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El proceso de privatización en la Argentina: la renegociación con las empresas privatizadas (página 2)




Enviado por Eduardo Basualdo



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Partes: ,

2
,
3

Las privatizaciones y la profundización de la
concentración del capital

Lo anterior se encuentra estrechamente relacionado con
otro de los rasgos distintivos de la política
privatizadora encarada en el país durante la década
de los noventa, a saber: la absoluta despreocupación por
difundir la propiedad del
capital de las
firmas transferidas. Respecto a otros ejemplos internacionales,
la experiencia argentina revela una muy escasa o nula
preocupación oficial por la difusión de la
propiedad a través del mercado de
capitales o, incluso, la entrega gratuita de acciones u
ofertas preferenciales para los usuarios de los distintos
servicios (6).
Por el contrario, en la generalidad de los casos, se fijaron
patrimonios mínimos –muy elevados– para
poder
participar de las licitaciones y concursos o, en su defecto,
tales montos patrimoniales constituían una de las variables
principales a considerar al momento de la precalificación
y/o adjudicación. En otras palabras, la capacidad
patrimonial de los potenciales interesados se convirtió,
de hecho, en la principal barrera al ingreso en este "mercado"
privilegiado de las privatizaciones de empresas
estatales.

En ese contexto, era inevitable que la
consecución del programa operara
como disparador de la profundización del proceso de
concentración y centralización del capital en la Argentina.
En la mayoría de las privatizaciones, el propio llamado a
licitación favoreció la presencia de pocos
oferentes; lo que se reforzó por la coordinación y la capacidad de lobbying
empresario en
torno de sus
respectivas ofertas. Esto llevó, por un lado, a una
acentuada concentración de la propiedad de las empresas y
de las áreas "desestatizadas" en un muy reducido
número de grandes agentes económicos. Y, por otro,
a la sobrevivencia y el acentuamiento de monopolios u oligopolios
legales, con la consiguiente consolidación de mercados
protegidos, en condiciones regulatorias que aseguran bajos o
nulos riesgos
empresarios y amplios márgenes de libertad para
la fijación de tarifas derivados, en lo sustantivo, de la
funcionalidad de las respectivas normativas sectoriales en
relación con los intereses de las firmas prestatarias (y,
obviamente, de sus propietarios).

La dinámica asumida por el proceso
privatizador trajo aparejada la consolidación estructural
de un conjunto reducido de conglomerados empresarios, los cuales
pasaron a controlar empresas que operan en sectores que poseen
una clara importancia estratégica en tanto, por ejemplo,
definen la competitividad
de una amplia gama de actividades económicas y la distribución del ingreso (se trata, en su
gran mayoría, de los mismos actores que, como fuera
mencionado, fueron beneficiados, bajo diversas modalidades, por
los ingentes recursos
transferidos desde el Estado
hacia el capital concentrado durante la dictadura militar
y el gobierno
radical). Como queda reflejado en el Cuadro Nro. 2, tales actores
cubrieron prácticamente la totalidad de los sectores
públicos privatizados, lo cual les brindó la
posibilidad de insertarse en aquellas áreas decisivas
–sino determinantes– en la definición de la
estructura de
precios y
rentabilidades relativas de la economía
argentina en los años noventa.

En relación con lo anterior, cabe destacar los
casos de los grupos
económicos Astra, Pérez Companc, Soldati y Techint
que, a partir de la privatización de YPF, Gas del Estado, Segba,
Agua y
Energía e Hidronor, se consolidaron como los principales
actores del conjunto del mercado energético nacional. Ello
se aprecia en que estos ex contratistas del Estado se adjudicaron
las principales áreas petroleras transferidas al sector
privado en el marco de la desestatización de YPF, al
tiempo que
participaron en la propiedad de algunas de las empresas que
tomaron a su cargo la prestación de los servicios de
generación y/o transporte y/o
distribución de gas natural y
energía
eléctrica.

Este significativo poder de mercado sobre el conjunto
del sector energético local que lograron estos grupos
empresarios a partir de las privatizaciones se ve potenciado si
se considera que son, simultáneamente, grandes usuarios
industriales para los que el
petróleo, el gas natural y la electricidad
constituyen sus principales insumos energéticos (es el
caso de Astra en la elaboración de bienes
derivados del
petróleo, de Pérez Companc en la producción petroquímica, de Soldati en la
fabricación de fertilizantes y distintos
agroquímicos, y de Techint en la industria
siderúrgica). Por otra parte, todos de ellos son
importantes productores de gas natural y petróleo, mientras que en algunos casos son
fabricantes de equipos y materiales
para la actividad (como el conglomerado extranjero Techint, que
controla la producción local de tubos sin costura,
material utilizado fundamentalmente para el transporte de gas y
petróleo).

En definitiva, el caso de la privatización del
–sumamente estratégico– mercado
energético local pone claramente en evidencia cómo
desde el aparato estatal se buscó favorecer a un conjunto
muy reducido de grandes conglomerados empresarios al
transferirles no sólo un alto grado de
determinación sobre la evolución del sector y, por ende, de
numerosas actividades (en especial, las vinculadas a la
elaboración de bienes manufactureros), sino, incluso,
espacios de apropiación de renta de recursos de carácter no renovable (como en el caso
petrolero). Esto último no ocurrió en el resto de
los países latinoamericanos: Chile, por ejemplo, mantuvo
la propiedad estatal de CODELCO (la empresa
productora de cobre que, a
su vez, constituye uno de sus principales bienes de exportación), mientras que México
hizo lo propio con PEMEX (la productora de hidrocarburos,
de la cual obtiene una parte considerable de sus ingresos
externos). El hecho de que los mismos actores participen en los
distintos eslabones de la cadena energética no sólo
redujo, en gran medida, las posibilidades de garantizar un
funcionamiento medianamente competitivo del sector (uno de los
principales objetivos por
los que se promovió y justificó la
privatización de Gas del Estado, YPF y las empresas
eléctricas nacionales), sino que también
elevó considerablemente el riesgo de que
tales actores instrumenten distintos tipos de prácticas
discriminatorias (subsidios cruzados, precios de transferencia,
etc.), con efectos negativos sobre el funcionamiento de otros
mercados, en especial, aquellos industriales
energo-intensivos.

