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Avatares históricos de la retórica (página 2)



Partes: 1, 2

 

c) Elabora la teoría
de la verosimilitud.

Quedan así perfilados los primeros pasos de la
etapa inicial de la retórica, aunque su
consolidación se desarrolla, a mediados del siglo V. a. C,
en el marco de la polis griega, más concretamente
en Atenas. En este ámbito de libertad
surgen los sofistas, que para Barilli (1989: 3) suponen el primer
gran acontecimiento de la historia de la
retórica, ya que generan un modelo
atemporal, epistemológico y ético. Éste,
produce un gran desarrollo y
viene a cubrir, en palabras de Robrieux (1993), importantes
lagunas de la civilización griega, como son la
organización de las principales estructuras
educativas y la contribución al desarrollo del
espíritu crítico. A pesar de que sus contribuciones
al avance de la retórica como ciencia son
claras, también lo es que los sofistas se han llegado a
identificar con una parte muy negativa de la misma por su
desvinculación de la ética
entendida como defensa de una verdad absoluta. Esta
consideración negativa puede ser fruto de un malentendido
sobre la dimensión real de su tarea. En este sentido se
expresa María José Canel (1990: 444), quien define
la filosofía de los sofistas de la siguiente
manera:

"Creían en la imposibilidad del conocimiento
humano para conocer la verdad. Por ello se les tachó de
escépticos, y lo eran. Pero en su escepticismo cabe la
justificación de los acontecimientos históricos y
sociales del momento. Los sofistas, tras las tiranías y
los gobiernos tradicionales, se presentaban como hombres de una
nueva situación que apuntaba a la democracia.
Como réplica al modelo educativo de los semidioses
(basado en el culto a un mundo ideal y pasado) los sofistas
buscaban acercarse a la vida real de los hombres y de la
sociedad.
Era preciso conocer al individuo,
saber sus fibras íntimas. Con ello, el centro de
gravedad de la filosofía cambia la naturaleza
por el hombre y
la sociedad. Se entiende entonces que los sofistas dieran una
importancia capital a la
palabra".

De hecho, puede afirmarse que los sofistas son
posiblemente los primeros en teorizar sobre el poder de la
palabra y sobre su influencia en los asuntos humanos y
sociales.

Con los sofistas se inicia la tendencia a adaptar el
discurso a las
predisposiciones del auditorio. Esto es, a conocer al auditorio
para ajustar el discurso persuasivo a sus ideas, valores y
necesidades. En última instancia, esta adaptación
de las palabras a las particularidades del auditorio supone que
el orador debe tener en cuenta las opiniones del público
si quiere que su discurso sea efectivo. Y esta operación
comporta el
conocimiento de este público y, por tanto, se le
reconoce un lugar central en el proceso
comunicativo.

A pesar de que las propuestas de los diferentes sofistas
no coinciden exactamente, Molina (1994) afirma que podemos
encontrar algunos puntos comunes a todos ellos.

Esta base compartida se centra fundamentalmente en tres
aspectos:

– Por un lado, la preocupación por el arte que
enseñaban (la retórica).

– Por otro lado, el escepticismo manifestado en que
"el conocimiento no podía ser sino relativo al sujeto
receptor
" (Molina, 1994: 46). De esta manera, el
único criterio de verdad es la doxa
(opinión). Ello hace que los sofistas se centren en
aspectos formales del lenguaje y
que así la retórica entre en los dominios de la
poesía.

– Otro aspecto, derivado de manera bastante clara del
anterior, sería la importancia que todos ellos otorgan a
las circunstancias en las que se produce el discurso. Se trata
de un criterio claramente pragmático que hace necesario
que el orador tenga en cuenta la enunciación del
discurso, sus condiciones de puesta en escena.

Estos aspectos, especialmente los dos últimos,
suponen unos principios
retóricos básicos que deben considerarse en
cualquier teorización retórica. Precisamente, son
la importancia del auditorio como elemento central del proceso
persuasivo y la consideración de las circunstancias que
envuelven el proceso retórico, dos de los puntos centrales
del modelo de análisis que se propone este trabajo. Para
poder comprender de manera un poco más concreta la
concepción filosófica de los sofistas y lo que ello
representa en el panorama histórico de la retórica,
resulta conveniente describir las propuestas de algunos de los
sofistas más relevantes. Entre ellos destacan las figuras
de Gorgias, Protágoras e Isócrates.

En primer lugar destaca Gorgias (485-374 a.C.) [2], que
ejerce la docencia en
Atenas.

Para Berrio (1983: 15), este autor es el exponente de un
escepticismo radical que le lleva a negar la posibilidad de
conocimiento para conseguir la verdad. El conocimiento es
relativo y depende del ser humano. Las implicaciones en el
conocimiento de este posicionamiento
las explica muy acertadamente Roman (1994), quien advierte que el
punto de partida de Gorgias es que la percepción
está limitada por los sentidos.
Ello hace que el ser humano esté encerrado en su propia
subjetividad, porque los sentidos son incapaces de mostrar un
mundo unificado. La experiencia del ser humano es íntima y
única y, además, es imposible transformarla en
palabras y transmitirla a otros. Por tanto, la realidad no puede
comunicarse. Molina (1994: 48) califica esta postura de nihilismo:
"Nada existe, si existiera no podríamos conocerlo, si
pudiéramos conocerlo no podríamos comunicarlo
".
De esta manera niega la capacidad simbólica y
significativa del lenguaje, reduciéndolo a su función
retórica. Así, la palabra persuade a las personas y
moldea sus mentes, se dirige tanto al conocimiento como a la
pasión. De hecho, Plebe (1996: 33) destaca dos elementos
clave en la definición gorgiana de la retórica. En
primer lugar, la indicación de la persuasión como
esencia de la retórica, tanto en la forma como en el
contenido. En segundo lugar, la delineación de la tarea
puramente psicagógica y no científica de la
retórica. La persuasión sería, entonces,
seducción.

Su aportación más remarcable es la
creación del discurso epidíctico o laudatorio
referido a una persona, ciudad,
dios, etcétera, a los que loa o censura (esta segunda
modalidad es más rara). También se le atribuye la
invención de la prosa poética, introduciendo con
ella una de las vertientes más relevantes de la
retórica: la elocutio.

Hasta entonces, las figuras de estilo (si es que en
aquellos momentos se puede hablar de estas figuras, ya que
estaban en una fase muy incipiente) solamente se habían
aplicado a la poesía. Con Gorgias la prosa también
persigue un fin estético, además del puramente
comunicativo. Esta primera diferenciación entre
retórica de las figuras y retórica de la
argumentación, que se hará más evidente a lo
largo de los siglos y que se consolidará definitivamente
en el Renacimiento,
tiene una importancia sustancial para entender la posterior
decadencia de la retórica y el cariz que toma su
recuperación en el siglo XX.

La propuesta de Gorgias es ciertamente radical. La
inexistencia de cualquier criterio de verdad lleva a una
negación absoluta del conocimiento y de la
comunicación.

Protágoras (492-422 a.C.) inicia una vía
fundamental de la retórica: la filosófica. Relega
la búsqueda filosófica de la verdad e intenta
encontrar la razón más convincente basada en
pruebas. Sus
fundamentos básicos son el relativismo escéptico
(todo depende del momento, del público, de la finalidad,
etcétera) y un humanismo a
ultranza (el hombre como
medida de todas las cosas). Puede verse que su relativismo no es
tan radical como el de Gorgias, ya que sí admite un
criterio de referencia: el ser humano. La existencia de este
criterio, como se verá más adelante, a
través de su recuperación por parte de Aristóteles, da lugar a un relativismo que
permite el juego
comunicativo entre diversas instancias cargadas de sentido. El
ser humano, como señala Berrio (1983: 15), empieza a ser
centro de interés en
el momento en que, con la democracia, las leyes sustituyen
el orden natural. La ley es
convencional y, por tanto, se ha de conocer al individuo. Berrio
(1983: 17) define a Protágoras como "creador de lugares
comunes que representarían lo que sabe la gente, los
códigos culturales de la época
".
Posteriormente, Aristóteles desarrolla estos dos puntos
básicos y de él pasan a la retórica actual
como uno de sus principios fundamentales.

