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Psicología y Martirio I. Anexo. El testimonio de fe del S. I – IV d. J.C. en el Imperio Romano (página 2)



Partes: 1, 2

Cambió de retiro para estar más oculto,
mas apenas llegó al nuevo refugio llegaron también
sus perseguidores. Estos buscaron largo rato y no
hallándole cogieron a dos muchachos y los azotaron hasta
que uno de ellos descubrió el lugar en que se hallaba
oculto Policarpo. No podía ya ocultarse aquel a quien
esperaba el martirio. El jefe de Policía de Esmirna,
Herodes, tenía gran deseo de presentarle en el anfiteatro,
para que fuese imitador de Cristo en la Pasión.
Además, ordenó que a los traidores se les
recompensara como a Judas. Armado, pues un pelotón de
soldados de a caballo, salieron un viernes antes de cenar en
busca de Policarpo, con uno de los muchachos a la cabeza no como
para prender a un discípulo de Cristo, sino como si se
tratara de algún famoso ladrón.
Encontráronle de noche oculto en una casa. Hubiera podido
huir al campo, pero cansado como estaba, prefirió
presentarse él mismo a esconderse de nuevo, porque
decía. "Hágase la voluntad de Dios; cuando El lo
quiso me escondí, y ahora que El lo dispone, lo deseo yo
también". Viendo, pues, a los soldados, bajó adonde
ellos estaban y les habló cuanto su debilidad se lo
permitió y el Espíritu de la gracia sobrenatural le
inspiró.

Admiraban los soldados ver en él, a sus
años, tanta agilidad y de que en tan buen estado de
salud le hubieran
encontrado tan pronto. En seguida mandó que les prepararan
la mesa, cumpliendo así el precepto divino, que encarga
proveer de las cosas necesarias para la vida aun a los enemigos.
Luego les pidió permiso para hacer oración y
cumplir sus obligaciones
para con Dios. Concedido el permiso, oró por espacio de
dos horas de pie, admirando su fervor a los circunstantes y hasta
a los mismos soldados. Acabó su oración, pidiendo a
Dios por toda la iglesia, por
los buenos y por los malos, hasta que llegó el momento de
recibir la corona de la justicia, que
en todo momento había guardado. Fue montado en un asno, y
cuando ya se acercaba a la ciudad, se encontraron con Herodes y
su padre Nicetas, que venían en un carro.
Obligáronle a montar con ellos, por ver si con este favor
lograban vencer a aquel que era invencible por tormentos.
Procuraron insinuarse en su ánimo y hacerle pronunciar
alguna palabra menos reverente, diciéndole:
"¿Qué mal puede haber en llamar señor al
César y sacrificar?", y todo lo demás que el
demonio les inspiraba. Refrenábase el Santo y les
oía con paciencia, hasta que no pudiendo contener su celo,
prorrumpió en estas palabras: "No habrá cosa que
pueda hacerme mudar de propósito: ni el fuego, ni la
espada, ni las prisiones, ni el hambre ni el destierro, ni los
azotes". Irritados ellos con esta respuesta, cuando más
veloz iba el carro arrojaron a Policarpo al camino,
rompiéndosele una pierna al caer, lo que no le
impidió acudir con presteza al anfiteatro, sin preocuparse
mucho de sus dolores.

Al entrar en el anfiteatro se oyó una voz del
cielo que decía: "Sé fuerte, Policarpo". Esta voz
sólo la oyeron los cristianos que estaban en la arena,
pero de los gentiles nadie
la oyó. Cuando fue llevado ante el palco del
procónsul, confesó valerosamente al Señor,
despreciando las amenazas del juez.

El procónsul procuró por todos los
medios hacerle
apostatar, diciéndole tuviera compasión de su
avanzada edad, ya que parecía no hacer caso de los
tormentos. "¿cómo ha de sufrir tu vejez -le
decía- lo que a los jóvenes espanta?. Debes jurar
por el honor del César y por su fortuna.
Arrepiéntete y di: "Mueran los impíos". Animado el
procónsul, prosiguió: "Jura también por la
fortuna del César y reniega de Cristo". "Ochenta y seis
años ha -respondió Policarpo- que le sirvo y
jamás me ha hecho mal; al contrario, me ha colmado de
bienes,
¿cómo puedo odiar a aquel a quien siempre he
servido, a mi Maestro, mi Salvador, de quien espero mi felicidad,
al que castiga a los malos y es el vengador de los
justos?".

Mas como el procónsul insistiese en hacerle jurar
por la fortuna del César, él le respondió:
"¿Por qué pretendes hacerme jurar por la fortuna
del César?. ¿Acaso ignoras mi religión?. Te he
dicho públicamente que soy cristiano, y por más que
te enfurezcas, yo soy feliz. Si deseas saber qué doctrina
es ésta, dame un día de plazo, pues estoy dispuesto
a instruirte en ella si tú lo estás paras
escucharme". Repuso el procónsul: "Da explicaciones al
pueblo y no a mi". Respondióle Policarpo: "A vuestra
autoridad es a
quien debemos obedecer, mientras no nos mandéis cosas
injustas y contra nuestras conciencias. Nuestra religión
nos enseña a tributar el honor debido a las autoridades
que dimanan de la de Dios y obedecer sus órdenes. En
cuanto al pueblo, le juzgo indigno, y no creo que deba darle
explicaciones: lo recto es obedecer al juez, no al
pueblo".

