¿Modernización del Estado o Estado faccioso? Nuevas reflexiones sobre la teoría del Estado
- Sobre la teoría
del Estado (crítica del
seudo–progresismo) - El Estado como correlato
orgánico de la producción
mercantil - El cambio
histórico antes, durante y después del
mercado–Estado - Estado y teoría
política - El fenómeno
estatal, más acotado pero más
complejo - El Estado argentino bajo
esta perspectiva - La
"globalización":
integración/desintegración - La desintegración
del Estado de Bienestar - La disociación
entre economía y sociedad - ¿Qué
modernización? - Exclusión y
solidaridad - Notas
Sobre la teoría del Estado (crítica
del seudo–progresismo)
La teoría del Estado, aunque reconoce
antecedentes relativamente antiguos en las culturas
greco–romana y china, se ha
planteado en la época moderna y desde el siglo pasado
está atravesada por el fuerte contraste que se
abrió en las ciencias
sociales y humanas cuando Marx y Engels
formularon su visión, dentro de un panorama anterior que
ya reconocía debates.
No podemos aquí siquiera esquematizar brevemente
esa historia, pero el
carácter intrínsecamente
controversial de la teoría actual, por sí
sólo nos requiere deslindar nuestra postura, cuya
particular perspectiva agrega una segunda razón para
explicarnos.
Enmarcamos esa perspectiva en la inaugurada por Marx y
Engels y la concebimos como una visión del mundo nueva,
que adolece todavía de suficientes elaboraciones, lo que
repercute, entre otros aspectos, en su propia teorización
del Estado.
En cuanto al mencionado enmarque,
puntualizamos:
1) Aceptamos que el Estado no
puede comprenderse sin la fractura entre la producción y la distribución de bienes,
mediante una estructuración social que escinde grupos
propietarios y grupos desposeídos (castas y clases), los
primeros explotando el trabajo
de los segundos, para lo que deben asegurar su
dominación, situación precedida por largos siglos
de igualdad
social primitiva.
2) Aceptamos asimismo que las luchas entre unos y
otros (así como las rivalidades entre
ciudades–Estado, imperios y naciones) componen desde
entonces la dinámica de la evolución histórica, dentro de un
entramado único que incluye el desarrollo
técnico (y modernamente,
científico–técnico) que potencia el
resultado del trabajo
humano.
En torno a las
carencias:
1) Por falta de una elaboración suficiente de la
evolución histórica (cosa imposible para cualquiera
en el siglo XIX y excesiva para Marx, quien no pudo completar
Das Kapital), con frecuencia dentro del campo del marxismo se ha
tendido a rellenar los vacíos con una forma explicativa de
la visión del mundo anterior, el sustancialismo o
legalismo formal de la filosofía burguesa, que ya en ese
siglo había desembocado en el naturalismo social
positivista, en las antípodas del pensamiento
dialéctico.
Ello sucede en expresiones como "la historia de la
humanidad es la historia de la lucha de clases" o bien en la
simplificación esquemática de complejas relaciones
dialécticas entre términos en sí mismos ya
complejos, como es el esquema "a un nivel A de desarrollo de las
fuerzas productivas corresponde la existencia de una
superestructura política y cultural
A1, hasta que aquellas pasan de A a B, generando una
tensión entre B y ésta A1, y entonces un proceso
revolucionario derriba A1 y genera B1, y así
subsiguientemente con un nivel C o D de las fuerzas
productivas".
Tales expresiones o esquemas procuran explicar los
cambios históricos como casos particulares de
expresión de una ley atemporal y
trascendente, es decir, por fuera de esos casos, meras
expresiones accidentales y temporales de esa sustancia o
ley.
Así se reitera un modo de pensamiento creado por
una visión filosófica no sólo
pre–dialéctica (Hegel) sino
aún pre–crítica (Kant), pues se
trata del uso interpretativo de la dualidad categórica
sustancia–accidente, sea la cosa extensa o la pensada o
ambas una base metafísica
del mundo, perenne, inmutable e increada.
Aún sin contar la semidisolución que
produjo, desde dentro, en esa concepción sustancialista,
el escepticismo empirista, el materialismo
dialéctico no debería olvidar, de su propia
tradición, que tal sustancialismo fue objetado por la
crítica kantiana a las antinomias de la razón, o
criticado y superado por la visión hegeliana de la
contradicción y el movimiento y
finalmente explicado históricamente por la teoría
del fetichismo de la mercancía.
2) Lo expresado en el punto anterior podría, a su
vez, dar pie a un esquematismo crítico, ya que la
cuestión es compleja y basta mencionar la necesidad de
distinguir entre la polaridad existente entre las obras
desarrolladas de Marx y Engels y sus escritos de
vulgarización política, por una parte y lo que ha
sido luego la polaridad entre un marxismo culto y un marxismo
vulgar, para advertirlo (para no hablar de largas y eruditas
polémicas sobre temas relacionadas con la
cuestión).
Pero podemos, a pesar de ello advertir que los
vacíos apuntados existen en la globalidad de la cultura viva
de las corrientes marxistas y se rellenan casi inevitablemente
con expresiones o simplificaciones esquemáticas como las
mentadas que, al adoptarse aisladas del camino
teórico–conceptual antes mentado (Kant, etc.),
terminan apoyándose inevitablemente en un sustancialismo
burgués.
Así se constituye una suerte de variante "de
izquierda" de ese sustancialismo, como la creencia en el
"progreso" como sustancia de la historia (al modo
positivista), que se expresa en escalones cuya altura clausura la
anteriores más bajas, según los pasajes
mecánicos antes expresados, en relación
pseudo–contradictoria, entre infra y superestructuras que
hemos formalizado como A, A1, B, B1, etc.
No podemos aquí entrar en las precisiones
necesarias para abordar la relación entre ese modo de
pensamiento y algunos fenómenos históricos, como el
sorprendente desarme político y militar de las izquierdas
alemanas y el campo republicano de Weimar frente al avance del
nazifascismo, pero podemos señalar el tema como un
desarrollo y un debate
necesarios, que se relacionan con otros conexos como la doctrina
de la "coexistencia pacífica" de la URSS o la vacuidad
ideológica que implicó su régimen
neo–absolutista.
El Estado como correlato
orgánico de la producción
mercantil.
Otro síntoma de los vacíos y la falta de
desarrollo de la visión del mundo dialéctica es que
la relación de implicancia entre la lucha de clases tanto
con el cambio
histórico como con el Estado, debería advertir
facilmente que en las sociedades de
castas puras, en las que no hay tendencias evolutivas inmanentes
a su estructura, no
hay lucha de clases, aunque haya dominio y
explotación social, y es dudoso que pueda hablarse de un
Estado propiamente dicho y menos de auténticas políticas,
como alternativas diferentes o contrarias del curso social o la
"cosa pública". (1)
Nos referimos, desde luego, a aquellas sociedades con
producción agraria excedentaria, con comercio en
todo caso marginal y en las que la producción para el
mercado no ha
ocupado una posición importante dentro del conjunto del
trabajo social,
como fueron las denominadas primeras civilizaciones caldea y
egipcia.
Hemos dicho en el punto anterior que en el caso de Marx
y Engels estos vacíos y confusiones se deben
principalmente a la falta en su época de una suficiente
investigación y elaboración
históricas sobre tales realidades y ese juicio es
fácil de corroborar mediante dos remisiones.
La primera refiere a que la conexión
histórico–orgánica entre lucha de clases y
existencia del Estado no es sino un ejemplo de un principio
metodológico esencial del materialismo dialéctico,
formulado por Marx como que "La rusticidad e incomprensión
consisten precisamente en no relacionar sino fortuitamente
fenómenos que constituyen un todo orgánico, en
ligarlos a través de un nexo meramente reflexivo."