Desde el punto de vista de Reboul (1996: 11-12), estos
tres autores (Corax, Gorgias y Protágoras) son los
máximos exponentes de las tres fuentes de la
retórica clásica. Este autor defiende que la fuente
judicial viene representada por Corax y Tisias; la fuente
literaria, por Gorgias, y, por último, la fuente
filosófica, por Protágoras y, en un segundo plano,
por el resto de los sofistas.

Isócrates (436-338 a.C.) pretende un equilibrio
entre la oratoria y la
elocuencia.

Rechaza tanto los artificios sofistas como la
dialéctica platónica y constituye un puente entre
dos visiones muy opuestas de la retórica. Robrieux (1993:
10) define su posicionamiento de la siguiente forma: "Para
él, la elocuencia omnipotente y engañosa debe dejar
sitio a una concepción de la palabra eminentemente
humanista, la cual lejos de intentar convencer a cualquier
precio se debe
presentar más bien como un arte de pensar, un arte de
vivir".
Intenta moralizar la retórica volviendo al
discurso bello y armonioso y recobrándolo. Según
Reboul (1996:15), sus normas son la
claridad, la precisión y la pureza. Busca la
armonía antes que nada: "Para él, la
retórica no es el aprendizaje de
un trabajo, es lo que nosotros llamamos ¿cultura
general?, y que el denomina "su filosofía". En resumen,
busca la belleza y la verdad
". Para Berrio (1983: 21) "se
trataría de una nueva retórica que buscaría
unos objetivos
capaces de ser defendidos éticamente y que, además,
fueran susceptibles de aplicación
práctica
".

Platón (428-347 a.C.), como Isócrates, es
muy crítico con los sofistas. De hecho, es enemigo
acérrimo suyo y les recrimina el dar preeminencia a la
opinión sobre la verdad.

Esta postura lleva a Barilli (1995: 6-7) a afirmar que
del discurso de Platón
se desprenden connotaciones antidemocráticas:
"Platón tenía la intención de arrebatar a
la ‘mayoría’ el derecho de juzgar, elegir y
decidir
". Por lo tanto, Platón se
opone a la idea de Isócrates de que la retórica es
filosofía y cuestiona otra vez la relación entre
retórica y filosofía, que él considera
totalmente separadas. En opinión de Spang (1984: 22), las
tres críticas básicas que Platón hace a los
sofistas son: en primer lugar, que se limitan a las apariencias
sin buscar la verdad; en segundo lugar, su falta de conocimientos
psicológicos; y en tercer lugar, el no buscar la verdad a
través de la dialéctica. No obstante, a pesar de su
postura antisofista, su actitud hacia
la retórica no es totalmente negativa.

Platón diferencia dos retóricas. Por un
lado, la de los sofistas, con connotaciones negativas porque
trata de persuadir a cualquier precio, sin tener ninguna
consideración sobre la honestidad
intelectual. Por otro lado, existe una retórica positiva
interesada por la dialéctica y por la búsqueda de
la verdad, que ayuda a la formación de los
espíritus.

En palabras de Berrio (1983: 19) esta retórica
trata de "conducir el alma por la
vía de la verdad, dejando de lado el mundo de la
contingencia y de la apariencia
". Platón presenta
estas posturas en dos diálogos: Fedro y Gorgias. En
Fedro da una visión más positiva al tomar
como punto de referencia a Isócrates, y aborda un aspecto
fundamental como es la relación entre verdad y
verosimilitud. En cambio, es en
Gorgias donde hace referencias más
explícitas y rechaza la retórica basada
únicamente en la opinión, al considerarla una falsa
persuasión ya que puede basarse en la
ignorancia.

Como señala Berrio (1983: 20), en la propuesta
retórica de Platón se elimina totalmente el
conocimiento del auditorio por parte del orador. Platón
"busca el conocimiento absoluto, el acuerdo universal, y lucha
con todas sus armas (…)
contra el relativismo que hace prevalecer, por encima de la
verdad, lo que funciona socialmente
". En líneas
generales, la propuesta platónica denosta la
retórica por no considerarla adecuada para la
filosofía o, lo que es lo mismo en ese momento, para la
búsqueda del conocimiento.

Llegados a este punto, el avance de la retórica
como disciplina
requería una reconsideración de sus principales
postulados que la hiciera válida para su uso
social.

De esta manera se llega, en este breve recorrido, a la
figura clave para el desarrollo de la retórica:
Aristóteles (384-322 a.C.). La tarea de este autor es
ingente y profundizar en ella comportaría un estudio
particular. Por ello, únicamente se señalan sus
contribuciones más importantes para la concepción
actual de la retórica. Aristóteles distingue dos
ámbitos bien diferenciados: por un lado, la ciencia,
donde las demostraciones se deben basar en la certeza y en la
verdad, y, por otro lado, el discurso persuasivo, que argumenta
sobre aquello probable o verosímil. [3] El primero, al
basarse en la certeza, busca convencer a un auditorio universal
con los mismos razonamientos, mientras que el segundo utiliza
pruebas para persuadir a determinados tipos de auditorio
(kairos) sin ninguna pretensión sobre el
conocimiento del público universal.

Existen, por tanto, diferencias entre razonamientos y
diferencias según el tipo de público al que el
discurso se dirige. [4] Como se señala anteriormente,
según el público surgen los diferentes
géneros de la retórica, ya que quien escucha es
quien determina la estructura del
discurso. Así, se señalan tres tipos de
géneros retóricos: el judicial, el
epidíctico y el deliberativo, ya apuntados por
Anaxímenes. El discurso judicial se dirige a los
Tribunales y trata de defender o acusar en relación con
valores de justicia y de
injusticia y, como indica Robrieux (1993), los razonamientos han
de ser más rigurosos porque el auditorio es más
culto. Para ello utilizan la deducción (de la ley general al caso
particular). En segundo lugar, el género
deliberativo (siguiendo a este mismo autor) se orienta hacia las
asambleas que toman decisiones siguiendo las reglas
democráticas, y que han de decidir sobre el futuro en
función de los valores de
utilidad o
inutilidad. Por ello el argumento tipo es inductivo (de lo
particular a lo general). Por último, el género
epidíctico utiliza el razonamiento de elogio o blasfemia
de personas e ideas, basándose en valores de lo bello y lo
feo. Díaz Tejera (1994) resalta la relevancia que tiene el
auditorio en la clasificación de los géneros
retóricos. Esquemáticamente, puede representarse
cómo los diferentes roles desempeñados por el
público, así como la función final del
discurso, determina la inclusión de los textos
retóricos dentro de un determinado género. La
consideración del género en el que va a inscribirse
el discurso es una de las decisiones básicas a las que
debe enfrentarse el orador porque la inclusión en uno u
otro mediatizará elecciones básicas como los
recursos
textuales que necesita utilizar, o la manera de ordenar
éstos dentro del discurso para conseguir con más
facilidad el objetivo
persuasivo final.

El cuadro 1 muestra esta
articulación del género del discurso según
el papel que desempeña el auditorio en la comunicación y su función
comunicativa final. Ambos elementos son pragmáticos en el
sentido de que relacionan el texto
retórico con elementos propios de la función
comunicativa.

Así, siguiendo a Reboul (1996: 17), se puede
decir que la obra de Aristóteles combina armoniosamente
las tres fuentes de la retórica: la judicial, la literaria
y la filosófica.

Aristóteles presenta una retórica
fundamentada en la lógica
de los valores, que pasan a ser puntales clave para comprender
una ciencia que él considera autónoma. La independencia
que le confiere no la desconecta de la filosofía ni de la
elocuencia, sino que las imbrica de forma tal que constituye un
sistema
válido para discutir determinados temas que
Aristóteles resume y agrupa en tres ámbitos:
la
educación, las conversaciones banales y la
filosofía. La razón que da sentido a la
retórica como modelo ideal en estas materias es que ayuda
a descubrir más fácilmente el error y la verdad.
Según Spang (1984: 23), el Estagirita retoma el camino
filosófico de la retórica, concretamente la
retórica y la poética, destacando la necesidad de
la elocutio.

Esta distinción entre diferentes ciencias se
basa en los diversos métodos
analizados por Aristóteles. El método
inductivo (basado en razonamientos analíticos) parte de
hechos particulares para llegar a generalizaciones (y es
primordial para la ciencia porque permite derivar leyes de hechos
observados). Para Aristóteles, el método inductivo
por excelencia es el ejemplo, considerado como uno de los
modos de prueba fundamentales en la argumentación
(Aristóteles, 1985: 12): "…Pues todos dan las pruebas
para demostrar o diciendo ejemplos o entinemas, y fuera de esto
nada; de manera que en absoluto es preciso que cualquier cosa se
pruebe o haciendo silogismo o inducción"
.

