Sociedad civil y construcción de nueva subjetividad social en Uruguay: condicionamientos, conflictos, desafíos
- Algunas claves
conceptuales - El Uruguay
distinto - Ejes de
construcción desde la sociedad civil - Movilización de
base rural y concertaciones - Redes barriales: entre la
creatividad social y el voluntariado - Bibliografía
- Notas
En Uruguay, como en toda América
Latina, se experimentan búsquedas, se tantean caminos,
hacia una nueva etapa cuyas características son
absolutamente inciertas. Lejos de constituir una excepcionalidad
regional, el empobrecimiento creciente, la extensión de la
marginación y la expropiación sin precedentes que
viven sectores bajos y medios
constituyen manifestaciones inequívocas de la crisis
económica instalada, pero sobre todo es el producto
inevitable de un patrón de acumulación gestionado
desde hace años, en el caso uruguayo, por la
centro-derecha del espectro político.
En este contexto, la oposición política, el
Encuentro Progresista-Frente Amplio, que aglutina un abanico de
sectores que va de la izquierda al centro político, es
capaz de acumular descontentos diversos, de crecer
elección tras elección, pero al mismo tiempo se
presenta atravesado por dosis inéditas de pragmatismo y
moderación, frecuentemente con efectos paralizantes. Cada
posicionamiento, cada acción,
aparece minada con la excesiva prudencia que marca el temor de
complicar resultados electorales, lo que a su vez realimenta el
desconcierto en una corriente social de cambio que
sigue mirando como referente a esa fuerza
política.
En todo caso, está latente una vez más el
recurso del capital
simbólico acumulado, del que se espera, una vez abierto en
toda su magnitud el juego
electoral, logre neutralizar o matizar los anteriores
desconciertos de quienes se alinean en giros políticos de
transformación social, e involucrarlos más
activamente ante expectativas cercanas de obtener el gobierno.
De todos modos, también subyace en tal postura, y
en esta coyuntura, la proyección de un escenario
enormemente simplista y simplificador que no vamos a caracterizar
aquí, aunque el simple sentido común indica que no
puede esperarse que quienes gozan de privilegios los cedan sin
luchar.
Dentro de este complejo panorama actual signado por la
agudización de la degradación social y el
utilitarismo y la inoperancia del sistema
político se observa un conjunto importante de
prácticas colectivas de resistencia, un
arco de viejas e inéditas manifestaciones de descontento,
acciones de
construcciones sociales clásicas y un abanico de
experiencias creativas. Pero también existe una evidente
percepción de incapacidad y
frustración para generar una corriente que pueda incidir
en las decisiones políticas.
El objetivo de
este trabajo es dar
cuenta de una aproximación a esos dinamismos considerando
un contexto de crisis y de reestructuración social. Se
trata, más que de abordar esa pregunta equívoca del
impacto de acciones colectivas concretas, de considerar un
conjunto de expresiones sociales de demanda, desde
actores visualizados no como dados o construidos, sino como en
construcción y con potencialidad de abrir otro horizonte
de posibilidades. En este sentido, la condición de
desarrollo de
algunos procesos nos
exige ser prudentes. Así, la crisis financiera del
año 2002 trajo movilizaciones inéditas como la de
los deudores en dólares, pero un balance
sociológico adecuado de las mismas exigiría una
perspectiva temporal de la que todavía no se dispone. Esto
nos lleva a explicitar algunos aspectos
teórico-metodológicos.
Una primera clave que subyace al presente abordaje es
que si se elige como único referente el concepto de
movimiento
social estaríamos cerrando el razonamiento a nuevas
configuraciones, obviando los cambios que van germinando
discretamente en el tejido social y que hacen a esa capacidad de
construcción de lo nuevo. Por ello es preciso en principio
considerar un concepto aglutinador de un todo complejo para luego
dar cuenta de experiencias que transforman individuos y
colectivos (Thompson, 1981) y de elaboración de
significados de las demandas sociales (Sader, 1995).
La designación de sociedad civil
para considerar lo anterior, en tanto referente sumamente
extendido como distinción analítica con el
ámbito estatal y con la esfera del mercado, puede
ser útil siempre y cuando reparemos brevemente en la
intensa disputa de sentidos de que es objeto el concepto y
fijemos una dirección. En lo que aquí se
presenta, y en la perspectiva ya desarrollada en trabajos
anteriores (Falero, 2001[a]), aproximamos el concepto en una
dirección gramsciana como campo donde aparece en
tensión permanente la construcción de
subjetividades y proyectos de
sociedad
encontrados.
