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Elucidaciones en torno a una definición del Estado de Naturaleza en Hobbes


    A manera de gentil
    introducción

    'El lenguaje
    está hecho de un sistema de notas
    (…)
    son las notas que una convención o una violencia han
    impuesto a la
    colectividad…'
    Thomas Hobbes, Lógica.

    Ya desde las primeras páginas de su trabajo sobre
    Jean Jacques Rousseau, Jean
    Starobinski[1] esboza lo que en el resto del texto
    irá constituyéndose en el argumento central de su
    apreciación de la obra del filósofo ginebrino: que
    el 'drama' al que Rousseau se enfrenta es que el ser y el parecer
    constituyen dos cosas distintas. Que su época presencia el
    derrumbe de la transparencia recíproca de las conciencias,
    de la
    comunicación total y confiada –aún
    más– que significa la pérdida del
    paraíso. Paraíso, por cierto, que merece ser
    recobrado, al que vale la pena retornar; proposición tras
    la que se encamina –entera– la obra del autor, ya sea
    desde la reforma moral personal, desde
    la
    educación del individuo
    (Emilio), o desde la formación política de la
    colectividad (El Contrato
    Social)
    y la constitución de instituciones
    políticas ideales.

    Este paraíso originario es por momentos una
    dimensión del propio yo, por momentos una ficción,
    y por momentos –lo que nos interesa para nuestro
    trabajo– un instante preciso del devenir histórico:
    'el estado de
    naturaleza'. La caída –imagen
    bíblica ligada al pecado– la máscara, es la
    fantasmagoría a la que apela Rousseau para describir la
    irrefrenable distancia que desequilibra el ajuste entre el ser y
    el parecer, el velo que se ha colado en las conciencias, la
    corrupción
    que se manifiesta en forma de espectáculo y que no solo
    pervierte la naturaleza del hombre, sino
    que lo vuelve irreconocible. Esta distancia es el triunfo de lo
    artificial (cultural) que se opone a la naturaleza, el avance de
    un lenguaje que
    separa signo de referente, que establece un espacio para la
    opacidad que 'refracta' la natural transparencia que liga
    a la cosa con su representación.

    Entonces, existe una tensa relación en la
    epistemología roussoniana entre la
    naturaleza y la cultura, entre
    el estado primigenio, originario de la felicidad, y la
    imperdonable sombra que interpone en la representación el
    lenguaje moderno. Pues bien –responder esta pregunta es el
    objetivo del
    presente trabajo–, ¿de qué manera se
    establece esta relación en el Leviathan de Thomas
    Hobbes?, o –mejor dicho– ¿cuánto de
    'natural' hay en el estado de naturaleza hobbesiano?,
    ¿cuánto de cultural existe en este estado al que
    suponemos pre–cultural?

    A la respuesta a esta inquisición precisa podemos
    agregar dos objetivos que
    obligatoriamente se desencadenan en el proceso que
    conlleva responder la misma: 1) que la tensión al interior
    de las definiciones de naturaleza, estado de naturaleza, leyes naturales y
    Leviathan es la tensión entre un mundo inmanente y uno
    abierto a la trascendencia que recorre toda la obra mencionada;
    2) que la lectura del
    problema de la definición del Estado de Naturaleza desde
    una perspectiva que lo acerca al problema del surgimiento del
    lenguaje moderno y al análisis de los vínculos
    socioculturales de los usos del mismo permite privilegiar la
    lectura
    decisionista de la constitución del Leviathan.

    1. Elucidaciones en torno al
    estado de naturaleza.

    'Todo se desmorona, toda coherencia ha
    desaparecido:
    toda distribución equitativa, toda
    relación:
    príncipe, padre, hijo son cosas olvidadas'
    John Donne

    El 'estado de naturaleza' hobbesiano
    –sabemos– es aquel previo a la llegada de la ley, al pacto.
    Una condición persistentemente ligada al estado de
    guerra
    –con el que comúnmente se lo equipara–, en el
    que existe una desconfianza permanente de cada uno para con los
    otros, en el que se hace imposible el comercio, las
    artes, la prosperidad. Según la pluma del mismo Hobbes:
    '…una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la
    GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar,
    sino que se da durante el lapso de tiempo en el
    que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente(…)
    así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha
    actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante
    todo el tiempo en que no hay seguridad de lo
    contrario…' (Leviathan, p. 102).

    Es precisamente en este desplazamiento entre el acto
    (cuasi natural–animal, en el que no media razonamiento
    alguno) y la voluntad, el cálculo,
    que supone la idea de disposición manifiesta donde
    queremos comenzar nuestro primer acercamiento al problema
    planteado. Siguiendo a Foucault (1993)
    queremos afirmar que el estado de guerra no nos enfrenta a una
    relación directa de fuerzas, sino a la
    representación del estado de las fuerzas de los otros, a
    un "teatro de la
    guerra" donde no se entrecruzan armas, ni bestias
    salvajes primitivas, sino que se produce el encuentro de las
    representaciones calculadas de los unos acerca de las fuerzas de
    lo otros, donde se "juega" con la posibilidad de hacer la guerra,
    donde existen una serie de tácticas de intimidación
    entreveradas. Parafraseando a Baudrillard –dice Rinesi
    (1993)– Foucault parece afirmar que la "guerra no ha tenido
    lugar". En esta guerra no hay batallas, ni sangre ni
    cadáveres sólo representaciones, manifestaciones
    enfáticas, signos
    mendaces, equívocos, astucias; diplomacia y cálculo
    infinito.

    El estado de guerra, entonces, no es un estado donde
    bestias feroces y salvajes se devoren entre sí –la
    acepción literal de "el hombre es
    el lobo del hombre"–, sino aquel en el que existe la
    voluntad permanente de enfrentarse en una especie de diplomacia
    infinita entre rivales que se encuentran naturalmente en el mismo
    nivel y que por consiguiente están condenados a
    enfrentarse hasta que alguien o algo –nosotros sabemos que
    es el Leviathan– permita fijar las diferencias. Es en la
    ausencia de diferencias en el mundo –Hobbes afirma a los
    hombres iguales por naturaleza– donde encontramos la
    respuesta a los por que de la persistencia de esta guerra
    primitiva. Es precisamente a este espacio en el que se
    manifiestan diferencias serpenteantes, engañosas,
    inestables, donde no existe una instancia única autorizada
    de juicio acerca de las definiciones, donde coexiste una
    maraña desordenada de representaciones, donde no existe
    orden, ni distinción, al que queremos
    acercarnos.