Frente a la inducción Aristóteles
sitúa la deducción o silogismo (razonamiento
dialéctico) que, contrariamente al anterior, va de lo
general a lo particular. El silogismo está formado por dos
premisas (una general y una particular) y una conclusión
derivada que se infiere de las dos premisas. De entre los
silogismos, Aristóteles destaca como centro de la
argumentación el entinema (éste reduce la
expresión del silogismo que aparece incompleto porque
falta una de las premisas, bien por evidente o bien para esconder
su debilidad). Díaz Tejera (1994) afirma que el entinema
es la aplicación retórica del silogismo
dialéctico. A pesar de que el autor considera que ambos
son sustanciales para la retórica, reconoce diferencias en
su aplicación. Así, Aristóteles en su
Retórica (1985: 13) afirma: "…pues no son menos
persuasivos los razonamientos mediante ejemplos, si bien son
más aplaudidos los basados en entinemas"
.

La distinción aristotélica entre
inducción y deducción tiene una gran trascendencia
en la metodología científica actual. Por
un lado, la inducción como método da lugar a
corrientes científicas como el empirismo o el
positivismo,
en las que todas las pruebas han de poder ser confrontadas con la
realidad palpable. El problema que comporta esta visión es
que nunca se pueden llegar a conocer todos los casos
particulares. Por ello, la regla general que se deduce puede ser
rechazada por una constatación empírica diferente
y, por tanto, está sometida a revisión.

Por otro lado, el método deductivo presenta una
ley general de la que se pueden derivar casos particulares. La
argumentación echa raíces en esta
proposición teniendo en cuenta que la regla general tiene
que ser consensuada por un auditorio general (es el razonamiento
dialéctico).

Una visión interesante de la propuesta
aristotélica —para la consideración de la
retórica como actividad discursiva claramente enraizada en
la situación comunicativa en la que se desarrolla—
es la que nos propone Díaz Tejera (1994). Esta autora
afirma que Aristóteles considera la retórica como
comunicación entre un orador y su auditorio. Para
justificar esta afirmación establece una
clasificación general de la obra de Aristóteles
dedicada a la retórica que, de esta manera, contiene los
tres componentes básicos de la comunicación:
[5]

Plebe (1996: 60 y ss.) distingue dos tipos de
retórica en la obra de Aristóteles, denominadas
retórica antigua y retórica reciente.
En la retórica antigua, presente en el Libro I
(excepto el segundo capítulo), considera la
retórica como una técnica de la demostración
apodíctica. Sin embrago, en la retórica reciente
introduce las pasiones como elemento fundamental de la
retórica. De esta manera, este autor plantea la
retórica como una síntesis
de persuasión y de psicagogia.

Por último, hay que destacar la definición
que ofrece Aristóteles de la retórica.

Aristóteles (1355b) afirma que la retórica
es "la facultad de considerar en cada caso lo que cabe para
persuadir (…) sobre cualquier cosa dada, por así
decirlo, parece que es capaz de considerar los medios
persuasivos, y por eso decimos que no tiene su artificio acerca
de ningún género específico"
. Esto es,
la retórica se centra en el estudio de los medios
hábiles para conseguir la persuasión al margen de
los contenidos que trata, Robrieux (1993: 11) recoge esta idea y
afirma que: "Con Aristóteles, esta ciencia de la
persuasión ya no viene a sustituir a los valores, sino que
deviene un modo de argumentar, con la ayuda de nociones comunes y
de elementos de prueba racionales, a fin de hacer admitir ideas a
un auditorio
". Esta definición es sustancial para
entender el modo en que la retórica se recupera en el
siglo XX y se puede decir que mantiene íntegra su validez
en la actualidad.

A través de la civilización griega la
retórica llega al mundo romano, donde su subsistencia se
vincula a las diferentes formas de
gobierno que se suceden. Aflora con la república y se
cierra en sí misma cuando ésta cae. Cuando no hay
formas democráticas de organización política, la
retórica deja de defender posturas reales de
oposición y crece sobre sí misma con ornamentos
vacíos de sentido. La relación entre
retórica y democracia la específica claramente Kurt
Spang (1984: 14) al afirmar: "La retórica tuvo
también sus épocas de reclusión, de
aislamiento forzoso, pues sólo se desenvuelve en un
clima de
libertad, libertad de conciencia y de
expresión. Donde hay tiranía no hay
retórica, al menos no existe la retórica
dialógica, la que admite y exige la réplica. El
despotismo admite sólo la retórica afirmativa y
aduladora".

Una vez establecida la relación de la
retórica con el sistema
político vigente, se analizan los tres exponentes
más claros de este arte en el mundo romano. En primer
lugar, hay que hablar de la Rhetorica ad Herenium, de
autor desconocido, que introduce la concepción
retórica griega y la adapta a los cánones romanos
con una finalidad académica. Es, pues, el punto de partida
para los posteriores desarrollos de la materia en el
ámbito romano. La segunda figura destacable es
Cicerón (106-43 a.C.). Según Kurt Spang (1984),
Cicerón vuelve a reabrir el debate entre
retórica y filosofía, realizando una gran defensa
de la retórica como arte históricamente
determinado, es decir variable en el tiempo y en el
espacio, y complementario de la filosofía. La
aportación de este autor al corpus retórico
consiste en el análisis de las intenciones
retóricas, que resume en tres: delectare,
docere y movere. Es decir, convencer para provocar
la acción,
pero sin olvidar el gusto y el estilo.

También dentro del mundo romano hay que hablar de
Quintiliano, quien deja constancia en un programa de
estudios sistematizando de los elementos que se habían ido
desarrollando hasta el momento e incluye aspectos como, por
ejemplo, las partes de la retórica, las figuras,
etcétera. Según Spang (1984), este autor supone la
culminación de la retórica
clásica.

2. Caída y
recuperación: de la retórica a la teoría de
la argumentación

De acuerdo con la postura de Spang, la
desintegración del modelo político romano marca el inicio
de la decadencia progresiva de la retórica, una decadencia
que llegará hasta mediados del siglo XX. A partir de la
Edad Media, la
retórica evoluciona dividida en dos: por un lado, la parte
más argumentativa y, por otro lado, la parte más
elocutiva.

La primera de ellas entra en crisis desde
un primer momento, lo cual favorece que la retórica
evolucione como un arte de la brillantez de la palabra sin
ningún fundamento filosófico o de sentido. La
división entre estas dos partes culmina en el Renacimiento.

Durante estos periodos las aportaciones se limitan a
desarrollar a los clásicos. [6] La retórica entra
ya debilitada y cercenada en el siglo XVIII. A su abandono (hasta
la recuperación contemporánea) colaboran algunos
factores socioculturales como son el despotismo ilustrado, que
sólo se interesa por la retórica afirmativa, y el
surgimiento de una burguesía que quiere acceder al poder
político. Dentro de este entorno aparece, en primer lugar,
el Racionalismo,
que critica a la retórica su falta de contenido. Y
también, después, el Romanticismo, que
ataca duramente todo el aparato normativo que, desde su punto de
vista, coarta la expresividad natural y encierra al lenguaje
dentro de unas normas con las que el espíritu humano no
puede proyectarse. Pero es el siglo XIX el que marca la "muerte de la
retórica", muchas veces certificada con base en su
inutilidad para resolver cuestiones que se entendían clave
dentro del pensamiento de
la época.

15 Todo este recorrido histórico sirve para
entender mejor las implicaciones y dimensiones que tiene la
retórica a partir de la primera mitad del siglo XX. Este
siglo empieza con una profunda crisis debida a una serie de
razones que, siguiendo a González Bedoya (1994), se pueden
resumir en tres: En primer lugar, el predominio del empirismo y
el racionalismo. Estos sistemas
filosóficos consideran que la verdad es fruto de una
evidencia racional o sensible (por tanto, absoluta), y no
producto de la
discusión entre diferentes opiniones derivadas de la
consideración de diversas verdades (relativas). La
imposibilidad de discutir sobre las diferentes concepciones de
verdad hace que la retórica se reduzca a consideraciones
únicamente estilísticas. Es decir, se deja de lado
el Libro I y el II de la Retórica aristotélica, y
todo el estudio se concentra en las figuras de estilo incluidas
en el Libro III de este autor. En esta misma idea profundiza
también Perelman (1989) cuando afirma que el
descrédito de la retórica llega cuando es
sustituida por un nuevo valor, el
valor de la evidencia, que a partir del siglo XVI toma tres
direcciones claras: la evidencia personal, que se
desarrolla con el protestantismo; la evidencia racional, que se
manifiesta en el cartesianismo; y, por último, la
evidencia sensible, que da como fruto más destacado el
empirismo (Breton y Gauthier, 2000).