(2)
La segunda refiere a que Engels tenía en claro
que para el sistema feudal
europeo, como sociedad
estática de castas, valía el juicio
de que no podía surgir de su estructura interior
transformación alguna, sino que ella fue inducida por el
desarrollo del comercio exterior
por la navegación. (3) Habida cuenta de que el derrumbe
del Imperio Romano
dejó no obstante importantes restos de producción
mercantil, de instituciones
estatales y normas
jurídicas privatistas que coexistieron con el orden
dominial del feudalismo, y que
las luchas campesinas quedaron latentes en sus momentos
más débiles, el juicio vale con mucho mayor
razón para las primeras sociedades civilizadas.
La puesta en perspectiva de los todos orgánicos
en relación con la evolución conflictiva de las
sociedad mixtas en estratificación de castas y clases
(mixtura que se expresa claramente en la institución del
esclavo–cosa) es una tarea pendiente, puede arrojar
resultados casi inmediatos de comprensión de la historia
social y de la cultura en extremo interesantes, más vastos
de lo que hemos apuntado ligeramente en el libro citado
en nota 1, así como de la pervivencia de las formas de
relación de castas en la sociedad capitalista moderna (no
sólo en el apartheid y el fascismo, sino en
el uso muy moderno del tráfico y la explotación
esclavista para la acumulación, los fundamentalismos, el
uso cultural maquivélico de los maniqueísmos
religiosos para el consenso político, etc.).
No podemos desde luego aquí reproducir siquiera
todos los pocos apuntados en el libro citado y en cuanto a las
pervivencias modernas apenas reflejaremos brevemente las
cuestiones ideológicas mencionadas bajo el
paréntesis del párrafo
anterior, en su relación explicativa de fenómenos
propios de la historia
argentina.
Por eso nos limitaremos aquí a señalar
brevemente el sentido de las conexiones orgánicas
necesarias entre lo estatal y lo mercantil y no obstante,
agregaremos una conceptuación acerca de la
dialéctica del desarrollo de la sociedad humana previa a
la aparición del Estado y la lucha de clases, una
circunstancia fundante que envuelve esos momentos y que
pervivirá si ellos resultan superados.
Cuatro son los aspectos centrales que ligan la
irrupción de la producción mercantil con la del
Estado, es decir, genética y
estructuralmente:
1) la aparición de la lucha de clases y la
competencia
comercial exterior entre sociedades (ciudades–Estado,
imperios, naciones); de la primera simultáneamente brota
la existencia de árbitros con gran poder y
relativa autonomía frente a los sectores en conflicto y el
establecimiento de normas generales y superiores de
funcionamiento público (tiranos, constituciones,
monarquías absolutas o constitucionales,
repúblicas, división de poderes, etc.); la segunda
agrega la guerra naval a
la terrestre (guerra que sin perder el componente de lucha por
los territorios fértiles, se convierte en una
cuestión mucho más compleja);
2) los inevitables y continuos conflictos
entre propietarios privados, ya que es propio de la propiedad
privada propiamente tal y del proceso de acumulación, la
relativa inseguridad en
torno a su cuantificación y deslinde, la
contraposición de intereses entre vendedores y
compradores, deudores y acreedores, lo que requiere de un
funcionamiento específico de tribunales y normas
jurídicas;
3) la necesidad de una acuñación de la
moneda que en una circulación generalizada y creciente
obvie a pagadores y cobradores (vendedores, compradores,
acreedores, deudores), demorar sus transacciones mediante
operaciones de
peso de los metales o
adquirir conocimientos de metalurgia
para certificarse su pureza (el reemplazo del oro y la plata
por el papel moneda y otros fenómenos conexos adquieren
mayor claridad en esta perspectiva);
4) cerrando el círculo de estas articulaciones
que la filosofía de la
ilustración ha sintetizado como las de la polaridad
sociedad
civil–Estado, el excedente económico se escinde
entre las ganancias y rentas de la sociedad civil y los ingresos fiscales
(impuestos,
tasas, etc.) necesarios para las funciones
descriptas en los tres puntos anteriores.
El cambio histórico
antes, durante y después del
mercado–Estado.
La otra fórmula de un marxismo regresivo al
sustancialismo es la de que la historia, sin más, es la
historia de la lucha de clases, desconociendo, entre otras cosas,
el salto cualitativo verificado antes de la aparición de
la estratificación social, con el paso de la
recolección (con sus formas perfeccionadas de caza y
pesca) a la
producción (agricultura y
ganadería).
Hay en ese cambio un componente que comienza a desplegar
el cambio y la dialéctica misma original de la constitución específica de la
sociedad humana: el reemplazo de las conductas instintivas por el
trabajo inteligente como forma diferente de la adaptación
biológica.
Este cambio en la historia de las especies acarrea el
opacamiento creciente de las cualidades puramente
biológicas heredadas para lograr la supervivencia, al
florecer crecientemente la función de
las herramientas,
artefactos, saberes y sus memorias,
remedios, prótesis y
demás elementos conocidos del desarrollo
socio–cultural, bien llamado desarrollo de las fuerzas
productivas.
Pues no debe confundirse la falsedad del esquema
mecanicista y formal que hemos criticado más arriba, con
el concepto mismo de
fuerzas productivas, una de las articulaciones constitutivas de
la especificidad de la conducta humana,
un descubrimiento central y válido de Marx y Engels y lo
que las ideologías de las clases ociosas y dominantes
había mantenido oculto hasta entonces, pues revela la
necesidad y dignidad del
trabajo y su carácter alienado en condiciones de
explotación social.
Producir da más vida que meramente recoger y da
asimismo oportunidad de obtener medios de vida
para sí y para su grupo a seres
vivos (humanos) que en las condiciones más duras de la
mera recolección hubieran sido desechados por el proceso
de selección
natural que afecta a las especies animales
inexorablemente y a las sociedades de cazadores o pescadores
todavía de un modo muy fuerte y basta recordar los efectos
harto diferentes de una miopía hereditaria según
las situaciones descriptas para advertirlo.
La dialéctica de la lucha de clases compone una
dialéctica más vasta que incluye, aún en el
terreno de las luchas interhumanas, otras forma que es la lucha
entre sociedades globales (hoy naciones) y asimismo
fenómenos evolutivos que no son luchas, cuya
génesis es el reemplazo del principio de la
selección natural de los individuos aptos o inaptos para
realizar con éxito
su adaptación trópica o instintiva por el principio
de la creación de formas socio–culturales aptas para
lograr la adaptación de los individuos de la especie con
creciente independencia
de la dotación genética.
Siendo esa la génesis y dado el carácter
universal de la inteligencia y
el trabajo social, de ella sigue un proceso estructural incesante
de reemplazo de formas anteriores por otras que establecen formas
más aptas en el sentido originario (de alejamiento de las
condiciones de sobrevida de la animalidad), siendo el
mercado–Estado una función histórica de una
de las etapas de ese proceso.
Según lo visto en el punto anterior, la
teoría científica del Estado es sólo una
parte de la ciencia del
desarrollo de la sociedad humana, o sea la historia de una
especie viva, con raíces en la historia general de la
vida, pero que se constituye como un desarrollo enteramente
diferencial y aún contrario al de sus raíces,
particularmente en el aspecto de que genera una selección
sucesiva de formas de relación social crecientemente
inclusiva de miembros individuales, con sentido inverso al
proceso de "selección natural" descubierto por Carlos
Darwin para el
resto de las especies.
Es enteramente sintomático del estado actual
inicial y conflictivo de esa teoría científica que
haya sido formulada por Carlos Marx y
Federico Engels hacia la misma época en que Darwin
formulara sus conclusiones sobre la "selección natural" de
las especies, apenas hace poco más de un siglo.