Frente a abordajes que la presentan como mera pluralidad
atomística de individuos, grupos u ONGs,
como pura diversidad emanada de disolución de contenidos
clasistas, rescatamos un ámbito de constitución de sujetos sociales que nos
remite a la importancia de la construcción de
hegemonía como expresión nuclear de un proyecto
estratégico, como apropiación subjetiva y real de
elementos de transformación social. En tanto campo de
tensión hegemónica, en tanto ámbito de
generación de una cultura de
referencia alternativa a las relaciones dominantes, tiende a
remarcarse a nuestro juicio un aspecto crucial que hace a la
dificultosa y contradictoria formación de un nuevo sentido
común (de Sousa Santos, 2000), de una nueva subjetividad
social y de su capacidad de construcción (Zemelman,
1998).
A partir de lo anterior proponemos en lo que sigue una
operacionalización de sociedad civil, reparando en dos
aspectos esenciales.
Por un lado, los grandes ejes estructuradores, es decir,
movimientos sociales que si bien parten de un tejido social que
puede ser más atomizado o más denso presentan
cierta permanencia en tanto vectores
constituidos en la construcción de lo alternativo. No
obstante, su propia complejidad los vuelve sensibles en su
interior a tironeos de lógicas culturales diferentes e
incluso del propio poder
dominante, en tanto éste permanece convenientemente
invisible, diseminado por el entramado de la vida social
(Eagleton, 1997). O en la perspectiva más reciente de
Holloway (2002), se trata de considerar la incidencia de una
forma de socialidad de "poder sobre" que es potencialmente
desplazable por una socialidad de "poder hacer".
Por otro lado, la capacidad de construcción de
redes de
micro-organizaciones
del tejido social –insistimos, a partir de la
articulación de necesidades, experiencias y
expectativas– lo que supone ponderar la activación
de prácticas inéditas, si bien sujetas a
discontinuidades, de proyectos que abren otros horizontes
posibles, en suma de creatividad
social y nuevas formulaciones.
Si bien ambos ejes analíticos son parte de un
todo interrelacionado, la distinción es una exigencia
metodológica insoslayable para poder abordar el doble
ángulo de lo constituido y lo constituyente (Negri, 1994),
los productos de
una determinada construcción sociohistórica pero
también la apertura a lo posible, en el contexto de
sociedades que
están sujetas a una profunda reestructuración.
Precisamente, es preciso realizar algunas breves observaciones de
contexto sobre lo que este tránsito implica para el
Uruguay.
La literatura uruguaya en
ciencias
sociales exageró, a nuestro juicio (Falero, 1999;
Robertt, 1997), en la adjudicación al Estado de un
particular carácter de iniciativa como desencadenante
de cambios que marcaron a fuego la dirección que se
cristalizó en Uruguay desde principios del
siglo XX. No cabe duda de que jugó un eficaz papel
articulador en la generación de un modelo que
tendió a matizar desigualdades socioeconómicas
fuertes y que alimentó hasta ahora el mito
integrador de la movilidad social ascendente generalizada, pero
no puede entenderse ese papel sin la presencia de un movimiento
sindical fuerte y de articulaciones
construidas por otros actores y en otros contextos.
Esto quedó definitivamente cancelado. No
sólo quedó atrás incluso el propio
crepúsculo del modelo estatal heredado de comienzos del
siglo XX, del llamado primer batllismo, sino que caducó el
esquema material y simbólico de integración social que lo legitimó.
En verdad, ya Real de Azúa (1971: 200) lo adelantaba
genialmente a fines de los años sesenta al apuntar a la
caducidad de toda esta estructura
mental y entonces sin reemplazo visible. Se puede decir que las
exequias del modelo duraron más de cuarenta
años.
