En los umbrales del siglo XXI, el trastorno vinculado a
las fobias que define a la época es el denominado
ataque de pánico. Sus síntomas reflejan
una desestabilización de los sentidos,
similar a la de un sistema que
implosiona y desbarata sus propios cimientos. Estamos en la era
de la anomalía, en donde las nuevas
psicopatologías escapan a los síntomas
estandarizados, y parecen más bien producto de
unas reacciones de desequilibrios estructurales internos,
imprecisos e indeterminados. En el vértigo
contemporáneo, la generalización del desorden
social y la normalización de la catástrofe
reflejan la generación de nuevos imaginarios colectivos, y
han trastocado ciertas huellas del carácter psíquico (individual y
social). La siempre clásica discusión planteada
entre psicoanálisis y psiquiatría no
parece contemplar la emergencia de estos nuevos
trastornos.
En la posmodernidad,
Narciso ha trepado a las alturas. Y trajo consigo sus propios
trastornos psíquicos y de personalidad.
Las clásicas y lejanas neurosis del siglo XIX
—sobre las que se basó el
psicoanálisis— ya no representan los síntomas
contemporáneos. Los nuevos desórdenes parecen tener
una indeterminación y una indefinición acorde al
signo de la época. La precisión de ciertos
síntomas y su regularidad parecen haberse dispersado, en
aras de un vacío, de una desustancialización. "Los
síntomas neuróticos que correspondían al
capitalismo
autoritario y puritano —decía Gilles
Lipovetzky2— han dejado paso, bajo el empuje de
la sociedad
permisiva, a desórdenes narcisistas, imprecisos e
intermitentes". La inestabilidad emocional y la vulnerabilidad de
los nuevos tiempos han transformado los síntomas fijos en
trastornos vagos y difusos.
De alguna manera, las antiguas neurosis
decimonónicas sobre las que pivoteó el
psicoanálisis constituían trastornos
estandarizados. Equivale a aquello que Baudrillard3
denomina con el término anomia: lo que escapa a la
jurisdicción de la ley, una
infracción a un sistema determinado. En este caso, las
neurosis —fobias, obsesiones, histerias— presentaban
los mismos síntomas concretos de alteración a la
salud mental, el
mismo aspecto desviante respecto de ésta. En cambio, los
nuevos desórdenes son aleatorios, flexibles y variables, y
están en sintonía con aquel otro término de
anomalía: lo que escapa a la jurisdicción de
la norma, lo que carece de una medida precisa y de reglas
certeras.
Las nuevas psicopatologías —entre las
cuales los ataques de pánico y los trastornos
psicosomáticos figuran predominantemente en los
diagnósticos actuales— parecen transgredir la norma,
ya no son sólo reacciones a unas agresiones externas,
exotéricas, sino que escapan a las clásicas
reglas del juego, vale
decir, parecen producto de una reacción
esotérica, en la que el cuerpo se rebela contra su
propio equilibrio
estructural.
¿Qué ha sucedido desde las clásicas
neurosis hasta los actuales trastornos psíquicos?
¿Qué separa lo anómico de lo
anómalo? Si el psicoanálisis es un producto
de la modernidad
—con base en el racionalismo
de la época— concebido a fines del siglo XIX, ha
transcurrido desde entonces hasta hoy nada menos que el siglo de
las comunicaciones
y la era de las nuevas
tecnologías, y estamos viviendo en un mundo
mediatizado y virtual. En el vértigo de nuestra
época, el Desorden —en sus diferentes
encarnaciones: azar, conflicto,
accidente, catástrofe— se ha ido incorporando a
nuestra realidad, reflejando la emergencia de nuevos imaginarios
colectivos. Se ha generado toda una cultura del desastre,
guiada por un deseo de catástrofe, donde la
violencia y
la muerte
constituyen una ambivalencia: generan angustia y, a la vez, una
fascinación morbosa. La coexistencia de estas pulsiones
contradictorias —atracción y
repulsión— son un emblema de nuestra cultura".4
Algo nuevo ha acontecido en la era de la
anomalía: la espectacularización de la
violencia y la domesticación del conflicto han inyectado
en el inconsciente los nuevos miedos, las nuevas fobias y los
actuales desórdenes y trastornos psíquicos. He
aquí el cuerpo (individual/social) y su reacción
esotérica: aquél ha logrado desbaratar su
propia organización interna, su propia
definición.