"A mi disposición están las fieras, a las
que te entregaré para que te hagan pedazos si no desistes
de tu terquedad", dijo el procónsul."Vengan a mi los
leones -repuso Policarpo- y todos los tormentos que vuestro furor
invente; me alegrarán las heridas, y los suplicios
serán mi gloria, y mediré mis méritos por la
intensidad del dolor. Cuanto mayor sea éste, tanto mayor
será el premio que por él reciba. Estoy dispuesto a
todo; por las humillaciones se consigue la gloria"."Si no te
asustan los dientes de las fieras, te entregaré a las
llamas"."Me amenazas con un fuego que dura una hora, y luego se
apaga y te olvidas del juicio venidero y del fuego eterno, en el
que arderán para siempre los impíos. ¿Pero a
qué tantas palabras?. Ejecuta pronto en mi tu voluntad, y
si hallas un nuevo género de
suplicio, estrénalo en mi".Mientras Policarpo decía
estas cosas, de tal modo se iluminó su rostro de una
luz
sobrenatural, que el mismo procónsul temblaba. Luego
gritó el pregonero por tres veces: "Policarpo ha confesado
que es cristiano".

Todo el pueblo gentil de Esmirna, y con él los
judíos,
exclamaron: "Este es el doctor de Asia, el padre de
los cristianos, el que ha destruido nuestros ídolos y ha
violado nuestros templos, el que prohibía sacrificar y
adorar a los dioses; al fin ha encontrado lo que con tantos
deseos decía que anhelaba". Y todos a una pidieron al
asiarca Filipo que se lanzara contra él un león
furioso; pero Filipo se excusó, diciendo que los juegos
habían terminado. Entonces pidieron a voces que Policarpo
fuera quemado vivo. Así se iba a cumplir lo que él
había anunciado, y dando gracias al Señor, se
volvió a los suyos y les dijo: "Recordad ahora, hermanos,
la verdad de mi sueño".

Entre tanto, el pueblo, y en particular los
judíos, acuden corriendo a los baños y talleres en
busca de leños y sarmientos. Cuando estaba ardiendo la
hoguera, se acercó a ella Policarpo, se quitó el
ceñidor y dejó el manto, disponiéndose a
desatar las correas de las sandalias, lo cual no solía
hacer él, porque era tal la veneración en que le
tenían los fieles, que se disputaban este honor por
poder besarle
los pies.

La tranquilidad de la conciencia le
hacía aparecer ya rodeado de cierto esplendor aun antes de
recibir la corona del martirio.Dispuesta ya la hoguera, los
verdugos le iban a atar a una columna de hierro,
según era costumbre, pero el Santo les suplicó,
diciendo: "Permitidme quedar como estoy; el que me ha dado el
deseo del martirio, me dará también el poder
soportarlo; El moderará la intensidad de las llamas.
Así, pues, quedó libre; sólo le ataron las
manos atrás y subió a la hoguera. Levantando
entonces los ojos al cielo. exclamó: "Oh, Señor,
Dios de los Angeles y de los Arcángeles, nuestra
resurrección y precio de
nuestro pecado, rector de todo el universo y
amparo de los
justos: gracias te doy porque me has tenido por digno de padecer
martirio por ti, para que de este modo perciba mi corona y
comience el martirio por Jesucristo en unidad del Espíritu
Santo; y así, acabado hoy mi sacrificio, veas
cumplidas tus promesas. Seas, pues bendito y eternamente
glorificado por Jesucristo Pontífice omnipotente y eterno,
y todo os sea dado con él y el Espíritu Santo, por
todos los siglos de los siglos. Amén".

Terminada la oración fue puesto fuego a la
hoguera, levantándose las llamas hasta el cielo. Entonces
ocurrió un milagro del que fueron testigos aquellos a
quienes la Providencia había escogido para que le
divulgaran por todas partes. A los lados de la hoguera
apareció un arco con sus extremos dirigidos hacia el
cielo, a modo de vela henchida por el viento, la cual rodeaba el
cuerpo del mártir, protegiéndole contra las llamas.
El sagrado cuerpo tenía el aspecto de un pan recién
cocido, o, mejor, de una mezcla de plata y oro fundidos,
que con su brillo recreaba la vista. Un olor como de incienso y
mirra o de algún exquisito ungüento disipaba el mal
olor de la hoguera. De este prodigio fueron testigos aun los
infieles, tanto, que se convencieron de que el cuerpo del Santo
era incombustible, y así pidieron al atizador del fuego
que hiriese el cuerpo con un cuchillo. Hízolo él
así y brotó sangre, en tanta
abundancia, que extinguió el fuego. Vióse
también salir una paloma del cuerpo. Quedó el
pueblo estupefacto ante el prodigio, confesando la gran
diferencia a la hora de la muerte
entre los cristianos y los infieles, y reconociendo la
superioridad de la religión cristiana, aunque no tuvieron
fuerzas para abrazarla. De este modo consumó su sacrificio
Policarpo, doctor de Esmirna. Sus revelaciones siempre se
realizaron.

El demonio, enemigo irreconciliable de los justos,
reconociendo la gloria de aquel martirio, premio de una vida
irreprochable desde la más tierna infancia,
excogitó un medio para privar a los fieles de poseer el
cuerpo del mártir, por más que ellos intentaran
apoderarse de él por todos los medios. Para ello
sugirió a Nicetas, padre de Herodes, y hermano de Alces,
que pidiera al procónsul no entregara las reliquias del
mártir a los cristianos, porque se imaginaba que las
habían de tributar un culto como al mismo Cristo. Esto
mismo pretendían los judíos que custodiaban el
cuerpo, para que los cristianos no pudieran acercarse a
recogerle, ignorando que los cristianos no podemos abandonar el
culto de Cristo, ni dirigir nuestras oraciones a otro que a El,
que tanto padeció por redimirnos de nuestros pecados.
Unicamente le adoramos a El por ser Hijo de Dios, y a los
mártires y siervos suyos fieles les honramos y les pedimos
que por su intercesión podamos un día ser
compañeros de ellos en la gloria. El centurión, en
vista de la disputa que sosteníamos con los judíos,
mandó colocar el cuerpo del Santo en medio de la hoguera.
Nosotros conseguimos recoger algunos huesos, como oro
y piedras preciosas, y los enterramos y el día del
aniversario del martirio nos reunimos para solemnizarle como el
Señor lo ordenó.