Paralelamente, el nuevo patrón de
articulación económica y política con el
exterior, designado con el eufemismo de "nuevo modelo
exportador", comenzó contradictoriamente a cristalizarse
con una manifiesta profundización de un relacionamiento
asimétrico, común a la región. Ello
ocurrió de la mano de un giro autoritario nítido
del presidente Pacheco en 1968. La sucesión de oscuras
figuras presidenciales a partir de Pacheco inclusive
–Bordaberry y los militares de una dictadura que
contó con abundantes cómplices y cortesanos
provenientes de los partidos tradicionales, Sanguinetti y una
recuperación democrática condicionada–
basaron su prédica en un enemigo interno, en orden contra
caos, que adquirió y adquiere sucesivas y renovadas
designaciones.
No puede escatimarse una continuidad básica en
este sentido, desde un comienzo de prédica anti-subversiva
que incluía a los tupamaros pero también a
partidos, sindicatos u
otras organizaciones que supuestamente irrumpieron en una
arcádica "Suiza de América", pasando por la
demonización genérica de marxistas hasta el
más reciente rótulo de populistas, que puede
incluir las más variadas opciones políticas que se
pretenda criticar.
De la dictadura que duró entre 1973 y 1985 se
salió luego de un intento de auto-legitimación fracasado con el plebiscito
militar de 1980, a partir de la eclosión de la
organización de sectores populares (Filgueira, 1985)
–especialmente a través de tres movimientos sociales
importantes: sindical, estudiantil y FUCVAM, organización que nuclea las cooperativas
de vivienda por ayuda mutua– y de la acción de los
partidos
políticos que buscaron una salida pactada en un
contexto donde el propio poder económico había ya
quitado su apoyo.
Los gobiernos electos posteriores –los presidentes
Sanguinetti, Lacalle, Sanguinetti nuevamente y Batlle–
fueron promotores de ajustes fiscales regresivos, gestores de la
consolidación de un patrón de crecimiento
socialmente excluyente1, y cultores, especialmente en el caso de
los dos gobiernos de Sanguinetti y en el de Lacalle, de la
imagen de un
elenco militar siempre acechante, ingrediente básico para
el fracaso del referéndum contra la ley de impunidad de
los militares en 1989. Imagen continuada en un contexto regional
que contradictoriamente no admitía intentos golpistas
exitosos.
Existe otro aspecto importante a considerar en ese
nivel. Porque aún teniendo presente la
transformación de la forma Estado y el fortalecimiento del
Poder
Ejecutivo en Uruguay (de Sierra, 1992) debe observarse que la
sucesión de integrantes de los poderes ejecutivos
post-dictadura se fundó igualmente sobre complejos
equilibrios políticos difíciles de desmontar, que
impidieron un avance del modelo como el que se registró en
otros países de la región de la mano de lo que
suele rotularse como "globalización neoliberal".
En especial, ello ocurrió por el funcionamiento
de las maquinarias partidarias tradicionales y su necesidad
intrínseca de cooptación y corrupción, más generalizada de lo
que suelen admitir algunos enfoques, y por la oposición
del Frente Amplio, su crecimiento electoral y una sociedad civil
fluctuantemente movilizada. Esto explica, junto a la presión de
caudillos locales del interior, que en 1992 el 73% de la población diera al gobierno Blanco de
Lacalle el mandato de no vender las empresas del
Estado mediante un plebiscito (Vitelli, 1998).
En tanto la economía uruguaya
post-dictadura adquirió cierto dinamismo, en el que los
principales beneficiarios fueron sobre todo los sectores
financiero y exportador, resulta extremadamente simplista
considerar al sector asalariado como generalizadamente afectado.
Mientras sectores asalariados medios, como por ejemplo los
empleados bancarios, fueron beneficiados hasta fines de la
década del noventa, hubo por el contrario asalariados
fuertemente afectados, marcados por ejemplo por la
desindustrialización, que llevó a la pérdida
de unos 66 mil puestos de trabajo en la industria
manufacturera sólo entre 1990 y 1998 en un país de
poco más de tres millones de habitantes, y por el
desmantelamiento progresivo del estado de bienestar (Olesker,
2001). Todo lo anterior complejizó un proceso de
desintegración social que tuvo también otros
carriles.
La crisis económica y su manifestación
financiera, la dramática situación social que
estalló en toda su magnitud en 2002, marca pues el fin de
un proceso y el inicio de uno nuevo. Simplificando la
conformación de escenarios posibles, el rumbo será
producto de la capacidad de actores colectivos para redireccionar
la sociedad en un sentido alternativo o de la capacidad de
reacomodamiento de los mismos sectores económicos,
articulados a las agencias globalizadotas, para llevar adelante
un proyecto de crecimiento excluyente.
