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Ética del ambiente natural, derecho y políticas ambientales: tentativa de un balance y de perspectivas para el futuro (página 2)




Enviado por Alberto Bondolfi



Partes: 1, 2, 3

2. Especificidad "moderno-tardía" de la
relación
hombre-naturaleza

Desde siempre el hombre ha
sentido la necesidad de mantener no sólo relaciones materiales "de
uso" con la naturaleza que lo rodea, sino también de dar a estas
relaciones un valor simbólico,
es decir, de dar a ellas un significado. Esta actividad ha proseguido después
de la revolución científica que se produjo en el siglo XVII con Galileo y
Newton y de la industrial, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. En las
dos revoluciones señaladas, el hombre,a nivel individual y colectivo, modificó
su relación con el ambiente natural, tanto a nivel fáctico como intelectual,
reformulando incluso las percepciones que él tenía de eventuales deberes en
relación con este mundo natural. Las transformaciones producidas en los últimos
decenios de nuestro siglo, levantan en muchos de nosotros la sospecha de
encontrarnos en una situación de nuevo salto
cualitativo
en relación con la relación hombre-naturaleza.

Por este motivo, hay
quienes consideran adecuado hablar de situación postmoderna también a propósito de nuestra problemática. La
reciente revolución informática parece haber transformado radicalmente nuestra
manera de producción material y simbólica, de manera tal de hacer caer los
parámetros que sostenían la visión moderna del mundo(33-35). El hombre parece haber dado vuelta las relaciones
entre causas y efectos y considera su propio mundo tecnificado como el
"más natural posible". Sin querer negar el impacto cualitativo
producido en estos últimos años en la relación hombre-naturaleza, pienso que es
más correcto caracterizar el tiempo actual como modernidad tardía, ya que no están todavía suficientemente
visibles los caracteres del tiempo que se está develando ante nuestros ojos.

Se podría objetar a este
respecto que otro desafío lleva a caracterizar nuestra edad como
"postmoderna". Sólo hoy, en efecto, se nos presentan desafíos ambientales
que traspasan los confines de la cultura occidental para llegar a un nivel
planetario. Problemas ambientales se manifiestan incluso en áreas culturalmente
muy distintas a la nuestra, como Japón o China, pero que no pueden ser
definidas como preindustriales. La universalidad del fenómeno de la
industrialización y la particularidad cultural de las diversas percepciones y
valoraciones de la naturaleza son un problema central de toda ética del
ambiente que no pretenda ignorar completamente la variable socio-cultural y las
interpretaciones particulares de los fenómenos vinculados al ambiente.

Sin perjuicio de reconocer
la urgencia de una reflexión de este tipo, no podemos dejar de dar, aunque sea
sucintamente, un vistazo histórico-doc-trinal, en el ámbito particular y
específico de las tradiciones judeo-cristianas, para tomar conciencia de los
eventos que se han suscitado, para saber localizar las "nuevas
evidencias" con las cuales convivimos y que hasta hace poco tiempo eran
todavía impensables(36).

2.1 Visión
judeo-cristiana del cosmos y nacimiento de la cuestión ambiental

La necesidad de una
reconstrucción histórico-moral
de los temas vinculados al precepto veterotestamentario del "dominium terrae" (Gn 1:28) y
de su recepción en el ethos cristiano, fue afirmada hace tiempo(37). No se trata de un problema
pertinente sólo para la teología, sino que, visto que el diagnóstico de la
causa de la insensibilidad ambiental ha venido desde el exterior, esto es,
desde la reflexión filosófica en torno a las percepciones contemporáneas de la
naturaleza, será necesario tratar de verificar la pertinencia de tal reproche
en una perspectiva no sólo intrateológica sino que mucho más global, teniendo
presentes los efectos del mensaje bíblico sobre las mentalidades colectivas
incluso más allá del ámbito específico de la teología y de las comunidades
eclesiales.

La relación entre historia
del cristianismo y cuestión ambiental fue formulada por primera vez en un
ensayo de L. White(38-40) en
términos muy generales(41,42).
Precisamente este carácter genérico -pero al mismo tiempo macizo de la tesis de
White- que pretende hacer responsable del desastre ambiental contemporáneo, en
su totalidad, a la visión judeo-cristiana del mundo, ha provocado una serie de
respuestas de precisión y de recusación, primero en los Estados Unidos y
después en Europa, especialmente Alemania. White afirmaba que la doctrina de la
encarnación del Verbo es responsable de una desacralización de la naturaleza,
percibida hasta el cristianismo como "creación" y ahora, en cambio,
disponible para el hombre y sus intervenciones.