Esto es lo que ocurrió con el bienaventurado
Policarpo. Consumó su martirio en Esmirna con otros doce
cristianos de Filadelfia, pero él es el que ha conseguido
el principal culto.

Su martirio fue muy superior, y todo el pueblo le llama
"su maestro". Todos deseamos ser sus discípulos, como
él lo era de Jesucristo, que venció la
persecución de un juez injusto y alcanzó la corona
incorruptible, dando fin a nuestros pecados. Unámonos a
los Apóstoles y a todos los justos y bendigamos
únicamente a Dios Padre Todopoderoso; bendigamos a
Jesucristo nuestro Señor, salvador de nuestras almas,
dueño de nuestros cuerpos y pastor de la Iglesia
universal; bendigamos también al Espíritu Santo por
quien todas las cosas nos son reveladas. Repetidas veces me
habíais pedido os comunicara las circunstancias del
martirio del glorioso Policarpo, y hoy os mando esta
relación por medio de nuestro hermano Marciano. Cuando
vosotros os hayáis enterado, comunicadlo a las otras
iglesias, a fin de que el Señor sea bendito en todas
partes, y todos acaten la elección que su gracia se digna
hacer de los escogidos. El puede salvarnos a nosotros mismos por
Jesucristo Nuestro Señor y Redentor, por el cual y con el
cual es dada a Dios toda gloria, honor, poder y grandeza, por los
siglos de los siglos. Amén. Saludad a todos los fieles;
los que estamos aquí os saludamos. Asimismo os saluda
Evaristo, que esto ha escrito, os saluda con toda su familia. El
martirio de Policarpo tuvo lugar el 25 de abril, el día
del gran sábado, a las dos de la tarde. Fue preso por
Herodes, siendo pontífice o asiarca Filipo de Trates, y
procónsul Stacio Cuadrato. Gracias sean dadas a Jesucristo
Nuestro Señor, a quien se debe gloria, honor, grandeza y
trono eterno de generación en generación.
Amén.

Este ejemplar le ha copiado Gayo de los ejemplares de
Ireneo, discípulo de Policarpo. Yo, Sócrates,
lo copié del ejemplar de Gayo. Yo, Pionio, he confrontado
los originales y lo transcribo por revelación del glorioso
Policarpo; como lo dije en la reunión de los que
vivían cuando el Santo trabajaba con los escogidos.
Nuestro Señor Jesucristo me reciba en el reino de los
cielos, con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo por los
siglos de los siglos. Amén.

B) CARTA DE LAS
IGLESIAS DE VIENA Y LYON SOBRE EL MARTIRIO DE POTINO, OBISPO Y
OTROS MUCHOS FIELES.

1. Los siervos de Cristo que habitan en Viena y Lyon en las
Galias, a sus hermanos de Asia y Frigia, que participan de
nuestra fe y nuestra esperanza en la redención, paz,
gracia y gloria por el Padre y Nuestro Señor Jesucristo.
Nadie podía explicar, ni nosotros describir, la grandeza
de las tribulaciones que los bienaventurados mártires han
padecido, ni la rabia y furor de los gentiles contra los santos.
Nuestro adversario reunió todas sus fuerzas contra
nosotros, y en sus designios de perdernos, ha ido con cautela
haciéndonos sentir al principio algunas señales
de odio. No dejó piedra por mover, sugiriendo a sus
satélites
toda clase de
medios contra los siervos del Señor; llegó a tal
extremo que ni en las casas ni en los baños, ni aun en el
foro, se toleraba nuestra
presencia; en ningún lugar nos podíamos
presentar.

2. La gracia de Dios nos asistió contra el demonio;
ella fortaleció a los más débiles y les hizo
fuertes como columnas, que resistieron a todos los empujes del
enemigo. Estos, sorprendidos de improviso, soportaron toda suerte
de ultrajes y tormentos que a otros hubieran parecido demasiado
largos y dolorosos, pero a ellos les parecían ligeros y
suaves: tal era su deseo de unirse con Cristo. Nos mostraron con
su ejemplo que no hay comparación entre los dolores de
esta vida y la gloria que en la otra hemos de poseer. En primer
lugar, hubieron de sufrir todos los insultos y vejaciones que el
pueblo en masa les prodigó, gritos, golpes, detenciones,
confiscaciones de bienes, lapidaciones y, por fin, la
cárcel; en suma, cuanto un pueblo furioso suele prodigar a
sus víctimas. Todo fue soportado con admirable constancia.
Los que habían sido arrestados fueron conducidos al foro
por el tribuno y los duunviros de la ciudad, e interrogados ante
el pueblo. Todos confesaron su fe y fueron encarcelados hasta el
regreso del legado imperial.

3. A su vuelta fueron llevados a su presencia, y como tratase
con extrema dureza a los nuestros, Vecio Epágato, uno de
nuestros hermanos que asistía al interrogatorio, tan
encendido en el amor de
Dios como en el del prójimo, y que desde muy joven
había merecido los elogios que el anciano como
Zacarías, por su vida austera y perfecta, caminando con
firmeza por las vías del Señor, impaciente de
hacerse de algún modo útil, no pudo sufrir tan
manifiesta iniquidad, y lleno del celo de Dios pidió para
si la defensa de los acusados, comprometiéndose a probar
que no merecían la acusación de ateísmo e
impiedad. Los que rodeaban el tribunal exclamaron a voces contra
él. El legado rehusó su demanda, por
más justificada que fuera, y le preguntó
simplemente si era cristiano: "Sí", respondió
él con voz clara y resuelta; y fue agregado al
número de mártires. "Ved ahí al abogado de
los cristianos", dijo el presidente con ironía. Pero Vecio
tenía dentro de sí al abogado por excelencia, al
Espíritu Santo, en mayor abundancia aún que
Zacarías, puesto que le inspiró entregarse a si
propio en defensa de sus hermanos. Fue y es genuino
discípulo de Cristo, y sigue al Cordero por doquiera que
va.