Otro ejemplo de la forma en que las privatizaciones
contribuyeron a profundizar la concentración y
centralización del capital en la Argentina lo constituye
la transferencia de la estatal Somisa al sector privado. La
única limitación impuesta en los pliegos de la
venta de esta
empresa
estatal era la de imposibilitar la participación de dos
firmas siderúrgicas locales en un mismo consorcio.
Mediante dicho requisito se procuraba evitar que, como producto de la
privatización, pudiera consolidarse un duopolio
(Acíndar y Techint) con un control
prácticamente excluyente del mercado local. En un primer
momento, tal requisito fue satisfecho, ya que en el consorcio
adjudicatario controlado por el conglomerado extranjero Techint
(a través de una firma de su propiedad, Propulsora
Siderúrgica), no participó ninguna empresa del
grupo
Acíndar. Sin embargo, pocos meses después de
concretada la privatización, Acíndar
adquirió las tenencias accionarias
–minoritarias– que se encontraban en poder de un
banco de
capitales ingleses (el Chartered West LB Limited) y, como
consecuencia, se desvirtuaron por completo las condiciones
impuestas originalmente. En forma contemporánea a esa
asociación entre Techint y Acíndar en Aceros
Paraná (la firma privada que continuó a Somisa),
esta última discontinuó la fabricación de
productos no
planos (se trata de la elaboración de, por ejemplo,
distintos tipos de alambres, diversos insumos para la industria
de la construcción, etc.), actividad en la que,
precisamente, Acindar ejercía –y aún hoy lo
sigue haciendo– un control decisivo del mercado (7).
Así, como producto de la privatización de Somisa,
se tendieron a consolidar dos monopolios: uno, controlado por
Techint, en el segmento de los productos planos (así como,
fundamentalmente, en la fabricación de tubos de acero sin
costura), y otro en el de los no planos (liderado por el grupo
Acindar) (Azpiazu y Basualdo, 1995b; y Lozano, 1995).

Difícilmente los procesos
mencionados –a simple título ilustrativo–
puedan deberse, tal como suelen afirmar los defensores de las
políticas neoconservadoras de los
años noventa, a los supuestos "errores de diseño"
y/o "deficiencias regulatorias" que habrían caracterizado
al proceso privatizador, sino a una explícita
decisión política de favorecer a determinados
intereses económico-sociales, en el marco de la "sed de
reputación" del gobierno justicialista (Azpiazu, 2001; y
Azpiazu y Schorr, 2001a).

Ello se visualiza en el hecho de que las empresas
públicas fueron transferidas, en la generalidad de los
casos, a ciertos grupos económicos que, antes de que se
pusiera en práctica el proceso privatizador, ya detentaban
ostensibles posiciones dominantes en los respectivos sectores. Es
el caso de, por ejemplo, Techint en la actividad petrolera, la
gasífera, la eléctrica, la telefónica y la
siderúrgica; Pérez Companc en todo el mercado
energético y en el de telefonía; y Astra y Soldati en el
ámbito energético. Así, es posible concluir
que las privatizaciones constituyeron un verdadero "traje a
medida" de los mismos actores económicos que se
habían consolidado estructuralmente al amparo de las
diversas políticas de desguace del aparato estatal (y, por
lo tanto, del conjunto de la sociedad
argentina) que se habían venido aplicando en el
país desde mediados de la década de los años
setenta.

En relación con lo anterior, las modalidades de
los diversos procesos de privatización –exigencias
patrimoniales mínimas, requisitos técnicos,
celeridad, importancia del poder de lobbying doméstico,
etc.– facilitaron e incluso indujeron el despliegue de
distintos tipos de estrategias por
parte de los principales conglomerados locales, inscriptas en una
creciente polarización del poder económico. Al
respecto, pueden identificarse tres lógicas de comportamiento
(no necesariamente excluyentes entre sí):

* los grupos económicos que a través de
alguna/s de su/s firma/s controlada/s adquirieron empresas
públicas o tenencias accionarias del Estado en
compañías que operaban en el mismo sector de
actividad en el cual estaban insertos (estrategia de
concentración) (8);

* los conglomerados empresarios que adquirieron u
obtuvieron la concesión de empresas o servicios
públicos para lograr, directa o indirectamente, un
mayor grado de integración vertical u horizontal de sus
actividades, al ingresar a mercados desde los cuales se proveen
de un insumo clave –"aguas arriba" y/o "aguas
abajo"– para sus principales producciones (estrategia de
integración)9; y * los grupos económicos que
tuvieron una activa y difundida presencia en los distintos
procesos de privatización o, en otros términos,
que priorizaron una estrategia de diversificación de sus
actividades hacia diferentes servicios privatizados poco
–o nada– vinculados entre sí por relaciones
tecno-productivas y/o de carácter comercial (estrategia
de conglomeración) (10).

Indudablemente, estas distintas estrategias empresarias
frente al programa de privatizaciones indican que la creciente
oligopolización y conglomeración de la economía argentina,
la polarización del poder económico en un
núcleo reducido de conglomerados empresarios, y la
consolidación y preservación de reservas

Con respecto al carácter propulsor de las
privatizaciones en términos de la concentración de
los mercados, cabe destacar que el mismo se puede verificar en
tres niveles diferentes, aunque claramente articulados entre
sí. En primer lugar, a nivel de las empresas privatizadas
se observa un acentuado grado de concentración de la
propiedad en manos de un número muy reducido de
accionistas. En efecto, en casi todas las privatizaciones, las
tenencias accionarias se concentraron, a lo sumo, en tres o
cuatro firmas o grupos que conforman los consorcios
adjudicatarios. En otras palabras, fueron unos pocos actores
económicos los que pudieron ingresar al "negocio" de las
privatizaciones; fenómeno que, sin duda, se encuentra
estrechamente ligado al objetivo
central por el cual se implementó la política
privatizadora (dirimir una fuerte disputa en el interior de los
sectores dominantes y, por esa vía, conformar una
"comunidad de
negocios" que
sirviera de sustento –no sólo
económico– al programa neoconservador del
menemismo).

En segundo lugar, a nivel del proceso en sí, es
posible constatar que, con la excepción de algunas
áreas y empresas –marginales, en cuanto a su
importancia económica–, prácticamente no
existen casos de empresas privatizadas en cuyos respectivos
consorcios adjudicatarios no se encuentre alguno de los
principales conglomerados empresarios que desarrollan actividades
en el país. De esta manera, la capacidad patrimonial
–y de influencia– de los potenciales interesados
devino la principal "barrera al ingreso" al "mercado"
privatizador.

En relación con esto último, vale la pena
recordar lo sucedido con la venta de ENTel. Originalmente, un
consorcio encabezado por Telefónica de España se
había adjudicado la región Sur del país,
mientras que otro liderado por la estadounidense Bell Atlantic y
el Manufacturers Hanover (uno de los principales bancos
extranjeros acreedores de la deuda
pública argentina) resultó ganador de la zona
norte. Sin embargo, este consorcio no pudo reunir a tiempo los
bonos de la
deuda externa
que debía entregar al Estado argentino (en esta
privatización resultaría adjudicatario aquel
consorcio que ofertara la mayor cantidad de títulos de la
deuda). Por este motivo, el gobierno resolvió que
sería el consorcio liderado por Stet de Italia y France
Telecom el adjudicatario de la región Norte. Si bien es
probable que el consorcio encabezado por la Bell no haya podido
conseguir los títulos de la deuda externa necesarios
(aunque, de todas maneras, esto último es más que
dudoso, ya que uno de los accionistas centrales de dicho
consorcio era un importante acreedor de la Argentina), y que ello
motivara que finalmente no se le haya adjudicado la región
Norte, es posible plantear otra interpretación.