En segundo lugar, también hay que tener en cuenta
la estructura política poco democrática de los
regímenes de principios del siglo XX, que ocasiona dos
guerras
mundiales, cuyos efectos no empiezan a superarse hasta los
años cincuenta de dicho siglo. En este escenario no tiene
demasiada importancia la capacidad política de defender
una idea, ya que las ideas pueden ser impuestas por la fuerza, y por
ello la argumentación pierde utilidad y
presencia.

En tercer lugar, influye el prestigio de la ciencia
positiva moderna, que tiende a considerar que nada es persuasivo
si no se amolda a criterios estrictamente científicos,
cosa que no hace la retórica. Surge aquí una
diferenciación interesante, la que distingue entre
lógica formal y lógica informal. El dominio de la
primera aboga por la demostración prácticamente
matemática, con pruebas universalmente
aceptadas y, por tanto, irrefutables. La segunda sugiere
argumentar con pruebas aceptadas hasta un cierto punto, pero
modificables hacia un auditorio concreto.

Por último, Mortara (1991: 8) añade una
cuarta causa: la escisión entre retórica y
poética que, como se ha señalado anteriormente,
hace que aquélla pierda su función
dialéctica de discusión libre entre diferentes
posturas y opiniones.

Por lo tanto, los dos rasgos que destacan
fundamentalmente de la Retórica clásica son: por
una parte, su carácter dialéctico, que hace
posible la discusión entre opiniones relativas a
diferentes visiones del mundo, y por otra parte, la manera
cómo se lleva a cabo este diálogo,
es decir, mediante argumentaciones casi-lógicas adaptadas
a públicos diferentes. Ambas características
señalan de manera clara a la retórica como la forma
persuasiva propia de la democracia, entendida como ámbito
de discusión entre diferentes posturas.

A pesar del panorama apuntado hasta ahora, el siglo XX
es también el de la revitalización de la
retórica, con múltiples aportaciones desde
diferentes disciplinas.

Para Berrio (1983: 36-38) existen algunos paralelismos
entre la Grecia
clásica y la sociedad industrial que favorecen una
recuperación de la retórica en el momento
actual.

Pero, al mismo tiempo, la sociedad moderna tiene rasgos
propios que hacen que la retórica adquiera especifidades
marcadas por el momento en el que se recupera. Las
características que, según el autor, configuran la
denominada "Sociedad Total" son las siguientes:

– La población se agrupa en zonas urbanas. Ello
comporta que haya una gran concentración de personas en el
mismo territorio. Esta es una característica compartida
con la sociedad griega clásica.

– Como hay un cambio de escala, se
modifica también la forma de control
individual y colectivo.

– Se trata de una sociedad tecnológicamente
avanzada.

– Se da una organización política
flexible, que permite que se manifiesten muchas tendencias, pero
el poder está muy centralizado.

– Uno de los puntos clave es la centralidad del consumo que se
acompaña de la publicidad. Como
señala Berrio (1983: 38): "los objetos adquieren un
sentido y una profundidad tales que se reflejan en ellos los
deseos, las frustraciones, la
realidad y las
ideologías de los individuos"
. Es decir, los objetos
se presentan con una gran carga simbólica que hace que los
individuos se puedan reconocer en ellos.

Por otro lado, John Bender y David Wellbery (1990:
23-27) enmarcan el devenir de la retórica dentro de un
marco filosófico más amplio. Para ellos la crisis
de la retórica alcanza su punto álgido durante
la
Ilustración y el Romanticismo (como se ha indicado
anteriormente), y su recuperación se lleva a cabo en el
marco filosófico de la crisis de la modernidad.
Según Bender y Wellbery, el buen momento de la
retórica enlaza con las características de esta
época. Destacan cinco:

– El paradigma
dominante en la ciencia deja de ser la neutralidad y la
objetividad.

Con la aparición de The Structure of
scientific revolutions,
de Thomas Kuhn, se marca el inicio de
una nueva tendencia donde el avance de la ciencia no se reduce a
la observación empírica o a los
descubrimientos positivos. La verdad o la falsedad de la ciencia
es fruto del consenso general de la comunidad
científica.

Por ello es necesario el diálogo, la
discusión y la argumentación para mejorar la
disciplina. Ciertos autores llevan esta postura hasta el
límite. Es el caso de Paul Feyerabend quien, con la obra
Against the method, da por desaparecido el método
científico positivo como panacea de la evolución y relativiza la verdad absoluta
en la que se había fundamentado hasta entonces toda la
estructura del progreso científico. En un ámbito
más amplio, lo que vienen a decir estos autores es que no
hay una verdad absoluta, ni tan sólo en la ciencia
positiva, y que hay diferentes verdades que se ponen en juego y
en discusión para llegar a consensos parciales y nunca
definitivos.

– La individualidad ya no es unívoca. En este
sentido son fundamentales los avances freudianos sobre el
psicoanálisis. Nos encontraríamos
ante la retórica de la persona: el alter ego entra
en conflicto con
el ego produciendo una dinámica interna en el seno de las
personas. Tal cosa da lugar a la relativización del
individuo, que deja de ser estático y totalmente
conocido.

– La dinamización de la esfera política.
Con la muerte del
liberalismo
político y el inicio de los movimientos
democráticos, la esfera pública deja de estar
dominada por unos pocos individuos de características
similares (instruidos, con una renta determinada y con una
visión del mundo similar). En la modernidad la
característica dominante es la participación masiva
en la vida política de personas con intereses muy
diferentes, e incluso divergentes; con formación muy
variada y con concepciones del mundo muy diversas. Ello hace
necesario el diálogo social para evitar el conflicto que,
aunque presente, puede solucionarse sin recurrir a la violencia
física.

– La aparición de los nuevos medios de
comunicación social, que abren la oportunidad de
entrar de forma directa en la discusión social. Esta
característica va muy ligada a la anterior y es imposible
entender una sin la otra. La democracia comporta la
participación sin ningún tipo de obstáculo.
La prensa escrita
pierde relevancia a favor de otros medios más
fáciles de asimilar y con menos barreras de acceso
intelectual.

– Se rompe el modelo de lenguaje nacional (dominante
durante el Romanticismo).

Los lenguajes se multiplican y la formalización
de la lengua, punto
importante en el positivismo, se hace muy compleja. [7] Visto
este panorama dibujado por Bender y Wellbery, es fácil
entender el cambio profundo que experimenta la sociedad del siglo
XX, un cambio que favorece la recuperación de la
argumentación como forma de diálogo entre posturas
relativas ante diferentes aspectos fundamentales.

3. Diferentes visiones de la "nueva
retórica"

La multiplicidad de aproximaciones desde las que se
aborda la retórica en el siglo XX lleva a Reboul (1996:
91) a considerar esta disciplina como rota (rhétorique
éclatée
).

Este autor apunta dos razones de esta ruptura. Por un
lado, el objetivo de la retórica no es sólo
producir discursos sino
también interpretarlos. Por otro lado, no se limita a los
géneros clásicos, sino que se amplía a
cualquier discurso persuasivo e incluso llega a toda clase de
producciones no verbales e inconscientes (como se ha visto en el
panorama que plantean Bender y Wellbery).

Según Hernández Guerrero (1994: 171), la
decadencia de la retórica continúa hasta los
años cincuenta del siglo XX porque se tiene una
concepción de ella apartada de la idea clásica y su
estudio se limita a las figuras retóricas. A partir de los
años cincuenta aparecen diversas propuestas renovadoras
que tienen en común el intento de hacer de la
retórica una ciencia descriptiva e inductiva.