Es también sintomático que frente al
descubrimiento de Darwin las actitudes
conservadoras se difractaran entre el ataque negador (por su
fuerza
disolutiva de las creencias religiosas, concebidas desde Maquiavelo
como factor de consenso frente a las desigualdades sociales) y su
adopción
como "darwinismo social", grosero artificio de negar la
especificidad humana y su historia, sumergiéndola en un
cosismo naturalista que de ser verdadero no necesitaría
defensor alguno y que logicamente debería llevar a la
clausura definitiva del reconocimiento del "alma" humana y
su posición intermedia entre lo terrenal y lo
celestial.
Sin embargo (y coincidentemente con preocupaciones
expresadas por Comte, Spencer y más adelante por Durkheim y
otros), cada vez más aparecieron pretensiones de validez
conjunta, pero separada y distinta de "ciencia" y fe
religiosa, la que es parte de una tendencia más general
hacia parcelaciones abstractas, forzadas e irracionales de la
reflexión y la actividad cultural, entre las que se cuenta
la existencia de unas seudo–ciencias
parceladas en el análisis económico, social,
político, jurídico, etc.
El fenómeno estatal,
más acotado pero más complejo
El Estado y la política propiamente dichos
entonces, tienen en su génesis, además del dominio
y la explotación, la aparición de la
producción mercantil, que alteró desde dentro del
propio funcionamiento social excedentario (productivo y luego
económico), la estática estructura de la sociedad
pura de castas, antes sólo alterada por conquistas
externas que cambiaban la titularidad de sus dominadores y dioses
justificantes, pero no el funcionamiento.
Hemos así acotado la existencia del Estado
temporalmente, pues la anterior dominación pura de castas
no puede ser considerada propiamente estatal, aunque desde luego
podría denominarse proto–estatal, ya que la
dominación y la explotación que está
detrás van a componer, junto con los nuevos elementos con
que la producción mercantil la configuración de lo
político propiamente dicho.
Esta inclusión de lo anterior en lo nuevo se
manifiesta en lo económico en la derivación de
parte de la ganancia capitalista a la renta de la tierra, en
la estructuración social en la larga persistencia de la
esclavitud–cosa, en lo
político–cultural en la persistencia de la religión como factor
de consenso social y de otros modos, cuyas combinaciones
cambiantes se han manifestado como complejas formas
históricas que han producido confusiones y rompederos de
cabeza sin fin a los adeptos a los esquemas que hemos criticado
en el punto 1 (en referencia al seudo-progresismo).
Uno de esos rompederos de cabeza fue el debate sobre
"los modos de
producción" en América
Latina, acerca del carácter feudal o mercantil del
mismo, como si ambos términos fueran incompatibles, en
carácter de escalones–estancos, según cuya
definición correspondería "subir" o bien al
capitalismo o
bien al socialismo.
Es sintomático que, en gran parte motivado por un
acontecimiento incompatible con esos esquemas como fue la
revolución
cubana (enteramente "atípica en sus términos)
el debate se hizo como si, además, los llamados
"socialismos reales" no fueran en esa época ambiguas
formaciones socializantes que modernizaron vastos restos de
economías pre–capitalistas a través de una
neta acumulación capitalista centralizada en la propiedad
estatal, cuyo control
excluyente por parte de una burocracia
aburguesada no encerraba la posibilidad (luego cumplida) de
restauración de la propiedad privada.
Ahora bien, de acuerdo con la tesis que hemos formulado
más arriba de que la falta de elaboración concreta
y más completa de esos temas por parte de la nueva cultura
dialéctica, favorece el resurgimiento del sustancialismo
esquemático, bajo sus viejas formas u otras nuevas, hemos
intentado elaborar una descripción concreta del momento
fundacional del Estado argentino, que hemos denominado "Estado
faccioso", que desde luego es posible dentro del costado oscuro
del orden neo-colonial en que entró América
Latina en el siglo XIX y provocar efectos tan curiosos como que
nuestra ideología oligárquica resultara
precursora de figuras ideológicas nazis del siglo XX en el
uso de contenidos seudo-modernos (cientificistas) para apuntalar
visiones justificatorias de las relaciones entre señores y
siervos. (4)
A esta forma concreta peculiar, una de las que es
posible apreciar e investigar a partir de esa mayor complejidad
que es correlato, como dijimos del acotamiento
histórico–conceptual del concepto de Estado, nos
referiremos en los puntos siguientes.
Pero antes, recapitulando: lo jurídico, el
Estado, la política, la filosofía, el crecimiento
religioso del monoteísmo abstracto, el desarrollo del
comercio exterior (la navegación) y las relaciones
interestatales (primero inter–polis y luego
inter-naciones), la tendencia a convertir la servidumbre en
esclavitud–cosa y mano de obra asalariada, forman parte de
un mismo proceso productivo, social y cultural que
arrastrará siempre en su seno tanto la metafísica
religiosa de desvalorización de lo material y sensible
(aún en sus variantes modernas empiristas), como la
reserva permanente de la relación
señor–siervo que supone el ejercicio de la
coacción, las cárceles, la policía, con sus
reflorecimientos en el fascismo y otras variedades.
En este siglo XX (con antecedentes en el XIX), se
verifican claros síntomas de que este proceso ha llegado a
su término, como son las circunstancias de que por primera
vez la humanidad puede provocar su autodestrucción como
especie (el arsenal nuclear) y la de que dispone de medios
productivos para abolir la miseria y la desigualdad provenientes
de su propio funcionamiento. Y ello sucede en medio de la primera
explosión demográfica universal y con
módulos más parecidos a las progresiones
geométricas que a las aritméticas, con
interinfluencias entre sociedades en distintos territorios
perceptibles sincrónicamente. Como en el estricto presente
nada augura que los poderes de la sociedad humana para
autodestruirse o para eliminar la miseria, dejarán de
crecer, lo más probable es que por la alternativa del
suicidio de la
especie o bien porque la humanidad logre sortear ese suicidio y
superar las rémoras presentes del pasado, el Estado y el
mercado sean formas de relación social en situación
histórica de desaparecer.
El Estado argentino bajo esta
perspectiva
La sociedad y el Estado argentinos pertenecen
enteramente a la época actual, cuyos dilemas expusimos al
final del punto anterior y tal brevedad, amén de
constituir su población menos del 1% de la mundial, sin
desconocer aquel marco ni tampoco que la época actual es
la de la universalización, aún conflictiva e
irresuelta, dan a su enfoque particular perspectivas explicativas
y de posibilidades de cambio mucho más
limitadas.
Sin embargo, podemos bien aprovechar ese marco universal
para mejor explicar lo que ha constituido la principal
preocupación teórica de las disciplinas que se han
ocupado de la sociedad argentina en particular o como parte de
América Latina: lo que en una perspectiva se
acentúa como atraso relativo (desarrollo vs. subdesarrollo)
y en otra como dependencia (centros dominantes y explotadores vs.
periferias explotadas y dominadas).
Ambas perspectivas pecan de abstractas, pero no en igual
medida, ya que el extremo vicioso en tal sentido ha pertenecido a
la primera al concebir el mundo como un camino de mano
única hacia el mayor desarrollo, con un rango
jerárquico de más y menos, que sigue inspirando
"noticias" en
los medios con cuantificaciones numéricas de valores
monetarios que ocultan mucho más de lo que dicen o, peor,
la mitología grotesca de atribuir alma,
humores y preferencia a los "mercados". En
cambio –y salvo las versiones más simplistas de
atribuir al "imperialismo"
el papel del demonio y al "pueblo o la nación"
el del angel redentor– las versiones de la dependencia han
reconocido, aún dentro de su recorte abstracto, mayores
complejidades en defectos de la sociedad propia, en sus grupos
dominantes y sus tradiciones.