Si se analiza la conformación de los consorcios
que resultaron seleccionados para competir en la
privatización de ENTel, se observa que tanto en el
liderado por Telefónica de España como en el
encabezado por Stet de Italia y France Telecom, había
importantes grupos económicos (Pérez Companc,
Soldati y Techint), mientras que en el liderado por la Bell
aparecen dos grupos menores (Welbers Insúa y Bracht), de
muy escasa relevancia y significación económica si
se los compara con los primeros. De esta forma, puede pensarse
que, si bien la posesión de títulos de la deuda
argentina era una condición necesaria para ganar el
proceso privatizador, la presencia o no de importantes grupos
económicos en el interior de los consorcios resulta
fundamental para comprender cuáles fueron, en
última instancia, los criterios rectores utilizados por
parte del gobierno argentino para seleccionar a los
ganadores.

En otras palabras, resultaría ganador aquel
consorcio que presentara la mayor cantidad de títulos de
la deuda argentina, siempre y cuando alguno de sus miembros fuera
uno de los principales grupos económicos del país.
Sin duda, esta perspectiva arroja luz sobre la
significativa influencia de estos capitales y el alto grado de
subrogación del Estado o, desde otra perspectiva, refleja
la necesidad que tuvo el capital extranjero –sea financiero
o productivo– de asociarse a la elite económica
local como forma de participar exitosamente en la "reforma" del
Estado argentino, así como también una creciente y
marcada subsunción del aparato estatal a los intereses de
ambos. En suma, puede afirmarse que la presencia de un grupo
económico de relevancia en el interior de los consorcios
constituyó una suerte de condición suficiente y,
fundamentalmente, necesaria para resultar adjudicatario de las
distintas licitaciones.

En tercer lugar, y a nivel de la estructura de los
mercados, a pesar de la transferencia de monopolios
públicos al sector privado, no se modificó la
dinámica de funcionamiento de los diversos mercados
involucrados. En efecto, no obstante la segmentación realizada en gran parte de los
mismos (energía eléctrica, gas natural), y a pesar
de que uno de los argumentos centrales en pos de la
privatización de empresas estatales era que ello
traería aparejado un mayor nivel de competencia,
dichos mercados siguieron caracterizándose por una
estructura fuertemente concentrada (de tipo monopólica o,
a lo sumo, oligopólica). De esta manera, no sólo se
consolidaron estructuras
altamente concentradas en aquellos mercados de servicios
públicos que fueron transferidos al sector privado, sino
que, adicionalmente, se elevaron sustancialmente las
posibilidades de que los actores que controlan tales empresas
desplieguen distintos tipos de prácticas predatorias que
afecten de manera negativa la competitividad de distintos
sectores y, fundamentalmente, a los usuarios. Más
aún si se considera, por un lado, la significativa
"debilidad" que, en materia de
regulación de las empresas privatizadas, han mostrado los
distintos organismos de contralor existentes y, por otro, el
hecho de que los mismos actores que ingresaron a las
privatizaciones participan –y, en muchos casos,
controlan– aquellas empresas que cuentan a los servicios
privatizados entre sus principales insumos productivos. Sin duda,
esta constituye una de las principales "debilidades" y/o "errores
de diseño" de la política privatizadora, claro que
plenamente funcional, como el resto de las "fallas de origen", a
los pocos –pero muy (cada vez más) poderosos–
actores que lograron participar del "negocio" de las
privatizaciones.

La profundización del proceso de
concentración del capital asociado a la transferencia de
empresas públicas al sector privado refleja, asimismo, la
consolidación de una tendencia que se remonta a mediados
de la década de los setenta: la asociación entre
los grandes grupos económicos locales con firmas de
capital extranjero. En efecto, como fuera mencionado,
prácticamente no existieron ejemplos de empresas o
unidades de negocios privatizadas que no hayan sido adjudicadas a
consorcios patrocinados por grupos económicos locales y
empresas o conglomerados de capital extranjero. Así, lo
que en el pasado había sido casi una excepción
(Pecom Nec, en la segunda mitad de los setenta), pasó a
ser, en los años noventa, una de las principales formas de
radicación de las empresas extranjeras en la
Argentina.

En síntesis,
la escasa preocupación oficial por difundir la propiedad
de las empresas privatizadas devino en efectos agregados de
concentración de capital que, a su vez, atentaron contra
el propio desenvolvimiento "competitivo" de los mercados
privatizados y de un número considerable de sectores de
actividad. En ese sentido, es importante remarcar que el Estado
no sólo se desprendió de activos sino que,
fundamentalmente, transfirió al capital concentrado un
decisivo poder regulatorio sobre la estructura de precios y
rentabilidades relativas de la economía
argentina.

Principales
singularidades del programa privatizador

Ahora bien, al margen de profundizar la
concentración económica y de jugar un papel
determinante en la consolidación estructural del bloque de
poder económico que había surgido durante la
última dictadura
militar, las privatizaciones tuvieron ciertos rasgos distintivos
que vale la pena resaltar. Al respecto, cabría referirse,
en primer lugar, a la discontinuidad en cuanto a la metodología y a las modalidades de los
distintos procesos de privatización. En una primera etapa,
antes de la sanción del Plan de
Convertibilidad en marzo de 1991, y hasta el momento en que
Domingo Cavallo, al frente de la cartera económica,
absorbiera el Ministerio de Obras Públicas, sus rasgos
centrales fueron:

* la no segmentación y/o subdivisión de
las empresas a privatizar en varias unidades de negocios, las
ventas o
concesiones globales (tales los casos de Aerolíneas
Argentinas y ENTel);

* se ignoró –no en forma casual, atento a
la priorización que se le otorgó al "tiempo
político"– la importancia de formular marcos
regulatorios o algún tipo de regulación antes de
efectivizarse las enajenaciones (sin duda, los casos
emblemáticos son los de Aerolíneas Argentinas
–en el que la ausencia de regulación fue total, lo
cual permite explicar porqué se produjo el vaciamiento
de una firma que, hasta antes de ser privatizada, había
registrado un buen desempeño económico–, el de
las concesiones de las rutas nacionales –en este
ámbito, por ejemplo, recién después de
diez años de haberse efectivizado la transferencia se
creó un órgano estatal de control–, y el de
ENTel –donde, a título ilustrativo, el Ente
regulador se creó con posterioridad al traspaso de la
firma al sector privado–);

* las principales cláusulas normativas, cuando
las hubo, fueron implementadas por la vía de decretos de
"necesidad y urgencia", lo cual abrió las puertas para
la sistemática renegociación de las mismas (en la
generalidad de los casos, en beneficio de las firmas
prestatarias); y

* se jerarquizó la posibilidad de capitalizar
títulos de la deuda externa como forma de pago por
sobre, incluso, el pago en efectivo (el caso
paradigmático dentro de esta etapa lo constituye la
privatización de ENTel, operación en la que se
capitalizó deuda externa por un monto de alrededor de
5.000 millones de dólares –más de la
tercera parte del total de deuda capitalizado en todo el
proceso de privatizaciones–). Esto último no es
casual. Tiene que ver con el desarrollo
de una estrategia política que no sólo
buscó integrar al núcleo hegemónico de la
economía argentina a la fracción del bloque
dominante "excluida" durante buena parte de la década de
los ochenta, sino que también permitió que la
Argentina ingresara, en 1992, al llamado Plan Brady.

