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Antropología: Preguntar por quién pregunta




Enviado por Sergio Espinosa Proa


Partes: 1, 2

    1. La filosofía interroga con
    sus propios recursos a esa
    cosa que es la única que interroga. Se pregunta
    qué es o qué podría ser el
    hombre. Es una
    pregunta dirigida a quien pregunta. Quizá por ello la
    filosofía es —antes que cualquier otra cosa—
    un (eterno) circun/loquio.

    2. Los recursos de la filosofía son,
    fundamentalmente, las palabras. Palabras que en su anhelo de
    decir lo que hay —y cómo y por qué lo
    hay— sufren o bien endurecimiento, o bien
    dispersión. Palabras endurecidas como conceptos, palabras
    disipadas como metáforas. Los recursos son recursivos: se
    mueven en círculos, preguntan por su origen, reflexionan
    en y sobre la huella que ellos mismos dejan en la —siempre
    movediza— arena de las palabras.

    3. Preguntar por quien pregunta: la antropología es, por lo mismo,
    ineludiblemente re-flexiva. Es el logos de quien ostenta
    logos — y pretende regirse por él. Pero el
    logos no puede, desde fuera, ser definido o discernido. El
    logos es lo que define o discierne. El discurso
    antropológico comienza —y termina— siendo un
    discurso del discurso.

    Una logología.

    4. La pregunta por quien pregunta encuentra en
    Platón
    una respuesta que es un pliegue o un doblez. Las realidad de los
    humanos no es la realidad de verdad. El que pregunta es un
    ser hechizado que, al preguntar, comienza a despertar. La
    pregunta se aloja en la distancia que media entre las
    —cambiantes— apariencias y la —inmutable—
    realidad. El que pregunta es un ser escindido entre su
    corporeidad sensible y su inmaterial inteligencia.
    Un ser dividido entre los sentidos y
    las Ideas, entre las cosas y las palabras. Un animal que habla:
    pero por hablar se eleva —sin poder dejar de
    juzgarla— sobre su animalidad. "Su" cuerpo es ahora una
    propiedad de la palabra. La sublime transparencia del
    logos manda y rige sobre una —oscura—
    materialidad que, a pesar de todos sus esfuerzos, nunca puede ser
    íntegramente sojuzgada.

    El que pregunta se encuentra, al preguntar y por
    preguntar, esencialmente partido en dos. Pero, siempre
    según Platón,
    la verdad de quien pregunta sólo se halla en uno de
    los dos espacios. No, desde luego, del lado de aquello que
    cambia. No en el cuerpo. No en sus afectos o afecciones, no en
    sus "accidentes".
    No en lo sensible. No en lo que emerge y decae — no en
    eso que muere. La verdad, si ha de ser verdad, escapa a
    toda mudanza y a toda finitud. La verdad de quien pregunta es la
    eternidad misma de la pregunta. La verdad no es de este
    mundo
    . La verdad es la negación del mundo
    (sensible).

    De allí la dificultad —la
    esterilidad— de negar (o privarse de escuchar, y no
    volver siempre) a Platón.

    5. El dualismo de la respuesta platónica
    es en cierto modo y hasta cierto punto desactivado por su
    discípulo. Aristóteles multiplica las
    sustancias. Las cosas son compuestos
    —inescindibles— de materia y
    forma. El dualismo cambia de giro, pareciera horizontalizarse. La
    realidad nunca es "pura": la verdad no existe ni persiste por
    encima
    o con independencia
    de las (volubles) cosas. Las palabras son el alma de las
    cosas: su forma, su molde. El logos informa
    —da forma— al cuerpo. Aquél no existe
    sin el cuerpo —sin la materia— que lo
    soporta.

    La verdad no reposa, inmutable, fuera del mundo. Se
    encuentra encarnada en cada cosa (en la unidad de materia
    y forma) de este mundo. Curiosamente, Platón ha sido
    "secularizado" por su más brillante
    discípulo.

    6. La pregunta por quien pregunta no es, en
    Platón o en Aristóteles, una pregunta meramente
    "teórica". La verdad tiene valor de
    uso
    . Ambos buscan la verdad sin preguntarse si la verdad
    puede o no destruir a quien pregunta. En la filosofía,
    como ha visto Nietzsche, ha
    muerto la tragedia. La pregunta filosófica atestigua el
    nacimiento del optimismo. Desaparece la pregunta por el
    sentido de la verdad. La verdad de quien pregunta
    sólo puede ayudarle a resistir. Saber lo que es
    equivale a llegar a ser eso que (se) es.

    Todo es, entonces, cuestión de saber.
    Cuestión de método. La técnica
    encuentra —desde entonces— vía
    libre.

    7. La interrogación por la esencia de lo
    humano sufre, en la apologética cristiana, una
    característica transformación. La filosofía
    —griega— es injertada como cuerpo extraño en
    el añejo tronco de la religión y la
    profética (hebrea). Como resultado, la metafísica
    aparece bajo la forma de la teología (cristiana). Las
    Ideas platónicas y las Formas aristotélicas se
    adaptan a una exigencia religiosa: ambas se alojan en la mente de
    un Dios Creador. Pero habrá de notarse que en esta
    modificación lo humano se desplaza resueltamente desde la
    periferia hasta el centro del mundo. El ente que pregunta
    encuentra un (divino) interlocutor. El qué soy de
    la metafísica helena se repliega en el cristiano
    qué hago (aquí). El ente que pregunta
    pregunta ahora a su creador por el papel y el lugar que le
    corresponden en el mundo.

    La respuesta de ese Divino Interlocutor es tan
    diáfana cuanto inapelable: el Señor delega en la
    criatura que pregunta el dominio del
    mundo. El cuerpo, la naturaleza,
    la tierra,
    siguen siendo propiedad y dominio del espíritu.
    Pero debe agregarse que —religión al fin— ese
    dominio ocupa el segundo plano; el hombre
    está de paso en este mundo. El ente que pregunta
    sigue rajado, polarizado entre el más acá del
    cuerpo y el más allá del alma. El hombre es un
    animal que muere como animal para resucitar como espíritu.
    La vida después de la vida, la vida ganada después
    de la muerte (del
    cuerpo), devuelve otra vez al espíritu, por si fuera poco,
    el usufructo de su cuerpo.

    8. En cierto modo, Agustín de
    Hipona repite a Platón como Tomás de Aquino
    remite a Aristóteles. Agustín elabora la hipótesis de un ente inmaterial atrapado en
    una mazmorra material. La razón habita en territorio
    enemigo. La parte mejor del ente que pregunta sigue siendo
    aquello que no muere, aquello que es libre porque es la
    imagen del
    Divino Interlocutor. Quizá Tomás devalúa
    menos el cuerpo, pero, siguiendo la tradición, reconoce
    también en la idea —en lo no-material— el
    recinto donde reside lo humano del hombre. Lo humano del hombre
    no es, propiamente, humano: es la posibilidad de
    asemejarse —por la reducción del cuerpo a objeto de
    su libre voluntad— a su Divino Interlocutor, inteligencia y
    razón puras.

    La respuesta metafísica vuelve a sorprendernos,
    envuelta y protegida en el vapor de la palabra revelada: la
    criatura que habla y que razona es la misma que se sostiene sobre
    la negación del cuerpo —mortal— que la
    soporta.

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