Ya Passmore(38), retomando críticamente la tesis de
White, precisa algunos elementos que resultan muy genéricos en la versión de
este último. Así, la "arrogancia cristiana" del primero se transforma
en la arrogancia de su versión helenizada y secularizada. Este autor subraya la
diversidad entre la sensibilidad judaica y cristiana frente a la creación
natural y afirma que el "origen de la
actitud 'arrogante' del cristianismo hacia la naturaleza debe buscarse en la
separación del hombre de la naturaleza y en la idea de que la naturaleza fue
creada especialmente para él, concepciones éstas propiamente cristianas, no en
el concepto de 'dominio del hombre' del Antiguo Testamento"(42; p.27)
.
Además, precisa el rol negativo del proceso de helenización afirmando
perentoriamente que "sobre esto, los
críticos tienen razón: el cristianismo ha impulsado al hombre a considerarse
patrón absoluto de la naturaleza, el ser al cual le fue confiada toda la creación,
pero se equivocan cuando concluyen que esto deriva de la enseñanza de la
religión hebrea. Los orígenes verdaderos de esta idea están en Grecia"(42;
p.29)
.

Las precisiones de Passmore
no impidieron la aceptación genérica de White también en Europa, con
precisiones específicas y vinculadas con las preocupaciones de otros autores.
Quisiera evocar aquí brevemente sólo las de C. Amery(43) y de E. Drewermann como representativas de esta
aceptación centroeuropea. El primero de estos autores subraya el rol destructor
del ethos cristiano, tanto en
su variante protestante-puritana, dirigida al éxito económico como signo
indirecto de pertenencia a la comunidad de los redimidos, como en la católica,
dirigida a recoger a través de "buenas obras" méritos para la salvación
eterna. Las raíces comunes de esta actitud, que lleva a mantener una relación
puramente instrumental con las realidades naturales, deben buscarse, siempre
según Amery, en la actitud ya presente en el monaquismo occidental que
despreciaba el valor intrínseco de la naturaleza no humana, reduciéndola a puro
instrumento de supervivencia para el hombre o al máximo interpretándola como
"signo" de las realidades mucho más esenciales, es decir, de aquellas
invisibles y espirituales.

Drewermann(44), por su parte, retoma diagnósticos
análogos, presentándolos, en todo caso, como crítica teológica inmanente al
antropocentrismo exclusivo que, a su juicio, caracteriza el mensaje
judeo-cristiano desde el Antiguo Testamento. Una eventual y deseable corrección
de tal tendencia puede producirse, según Drewermann, sólo si el cristianismo
está dispuesto a profundizar el rol religioso mediato desde el conocimiento de
los estratos profundos de nuestra psiquis y si está en condiciones de asimilar
al interior de la propia reflexión teológica elementos provenientes de otras
religiones, sobre todo con trasfondo animista. Sólo una visión animista de la
creación lleva al hombre a comportarse con respeto hacia la naturaleza que lo
rodea.

Todas estas críticas -que
he evocado sólo de manera sucinta- han impulsado a la investigación teológica a
contraatacar y, especialmente, a investigar con mayor precisión en la propia
tradición histórica, para suavizar el reproche en la medida que se revele
fundado y a proponer interpretaciones más documentadas de la propia tradición
en el plano de los textos y de su Wirkungsgeschichte
y, por ende, tanto de la historia de sus efectos sobre las mentalidades
corrientes como sobre las doctrinas teológicas en cuanto tales.

En esta perspectiva, la
necesidad de una reconstrucción
histórico-moral
de los temas vinculados al precepto
veterotestamentario del "dominium terrae" (Gn. 1: 28) y a su
recepción en el ethos cristiano
ha sido afirmada desde hace tiempo(21),
por lo menos como postulado genérico.

A partir de 1979 se hizo
posible la publicación de Krolzik que tuvo en pocos meses el reconocimiento de
una segunda edición(45). Como
dice el título, se trata de un libro de carácter monográfico, casi una
"tesis", dirigido a dar respuesta a la pregunta, formulada a menudo
de manera simplista, de si el judeo-cristianismo es directamente responsable
del comportamiento destructivo frente a la naturaleza. El libro está compuesto
de dos partes, una primera descriptiva del fenómeno, y la segunda centrada
particularmente en el análisis de las doctrinas en la historia de la moral. Me
detendré en esta última, pues me parece presenta la perspectiva original del
volumen.

Ésta se remonta a
Descartes, para individualizar las raíces de su comprensión de la realidad y de
las leyes de causalidad ya en el siglo XII, con las escuelas de París y de
Oxford. El autor no se interesa, sin embargo, sólo en la cosmología, sino que
también en la historia de la técnica, viendo las raíces de su desarrollo en la
edad moderna a partir del temprano medioevo, con la introducción de nuevos
sistemas agrícolas y el desarrollo de instrumentos particulares (el molino de
agua, el perpetuum mobile y el
reloj mecánico). Las premisas "ideológicas" para este proceso pueden
encontrarse en una "estructura de plausibilidad" (Krolzyk media esta
categoría desde P. Berger y Th. Luckmann) de tipo teológico, propia de la
tradición latina. En la citada monografía, se refiere sobre todo a los
siguientes lugares teológicos: la concepción del tiempo y de la historia, la
valorización del trabajo manual, la relación hombre-naturaleza en la exégesis
de Gn. 1:28. En lo que se refiere al primer tema, el autor hace notar cómo la
concepción de la renovación histórica como "reformatio
in melius"
ha influenciado la teología occidental a partir de
Tertuliano, más aún que en la teología bizantina que ve el tiempo como
posibilidad restauradora de la situación primitiva de la humanidad.