El hecho de que se hayan capitalizado títulos de
la deuda externa por un monto cercano a los 14 mil millones de
dólares revistió particular importancia para los
acreedores externos. En primer lugar, porque permitió, en
el marco de la moratoria de hecho de fines de los ochenta, que el
gobierno argentino redujera su endeudamiento. En segundo lugar,
porque los bonos de la deuda externa argentina utilizados en el
proceso privatizador fueron tomados a valor nominal
(cuando, en ese momento, su cotización de mercado no
superaba el 15% de su valor), lo cual supuso una considerable
revalorización de los mismos. En tercer lugar, porque
gracias a su participación en el programa privatizador,
esta fracción del establishment económico
logró acceder, en asociación con los grupos
económicos locales, a uno de los "negocios" más
importantes –y, por lejos, de los más
rentables– del último cuarto de siglo en la
Argentina. En otras palabras, como producto de su
participación en la enajenación de las principales empresas del
Estado argentino, los acreedores externos lograron canjear un
volumen
considerable de títulos "desvalorizados" por activos con
una muy elevada rentabilidad
(de las más altas a nivel doméstico e, incluso, en
el plano mundial).

En la segunda etapa, en la que Domingo Cavallo
concentró el poder casi excluyente en el manejo del
programa privatizador, las características fueron otras
(aunque los objetivos estratégicos perseguidos continuaron
inalterados):

* las empresas estatales fueron segmentadas en
diversas unidades de negocios antes de su transferencia al
sector privado, tanto en términos de
desintegración vertical y/u horizontal (es el caso de
Gas del Estado y Segba, que fueron subdivididas en diversas
firmas vinculadas a la prestación de distintos servicios
– generación, transporte y
distribución– que, hasta ese momento, brindaban
las empresas estatales en forma monopólica), como de la
venta de una proporción mayoritaria –pero no
total– del capital de las mismas, o de la oferta
pública de acciones (así, por ejemplo, en el caso
de Gas del Estado, el gobierno nacional se quedó con el
30% de las acciones y, posteriormente, una vez que la empresa
se capitalizara en manos privadas, se vendieron tales acciones;
por su parte, en el caso de YPF, el proceso se
estructuró a partir de la oferta pública de
acciones);

* se priorizó, de forma casi excluyente, el
pago en efectivo (en las privatizaciones petroleras, por caso,
no se aceptaron titulos de la deuda externa), lo cual estaba
estrechamente relacionado con la necesidad del gobierno de
resolver los problemas
fiscales del momento;

* la tercera característica tiene que ver con
que se empieza a prestar atención –aunque con limitaciones e
insuficiencias manifiestas– a la necesidad de crear
marcos regulatorios y entes de control antes de transferir las
empresas (tales los casos de los marcos normativos de los
sectores gasífero y eléctrico, así como de
los respectivos organismos de control –el ENARGAS y el
ENRE– que, no obstante, en la práctica se
terminaron de conformar con posterioridad a la transferencia de
las empresas) (11); y

* por último, en el ámbito
gasífero y eléctrico, la venta y la
determinación de algunos lineamientos regulatorios se
apoyaron en leyes del
Congreso Nacional (a este respecto, cabe introducir dos
observaciones: en primer lugar, que la ley marco de la
privatización de Gas del Estado fue aprobada mediante un
ardid parlamentario ilegal, al brindar mayoría el voto
del recordado "diputrucho"; en segundo lugar, que muchas
disposiciones normativas presentes en las leyes gasífera
y eléctrica –en especial, las vinculadas con la
regulación de las tarifas y de la estructura de
propiedad del capital de las firmas– sufrieron
considerables modificaciones, que favorecieron a los
propietarios de las empresas prestatarias, a partir de la
sanción de sus respectivos decretos reglamentarios
–es decir, fueron modificadas, en sus aspectos más
relevantes, por normas de
inferior rango jurídico–).

En definitiva, con independencia
de las diferencias y/o discontinuidades existentes entre las dos
etapas en que puede dividirse el programa de privatizaciones
instrumentado durante el gobierno del Dr. Menem, puede
reconocerse un claro denominador común: el predominio de
una lógica
cortoplacista que terminó atentando contra lo que puede
considerarse como un "buen diseño privatizador"
(creación previa de los marcos y mecanismos regulatorios,
instauración de agencias reguladoras con anterioridad al
traspaso de los activos al sector privado,
reestructuración de las firmas a privatizar,
reordenamiento de los respectivos mercados, etc.), pero que, a la
luz de lo ocurrido una vez iniciada la operatoria privada,
resultó plenamente funcional al capital concentrado
interno, que experimentó una notable expansión
económica y se apropió de una cuantiosa masa de
beneficios.

Los impactos de las
privatizaciones sobre la formación de capital, el
déficit
fiscal y los
desequilibrios externos

En relación con lo anterior, cabe recordar que
uno de los argumentos centrales esgrimidos por los sectores
dominantes, sus intelectuales
orgánicos, y la clase
política para promover y poner en práctica la
privatización de empresas públicas era que, gracias
a la misma, la economía argentina podría revertir
tres de las restricciones centrales que la caracterizaron durante
la década de los ochenta: un fuerte desequilibrio fiscal,
la denominada brecha externa, y un profundo déficit en
materia de formación de capital. Ello invita a reflexionar
someramente en torno de algunos de los principales efectos
macroeconómicos de las privatizaciones, como es el caso
del impacto fiscal de dicho programa, y de sus efectos sobre el
sector externo y la inversión.

El desarrollo del programa desestatizador tuvo su
principal impacto fiscal –por única vez– en
los ingresos en efectivo que percibió el Estado por la
transferencia de empresas, de tenencias accionarias o de
determinadas concesiones. Se incorporó, asimismo, un nuevo
rubro derivado de los futuros recursos tributarios originados en
el pago de impuestos
–esencialmente, sobre las ganancias– por parte de los
consorcios adjudicatarios de las firmas privatizadas. Asimismo,
como en el caso de las concesiones viales de los corredores
nacionales, el transporte ferroviario de carga, el correo y los
aeropuertos, estaba prevista la percepción
de un canon por el "uso" privado de activos públicos. En
los tres casos, y por diversas razones, la percepción de
tales ingresos terminó siendo prácticamente nula, a
favor de la inacción o convalidación del propio
Estado.

En contraposición, el Estado dejó de
percibir diversos impuestos internos de asignación
específica – como el correspondiente a la seguridad
social– que gravaban las tarifas de diversos servicios
públicos. En la generalidad de los casos, tales
"sobreprecios" fueron absorbidos por el ajuste tarifario que
acompañó a las privatizaciones y, por ende, fueron
transferidos a los adjudicatarios como parte de las nuevas
tarifas. Desde el punto de vista de los egresos fiscales, el
Estado se ha visto beneficiado por la supresión de la
incidencia de los déficits operativos de buena parte de
las firmas transferidas –en muchos casos, generados en el
período previo a la concreción de las
privatizaciones–, así como también por la
eliminación de los servicios de la deuda externa
capitalizada en las privatizaciones. En sentido opuesto, dado que
el Estado se hizo cargo de una parte importante del endeudamiento
de las empresas que vendió (alrededor de 20 mil millones
de dólares) (12), ello supuso posteriores egresos fiscales
en concepto de
amortizaciones y servicios. Idénticas consideraciones cabe
incorporar en cuanto a los crecientes –y no previstos
originalmente– subsidios (las llamadas "compensaciones
indemnizatorias") a los concesionarios viales, y a las
transferencias a los consorcios a cargo del transporte
ferroviario de pasajeros.