4. Desde aquel momento, también los demás
confesores comenzaron a distinguirse. Los primeros
mártires confesaron su fe con todo denuedo y
alegría de ánimo. Entonces también se
conocieron los que no estaban tan fuertes y preparados para tan
furioso ataque. De éstos, diez apostataron, lo que nos
produjo gran pena, y fue causa de abundantes lágrimas,
porque con su conducta
atemorizaron a otros muchos, que quedaron libres, los cuales, a
costa de innumerables peligros, asistieron a los que
habían confesado su fe. Por aquellos días todos
éramos presa de un gran temor y sobresalto por el éxito
incierto de la confesión de la fe, más bien que por
temor a los tormentos que se nos daban, por el de las
apostasías. Cada día nuevos arrestos venían
a llenar los vacíos dejados por las defecciones, y muy
pronto los más preclaros de los miembros de las dos
iglesias, sus fundadores, estuvieron encarcelados. También
lo fueron algunos siervos nuestros aunque eran gentiles, porque
la orden de arresto del procónsul nos englobaba a todos.
Estos desgraciados, incitados por el demonio, aterrorizados por
los tormentos que veían padecer a los fieles, y movidos a
ello por los soldados, declararon que infanticidios, banquetes de
carne humana, incestos y otros crímenes, que no se pueden
nombrar, ni aun imaginar, ni es posible que jamás hombre alguno
haya cometido, eran cometidos por nosotros los cristianos. Estas
calumnias, esparcidas entre el vulgo, conmovieron de tal manera
los ánimos contra nosotros, que aun aquellos que hasta
entonces, por razones de parentesco, se habían mostrado
moderados, se enardecieron contra nosotros. Entonces se
cumplió lo que dijo el Señor: "Llegará un
día en que aquellos que os quiten la vida crean hacer una
obra agradable a Dios". Desde aquellos días los
mártires santísimos sufrieron tales torturas, que
ni explicarse pueden, con las cuales Satán
pretendía hacerles confesarse reos de los crímenes
de que se los acusaba.

5. Se cebó de un modo particular el furor del pueblo,
del presidente y de los soldados sobre el diácono de
Viena, Santos, sobre Maturo neófito, pero, a pesar de
ello, valiente atleta de Cristo, sobre Atalo, originario de
Pérgamo, apoyo y columna de nuestra iglesia sobre
Blandina, en la cual demostró Cristo que lo que a los ojos
de los hombres es vil, ignominioso y despreciable, es para Dios
de gran estima, en razón del amor
demostrado a El y de la fortaleza en confesarle; porque Dios
aprecia las cosas como en sí son, no las apariencias.
Todos temíamos, y en particular la que había sido
su señora (también se encontraba entre los
mártires), que aquel cuerpo tan diminuto y débil no
podría confesar la fe hasta el fin; pero fue tal la
fortaleza de Blandina, que los verdugos que se relevaban unos a
otros desde la mañana hasta la noche, después de
aplicarla todos los tormentos, tuvieron que desistir, rendidos de
fatiga. Agotados todos sus recursos, se
confesaron vencidos, admirándose de que aun quedase con
vida después de tener todo el cuerpo desgarrado y deshecho
por los tormentos, llegando a confesar que una sola de las
torturas hubiera bastado para causarla la muerte, cuanto
más todas ellas. A pesar de todo, ella, como un fuerte
atleta, renovaba sus fuerzas confesando la fe. Y pronunciando
estas palabras: "Soy cristiana" y "Nosotros no hacemos maldad
alguna", parecía descansar y cobrar nuevos ánimos
olvidándose del dolor presente.
6. También Santos, habiendo experimentado en su cuerpo
todos los tormentos que el ingenio humano pudo imaginar, y cuando
esperaban sus verdugos que a fuerza de
torturas conseguirían hacerle confesar algún
crimen, estuvo tan constante y firme que no dijo su nombre ni el
de su nación,
ni el de su ciudad, ni aun si era siervo o libre, sino que a
todas las preguntas respondía en latín: "Soy
cristiano, esto era para él su nombre, su patria y su
raza, y los gentiles no pudieron hacerle pronunciar otras
palabras. Por todo lo cual se encendió contra él de
un modo especial la ira y furor del presidente y de los verdugos;
hasta tal punto, que no quedándoles ya más lugar en
que atormentarle, le aplicaron láminas de bronce ardiendo
sobre las partes más sensibles del cuerpo. Mientras sus
miembros se abrasaban, él permanecía firme e
inconmovible en su confesión, porque estaba bañado
y fortificado por las aguas de vida que manan del cuerpo de
Cristo. El cuerpo mismo del mártir atestiguaba claramente
lo que había sufrido, porque todo él era una llaga,
contraído y retorcido, de tal forma que ni la figura de
hombre conservaba. En el cual, padeciendo el mismo Cristo, obraba
grandes milagros, derrotando por completo al enemigo y dando
ejemplo a los demás fieles, de que donde reina la caridad
del Padre no hay nada que temer, porque el dolor se cambia en
gloria para Cristo. Pasados algunos días, aquellos
malvados volvieron a atormentar al mártir, creyendo que si
reiteraban los tormentos sobre las llagas sangrientas e hinchadas
saldrían vencedores, porque en tal estado hasta el solo
tocarlas con la mano produciría un dolor insoportable Al
menos esperaban que si morían en los tormentos, los
demás se intimidarían. Nada de esto ocurrió,
porque contra lo que todos esperaban, el cuerpo de repente
recobró su vigor y antigua hermosura, de tal modo que el
segundo tormento más bien fue para él un refrigerio
que una pena.