    Atopía llama Foucault (1968) a esta
    condición, afasia, agrega luego. El lenguaje, en el
    "estado de naturaleza", ha perdido lo "común" del lugar
    (topoi) y del nombre. Es imposible distinguir –como
    repite Hobbes en más de un pasaje– lo tuyo de lo
    mío, lo bueno de lo malo, lo honorable de aquello que no
    merece tan alto reconocimiento. Las múltiples
    definiciones, interpretaciones, significaciones que conviven,
    luchan, se entrelazan, se desplazan, llevan a afirmar a Wolin
    (1973) que el estado de naturaleza simboliza no solo el extremo
    desorden de las relaciones
    humanas, sino también –mejor dicho,
    principalmente– la condición confusa de la
    anarquía de los significados. Siguiendo el razonamiento de
    este autor: en esta situación (de estado de naturaleza
    –no de naturaleza–) cada hombre podía utilizar
    libremente su razón para procurar sus propios fines; cada
    uno era juez último de aquello que constituía la
    racionalidad. De esta manera lo que el estado de naturaleza
    nombra es una condición en la que los derechos no podían
    ser precisados para todos por igual, porque los derechos
    –su definición– no encerraban el mismo sentido
    para cada uno de los individuos. No existen definiciones, ni
    significados en común, cada oración, cada enunciado
    puede ser materia de
    disputa, de modo tal que nos encontramos ante un cortocircuito
    que impide la comunicación –transparente la
    llamamos cuando hablamos de Rousseau– y la
    formulación de expectativas compartidas. Es precisamente,
    en esta breve disertación, donde notamos que hemos
    empezado a correr el eje de las relaciones humanas
    pre–Leviathan de una natural transparencia a la opacidad de
    las múltiples posibilidades de representación, al
    lenguaje, a la cultura.

    Es en el desarrollo
    epistemológico de Hobbes, en su crítica
    al animismo, donde podemos encontrar argumentos que nos sirvan de
    aliados a la hora de intentar afirmar esta hipótesis de lectura. La eliminación
    del concepto alma como
    causa suficiente para la explicación del movimiento, su
    posterior reemplazo por las ideas mecanicistas llevan a Hobbes a
    desligar la percepción
    de la idea de una realidad única que se depositaba sobre
    el mundo para afirmar que tanto el entendimiento como la
    percepción sensible son producto de un
    cambio de un
    sujeto percipiente. Todo cambio es movimiento de las partes
    internas, y éstas constituyen los órganos de
    los sentidos.
    Incluso, recuerda Tonnies (1988:179), Hobbes considera la memoria y
    el juicio como inherentes a la percepción,
    explicándolos por movimientos que perduran en el
    órgano. También las pasiones son consideradas como
    previas a la experiencia.

    Resumiendo la teoría
    subjetiva de las cualidades sensibles podemos decir (:222): que
    existen sensaciones sin presencia del objeto; que nunca creemos
    en la realidad objetiva de los colores, las
    imágenes, reflejados; que desde los astros
    se puede comunicar un movimiento al ojo y al nervio
    óptico, lo mismo que desde un foco terrestre. Es decir:
    aunque las cosas (imágenes, sonido) existen
    en el mundo exterior, y son los movimientos causantes de las
    sensaciones, la percepción de cada una de ellas es
    individual fruto de los movimientos en los órganos
    sensibles del sujeto percipiente. Esta afirmación nos
    conduce, nuevamente, hacia el problema del lenguaje. De la misma
    manera que la percepción es individual, y depende de los
    esquemas perceptivos particulares: ¿qué es lo que
    garantiza que llamemos a cada cosa por un (su) nombre propio? No
    es la naturaleza, ya que Hobbes (Tonnies, 1988: 228) afirma que
    es realmente infantil la opinión de aquellos que piensan
    que las cosas recibieron nombres apropiados a su naturaleza. De
    hecho se pregunta: ¿cómo es que hay
    –entonces– distintos lenguajes?, ¿Y qué
    hay de común entre un objeto y un sonido?

    Recapitulando, al acercarnos a este espacio que Hobbes
    llama estado de naturaleza podemos constatar que lo que
    éste viene a inaugurar es la separación irreparable
    entre las palabras y las cosas. Si antes del siglo XVI el mundo
    era un lugar que no sólo se leía sino que "hablaba"
    a través de los signos, donde –como dice Borges
    Thor no era el dios del trueno; era el trueno y el Dios; donde el
    lenguaje era una piedra blanca en un arroyuelo, casi
    transparente, translúcida, instalada en el mundo, de donde
    los hombre bebían las palabras; donde se encontraba
    presente (no como la utopía de una lengua
    primigenia, sino como la realidad del mundo presente) la idea de
    una lengua prístina, casi divina, a partir del siglo xvii
    –así lo describe Foucault (1968)– la sociedad
    europea comienza a desprenderse de esta visión, a
    presenciar la irrefrenable escisión entre mundo y
    lenguaje.

    Hemos nombrado a Michel Foucault y hamos hablado de las
    palabras y las cosas, es momento, entonces, de referirnos a las
    conclusiones que sobre la episteme del siglo xvi, saca el
    filósofo francés, desde su arqueología de
    las ciencias
    humanas[2]: 1) el lenguaje real no era un conjunto de signos
    independientes, uniforme y liso en el que las cosas
    vendrían a reflejarse como un espejo a fin de enunciar,
    una a una, su verdad singular; 2) se mezcla aquí y
    allá con las figuras del mundo y se enreda con ellas; 3)
    el lenguaje no es un sistema arbitrario; está depositado
    en el mundo, y forma, a la vez, parte de él, porque las
    mismas cosas ocultan y manifiestan su enigma como un lenguaje y
    porque las palabras se proponen a los hombres como cosas que hay
    que descifrar; 4) el contenido del lenguaje no es representativo,
    las palabras agrupan sílabas y éstas letras porque
    hay depositadas en ellas virtudes que las agrupan o las
    separan.