De las consideraciones precedentes se infiere que, si
bien es posible realizar ciertas aproximaciones en algunos
ejemplos concretos, muy difícilmente pueda estimarse con
precisión el impacto fiscal global de las privatizaciones.
De todas maneras, en el plano agregado puede afirmarse que, en el
corto plazo, el generalizado proceso privatizador tuvo un efecto
positivo sobre las cuentas fiscales.
Sin embargo, agotado ese primer impacto derivado esencialmente de
los ingresos en efectivo y de la supresión de los
servicios de las deudas capitalizadas, las arcas públicas
se vieron crecientemente erosionadas por la incidencia de ciertos
rubros –como los servicios de la deuda externa e interna
absorbida por el Estado– que tendieron a (más que)
compensar en el mediano y largo plazo ese primer impacto
positivo.

Más allá del efecto fiscal en
términos de flujos de ingresos y egresos, cabe mencionar
otros aspectos que –directa o indirectamente–
están vinculados con tal impacto. Tal el caso de, por
ejemplo, la valoración de los activos que fueron
transferidos al sector privado donde, en general, el valor
presente de las rentas futuras resultó significativamente
superior a los respectivos valores de
transferencia de las empresas. Como fuera mencionado, esta
subvaluación de los activos públicos privatizados
estuvo asociada a la celeridad de los procesos y a la
despreocupación oficial por la reestructuración y
el saneamiento tecno-productivo, económico y financiero de
las empresas a privatizar. En otras palabras, tendió a
sacrificarse el largo plazo para mantener la estabilidad, el
equilibrio
fiscal y el aumento del consumo en el
corto plazo.

De todas maneras, al margen de la generalizada
subvaluación de los activos estatales, los ingresos
provenientes de las privatizaciones fueron un elemento clave para
modificar la situación de las finanzas del
sector
público. En efecto, los recursos provenientes de las
privatizaciones asumieron un papel central en el reordenamiento
de las cuentas fiscales, muy particularmente en los inicios del
Plan de Convertibilidad donde emergen como el sustento
fundamental del necesario equilibrio fiscal que supone dicho
programa económico. En este aspecto, la importancia de las
privatizaciones queda de manifiesto en el hecho de que, una vez
agotado el proceso desestatizador, el sector público
volvió a registrar abultados y crecientes déficits
"de caja". En síntesis, en la medida en que estos ingresos
extraordinarios no derivaron en transformaciones estructurales
que implicaran una mejora cierta y de largo plazo en las arcas
fiscales, su impacto efectivo ha tendido a diluirse por la
persistencia de ciertos desequilibrios estructurales e, incluso,
por los costos
implícitos en los propios procesos de
privatización. La priorización de los problemas
fiscales de corto plazo en detrimento, generalmente, de objetivos
de mediano y largo plazo, denota hasta dónde la celeridad
–no exenta de improvisaciones– con que ha sido
encarado el programa de privatizaciones ha conspirado contra el
logro de algunos de los –anunciados como– objetivos
perseguidos por el mismo.

Con respecto al impacto de las privatizaciones sobre las
cuentas externas, cabe destacar que, en el corto plazo, los
ingresos de capitales derivados de los fondos que recibió
el Estado en efectivo por la transferencia de sus empresas
tuvieron un impacto positivo en la balanza de pagos.
En el ejemplo argentino ello adquirió particular
significación económica, a punto tal de asumir un
papel decisivo en la reversión de una tendencia que se
remontaba a más de una década atrás: las
permanentes transferencias netas de capitales al exterior.
Asimismo, este importante ingreso de capitales asociado a las
privatizaciones jugó un papel determinante en el inicio de
la Convertibilidad y en el importante crecimiento que se
registró en los primeros años de la década
de los noventa (bajo este esquema cambiario, el volumen de
dinero
circulante en la economía y, derivado de ello, el nivel de
actividad interna dependen –positivamente– del saldo
de la balanza de pagos).

En ese contexto es pertinente señalar que el
principal efecto positivo de las privatizaciones –el
ingreso de capitales–, se verificó exclusivamente
durante el proceso de desestatización de las empresas
públicas. A medida que las mismas fueron transferidas al
sector privado, cobró forma otro efecto sobre la balanza
de pagos que no es transitorio sino permanente, pero de signo
contrario al original. Se trata de la remisión de
utilidades y dividendos al exterior por parte de los consorcios
que resultaron adjudicatarios de las empresas privatizadas; flujo
de divisas que
involucra también, como se analiza posteriormente, a los
socios nacionales de tales consorcios.

Otro importante efecto de las privatizaciones sobre la
balanza de pagos es aquel que surge de la supresión de los
servicios correspondientes a los títulos de la deuda
externa que fueron capitalizados como parte de pago por la
propiedad o concesión de las empresas transferidas al
sector privado. Sin embargo, esa disminución de la deuda
externa fue más que compensada por el nuevo endeudamiento
concretado durante el período por las firmas privadas,
generándose un incremento neto de consideración del
stock de deuda externa. En ese aumento neto del endeudamiento
externo en el marco del propio programa de privatizaciones
subyace otro fenómeno –no ajeno a dicho
programa–. Se trata de cambios en su composición que
denotan el comienzo de un nuevo ciclo de endeudamiento externo
liderado por el sector privado, en general y, por aquellos grupos
empresarios que resultaron adjudicatarios de las empresas
privatizadas, en particular. Ello ha estado asociado, en lo
sustantivo, a tres factores: primero, al incremento sustancial en
el patrimonio de
tales empresas y/o grupos económicos; segundo, a que
cuentan con una elevada rentabilidad garantizada normativamente
(todo lo cual convierte a estos actores en acreedores ideales
para la banca local e
internacional); y tercero, a que recibieron, en la generalidad de
los casos, empresas sin pasivos (esto último sin mencionar
que la mayoría de los conglomerados económicos que
participaron activamente de las privatizaciones se encontraba
saneado en lo que respecta a sus pasivos, dado que durante los
años ochenta había transferido el grueso de su
deuda –tanto externa como interna– al conjunto de la
sociedad argentina mediante diversos mecanismos de "socialización").

De acuerdo con los objetivos del programa de
privatizaciones, el estímulo a la formación de
capital era uno de los principales fundamentos y uno de los
resultados esperados del mismo. Ello reconoce dos grandes
componentes: en primer término, la formación de
capital que realizarían los consorcios adjudicatarios (en
parte comprometida en los contratos de
concesión originales) y, por otro lado, los supuestos
"efectos multiplicadores" de la misma.