7. Bibliada era una mujer de aquellas
que habían renegado de Cristo, el diablo,
creyéndola ya suya, y queriéndola hacer responsable
de un nuevo crimen, el de blasfemia, la condujo al tormento,
esperando que como antes se había mostrado débil y
remisa, ahora conseguiría de ella hacerla confesar
nuestros crímenes. Pero ella lo rehusó, aunque la
aplicaron el tormento, y recapacitando y como despertando de un
profundo sueño, los tormentos que tenía presentes
la hicieron pensar en los del infierno. Y dijo a sus verdugos:
"¿Cómo creéis vosotros que unos hombres a
quienes está prohibido comer carne de animales han de
comerse a los niños?". Desde aquel momento se
confesó cristiana y fue contada entre el número de
los mártires.

8. Como todos los tormentos inventados por los tiranos fuesen
superados por la constancia que Cristo concedió a sus
confesores, el diablo inventó nuevos modos de tormentos.
Se los encerró en oscurísimos y muy
incómodos calabozos, con los pies metidos en cepos y
estirados hasta la quinta clavija, además de todos los
inventos de
nuevos suplicios que los crueles carceleros, inspirados por el
demonio, imaginaron para dar tormento a sus víctimas. A
tal extremo llegaron que muchos perecieron asfixiados en las
cárceles. Dios, que en todas las cosas muestra su
gloria, les había reservado tal género de muerte.
Otros que habían sido tan atrozmente martirizados que ni
imaginarse podía, quedaron con vida, aunque se les
hubieran aplicado todos los remedios, continuaron en la
cárcel, destituidos de auxilio humano, pero confortados
por el Señor, firmes espiritual y corporalmente, los
cuales enardecían y consolaban a los demás. Otros
que habían sido apresados posteriormente y que no estaban
tan acostumbrados a los tormentos, no pudiendo soportar los
padecimientos de la cárcel, expiraron en ella.

9. El bienaventurado Potino, obispo de la iglesia de Lyon,
más que nonagenario, y con el cuerpo tan débil que
apenas retenía en sí el espíritu,
recobró nuevos bríos ante la inminencia del
martirio, también fue conducido al tribunal. Su cuerpo,
débil por la edad, y además enfermo, encerraba un
alma dispuesta
a triunfar por Cristo. Fue llevado al tribunal por los soldados,
acompañándole los magistrados de la ciudad y una
muchedumbre inmensa, que le aclamaba a voces como si él
fuera el mismo Cristo. Ante el tribunal dió egregio
testimonio de su fe. Preguntado por el presidente cuál era
el Dios de los cristianos, respondió: "Si eres digno le
conocerás". Luego, sin respeto alguno,
fue arrastrado y cubierto de heridas, porque los que estaban
cercanos a él le dieron de patadas y puñetazos, sin
el menor respeto a sus canas. Los que estaban más lejos le
arrojaron cuanto les vino a las manos: todos ellos se hubieran
creído reos de un gran crimen si no le hubieran
atormentado cuando pudieron. Así creían vengar la
injuria de sus dioses. En aquel estado fue llevado a la
cárcel donde expiró a los dos días.

10. Entonces brilló de un modo particular la
providencia divina, y se manifestó la inmensa misericordia
de Jesucristo en un hecho que a nosotros nos parece raro, pero
muy propio de la sabiduría y bondad de Cristo. Todos
aquellos hermanos que habían sido apresados cuando la
primera orden de detención y que habían renegado la
fe, fueron encarcelados lo mismo que los que la habían
confesado, y sufrían las mismas penalidades que los
mártires. Nada les valió su apostasía.
Aquellos que se confesaron cristianos fueron encarcelados como
tales, y no se les imputó otro crimen. En cambio, a los
otros se les encarcelaba como a homicidas y hombres criminales, y
sufrían doble tormento que los demás. Porque a los
verdaderos mártires les consolaba y daba ánimo el
gozo del martirio, la esperanza de la gloria y el amor a
Jesucristo y del Espíritu del Padre. Por el contrario, a
los renegados les remordía su conciencia, tanto que con
sólo mirarlos a la cara se les conocía y se les
distinguía de los demás. Los verdaderos
mártires andaban alegres, reflejándose en sus caras
una cierta majestad y nobleza, de modo que las cadenas para ellos
eran un adorno, que
aumentaba su hermosura, como la de una desposada vestida de su
traje de boda. A los apóstatas se les veía con la
cabeza baja, sucios, mal vestidos, cubiertos de ignominia hasta
para los mismos gentiles, que despreciaba su cobardía y
los trataban como a asesinos confesos por su propio testimonio.
Habían perdido el glorioso y salutífero nombre de
cristianos. Todo esto era un gran estímulo para los
confesores de la fe que lo veían. Cuando después
eran apedreados algunos otros, en seguida confesaban la fe para
no caer en la tentación de cambiar de
propósito.

