglo XVII Descartes
plantea la reconstrucción de todo el mundo de la cultura a
partir del yo individual. El hombre
sólo está seguro de
sí mismo como existente, en la medida en que lo
único que ve con claridad es su propia conciencia. Antes
el mundo, lo objetivo, era
aquello de lo cual el hombre estaba
seguro. Esa seguridad ha
pasado del mundo a la propia conciencia. Del objeto se ha
realizado el tránsito al sujeto.
Kant, a fines del mismo siglo, acepta la primacía
del sujeto al estilo cartesiano, pero la coloca no en la
conciencia, sino en la práctica. Se trata de la
práctica moral, no de
la práctica política. Fichte, por
su parte, eleva la primacía del yo moral a lo absoluto,
planteándolo como tesis o
posición inicial para la reconstrucción que
pretendía Descartes.
Pero todavía no hemos salido del sujeto
individual. Hegel produce una
innovación fundamental al plantear que no
hay sujeto si no en es en el ámbito de la
intersubjetualidad, cuya plena realización está
constituida por un pueblo libre. El sujeto ya no es el individuo sino
el pueblo. Marx acepta y
corrige el planteo hegeliano, colocando la intersubjetualidad en
la clase. El
sujeto capaz de transformar la realidad es la clase
social.
El fenómeno de la cosificación que produce
la sociedad
capitalista invade tanto nuestro comportamiento
práctico como teórico. Esto nos lleva a concebir la
realidad de una manera puramente objetual o cósica.
Tenemos la tendencia a interpretar la realidad como conformada
por cosas.
No escapa a esa realidad la tendencia a concebir el
sujeto como un objeto. De hecho hablamos del sujeto como una
realidad cósica, como algo que es, como una esencia. Pero
el sujeto no es sino que se hace. Esto no es una banalidad ni un
juego
ingenioso de palabras. Es la realidad profunda de la constitución del sujeto que la sociedad
capitalista nos escamotea.
Yo no soy sujeto sino que me creo -del verbo "crear"-
como sujeto. Continuamente devengo, me hago sujeto. Continuamente
me pongo como sujeto. No hay sujeto sin ponerse como tal. El
ponerse es verbo, no sustantivo. Si otros me ponen, no soy sujeto
sino objeto, pues como tal me ponen. Toda dominación se
basa en la posición del otro como objeto. Todo sujeto es
revolucionario en la medida en que el ponerse siempre es una
ruptura, es un comienzo absoluto, desde uno mismo.
Esto vale para el sujeto individual, para cada uno de
nosotros, pero vale también para los sujetos colectivos
como el pueblo, la nación,
el gremio, la iglesia, la
clase. Marx define en el célebre Manifiesto que
toda la historia es la
historia de las luchas de clases. En esta definición hay
dos aspectos que es necesario tener en cuenta:
a) El sujeto de la historia es la clase. Es un sujeto
colectivo. Como las clases en sentido estricto sólo
surgen en el capitalismo,
aquí Marx interpreta el concepto de
clase en sentido amplio. Lo integran tanto los estamentos como
las castas.
b) Una afirmación tan tajante si se fija o
dogmatiza lleva al error de olvidar otros aspectos
fundamentales del sujeto como la cultura, la pertenencia a la
nación, la tradición. Ello se
agrava si se tiene en cuenta que allí Marx separa el
contenido, que estaría dado por la clase, de la forma
que sería la nación. No hay forma sin contenido y
viceversa. Tal separación ha llevado y continúa
llevando a errores políticos que frenan posibilidades de
crecimiento y transformación.
2. La clase obrera y la
revolución.
Para entender el lugar que en el pensamiento de
Marx ocupa la clase obrera o proletariado en la
revolución, es necesario considerar previamente la
concepción de la dialéctica hegeliana. Sólo
los sujetos o seres históricos son dialécticos,
porque sólo ellos son totalidades y sin totalidad no hay
dialéctica posible.
Decíamos que no hay sujeto sino un hacerse
sujeto, un ponerse como sujeto. Este parte de un primer momento
de suma pobreza, pues
todavía no se ha puesto. Como sujeto es un universal
pobre, abstracto. Es el germen que contiene todo lo que
será, pero sólo en-sí, no realizado. Para
ser sujeto verdaderamente debe ponerse, optar, particularizarse,
asumir compromisos. Esta particularización debe luego ser
negada para recuperar la universalidad, pero ahora enriquecida
por la particularización. Es el universal concreto.