Sin embargo, tal vez no bastaría con una
"integración" de las verdades parciales
contenidas en ambos esquemas y aunque sin dudas conviene a la vez
tener en cuenta las insuficiencias de los desarrollos anteriores
para explicar la situación actual, tanto como las
rigideces para el cambio que lo ocasionan a ella su
inserción en el mundo y los intereses externos e internos,
seguramente será necesario también tomar en cuenta
los modos de consciencia y de cultura (y las posibilidades de
creación de consciencia y cultura) de los protagonistas
sociales y políticos, dentro de la perspectiva de mayor
complejidad a que hemos referido en puntos anteriores.
En los orígenes de esta corta historia nacional
existe una clave central de muchas confusiones y es la
rémora de un orden colonial de castas y su cultura que,
repudiado de palabra por el proceso independentista,
siguió constituyendo el conjunto de valores y criterios de
acción
de los grupos dominantes, que de recibir de una reconocida
autoridad
monárquica los derechos "realengos" de
enriquecerse con rentas, actividades comerciales o propiedades
latifundistas rurales, pasaron a disputar rabiosamente entre
sí un poder político formalmente independiente,
para concederse a sí mismos esas opciones.
El Estado argentino fue fundado así como un
Estado faccioso, clave de las interminables disputas civiles sin
partidos
políticos propiamente dichos que caracterizaron a
federales, unitarios, mitristas, alsinistas, roquistas. Hasta
1890 resultaron excepcionales funciones modernizadoras empujadas
por las relaciones con el mercado mundial, la
incorporación de corrientes inmigratorias o reacciones
parciales provocadas por los peligros y la consciencia de los
peores efectos del faccionalismo.
Va de suyo que esta realidad del Estado empujaba
clamorosamente a ubicarse en una posición dependiente (por
la corrupción
y la ausencia de proyectos
internos), más allá incluso de los requerimientos
de la potencia capitalista dominante (en el caso Gran
Bretaña).
El florecimiento máximo del Estado faccioso se
constituyó bajo el "unicato" de Juárez Celman y fue
asimismo su ocaso, ya que la violenta revolución
del '90, con amplio consenso entre los sectores propietarios
rurales, obligó a las cúpulas políticas del
faccionalismo (que por ello eran también las
cúpulas económicas de esos sectores), es decir, el
mitrismo y el roquismo, a deponer sus rivalidades, dando origen a
una segunda etapa del Estado, a partir de allí un Estado
conservador–acuerdista.
El conflicto latente que dejó el fracaso de la
revolución de 1890, manifestado en nuevos intentos
revolucionarios a los que se sumaron las luchas sindicales,
ayudaron a mantener relativamente contenidas las prácticas
faccionales dentro del conservadurismo acuerdista y la apertura
democrática de 1916 reforzó esa
tendencia.
No obstante, el fracaso del radicalismo, primero y del
peronismo,
después, en generar un orden político que evitara
la restauración oligárquica (puntual en 1930),
escalonada y dificultosa entre 1955 y 1976, ha posibilitado la
destrucción o puesta en cuestión no sólo de
los avances modernizadores logrados por el radicalismo y el
peronismo, sino aún otros que datan de la presidencia de
Sarmiento, como el impulso dado a la educación
pública.
Tales destrucciones han dejado vigente en la vida
pública un fuerte faccionalismo corrupto, una dependencia
factoril, y un generalizado conservadorismo acuerdista
protagonizado ahora por peronistas, radicales y
pseudo–renovaciones de sus tradiciones, dando paso a tipos
de gestión
pública cuyo parecido mayor es con la presidencia de
Juárez Celman y no sólo en irrefrenables tendencias
al unicato presidencial, una estructura completa que vuelven en
extremo dudosas las actuales promesas electorales de erradicar el
personalismo menemista y la corrupción sin modificar el resto de los
aspectos de la misma.
Pero este último concepto alude a una estricta
actualidad, que mundialmente es el paso del llamado Estado de
Bienestar a la política neoliberal.
La "globalización":
integración/desintegración
El capitalismo reorganiza hoy el planeta y lo hace con
una tensión cada vez más marcada entre ricos y
pobres, pues las sociedades actuales que combinan centros de
suntuosa prosperidad con focos de miseria creciente.
Esta evolución intenta justificarse mediante el
discurso de la
"globalización", que pretende tapar las desigualdades
mencionadas y sus tensiones bajo la pretensión de que el
mundo se está integrando y unificando.
En realidad, se ha avanzado hacia una mayor
unificación del orden financiero internacional y
comunicacional, pero no de la producción propiamente
dicha, cuyas proporciones de destino en los diferentes mercados
nacioales, por una parte, y el mercado internacional, por la
otra, no han variado demasiado.
En América Latina la globalizaciónse se da
de acuerdo con los parámetros descritos, y amplios
segmentos que permanecen al margen de esta globalización
hegemonizada por el capital
financiero padecen penuria y una segregación
creciente.
En consecuencia, las perspectivas abiertas por los
cambios en curso tienen un carácter selectivo y desigual
en las distintas áreas del mundo y en el interior de las
sociedades, de ahí que debamos situar este proceso en el
contexto global de miseria y opresión que se está
dando.
La financialización descomunal del sistema se ha
convertido en la principal salida de su crisis de
inversión, haciendo perder importancia a la
explotación de las regiones del llamado Tercer Mundo, que
dejan de tener económico importante para el sistema en su
conjunto.
Y si bien todas las sociedades son atravesadas por dicho
proceso, la gran diferencia reside en la proporción de la
población que es expulsada del nuevo modelo y en el
papel jugado por cada elemento del sistema.
De esta forma, el cambio operado se produce en
condiciones de segregación de una parte importante de la
población del planeta de una manera compleja e insidiosa,
en donde grupos
sociales, culturas, regiones y, en algunos casos,
países se convierten en irrelevantes para la
dinámica económica y la lógica
funcional del sistema y pasan a constituir problemas
sociales (y, por lo tanto, de orden público
internacional) o cuestiones morales (y, por lo tanto, reciclables
como desahogos caritativos o filantrópicos) dejando de ser
sociedades en pie de igualdad con el resto de la
especie.
Los segmentos así desechados se encuentran en el
vasto Cuarto Mundo: en los suburbios de Los Angeles, en
Vigneux–sur–Seine, en el altiplano andino, en los
ranchos de Caracas, en las villas miserias porteñas, en
los "pueblos jóvenes" peruanos, en los bidonvilles de
Argel o en las aldeas iraníes.
Esta situación objetiva de desintegración
ha llevado a un autor a hablar de un mundo atravesado por dos
velocidades (5): uno hiperveloz, donde el tiempo
histórico parece diluirse ante la inmediatez de un
presente permanente y el espacio real parece desaparecer ante la
virtualidad de lo simultáneo, y otro pobre en el que se
vive la pesadez de la realidad cotidiana, del tiempo diferido,
del habitat precario, del contrato de
trabajo inestable, de la soledad y la
desesperanza.
La coyuntura histórica que se da a sí
misma el nombre de globalización no es más que una
nueva forma, aggiornada, de legitimación de la desigualdad, de las
relaciones sociales asimétricas.
La desintegración del
Estado de Bienestar
El leimotiv de los años 60 en la cultura
política en general fue cómo adaptar las formas del
proceso económico a las tareas de la justicia
social. En la Europa de esos
años, las discusiones acerca de las "nuevas formas de
producir" indicaban que las presiones desde la base social no se
limitaban únicamente al problema distributivo.
En realidad, la configuración del Estado de
Bienestar fue un resultado de los conflictos y rivalidades
internacionales (6) y de las luchas sociales internas en cada
país. Pero con la disolución del campo socialista,
el giro chino hacia el mercado, la debacle de los populismos del
Tercer Mundo y el fracaso de las social–democracias
occidentales en sostener alternativas propias, desaparecieron las
presiones dinámicas que sostenían al Estado de
Bienestar.