En cuanto a lo primero, las estimaciones realizadas
revelan un efecto moderado sobre la inversión agregada. De
considerar la formación de capital que se derivaría
de un muy amplio grupo de áreas privatizadas, la
inversión agregada resultante equivaldría a poco
más del 2% del PBI hasta mediados del decenio de los
noventa, para luego estabilizarse en torno del 1,5% hasta fines
de la década. Tales montos de inversión representan
sólo las dos terceras partes de la formación de
capital realizada por las empresas públicas a principios de los
años ochenta y poco más de la mitad de la
correspondiente al trienio 1986-1988. En tal sentido, uno de los
principales cuadros orgánicos del capital concentrado,
Juan José Llach (1997), reconoce que durante la
década pasada la inversión realizada por las firmas
privatizadas no llegó a representar el 1% del PBI, muy por
debajo de las previsiones originales.

Aun cuando la inversión en las áreas
privatizadas se ubicó en niveles inferiores a los valores
promedio vigentes durante la mayor parte del decenio de los
ochenta, dicha formación de capital supuso un ligero
incremento respecto de los muy bajos niveles registrados en los
años inmediatamente anteriores. Esto se asocia, por un
lado, a la aguda y generalizada desinversión de las
empresas públicas en los años previos y, por otro,
a las necesidades de reacondicionamiento y mantenimiento
de los servicios privatizados.

En tal sentido, a corto plazo, se verificó un
moderado impacto positivo sobre la inversión agregada que,
sin embargo, vio amortiguado su "efecto multiplicador" porque,
por un lado, quedó circunscripto a un número muy
reducido de sectores de actividad y, por otro, y
fundamentalmente, por el alto componente de equipamiento
adquirido en el exterior (prácticamente la totalidad de
los bienes de capital utilizados por las empresas privatizadas es
importada).

En definitiva, desde una perspectiva estructural, se
puede concluir que las privatizaciones argentinas no sólo
no contribuyeron a resolver ninguna de las "brechas
macroeconómicas" características de la
década de los ochenta sino que, por el contrario, las
acentuaron –en algunos casos, considerablemente–. A
este respecto, es indudable que, en términos de sus
objetivos declamados, la política privatizadora ha sido un
rotundo fracaso, aunque resultó plenamente exitosa en
relación con su principal objetivo estratégico: la
resolución de la aguda contraposición de intereses
que existía en el interior de los sectores dominantes a
fines de los años ochenta y, por esa vía, la
consolidación del bloque de poder económico
resultante del proyecto
refundacional de la economía y la sociedad argentinas
iniciado por la dictadura militar.

La importancia del
"
trabajo sucio"
realizado por el gobierno argentino antes de la transferencia de
los activos públicos al capital concentrado
interno

Por último, cabe detenerse brevemente en el
análisis de otro de los elementos
distintivos del proceso de privatizaciones argentino. Se trata de
lo que puede denominarse el "trabajo sucio" realizado por el
gobierno menemista con anterioridad a la transferencia de las
firmas estatales al sector privado. Ello involucró, por un
lado, incrementos de consideración en las tarifas en
paralelo a un profundo deterioro en la calidad de los
servicios prestados y/o en la performance de las empresas
públicas a transferir, y, por otro, fuertes reducciones en
los planteles laborales de las
compañías.

Con respecto a la primera de las dimensiones
mencionadas, un muy claro ejemplo lo ofrece la
privatización de ENTel que, sin duda, emerge como uno de
los casos emblemáticos: al cabo de los diez meses previos
a la venta de la empresa el valor del pulso telefónico se
incrementó, medido en dólares estadounidenses,
más de siete veces (en un período en el que los
precios mayoristas se incrementaron un 450%, y el tipo de cambio
–"apenas"– un 235%). De resultas de ello, los precios
de partida de la actividad privada superaron con holgura a los
establecidos, incluso, al momento del llamado a licitación
pública.

Asimismo, en la privatización de Gas del Estado,
concretada a fines de 1992, se verificó un fenómeno
similar. En este caso, basta confrontar los volúmenes
comercializados y la facturación de Gas del Estado en
1992, respecto a los correspondientes en 1993 a las ocho
distribuidoras en las que se segmentó la última
fase de la cadena gasífera, para inferir la presencia de
aumentos sustantivos en el precio medio
del gas natural. En efecto, mientras el volumen consumido de gas
natural por redes (es decir, la demanda)
aumentó, entre 1992 y 1993, un 5%, la facturación
agregada de las ocho distribuidoras en 1993 creció un 23%
respecto a la correspondiente a Gas del Estado en el año
anterior, al tiempo que el precio promedio se incrementó
un 17%, siempre entre 1992 y 1993, en consonancia con la
transferencia de la empresa estatal al sector privado (Azpiazu y
Schorr, 2001b).

Por último, cabe destacar que a principios de
1991, la Administación Menem desplegó una
estrategia tendiente a crear y garantizar las condiciones
propicias para efectivizar la transferencia de Obras Sanitarias
de la Nación
al capital concentrado. En ese sentido, se promovieron
importantes aumentos de las tarifas del servicio de
forma de tornar mucho más atractiva la futura
concesión del mismo al capital privado: en febrero de 1991
se dispuso un aumento del 25% en la tarifa promedio; en abril de
ese mismo año (ya en el marco de la Ley de
Convertibilidad) se aprobó otro aumento tarifario del 29%;
en abril de 1992 se incluyó la aplicación del
IVA (18%) a
las tarifas; y, finalmente, poco antes de la transferencia de la
empresa se dispuso otro aumento tarifario del 8% (Azpiazu y
Forcinito, 2001).

En consecuencia, el aumento de las tarifas antes de la
privatización trajo aparejada la fijación de
precios de partida que aseguraron a los distintos consorcios
adjudicatarios la obtención, desde el mismo momento en que
iniciaron sus actividades, de elevados niveles de
facturación y, fundamentalmente, muy altos márgenes
de beneficio.

Con respecto al deterioro en la calidad de los servicios
prestados y en el desempeño de las empresas
públicas en el período previo a su
privatización, vale la pena detenerse brevemente en el
análisis de lo acontecido con ENTel y Somisa. En el primer
caso, en 1990 se habilitaron sólo 40.000 líneas
telefónicas -70% menos que durante el año 1989- y
se evidenciaron importantes atrasos en los planes de obra y en
las tareas de mantenimient (13). Esta situación, que
redundó en un marcado deterioro en la mayoría de
los -ya de por sí poco atractivos- indicadores
operativos de ENTel, contribuyó a consolidar la
legitimidad del argumento acerca de la necesidad de transferir la
empresa estatal al capital privado (Abeles, Forcinito y Schorr,
2001).

En el caso de Somisa, en el período anterior a su
privatización, que se efectivizó hacia fines de
1992, bajo la intervención estatal a cargo del
sindicalista Jorge Triaca, no sólo hubo una cantidad
considerable de despidos y se implementaron diversas medidas
tendientes a "flexibilizar" y/o "racionalizar" el proceso de
trabajo, sino que también se indujo un importante
déficit económico-financiero. Con respecto a esto
último, en los meses previos a su enajenación,
Somisa, una firma que históricamente había operado
con buenos desempeños económicos, registró
un déficit operativo aproximado de un millón de
dólares por día (lo cual estuvo estrechamente
asociado a la exportación, a un trader extranjero
–presuntamente vinculado al interventor– de productos
siderúrgicos a menos del 10% de su valor real). En ese
marco, los fuertes quebrantos de la siderúrgica estatal no
sólo brindaron elementos suficientes como para impulsar y
justificar su transferencia al capital concentrado interno (en
este caso, al conglomerado extranjero Techint), sino que
también determinaron una importante subvaluación de
la compañía.