11. Más tarde se dividió a los mártires
por grupos,
según el género de martirio: de esta suerte los
gloriosos confesores presentaron al Padre una corona tejida de
flores de diversos colores. Era
justo que aquellos valientes luchadores que habían tenido
tantos combates y tantos triunfos, recibieran la corona de la
inmortalidad. Maturo, Santos, Blandina y Atalo fueron condenados
a las bestias en el anfiteatro, para dar un público
espectáculo de inhumanidad gentilicia a costa de los
cristianos. Maturo y Santos de nuevo soportaron en el anfiteatro
toda la serie de los tormentos como si antes nada hubieran
sufrido; o, mejor dicho, como atletas que, superados la mayor
parte de los obstáculos, luchan por conseguir la corona.
De nuevo debieron padecer los mismos suplicios; las varas, los
mordiscos de las fieras que los arrastraban por la arena y todo
lo que el vulgo furioso pedía a gritos. Al fin las
parrillas al rojo, sobre las cuales se asaban las carnes de los
mártires, despidiendo olor intolerable, que se
extendía por todo el anfiteatro. Ni esto bastó para
calmar aquellos instintos sanguinarios, muy al contrario,
aumentó su furor con el deseo de vencer la constancia de
los mártires. A Santos no consiguieron hacerle pronunciar
otra palabra que aquella que había repetido desde el
principio: "Soy cristiano".

Por fin, después de tan horrible martirio, como
aún respirasen, habían mandado que los degollasen.
Aquel día ellos dieron el espectáculo al mundo en
lugar de los variados juegos de los gladiadores. Blandina fue
expuesta a las fieras suspendida en un poste. Atada a él
en forma de cruz, constantemente estuvo haciendo oración a
Dios con lo cual esforzaba el valor de los
demás mártires, los cuales, en la persona de la
hermana, veían con sus propios ojos la imagen de aquel
que murió crucificado por su salvación, y para
demostrar a los que creyeran en El que todo aquel que padeciera
por la gloria de Cristo había de ser partícipe con
Dios. No atacando ninguna fiera el cuerpo de la mártir,
fue depuesta del madero y encerrada en la cárcel,
reservándola para un nuevo combate. Vencido el enemigo en
todas estas escaramuzas, la derrota de la tortuosa serpiente
sería inevitable y segura, y con su ejemplo
estimularía el valor de los hermanos. Puesto que aunque de
por sí era delicada y despreciable, revestida de la
fortaleza del invicto atleta Cristo, triunfaría repetidas
veces del enemigo y conseguiría, en glorioso combate una
corona inmarcesible. El populacho pidió a grandes voces el
suplicio de Atalo, porque era de familia noble; él se
presentó al combate con la conciencia tranquila por haber
obrado con rectitud. Porque estaba bien impuesto en la
doctrina del cristianismo y
siempre había sido entre nosotros un fiel testigo de la
verdad. Paseáronle por el anfiteatro, y delante de
él era llevada una tabla, sobre la cual se había
escrito en latín: "Este es Atalo, el cristiano", lo cual
fue motivo para que los espectadores se enardecieran más
contra él. Cuando el legado se dió cuenta de que
era ciudadano romano, mandó que fuera de nuevo conducido a
la cárcel con todos los demás. Luego
consultó al Cesar sobre lo que había de hacerse con
los encarcelados, y esperó su respuesta.
12. Esta tregua no fue infructuosa y sin provecho, porque gracias
a la indulgencia de los confesores se reveló la inmensa
misericordia de Cristo; los miembros de la iglesia que
habían perecido, con la ayuda y solicitud de los miembros
vivos, fueron devueltos a la vida, y con gran gozo de la iglesia
virgen y madre, volvieron a su seno sanos y salvos aquellos hijos
abortivos que ella había arrojado. Por mediación de
los mártires santísimos aquellos otros que
habían apostatado la fe volvieron a la iglesia y fueron
como concebidos de nuevo, y animados de nuevo con calor vital
aprendían a confesar la fe. Cuando estuvieron ya devueltos
a la vida y confortados por la misericordia de Dios, que no
quiere la muerte del pecador, sino más bien que se
arrepienta y viva por segunda vez, se presentaron al tribunal
para ser interrogados por el legado; porque ya éste
había recibido un rescripto del emperador, según el
cual los que perseveraran en la confesión de la fe
debían ser decapitados, y los que renegasen absueltos y
puestos en libertad. El
día de la gran feria, que se celebra entre nosotros, y a
la que acuden mercaderes de todas las provincias, el legado
mandó comparecer a los mártires ante su tribunal,
intentando dar al pueblo una especie de función
teatral. En el nuevo interrogatorio todos los que eran ciudadanos
romanos fueron condenados a la pena capital y los
demás a ser expuestos a las fieras.

13. Aquello fue un triunfo para Cristo; todos los que antes
habían negado la fe, entonces la confesaron con gran
valentía contra todo lo que esperaban los gentiles. Se los
interrogó aparte de los demás, creyendo que
renegarían la fe y serían puestos en libertad; pero
como confesaron, fueron agregados al grupo de los
mártires. Sólo quedaron fuera aquellos en cuyas
almas no había ni rastro de fe, ni respeto por el traje
del Bautismo, ni traza de temor de Dios; hijos de
perdición, que con su manera de vivir infamaban la
religión que profesaban. Todos los otros fueron
incorporados a la Iglesia. Cuando éstos eran interrogados,
Alejandro, frigio de nación,
y de profesión médico, quien ya hacía muchos
años que moraba en las Galias, y a quien todos
conocían por su gran amor de Dios y su celo por predicar
la fe (porque en él habitaba la gracia de la
predicación), se hallaba junto al tribunal y animaba con
gestos y ademanes a los confesores. Pero el populacho, irritado
ya porque los que habían apostado confesaban de nuevo la
fe, comenzó a vociferar contra Alejandro,
acusándole de ser el causante de tal retractación.
Instando el presidente, le preguntó quien era. Como
contestase que era cristiano, irritado el juez le condenó
a las fieras. Al día siguiente fue echado a ellas junto
con Atalo, porque el legado no quiso oponerse a las reclamaciones
del pueblo. Ambos, después de pasar por todos los
tormentos inventados por el odio contra los cristianos,
después de un magnífico combate, fueron degollados.
Alejandro en todo el tiempo que
duró el martirio no pronunció una palabra ni
exhaló un gemido, sino que estuvo abstraído en
Dios. Atalo por su parte, al ser tostado en una parrilla, como
exhalase muy mal olor su cuerpo, habló de esta manera al
pueblo "Esto que estáis haciendo, esto es comerse a los
hombres; nosotros ni nos comemos a los hombres, ni hacemos mal
ninguno". Y como los gentiles le preguntasen por el nombre de
Dios, contestó: "Dios no tiene un nombre como nosotros los
mortales".