Ya a fines de los 70, los términos del problema
comenzaron a invertirse, difundiéndose cada vez más
en la cultura política la visión en la que los
objetivos del
bienestar se han convertido en una traba (tanto en
términos de costos como de
rigideces socio–estructurales) para el desarrollo de los
aparatos productivos, y en una carga que limita el dinamismo y la
capacidad innovadora de los sistemas
económicos.
Así, si antes las estructuras
productivas debían equilibrarse con la maduración
civil y política alcanzada por las sociedades, con las
políticas neoconservadoras la lógica se invierte
(Gobiernos de Reagan, Thatcher). Ahora son las sociedades las que
deben adaptarse a las tareas de reestructuración de los
aparatos productivos, impuestas por la dictadura del
gran capital concentrado, sin transacciones con los intereses de
otros sectores.
El costo social en
el "corto plazo" (desempleo,
reducción de la protección social, mayor
selectividad escolar, mayor desigualdad en la distribución
del ingreso, reducción drástica de las
posibilidades de carrera en la fábrica y en la sociedad,
etc.) deberá ser pagado ante las necesidades unilaterales
del gran capital.
En efecto, el Estado social tal como se lo conoce en
Europa es la combinación de dos universos distintos o de
dos lógicas de administración. La convivencia fue posible
en tanto que las dos lógicas (una que apunta a la igualdad
formal y al respeto de reglas
de procedimiento y
otra que busca la eficiencia de
la
organización social y la obtención de objetivos
relevantes para el mantenimiento
y fortalecimiento de la misma) combinan la existencia de cierto
garantismo liberal con una necesaria elasticidad
operativa.
La confluencia de estas dos visiones permitió que
las desigualdades sociales de los individuos fueran mitigadas por
la igualdad formal que éstos adquirían como
ciudadanos frente al Estado. Así, el Estado social
contó con un aparato formal lo suficientemente
elástico para operar los ajustes que correspondieran a las
tensiones y conflictos de la realidad
socio–económica.
Tradicionalmente, se consideran instituciones del Estado
de Bienestar sólo aquellas directamente vinculadas con las
necesidades elementales de la reproducción social de los individuos:
alimentación, salud, educación, vivienda y
garantías propias de la previsión social. El
concepto de Estado de Bienestar aquí expuesto se basa en
la idea de que el bienestar individual está defindo
principalmente por la ubicación de cada sujeto como agente
económico en los procesos de
producción y distribución de la riqueza.
En consecuencia, las instituciones del Estado de
Bienestar serían todas aquellas destinadas a otorgar a los
individuos capacidades para controlar y, en su caso,
contrarrestar su destino como agentes económicos en los
intercambios regulados por el mercado. La condición de
agente económico de los sujetos se ha asumido como un
presupuesto de
partida en la construcción del Estado de Bienestar
moderno, inspirado en gran medida por el ciclo económico
expansivo de los países centrales durante la
posguerra.
Sin embargo, nada garantiza el cumplimiento de este
presupuesto, particularmente en las economías
dependientes, porque el carácter de agente
económico se adquiere primordialmente por el valor de
cambio del patrimonio
individual que, para la mayoría de la población,
refiere fundamentalmente a la fuerza de trabajo. El mercado de
trabajo es el ámbito de integración social de los
individuos y la conexión entre el sistema económico
y las instituciones del Estado de Bienestar.
Desde la perspectiva de la economía
política, las pretensiones del Estado de Bienestar se
plasman en arreglos institucionales orientados hacia la
redistribución y estabilización de ingresos o
niveles de consumo.
Como sabemos, el capitalismo monetariza todas las
relaciones sociales pero crea, a su vez, sus propios anticuerpos,
de ahí que la lucha y la reivindicación
económica quedan atrapadas en el interior de los límites
del propio sistema que provoca el conflicto. En este sentido,
reconocemos las limitaciones del Estado de Bienestar.
No obstante, la crisis de este modelo de Estado se
presenta como una desintegración de sus instituciones que
amenaza con derivar en desintegración del conjunto de la
formación social. Si bien este proceso de
descomposición se viene gestando desde hace un largo
tiempo, sólo se puede hablar de crisis del Estado de
Bienestar cuando las transformaciones comenzaron a percibirse
como críticas para la integración social,
perdiéndose la base de consenso acerca de las estructuras
normativas vigentes.
Por cierto que esa situación no ha sido motivo de
gran preocupación por partes de los poderes
económicos dominantes y los gobiernos que los expresan,
que han continuado con sus políticas de exclusión,
mientras la
globalización financiera ha mantenido su equilibrio
general, a pesar del enorme factor desequilibrante latente que
tiene el crecimiento geométrico de los valores en
papeles frente a la alicaída expresión
aritmética de incrementos en la producción y el
comercio de bienes.
Pero ahora que esa latencia, apenas anunciada en crisis
menores como la del Tequila, está pasando de lo potencial
a lo efectivo con la crisis asiática, que algunos expertos
juzgan la antesala de que la globaliación financiera sea
pronto reemplazada por la globalización de la crisis, lo
que está llevando a la revisión del dogma
neo–liberal de que es bueno todo acotamiento del
Estado.
Pero aún sin considerar está novedad que
puede llevar a mayores redefiniciones, conviene precisar
más las contradicciones que ha conllevado el retroceso del
Estado de Bienestar.
En este sentido, en referencia a la realidad
latinoamericana, en general, y argentina, en particular, una de
las mayores tensiones latentes que recorre la realidad es la que
se da entre la "modernización económica" de
características neoliberales y la "democracia
política" (7), ya que el nuevo modelo económico
asume características restrictivas al tornarse socialmente
excluyente mientras que la democratización del
régimen político tiende a ser políticamente
incluyente. Y si bien siempre ha habido una tensión entre
el ideal democrático y republicano y la realidad social,
hoy esa tensión puede volverse insostenible por la
cantidad de personas excluidas de todo beneficio
social.
La ampliación de la vulnerablidad social
está perfilando el surgimiento de una sociedad nueva, que
deja de sentar sus pilares en la integración para hacerlo
en la exclusión. En este sentido, grupos de personas y de
situaciones, diferentes entre sí, ya no tienen un lugar
asegurado en la estructura
social. Robert Castel8 llama supernumerarios en el
sentido que carecen de utilidad social
para el sistema a esta franja de población que ha dejado
de ocupar un lugar respecto de la regulación social como
sucede en las sociedades integradas.
Una sociedad que pretende vivir bajo valores
democráticos inclusivos, es decir respetando la idea de
ciudadanía y de que cada ciudadano debe
tener una participacón mínima en la vida social,
comienza a entrar en conflicto con la situación donde
personas y grupos son excluidos y marginados.
Las llamadas políticas compensatorias o
asistenciales que han tenido lugar en este marco, muestran una
vez más la contradicción –o no– que
implica que un Estado que no interviene en el proceso que
amplía la marginación y la pobreza asuma
simultáneamente una política
asistencialista.
Es decir que si bien los procesos que conducen a esta
desintegración son de naturaleza
económica, las intervenciones del Estado se dan en los
marcos de reparación o control de los estragos del proceso
económico, cercenándose a la vez los medios o la
voluntad de intervenir en los mismos.
La idea central del paradigama focalizador es que las
políticas sociales deben actuar sólo sobre "grupos
vulnerables" o de "alto riesgo",
identificados con la pobreza extrema,
bajo el supuesto de que es el único espacio donde pueden
observarse fallas en los mecanismos de mercado. Al mismo tiempo,
se sugiere que un sistema de políticas sociales construido
sobre estas bases ayudaría a resolver la crisis fiscal, la
cual se atribuye, en gran medida, al gasto en áreas
sociales destinado a los sectores de ingresos medios y
altos.