Sobre todo las teologías
radicales del medioevo -el autor se detiene particularmente en Gioacchino da
Fiore- han puesto en evidencia cómo nuestros tiempos futuros son vistos como
"nueva creación". En cuanto a la valorización del trabajo manual,
Krolzik subraya la contribución específica del monaquismo occidental, que
revaloriza perspectivas veterotestamentarias. También la recepción del nuevo
testamento sobre este punto muestra diferencias en oriente y occidente: el
autor lo muestra a partir de los diversos comentarios hechos a la pericope sobre Marta y María (Lc
10:38-42). El libro concluye con la formulación de la tesis histórica que está
en la base de toda la publicación: Gn 1:28 ha comenzado su acción legitimadora
frente al desarrollo de la técnica, no a partir de Bacon y Descartes, sino ya
desde el medioevo, por obra sobre todo de Ugo di S. Vittore. El aprovechamiento
desenfrenado de la naturaleza ha tenido lugar, empero, sólo en el ámbito de la
versión secularizada del mandamiento de Gn 1:28 y no puede, por ende, ser
atribuida de manera exclusiva al texto bíblico en su recepción milenaria.

Esta tesis se prestaría
para discusiones y diferenciaciones ulteriores. Sin embargo, ello no quita nada
al valor de esta monografía, muy útil en su aporte informativo. No queda más
que desear la prosecución de investigaciones detalladas que profundicen
singulares aspectos, figuras y períodos de esta compleja problemática. Krolzik
mismo, en una segunda publicación(46),
ha profundizado ulteriormente su propia tesis, deteniéndose especialmente en el
período de la temprana modernidad, visto como período clave para el surgimiento
de la llamada arrogancia con trasfondo cristiano frente a la naturaleza. La
doctrina de la providencia ha reforzado de manera decisiva la comprensión
moderna del ambiente natural. En este contexto, se continúa por admitir que
Dios gobierna el mundo a través de las leyes de causalidad que Él mismo ha
fijado para su gubernatio mundi.
El hombre, en la misma medida que se relaciona con tales leyes naturales,
prolonga el gobierno divino sobre la naturaleza. De este modo, también la
teología moderna, sin ser directamente la causa del desarrollo tecnológico, lo
acompaña en sentido positivo y contribuye, por ende, indirectamente al
nacimiento de un ethos que ve
en la intervención tecnológica algo más positivo que dejar simplemente a los
fenómenos en su naturalidad. Krolzik admite, por lo tanto, que el verdadero
salto cualitativo en la actividad de aprovechamiento de la creación no se
produjo todavía de manera plena en la edad de la visión mecanicista de la naturaleza
(siglos XVII y XVIII), sino que a continuación de la secularización más plena
en el siglo XIX, luego de la introducción de la teoría darwiniana de la
evolución de las especies vivientes.

La situación de la
investigación histórica, tal como se presenta a fines de los años 90(47,48), no me parece estar todavía en
grado de responder de manera adecuada a las interrogantes vinculadas a la
interpretación del dominium terræ.
Mucho trabajo de análisis queda todavía por hacer, aunque podemos apreciar una
cierta convergencia entre los autores, en orden a no considerar sólo a la
tradición bíblica como el único factor que ha generado la actitud tardo-moderna
en relación con el ambiente natural. La tesis de White y de aquellos que lo han
seguido en Europa, es muy simplista, aunque como medio de disuasión ha servido
para iniciar un debate que reclama todavía contribuciones clarificadoras de
peso. Incluso el conocimiento de ulteriores factores, por sí solo, no estará en
grado de dar una respuesta adecuada al problema, ya que la respuesta correcta
consistirá muy probablemente en la combinación compleja de estos factores.
Además, a través de estudios comparativos con civilizaciones no occidentales,
tal vez se podrán localizar otros factores culturales todavía no directamente
visibles a simple vista en este momento.

2.2 Especificidades
vinculadas a la modernidad tardía

Varios son los elementos
que caracterizan la relación entre hombre y naturaleza en la modernidad tardía
de nuestro siglo, especialmente en los últimos decenios que ven surgir un poder
tecnológico no sólo en relación con la materia no viviente, sino también en
relación con el ser vivo mismo, a todos los niveles. Estos elementos no son
localizables para ser examinados en su surgimiento y en sus transformaciones.

• Entre estos pasajes salta
a la vista, en primer término, la diversa percepción que el hombre premoderno y
el contemporáneo tienen del peligro constituido por los fenómenos naturales. Si
en el primer caso él piensa que se encuentra frente a catástrofes ciegas o
hasta "castigos de Dios"(49,50),
en el segundo no niega el carácter de peligro, pero lo califica como "riesgo"(51-55). El temor
permanece de manera constante en la relación hombre-naturaleza, pero éste es
percibido de manera cualitativamente diferente y, así, la conciencia de una
eventual responsabilidad moral en relación con tales fenómenos, cambia.