En nuestra dialéctica individual esto se
daría de la manera siguiente: nacemos como ser humano,
universal. Nos particularizamos como filósofo,
sociólogo, trabajador. Nos recuperamos como ese primer ser
humano que ahora es universal concreto. El segundo momento, la
particularización, es la primera negación, la
negación de lo universal. El universal concreto es la
segunda negación, la negación de la
negación.
Marx aplica esta dialéctica a la sociedad. El
primer momento, el universal abstracto está constituido
por la sociedad. Puede ser también la humanidad, en el
sentido de lo humano. Esto es universal, pero en la medida en que
no está realizado es pobre, abstracto.
Lo particular como negación de lo universal es el
proletariado. Es la negación de todo lo humano, por cuanto
ha sido reducido a mera fuerza de
trabajo, una
determinada cantidad de energía a ser consumida. Esta
negación es sólo la posibilidad de la
negación hasta que el proletario la ponga como tal, o sea,
se ponga a sí mismo como sujeto. Esto significa tener
conciencia de clase o pasar del en-sí al
para-sí.
Cuando el proletariado pasa del en-sí al
para-sí produce la negación de sí mismo como
particular, como proletario y se recupera como universal
concreto, ser humano o sociedad humana. Allí desaparecen
las clases como tales. La sociedad se compone exclusivamente por
seres humanos, sujetos en la plenitud de su
significación.
El sujeto siempre es universal-particular. La
particularidad es interna, por lo cual basta negarse a sí
mismo como particularidad para que aparezca el universal que
nunca dejó de ser, pero ahora concreto, por la riqueza de
la nueva particularidad.
El capitalismo en la época de Marx, al menos como
tendencia, incluía a todos los obreros como
particularidades en su seno. Los obreros que no tenían
trabajo constituían el ejército de reserva, un
ejército siempre listo y a la expectativa de entrar en
combate, es decir, de ser incluidos efectivamente en la totalidad
de la sociedad.
Es decir, la sociedad capitalista como un todo, como
sujeto, tiene la contradicción en su interior, como el
sujeto que es cada uno de nosotros tiene internamente la
contradicción de las diversas particularidades que podemos
ser como trabajador, estudiante, padre de familia. Bastaba
que la clase obrera tuviese conciencia de clase, es decir, que
viera claramente la totalidad de la sociedad y su
situación en la misma.
Era lógico pensar, como lo hizo Marx, que siendo
esta la situación, la revolución se
produciría allí donde el capitalismo había
creado una clase obrera numerosa, es decir, en los centros de la
producción capitalista. La realidad fue
distinta. Las revoluciones socialistas se produjeron en la
periferia, en Rusia,
China,
Vietnam, Cuba. Ello no
produjo que se cambiara la concepción de la clase obrera
como sujeto de la revolución.
Antonio Gramsci, protagonista del intento revolucionario
en la Italia del
20’, replantea el problema. Su concepción de la
sociedad
civil, de la lucha por la hegemonía, de la guerra de
posición y de movimiento,
enriquecieron la teoría
revolucionaria. Lamentablemente, su aporte no fue aprovechado, en
gran parte por la preeminencia del estalinismo.
Con la tercera revolución tecnológica y la
implantación del neoliberalismo
conservador tenemos una situación diferente que obliga a
un replanteo dialéctico. El capitalismo ahora no incluye a
todos los obreros. Expulsa a la mayoría. Por otra parte,
el denominado socialismo real
de la URSS y demás países del Este se
desmoronó como un castillo de cartón. La
caídad del muro de
Berlín pareció el final de la experiencia
socialista y la definitiva crisis del
marxismo como
concepción revolucionaria.
3. El sujeto revolucionario
en la etapa neoliberal
Da la impresión que la dialéctica no puede
funcionar, por el motivo de que la sociedad no tiene su
contradicción interna, la particularidad representada por
el proletariado. Es evidente, en efecto, que hay un cambio
importante, pero ello no significa que ya no haya
dialéctica. Si ello fuera así, la historia en
efecto habría terminado.
En primer lugar, el capitalismo sigue estando basado en
la explotación de la fuerza de trabajo, que ahora, con
todas las innovaciones tecnológicas, se hace
cualitativamente más reducido en cantidad y mayor en
intensidad. La explotación es más intensa en menos
obreros. En segundo lugar, los obreros desocupados, o simplemente
los desocupados están en contradicción con la
totalidad social así estructurada.
Junto a los obreros y desocupados se encuentran otros
grupos
marginados, oprimidos o explotados por razón de género, de
color, de
religión o
cultura. Son las particularidades que entran en
contradicción con el universal y, en consecuencia, la
primera negación que del en-sí debe pasar al
para-sí.