Corresponde pues en lo que sigue señalar las
mutaciones y permanencias, las limitaciones y potencialidades que
se les presentan a los actores de la sociedad civil uruguaya en
la construcción de un horizonte alternativo.
EJES DE CONSTRUCCIÓN
DESDE LA SOCIEDAD CIVIL
En primer lugar debe hacerse notar la acción de
un movimiento sindical que hunde sus raíces en la segunda
mitad del siglo XIX y se construye como independiente del Estado
a la vez que cruzado, motivado, por las corrientes
ideológicas de transformación social que
caracterizaron el siglo XX, y que fue un activador de demandas
ante el Estado y
la empresa
privada. Considerando el modelo anteriormente delineado, que se
basaba en la inserción en el trabajo
formal, y donde los demás derechos sociales eran
construidos a partir de tal inserción, el movimiento
sindical se convirtió en el gran eje estructurador de la
sociedad civil uruguaya.
No es novedad postularlo, pero claramente el universo de
construcción de la subjetividad social sentaba una base
importante en el sindicato. Es
una subjetividad que no se construye en la tranquila continuidad
de lo seguro, como a
veces se exagera apelando equívocamente a la
caracterización de "sociedad amortiguadora": se construye
en el conflicto, en
la huelga (como
por ejemplo en la de 1962, que frustra el primer intento de
congelar salarios), en la
tensión entre corrientes sindicales, y finalmente en la
represión.
Ciertamente, estando afectada más globalmente la
materialidad y la subjetividad del ser que vive del trabajo,
está agotado un modelo de sindicalismo
global (Antunes, 1999). En el caso uruguayo, la subjetividad se
construye ahora sobre una base muchísimo menos tributaria
del eje sindical, tanto por ese proceso de
desindustrialización mencionado –40% de obreros en
el I Congreso Extraordinario de mayo de 1987 contra 19% en el VII
Congreso de julio de 2001 (Falco, 2001)– como por el avance
del empleo
precario e informal, o directamente el creciente desempleo. Se
calcula que en 2001 un 54,4% tenía problemas de
empleo en Montevideo, y un 62,9% en el interior urbano. En cuanto
a la desocupación abierta de 2002, el porcentaje
trepó a un 19% en el trimestre julio-setiembre2.
Notoriamente estas cifras afectan a cualquier movimiento
sindical, pero también existen otros problemas que hacen a
la baja credibilidad que ostenta el propio sindicato como
vehículo para incidir en la realidad.
Frecuentemente sujeto a disputas internas que recortan
su capacidad de maniobra, exhibe dificultades para constituirse
en tan sólo un vector de la trabajosa construcción
de lo alternativo en una sociedad transformada. Más
allá de medidas como los paros generales, una de las pocas
manifestaciones recientes que contó con apoyo masivo, a
excepción de la llamada Concertación para el
Crecimiento, sobre la que volveremos, fue una marcha a Punta del
Este realizada el 24 de enero de 20023. No obstante, y
paradójicamente, su éxito
debe adjudicarse más a la publicidad no
buscada generada por la prohibición del gobierno del
presidente Batlle de entrar en el balneario y a los intentos de
desacreditarla por dirigentes de los partidos tradicionales, que
a méritos propios de organización en el marco de
facilitar la discusión a un nivel de tejido
social.
En segundo lugar, cabe destacar el ya mencionado
movimiento de cooperativistas de vivienda por ayuda mutua,
FUCVAM, federación fundada en 1970 a partir de algunas
cooperativas de viviendas generadas en el interior del
país, que actualmente aglutina más de trescientas
cooperativas de base y unas 16 mil familias. A nuestros efectos,
importa destacar que no sólo no se presenta como acotada a
la reivindicación puntual de préstamos para
construcción de cooperativas de vivienda, sino que tiene
una visión de sociedad más amplia y promueve un
estilo de
vida. En tal sentido su presencia como movimiento ha sido
notoria en diversas expresiones colectivas. Pero paralelamente
sus acciones incluyen en las actuales circunstancias desencadenar
algunas estrategias
colectivas para permitir acceder a alimentos.
Asimismo, las cooperativas generan fuertes redes de intercambio
en algunos barrios en que se insertan y contribuyen a recrear un
tejido social fracturado.