• Nuestra relación se
encuentra siempre más vinculada a la mediación de la técnica(56). A través de ella, el hombre
busca evitar los fenómenos que considera negativos y a ella se encomienda
también la respuesta en términos de eficacia. Así, hemos creado instrumentos de
verdad eficientes, pero de los cuales conocemos sólo parcialmente los efectos
colaterales negativos. A pesar de que la introducción de novedades técnicas a
nivel masivo ha sido sometida a "rituales sociales de preparación y
control" (como los comités de Technology
Assessment
), en ciertos casos tenemos que servirnos de estas
técnicas antes de haber obtenido un conocimiento óptimo de todos los efectos
colaterales que ellas podrían provocar.

• Por demás, el hombre
mantiene con la mediación técnica una relación a un nivel todavía más
"intrahumano". Cada vez confía más decisiones con connotaciones
sociales y políticas a la ayuda técnica de máquinas siempre más complejas y
que, de manera creciente, imitan la estructura mental humana. Los últimos
desarrollos de la informática hacen cada vez más tenue la distinción de
principio entre hombre y máquina, con consecuencias no sólo para la factibilidad
de las decisiones así tomadas, sino también para la reflexión a nivel de
principios(57,58).

• En fin, la experiencia
misma que el hombre tiene de la naturaleza, asume caracteres siempre más
"artificiales". Los niños de las grandes ciudades que encuentran
animales sólo en los zoológicos, piensan realmente que se encuentran "in natura" y no sólo en un
universo metafóricamente "natural".

Todos estos nuevos
elementos que caracterizan la reciente relación del hombre con el ambiente
natural, se han interiorizado tan velozmente, no sólo en la psiquis de los
individuos, sino también en las mentalidades colectivas, de manera tal que
cualquier cambio de comportamiento, considerado necesario desde un punto de
vista moral, deberá tener debida cuenta de este carácter indirecto y metafórico
de la relación señalada. Cualquier apelación a un pretendido "retorno a la naturalidad de los fenómenos"
no puede ser clasificada mas que como ingenua e irrealista. Nuestra relación
con la naturaleza permanecerá, por ende, constantemente vinculada a la
mediación de la técnica y a la artificialidad indirecta debida a nuestras
mismas intervenciones precedentes sobre los elementos de la naturaleza. Estas
constataciones nos deben llevar a una consecuencia de método en relación con la
elaboración de una ética ambiental a la altura de los desafíos contemporáneos.

Si nuestra relación con el
cosmos que nos rodea deviene interrogante moral, ello se debe a que, a través
de nuestras mediaciones técnicas, la transformación de la realidad natural
comporta al mismo tiempo una mutación en los hombres al interior de nuestras
sociedades. En otras palabras, aun cuando en el ámbito de la ética ecológica
hiciéramos referencia a criterios no antropológicos, sigue siendo evidente una opción antropocéntrica indirecta que
permanece inherente a cualquier discurso que se quiera proponer en este ámbito.

3. Figuras argumentativas en ética ambiental

Un examen desapasionado de
la extensa literatura contemporánea sobre ética ambiental nos muestra que los
argumentos esgrimidos para justificar una intervención correctiva en relación
con las mutaciones que nosotros mismos hemos provocado en el ambiente natural,
no se limita a la sola constatación de la centralidad del hombre en el cosmos,
sino que apela también a otras figuras argumentativas y a otros estímulos. En
la tentativa de poner un mínimo de orden en todo este material de motivos y de
argumentos, nos damos cuenta de que existen niveles
de reflexión
muy diversos entre sí, aunque no fácilmente distinguibles.
Propongo aquí una tipología tripartita
que, no obstante sus imperfecciones, por lo menos servirá para encuadrar de
mejor manera nuestro trabajo:

• Debemos señalar, en
primer término, que nos encontramos con diversas imágenes o percepciones del mundo que en sí mismas
no comportan todavía ninguna preferencia normativa concreta a favor de
particulares mandamientos o prohibiciones, pero que predisponen a percibir, en
un modo o en otro, los problemas y las contradicciones vinculadas al ambiente
natural. Aquel que defienda una imagen precisa del mundo, verá algunos
problemas morales como pertinentes o ilegítimos y quien defienda otra, cambiará
las prioridades que debe defender.

• En un segundo nivel de
concretización se sitúan las normas éticas
concretas
y los sistemas normativos que las legitiman. Estas
proposiciones están estrictamente vinculadas con las imágenes del mundo a que
nos acabamos de referir, pero no son tan dependientes de ellas como para tener
que postular un vínculo intrínseco entre el primer y el segundo nivel. Así, por
ejemplo, los adeptos a una imagen del cosmos que prevé un Dios creador, no
necesariamente defienden las mismas opciones morales en el campo ecológico.