Apunten a
Freud
El psicoanálisis, como teoría
científica sobre la mente humana y terapia para los
problemas
anímicos, es hijo dilecto de la modernidad. Según
su creador, Sigmund Freud, en
el inconsciente se encuentran los impulsos que motivan las
expresiones creativas de los individuos, así como las
inhibiciones, síntomas y angustias que condicionan su vida
personal.
Hechura del racionalismo, ha gozado durante muchos años de
un importante peso, presencia y capacidad creativa, y ha
constituido una práctica revolucionaria y revulsiva en
contra de las corrientes generalizadas de la época. A
propósito de esto, "la búsqueda de la
satisfacción inmediata, el borramiento del espacio abierto
a la angustia, la necesidad de obtener respuestas rápidas,
no están entre los rubros ofrecidos al que se decide
demandar un análisis —postula la psicoanalista
Beatriz Marcer.5 Éste requerirá en
cambio la posibilidad de interrogarse en un plazo de tiempo, no
corto por cierto, y el poder soportar
la angustia. El desafío es no retroceder, no dejarse
intimidar por la sociedad ni por la cultura oficial,
características del psicoanálisis tal como lo
practicaron Freud y
Lacan".
Las sociedades
posmodernas han mutado la lógica
del modernismo
monolítico, central, racional y vanguardista, por un
hedonismo epidérmico, la vida del aquí y ahora, la
velocidad y la
rapidez, la seducción inmediata y continua, la
glorificación del consumo y la
reivindicación individualista.
Estas sociedades descubren una revolución
interior, un entusiasmo sin precedentes por el
conocimiento y la realización personal. "La
sensibilidad política de los
años sesenta —afirma Gilles
Lipovetzky6— ha dado paso a una sensibilidad
terapéutica (…); han aparecido nuevas técnicas
(análisis transaccional, grito primario,
bioenergía) que aumentan aun más la
personalización psicoanalítica considerada
demasiado intelectualista (…). En el momento en que el
crecimiento
económico se ahoga, el desarrollo
psíquico toma el relevo, en el momento en que la información sustituye la producción, el consumo de conciencia se
convierte en una nueva bulimia: yoga,
expresión corporal, zen, terapia primal, dinámica de grupo,
meditación trascendental; a la inflación
económica responde la inflación psi y el
formidable empuje narcisista que engendra".
La ansiedad del hombre por
abarcar ese todo que crea, y el nerviosismo absoluto del
colectivo social constituyen una marca registrada
de la posmodernidad. De allí la proliferación de
los tratamientos rápidos, de las psicoterapias
light, de la liberación directa del sentimiento de
las emociones y las
energías corporales, que han debilitado el campo de las
terapias racionales —en especial, el
psicoanálisis— porque sus tiempos no parecen
tener correspondencia con las nuevas demandas. Terapias de la
conducta,
guestálticas, sistémicas, bioenergéticas,
sexuales, flores de Bach, control mental,
hipnosis, psicologías transpersonales y holísticas,
neurolingüísticas: toda una vivificación de
organismos y corrientes psi, técnicas de
expresión y comunicación, meditaciones y terapias
teñidas de filosofía oriental.
Una gama de corrientes consideradas terapéuticas
—sumado al crecimiento de los grupos de
autoayuda, de superación personal, esotéricos y
místicos— como alternativa para atenuar soledades,
inseguridades en los vínculos afectivos, miedos y
angustias han arraigado en una sociedad que glorifica el consumo.
"En esta proliferación", indica Enrique
Guinsberg,7 "incide también otro aspecto de la
realidad actual, distinto pero prototípico del modelo
neoliberal. El abandono del llamado Estado de bienestar ha
cambiado los sistemas de
atención de la salud al privatizar todo lo
que se pueda en este campo, con la búsqueda cada vez
más brutal de ganancia a corto plazo
—característica básica del capitalismo
salvaje—, lo que significa un fuerte ataque a todo
tratamiento psicoterapéutico más o menos largo y su
reemplazo por otros rápidos".
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