En tercer lugar, debe señalarse el resurgir a
partir de 1996 de un movimiento estudiantil de enseñanza secundaria. Caracterizado por su
discontinuidad y por considerar clave para su funcionamiento el
regenerar una organización más bien laxa preocupada
por la horizontalidad y la construcción de consensos, ha
irrumpido con movilizaciones anuales que incluyeron la
ocupación de centros educativos y ha tenido expresiones
públicas y planteamientos que expresan mucho más
que insatisfacciones educativas puntuales.
Otras características presenta la
Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay,
FEUU. Si bien pasó coyunturas históricas con
grandes movilizaciones, como en 1958, y el reclamo de la ley
orgánica de la Universidad
(D’Elía, 1969), o en 1968, cuando se cuestionaron
radicalmente las estructuras de
dominación (Landinelli, 1989), su impacto público
es más bien efímero. Es cierto que ha recobrado
cierto nivel de movilización anual cuando se discute en el
Parlamento el presupuesto
destinado a la educación
superior, que ha revitalizado recientemente la más
bien modesta práctica de acercamiento con la sociedad, la
extensión universitaria, pero es más dependiente de
su dirigencia y de otros actores de la universidad que de su
propia capacidad para construirse como movimiento desde la
cotidianeidad, lo cual no permite advertir un potencial de
transformación social significativa.
Cabe finalmente completar este rápido cuadro con
una referencia respecto a quienes se mueven en el ámbito
de los derechos humanos.
A modo de señalamiento de algunos aspectos manifiestos de
la temática corresponde mencionar importantes marchas
anuales y proclamas que terminaron limitándose a "por la
verdad", así como algunos intentos de establecer variantes
uruguayas de los "escraches" argentinos con objetivos
más ambiciosos, pero de convocatoria acotada.
Pero más allá de estas expresiones, que
dejan entrever una fragmentación notoria en varios
nucleamientos, debe marcarse como central la búsqueda
incansable de apertura de la sociedad a un tema nunca resuelto.
Intencionalmente nunca resuelto, puesto que los gobiernos
post-dictadura ejercieron sucesivos intentos de clausuras con
notoria complicidad mediática y entre amenazas de
desestabilización, con la excepción de la
Comisión para la Paz del presidente Batlle, si bien
ostenta resultados más bien modestos o al menos
polémicos.
MOVILIZACIÓN DE BASE
RURAL Y CONCERTACIONES
La segunda mitad de la década del noventa marca
el desarrollo de movimientos locales de protesta en ciudades del
interior del país. Entre sus primeras manifestaciones
está el caso de Paysandú, una ciudad con desarrollo
industrial en rápido declive. Allí, a fines de mayo
de 1997, una manifestación policlasista contra el rumbo de
la hambruna producto de la construcción de un consenso
social inédito se convirtió en el primer
mojón de sucesivas movilizaciones. Igualmente otras
ciudades comenzaron a tener inéditas movilizaciones que
incorporaban además de asalariados, a pequeños y
medianos comerciantes. Debe ponderarse adecuadamente este dato en
función
de que los ritmos de la política en muchos de esos lugares
siempre habían sido pautados por los caudillos locales y
una cultura que sin ser muy estrictos podríamos calificar
de oligárquica.
Otro trabajoso consenso cristalizó el 13 de abril
de 1999, cuando decenas de miles de productores rurales lanzaron
la mayor movilización agraria hacia Montevideo en la
historia reciente
del país. Puede decirse que fue una movilización de
composición socioeconómica extremadamente
heterogénea, y en tal sentido incluyó tanto
sectores que se beneficiaron sistemáticamente por su
capacidad de lobby con el
sistema
político como olvidados peones rurales. Pero considerando
la experiencia inédita, que luego tendría otras
derivaciones, debe insistirse en la resignificación que
para muchos participantes supuso una expresión
pública de descontento como ésta.
Entre las marchas que comenzaron a sucederse hasta la
capital del país importa mencionar la de los
cañeros de Bella Unión, que en diciembre de 2000
recorrieron más de 600 km. La movilización
reunió a un espectro amplio de damnificados convocados por
la "intersocial" de esa zona norteña del país,
famosa por la organización en 1968 del Sindicato de
Cañeros de Artigas a partir del involucramiento social del
dirigente socialista Raúl Sendic (Claps, 1985), quien con
el tiempo se convertiría en uno de los principales
dirigentes tupamaros.