• En fin, en un tercer
nivel, se sitúan afirmaciones, también con carácter normativo, pero que se
distinguen por tener un carácter estratégico-político o normatividad jurídica.
También este nivel está íntimamente vinculado a los otros dos, pero no se
confunde con ellos, manifestando así su especificidad. Nuestra atención, en este
estudio, se concentrará, precisamente, en este tercer nivel, tratando de poner
en evidencia sus peculiaridades, especialmente desde una perspectiva ética(59,60).

El debate ético-ecológico
recurre constantemente a estos tres niveles de la reflexión, mediante
confusiones y sobreposiciones que lo hacen siempre perfectible. Podemos
constatar que muchas posiciones hoy imperantes en el debate público tienden a
pasar muy velozmente desde el primer al tercer nivel, es decir, desde las
imágenes globales del mundo a las estrategias jurídico-políticas, sin una
mediación ética propiamente dicha. Por este motivo, la mayor parte de las
síntesis de ética ambiental actuales(61)
buscan ante todo proponer una tipología sobre los argumentos ético-normativos
para caracterizar mejor la especificidad de la reflexión ética en este ámbito.
Las retomo sintéticamente en una forma que se ha hecho casi
"canónica", con la sola intención de informar y orientar, antes de
pasar al centro de mis consideraciones y, por ende, a una reflexión sobre
algunos componentes morales de las estrategias políticas y jurídicas.

• Con el término antropocentrismo se designa una visión
del mundo en la cual se establece una diferencia de principio entre el hombre,
como individuo y como especie, y la naturaleza que lo rodea. No obstante ser él
mismo -a través de la propia corporeidad- parte de esta naturaleza, se
diferencia de ella por la capacidad de formular y hacer de esta naturaleza una
finalidad en relación con él. Esta relación de finalidad no excluye, sin
embargo, que el hombre se encuentre en condiciones de formular deberes que
tienen como posible objeto también la naturaleza circundante. Estos deberes,
sin embargo, son legitimados a través de una referencia, directa o indirecta, a
la finalidad antropocéntrica antes citada.

• Como biocéntrica es designada, en cambio,
aquella concepción del cosmos en la cual no se establece jerarquía alguna, ni
de hecho ni mucho menos de derecho, entre las diversas especies vivientes. Tal
concepción es defendida por varios autores, pero es difícilmente
"pensable" en las diversas manifestaciones de la vida cotidiana del
hombre.

• La posición pathocéntrica no sostiene, en línea de
principio, una visión precisa del cosmos. Ella propone, en cambio, un criterio de decisión sobre el cual fundar
y dirimir los conflictos normativos entre las exigencias de la vida humana y
animal. Este criterio es individualizado en la realidad del dolor, que es minimizado donde quiera que
él se manifieste, independientemente de la especia animal o humana a la cual el
sujeto sufriente pertenece.

• La visión fisiocéntrica, por último, favorece una
ética ecológica bastante cercana a la biocéntrica. Sin embargo, de manera
específica es defendido un carácter sagrado
de la naturaleza
que la acerca a una visión animista de toda la realidad.

Todas estas posiciones no
son, evidentemente, identificables en una forma "pura", sino en
versiones más o menos "mixtas", en las cuales argumentos diversos
asumen un peso más o menos decisivo. Los actores políticos que son llamados a
legislar en el ámbito ambiental no podrán, evidentemente, echar mano a una
única forma argumentativa(62),
considerándola como prevalente en campo ético, sino que tendrán que tomar en
cuenta que todo este terreno está en constante movimiento y no exento de problemas. Se puede intentar aquí una
primera tipología:

• En primer término,
existen problemas comunes a cada tipo de argumentación en ética ambiental. Como
bien puede verse, cada vez que se habla de "vida" o de
"dolor" o de "naturaleza", se usan estos conceptos en
sentido fuertemente analógico,
de modo tal que las consecuencias normativas no siempre son plausibles o
fácilmente deducibles de similares categorías.

• Otros problemas se
encuentran, en cambio, vinculados específicamente a las singulares
orientaciones citadas más arriba. Así, las posiciones biocéntricas o
fisiocéntricas no reconocen suficientemente el carácter estructurado y
jerarquizado del ser vivo, inserto en un complejo mecanismo de selección de las
especies en particular y piensan que es posible, tanto en los hechos como en
los principios, defender una maximización de toda forma de vida, sin que las
otras deban soportar daño alguno. Además, tales posiciones deben reconocer que
el simple hecho de querer dar significado a
fenómenos naturales
, es imposible sólo a partir de una perspectiva
particular como lo es, precisamente, la del hombre.

• La posición
pathocéntrica, por su parte, tiene también dificultad para admitir el carácter
analógico del concepto de dolor, que puede pasar del simple fenómeno
fisiológico a una manifestación psíquica posible sólo en el hombre. Además, el
factor dolor, si bien relevante incluso en una perspectiva antropocéntrica y
valorado culturalmente de manera diversa según los contextos(63- 68), debe ser sopesado conjuntamente
con otros factores también moralmente relevantes.