En relación con la política de
disminución de personal de las
firmas a privatizar, cabe destacar –a simple título
ilustrativo– lo acontecido en el ámbito de la
prestación del servicio de agua potable y
desagües cloacales (al momento de la transferencia de Obras
Sanitarias de la Nación,
a fines de 1992, la ocupación en la misma era casi un 35%
más reducida que en 1985), del sector eléctrico
(cuando se privatiza Segba, el personal ocupado había
disminuido casi un 50% con respecto al existente a mediados de
los años ochenta), y del sector ferroviario (donde la
ocupación vigente al momento de efectivizarse el traspaso
al sector privado de los principales ramales era un 80%
más baja que la vigente en 1985) (Duarte, 2001). Ello se
vio acompañado, en algunos sectores, por el
establecimiento de distintas cláusulas de
"flexibilización" de las condiciones laborales que
perjudicaron directamente a los trabajadores que quedaron
ocupados. A modo de ejemplo se puede citar el caso de ENTel, en
la que, al margen de haber instrumentado una política de
retiros "voluntarios", el gobierno decidió ampliar la
extensión de la jornada de trabajo.

En otros términos, el "trabajo sucio" del
gobierno durante la etapa pre-privatizadora fue decisivo por
cuanto permitió que el capital concentrado interno se
hiciera cargo de empresas saneadas en términos
económico-financieros (gran parte de los abultados pasivos
de estas compañías habían sido absorbidos
por el Estado –es decir, por el conjunto de la sociedad
argentina–), "racionalizadas" en lo que respecta a sus
respectivos planteles de trabajadores (política de
despidos y de precarización en las condiciones laborales),
y altamente rentables desde el comienzo mismo de sus actividades
(dados los fuertes aumentos tarifarios que se
registraron).

El comportamiento de las
tarifas y su impacto sobre la estructura de precios relativos de
la economía argentina

Desde que el Estado se hiciera cargo de la
prestación de la mayoría de los servicios
públicos, especialmente a partir de las décadas de
los cuarenta y cincuenta, hasta los años noventa, los
sucesivos gobiernos manipularon –por cierto, no siempre en
forma progresiva– el nivel de las tarifas de los servicios
públicos en función
de, entre otros factores, su impacto sobre el nivel de vida de la
población, en general, y de los asalariados
y los restantes sectores de bajos ingresos, en
particular.

Ello pone de manifiesto la importancia que asume, desde
una perspectiva distributiva, el costo de estos
servicios para los usuarios –en una sociedad moderna, casi
tan importante como, por ejemplo, el costo de los alimentos. De
allí el motivo por el cual cobra relevancia, desde un
punto de vista tanto social como económico, el
análisis del comportamiento de los precios y las tarifas
de los servicios públicos privatizados. El tratamiento de
la evolución de los precios y de las tarifas de los
servicios públicos también se asocia con los
argumentos difundidos a favor de las privatizaciones. En este
caso, la idea era aproximadamente la siguiente: las empresas
públicas necesitan una inyección de capital cuya
magnitud, en el marco de la llamada "quiebra del
Estado", sólo podía proveer el sector privado, a
fin de aumentar la productividad y
la eficiencia de
estas empresas, en beneficio del conjunto de la población.
En otros términos, la transferencia al capital concentrado
de las principales firmas del –a criterio de los
"pensadores únicos", ineficiente– Estado argentino
generaría per se un aumento en la eficiencia de las
empresas que redundaría en crecientes niveles de
"bienestar general" que no tardarían en "derramarse" sobre
el conjunto de la población, en especial, sobre los
sectores de menores ingresos (bajo la forma de, por ejemplo,
tarifas decrecientes y/o una mejor calidad en la
prestación de los servicios).

Sin duda, una vez privatizadas, muchas de las empresas
de servicios públicos mejoraron la calidad de sus prestaciones,
sobre todo con respecto a los parámetros registrados a
fines de los ochenta –si bien, en general, muy por debajo
de sus compromisos contractuales–, aumentaron su
"eficiencia microeconómica" y, fundamentalmente, su
productividad (ello se manifiesta con particular intensidad en el
caso del sector telefónico, donde mejoró la calidad
y la cobertura del servicio en paralelo a un intenso proceso de
expulsión de personal, y a un incremento considerable en
la intensidad del trabajo).

Ahora bien, si estos incrementos en la productividad,
que además de implicar una mejora en la calidad suponen
una disminución de los costos operativos de las empresas,
no se traducen en una cierta disminución en las tarifas
(manteniendo un margen de beneficio "razonable" para las firmas),
no es el conjunto de la sociedad el que se beneficia de dicha
disminución en los costos, sino tan solo las empresas de
servicios públicos, que verían incrementadas las
tasas de retorno de su capital. Este parece ser el caso,
prácticamente excluyente, de la experiencia argentina en
materia de privatizaciones de servicios públicos, si se
tienen en cuenta la evolución de las tarifas de los
servicios públicos y de las ganancias extraordinarias que
han obtenido los distintos consorcios adjudicatarios de las
empresas privatizadas desde que iniciaron sus
actividades.

Tal como se observa en el Cuadro Nro. 3, que sintetiza,
para el período comprendido entre marzo de 1991 (momento
en que se lanza el Plan de Convertibilidad) y diciembre de 1998,
la evolución de los precios y tarifas de un conjunto de
servicios públicos privatizados, en relación con la
variación de los precios mayoristas (se trata del Indice
de Precios Internos al por Mayor –IPIM–), el
incremento en las tarifas reales de estos servicios denota su
regresivo impacto sobre la competitividad de la
economía.

Así, por ejemplo, el incremento en las tarifas de
peaje (69,3%) supera al aumento correspondiente al IPIM (12,9%).
Este incremento registrado en los peajes de las principales rutas
nacionales conllevó un aumento considerable en los costos
del transporte (que, para muchas firmas, constituye uno de los
componentes centrales del denominado "costo empresario") y, como
tal, ha jugado un papel central en la explicación de la
crisis que
atravesaron muchas economías regionales en el transcurso
de los noventa. Con respecto al gas natural, en el transcurso del
período analizado, la tarifa promedio se incrementó
un 37,3%. En este caso, para aproximarse al impacto distributivo
del incremento del costo del gas, corresponde distinguir la
evolución de las tarifas residenciales de las abonadas por
los usuarios industriales. Así, se destaca el incremento
registrado por la tarifa residencial (111,8%). Como se observa en
el cuadro mencionado, la tarifa del gas de uso residencial es,
por lejos, la que más se ha incrementado desde el
lanzamiento del Plan de Convertibilidad hasta fines de la
década pasada. En cuanto a las tarifas no residenciales,
cabe distinguir la evolución de las tarifas
correspondientes a las pequeñas y medianas empresas (que
aumentaron un 15,1%, magnitud levemente superior al incremento
del IPIM), de aquellas abonadas por los grandes usuarios
industriales que, al disminuir o mantenerse prácticamente
estables, dieron lugar, en términos reales, a una
reducción en el costo del gas para este subconjunto de
usuarios.