    Este universo,
    más que universo de la re–presentación es
    el universo de
    la presentación, donde mundo y lenguaje se anudan en las
    figuras de la semejanza: conveniencia, emulación,
    analogía y simpatía. Estas figuras nos dicen como
    el mundo se repliega sobre si mismo, para luego duplicarse,
    reflejarse o encadenarse, para que las cosas puedan asemejarse.
    Estas figuras pueden "leerse" en sus signos exteriores, como un
    filólogo descifra en la Biblia la palabra de Dios. Este
    mundo de lo similar solo puede comprenderse a condición de
    que se lo piense como un mundo marcado, donde existe la signatura
    para que pueda conocerse la semejanza. Al igual que Dios ha
    dejado su palabra en la escritura,
    también ha dejado en la tierra
    signos para que podamos descifrarlo. Foucault (1968:35) cita a
    Paracelso: "…No es la voluntad de Dios que permanezca oculto
    lo que El ha creado para beneficio del hombre y le ha dado(…)Y
    aún si hubiera ocultado ciertas cosas, nada ha dejado sin
    signos exteriores y visibles por marcas
    especiales– del mismo modo que un hombre que ha enterrado
    un tesoro señala el lugar a fin de poder volver a
    encontrarlo…"
    . El siglo XVII representa el fin de esta
    época en la que el mundo era un medio auxiliar del
    conocimiento
    de Dios[3] para transformarse, él mismo, en objeto de
    conocimiento. Representa –como dice Wolin (1973:
    259)– la desaparición de la comunidad como
    una unidad natural. Ahora bien –nos preguntamos–:
    ¿por qué desaparece esta concepción en el
    siglo xvii inglés?, ¿metáfora de
    qué circunstancias históricas es el "estado de
    naturaleza"?

    Para responder apropiadamente esta pregunta recurriremos
    al sociólogo Zygmunt Bauman que en su opus Legislators
    and interpreters
    desliza la siguiente hipótesis: Hobbes
    era víctima de una "ilusión óptica"; lo que él tomaba como los
    restos per–vivientes del estado de naturaleza, eran los
    "artefactos" frutos de la descomposición de un sistema de
    control social
    estricto. De cualquier manera los preocupantes "cuerpos
    extraños" que contaminaban su mundo de vida eran los
    indicadores
    del futuro por venir: las mínimas muestras del futuro
    "estado normal", una sociedad compuesta de individuos libres para
    moverse, orientados a la ganancia, carentes de lazos hacia la,
    entonces en bancarrota, supervisión comunitaria. Lo más
    significativo de esta crisis
    –continúa el autor– es que la retirada
    comunitaria reveló la esencial fragilidad de los principios en los
    que estaba basado el intercambio humano. La misma existencia de
    estos principios fue un descubrimiento formidable, para una
    sociedad –como veremos luego– se reproducía
    "sin diseño
    consciente". Es en este momento, en el que los principios se
    rompen demasiado a menudo como para servir de fundamento del
    orden social, que los mismos se vuelven visibles.

    En la sociedad inglesa de los siglos xvi y xvii
    encontramos dos disputas específicas en la que descubrimos
    contendientes que proponen distintos principios de organización de la vida: uno en el campo
    religioso; el otro, en la disputa entre sajones y normandos, que
    se manifiesta tanto en la coexistencia ambos imaginarios como en
    la yuxtaposición de dos derechos distintos.

    La convivencia de distintas sectas, el vívido
    enfrentamiento de las distintas teorías
    y doctrinas religiosas, el desencadenamiento de guerras
    religiosas a ambos lados del Canal de la Mancha –basta
    recordar la matanza de San Bartolomé en 1593– por un
    lado; el surgimiento de distintos grupos:
    Brownistas, Seekers, Bautistas y Separatistas, todas sectas que
    consideraban a la iglesia no una
    unidad natural, sino una asociación voluntaria, por el
    otro, hicieron explotar el significante "cristianismo"
    en una miríada de significados en disputa, de manera tal
    que ayudaron a poner sobre el tapete la artificiosidad que
    subyacía detrás de la
    organización social comunitaria. Asimismo la
    continuidad de las luchas que, tanto en el plano material como
    simbólico, sostenían desde 1066 –fecha de la
    llegada de Guillermo El Conquistador– normandos y
    sajones contribuían a presentar disposiciones
    antagónicas a la hora de constituir un orden
    social.

    Estas disputas se manifiestan de distinta manera hasta
    llegar a ser el "ruido de
    fondo" en las luchas civiles que concluyen en la anarquía
    (an –arje, ausencia de principio) de la sociedad
    inglesa del 1600. Primero –dice Foucault (1993: 86)–
    esta disputa se manifestaba en los rituales de poder: hasta
    Enrique VII (comienzos del s. xvi) el rey basaba su derecho de
    sucesión en el derecho de conquista de los normandos sobre
    los sajones. En segundo lugar, se revelaba en las
    prácticas del derecho, cuyos actos y procedimientos se
    realizaban en francés. Formulado en una lengua
    extraña y extranjera, el derecho –concluye
    Foucault– era, para el pueblo sajón, el signo de
    otra nación.
    En tercer lugar, la coexistencia se hacía presente en la
    superposición y contradicción de narraciones que
    tomaban la forma de leyendas, que
    eran partes de series claramente diferenciadas. Por un lado
    tenemos los relatos populares sajones que funcionaban como la
    memoria
    mítica de un tiempo mejor (el retorno del rey Harold),
    sublevaciones y héroes populares (Robin Hood), así
    como la santificación de los reyes de su pasado. Por el
    otro la saga artúrica, que pertenece a una serie
    más amplia de leyendas de corte aristocrático y
    monárquico, y que se constituye a partir de la
    apropiación selectiva de la tradición celta que
    pre–existía, incluso, a los sajones. Estas leyendas
    favorecían a los normandos por las relaciones que estos
    tenían con los bretones –descendientes de los
    celtas, habitantes de la Normandía francesa–.
    Inglaterra,
    concluimos, estaba asentada sobre un suelo movedizo,
    en el que se superponían como capas geológicas
    distintos conjuntos
    mitológicos que partían los sueños y
    esperanzas de sus habitantes en dos.

    Como ya dijimos, esta crisis dejó en evidencia,
    desnudó, los principios arquitectónicos sobre los
    que se levantaba la sociedad medieval. Para continuar con este
    razonamiento queremos retomar los conceptos que Bauman (1987)
    rescata de la obra de E. Gellner Naciones y Nacionalismo:
    éste dice que existe una distinción entre las
    "culturas salvajes" y las "culturas cultivadas o de
    jardín". Esta diferencia se asienta, principalmente, en
    que las culturas salvajes no pueden percibir su propia
    artificiosidad, no pueden concebirse como cultura, como un orden
    impuestos por
    los humanos sino que creen en el carácter sobrehumano del orden del mundo.
    Asimismo, la reproducción de estas sociedades se
    da sin diseño consciente, ni vigilancia,
    supervisión o nutrición
    específica. Por el contrario, artificiosidad y
    sistematicidad, parecen ser las dos palabras precisas para
    catalogar el tipo de desarrollo de las "culturas de
    jardín". Como bien señala el autor, la misma imagen
    de jardín lleva implícita una "precaria
    artificiosidad", basada en las necesidades de diseño y
    supervisión permanente. Incluso esta exigencia
    continúa una vez construido el jardín, ya que no se
    lo puede dejar sólo confiando en su
    auto–reproducción.