• La posición
antropocéntrica, por último, no está para nada ausente de problemas internos.
Ella se articula, en la literatura corriente, como posición de principio,
olvidando tal vez que cada forma de antropocentrismo es siempre mediada simbólicamente. La relación que
el hombre mantiene con el ambiente natural se formula siempre en términos
metafóricos. A través de las metáforas damos significado a tal relación,
conferimos valor a singulares formas de relación y gozamos, al mismo tiempo,
estéticamente de ello.

Todas estas debilidades
argumentativas llevan a una ulterior interrogante. ¿Debemos continuar
construyendo un sistema de normas para regular nuestra relación con el ambiente
natural a partir de un solo argumento
que haga, por así decirlo, de soporte de todo el edificio argumentativo, o bien
debemos resolver los conflictos normativos caso a caso, escogiendo en el
abanico de argumentos posibles aquéllos que en mayor medida nos parezcan
convenientes? Debemos descartar tal alternativa, pues es insidiosa en ambas
variantes, debiendo, más bien, buscar una respuesta
mediana
. Esta última, puede y debe orientarse a diversos principios, aunque relevantes en
el contexto de los conflictos singulares, pero al mismo tiempo debe poder jerarquizarlos, para así legitimar las
elecciones de manera plausible para la mayor parte de los interlocutores. ¿Qué
significado puede asumir tal trabajo teórico para la actividad sociopolítica y
para los actores responsables en los diversos sectores de la vida pública? Es
lo que trataré de evidenciar ahora, en la última parte de este estudio.

4. De la reflexión de fondo a la elaboración
concreta de las elecciones morales colectivas en el campo ambiental

Aquél que en la vida
política es llamado a preparar y a poner en práctica decisiones concretas,
manifiesta -y seguramente no sólo en los últimos tiempos, sino que ya desde
hace siglos, si no milenios- la tendencia a querer desligar este momento de la decisión política de aquél de la
valoración moral que tiene lugar en filosofía o, respectivamente, en teología.
La cuestión ambiental ha hecho todavía más dramática esta separación clásica
entre ética y política y ha provocado respuestas todavía más radicales, tanto
en el sentido de la separación como en el de la unión entre los dos términos de
la relación(69). Ciertamente no
es posible retomar aquí los elementos de esta problemática tan amplia y
compleja.

Pretendo, sin embargo,
hacer cuando menos alusión a un aspecto particular que caracteriza la reciente
discusión y, por tanto, la relación existente entre exigencias ético
ambientales y la democracia
como forma de autogobierno de una sociedad basada en el derecho y no
simplemente en la fuerza. Esta relación ha sido problematizada por varios
pensadores recientes, en primer lugar por Hans Jonas y por Vittorio Hösle(70-74). Según Jonas, para limitarme al
primer ejemplo, los desafíos provocados por la crisis ambiental y por los
nuevos poderes científicos del hombre sobre los procesos naturales, son de una
gravedad y de una urgencia tales que no permiten una discusión democrática ad infinitum, hasta que se haya formado
un consenso mayoritario e internacional. En el intertanto, las élites políticas
ejercitan una responsabilidad frente a los ciudadanos presentes y futuros en
una forma casi patriarcal(75,76).
Ellos tienen que poder garantizar la protección y el goce de los bienes
primarios mediante una abstención preventiva frente a los proyectos de carácter
riesgoso. La ética política de Jonas da a los decisores sociales una
competencia muy limitada y negativa. Estos decisores deben ante todo preservar,
más que correr y hacer correr riesgos. Ellos no deben privilegiar las
eventuales generaciones futuras frente a las otras definiendo para ellas
eventuales necesidades futuras, sino que tienen sólo el deber de preservarlas
de daños provocados por las generaciones actuales. Jonas polemiza contra todo
espíritu utopístico que ve en el futuro oportunidades no todavía disponibles en
el presente y reclama la necesidad de una nueva
humildad
inducida por la reflexión acerca de los inmensos poderes
actuales del hombre sobre la naturaleza y sus mecanismos íntimos. Para superar
el miedo -verdadero resorte de la sensibilidad moral, hoy más que necesaria- no
debemos encomendarnos a la utopía, sino que al sentido de responsabilidad
frente a la posteridad.

Frente a un discurso de
este tipo, digno de gran atención, pero fundamentalmente pesimista, es
necesario, a mi juicio, formular principios
intermedios
que sin apelar ni a la heurística del miedo, por una parte, ni mucho menos a la
confianza ciega en el progreso, por la otra, puedan mediar algunas evidencias operativas en sistemas
democráticos todavía imperfectos. Tales principios intermedios necesitan, si
pretenden tomar forma, de instrumentos
jurídicos adecuados
. En ambas temáticas esbozaré algunas
reflexiones que, evidentemente, podrán y deberán ser ulteriormente
profundizadas.