Para ello se propone segmentar el conjunto de bienes y
servicios
destinados a las áreas sociales, entre aquellos que son
plenamente "públicos" y los que pueden considerarse
ìprivadosî. Por ejemplo, dentro de los bienes y
servicios del área educativa sería público
el nivel primario, hasta donde llega la demanda de
estos sectores, y privado los niveles superiores a los que
acceden los grupos de ingresos más altos. En el
área de salud, se aplica la distinción entre
atención primaria y preventiva, respecto de
la medicina de
mayor complejidad.
Estas propuestas se complementan con aquellas que
pretenden que las demandas en el área social se atiendan
de manera más personal y
diferenciada, mediante la identificación de segmentos que
respondan a las diferentes capacidades de ingreso. Las privatizaciones en el área social, que
involucran a los segmentos más rentables de la
población, deben comprenderse en este sentido.
Este tipo de propuesta debe ser criticada a la luz de las
siguientes observaciones:
1) reduce el objetivo de
la política
social al impacto redistributivo del gasto y a la
atención de los sectores más pobres;
2) se ocupa de los efectos y no de las causas de la
pobreza;
3) no discute las ineficiencias y el alto costo de la
provisión privada;
4) sus evaluaciones se basan en criterios
estáticos y no toma en consideración los problemas de
la dinámica del fenómeno de la
distribución de la riqueza, de los ingresos y de la
propia situación de pobreza.
Esto, asimismo, es compatible con una visión del
hombre como
víctima, visión que sitúa a la
política en el nivel del hombre como animal humano
simbólicamente socializado. La visión victimaria
del hombre condena a la especie a desenvolverse en la escala del
darwinismo social, ya que víctima es el estado propio de
la lógica del mundo viviente.
Lo que singulariza lo propiamente humano es la
posibilidad –igualitaria para todos– de devenir
sujetos. Es decir la posibilidad de poner todas las capacidades
individuales al servicio de un
proyecto
(político, amoroso, artístico,
científico).
Al hombre víctima se lo debe socorrer, por ello
siempre hay una visión redentora, moralista y religiosa
sosteniendo el vínculos con las víctimas. Y
ésta no es otra que la política del amo.
El amo sabe lo que es bueno y le conviene a la
víctima, pero sobre todo sabe por qué la
víctima padece; es decir que conoce por qué la
víctima es víctima. Este saber habilita al amo a
ofrecerse como representante de las víctimas y ser su
vocero para desplegar en el Estado las políticas que lo
ayudarán/asistirán. Este esquema, asimismo,
mantiene a la política subordinada a las "necesidades
económicas", o sea que ésta se convierte en simple
medio para lograr satisfacer las necesidades básicas de la
población, necesidades que el propio sistema declara como
tales diciendo cuáles son y cuáles no.
Esta concepción está estrechamente
vinculada a la noción foucaultniana del Estado pastor, en
el que Dios–rey–jefe ejerce todo el poder sobre su
rebaño. Al guiar y conducir a sus ovejas, éstas le
deben ciega subordinación, ya que el pastor sabe lo que es
bueno para ellas, conduciéndolas, finalmente, a la
salvación.
Asimismo, y mostrando la cara más instrumental
del modelo, en estas sociedades en las que las políticas
neoconservadoras llevan la palestra, todo gira alrededor de
la empresa
privada como fuente del futuro crecimiento
económico. Sin embargo, la empresa es
también una máquina de excluir. En la misma medida
de su eficacia y
productividad,
la empresa produce personas que no pueden satisfacer estas
exigencias de rendimiento y afiliación y crea excluidos.
El Estado neoconservador sólo se ocupa de lo social como
un efecto del cambio operado en la economía, donde la
escasez se
transforma en una mercancía clave en este proceso. La
escasez es lo que debe distribuirse y no los beneficios del
sistema.
Para el neoconservadorismo la categoría central
alrededor de la cual debe girar la organización de la vida social es la de
consumo y ya no la de trabajo, perdiendo éste el lugar de
estructuración de identidad que
había tenido en el pasado.
El desempleo se convierte en condición
estructural, y en una nueva forma de control social. En este
marco, cobra auge el do it yourself: la
autogestión, la autoayuda, el autoempleo, la
autocapacitación, vienen a configurar un seguro de
desempleo permanente y reaseguro de nuevas oportunidades
sociales, en el contexto de un Estado que no asume sus funciones
públicas con un sentido integrador sino que las delega en
actores privados.
La disociación entre
economía y sociedad
La separación entre economía y sociedad es
propia del capitalismo. En él cada dominio opera
según su propia lógica. El Estado, por su parte,
intenta paliar los efectos fragmentadores que este corte suscita
en los miembros de la sociedad.
En nuestro país, el Estado populista
compensó relativamente esta disociación entre
economía y sociedad, a tal punto que resguardó a la
sociedad de los efectos potencialmente desintegradores de esta
heterogeneidad, ya que si se dejara a su sólo arbitrio el
juego de los
dos órdenes, lejos de armonizarse los imperativos sociales
y las exigencias económicas, éstos
terminarían por destruirse
recíprocamente.
Esto explica el hecho, por ejemplo, de que coexistieran
en una misma función productiva trabajadores de
capacidades muy diferentes bajo la contención del Estado
junto a múltiples pequeños "nichos" de escasa
productividad en las empresas. El
empleo
público, por su parte, desempeñó en muchos
casos un seguro de desempleo encubierto, convirtiéndose en
un salario de
solidaridad o
como prefieren llamarlo economistas suecos. De esta forma, la
cohesión social estaba vinculada ampliamente a esta
especie de encaje de lo social en lo económico.
La destrucción del Estado populista
comenzó a ejecutarse francamente durante la dictadura militar
iniciada en 1976.
Con la recuperación democrática, se
asistió a la claudicación de los grandes partidos
con responsabilidades de gobierno en torno
a sus proclamados objetivos de corregir la herencia de la
dictadura en todos sus aspectos, y bajo el peronismo menemista,
hemos asistido a la paradoja de que se borren hasta los restos
del Estado populista.
Bajo el argumento de que la sociedad reclama
posibilidades de mayor autogobierno y autorrealización, se
observa una tendencia extrema hacia la valorización de las
potencialidades del libre juego de las fuerzas del mercado para
revertir la crisis social.
La práctica social está impregnada por la
adopción acrítica de políticas de
inspiración neoliberal, particularmente en las versiones
recomendadas por los organismos internacionales de asistencia
financiera y técnica. Reafirmando una costumbre propia de
sociedades con alta carga de frustración, estas
alternativas se presentan como la antítesis del pasado,
favoreciendo así las acciones
tendientes al desmantelamiento del sistema institucional y la
cultura social entonces vigentes. En el extremo de esta salida
está la destrucción de todo lo que tenga que ver
con lo público y con la pretensión de dirigir en un
determinado sentido la práctica social.
Así, la acción del sector
público se intenta limitar a: a) la defensa de los
contratos
civiles, b) la protección del mecanismo del mercado contra
efectos secundarios autodestructivos, c) el cumplimiento de las
premisas de la producción en lo que se refiere a la
organización global de la economía, d) la
adecuación del derecho a las necesidades que surgen de las
transformaciones en los modos de acumulación. Hoy toda la
responsabilidad de la integración social se
deposita en los supuestos méritos de un arreglo
institucional privado.
Como dijimos, la cohesión social estaba vinculada
a una especie de encaje de lo social en lo económico, pero
las políticas neoliberales instauradas intentan quebrar
sucesivamente este arreglo, este "contrato social".