    Lo que hizo visible, entonces, la crisis inglesa del
    siglo XVII fue el fin de las sociedades que no necesitaban para
    su reproducción, ni diseño consciente, ni personal
    especializado. Lo que destruyó por proliferación de
    principios, fundamentos, en disputa, fue la imagen de orden
    natural autoproducido por los designios del Señor. Por eso
    la figura que va a presidir la modernidad
    –el pasaje de las sociedades "salvajes" a la
    constitución de las sociedades "de jardín"–
    va a ser la del jardinero, o, mejor dicho, la del intelectual.
    Esta hipótesis –que le pone el sayo a la figura de
    Hobbes– se suma a otra que nos resulta útil para
    nuestro razonamiento: que el desarrollo de la modernidad es fruto
    del encuentro entre una nueva organización estatal, con la
    voluntad y los medios para
    administrar el sistema social de acuerdo a un modelo
    preconcebido de orden, y el establecimiento de un tipo de
    discurso
    relativamente autónomo que tiene la capacidad de generar e
    implementar ese modelo de orden: el discurso del
    intelectual.

    Es Hobbes, precisamente, uno de los primeros intelectuales– estatales, ya que redefine el
    orden social como fruto de la convención humana, como
    pasible de ser controlado por el hombre, como algo no
    absoluto
    (esta visión, como veremos más
    adelante, está plagada de tensiones que la atraviesan, y
    que –a su debido tiempo –definiremos). Esta demanda por
    sistematicidad en el orden del mundo se vive en todo los campos
    del humano, así a la pregunta de Goethe de por qué
    los antiguos tenían una interpretación del espacio tan "precaria,
    incluso falsa"[4], Panofsky (1991:43) responde: porque el espacio
    requerido para la expresión artística no demandaba
    una visión sistemática del espacio, la
    sistematización del espacio (la intersección de la
    pirámide visual con un plano) era simplemente impensable
    para los filósofos antiguos y los artistas
    pre–renacentistas. Es precisamente esta visión
    sistemática del espacio la que Hobbes va a introducir a la
    política, y al diseño del orden social, desde su
    intención de hacer de la Geometría ("única ciencia que se
    complació Dios en comunicar al género
    humano"(Leviathan, pag. 26)) el comienzo de toda investigación y elucidación en torno
    al orden político ideal. Existía en Hobbes, afirma
    Wolin (1973:260), la idea de que provisto del método
    correcto, y también de la oportunidad, el hombre
    podía construir un orden político tan atemporal
    como un teorema euclidiano. Intentaremos –de manera breve y
    esquemática– acercarnos a esta
    cuestión.

    2. Técnica, Estado
    y
    Geometría.

    'Ahora no se busca otra cosa sino hacer con el
    Universo, en grande,
    lo que es un reloj en pequeño,
    donde todo se mueve con movimientos regulados dependientes
    de la organización de las piezas'
    Fontanelle.

    Intentaremos aproximarnos a las operaciones que
    Hobbes realiza para reducir la multiplicidad de juicios,
    racionalidades, expresiones, lenguajes, en disputa, a una unidad
    que fija los sentidos y se erige en única instancia de
    juicio e interpretación. Esta reducción –como
    sabemos– se aleja bastante de los intentos
    dialógicos–consensuales que sigue la línea de
    pensamiento
    que podríamos constituir abarcando desde Kant y Rousseau
    hasta Jurgen Habermas[5] en nuestros días. Por el
    contrario, supone un modelo monológico basado en la
    decisión de aquel que se erige como soberano (sobre el
    final del artículo aclararemos cuales son las marcas
    textuales que nos permiten favorecer una interpretación
    decisionista del Leviathan) que neutraliza la
    atopía del Estado de Naturaleza.

    Uno de los intentos de neutralización que produce
    la escritura hobbesiana es el que realiza con respecto a los
    problemas del
    campo religioso. Uno de los principales problemas de este campo
    –al que ya nos referimos– es que la Biblia fue uno de
    los verdaderos campos de batalla donde, a partir de disputas
    hermeneúticas, se libraron los combates contra el poder
    real y el despotismo de la Iglesia, ya sea para presentar
    objeciones morales, religiosas o políticas. La multitud de
    sectas nacidas luego de la Reforma se basaban en la creencia en
    el juicio privado, la conciencia
    privada, originando –como ya expusimos– una
    confusión de significados que debía ser subsanada;
    para establecer la paz era necesario un mundo de significado
    inequívoco. Es por eso que Hobbes cancela la disputa al
    interior del "juego de
    lenguaje religioso" encontrando un artículo de fe que
    respetado por todas las sectas: Jesús es el Cristo
    anunciado por Moisés y los profetas. He aquí el
    único artículo de fe que es necesario para la
    salvación de las almas. Su importancia radica en que, de
    esta manera, agota la discusión acerca de los dogmas de
    salvación, y enfoca el problema en otra dirección: hasta que el Cristo regrese debo
    respetar la ley. Es decir, que la fe no basta, son necesarias
    también obras, obrar según las leyes de la justa
    razón, que son las leyes de Dios. No cabe
    contradicción entre los preceptos divinos y las leyes
    humanas (Tonnies, 1988: 305).

    De la misma manera, la idea del estado como
    máquina, contribuye también a neutralizar este
    campo heteroglósico[6]. La absolutización
    –positivación dogmática la llama
    Schmitt– de un principio, en este caso, a partir de la
    técnica, supone el fin de la producción de sentido que se manifestaba en
    el Estado de Naturaleza. Por el contrario, la metáfora
    maquínica que Hobbes da al Leviathan inaugura una de las
    imágenes favoritas de los pensadores del problema de la
    modernidad: la de la alienación, la de la telaraña
    en el que la racionalidad formal,
    teleológico–instrumental, aprisiona en su letra
    muerta –como si fuera una especie de vampiro– la
    vitalidad de los mundo de vida, de los intercambios cotidianos
    intersubjetivos. La técnica supone la desnudez del mundo,
    la deduce, la imagina –como en la metáfora de
    Fontanelle– recompone la idea de que en el mundo residen
    los principios a partir de los cuales observar los mecanismos,
    los "resortes" del movimiento del mismo, los principios de la
    vida social. Aparece, también, en la fantasmagoría
    maquínica, la mirada del geómetra sobre el universo
    social, la ilusión de que existe un orden
    arquitectónico –a ser construido– porque
    existe un orden natural en el mundo, un orden que debe ser
    "revelado" para obtener la capacidad efectiva de encauzar el
    mundo bajo sus leyes. Este red conceptual nos reconduce
    a Dios, al relacionar y homologar una larga y compleja serie de
    conceptos: Estado = Técnica = Ciencia = Geometría =
    Razón = Dios.