4.1 Los denominados
"derechos de la naturaleza": ¿por qué una interrogante de este tipo?

Hablar de "derechos de
la naturaleza" puede parecer, a simple vista, una pregunta particularmente
retórica o, a lo menos, superflua. Si se toma algo más de distancia se verá
cómo esta última constituye, por así decirlo, el corazón de los debates
contempóraneos en ética ecológica o, cuanto menos, uno de los aspectos
decisivos a nivel operativo.

Saber si es posible,
racionalmente coherente y políticamente oportuno reconocer a la naturaleza no
humana -en sus expresiones animal, vegetal y mineral- un "derecho" y
cuáles son las consecuencias de tal reconocimiento, constituye un nudo
importante de la discusión ético-ecológica en general. ¿Por qué surgió una
interrogante de este tipo que, por lo menos a primera vista, tiende a ser
percibida como "extraña"
y carente de toda densidad teórica?

Un primer motivo debe
buscarse tal vez no tanto en una exigencia de tipo teórico, cuanto en una
urgencia dictada por el hecho de que nos encontramos frente a un vacío jurídico parcial, pero al mismo
tiempo real, en el campo del derecho ambiental. Este vacío no debe ser visto
sólo como una falta de normas positivas específicas, sino que también como un
déficit de argumentos coherentes al fundamentar la intervención del Estado en
este ámbito.

De este modo, se inmiscuyen
en las discusiones marcadamente intrajurídicas las posiciones y los
"frentes" propios del campo éticofilosófico, así como también las
discusiones de "bioética" vinculadas a los llamados "casos marginales", es decir, a
aquellos objetos o sujetos jurídicos no fácilmente clasificables en su
interpretación y en la fijación de su protección jurídica concreta(77,78). El discurso en torno a los
llamados "derechos de la
naturaleza"
se enmarca en este territorio mental en continuo
movimiento y en el cual se articulan diferentes disciplinas y metodologías, muy
diversas entre sí. Son precisamente tales "lugares" los que reclaman
al cultor de la ética una mayor prudencia cognoscitiva y valorativa.

4.2 Algunos nudos
específicos del problema

¿Cuáles son los problemas
que el derecho es llamado a dirimir en este ámbito, independientemente de los
contenidos que se quieran dar a los problemas específicos de ética ecológica?

Ante todo, debemos destacar
que el derecho no puede temporalmente esperar que los problemas fundantes sean
resueltos de manera acabada para poder iniciar la actividad propia de
regulación de conflictos concretos. Este "no poder esperar" vale
también para el discurso propiamente ético, en la medida en que cada uno de
nosotros es llamado a actuar antes
que se hayan expuesto de manera cabal todos los argumentos que existen a favor
o en contra de un comportamiento preciso. Esta urgencia explica, por lo menos
en parte, la presencia de tendencias maximalistas que se manifiestan en el querer
atribuir no sólo a organismos sensibles, como los animales, "derechos específicos", sino
que también a entes inanimados, como "paisajes", "montañas"
u otros.

Un segundo "nudo"
para la reflexión jurídica consiste también en el carácter difuso del término "proteger" en este sector
específico. Si bien todos concuerdan en la necesidad de una protección de la
naturaleza, se manifiestan claros disensos acerca del sentido y alcance
concreto que debe darse a tal expresión, que no puede más que tener connotaciones
antropomorfas. Será tarea específica de las ciencias jurídicas clarificar el
uso de esta locución o de precisarla de manera tal que no resulte
permanentemente ambigua.

Una tercera dificultad de
la práctica jurídica en esta esfera de la convivencia está dada por el hecho de
no poder fijar claramente quién puede legítimamente ser "abogado" de los intereses de
la naturaleza inanimada y bajo qué condiciones. No es, en efecto, suficiente
proclamar la propia solidaridad con la naturaleza para transformarse en la instancia abogadora que en una sociedad
determinada represente constantemente y de manera legítima los intereses de esa
naturaleza.

4.3 Argumentos en torno
a los llamados "derechos de la naturaleza"

¿Qué significa e implica
que organismos naturales sean portadores de un jus subjectivum o que sean "sujetos de derecho"?
Kant define este jus subjectivum como la "capacidad de provocar deberes en
los demás"(79). A este
respecto, por lo menos en el reino de las realidades perceptibles por los
sentidos (dejamos de lado, por razones de método, a eventuales
"ángeles" y a Dios), sólo el hombre como especie posee habitualmente,
aunque no siempre puntualmente, tal capacidad de poder emitir deberes y ello lo
hace propiamente titular directo de derechos. Me he expresado, espero, en
términos bastante prudentes, evitando, intencionalmente, entrar en el ámbito de
los llamados casos marginales, que dicen relación con aquellos miembros de la
especie homo sapiens que no
poseen puntual o habitualmente tal capacidad(80-86)
y que son fuente de dificultades argumentativas ulteriores.

¿En estos términos se
sostiene la presencia de "derechos de
la naturaleza"
? La respuesta debe darse de manera
diferenciada, examinando con atención los argumentos presentes en la literatura
específica(87-91).