Reboul agrupa las tendencias retóricas del siglo
XX en dos grupos,
según si se fijan más en aspectos
estilísticos o en contenidos argumentativos. De esta
manera, contempla por un lado la retórica
literaria
, de inspiración estructuralista, que parte
de problemas
literarios y/o lingüísticos, y reduce esta materia al
estudio de las figuras de estilo pues considera que la
retórica no tiene ninguna finalidad. Jean Cohen, Roland
Barthes, Gerad Gennette y el Grupo
, entre otros, son autores que se situarían en
esta línea. Por otro lado, en el otro extremo se encuentra
la teoría de la argumentación, con Chaim
Perelman como figura clave. En esta tendencia el punto de partida
es un problema filosófico (de aquí que algunos
autores la denominen retórica filosófica):
la existencia de una lógica de los valores. Para Reboul
(1996: 97) "El gran descubrimiento del Tratado de la
Argumentación —el término descubrimiento
comporta un presupuesto, que
nosotros asumimos— es que, entre la demostración
científica y la arbitrariedad de las creencias, existe una
lógica de la verosimilitud que ellos denominan la
argumentación y que conectan con la antigua
retórica
".

La división señalada por Reboul sirve
perfectamente como estructura inicial por su claridad, pero es
insuficiente para catalogar todos los movimientos argumentativos
del siglo. Dentro de la retórica literaria o lingüística diferentes autores han
dado lugar a visiones y corrientes que, a pesar de tener
elementos comunes, difieren entre ellas en consideraciones
básicas. Lo mismo sucede con la teoría de la
argumentación
. No hay duda de que Perelman constituye
su exponente más claro y el punto de partida de esta
corriente, a pesar de que no es el único que se ocupa de
ella y sus ideas han sido muy matizadas por otros autores.
[8]

Por ello, dentro de este epígrafe se quiere dar
una visión más concreta de todo el panorama del
siglo, [9] ya que la amplia variedad de tendencias y enfoques que
la teoría de la argumentación ha experimentado en
los últimos cuarenta años ha desembocado en una
gran confusión. Es difícil encontrar una
clasificación que cubra todas las tendencias actuales.
Como mucho, la mayoría de los intentos consiguen dar una
visión general centrada en los autores más
destacados de la disciplina. Tal cosa resulta insuficiente, ya
que es necesario construir un marco amplio de
clasificación en tendencias que destaquen los diferentes
rumbos que tiene la argumentación en este momento. Por
otra parte, buscar una clasificación demasiado
reduccionista implica abandonar matices que pueden ser
interesantes. Por ello se opta por hacer una primera
clasificación dentro de la teoría de la
argumentación aunque sin entrar en condicionamientos
demasiado precisos. [10].

En este sentido, la propuesta consiste en dividir las
tendencias argumentativas en tres grandes grupos [11] que
abarquen las principales líneas teóricas
desarrolladas a partir de 1958, año de la
publicación del Tratado de la Argumentación de
Chaim Perelman.

Pueden distinguirse tres grandes grupos: [12]

Epistemología de la argumentación:
De esta tendencia se analizan dos propuestas, representadas por
Stephen Toulmin y Chaim Perelman que, a pesar de tener algunos
puntos en común, se revelan como dos maneras diferentes de
concebir esta modalidad.

– Tendencias metodológicas: Aquí se pueden
encontrar múltiples aplicaciones a diferentes campos
temáticos. Debido a las características de estos
trabajos solamente se analiza una propuesta, la de Anscombre y
Ducrot, que hace referencia al ámbito metodológico
de la lingüística.

– Perspectiva cognitivista: En ésta destacan las
aportaciones de Lakoff y Johnson.

Estos autores centran su trabajo en el estudio de la
metáfora, a la que consideran como elemento conceptual y
no lingüístico. Por lo tanto, consideran el lenguaje
figurado —retórico— como una forma de
conceptualizar y de ver el mundo. Es decir, el lenguaje
retórico es un procedimiento
cognitivo mediante el que el hombre estructura culturalmente su
experiencia para interactuar comunicativamente con los
demás. De este modo, constituye un instrumento
indispensable de conocimiento. Arduini (1993: 17) lo expresa del
siguiente modo:

"Nuestro pensamiento se estructura, además de
por medio de un modelo lógico-empírico,
según un modelo que podríamos llamar
retórico y que coloca en primer lugar las figuras (…)
podemos decir que la actividad figurativa, que se manifiesta en
el lenguaje pero también en otros sistemas, no permite
tanto expresar en un cierto modo (el figurado como distinto del
neutro) el mundo que ya conocemos, sino más bien permite
que éste sea conocido, lo hace legible, interpretable,
ofrece el cuadro posible a través del cual ordenar el
mundo".

En este epígrafe se desarrolla de manera
más precisa las dos primeras tendencias.

3.1. La epistemología de la
argumentación

Dentro de esta corriente se encuadran todos aquellos
autores que han pensado de una manera global la
argumentación como teoría general, tanto a nivel
metodológico como a nivel teórico. A pesar de que
los miembros de esta tendencia provienen de otras disciplinas,
éstas solamente constituyen el punto de partida a partir
del cual elaboran un pensamiento autónomo más o
menos desvinculado del enfoque inicial. Como estandartes de esta
línea se analiza a Chaim Perelman y a Stephen Toulmin,
autores de quienes se realiza un primer acercamiento comparado.
El ejercicio de comparación entre estos dos autores puede
resultar interesante porque, a pesar de provenir ambos de la
lógica y de tener presupuestos
de partida comunes, las orientaciones que dan a sus investigaciones
son sensiblemente diferentes.

Antes de analizar con detalle la figura de Toulmin,
conviene hacer un pequeño inciso sobre su relación
con la Lógica. A pesar de que este autor proviene del
campo lógico y utiliza la argumentación para
resituar la lógica, sus concepciones superan ampliamente
las visiones restrictivas de esta modalidad y, más
concretamente, aquellas que reducen la argumentación al
campo de la lógica dejando fuera de cualquier
análisis todo aquello que no se puede formalizar. [13]
Según Carrilho (1992: 56) el objetivo de Toulmin ha sido
"dar autonomía al estudio de la argumentación en
relación con el dominio de la lógica
". Dentro
de la lógica solamente existe la validez formal y, por lo
tanto, obvia la eficacia
argumentativa tanto cotidiana como científica. Para
superar este constreñimiento de la lógica, Toulmin
pasa del canon (universal) a los dominios (particulares), que es
donde siempre se mueve la argumentación es decir, lo que
puede ser válido en un dominio puede no serlo en
otro.

Un buen estudio comparativo de estos dos autores se
encuentra en el artículo de Corinne Hoogaert publicado en
Hermes (1995). Hoogaert (1995: 156) destaca dos puntos
comunes en estos autores. Por una parte, ambos centran su
atención en el aspecto manipulador de la
retórica y estudian los procesos
racionales utilizados para persuadir a un auditorio de la bondad
de un punto de vista determinado. Por otra parte, sus obras han
supuesto un ennoblecimiento de la argumentación, al darle
una cierta racionalidad que ya no será únicamente
silogístico-formal, sino más bien de naturaleza
entinémica y contextual. Puede añadirse una tercera
característica común y es que ambos plantean el
tema de la argumentación en la jurisprudencia
y aplican sus propuestas al campo del derecho. Hasta aquí
unas similitudes que, a pesar de ser fundamentales, no informan
demasiado de los caminos recorridos por los autores.

No pasa lo mismo con sus diferencias, que dan lugar a
concepciones muy diferentes de la argumentación. [14] La
primera oposición clara entre Perelman y Toulmin
está en dónde concentran los autores sus esfuerzos
analíticos. Mientras que Toulmin analiza muy
detalladamente los procesos de construcción discursiva desde el punto de
vista del orador, Perelman contextualiza estos procesos en
relación con el auditorio al que va dirigido el discurso.
Así, Toulmin construye un esquema lineal donde no hay
retroalimentación por parte del
público que modifique la relación, dejando de lado
el aspecto pluridimensional de la comunicación. El
argumento debe ser perfecto en sí mismo, de modo que no
puede ser perjudicado por el mundo exterior limitándose a
un aspecto textual. A pesar de todo, Toulmin reconoce la
existencia de diferentes "campos argumentativos" que
modificarían, en cierta manera, las fundamentaciones e
interpretaciones de un argumento, pero no implica
explícitamente en este campo a ninguno de los
protagonistas de la argumentación (orador y
público). Así se consigue una nueva
comprensión formal de la argumentación que integra
ciertos elementos contextuales. Para Carrilho (1992: 58) ello
comporta dos consecuencias básicas: "La
desaparición de la pretensión de universalidad y la
emergencia de racionalidades locales, no reconociendo ninguna
racionalidad superior que cínicamente las ordene y
jerarquice
". El problema al que Toulmin se enfrenta es
analizar de dónde viene esta ambigüedad, que
finalmente sitúa en el lenguaje natural como diferente de
la formulación abstracta del lenguaje puramente
lógico.