    Así, la relación entre Dios y razón
    se manifiesta en la dependencia de ésta de aquel. La
    razón es una de las tres formas en las que Dios da a
    conocer sus leyes, lo que llamamos leyes naturales no son sino
    los preceptos divinos. Es por esto que el Estado es el reino de
    Cristo, mientras el mundo espera su regreso: las leyes del
    civiles no pueden diferir de aquellas instituidas por lo
    sacramentos. Es aquí donde reaparece la figura del
    geometra ya que, como indica Tonnies (1988:303), Cristo no vino a
    la tierra para
    enseñarnos Lógica. Es necesario, entonces, que sea
    la autoridad
    estatal la que zanje los diferendos en las disputas conceptuales.
    Autoridad civil que construye las leyes basada en los principios
    de la recta razón, que no son otros que los designios de
    Dios, que se le manifiestan en la Geometría –que,
    como ya dijimos, es la única ciencia que Dios se
    complació en comunicar al hombre–.

    Si bien el aprendizaje
    del bien –apertura al absoluto y a la trascendencia–
    no presenta mayores complicaciones para los hombres, ya que
    participan de la razón divina, y los principios generales
    son dados de inmediato a la razón práctica, la
    aprehensión de la imagen de Dios (el Dios, no el
    Leviathan, Dios mortal) es mucho más difícil, y
    recuerda por momentos la formulación de Dios como sublime
    irrepresentable que realiza Kant. Así, dice Hobbes :
    "Las curiosidad o afición al conocimiento nos lleva de
    la consideración del efecto a la investigación de
    la causa, y a su vez a la causa de la causa, hasta que
    necesariamente se llega, en definitiva, a pesar que hay alguna
    causa de la que no puede existir otra causa anterior si no es
    eterna: lo que los hombres llaman Dios. Así, es imposible
    hacer una investigación profunda en las leyes naturales,
    sin propender a la creencia de que existe un Dios Eterno,
    aún cuando en la mente humana no pueda haber ninguna idea
    de El, que responda a su naturaleza" (Leviathan
    , p. 85). A lo
    que –a propósito de la disputa que Hobbes mantuvo
    con el obispo de Bramhall– Tonnies (1988:204) agrega que
    todos los atributos de Dios están contenidos en su
    omnipotencia; son atributos incomprensibles, asignados a ser
    incomprensibles para honrarlo.

    Estas últimas afirmaciones nos permiten dar
    cuenta de la tensión existente en el decisionismo
    hobbesiano entre la presencia y la ausencia de un fundamento que
    de basamento a la toma de
    decisiones. Si bien a partir de la lectura de los enunciados
    previos podemos pensar en un orden artificial ligado por la
    razón a los principios con los que Dios ordenó el
    mundo, frases como ésta: "La razón es del que
    tiene la voluntad soberana, verdadera o errónea, debe
    valer como recta, a no ser que quiera darse perpetuo motivo a la
    rebelión"
    (Citado por Tonnies, 1988:198) nos acercan
    al soberano carente de fundamento, nominalista, que
    –posteriormente– definirá Schmitt; aquel en el
    que la decisión se toma como la afirmación de una
    voluntad activa, ligada a la potencia y a la
    masculinidad, en la que desaparece toda idea de aprendizaje de la
    razón en la naturaleza. Nos acerca a la imagen que
    Foucault (1993) se representa de Hobbes: el que toma a Dios, como
    una excusa, como una fictio para la fundamentación de un
    orden arbitrario. Nos acerca a las consideraciones de Burke que
    encadena la sucesión al derecho a la libertad de
    los británicos: el que corra riesgo la
    sucesión arrastra consigo a la Nación
    entera. La corona hereditaria no es una imposición, sino
    un derecho hereditario que tienen los súbditos como tales.
    Afincado en la experiencia, este derecho, lejos del Absoluto del
    Derecho Divino, se manifiesta en su artificiosidad como un
    instrumento para servir a las necesidades de la Nación.
    Como unas leyes que ligan, que son cemento y
    cimiento de la estructura de
    la sociedad inglesa. En tanto elegidas y artificiales, en tanto
    mecanismos de integración simbólica, estas leyes
    que atan sucesión–derecho–propiedadfamilia no pueden
    revelarse en su ficcionalidad. Como dice el mismo Burke "…Si la
    sociedad civil
    es hija de la convención, esa convención debe ser
    su ley…". Reconducida a sus fundamentos, develada, la autoridad
    se destruiría.

    Pensamos que podemos zanjar esta discusión a
    partir de la lectura atenta del Leviathan, y, asimismo,
    reencauzarla al problema de la definición del Estado de
    Naturaleza –problema que es el objetivo central de este
    trabajo– al ligar la definición de naturaleza con la
    constitución del orden estatal que neutraliza la
    multiplicidad del estado de naturaleza. Dice Hobbes en la primer
    página de su Introducción: "La Naturaleza (el
    arte con que
    Dios ha hecho y gobierna el mundo
    ) está imitada de tal
    modo que, como en muchas otras cosas, por el arte del hombre, que
    éste puede crear un animal artificial(…) El arte va
    aún más lejos imitando esta obra racional, que es
    la mas excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al
    arte se crea ese gran Leviathan que llamamos república o
    Estado que no es sino un hombre artificial"
    . Así, no
    sólo el orden humano es un artificio: la Naturaleza no es
    sino la invención de la razón poderosa e ilimitada
    de Dios. Una técnica que se apoya en lo infinito de su
    razón, y que arrastra a los hombres con su fuerza
    irresistible al sometimiento ante los artificios del
    Señor. Estas afirmaciones, acerca del poder de la
    razón de Dios, son consecuentes con la inconmesurabilidad
    e irrepresentabilidad ya mencionadas, lo que deja al hombre un
    escalón por debajo al intentar constituir su propio gran
    artificio. Sin embargo, comienza a manifestarse en la voluntad
    del hombre por igualar los poderes del Artífice divino
    –como dice Todorov (1987:157) al referirse a los
    conquistadores españoles– "no una naturaleza
    primitiva, sino un ser moderno, lleno de porvenir, al que no
    retiene ninguna moral". Es precisamente este ser el que
    manifiesta su existencia en el estado de naturaleza, y que,
    posteriormente intentará erigir un Dios sobre la tierra al
    que llamará Leviathan.