14. Después de todos éstos, el último
día de los espectáculos de nuevo tocó la vez
a Blandina, con el joven de quince años Póntico.
Los dos en días anteriores habían sido introducidos
para que vieran como eran atormentados los demás. Fueron
varias veces incitados a jurar por los dioses de los gentiles,
pero como permaneciesen firmes en su propósito y se
burlasen de ellos, esto les atrajo de tal modo las iras del
populacho, que no tuvieron consideración alguna con la
tierna edad del uno y la debilidad del sexo de la
otra. Experimentaron en ellos toda clase de torturas y vejaciones
para conseguir hacerlos jurar por los dioses, pero todo
inútil. Todos los espectadores se daban cuenta de que las
exhortaciones de la hermana eran las que sostenían al
joven, que finalmente después de sufrir con gran
ánimo los tormentos expiró. Ya sólo quedaba
Blandina, que como una madre había animado a sus hijos al
combate, y había hecho que todos la precedieran vencedores
delante del rey, siguiéndoles a todos ella por el
sangriento sendero que habían trazado, gozosa de su
próximo triunfo, como quien ha sido convidado a un
banquete nupcial, no como un condenado a las bestias.

Después de tolerar los azotes, después de ser
arrastrada por las fieras, después de las parrillas
ardientes, fue envuelta en una red y expuesta a un toro
bravo, el cual la lanzó repetidas veces por los aires pero
ella no sintió nada: tan abstraída estaba en la
esperanza de los bienes futuros y en su íntima
unión con Cristo. Al fin la degollaron. Los mismos
gentiles llegaron a confesar que nunca entre ellos se
había visto a una mujer padecer tantos tormentos.

15. Ni con todo esto llegó a calmarse el furor y
saña de los gentiles contra los cristianos. Aquellas
gentes, bárbaras y feroces exacerbadas más
aún por la rabia de la bestia cruel, no eran
fáciles de aplacar. Su saña se cebó en los
cuerpos de los mártires. La vergüenza de su derrota
no les hacía humillarse, parecían no tener ni
sentimientos ni razón humana. La rabia y furor del
delegado y del pueblo crecían como los de una fiera, por
más que no hubiera motivo alguno para odiarnos de aquel
modo. Así se cumplía la escritura, que
dice: "El malvado que se pervierta más aún, y el
justo, justifíquese más". Los cuerpos de los que
habían muerto asfixiados en la cárcel fueron
arrojados a los perros, poniendo
guardia de día y de noche para que no pudiéramos
recogerlos y sepultarlos. Lo que perdonaron las fieras y el
fuego, trozos desgarrados, miembros tostados y carbonizados,
cabezas truncadas, cuerpos mutilados, todo ello quedó
durante muchos días insepulto, con una escolta militar
para guardarlo. Y aún había quienes se
enfurecían y rechinaban los dientes contra los muertos, y
hubieran querido les aplicasen más refinados tormentos.
Otros se reían y los insultaban, dando gloria y exaltando
a los dioses por las penas que habían hecho padecer a los
mártires. Algunos otros, un poco más humanos, y que
aparentaban tenernos compasión, también nos
escarnecían diciendo: "¿ Dónde está
su Dios?. ¿Y qué les ha aprovechado su
religión por la cual han dado sus vidas?". Esta era la
actitud de los
gentiles para con nosotros. Por nuestra parte el dolor era muy
grande por no poder sepultar los cadáveres. Porque ni de
noche, ni a fuerza de dinero, ni con
súplicas, pudimos doblegar sus voluntades; al contrario,
ponían todo su empeño en custodiar los
cadáveres como si de ello se les siguiera un gran
beneficio.

16. Así, pues, los cuerpos de los mártires
fueron objeto de toda suerte de ultrajes durante los seis
días que estuvieron expuestos; luego se les quemó y
redujo a cenizas, y éstas arrojadas a la corriente del
Ródano, para que no quedara ni rastro de ellas. Con esto
creían hacerse superiores a Dios y privar a los
mártires de la resurrección. "De este modo,
decían ellos, no les quedará ninguna esperanza de
resucitar, confiados en la cual han introducido esta nueva
religión, y sufren alegres los más atroces
tormentos, despreciando la misma muerte. Ahora veremos si
resucitan y si su Dios les puede auxiliar y librarlos de nuestras
manos".

17. Aquellos que tanto se habían esforzado por imitar a
Cristo, "que teniendo la naturaleza
divina nada usurpó a Dios al hacerse igual a El", y que
después de haber sido elevados a tanta gloria y de haber
tolerado no uno que otro, sino tantos géneros de
suplicios, que sabían lo que eran las fieras y la
cárcel, que aun conservaban las llagas de las quemaduras y
tenían los cuerpos cubiertos de cicatrices; aquellos
hombres, pues, no osaban llamarse mártires, ni
permitían que se lo llamaran. Si algunos de nosotros, por
escrito o de palabra, se atrevía a llamárselo, le
reprendían con severidad.