Los microdispositivos de protección social
implícita que antes estaban diseminados por el sistema
productivo desaparecen ante las nuevas consignas de
"modernización", apertura, productividad y competitividad.
Este proceso, asimismo, es acompañado por un
movimiento que hace referencia a una "sociedad irresponsable", o
responsable por las vicisitudes y desmanes económicos,
llamando a los individuos a hacerse cargo de sí
mismos.
Como vemos, el ingreso al neoliberalismo
se corresponde con el ingreso a una sociedad individualista, en
la que la disociación entre ciudadano, miembro de la
colectividad, y trabajador, miembro de la sociedad civil se
vuelve más flagrante. Entre el principio
democrático de inclusión e igualdad y el principio
productivo de diferenciación y exclusión comienza a
producirse una tensión cada vez más
pronunciada.
En efecto, la exclusión de amplios sectores de la
sociedad expresa la tendencia a la polarización de la
economía hasta su punto máximo: la
disociación de lo económico y lo social, de la
producción y la redistribución, de la
competitividad y la solidaridad.
Las actuales justificaciones de la política
neoliberal, con nuevas vestiduras o condimentos, reproducen en
esencia el discurso sobre la modernización de los
años 40.
También ese discurso y sus versiones actuales,
producidos desde la derecha ideológica, ostentan no
obstante un parentesco profundo con el seudo–progresismo
del campo de izquierda que hemos criticado al principio de esta
ponencia.
Aunque el término "modernización" es muy
difuso y ambiguo, en general se refiere a la búsqueda de
estadios superiores en el desarrollo de las fuerzas productivas y
en la organización política y social. Lo "moderno"
aparece como un concepto que se define a imagen de
sociedades presuntamente más avanzadas y el "proceso de
modernización" sería el camino hacia ese tipo de
formación social. La ideología hoy
hegemónica presenta al proceso de modernización
como la revalorización del interés
económico individual y el libre juego de las fuerzas del
mercado, bajo el supuesto de que éstos han sido los
estímulos que permitieron el mayor desarrollo de los
países centrales.
El paso siguiente es postular que en una economía
subdesarrollada hay sectores con mayores posibilidades de
funcionar bajo estos estímulos modernizantes y el proceso
de desarrollo depende del fortalecimiento de esos núcleos
definidos como modernos. Esta visión modernizante del
proceso de desarrollo tiene tres puntos
críticos:
1) la identificación de los estímulos que
supuestamente favorecieron el mayor desarrollo de los
países centrales,
2) la identificación de los núcleos
modernos en una economía subdesarrollada y
3) la idea de que el fortalecimiento de esos
núcleos implica un desarrollo mecánico del conjunto
del sistema.
Este último punto incluye dos cuestiones
adicionales:
a) el problema de la compración entre las
condiciones de funcionamiento de las economías
subdesarrolladas y las efectivamente vigentes en las
economías centrales; b) la cuestión de las
secuencias en la búsqueda de la
modernización.
En estos modelos es
particularmente clave la identificación del sector moderno
o dinámico porque:
1) sus supuestas cualidades y ubicación
jerárquica definen las relaciones de
autonomía–dependencia y los comportamientos del
resto del sistema; y
2) al presentarse como motor de la
transformación progresiva, el núcleo moderno
requerirá alimentación con "combustible" que ha de
extraesrse de otras partes, con lo que se define también
el sentido de las transferencias intersectoriales.
En la teoría del desarrollo
económico la dicotomía modernidad–atraso se plasmó y
difundió con amplitud en los tradicionales modelos
"duales". Aun reconociendo las diferencias con este modelo
teórico, la implementación de la estrategia de
industrialización por sustitución de importaciones y
las políticas inspiradas en las actuales versiones del
pensamiento de vertiente neoliberal, comparten dos ideas en los
modelos duales:
1) el desarrollo económico es un proceso
mecánico, de etapas sucesivas y guiado por un sector
moderno (endógeno o exógeno),
2) el crecimiento del sector moderno es capaz de
desarrollar un circuito virtuoso del desarrollo autosostenido
cuyo único límite es la capacidad de ahorro
(identificado con la inversión) que el sistema logre
obtener.
Los tradicionales modelos duales suponen que el sector
atrasado actúa como bloqueo al desarrollo del sistema
global, por lo cual postulan la necesidad de su
reestructuración o eliminación mediante un proceso
de etapas sucesivas basado en la capitalización del sector
moderno. En este aspecto, la visión dualista es compatible
con aquellos modelos que describen al proceso de desarrollo
económico como un recorrido con inevitables etapas
sucesivas, un camino de progreso continuo a través de
secuencias cuyo orden es inevitable. El subdesarrollo aparece
simplemente como un estadio atrasado en la evolución, cuya
superación requiere políticas que repitan los pasos
seguidos por las economías centrales.
El atraso de las economías subdesarrolladas es
atribuido fundamentalemente a la falta de "profundización
capitalista" de algunos sectores. El dualismo considera que el
crecimiento es un derivado lógico de las fuerzas desatadas
por las transferencias de recursos hacia el
sector moderno. El crecimiento del mismo supone el de la
productividad media de la economía, el del ingreso global
y el de la capacidad de ahorro e inversión en el
sistema.
En los modelos duales, las leyes
mecánicas del mercado explican el tránsito de la
economía por "senderos de expansión". La
noción de mecanismo está asociada a una
concepción del crecimiento como una cuestión
exclusivamente técnica. El final del sendero de
crecimiento está implícito en los supuestos de
partida y en las relaciones funcionales asumidas.
Sin embargo, todas estas teorías
repiten el papel de pura ideología sin traducción en políticas concretas,
es decir, un puro adorno
ideológico de una crisis apenas contenida por
ingenierías monetarias u otros paliativos.
En nuestro país la retirada del Estado es
atravesada por sus ineficacias presentes y pasadas. En este
sentido, el Estado coexiste con esferas de poder autónomo
y con base territorial, todas signadas por una corrupción
irrefrenable.
En este sentido, las tendencias de todo el capitalismo
mundial hacia la obtención de ganancias adicionales
mediante actividades irregulares o especiales, como el narcotráfico, la industria
armamentista, la petrolera, el monopolio
privado de servicios
públicos, etc., adquieren en la Argentina una densidad
superlativa.
Además, en los centros urbanos se pone de
manifiesto la evaporación funcional y territorial de la
dimensión pública del Estado. El aumento de los
delitos, las
intervenciones ilícitas de la policía en barrios
pobres, la práctica difundida de la tortura y de la
ejecución sumaria de sospechosos que residen en los
barrios más apartados, la impunidad del
tráfico de drogas
reflejan la creciente incapacidad, desinterés y
complicidad del Estado para hacer efectivas sus propias
normas.
Hay regiones "neofeudalizadas" que aunque poseen
organizaciones
estatales (nacionales, provinciales y municipales) la
obliteración de la legalidad les
quita a estos circuitos de
poder regional –incluso a los propios organismos
estatales– su dimensión pública y
legal.
Así, nos encontramos con un Estado colonizado,
"privatizado", por intereses sectoriales privados –los
grandes capitales– que hacen de él un ámbito
de discrecionalidad decisional, más allá de que
bajo el capitalismo el Estado debería ser el garante
último de la reproducción de las relaciones
sociales.
Aunque en el siglo XIX el Estado argentino se
constituyó como un Estado faccioso, posteriormente se
desarrolló históricamente sobre la base de un
sistema de garantías democráticas (con el
radicalismo) y luego sociales (con el peronismo) que
cubría los derechos de ciudadanía y los principales
"riesgos" de la
existencia.
El neoliberalismo herirá mortalmente este perfil
del Estado, dejando en pié todas las
características del antiguo Estado faccioso.
