- Concentración de los
medios - ¿Una
fusión ilegal? - Autoritarismo
de la seguridad nacional - Censura o
autocensura - El
tratamiento - El defensor
del lector - Fiebre que no
cede - Tras una pronta
mejoría
¿Qué hacer en los Estados Unidos
con unos medios de
comunicación afectados por el bacilo del lucro y el
virus del
patriotismo? Para completar, los atacó de nuevo el mal de
la falta de ética. Y
no es solo el New York Times el infectado (con su caso Jayson
Blair), también los son diarios con la reputación
del Boston Globe, o sin ella, como el Salt Lake Tribune del
enigmático país Mormón. Un foro de 31 editores, organizado
por la American Society of Newspaper Editors (ASNE) y el American
Press Institute (API), admitió hace poco que los abusos en
la práctica del periodismo
ocurren a nivel nacional. Sin duda, las presiones y las
ambiciones económicas y de poder
están tendiendo trampas letales a reporteros y editores en
éste y otros países.
Redactemos nuevos criterios de ética, formulan
los editores, y por ende, implementemos nuevos conceptos de
liderazgo y de
manejo editorial, nuevas formas de entrenamiento de
los reporteros, y nuevas reglas de exactitud, corrección y
uso de fuentes
anónimas. En síntesis,
hagamos bien lo que se supone todo medio debe hacer bien en una
sala de redacción: comunicarse con su
público y sus empleados.
Pero el problema de la incomunicación no es
nuevo, en especial con la audiencia. Desde la Guerra de Vietnam
y los escándalos My Lai (1969), Pentagon Papers (1971) y
Watergate (1972), la población estadounidense asocia la crisis
económica e imagen del
país con la prensa. Jonathan
Z. Larsen, editor de revistas a nivel nacional, cree que el
reportero carga desde entonces con ese estigma del personaje sin
contacto con la gente, con ese complejo de ser miembro de esa
élite excesivamente liberal, establecida en New York o
Washington, según publicó la Columbia Journalism
Review, en su edición
de noviembre/diciembre del 2001.
Aunque el supuesto "liberal bias" o inclinación
liberal de los medios es un
mito, Larsen
acierta al señalar que esta percepción
contribuyó a revivir el conservatismo político que
puso a Ronald Reagan, su vicepresidente, y el hijo mayor de
éste último en la Oficina Oval.
Para no ir más lejos, las dos presidencias de Bill Clinton
tampoco representaron una ruptura visible con el modus vivendi y
la ortodoxia del neoliberalismo
de la era republicana en los años 80.
Concentración
de los medios
Obsesionado con el éxito
personal y
farandulesco, y con hacerse rico en poco tiempo, el
consumidor
norteamericano, distanciado de la política,
comenzó a favorecer el proceso de una
rápida concentración de los medios a finales de los
años setenta. Acto seguido, los Donald Trumps y las Farrah
Fawcetts dominaron la agenda noticiosa. Como bien explica Larsen,
la industria de
la prensa volvió a ser un gran negocio, atractivo para los
inversionistas de Wall Street, pero preocupante para la salud estructural y
substancial del periodismo.
Familias propietarias de periódicos como Los
Angeles Times, The New York Times y The Washington Post sintieron
la presión de
la Bolsa. Peor aún fue el acoso para las compañias
públicas ajenas a la dinámica de las empresas de
familia. Los
profesionales de la gerencia
comenzaron a llegar, y con ellos los consultores de mercadeo y los
contadores que poco entendían de valores
periodísticos. Con el desmonte jurídico, primero en
las telecomunicaciones y luego en la
radiodifusión, los medios
electrónicos pasaron al control de
grandes conglomerados con el visto bueno del gobierno Reagan y
sus herederos presidenciales.
Periodistas de renombre empezaron a quejarse. Dan Rather, por
ejemplo, criticó en las páginas del New York Times
el despido masivo de reporteros por los nuevos mercaderes de los
medios – "para que los accionistas tengan aún
más dinero en sus
bolsillos," dijo Rather. "En cierta forma," escribió
Howard Kurtz, conocido columnista de los medios del Washington
Post, "fuimos nosotros, [los propios periodistas], los
arquitectos de esta desgracia, sacrificando nuestra credibilidad
por un desorientado concepto de lo
que era vender. Bajarle el nivel al producto no
hizo nada por frenar la ola de cierres en los periódicos"
(en Larsen).
A la hiper-comercialización de los 80 y la oportunidad
de globalizar, les siguió el terrorismo. La
edición Chasqui No. 76, por ejemplo, describe cómo
después de Septiembre 11, los Estados Unidos y su prensa
cayeron enfermos de nacionalismo,
autocensura e intimidación del gobierno. Quizás el
peor síntoma fue el pavor a ofender y perder
dinero.
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