1. La filosofía interroga con
sus propios recursos a esa
cosa que es la única que interroga. Se pregunta
qué es o qué podría ser el
hombre. Es una
pregunta dirigida a quien pregunta. Quizá por ello la
filosofía es —antes que cualquier otra cosa—
un (eterno) circun/loquio.
2. Los recursos de la filosofía son,
fundamentalmente, las palabras. Palabras que en su anhelo de
decir lo que hay —y cómo y por qué lo
hay— sufren o bien endurecimiento, o bien
dispersión. Palabras endurecidas como conceptos, palabras
disipadas como metáforas. Los recursos son recursivos: se
mueven en círculos, preguntan por su origen, reflexionan
en y sobre la huella que ellos mismos dejan en la —siempre
movediza— arena de las palabras.
3. Preguntar por quien pregunta: la antropología es, por lo mismo,
ineludiblemente re-flexiva. Es el logos de quien ostenta
logos — y pretende regirse por él. Pero el
logos no puede, desde fuera, ser definido o discernido. El
logos es lo que define o discierne. El discurso
antropológico comienza —y termina— siendo un
discurso del discurso.
Una logología.
4. La pregunta por quien pregunta encuentra en
Platón
una respuesta que es un pliegue o un doblez. Las realidad de los
humanos no es la realidad de verdad. El que pregunta es un
ser hechizado que, al preguntar, comienza a despertar. La
pregunta se aloja en la distancia que media entre las
—cambiantes— apariencias y la —inmutable—
realidad. El que pregunta es un ser escindido entre su
corporeidad sensible y su inmaterial inteligencia.
Un ser dividido entre los sentidos y
las Ideas, entre las cosas y las palabras. Un animal que habla:
pero por hablar se eleva —sin poder dejar de
juzgarla— sobre su animalidad. "Su" cuerpo es ahora una
propiedad de la palabra. La sublime transparencia del
logos manda y rige sobre una —oscura—
materialidad que, a pesar de todos sus esfuerzos, nunca puede ser
íntegramente sojuzgada.
El que pregunta se encuentra, al preguntar y por
preguntar, esencialmente partido en dos. Pero, siempre
según Platón,
la verdad de quien pregunta sólo se halla en uno de
los dos espacios. No, desde luego, del lado de aquello que
cambia. No en el cuerpo. No en sus afectos o afecciones, no en
sus "accidentes".
No en lo sensible. No en lo que emerge y decae — no en
eso que muere. La verdad, si ha de ser verdad, escapa a
toda mudanza y a toda finitud. La verdad de quien pregunta es la
eternidad misma de la pregunta. La verdad no es de este
mundo. La verdad es la negación del mundo
(sensible).
De allí la dificultad —la
esterilidad— de negar (o privarse de escuchar, y no
volver siempre) a Platón.
5. El dualismo de la respuesta platónica
es en cierto modo y hasta cierto punto desactivado por su
discípulo. Aristóteles multiplica las
sustancias. Las cosas son compuestos
—inescindibles— de materia y
forma. El dualismo cambia de giro, pareciera horizontalizarse. La
realidad nunca es "pura": la verdad no existe ni persiste por
encima o con independencia
de las (volubles) cosas. Las palabras son el alma de las
cosas: su forma, su molde. El logos informa
—da forma— al cuerpo. Aquél no existe
sin el cuerpo —sin la materia— que lo
soporta.
La verdad no reposa, inmutable, fuera del mundo. Se
encuentra encarnada en cada cosa (en la unidad de materia
y forma) de este mundo. Curiosamente, Platón ha sido
"secularizado" por su más brillante
discípulo.
6. La pregunta por quien pregunta no es, en
Platón o en Aristóteles, una pregunta meramente
"teórica". La verdad tiene valor de
uso. Ambos buscan la verdad sin preguntarse si la verdad
puede o no destruir a quien pregunta. En la filosofía,
como ha visto Nietzsche, ha
muerto la tragedia. La pregunta filosófica atestigua el
nacimiento del optimismo. Desaparece la pregunta por el
sentido de la verdad. La verdad de quien pregunta
sólo puede ayudarle a resistir. Saber lo que es
equivale a llegar a ser eso que (se) es.
Todo es, entonces, cuestión de saber.
Cuestión de método. La técnica
encuentra —desde entonces— vía
libre.
7. La interrogación por la esencia de lo
humano sufre, en la apologética cristiana, una
característica transformación. La filosofía
—griega— es injertada como cuerpo extraño en
el añejo tronco de la religión y la
profética (hebrea). Como resultado, la metafísica
aparece bajo la forma de la teología (cristiana). Las
Ideas platónicas y las Formas aristotélicas se
adaptan a una exigencia religiosa: ambas se alojan en la mente de
un Dios Creador. Pero habrá de notarse que en esta
modificación lo humano se desplaza resueltamente desde la
periferia hasta el centro del mundo. El ente que pregunta
encuentra un (divino) interlocutor. El qué soy de
la metafísica helena se repliega en el cristiano
qué hago (aquí). El ente que pregunta
pregunta ahora a su creador por el papel y el lugar que le
corresponden en el mundo.
La respuesta de ese Divino Interlocutor es tan
diáfana cuanto inapelable: el Señor delega en la
criatura que pregunta el dominio del
mundo. El cuerpo, la naturaleza,
la tierra,
siguen siendo propiedad y dominio del espíritu.
Pero debe agregarse que —religión al fin— ese
dominio ocupa el segundo plano; el hombre
está de paso en este mundo. El ente que pregunta
sigue rajado, polarizado entre el más acá del
cuerpo y el más allá del alma. El hombre es un
animal que muere como animal para resucitar como espíritu.
La vida después de la vida, la vida ganada después
de la muerte (del
cuerpo), devuelve otra vez al espíritu, por si fuera poco,
el usufructo de su cuerpo.
8. En cierto modo, Agustín de
Hipona repite a Platón como Tomás de Aquino
remite a Aristóteles. Agustín elabora la hipótesis de un ente inmaterial atrapado en
una mazmorra material. La razón habita en territorio
enemigo. La parte mejor del ente que pregunta sigue siendo
aquello que no muere, aquello que es libre porque es la
imagen del
Divino Interlocutor. Quizá Tomás devalúa
menos el cuerpo, pero, siguiendo la tradición, reconoce
también en la idea —en lo no-material— el
recinto donde reside lo humano del hombre. Lo humano del hombre
no es, propiamente, humano: es la posibilidad de
asemejarse —por la reducción del cuerpo a objeto de
su libre voluntad— a su Divino Interlocutor, inteligencia y
razón puras.
La respuesta metafísica vuelve a sorprendernos,
envuelta y protegida en el vapor de la palabra revelada: la
criatura que habla y que razona es la misma que se sostiene sobre
la negación del cuerpo —mortal— que la
soporta.
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