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El bicentenario de la Constitución de Cádiz de 1812



  1. La
    "crisis" del Antiguo Régimen
    español
  2. Las
    tendencias en las Cortes
  3. El
    proceso constituyente
  4. Tarea
    reformadora- legislativa de las Cortes de
    Cádiz
  5. Bibliografía

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La "crisis" del
Antiguo Régimen español

Tradicionalmente, se entiende por Antiguo Régimen
al sistema político-social imperante en Europa hasta
finales del S.XVIII-PP.MM. XIX, por el cual una minoría
privilegiada (nobleza y clero) detentaba el poder político
y no pagaba impuesto alguno. Por el contrario el denominado
Tercer Estado, que era la mayor parte de la población, no
podían obstentar cargos públicos importantes en la
administración del Estado y tenía que pagar todo
tipo de impuestos al estamento privilegiado. Dentro del Tercer
Estado se encontraba la burguesía que era un grupo rico
económicamente y soportaba cargas fiscales como los
demás miembros del Tercer Estado. Esta burgue-sía,
en auge con el capitalismo incipiente, reclamaba una
participación en el poder político, acabando a la
larga con el poder absoluto del rey.

Durante la Guerra de la Independencia (1808-1814) en
España, las revueltas populares desembocan en la
creación de Juntas Locales y Regio-nales de Defensa. Estas
juntas tienen como objetivo defenderse de la inva-sión
francesa y llenar el vacío de poder (ya que no
reconocían la figura del francés José I).
Estaban compuestas por militares, representantes del alto clero,
funcionarios y profesores, todos ellos conservadores. En
septiembre otorgan la dirección suprema a la Junta Suprema
Central.

La profunda crisis creada por la guerra, la Junta
Central Suprema, que se creó tras la derrota francesa en
la Batalla de Bailén, ordenó mediante decreto
del 22 de mayo de 1809 la celebración
de Cortes Extraordinarias y Constituyentes, rompiendo con el
protocolo tradicional pues sólo el rey tenía la
potestad de convocarlas y presidirlas.

En el caso de España, no se va a producir una
ruptura entre la nobleza y el alto clero, por una parte, y la
burguesía, por la otra, sino más bien, un acuerdo
mutuo de intereses en el que incluso la burguesía
española más cualificada pretenderá
conseguir títulos de nobleza a cambio del sosteni-miento
de la monarquía.

Pienso que el primer pacto importante, entre
nobleza-clero y la débil burguesía española
se produce durante la Guerra de la Independencia, primero con una
serie de decretos y, al final, con la promulgación de la
Constitución de Cádiz.

Las Cortes, previstas para 1810, por el avance
napoleónico, tuvieron que reunirse primero en San
Fernando, entonces Isla de León, y después en
Cádiz, que entonces estaban sitiadas por las fuerzas
francesas.

La Constitución de 1812 es uno de los textos
jurídicos más importantes del Estado
español, por cuanto sentó las bases de
constituciones poste-riores. Considerada como un baluarte de
libertad, fue promulgada en Cádiz el 19 de Marzo de 1812,
día de la festividad de San José, por lo que
po-pularmente fue conocida como "La Pepa".  Esta
constitución fue el primer texto constitucional con el que
contó España.

Compuesta de diez títulos con 384
artículos, es considerada como el primer código
político a tono con el movimiento constitucionalista
europeo contemporáneo, de carácter novedoso y
revolucionario, que establecía por primera vez la
soberanía nacional y la división de poderes, como
dos de sus principios fundamentales.

La Constitución de 1812 recoge muchos de los
principios fundamentales que siguen vigentes en nuestros
días. Algunos de ellos los tenemos tan asi-milados que
parece increíble que en otro tiempo las cosas no fueran
igua-les. Pero lo cierto es que, en el momento de su
proclamación, significaron una ruptura con lo que
existía con anterioridad. Es muy importante mostrar a los
ciudadanos que principios que para ellos son tan habituales como
la libertad individual, la libertad de prensa, o la
inviolabilidad del propio do-micilio son derechos que disfrutamos
ahora, pero que se planteaban como absolutamente modernos e
innovadores en La Constitución de Cádiz.

Las tendencias en
las Cortes

En el seno de las Cortes de Cádiz los diputados
se agruparon en tendencias que, aun sin que se puedan denominar
como partidos políticos, sí tuvieron, al menos,
algunos contornos bien definidos. Los puntos básicos sobre
los que es posible trazar una catalogación de las
corrientes presentes en Cádiz son aspectos tales como la
idea de Estado y de Constitución, la forma de articular la
forma de gobierno y el concepto de soberanía.