En suma, sectores urbanos y rurales del interior del
país, habituados a prácticas de cooptación y
clientelísticas de los partidos políticos
tradicionales, comenzaron lentamente a tener otras
prácticas y otra visibilidad pública. Aquí
hay que distinguir la diferente trayectoria dibujada por los
centros institucionales que agrupan a la élite
agropecuaria, puesto que mientras la Asociación Rural
siguió manteniendo las coordenadas habituales de
interrelacionamiento con el elenco político para obtener
demandas, la Federación Rural cambió su estrategia,
apareciendo más demandante y participando de la
Concertación para el Crecimiento.
La central sindical Plenario Intersindical de
Trabajadores-Convención Nacional de Trabajadores (PIT-CNT)
participó activamente en la organización de la
primera convocatoria de la misma el 16 de abril de 2002, que
logró una multitudinaria concentración, estimada en
100 mil personas, que incluía una heterogeneidad de
sectores del trabajo y del capital. Notorias fueron las ausencias
del sector importador nucleado en la Cámara de
Comercio y los representantes de la Cámara de
Industria. No obstante, tampoco todos los sectores populares
estuvieron representados, ya que el movimiento cooperativista de
viviendas había decidido no participar. De todos modos, la
convocatoria, si bien construida desde las dirigencias de
organizaciones con intereses heterogéneos y rodeada de un
conjunto de dudas sobre su viabilidad, permitió canalizar
un notorio descontento social al postular la necesidad de un
cambio de política
económica. Pero sin bases en el tejido social, el
balance de sus posibilidades de continuidad y su capacidad de
provocar una real inflexión está todavía
abierto.
REDES BARRIALES: ENTRE LA
CREATIVIDAD SOCIAL Y EL VOLUNTARIADO
No es nueva la construcción de redes barriales en
Montevideo. La coordinadora de ollas populares, por ejemplo, se
remonta a los años ochenta. En algunos espacios urbanos,
la vitalidad de estas redes ha mantenido vivo un tejido sobre el
que se activó, paralelamente con sindicatos y otras
organizaciones sociales, la recolección de firmas para
convocar a plebiscitos u otras formas de resistencia social. No
obstante, lo que se pretende situar aquí es la
generación de un dinamismo sin precedentes que constituye
una respuesta a una crisis agravada en 2002 pero sólo
posible como resultado de prácticas anteriores. El
florecimiento de huertas comunitarias, comedores populares, nodos
de redes de trueque, comisiones de vecinos, constituye
expresiones de un cambio cualitativo, y no simples acciones
desencadenadas ante la carencia.
Además se han ido conformando redes que vinculan
y organizan comedores, merenderos, asentamientos con viviendas
precarias, y que en suma constituyen un arco no siempre visible
de manifestaciones colectivas. Pero lo más importante a
señalar aquí es que ese arco de experiencias
incluye no solamente a Montevideo sino a todo el país,
especialmente en cuanto a huertas comunitarias, lo cual es
bastante novedoso en función del contexto.
Ciertamente no está ausente en esta dinámica, al igual que en el caso de
movimientos sociales constituidos, la sociedad política,
en el sentido de que muchos organizadores actúan
paralelamente a un nivel de base o medio, en particular pero no
exclusivamente de fuerzas políticas que componen el Frente
Amplio, aunque esto no significa necesariamente que den
coordinaciones entre ambos planos. Tampoco están ausentes
las ONGs en su más variada gama de objetivos y
perspectivas, ni los centros comunales zonales dependientes de
la
administración municipal de Montevideo, que vienen
apoyando, especialmente en barrios periféricos, diversas iniciativas
colectivas de sobrevivencia.
Llegados aquí, corresponde insertar las
prácticas más allá de la coyuntura. En tal
sentido, pueden postularse dos direcciones que coexisten en el
contexto de la crisis y que suponen horizontes históricos
diversos. Lo que sigue es una simplificación obligada,
pero resulta útil para ver la tensión subyacente,
los conflictos posibles en este plano que venimos
desarrollando.