El planteamiento de Perelman en este punto es diferente
al de Toulmin. A pesar de que parte de que la
argumentación es relativa, entre otras cosas porque
utiliza como modo de expresión el lenguaje natural (per
se
ambiguo), Perelman afirma que las diferentes
interpretaciones de un argumento vienen dadas por el auditorio, y
más concretamente por los valores que el auditorio pone en
juego en cada argumentación en particular. Es a partir de
este auditorio cuando la argumentación se relativiza de
manera más fuerte.

Pero dicho relativismo no es llevado hasta el extremo
por este autor, ya que él considera la existencia de unos
fundamentos más o menos absolutos, o como mínimo
consensuados y aceptados. Por lo tanto, las diferencias entre
estos autores respecto al tema del auditorio son más bien
de grado: Perelman las tiene en cuenta más
explícitamente que Toulmin, pero sin llegar a las
últimas consecuencias de su planteamiento.

Otra diferencia entre ambos autores reside en el tipo de
argumentos que estudian.

Mientras Toulmin se dedica casi de manera exclusiva a
los "casi-silogismos" (así denominados para alejarlos de
la lógica formal extrema), Perelman amplía su
análisis a diversos tipos de argumentos muy diferentes, y
deja abierta su clasificación por la dificultad de
catalogación de un campo móvil, múltiple y
contingente por definición.

Como indica Carrilho (1992), Toulmin define el argumento
de una manera más flexible y más amplia que la
sostenida por la lógica. De este modo, utiliza dos
registros
diferentes: uno donde pretende definir el esquema de todo
argumento utilizado sin importar en qué situación o
ciencia, y otro donde se insiste en las particularidades que
condicionan siempre de manera determinante la práctica
argumentativa. Estos dos registros se articulan
esquemáticamente de la siguiente manera (basado en
Hoogaert, 1995: 158):

Como puede verse en este esquema, Toulmin presenta un
modelo de argumento. Para él un argumento es un conjunto
de ideas (D) invocadas para sostener una conclusión
(C).

D apoya a C, y constituye el conjunto de razones que
justifican la inferencia, el paso de D a C. El paso de D a C es
autorizado por las Garantías (G), al igual que pueden
aplicarse restricciones (R). Las garantías reposan sobre
un fundamento. Para clarificar estas concepciones Toulmin propone
el siguiente ejemplo (extraído de Breton y Gauthier, 2000:
67):

El peso de este esquema recae en el paso de D a C que,
como nos dice Carrilho (1992: 58), "no siempre es posible
(como sugiere la lógica formal) y no es independiente del
contexto donde aparece
". Esto muestra la complejidad de la
argumentación, que está "muy modulada por las
características específicas del dominio donde se
ejerce o donde quiere hacerse valer
" (op. cit.).
Así, la validez de la argumentación depende de dos
aspectos. En primer lugar, del aspecto estructural, que es
independiente del campo de aplicación. En segundo lugar,
del ámbito contextual, que es dependiente del campo de
aplicación. De todas maneras, el autor pone un acento
especial en el segundo aspecto, ya que es el que en última
instancia origina la pertinencia de la
argumentación.

Por tanto, para Toulmin hay un único discurso
argumentativo posible. A pesar de su apariencia lógica, el
autor introduce unas variantes en el esquema lógico (en
cursiva) que matizan mucho esta primera impresión. Las
reservas y la fundamentación apuntan una
cierta consideración hacia el contexto y el auditorio al
que se dirige la argumentación. Pero es solamente un
apunte, ya que Toulmin cree que todas las posibles
interpretaciones del enunciado están implícitas en
él mismo y pueden deducirse sin necesidad de ningún
otro elemento. Se queda, pues, en el nivel textual.

En la clasificación de Perelman se entra
más detalladamente en el próximo capítulo,
pero se puede avanzar que este autor trata de superar el nivel
textual. Sitúa la argumentación dentro de un
contexto más amplio, que se encarga de completar el
sentido que pueden tener los diferentes enunciados tanto en
virtud del momento como del público al que se
dirige.

Tanto Toulmin como Perelman realizan un avance
importante en la consideración de la argumentación
como un método de análisis. No obstante, Toulmin
presenta una carencia fundamental a la hora de aplicar su esquema
a la comunicación política audiovisual.
Como apunta Hoogaert (1995: 157): "La estructura del esquema
toulminiano parece muy próxima al propuesto por Shannon y
Weaver en su teoría matemática de la
comunicación. Lo cual nos pone en presencia de un modelo
lineal, es decir, sin retroalimentación por parte del
auditorio que modifica la relación
". Las
rectificaciones que otros autores han introducido en el modelo de
Shannon y Weaver han sido tan importantes que éste ya
solamente sobrevive como esquema básico. Entre las
aportaciones más interesantes encontramos la
inclusión en el esquema básico, entre otros
aspectos de importancia, del ruido como distorsionante de
la comunicación y el feed-back como modificador del
enunciado. Toulmin ignora ambos aspectos, y por ello su modelo
deviene muy limitado y difícilmente aplicable a los
mensajes de los medios de
comunicación de masas. Pero el descuido más
relevante de Toulmin es la no consideración de las
características del público presentes en el sistema
comunicativo.

Para este autor el auditorio es un simple decodificador
automático del mensaje previamente codificado por el
emisor. Esta consideración de codificación / descodificación
automática deja fuera aquellos matices que introduce el
público en el proceso de recepción. Desde el punto
de vista del presente trabajo, en la comunicación
persuasiva estos rasgos del receptor son clave para comprender el
proceso comunicativo en su totalidad.

No pasa lo mismo con Perelman, quien a pesar de no poder
incluirse en ninguno de estos modelos,
esquematiza los elementos básicos de cualquier
comunicación interpersonal: orador, auditorio, medio, y
otros elementos de distorsión y matización de las
interacciones entre los dos extremos del hilo comunicativo. Se
adapta mejor al objeto de análisis, a pesar de que no es
posible una equiparación exacta. El análisis de
discursos audiovisuales persuasivos comporta la
consideración de una teoría más general que
permita tomar en consideración todos los aspectos del
fenómeno. Los postulados de Perelman y Toulmin son
interesantes en la medida en que introducen variables en
la definición de la argumentación, que permiten
abrir el camino hacia enfoques más globales. La apertura
de miras que conllevan permite retirar la argumentación de
contextos científicos y aplicarla a ámbitos de
conocimiento más relacionados con los asuntos sociales y
políticos. Así se recupera una de las ideas
fundacionales de la retórica clásica.

3.2. Tendencias metodológicas

Este apartado engloba a los autores que desde otras
disciplinas han considerado la teoría de la
argumentación, no como una teoría autónoma,
sino dentro del marco metodológico de su propia
disciplina. En este sentido, lingüistas, sociólogos,
psicólogos y antropólogos encuentran en esta
teoría algunas soluciones a
problemas planteados en el seno de su modalidad. A modo de
ejemplo se escogen las propuestas de Anscombre y Ducrot (desde la
lingüística). En el marco de este trabajo se analizan
de manera esquemática las propuestas hechas desde esta
disciplina —reconociendo que existen otros planteamientos
interesantes propuestos desde otros puntos de vista en los que no
se entra debido a la dimensión y las pretensiones de este
trabajo—. [15]

La propuesta teórica de Anscombre y Ducrot sirve
de ejemplo para plantear un modelo de aproximación desde
esta tendencia. Tradicionalmente la lengua se había
considerado básicamente como descripción de la realidad: es decir,
"las palabras están destinadas a dar una
representación o una imagen de la
realidad
" (Anscombre y Ducrot, 1994: 9).

Esta concepción representacionalista de la
significación (que se fija en el significado en detrimento
del sentido) permite resolver el problema de la referencia. Pero
estos autores proponen una semántica integradora de la
pragmática, que, de manera muy genérica, concibe la
actividad lingüística como una actividad
intencional.