A partir de estas premisas, tal y como en su día
mostró el profesor Varela Suanzes, pueden apreciarse tres
tendencias en las Cortes de Cádiz: liberales de la
metrópoli, realistas y americanos.

Los liberales aparecían como herederos naturales
de las corrientes revolucionarias que se habían formado en
España a raíz de la recepción del
iusracionalismo. Su intención consistía en
introducir profundos cambios en el Estado, buscando más
una ruptura con el arcaico sistema administrativo, que una mera
reforma. Ello no impedía que los liberales tratasen de
revestir, con un ropaje historicista, lo que no eran sino
novedades. Sin embargo, este «historicismo
deformador» era, ante todo, un mecanismo para esconder esas
novedades, procedentes, muchas de ellas, de Francia; un
país, no debe olvidarse, con el que se estaba
luchando.

La tendencia liberal -en la que destacaban
Agustín Argüelles, Toreno, Golfín o
Muñoz Torrero- partía de la idea de
soberanía nacional, enten-diendo
«nación» como un ente ideal y abstracto,
distinto de la mera suma de individuos o de provincias que la
integraban. La nación era soberana, no debido a la
vacancia del Trono, sino porque ésta era su natural e
irrenun-ciable condición. Aunque trataran de disimularlo,
en el fondo de esta con-cepción latía una idea
iusracionalista, basada en las teorías de estado, de
naturaleza y pacto social: los individuos, libres e iguales por
naturaleza, habían renunciado a parte de sus libertades
para constituir un Estado y una Sociedad a través del
pacto social, confiriendo la titularidad de la soberanía a
la colectividad o nación. Si la nación era la
titular de la soberanía, su ejercicio, por el contrario,
debía repartirse entre diversos órganos. De
ahí deducían la doctrina de la división de
poderes, extraída ante todo de las teorías de
Montesquieu. Sin embargo, al partir del dogma de la
soberanía nacional, esta división
-separación de poderes- se desvirtuaba: los liberales
tendían a considerar que los tres órganos del
Estado (Monarca, Cortes y jueces) no se hallaban situados en una
situación de paridad. Antes bien, las Cortes, en cuanto
representantes de la soberanía nacional, aparecían
como el verdadero centro político del Estado, asumiendo
las más altas funciones de dirección
política.

Para realizar todas estas alteraciones sustanciales en
el Estado español, los liberales consideraban que
resultaba preciso asumir una nueva tarea constituyente. Si la
nación era soberana, entre sus atributos se hallaba el de
otorgarse una Constitución, en la que decidir, sin
ataduras históricas, sobre la forma de gobierno que
deseasen otorgarse. A la luz de las teorías sobre el poder
constituyente de Sieyès, los liberales de Cádiz
negaron el concepto realista de «Leyes Fundamentales»
y consideraron que a la nación soberana no podía
imponérsele ningún límite efectivo en su
capacidad de decidir el contenido de la norma
fundamental.

Los planteamientos de los realistas -como Inguanzo,
Borrull o Alonso Cañedo (a la sazón sobrino de
Jovellanos)- discurrían por derroteros bien distintos. La
soberanía era un atributo compartido entre el Rey y la
nación, formada esta última por la suma de
estamentos y provincias. Tal concep-ción, que negaba por
supuesto las teorías iusracionalistas, se basaba en una
concepción historicista, próxima al ideario
ilustrado del reformismo his-tórico mencionado en el
primer epígrafe. Para la corriente realista la historia
nacional poseía un efecto prescriptivo, de modo que
elementos tales como la Monarquía, la religión o
los pactos pretéritos suscritos entre el Rey y los
estamentos, formaban parte de una «Constitución
histórica», materializada en las antiguas Leyes
Fundamentales. Precisamente la afir-mación de la
existencia de esas Leyes Fundamentales, y su carácter
inmu-table, formaban una segunda nota distintiva de los
realistas. Éstos negaban la virtualidad del poder
constituyente y, por tanto, la libertad de la nación para
trastocar las antiguas Leyes Fundamentales abordando un nuevo
proceso constituyente. Según los realistas, las Leyes
pretéritas resultaban intangibles, inmodificables.
Sólo algunos aspectos podían modificarse,pe-ro
siempre a través de un nuevo pacto suscrito entre los dos
sujetos coso-beranos -Rey y Cortes-. Hallándose preso el
primero en Bayona,resultaba, pues, un sacrilegio el que las
Cortes tratasen de alterar la forma de gobierno
histórica.