    Esta última afirmación
    –evidentemente– nos conduce a separar naturaleza (el
    artificio perfecto creado por Dios) de "estado de naturaleza"
    (corrupción del primer estadio de felicidad,
    cuando los hombres son castigados por olvidar el lenguaje
    otorgado por Dios) y al hacerlo criticar aquellas concepciones
    que igualan Leviathan = cultura, Estado de naturaleza =
    transparencia originaria = naturaleza primitiva. Así dice
    Hobbes: "El primer autor del lenguaje fue Dios mismo, quien
    instruyó a Adán cómo llamar a las criaturas
    que iba presentando ante su vista (…) Todo este lenguaje ha ido
    produciéndose y fue incrementado por Adán y su
    posteridad, y quedó de nuevo perdido en la torre de Babel
    cuando, por la mano de Dios, todos los hombres fueron castigados,
    por su rebelión, con el olvido de su primitivo lenguaje"
    (Leviathan
    , pags. 22–23). Entonces la estructura no es
    diádica sino triádica. Es decir, el esquema que
    sigue la relación naturaleza cultura en Hobbes es el
    siguiente: 1) Naturaleza originaria creada por Dios, que da al
    hombre su lengua primigenia; 2) Estado de naturaleza,
    corrupción de la lengua originaria, anarquía de los
    significados, estallido del mundo en una multiplicidad de
    racionalidades, lenguajes y normas; 3)
    Leviathan: constitución del Gran Definidor, transparencia
    artificial y convencional, en pos del ordenamiento racional
    (natural) del mundo, tensión entre nominalismo y
    trascendencia.

    Es, justamente, en este estado post–naturaleza
    donde se manifiestan las dos versiones de "naturaleza" presentes
    en el texto, por un lado la cristiana, aquella ligada al
    paraíso terrenal en el que la palabra era la cosa misma, y
    por el otro aquella que hace de este estado un equivalente de la
    guerra permanente de todos contra todos, donde la
    explosión de los siginificantes en una polifonía de
    significados impedían el regreso al estado
    mítico–natural de los cristianos. Es entonces
    cuando, pensamos, Hobbes retoma esta denominación opaca y
    quiere convertir al Leviathan en un estado de naturaleza "a la
    cristiana". De esta manera lo dice en la Lógica: "Sobre
    el caos revuelto de tus pensamientos y experiencias se cierne tu
    razón: Lo revuelto tiene que ser desenmarañado,
    separado, distinguido, nombrado, es decir ordenado, lo que viene
    a decir que falta un método adaptado a la forma en que
    fueron creadas las cosas. El orden de la creación fue:
    luz,
    separación del día y la noche, los astros
    luminosos, los seres sensibles, el hombre. A la creación
    sigue la ley"
    (Citado por Tonnies, 1988: 147).

    Como vemos, es evidente la similaridad estructural que
    Hobbes encuentra entre el razonamiento humano y la razón
    de Dios –aunque, como ya dijimos, ésta es más
    potente que aquella– así como las similitudes entre
    la construcción de la moderna maquinaria
    estatal y el origen del mundo y del primer hombre, de manera tal
    que podemos afirmar que en el pensamiento del autor se adivinaba
    la tensión mencionada, y su posterior resolución no
    hace sino confirmar esta presunción, al convertir las
    sombras que asaltaban al lenguaje en luz, la opacidad en
    transparencia.

    Es esta imagen, del génesis, del origen, la que
    nos permite realizar el esfuerzo de introducir el
    Leviathan de Hobbes en un marco histórico que lo
    supera y contiene: los sistemas de saber
    complejo que surgen a partir del siglo XVII. Acto a la vez
    creativo y arbitrario (según Wolin (1973) estas palabras
    eran sinónimos para el filósofo inglés) la
    abolición del estado de naturaleza supuso un acto
    cuasi–divino de creación a partir de la nada, de
    traer a la tierra el orden desde el caos. Estos motivos eran
    comunes en el pensamiento del 1600 ya que –como dice
    Foucault (1968:76)– es en la idea de génesis donde
    encuentran su unidad, en las formulaciones acerca del orden del
    universo, los dos momentos opuestos: el del desorden de la
    naturaleza y su posterior reordenamiento a partir de esas
    impresiones desordenadas. Estos dos momentos, que el
    filósofo francés llama análisis de la
    naturaleza y analítica de la imaginación
    , se
    distinguen en que el primero supone una pluralidad
    enmarañada, un desorden fruto de la historia, de sus
    catástrofes– al que no dudamos en igualar con el
    "Estado de Naturaleza"; el segundo, por el contrario, supone el
    momento positivo de la imaginación en el que las formas
    gastadas de lo mismo se transforman en los grandes cuadros del
    saber desarrollados según las formas de la identidad, de
    la diferencia y del orden.

    Es exactamente a este punto a donde queríamos
    llegar, ya que a nadie se le ha escapado que es en la cuenta de
    la analítica de la imaginación donde queremos
    incluir la formulación del Leviathan, y que en la misma
    reside la historia del lenguaje moderno, lo que no haría
    sino acercarnos a aseverar una de nuestras intuiciones en la
    lectura del Leviathan, a saber: que existe una
    relación de analogía entre el lenguaje y el
    soberano–maquinaria estatal. Repasemos, ahora, algunos de
    los puntos que nos permiten subrayar semejante
    coincidencia.

    La primera de ellas es que ambos son artificiales, y
    –a pesar de su artificiosidad– mantienen un lazo con
    la naturaleza. Así –dice Focucault
    (1968:68–69)– los signos artificiales deben su poder
    a su fidelidad para con los naturales; la episteme clásica
    se caracteriza por su pertenencia a un cálculo universal y
    , también, por la búsqueda de lo elemental en un
    sistema artificial , lo que hace aparecer la naturaleza desde sus
    elementos de origen. Al mismo tiempo que existe esta
    relación en los sistemas de significación, esta
    relación –como ya hemos dicho– se expresa en
    el Leviathan, de manera tal que el aprendizaje de la
    razón en la naturaleza lleva al pequeño
    artífice del orden colectivo, por el camino de la
    artificiosidad más que por el camino de la
    arbitrariedad.