Esta destrucción, que no es ajena a la
coexistencia de los perfiles democráticos y sociales con
el viejo Estado faccioso, vuelve indispensable pensar lo social
en un nuevo contexto.
Ese Estado compensador que buscaba neutralizar los
efectos del principio de la disociación entre lo
económico y lo social ya no existe, y tampoco puede
reeditarse. En un contexto de desocupación masiva y crecimiento de la
exclusión (en sus diversas formas), la visión de
los derechos sociales como compensadores resulta inadaptada: los
fenómenos de exclusión, desempleo de larga
duración, pobreza extrema, definen a menudo estados
estables.
A ello debemos agregar que la desestabilización
general de la condición salarial (precariedad,
flexibilidad, faltas de
salidas laborales para la Tercera Edad), modifica en profundidad
nuestra sociedad. La degradación de la condición de
trabajo junto a la fragilización terminan alimentando el
crecimiento del número de excluidos. La exclusión
es el resultado de un proceso y no de un estado social
dado.
Los desocupados de larga data, los pobres, los ancianos,
los excluidos en general no constituyen poblaciones en el sentido
tradicional de la acción social. Los individuos a los que
conciernen tampoco son un grupo en sentido sociológico. No
hacen más que compartir cierto perfil de orden
biográfico, étnico, sus vidas han realizado
trayectorias que presentan cierta homología:
sucesión de rupturas sociales, desencajes laborales. Son
las "formas" de su historia y no las características
socioprofesionales las que los acercan. Es por ello que no
constituyen ni una comunidad social
ni un grupo estadístico en sentido estricto.
De allí que tenga poco valor tratar de aprehender
a los excluidos como una categoría. Lo que hay que tomar
en cuenta son los procesos de exclusión. La
situación de los individuos de los que se trata debe
comprenderse a partir de rupturas, de desfases, de interrupciones
que vivieron. Lo que los marca son las
distancias y las diferencias y no las positividades corrientes
(ingreso, nivel educativo, profesión u oficio, etc.). Los
excluidos no constituyen un orden, una clase o un
cuerpo. Indican antes bien una falla en el tejido social.
Así, pues, no sirve de gran cosa "contar" a los excluidos.
Esto no permite constituirlos en objeto de acción social.
De allí la tendencia a dejar que una población se
borre detrás del problema que la define. Se habla de la
pobreza más que de los pobres, de la tercera edad
más que de los viejos, de la desocupación
más que de los desocupados, de la exclusión antes
que de los excluidos. En este marco, surjen con un nuevo
énfasis e importancia las nociones de precariedad y
vulnerabilidad.
Estos grupos vulnerables están llevando a
redefinir lo que se entiende por ciudadano, no sólo en
relación con los derechos a la igualdad sino
también en relación con los derechos a la
diferencia. En los hechos, se operaría una
disgregaciación del concepto de ciudadanía manejado
por los juristas: más que como valores abstractos, los
derechos se construyen y cambian según prácticas y
discursos
diferentes.
Desde luego, éstas son, desde el punto de vista
social, circunstancias de mucho peso para explicar que los
niveles de lucha social ostenten niveles de vigor, en general,
menores que en épocas pasadas, aunque en modo alguno han
desaparecido ni cabe descartar que la creciente falta de
credibilidad de los justificativos ideológicos de la
política liberal no alienten mayores disconformidades y
protestas.
En esta perspectiva, asimismo, no debe olvidarse la
incidencia del nivel político, en el que la mencionada
imposibilidad de recomponer los aspectos sociales del Estado
populista, mientras muchos de sus ex–beneficiarios se
mantenía en sus acostumbradas creencias al respecto, ha
demorado también la constitución de una nueva
alternativa política que disputara el campo al denominado
"discurso único" neo–liberal, pero eso deja un
vacío que inevitablemente tenderá a ocuparse tarde
o temprano.
Ese ritmo es hoy imposible de predecir, pues si
consideramos las necesidades de creación de una nueva
perspectiva política y cultural, nos inclinaremos a prever
un proceso más bien lento.
Pero en cambio, las necesidades de su
configuración pueden acelerarse por una agudización
de los desajustes y las protestas consiguientes que genera la
política de exclusión y mucho más en el caso
de que no pueda controlarse la expansión de la crisis
bolsística y financiera asiática, que si ya influye
en los países capitalistas ricos, puede golpear con
más fuerza en los pobres, como son obviamente los de
América Latina.
Mientras dure este ricorsi del curso
histórico –y en la perspectiva que hemos dado
más arriba, no pueden caber dudas de que los efectos de
exclusión
social son un síntoma indiscutible de estar hoy en tal
reflujo– su descomposición y la recomposición
de las fuerzas político–sociales incluyentes que
preparen un nuevo corsi, serán relativamente
lentos, pero como siempre suele ser cierto que "la necesidad
tiene cara de Hereje", su presentación bajo forma de
crisis puede dictar otros ritmos.
- Acontecimiento, Revista para
pensar la política, Buenos Aires,
1998. - Castel, Robert, La metamorfosis de la
cuestión social, Paidós,1997. - Foucault, Michel, Tecnologías del yo,
Paidós, 1990. - Marx, Carlos, Elementos fundamentales para la
crítica de la economía
política, Siglo Xxi, Bs. Aires, 1971. - Offe, Claus, Contradicciones del Estado de
Bienestar, Alianza Editorial, España,
1990. - Varios autores, Cuesta abajo,
UNICEF–Losada, Buenos Aires, 1996. - Varios autores, La modernización
excluyente, UNICEF–Losada, Buenos Aires,
1996. - Vazeilles, José, Ideologías del
Mercado y el Estado, Centro Editor de A.Latina, Bs. As.,
1992, El fracaso argentino, Biblos, Bs.As.,
1997.
*Primeras Jornadas de Teoría y Filosofía
Política
1. Cfr. José G. Vazeilles, Ideologías
del mercado y el Estado, Centro Editor de América
Latina, Bs. Aires, 1992 y La adolescencia
de la dialéctica, ponencia al Congrès Marx
International, París, 1995 (mimeo).
2. Elementos fundamentales para la crítica de
la economía política, Ed. S. XXI, Bs. Aires,
1971. Hay un párrafo similar en la Contribución
a la crítica de la economía política y,
desde luego, una aplicación sistemática del
principio en ambas obras y también a lo largo de El
Capital.
3. Lo expresa claramente en el Complemento al
Prólogo del Tomo III de El Capital, FCE, México,
1985.
4. Cfr. José G. Vazeilles, La Ideología
oligárquica y el terrorismo de
Estado, Centro Editor de América Latina, Bs. Aires,
1985 y El fracaso argentino, sus raíces
históricas en la ideología oligárquica,
Ed. Biblos, Bs. As., 1997.
5. Paul Virilio plantea las desigualdades del mundo
contemporáneo en términos de riquezas y velocidades
dispares. Velocidad y política, Manantial,
1996.
6. Un protagonista importante de estos tiempos, aunque
no destacado por su sagacidad o su amplia cultura ha declarado
recientemente "Antes, comunismo y
capitalismo se disciplinaban mutuamente para mostrar su mejor
rostro. pero ahora el capitalismo muestra todas sus
injusticias. El dinero es
la autoridad suprema, las máquinas
echan la gente a la calle, los empresarios llevan una vida muy
cómoda mientras sus
obreros pasan hambre". (Reportaje a Lech Walesa en
Clarín, 9–8–98).
7. Tesis principal de Hacia un nuevo orden estatal en
América Latina. 20 tesis sociopolíticas y un
corolario de cierre de Fernando Calderón y Mario dos
Santos, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires,
1991.
8. Castel, Robert, La metamorfosis de la
cuestión social, Paidós,1 997.
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Cristina Micieli y José G.
Vazeilles