Una primera versión de los
llamados "derechos de la naturaleza" utiliza consideraciones de tipo
naturalista, según las cuales la humanidad misma tuvo un origen histórico desde
formas menos organizadas de vida y que, por lo tanto, no es posible deducir de
la pertenencia a la especie homo sapiens una posición de preeminencia frente a
otras formas de vida. Tal posición ha sido sostenida particularmente por Meyer-Abich y cae, en mi opinión, en la
fácil trampa de la llamada falacia naturalista(92). La simple consideración de que se pueda suponer una
comunidad de vida entre formas de vida humana y el resto de la naturaleza
animada e inanimada, no conduce, por lo menos prima facie, a fundar necesariamente un deber de
comportamiento particular frente a esta naturaleza.

La afirmación hecha en este
contexto de la radical igualdad
de las variadas expresiones, humanas, animales, vegetales y minerales de la
naturaleza, corre el riesgo de transformarse en una fórmula vacía, puesto que no toma en consideración el
continuo dinamismo de cambio y de variación de formas presente en el cosmos.
Tal dinamismo no permite ni siquiera pensar cómo se configura tal
"igualdad". En otras palabras, en un contexto holístico y casi
animista, hablar de derechos de la naturaleza
no lleva necesariamente a una opción precisa y vinculada al actuar que se
encuentre de algún modo motivada o legitimada con argumentos. En efecto, allí
donde existe un fenómeno jurídico debe haber por lo menos un sujeto capaz de
percibir deberes frente a terceros, vistos como objetos separados de sí y
"dignos de ser objeto de responsabilidades". La referencia a la
realidad de una comunidad biótica
por sí sola, no está, pues, en grado de fundar tal relación de deber.

Hay incluso versiones aún
más diferenciadas de los llamados "derechos
de la naturaleza"
. Así, Beat Sitter ha tratado de insertarlos
en el cuadro más global de una forma renovada de entender el programa del
"derecho natural". Este autor trata de formular los principios de
este derecho natural tratando de no caer en la trampa fácil de la falacia
naturalista y, al mismo tiempo, busca dar a los mecanismos autorregulatorios
("ecológicos") de la naturaleza una normatividad independiente de
consideraciones antropocéntricas. El intento de Sitter es, a todas luces, no
sólo loable sino que, además, teóricamente ambicioso. Para poder dar
consistencia a su programa avanza en base a pequeños pasos argumentativos que
trataré de reconstruir en forma sucinta.

En primer término, este
autor observa en la historia del pensamiento filosófico y en la veta específica
de la tradición del derecho natural que la justicia ha sido hasta ahora pensada
como una categoría que caracteriza sólo relaciones entre hombres y entre
instituciones humanas. Según Sitter, es necesario aplicar este criterio también
a las relaciones entre el hombre y la naturaleza que lo rodea(93). Para hacer operativo este postulado
es necesario formular un principio general, no antropocéntrico, que sea
claramente aplicable a este tipo de relación. Los ecosistemas, a pesar de ser
reconocibles y reconstruibles sólo por la mente humana, son independientes, en
su esencia, de esta última. Así, Sitter afirma que "los ecosistemas subsisten independientemente de la creatividad y
de la voluntad humana. Por este motivo los hombres no pueden ni crearlos ni
mucho menos poseerlos"(93; p.281)
.

De esta observación, piensa
que es posible deducir el deber del hombre de no alterar estos ecosistemas.
Sitter se sirve en este punto de la categoría de propiedad, excluyendo su pertinencia para la relación con
los mecanismos ecológicos. Dado que el hombre no tiene el derecho de poseer
aquello que no ha creado, debemos suponer que existe un derecho a la
"intangibilidad" por parte de estas realidades naturales.

Este derecho encuentra su
raíz, siempre según Sitter, en una dignidad
intrínseca
a la naturaleza. Esta dignidad se justifica con
argumentos vinculados no a la antropología filosófica, sino que a temas y
argumentaciones de tipo "naturalfilosófico".
La dignidad de la naturaleza es primigenia y casi la raíz de la dignidad humana
misma2. La preexistencia de derechos de la naturaleza, que preceden no sólo
cronológicamente, sino que también jerárquicamente a los que el hombre ha
proclamado para su propia convivencia en sociedad y, siempre según Sitter,
legitimada por una posición de poder
que la naturaleza tiene frente al hombre.

La propuesta de Sitter, de
seguro comprensiva y generosa a nivel de las intenciones y motivaciones
subyacentes, revela, sin embargo, a nivel argumentativo, algunas debilidades
que no pueden ser calladas o minimizadas. Una primera debilidad está dada, a mi
juicio, por la insuficiente defensa de la denominada falacia naturalista. No
veo, en efecto, por qué se tiene que dar una dignidad normativa particular al
hecho de que algunos mecanismos naturales han surgido sin la influencia directa
de la actividad humana.

Partes: 1, 2, 3
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