    La segunda es que luego de constituidos –tanto el
    lenguaje como el Estado – se imposibilita su
    destrucción; una vez constituida la gramática política enajena a los
    sujetos de su voluntad política, "no puede existir
    quebrantamiento del pacto por parte del soberano, y en
    consecuencia ninguno de sus súbditos, puede ser liberado
    de su sumisión" (Leviathan
    , pp. 143); el lenguaje
    desecha el problema de su materialidad al reconstruir la
    transparencia perdida al descartar cualquier sentido exterior o
    anterior al signo.

    La tercera es aquella que hace que tanto el lenguaje
    como la maquinaria estatal se ordenen a partir de un
    génesis, de un principio único que fija sentido, y
    organiza a partir de series de relaciones de orden, identidad y
    diferencia. Así el lenguaje, tanto para la episteme
    clásica que ordena los signos artificiales a partir de la
    relación entre génesis (análisis de
    la constitución de los órdenes a partir de series
    empíricas), taxinomia (saber acerca de los seres
    que los articula y distingue), y mathesis (ciencia de las
    igualdades, que establece los principios de juicio), como para la
    mirada estructuralista sobre el mismo –que establece la
    condición de posibilidad de los intercambios, ya sean
    simbólicos, sexuales, o económicos, en el primer y
    último límite o fundamento: el Origen[7]– se
    ordena en series de relaciones de asociación y
    oposición de cada uno de los elementos de la serie. De la
    misma manera –para Hobbes– solamente el Estado puede
    fijar que es justo y que es injusto, puede ser el único
    principio de juicio autorizado.

    Como dice el mismo autor: "es inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las
    normas en virtud de las cuales cada hombre puede saber que
    bienes puede
    disfrutar y qué acciones puede
    llevar a cabo sin ser molestado por cualquiera de sus
    conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad (…)
    Estas normas de propiedad (o meuum y tuum) o de lo bueno y lo
    malo, de lo legítimo e ilegítimo en las acciones de
    los súbditos, son leyes civiles, es decir, leyes de cada
    estado en particular" (Leviathan
    , pp. 146). Así donde
    no existe Estado: "Todos los hombres tienen derecho a todas
    las cosas"
    (p. 146), no puede existir ni verdadero ni falso
    "En efecto: verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no
    de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni
    falsedad"
    , no se puede fijar aquello que se llama bueno y
    diferenciarlo de aquello que se llama malo, en el "Estado de
    naturaleza": "Lo que de algún modo es objeto de
    cualquier apetito o deseo humano es lo que con respecto a
    él se llama bueno. Y el objeto de su odio y
    aversión, malo; y de su desprecio, vil e inconsiderable o
    indigno. Pero estas palabras de bueno, malo y despreciable
    siempre se usan en relación con la persona que las
    utiliza. No son siempre y absolutamente tales, ni ninguna regla
    de bien y de mal puede tomarse de la naturaleza de los objetos
    mismos, sino del individuo (donde no existe Estado)"
    (Leviathan
    , p. 42).

    Más aún, la función
    del Leviathan no sólo es similar a la del Origen en el
    lenguaje, sino también a la escritura, entendida
    ésta desde la óptica de Jacques Derrida[8]. Para
    éste la escritura es "trazar líneas", es decir que
    en su definición tienen lugar tanto procedimientos de
    inscripción, como los trazados de surcos, y los
    espaciamientos, lo que amplía considerablemente el caudal
    semiótico del concepto. Precisamente, de esta manera, el
    trazo, el surco que distinguen entre lo tuyo y lo mío,
    entre bueno y malo, entre aquello que es honorable y lo que no lo
    es depende del que "escriba", del que tenga la capacidad y
    autorización para ordenar el espacio (tanto
    simbólico como material) con sus "surcos", en resumen: del
    Leviathan. Es aquí –en esta
    analogía– donde se hace evidente una de las
    enseñanzas que nos depara la lectura de éste
    libro, a
    saber: que la representación estatal funda la
    representación linguística
    . Así, como lo
    quiere Wolin, el Leviathan no es solo el surgimiento del Estado y
    de la Norma, sino también del Gran Definidor que de un
    significado único a las acciones y las palabras. Como dice
    el mismo Hobbes: "Ciertamente no es en la letra sino en la
    significación, es decir en la interpretación
    auténtica(…) donde radica la naturaleza de la misma
    (…) La interpretación depende de la autoridad soberana,
    y los intérpretes no pueden ser sino aquellos que designe
    el soberano" (Leviathan
    , pp. 226).

    La analogía planteada con el lenguaje no agota su
    pertinenecia en el reconocimiento de las similaridades con los
    teóricos del estructuralismo, sino que nos acerca hacia uno de
    los problemas centrales en la lectura de Hobbes, aquel que se
    constituye en la tensión entre la interpretación
    contractualista de la conformación del Leviathan, y
    quienes piensan que el mismo es fruto de una decisión
    soberana de quien ya ejercía el poder. Siguiendo la
    argumentación –y las palabras– de Dotti (1995)
    nos sentimos tentados a afirmar que esta constitución del
    Leviathan como vínculo sociolinguístico,
    como instrumento de comunicación, como centralizador de
    los significados, acrecienta el dilema del contractualismo, ya
    que la satisfacción de sus condiciones iniciales
    (confianza, respeto
    recíproco, significados unívocos) no pueden tener
    un origen contractual (ya que caeríamos en una
    petición de principios, o en una explicación
    teleológica); por el contrario, si tales requisitos son
    satisfechos, el pacto es innecesario por que el cumplimiento de
    las condiciones iniciales significa que ya existe un orden social
    y político. Para decirlo de una manera más
    contundente: ¿cómo es posible encontrar una lengua
    que garantice la total traducción de los significados de parte de
    los contratantes si no existe esta instancia otorgadora de
    sentidos?, ¿cómo es posible afirmar la existencia
    de un pacto entre aquellos que –por
    definición– no pueden comprenderse?. La estatalidad
    como constituyente del vínculo sociolinguístico no
    puede ser acordada desde la irreconciliabilidad de los diferentes
    lenguajes en pugna. Es precisamente el Leviathan el lugar
    único y central desde donde efectuar juicios
    válidos acerca del mundo, garantizando la plena
    legibilidad del mismo y la traducibilidad de todos los
    enunciados.

