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Arte y Filosofía. De Nietzsche a Heidegger




Enviado por Sergio Espinosa Proa


Partes: 1, 2

    1. El paso del
      signo
    2. La incitación de lo
      oscuro
    3. La lucha
      por la domesticidad
    4. La
      ruptura heideggeriana
    5. Lo
      sagrado profanado
    6. La verdad
      de la mentira
    7. La
      asunción hermenéutica del
      arte
    8. Más
      allá de la estética
    9. En la luz
      del misterio
    10. Emplazar
      al emplazamiento
    11. Notas

    1  El
    paso del signo

    La belleza será convulsiva o no
    será.
    André Breton,
    Nadja

    Es posible comprobar que, desde Pitágoras hasta
    Hegel, el
    arte
    sólo logra alcanzar, en lo fundamental, un valor
    "propedéutico", siempre subordinado a la religión, a la
    filosofía, a la política, a la moral, a la
    economía
    o, en su límite, a la "psicología".
    Ciertamente: Kant ha elevado
    la experiencia estética a una altura nunca antes conocida.
    Ha "liberado" al arte de su esclavitud
    respecto de lo corporal-sensible considerándolo un objeto
    dotado de la suficiente "pureza" como para entrar de lleno en el
    reino de la especulación filosófica. Con ello ha
    hecho de la estética un campo esencialmente
    autónomo, y de la obra de arte un objeto digno de la
    más noble consideración. No obstante, la
    posibilidad de experimentar la belleza permanece, en
    última instancia, sujeta a otra cosa: a la percepción
    de la ley moral que, sacándonos de nosotros mismos,
    nos devuelve, por su observancia, a la esencia de lo comunitario.
    La belleza sigue siendo signo de otra cosa; lo bello, en
    el edificio crítico kantiano, es "símbolo de la
    moralidad".

    En el sistema de Hegel,
    el arte no significa —o no equivale a— que seamos
    "morales", sino que, en el fondo, pertenecemos al
    absoluto
    . Arte, religión y filosofía comparten
    esa sabiduría suprema. Pero tampoco la comparten en el
    mismo plano
    : corresponde a la filosofía extraer del
    arte la verdad
    , hacer pasar esa verdad por el corredor que
    lleva de lo implícito a lo explícito, elevar la
    imperfecta inmediatez de la percepción sensible hasta la
    perfección del concepto. El arte
    cede su sitio a la estética: la obra se realiza fuera de
    sí misma, se encuentra sólo en el discurso
    —en el logos— que suscita. El arte,
    según Hegel, es el lugar del pasado

    Dos grandiosas —y, en apariencia, generosas—
    tentativas de pensar el arte, de traer el fragor de su
    irrupción a la paz y a la legalidad del
    concepto, de traducir su fuerza
    inmediata en la meditada persuasión del discurso.
    Tentativas que, a pesar de todo, terminan enfeudando al
    arte en el juego de la
    filosofía y poniéndolo, como todo lo demás,
    a su servicio.
    Tentativas frontalmente opuestas a la apuesta genealógica
    de Nietzsche,
    para quien el arte exige mucho menos una "traducción" que un pensamiento
    propio.

    La "metafísica
    de artista", según expresión del propio Nietzsche,
    es cualquier cosa salvo una "alegoría" de las obras de
    arte. Y si se trata de pensar el arte sin acabar
    aplastándolo con —o reemplazándolo por—
    el concepto, la estrategia debe
    cambiar de modo radical. En primer lugar, reformulando de
    un extremo al otro la "teoría
    del fenómeno". La apariencia no es lo contrario de
    la verdad, sino su expresión. Lo que aparece
    —la superficie— tiene una profundidad
    metafísica[1].
    El arte es, para Nietzsche, una religión de la
    apariencia
    : "Si la verdad", acota François Warin, "es
    mujer, si en el
    fondo de la apariencia no hay sino apariencia, entonces, por
    oposición al resentimiento de la metafísica que
    transgrede, sacrifica o lleva a la muerte a
    toda apariencia, por oposición a la fría
    pasión del conocimiento,
    al tiránico gusto de la certeza, el arte se manifiesta
    esencialmente como aquello que brinda su asentimiento a la
    apariencia, como aquello que la consagra, la santifica como
    santifica la mentira afirmando la vida como poder de
    ilusión, glorificando el mundo como error"[2].
    Entre Platón
    y Homero, Nietzsche
    toma partido, sin vacilar un instante, por el poeta.

    Es la alternativa entre la pesadez y la ligereza, entre
    la profundidad mórbida y la superficialidad
    danzarina.

    En segundo lugar, haciendo de la
    afirmación del arte una afirmación
    ateológica y ateleológica. El libre juego de las
    facultades
    ha de ser radicalizado hasta hacer del mundo mismo
    el espacio del juego y de lo libre. El mundo es absolutamente
    indiferente a nuestras exigencias morales: está siempre
    más allá del bien y del mal. El arte no
    quiere imponer sus constricciones, no quiere "conocer" ni quiere
    "dirigir": sólo quiere que las cosas, todas y cada una de
    ellas, puedan ser. El arte deja de copiar el mundo
    —o de sintonizar con el transmundo— para convertirse
    en modelo para la vida. El arte nos hace entrar en un
    estado de
    suspensión del mundo, en un estado de reversión o
    interrupción de las estrategias que
    necesitamos desarrollar para que las cosas lleguen a ser
    un mundo — objetos dóciles para un sujeto bien
    amaestrado.

