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Catalina: el infierno de una reina. Revista Esfinge


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    Sola, sumida en la tristeza, y posiblemente envenenada,
    murió en 1536 Catalina, princesa de Aragón y
    legítima reina de Inglaterra. Uno
    de esos destinos el suyo que ponen dolor en el alma de
    quienes lo conocen.

    De los cinco hijos de Isabel y Fernando queda en casa la
    pequeña Catalina: la primogénita, Isabel, ha
    muerto; Juana está casada en Flandes y María en
    Portugal, tras los pasos, esposo incluido, de su hermana Isabel.
    Y el único varón, Juan, heredero de las
    Españas, es muerto también. Así Catalina es
    ahora el único consuelo de la reina, y por ello mimada y
    adorada.

    Había nacido el 16 de diciembre de 1485, en
    Alcalá de Henares. Se la llamó Catalina por su
    bisabuela materna, una Lancaster que reinó en Castilla
    como esposa de Enrique III. Su educación fue
    esmeradísima: caza, cetrería, historia, heráldica,
    música,
    latín casi como segunda lengua. No
    habrá en toda Europa princesa
    mejor preparada en todos los campos.

    PREPARA TAMBIÉN TU
    CORAZÓN PARA EL DOLOR, POBRE CATALINA.

    Sus padres mantienen los reinos que han
    unificado y pretenden la expansión: la unión con
    Portugal por contratos
    matrimoniales; el dominio sobre
    Italia para
    asegurar las coronas de Nápoles y Sicilia y erigir una
    barrera contra los ataques de turcos y piratas; y la alianza con
    Inglaterra para poner freno al poder ya
    amenazante de Francia. Y
    éste era el papel encomendado a la pequeña princesa
    de Aragón.

    Es rey de Inglaterra por aquel entonces Enrique VII,
    hombre activo
    y violento que todo lo somete al interés
    del Estado. Es,
    como su consuegro Fernando, lento en la maduración de sus
    planes: siete años tardan en elaborar el contrato
    matrimonial entre Arturo y Catalina. Tampoco corría prisa:
    los príncipes son niños
    aún, sobre todo Arturo. Pero lo que había que dejar
    bien claro era el montante económico, gastos y
    ganancias, de cada rey; la repercusión del enlace en los
    demás países, y la seguridad de que
    tanto Inglaterra como España
    seguían libres e independientes una de otra.

    Pero es el destino el único autorizado a rubricar
    los tratados, los
    firme quien los firme. Y el destino de Catalina, que
    dejará el sol de Granada
    para vivir entre las brumas del Támesis, no es en absoluto
    envidiable. Un día de mayo, la princesa se despide para
    siempre de su madre y de su tierra, que
    entonces los viajes no son
    los de hoy, y con un séquito de 60
    personas se dirige a La Coruña, donde embarcarán.
    Van con ella aristócratas, príncipes de la Iglesia, y una
    terrible dama de compañía, doña Elvira
    Manuel, hermana del infante escritor don Juan Manuel, gran
    enemigo del rey Fernando, por lo que no parece que vaya a ser muy
    amiga de la princesa.

    Una vez zarpan, muy pronto han de regresar; el mar,
    más compasivo que los humanos, no deja marchar a la
    niña. Por segunda vez se repite el hecho. A la tercera, el
    mar cede, y un día la embajada española llega a los
    blancos acantilados de Albión.

    En octubre de 1501 llegan a Plymouth, donde son
    grandísimas las fiestas. Hasta llegar a Westminster, la
    simpatía del pueblo se desborda a su paso. Catalina sabe
    hacerse querer.

    Avisado el rey de la llegada de su esposa, pues ya lo
    era por poderes, corre a su encuentro. Y se enamora a primera
    vista. Como su madre, Catalina es de buen porte, graciosa, rubia
    dorada y de claros ojos. El esposo es más joven,
    más frágil, y hermoso como un efebo.

    Digamos también algo sobre las relaciones entre
    Enrique VII y su esposa Elizabeth de York. Se había casado
    con ella para poner fin a la rivalidad entre las casas de York y
    Lancaster, pero se coronó antes, y no coronó a
    Elizabeth hasta que no hubo más remedio. El pueblo
    celebró la boda más que la coronación del
    rey, lo cual no le sentó demasiado bien; y fue marido muy
    infiel, porque, dicen las crónicas de sir Francis Bacon,
    su aversión a la casa de York llegó hasta su
    lecho.

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