Es natural que ahora tenga más importancia que
antes el momento de la conciencia. Antes, el proletariado era la
negación natural, esencial. Bastaba que pasase al
para-sí, o que tuviese conciencia de clase para
organizarse y pasar a la acción,
es decir, a la negación efectiva. Ahora la
situación es diferente. Todos los grupos citados pueden
transformarse en el sujeto negador. Sólo lo serán
si quieren serlo.
4. La exclusión en la
Argentina
En las décadas del 60’ y 70’ los
sectores populares resistieron los planes de ajuste y se
movilizaron activamente en la lucha por una nueva sociedad. Ello
acontecía no sólo en la Argentina, sino en toda
América
Latina y, en general, en el Tercer Mundo. Fue una
época de grandes luchas, expectativas y esperanzas de
cambio.
Esas luchas no lograron el objetivo de instaurar nuevas
sociedades
basadas en nuevas relaciones sociales, más justas y
humanas. Las clases dominantes impusieron dictaduras militares o
gobiernos que mantuvieron una apariencia de democracia con
dosis abundante de represión.
En nuestro país se instaló la dictadura
más sangrienta de la historia. Impuso un verdadero
terrorismo de
Estado,
renovando todo el arsenal inventado por el nazismo.
Caída la dictadura
militar, debido fundamentalmente a sus contradicciones
internas, los gobiernos democráticos que le sucedieron
fueron otorgándole sucesivamente el Punto final, la
ley de
Obediencia Debida y los Indultos, con lo que abominables
genocidas quedaron libres de culpa y cargo.
Entre la Obediencia Debida, ignominiosa ley aprobada por
el gobierno radical
de Alfonsín y los siniestros indultos de Menem, el
poder
económico produjo la hiperinflación que ayudó a que
sectores de la derecha peronista y los carapintadas fomentasen el
saqueo de los supermercados. De esa manera el caos se hace
presente como dueño y señor de la
situación.
Con ello se ponía el broche de oro a la plena
desarticulación de toda organización popular. Todos los movimientos
populares fueron desarticulados, la sociedad fragmentada, sin
fuerzas, dispuesta a aceptar cualquier solución
proveniente de los grupos de poder. Sobre esa realidad se
estructuró la Nueva Argentina privatizada, fragmentada,
con récord histórico de desocupación y corrupción.
Otro tema fundamental que experimentó cambios
profundos en su tratamiento es el tema del poder. Antes se
hablaba directamente de la toma del poder. Parecía que el
poder estaba allí, en un lugar y que era preciso tomarlo.
El poder era algo, una cosa, un objeto. Siempre estaba
allí. Era necesario arrebatárselo a quienes lo
tenían en ese momento. Las clases dominantes eran las
depositarias de ese poder que era necesario arrebatarles. Hecha
la revolución, el poder pasaba de unas manos a
otras.
Ahora se ha comprendido más claramente que el
poder no es una cosa o un instrumento, sino relación
social. Se trata, en consecuencia, se cambiar las relaciones
sociales, de construir nuevas relaciones sociales. Ya no se habla
de tomar el poder, sino de construir poder. El poder se construye
en la medida en que se construyen esas nuevas
relaciones.
Cuando el problema se plantea como toma del poder,
siempre se interprete a éste como dominación, como
algo que está arriba. En la concepción de la
construcción del poder, por el contrario,
se piensa en un proceso que va
de abajo hacia arriba. Se va construyendo en los diversos lugares
en los que vive, trabaja, sufre y goza la gente.
Junto al tema de la construcción del poder se ha
instalado el de la microfísica del poder como opuesto la
macrofísica. La toma del poder siempre está unido a
la macrofísica. Tomar el poder es tomar todo el poder,
porque a éste se lo concibe como una cosa inescindible. Se
lo toma o se lo deja, se lo gana o se lo pierde.
La construcción del poder, por el contrario, va
unido a la microfísica del mismo. Se sabe que Foucault es su
máximo exponente. Microfísica del poder, es decir,
el poder que se construye en los pequeños espacios, en
todos los espacios sociales, en la escuela, en la
universidad, en
la Iglesia, en el gremio, en el barrio.
Este concepto va unido por una parte al de la
construcción del poder como ya hemos indicado, pero por
otra, al de la fragmentación social. Quedarse en la
microfísica es quedarse en la fragmentación y, en
consecuencia, en la impotencia. La microfísica debe tender
necesariamente a la macrofísica.