Por un lado, muchas acciones se enmarcan y se encaminan
más en la línea del tradicional y renovado
voluntariado que llena los espacios que el Estado va dejando. Es
el modelo que aparece en los informativos de televisión. En este sentido, aún
configuradas desinteresadamente, las acciones no constituyen una
alternativa al mercado que sigue estructurando las relaciones
sociales, sino que simplemente toman, total o parcialmente, el
lugar de las funciones de
compensación que el Estado realizaba.
Por otro lado, existe una dirección de
construcción de cultura alternativa, de fisuras en la
subjetividad dominante, de generación de espacios sociales
capaces de abrirse a la creatividad social y eventualmente ser
base de otras expectativas. Es necesario considerar que ambos
proyectos –simple voluntariado y aperturas de espacios de
transformación social– suponen horizontes de
desarrollo opuestos. En el primer caso pueden llegar a suponer
una forma renovada de control social;
en el segundo, pueden llegar a constituir el despliegue de
resignificación de necesidades, bases de una sociedad
más participativa y democrática. Se trata en suma,
una vez más, de construcción de subjetividades
sociales bien distintas.
La temática desborda las posibilidades de este
artículo, pero si se acuerda que América Latina
vive la apertura a una dinámica de búsquedas y
tanteos de lo nuevo, las evidencias
advierten que Uruguay no es una excepción. No obstante,
frente a fenómenos de magnitud social y cuantitativa
considerable como el movimiento de los Sin Tierra en
Brasil o la
eclosión de la sociedad civil en Argentina, por citar los
casos de los países vecinos, la realidad uruguaya puede
pasar desapercibida. Desvanecidos una construcción social
incluyente y el mito sostenedor de la misma que además
alimentaba cierta excepcionalidad regional, en un contexto de
reformulación de la forma Estado, sólo quedan las
exploraciones de proyectos capaces de contribuir a construir
alternativas de sociedad.
En esa dinámica la sociedad civil no sólo
es un terreno de apropiación semántica: también sugiere una
pluralidad de contornos, componentes y aspiraciones de acuerdo al
proyecto.
Tanto en el accionar de movimientos sociales, entre
debilidades y fortalezas, como en las prácticas de nuevos
actores y la construcción de nuevas experiencias barriales
existen subjetividades sociales distintas. En una coyuntura en
que para mucha gente la prioridad pasa a quedar
constreñida al acceso a la alimentación, la
regeneración de redes comunitarias, de estrategias
colectivas, pasa a ser constructora importante de subjetividad,
potencialmente de lo alternativo.
Al promoverse formas, intentos organizativos no siempre
visibles –a veces, improvisaciones– en la
cristalización de efectivas coordinaciones horizontales,
se está exhibiendo una apertura inédita a lo
colectivo y a resignificar necesidades. Potencialidades
sustantivas en tanto de esa construcción cotidiana
dependerá la capacidad para incidir o redireccionar en
este contexto sociohistórico.
No puede dejar de agregarse sobre tal capacidad lo que
significa para las organizaciones de la sociedad civil el
desafío de trascender los límites
del Estado-nación
hacia un plano regional y global. Afortunadamente también
en esta dimensión hay experiencias y potencialidades en
movimientos y organizaciones sociales de Uruguay, como es el caso
de sindicatos y cooperativas de FUCVAM, lo que también
abona, en una dirección poco cultivada durante el siglo
XX, para la conformación de nuevas
alternativas.
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(Barcelona: UNAM/Anthropos editorial).
1. Un indicador significativo es que
prácticamente la mitad de los niños
nacen en situación de pobreza
según el Índice de Desarrollo
Humano (2001), pero si las condiciones persisten se estima
que en quince años el porcentaje treparía al 60%
según un informe del
Comité de los Derechos del
Niño en Uruguay (2002). Para un resumen, véase
La República (23 de junio de 2002).
2. Las cifras sobre problemas de empleo en el año
2001 corresponden a dos informes del
Equipo de Representación de los Trabajadores en el
Banco de
Previsión Social, septiembre 2002. Sobre el desempleo del
año 2002, el porcentaje corresponde a una
estimación del Instituto Nacional de Estadísticas. Véase .
3. Los ejemplos seleccionados están basados en el
seguimiento de material de prensa,
especialmente del semanario Brecha y en aportes realizados
mediante entrevistas.
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encuentra bajo licencia Creative Commons
Alfredo Falero*
* Docente e investigador del Departamento de
Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales,
Universidad de la República, Uruguay.