Tal título de mártir sólo lo daban a
Cristo, testigo verdadero y fiel, primogénito de los
muertos y principio y autor de la vida divina. También
concedían este título a aquellos que habían
muerto en la confesión de la fe. "Ellos ya son
mártires, decían, porque Cristo ha recibido su
confesión y la ha sellado como con su anillo. Nosotros
sólo somos pobres y humildes confesores". Y con
lágrimas en los ojos nos rogaban pidiéramos al
Señor que también ellos pudieran un día
alcanzar tan gran fin. Realmente mostraban tener valor
verdaderamente de mártires al responder con tanta libertad
y confianza a los gentiles, dando muestras de gran temple de
alma. Rehusaban el nombre de mártires que les daban los
hermanos, poseídos como estaban de temor de Dios, y se
humillaban bajo su poderosa mano que tan alto les había
elevado. A todos excusaban y no condenaba a nadie. A todos
perdonaban y a nadie acusaban. Aun por aquellos por quienes tan
cruelmente habían sido atormentados hacían
oración al Señor, y a imitación de Esteban
decían: "Señor, no les inculpéis este
pecado". Y si El oraba por los que le apedreaban, ¿ con
cuánta mayor razón hemos de creer que lo
haría por los hermanos?. La mayor lucha la hubieron de
librar contra el demonio, movidos de ardiente y sincera caridad
para con los hermanos, porque pisando el cuello de la antigua
serpiente, la obligaron a restituir la presa que se
disponía a devorar. Respecto de los caídos, no
obraron con altanería y desdén; al contrario, les
prodigaban cuantos favores podían, mostrándoles un
amor maternal, derramando ante el Señor abundantes
lágrimas para alcanzarles la salvación. Pidieron al
Señor la vida, y se la concedió, y ellos, a su vez,
se la comunicaron a sus prójimos. En todo salieron
victoriosos. Amaron la paz y nos la recomendaron, y en paz fueron
a la presencia de Dios. No fueron ni causa de dolor para la
madre, ni de discordia para los hermanos, sino que a todos
dejaron como herencia la
alegría, la concordia y el amor.

18. Alcibíades, uno de los mártires, llevaba una
vida dura y mortificada, vivía sólo de pan y
agua. Como en
la cárcel quisiera seguir el mismo régimen,
después de ser expuestos por primera vez en el anfiteatro,
le fue revelado a Atalo que Alcibíades no obraba bien en
no querer usar de las criaturas de Dios, y porque era
ocasión de escándalo para los demás. Al
punto obedeció Alcibíades, y en adelante usó
sin distinción de todos los alimentos, dando
gracias al Señor. La gracia divina no dejó de
asistirlos, siendo su guía y consejero el Espíritu
Santo.

Palabras Clave.
Dolor: Experiencia sensitiva y emocional desagradable asociada
con una lesión real o potencial de un tejido.
Sufrimiento: Paciencia, conformidad, tolerancia con
que se sufre una cosa. Padecimiento, dolor, pena.
Vicario: Que tiene las veces, poder y facultades de otro o le
sustituye.

Notas y Textos.

Actas selectas de los mártires. Ed. Apostolado Mariano.
C/ Recaredo 44, 41003 Sevilla. 1991.
Biblia Latinoamericana. Verbo Divino. 1989. España.
Cardenal Carlo María Martini, Arzobispo de Milán.
Habéis perseverado en mis pruebas:
Meditaciones sobre Job. Edizioni Piemme S.p.A. (Italia) en 1989,
traducido al español
por EDICEP C.B. Valencia (España) en 1990.
Daniel Rops. La Iglesia de los Apóstoles y los
Mártires (1992). Ediciones Palabra. Madrid
(España). La versión original de este libro
apareció con el título: L´Église des
Apôtres et des Martyrs. Librairie Arthème
Fayard.
James Bridge. Transcrito por Douglas J. Potter (Dedicado al
Sagrado Corazón de
Jesucristo. Traducido por José Luis Anastasio). The
Catholic Encyclopedia, Volume I Copyright © 1907 by Robert
Appleton Company Online Edition Copyright © 1999 by Kevin
Knight. Enciclopedia Católica Copyright ©
ACI-PRENSA.
Josef Weismayer. Facultad de Teología de la Universidad de
Viena (Austria). Título original ¨Leben in
Fülle¨, en Verlaganstalt Tyrolia, Innsbruck, 1983; y
¨Vida Cristiana en plenitud¨, por Promoción Popular Cristiana (PPC) en la
Colección Pastoral Aplicada, Madrid, 1990.
XXIX Videoconferencia Teológica Internacional, que tiene
por tema: "El martirio y los nuevos mártires". Prefectura
de la Congregación para el Clero – S. Em. Revma. Cardenal
Darío Castrillón Hoyos (Ciudad del Vaticano, 28
mayo 2004): Roma: Jean Galot,
Bruno Forte, Antonio Miralles y Paolo Scarafoni; Manila:
José Vidamor Yu; Taiwán: Louis Aldrich;
Johannesburgo: Graham Rose; Bogotá: Prof. Silvio Cajiao;
Sydney: Julian Porteous; Moscú: Ivan Kowalewsky.

 

 

José María Amenós Vidal

Psicólogo Clínico y Social (docencia e
investigación desde 1984) por la
Universidad Central de Barcelona (España). Miembro
Fundador y Administrador de
la FPC.

Marcelo Alejandro Correa

Agente Pastoral de Salud, impulsor y promotor de grupos de
prevención del suicidio en
Argentina, y de duelo por suicidio en la Asociación Civil
Estaciones del Alma (ACEDA) de Bahía Blanca.

Javier Mandingorra Giménez

Máster de Orientación familiar por la
Universidad de Navarra, y de Sexualidad por
el Instituto Pontificio Juan Pablo II de estudios para el
matrimonio y
la familia
(Valencia). España.
Fundación Psicología y
Cristianismo
. c/ Museo, 26 – 1º 1ª. 08912. Badalona
(Barcelona). España. e-mail:

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