    En tercer lugar, al contrario de la
    operación practicada por Schopenhauer,
    es necesario remitir el arte a la voluntad de poder (que,
    según se verá, se halla en el otro extremo de la
    voluntad de dominio). El arte, para Nietzsche, es la
    fuerza antinihilista por excelencia, es la voluntad de
    fiesta
    que estimula sin cesar a la vida. Frente a la
    religión, que gira en torno a la
    devoción, el arte incita a la
    creación. No es posible, en suma, seguir pensando
    el arte en términos de armonía o adecuación
    (de lo inteligible con lo sensible, de lo interior con lo
    exterior, de la idea con la materia,
    etc.). El arte, para Nietzsche, es agónico, en el
    justo sentido de que gira sobre sí mismo
    interrogándose sin cesar, siempre irónico, sobre su
    propia imposibilidad.

    El arte no nos salva si no es abismándonos en la
    ausencia de salvación.

    2 La
    incitación de lo oscuro

    Somos una planta, mas
    no terrestre, sino celeste.
    Platón,
    Timeo

    La visión nietzscheana del mundo griego se aparta
    de toda transacción o idealización (también
    de toda esterilización académico-erudita). Ha
    percibido con toda su fuerza que la famosa "serenidad" griega se
    levanta sobre un fondo de horror que Nietzsche enseguida
    asocia con las furias, con las madres devoradoras. La
    belleza se yergue, graciosamente, a un paso de la
    devastación. El arte apolíneo es la conquista de la
    claridad a partir de unas tinieblas constitutivas: es la
    afirmación de una voluntad de distinción frente al
    "asiatismo" que de cualquier forma continuará marcando
    —y persiguiendo— al mundo griego. El texto de El
    nacimiento de la tragedia
    está escrito desde ese doble
    movimiento
    merced al cual los griegos se arrancan de un subsuelo
    dionisíaco quedando sin embargo fascinados por su
    contemplación.

    La experiencia griega enseña a Nietzsche que el
    arte sólo encuentra su sentido en el juego de la
    representación de la muerte,
    allí donde es posible experimentar toda la fragilidad y la
    vulnerabilidad de la vida. Hay arte sólo cuando se
    muestra el
    inminente momento de la quiebra
    , cuando comprendemos que
    todo está a punto de disolverse, cuando la muerte
    parece que nos alcanza con su mirada sin ojos y su llamada
    silenciosa. La obra de arte acaricia ese instante,
    demorándose en su borde, trazando su distancia. Es una
    mirada herida por la violencia de
    la noche
    , hecha para soportar lo insoportable
    pero sin enmascararlo, sino exhibiéndolo, "dejando aflorar
    la inminencia del horror", dice Warin, "mas bajo la apariencia de
    la seducción"[3].

    Por el arte nos aproximamos a la destrucción y al
    caos sin sucumbir —del todo— a su
    vértigo.

    Para Nietzsche, la obra de arte es esa delgada
    línea, esa fisura que conecta-y-separa la fuerza
    dionisíaca con y de la forma apolínea. Un equilibrio
    asaz precario. La tragedia griega transita en ese límite,
    esforzándose por no caer a uno o a otro lado. Es el
    discurso en el momento en que el discurso parece desfallecer o
    estar de sobra, la calma en el corazón de
    la catástrofe, la afirmación de la vida en el colmo
    de su inanidad. Si es arte, la línea aún no
    se ha quebrado: ni la figura desprovista de ese horror ni la
    fuerza despojada de su forma pueden cristalizar en la obra de
    arte. Dionisos es inasequible, la muerte no tiene una forma
    "propia" según la cual podría ser representada, la
    noche nunca puede verse.

    El arte no es la fuerza en sí misma
    — sólo es su más fiel
    desviación.

    Si Hegel piensa la muerte como poder de
    negación
    , no es casual que se detenga en y lleve a sus
    últimas consecuencias —en filosofía tanto
    como en política— el símbolo del Crucificado.
    Se trata, como todo buen cristiano sabe, de la imagen que
    representa no sólo la muerte, sino la muerte de la
    muerte
    . El hombre-Dios
    se ha asomado al más allá — y ha
    vuelto, resplandeciente de (nueva) vida. La metáfora que
    subyace a la experiencia nietzscheana no podría,
    evidentemente, remitir a esa misma señal; no es posible
    ni vencer ni dominar a la muerte
    , y esta asunción se
    pone en juego, de modo privilegiado, en la figura de Orfeo. Orfeo
    ha intentado mirar la noche y sólo ha sabido de la
    irreparable pérdida. La experiencia del abismo no se busca
    para practicar un escape. La —imposible— experiencia
    de la muerte no se abre para soñar el fin de la muerte,
    sino para mostrar que, sin ella, la vida pierde todo su
    significado.

    Sin ella, la vida puede ser
    calumniada[4].

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