Esta evolución asimétrica entre las
tarifas reales de los distintos tipos de usuario de gas
parecería reflejar dos tipos de transferencia, asociadas a
una importante reconfiguración de la estructura tarifaria
del sector. En primer lugar, de los usuarios residenciales a los
no residenciales y, en segundo lugar, en el interior del segundo
grupo, de los pequeños y medianos usuarios hacia los
grandes consumidores industriales. En otras palabras,
parecería reflejar lo acontecido en la Argentina de los
noventa desde una perspectiva más general: la
transferencia de recursos, en primer lugar, desde los sectores
asalariados y de bajos ingresos a los sectores empresarios, y, en
segundo lugar, dentro de estos últimos, de las
pequeñas y medianas empresas hacia las grandes. Como fuera
mencionado, este incremento y reestructuración tarifarios
se produjeron, fundamentalmente, antes de la privatización
de la ex-Gas del Estado.

Este fenómeno se asemeja a lo ocurrido en el caso
de las tarifas de energía eléctrica, donde las
principales modificaciones en la estructura tarifaria fueron
aplicadas con anterioridad a la firma de los contratos de
concesión. En este caso, en el Cuadro Nro. 3 se observa
cómo la tarifa promedio de electricidad disminuyó
un 10,9% entre marzo de 1991 y diciembre de 1998. Ello se debe al
reordenamiento en la estructura de precios relativos del sector
y, fundamentalmente, a la incorporación de plantas de
generación de ciclo combinado y al elevado grado de
hidraulicidad verificado en las regiones del país donde se
ubican las principales represas hidroeléctricas, lo que
indujo, al incrementar la oferta de energía
eléctrica de manera significativa, una disminución
en su precio mayorista. Este es uno de los motivos por los
cuales, hasta el "apagón" de Edesur a principios de 1999,
la privatización del sector eléctrico solía
presentarse como el caso "ejemplar" o "modelo" a
seguir, dentro del vasto programa privatizador encarado por
la
Administración Menem.

Sin embargo, cabe hacer notar que, al igual que en el
caso gasífero, en este sector también se
manifiestan evoluciones diferenciales según el tipo de
usuario, que también denotan un sesgo regresivo en materia
distributiva. En efecto, las tarifas residenciales reflejan una
disminución inferior a la registrada por los usuarios
industriales, y, a su vez, dentro de las tarifas residenciales,
la que menos se redujo es la correspondiente a los usuarios de
bajo consumo (1,6%), en tanto la que más disminuyó
es la abonada por los usuarios de alto consumo (70,4%). Dado que,
al igual que en la mayoría de los servicios
públicos, existe una estrecha correlación entre los
niveles de consumo y los ingresos de los distintos hogares, puede
inferirse que el sector que menos se benefició con el
reordenamiento de los precios del mercado eléctrico fue el
conformado por los segmentos de la población con menores
ingresos.

Los ajustes tarifarios efectuados en el período
previo a la privatización se manifiestan con particular
intensidad en el caso del servicio básico
telefónico. En efecto, entre enero de 1990 y noviembre del
mismo año (fecha en la que se firman los contratos de
transferencia), durante la intervención de ENTel a cargo
de la Ing. María Julia Alsogaray, el valor del pulso
telefónico -medido en dólares estadounidenses-
aumentó un 711% (pasó de u$s 0,47 centavos a u$s
3,81 centavos).

Si bien, como surge de la información presentada, entre marzo de 1991
y diciembre de 1998 el incremento del costo del servicio
telefónico (41,5%) es mayor al registrado por el IPIM, tal
evolución relativa no contempla el notable salto de nivel
que supuso el aumento instrumentado antes de la
privatización. Al margen del rebalanceo tarifario, que dio
lugar, a comienzos de 1997, a un nuevo –y
considerable– incremento en el costo del servicio para los
usuarios (especialmente para los residenciales de bajo consumo),
el nivel tarifario con que se inició la gestión
privada de la ex-ENTel redundó en niveles tarifarios y
márgenes de rentabilidad significativamente superiores a
los registrados internacionalmente. Al respecto, cuando se
compara el costo del servicio telefónico para los usuarios
residenciales argentinos con el que el mismo tiene -en
función del salario medio
industrial- en España, Estados Unidos,
Francia y Gran
Bretaña, se observa cómo en la Argentina dicho
costo representa más del doble que en el resto de los
países individualmente considerados, y más del
triple si se considera su promedio (Abeles, Forcinito y Schorr,
2001).

Por último, el precio promedio de los
combustibles líquidos aumentó apenas un 1,4%
durante el período bajo análisis. En este caso, por
tratarse de lo que se suele denominar como un bien
comercializable o transable con el exterior, la
comparación más apropiada –en términos
de los efectos de la desregulación del mercado petrolero
que se impulsó en paralelo a la transferencia de YPF al
sector privado– es aquella que los relaciona con la
evolución del precio internacional del petróleo
crudo (más aún cuando la privatización de la
empresa estatal y la desregulación del sector petrolero
aplicadas durante la década pasada fueron justificadas e
implementadas bajo el supuesto de que darían lugar a la
convergencia entre los precios locales y los internacionales de
combustibles).

Sin embargo, en el Cuadro Nro. 4 se observa cómo,
ante una disminución del 43,2% en el precio internacional
del petróleo crudo entre marzo de 1991 y diciembre de
1998, los precios de los combustibles líquidos aumentaron
(es el caso de las naftas común y especial, el 9,2% y
20,9%, respectivamente) o disminuyeron significativamente menos
(kerosene, gas oil y fuel oil, cuyos precios cayeron sólo
7,1%, 14,0% y 3,2%, respectivamente).

En este sentido, cabe destacar que, a diferencia de
algunos sectores económicos productores de bienes
transables, en los que el efecto combinado de la
desregulación de los mercados y la apertura de la
economía operó como "disciplinador" de los precios
domésticos, en el ámbito de los derivados del
petróleo no se han visto satisfechos los objetivos
proclamados con la llamada liberalización de las "fuerzas
del mercado" y la privatización de la empresa líder.
En ese marco, el ejercicio pleno (y abusivo) del poder
oligopólico de mercado por parte de las firmas dominantes,
sumado a la falta total de regulación pública sobre
el mercado, repercutieron directamente, como era de esperar,
sobre la performance de las compañías (bajo la
forma de ganancias extraordinarias –en especial, por parte
de Repsol-YPF–), y pone en evidencia cúales son las
consecuencias que acarrea la "desregulación" de mercados
caracterizados por estructuras de oferta altamente concentradas
cuando no está presente el Estado en la propiedad ni
establece algún tipo de "contrapeso normativo" tendiente a
controlar el comportamiento de las firmas
líderes.

Partes: 1, 2, 3
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