La reflexión gramsciana aportó, por su
parte, el creativo e innovador concepto de
hegemonía. Está dada por el consenso. Todos
los espacios sociales son aptos para dar esa lucha. La
construcción del poder es una lucha continua por la
hegemonía, de abajo hacia arriba. Poder que surja del
consenso, horizontalmente, que cuestione radicalmente el
ejercicio del poder de las clases dominantes.
En América
Latina, pasados los primeros largos momentos de aturdimiento y
derrota frente a la aplanadora liberal conservadora, fueron
surgiendo movimientos que se plantean la construcción del
poder desde lo microfísico a lo macrofísico, dando
la lucha por la conquista de la hegemonía. Así se
fueron dando las luchas de los Sin tierra en
Brasil y del
zapatismo en México, de
la CTA, de la carpa docente, las cátedras Che Guevara,
los cortes de ruta y otros fenómenos parecidos en
Argentina.
Sabemos que no hay escisión entre lo social y lo
político. Todo es político y todo es social, pero
no lo es de la misma manera. La no escisión no significa
identidad
absoluta. Las luchas por los derechos humanos
son políticas,
sin ninguna duda. Sin embargo, su acento no está puesto
directamente en lo político, sino en lo social.
Hay momentos históricos en los que la
dominación ha logrado tal fragmentación del
movimiento popular, que hace casi imposible una acción
política concertada que cuestione al sistema. En esos
momentos pasa a primer plano la acción social. Lo
político entra en una especie de cono de
sombra.
Es lo que ha pasado en nuestro país. Organismos
de Derechos Humanos,
luchas por los derechos de la
mujer, de los homosexuales, movimientos ecologistas,
sociedades de fomento, cooperativas y
tantos otros, pusieron su acento en lo social. Esto tiene su
techo. La política neoliberal menemista se lo hace sentir
cada día en forma por demás dolorosa e
intransigente.
Por otra parte hay diversos fenómenos que
constituyen síntomas de una inflexión del plan neoliberal
que se impuso como una aplanadora desde la asunción del
gobierno por parte de Menem. Algunos de esos fenómenos son
los paros obreros convocados por entidades que están al
margen de la CGT, las protestas cada más frecuentes que se
expresan de diversa manera hasta llegar a los cortes de ruta, la
convocatoria que ha adquirido la "capta docente", las
expectativas que ha despertado la alianza UCR-Frepaso, las
convocatorias que tienen las Cátedras "Che Guevara"
diseminadas ya casi en todo el territorio nacional.
Esto plantea la imperiosa necesidad de que lo social
vaya adquiriendo cada vez más, no digo
significación política, pues de por sí la
tiene, sino organización política que se proponga
expresamente la conquista de hegemonía y
construcción de poder.
Para ello habría que tener en cuenta algunos
criterios fundamentales:
a) No partir de organizaciones
o partidos
políticos ya estructurados, con línea que se
pretende clara para bajarla a los sectores populares que se
están movilizando. Dejar de lado la concepción
leninista de que al proletariado o, en nuestro caso, a los
sectores populares, se le inyectará conciencia "desde
afuera".
b) Por el contrario, hacer efectiva la
concepción gramsciana de que se debe partir del "buen
sentido"que radica en el desagregado y caótico "sentido
común"que se encuentra en dichos sectores. O, en
palabras del Che, ayudar a desarrollar "los gérmenes de
socialismo"que se encuentran el pueblo.
c) No interesa el pregonado problema de la
"unión de la izquierda", si ello significa hacer unidos
lo mismo que están haciendo en forma separada. La
verdadera unión hay que encontrarla atreviéndose
a criticar las formas tracionales de concepción de los
partidos de izquierda e ir confluyendo con inserción
verdadera en los sectores populares.
d) Un proyecto
alternativo que ya se encuentra en germen en agrupaciones,
comunidades, organismos de derechos humanos, luchas de diverso
tipo deberá asumir una forma movimientista que
será necesario ir descubriendo y construyendo, a medida
que se avance.
e) Para la construcción de la identidad, sin la
cual no hay sujeto, es necesario recuperar auténticos
símbolos populares como Agustín
Tosco, John W. Cook, Enrique Angelelli, Evita. El Che se
está mostrando como un poderoso símbolo
convocante para las nuevas generaciones.
f) Desde las diversas prácticas sociales y
políticas es necesario ir confluyendo en un proyecto
político común que sea la unión en la
diversidad. Para ello se necesita la voluntad política
de hacerlo. Por el anterior análisis aquí insinuado
éste sería el momento de intentarlo con
fuerza.
Buenos Aires, 24 de agosto de 1997
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Rubén Dri