Los dos autores escriben conjuntamente la obra
L'argumentation dans la langue, publicada en 1983, un
texto que ha sido reescrito y modificado por ellos en diversas
ocasiones para afrontar las diferentes críticas y para ir
dibujando de una manera más concreta los conceptos
básicos. Por las características de este trabajo no
se entra en toda la evolución de las concepciones de estos
autores. Sólo se fija en las últimas propuestas
presentadas por Anscombre en un artículo titulado "La
théorie des topoï: sémantique ou
rhétorique?" (Hermes, 15, 1995).

La tendencia que representan estos autores está
ligada a la pragmática de la escuela de Oxford
(Searle y Austin). Como el propio Anscombre reconoce (1995: 186),
su objetivo fundamental es tratar de establecer una teoría
del sentido de los enunciados que no se limite a aquello que el
propio enunciado dice directamente, sino que deba buscarlo a
través de valores semánticos profundos que
comportan indicaciones de naturaleza pragmática. Robrieux
(1993: 30) ve este intento de la siguiente manera: Anscombre y
Ducrot "se esfuerzan en resituar los actos de lenguaje en sus
contextos enunciativos, rechazando que el análisis del
contenido explícito del enunciado sea suficiente para
comprender la argumentación
". Estos valores profundos,
a diferencia de lo que propone Perelman, pueden encontrarse
dentro del mismo lenguaje y no se requiere buscarlos fuera del
sistema lingüístico. No trascienden más que
indirectamente el nivel del lenguaje y, por eso sus indicaciones
no componen, como en el caso de Perelman y Toulmin, una
explicación de conjunto. Anscombre y Ducrot no pretenden
organizar una teoría argumentativa, sino dar
explicación a ciertas deficiencias que ellos detectan en
la disciplina lingüística, y por ello recurren a
algunos principios de la argumentación. Es decir, se
limitan al estudio de ciertos componentes
lingüísticos, (se podía llamar "micronivel"),
aunque traten de alejarse de un esquema semántico
clásico.

Anscombre y Ducrot denominan a su teoría
Pragmática Integrada. Según Plantin (1990:
37) lo llaman pragmática "porque ésta,
tradicionalmente, tiene en cuenta el análisis de la
enunciación entendida como el estudio de las relaciones
del enunciado con las circunstancias pertinentes que envuelven su
producción
". Precisamente, proponen que esta
pragmática esté integrada en la lengua (en
oposición a una pragmática externa). En la
pragmática integrada, los valores semánticos
profundos comportan indicaciones de naturaleza pragmática.
Estos indicadores
son para ambos autores los topoï. Los
topoï constituyen reglas de racionalización
profunda que permiten pasar de un enunciado a una
conclusión de una manera lógica y no
contradictoria. Si se intenta una comparación, los
topoï son lo que Toulmin denomina garante y
Perelman, reglas de justicia, salvando los diferentes
matices que dan lugar a concepciones diferentes, como se ha
apuntado anteriormente. Los topoï son la clave que
explican toda su concepción, y por ello se hace necesario
profundizar más en ellos. Sus características
fundamentales según Anscombre (1995: 190-191)
son:

– Son principios generales que actúan de apoyo a
los razonamientos. Es decir, son basamientos culturales que
permiten fundamentar un enunciado y entenderlo según la
concepción humana del mundo. Desde este punto de vista,
puede pensarse que sí hay una conexión clara con
una concepción más global del mundo.

– Son componentes intralingüísticos y, por
lo tanto, se encuentran dentro de un sistema del cual extraen el
sentido. Los topoï no hay que buscarlos en las
concepciones personales de cada uno, sino dentro del propio
sistema lingüístico.

Son palabras que remiten a sentidos particulares (a
pesar de que cualquier sentido se haya de buscar en referentes
externos, tal y como los propios autores reconocen).

– Por último, son graduales. Por eso se afirma
que de ellos depende la fuerza argumentativa de un enunciado, la
cual será más o menos grande según el
topoï utilizado.

Detrás de este planteamiento los autores
reconocen que subyace una determinada concepción de la
lengua. Anscombre (1995: 189) afirma que "nuestra
posición aparece como un adscriptivismo moderado,
reposando no sobre la noción de acto cumplido, sino sobre
el concepto de
potencialidades argumentativas. El sentido profundo de un
enunciado no consiste tanto en describir un estado de
cosas sino en hacer posible una cierta continuación del
discurso en detrimento de otros
". La continuación,
como ya se ha apuntado, permite utilizar determinados
topoï.

Dentro de este planteamiento se oponen a otras
concepciones de la lengua, como son el descriptivismo —la
lengua describe un estado de cosas determinado, no hay por lo
tanto, ningún dinamismo— o la concepción
comunicativa —la lengua es vehículo de
transmisión de ideas y de experiencias—. Por lo
tanto, detrás de las palabras no sólo hay objetos y
propiedades, sino también topoï, estas
estructuras profundas que dan sentido a las palabras y hacen
posible que se produzca una cierta lógica discursiva
—que iría desgranándose de una manera muy
deductiva—.

A pesar de que estos autores intenten formular su
teoría desde un nivel puramente lingüístico,
queda claro que los topoï son difícilmente
explicables sin una referencia al mundo común, es decir, a
una cultura determinada en un momento concreto. Ha de existir un
conocimiento común para dar a los topoï su
significado. Los autores son conscientes de ello cuando plantean
que existe una relación clara con la ideología: de hecho, hablan de una
pragmática integrada que es inexplicable sin referencias a
un entorno no lingüístico.

Anscombre y Ducrot critican a Perelman por no tener en
cuenta los marcadores lingüísticos (pistas de
significado profundo dentro de la propia lengua) en su intento de
buscar una fundamentación común que ayude a los
seres humanos a entenderse y a dar significados más o
menos reconocidos a determinadas palabras (a pesar de que
éstos puedan variar). Por lo tanto, es interesante su
afirmación de que hay estructuras lingüísticas
que son viables, en la medida en que pueden reflejar la
estructura profunda formada por los valores que tienen tanto el
orador como el destinatario.

La función retórica o argumentativa queda
reflejada dentro de este planteamiento por una razón de
peso: la referencia a los objetivos que quiere conseguir el acto
de lengua.

Esta consideración es básica porque la
teoría de la argumentación, a pesar de plantearse
el análisis de estructuras básicas, cree que la
lengua —como sistema global— tiene un objetivo
dinámico. Es decir, la lengua, en su manifestación
discursiva, tiene una finalidad clara: provocar una acción
determinada. Aparece aquí otro tema importante: la
consideración del discurso como unidad persuasiva, porque
la lengua por sí sola no posee esta función y es a
través del discurso como se intenta producir el efecto o
efectos deseados. Anscombre y Ducrot no abordan de manera
demasiado exhaustiva este aspecto, pero lo apuntan cuando
analizan enunciados concatenados.

Por tanto, estos autores solamente buscan en la
argumentación la explicación concreta de algunos
hechos lingüísticos que, a pesar de su importancia
para la comprensión de significados profundos, no son
suficientes para considerar niveles más generales de
comunicación entre personas. [16] Así, desde el
punto de vista que se defiende en el presente trabajo, se pierden
las dimensiones básicas de las interacciones entre orador
y auditorio, la más importante de las cuales es la
finalidad persuasiva, que en ningún momento es analizada
por Anscombre y Ducrot.

Notas

[1]: De hecho, Aristóteles recogerá esta
línea en el libro II de su Retórica, libro
que dedica a las características psicológicas del
auditorio.

[2]: Las fechas que se refieren a los autores son
aproximadas, ya que varían en algunos años
según los autores consultados. Aquí se siguen las
aportadas por Xavier Laborda (1993).

[3]: Llegados a este punto, resulta interesante hacer
una distinción entre demostrar y argumentar
(aunque sea de manera muy básica), ya que es una
cuestión fundamental para poder seguir el resto de la
exposición. Partiremos de dos criterios
principales: el tipo de premisas que utilizan y el público
al cual se dirigen. En relación con las premisas,
Díaz Tejera (1994) señala que la
demostración parte de premisas verdaderas y que no
dependen unas de otras: es decir, parte de primeras y necesarias.
El tipo de público al que se dirige es universal
(compuesto por todos los seres humanos racionales). Es el dominio
de la ciencia. Por otro lado, la argumentación
concluiría a partir de premisas probables y aceptadas, es
decir, a partir de opiniones (doxa) generalizadas y
verosímiles. En este caso, el auditorio de referencia
sería particular. Es precisamente en este segundo tipo
donde se sitúa esta investigación, sobre materias opinables,
dialécticas. Como señala Díaz Tejera (1994:
5): "Solamente puede deliberarse sobre aquello que puede ser
de otra manera, porque sobre todo lo que es o era por necesidad,
o sobre aquello que es imposible que exista o haya existido, no
se puede deliberar (…) No se delibera sobre aquello que no
puede ser de otra manera"
.