    Sin embargo esta hipótesis de lectura propuesta
    por Dotti en su artículo "Sobre el decisionismo" no
    agota la riqueza hermeneútica del texto hobbesiano. Por
    paradójico que parezca, el texto se afirma como un plural
    que permite el interjuego de múltiples lecturas.
    Así, es el mismo Dotti que, en su artículo "El
    Hobbes de Schmitt"
    , para romper con la circularidad que
    supone que los hombres pacten y se conviertan en ciudadanos por
    miedo al soberano, o el absurdo de un contractualismo basado en
    el miedo de los unos hacia los otros, en el engaño
    permanente de los signos emitidos por los otros hombres,
    incorpora al acto léxico la idea de que la
    condición a priori de la transición del estado de
    naturaleza a la sociedad civil reposa en el miedo a
    Dios.

    Es en este punto donde vuelve a abrirse la puerta
    abierta a la trascendencia –puerta que aparece y desaparece
    en cada una de las posibles "salidas" del libro. Si indicamos
    antes que las decisiones del Leviathan, por parte de aquel que se
    había constituido en soberano, implicaba una
    tensión entre la inmanencia del nominalismo y la
    trascendencia que supone que "las leyes de la Naturaleza son
    realizadas en el Estado"
    (Tonnies, 1988:262) o que "la ley
    civil es una parte de los dictados de la naturaleza"
    (Leviathan
    , p. 219); es decir, naturaleza de las cosas
    –cmo ya sabemos– comunicada a través de la
    razón por Dios, el punto señalado por Dotti tampoco
    escapa a esta disyuntiva así, si en el primer texto
    indicaba que: "lo político es irrupción
    voluntarista de lo trascendente en el seno del discurso serial,
    horizontal, inmanente (…) impugna la lógica
    medio–fin, el cálculo de la conmutación
    provechosa, el proceder asentado en la previsibilidad rigurosa de
    los comportamientos
    [9]" en el –decimos nosotros–
    contrato, en
    el segundo afirma: "la apertura a la trascendencia no
    está sólo donde la pone Schmitt en la
    decisión soberana, sino también, "antes": en la
    decisión individual –base del
    contractualismo–, que Schmitt desvaloriza, que da origen al
    Estado, porque es la decisión por ciertos
    valores
    [10]". Es decir que mientras en el primero lo
    político es la decisión del soberano, que rompe con
    la lógica del intercambio, resemantizando el mundo; en el
    segundo la relación decisión–trascendencia se
    mantiene sólo que el lugar de la decisión es
    colocado en el espacio de los contratantes que, interpelados por
    el miedo a Dios, deciden pactar.

    A modo de tímida
    conclusión.

    'Si cada palabra, aparte de significar algo
    parecido para todos,
    despertase las mismas evocaciones,
    contuviese los mismos misterios,
    adormeciese las mismas ansiedades y miedos,
    aboliríamos el mundo,
    el mundo entero para leerlo'
    Luis Chitarroni

    Con este pequeño ejemplo final, de la
    dúplice lectura del libro por un mismo comentarista
    quisimos mostrar la riqueza interpretativa del texto hobbesiano.
    Riqueza inagotable que se fundamenta en múltiples
    tensiones: reencantamiento del mundo vs. administración técnica,
    contractualismo vs. decisionismo, nominalismo de los valores
    vs. cristianismo, inmanencia vs. trascendencia. Creemos, sin
    embargo –como buenos hobbesianos que afirmamos ser–,
    que debemos optar, elegir, tomar una decisión que encauce
    nuestra lectura hacia algún tipo de conclusión,
    conclusión que no agota la tragicidad del texto, su
    imposibilidad de reconciliar las tensiones que lo recorren. Esta
    decisión nos acerca a pensar que nuestra lectura del
    Leviathan convierte a este libro en el primero que aspira
    al absoluto, no ya desde el marco del pensamiento
    eclesiástico–medieval, sino desde una perspectiva
    moderna. Deseo de absoluto que se afirma en el texto y al
    que hemos señalado como constitutivo del tema de esta
    presentación: la resistencia
    existente entre la versión cristiana de naturaleza –
    donde se pedía a Dios, como decía el poeta español
    Manrique, "Dame el nombre exacto de las cosas, que la palabra sea
    la cosa misma"– la versión hobbesiana del estado de
    naturaleza, y su posterior superación en el
    Leviathan. Dios humano al que es necesario preguntarle:
    ¿Si Deus est, unde malum, si non est, unde
    bonum?

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    Notas

    [1] Starobinski, Jean (1983). Jean Jacques
    Rousseau. La transparencia y el obstáculo
    . Taurus.
    Madrid.

    [2] Michel Foucault (1968:42–43).

    [3] Ferdinand Tonnies (1988: 118).

    [4]Citado por Panofsky (1991). Pag. 43.

    [5] Sabemos que esta "línea de pensamiento" se
    constituyó en base a ignorar los resabios
    trascendentalistas y absolutista de la figura de la "voluntad
    general" en Rousseau, y a desechar en el rescate de los textos
    kantianos la disputa acerca de las facultades
    –especialmente la idea de que la discusión cesa ante
    la presencia del soberano. Parafraseando a Borges,
    podríamos afirmar que la lectura indicada de Rousseau y
    Kant, se debe a un análisis pensado a partir de la
    existencia de los textos de Jurgen Habermas, así
    llamaríamos a esta "línea de pensamiento" "Habermas
    y sus precursores" como Borges llama a Kierkegard, Le Bloy, y
    Browning "precursores de Kafka".

    [6] Bajtin (1981) Define heteroglosía como la
    operación básica que gobierna la producción
    de sentido en cada acto de habla. Es la que asegura la
    primacía del contexto por sobre el texto. Así,
    existen una serie de condiciones –históricas,
    políticas, sociales, psicológicas– que
    asegurarán que una palabra enunciada en ese momento y
    lugar tendrán un significado diferente del que
    tendrían en otras condiciones; todos los enunciados son
    heteroglósicos, son funciones de una
    matriz de
    fuerzas prácticamente imposibles de recomponer, e
    imposibles de reconstituir. Esta concepción apunta a
    remarcar el locus de la lengua en el que fuerzas
    centrípetas y centrífugas colisionan.

    [7] Ver al respecto Roland Barthes (1980).
    S/Z. Siglo XXI. México.

    [8] Jacques Derrida (1977). De la
    Gramatología
    . Siglo XXI. México.

    [9] Jorge Dotti (1995: 5).

    [10] Jorge Dotti. "El Hobbes de
    Schmitt"
    .

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    Commons

    Claudio E. Benzecry

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