Una síntesis básica de esta
diferenciación es la que presenta Reboul (1996: 66-67) en
cinco puntos basados en Perelman. Éstos son: a) La
argumentación se dirige siempre a un auditorio particular
y ha de tener en cuenta el carácter, los hábitos de
pensamiento, las emociones y las
creencias de dicho auditorio. Eso hace que la
argumentación que es buena para un auditorio no lo sea
para otro. Tal cosa no sucede en la demostración, donde no
importa el auditorio, sino que resulta válida para
cualquier auditorio.

b) La argumentación se basa en premisas
verosímiles, es decir, admitidas por el auditorio
particular. En la demostración las premisas han de estar
probadas o ser evidentes.

c) La argumentación utiliza la lengua natural,
por tanto ambigua, en oposición a los lenguajes
artificiales utilizados en la demostración.

d) En la argumentación el vínculo
lógico no es constreñidor, sino que es más o
menos fuerte.

e) Por tanto, en la argumentación la
conclusión no es definitiva, ya que puede ser rechazada
por otra argumentación, sin que ello quiera decir que no
sea válida.

Solamente quiere significar que no es
absoluta.

[4]: Según Plebe (1996: 58), Aristóteles
empieza a diferenciar entre los tres factores básicos de
todo discurso: quien habla, la argumentación entorno a la
cual se habla, y la persona a quien se habla.

[5]: Este esquema parte de Díaz Tejera, aunque
completado con interesantes observaciones de Berrio (1983:24), y
permite comprender globalmente la filosofía
retórica de Aristóteles.

[6]: A pesar de que durante estos siglos no hay
aportaciones novedosas a la retórica, en esta época
se producen avances relacionados con las enseñanzas de
profesores liberales como, por ejemplo, Abelardo, quien en el
siglo XII trata de reintroducir en los programas de
estudio la dialéctica aristotélica. Aquí no
se profundiza en ellas, porque se centran sobre todo en
cuestiones de estilo. De todas maneras, para profundizar
más en la evolución histórica de la
retórica se pueden consultar, entre otras, las obras
de:

BARILLI, R.: Corso di retorica. L’arte della
persuasione da Aristotele ai giorni nostri
. Milán,
Mondadori Editore, 1995.

BARTHES, R.: Investigaciones retóricas I: la
antigua retórica
. Barcelona, Ed. Buenos Aires,
1982.

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[7]: En este marco puede señalarse la importancia
que adquieren, hacia mediados del siglo XX, los denominados
filósofos de la lengua (entre los
más destacables Wittgenstein y Austin). Reivindican el
lenguaje natural como hábil para las discusiones
filosóficas, abren así una línea que
será relevante tanto para la recuperación de la
retórica como para su desarrollo posterior en la
teoría de la argumentación. Hay que destacar
también que estos dos autores se consideran a menudo como
los pilares filosóficos de la
pragmática.

[8]: Para ampliar el panorama actual de los estudios en
teoría de la argumentación, ver Breton y Gauthier
(2000: capítulo 3). Estos autores diferencian entre la
investigación anglófona y la investigación
francófona. A lo largo de las páginas de este
capítulo afirman que los trabajos de estas tendencias
abordan y analizan la argumentación siguiendo una
concepción de conjunto, un interés
heurístico y un espíritu especulativo o
científico muy diferentes.

[9]: Para ver un planteamiento general del desarrollo de
esta disciplina en los Estados Unidos,
Plantin (1990: capítulo 2). También es muy
interesante el repaso realizado por Breton y Gauthier (2000:
capítulo 3).

[10]: Plantin (1998: 17) aporta otra
clasificación temporal. Sitúa a los refundadores en
los años cincuenta y los caracteriza porque todos buscan
un medio para crear una racionalidad específica,
práctica, para los asuntos humanos. En los años
sesenta sitúa las corrientes críticas de los
paralogismos y la lógica no formal. Y por último,
como corrientes más actuales, coloca a las
pragmáticas de la argumentación.

[11]: Esta clasificación surge a raíz de
una conversación con el profesor
Lluís Prat, quien da la idea inicial que después se
intenta desarrollar. También el profesor Xavier Ruiz
Collantes ha revisado la clasificación haciendo
aportaciones interesantes.

[12]: En esta clasificación puede añadirse
un cuarto grupo: la corriente filosófica de la
argumentación. Su punto de partida es la definición
del panorama actual como postmodernidad. No se entra en el análisis
de autores como Ricoeur o Lyotard ya que, a pesar de su
interés indiscutible, se alejan demasiado del objeto de
estudio.

[13]: Esta superación de la lógica formal
también se trata en la propuesta de Perelman.

De hecho, el punto de partida de Perelman es
precisamente éste: un intento de superar las restricciones
de la lógica para estudiar valores y hechos sociales, o,
lo que es lo mismo, no sometidos a condiciones de
abstracción de espacio, tiempo y circunstancia.

[14]: Breton y Gauthier (2000: 34) destacan cómo
la divergencia fundamental entre ambos autores es su concepto de
argumentación, y afirman que Perelman desarrolla su
teoría retórica contra el racionalismo buscando
revalorizar lo verosímil en relación con lo
necesario. De esta manera, para él un argumento "revela"
una racionalidad diferente de la demostración
matemática. Ante esta concepción, Breton y Gauthier
señalan que la teoría de la argumentación de
Toulmin se inscribe dentro de una oposición a un cierto
logicismo y dentro de una voluntad de reforma de la lógica
con el objetivo de hacerla más aplicable a situaciones
cotidianas de discusión racional. Para él, un
argumento es un término más general y complejo que
el silogismo (como se examina más adelante).

[15]: Entre estos puntos de vista interesantes destacan
la sociología y la filosofía. La
sociología aporta a la teoría de la
argumentación postulados válidos para entender
cuestiones básicas planteadas por esta materia. Por
ejemplo, sería el caso de los estudios que desde esta
disciplina se hacen del público. Las corrientes
sociológicas vinculadas a la teoría de la cultura
analizan los diferentes tipos de auditorio, lo mismo ocurre con
la psicosociología. También ayudan a comprender
algunos componentes implícitos de la persuasión
cuando analizan la opinión
pública.

Además, puede hablarse de una corriente
filosófica de la argumentación. Los autores
englobados en este grupo proponen la teoría de la
argumentación como macrodiscurso a nivel social. Esta
vertiente trata de construir una teoría general de la
argumentación sin detenerse a pensar en el método
de aplicación: en este sentido es puramente especulativa.
Una figura clave en esta propuesta es Habermas. De modo general,
esta tendencia afirma que la teoría de la
argumentación supera los límites de
las concepciones lingüísticas y textuales antes
planteadas, para integrarse en un sistema mucho más amplio
formado por la cultura. De esta manera, la argumentación
deja de ser una metodología aplicable a diferentes
análisis para convertirse en un fundamento más
amplio, que trata de dar explicaciones globales a problemas
filosóficos clave. Es el caso de Habermas (1992: 43) que
plantea la teoría de la argumentación como ayuda
para entender el concepto de racionalidad referido a un sistema
de pretensiones de validez.

En este marco distingue tres aspectos analíticos
que contribuyen a comprender mejor la argumentación. En
primer lugar, la considera como proceso: es decir como "una
continuación con otros medios, ahora de tipo reflexivo, de
la acción orientada al entendimiento
" (Habermas, 1992:
46) se trata de la Retórica. En segundo lugar, como
procedimiento sometido a una regulación especial se habla
de la Dialéctica. Y, por último, como producción de argumentos pertinentes para
aceptar o no pretensiones de validez (Habermas, 1992: 47) puede
hablarse de Lógica. Estos tres substratos son inseparables
y están íntimamente ligados entre
sí.

[16]: En su favor hay que decir que Anscombre y Ducrot
no tratan de llegar a este nivel general de la
comunicación. Su intención es puramente
metodológica dentro de la lingüística y, con
sus aportaciones, hacen avanzar esta disciplina de manera muy
clara.

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Arantxa Capdevila Gómez.
Universitat Rovira i Virgili (Tarragona).

Partes: 1, 2
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