Los realistas apenas admitían algunas
«perfecciones» que podrían realizar las Cortes
sobre dicha Constitución histórica. En realidad,
estas reformas pretendían reforzar lo que los realistas
consideraban que ya había existido en España: una
forma de gobierno consistente en una Monarquía moderada o
templada. Se trataba de un modelo de equilibrio constitucional
conforme al cual el Monarca dirigía el Estado con la
colaboración de las Cortes; dicho en otros
términos, la dirección política la
asumían los dos cosoberanos. Según los realistas,
este modelo constitucional propuesto no resultaba novedoso, sino
que hundía sus raíces en la historia nacional, en
especial la castellana. En este sentido, los realistas
equiparaban un gobierno mixto -que, supuestamente había
existido en Castilla- con la división de poderes; del
mismo modo identificaban clásica la reunión por
estamentos en Cortes, con el bicameralismo de corte
británico, por mucho que las dife-rencias entre ambos
resultaban más que evidentes.

El tercer grupo en liza se hallaba representado por los
diputados ame-ricanos que concurrieron a las Cortes, entre los
que descollaban Mejía, Larrazábal y Leyva, se
alinearon en muchas ocasiones con los liberales de la
metrópoli, pero en otros puntos mostraron un ideario
propio y definido, en especial en aquellos asuntos relevantes
para los territorios de ultramar. La defensa de su postura propia
dependía de su particular manera de concebir la
soberanía y el Estado. En efecto, partiendo de una mixtura
entre elementos tradicionales y el iusracionalismo, así
como el ideario de Rou-sseau, los americanos consideraron que la
nación no era más que la suma de territorios y de
individuos, cada uno de ellos copartícipe en la
soberanía. De ahí derivaban, siguiendo a Rousseau
que, siendo cada sujeto partíci-pe "uti
singuli" de la soberanía, poseía un derecho
innato al voto, del que no podía ser privado. La
consecuencia a la que deseaban llegar era la implantación
de un sufragio universal que permitiera, además, a los
territorios de ultramar tener una representatividad proporcional
a su base poblacional. Algo que no lograron incluir en la
Constitución, ante la opo-sición de los liberales
que veían, en tal posibilidad el peligro de que los
territorios de ultramar obtuviesen una representación en
Cortes superior a la de los peninsulares.

En el proceso constituyente la opción liberal,
mayoritaria, logró imponer sus posturas casi a lo largo de
todo el articulado. La declaración de soberanía
nacional, la posibilidad de la Nación de alterar a su
voluntad la forma de gobierno, la posición preeminente de
las Cortes, entre otros muchos factores que, a
continuación, se exponen, muestran la ideología
liberal subyacente.

El proceso
constituyente

Tal y como ha mostrado Tomás y Valiente, en la
elaboración de la Constitución de Cádiz es
posible distinguir entre una tarea preconstituyente y una fase
propiamente constituyente. En realidad, la primera
comenzaría en la Junta de Legislación de la Junta
Central, nombrada el 27 de septiem-bre de 1809, y de la que
formaron parte Rodrigo Riquelme (que la presidió), Manuel
de Lardizábal, José Antonio Mon y Velarde, Conde
del Pinar, José Pablo Valiente, Antonio Ranz Romanillos,
José María Blanco White, Alejandro Dolarea y
Agustín Argüelles, que actuó en calidad de
secretario. Riquelme sólo presidió las tres
primeras sesiones, en tanto que Blanco White no aceptó el
cargo, siendo sustituido por Antonio Porcel, que tampoco fue muy
asiduo. Los restantes miembros se repartían entre
rea-listas (Valiente y el Conde del Pinar), liberales (Dolarea,
Argüelles y Ranz de Romanillos) y antiguos ilustrados
(Manuel de Lardizábal).

Esta Junta quedaba comisionada para estudiar los
informes emanados de la «Consulta al País»,
debiendo señalar a continuación las reformas
legales y constitucionales que estimase conveniente realizar.
Ranz Romanillos quedó encargado de recoger cuáles
de las Leyes históricas españolas tenían el
carácter de «fundamentales», en lo que
parecía una adscripción a la corriente realista. En
el Acuerdo de la Junta de Legislación de 10 de diciembre
de 1809, Romanillos cumplía con este cometido,
señalando los diversos artículos de la
legislación histórica nacional que tenían el
carácter de fundamentales por tratar de los derechos de la
nación, los derechos del Rey y los derechos de los
individuos (concepto, pues, material de Cons-titución).
Sin embargo, el propio Ranz Romanillos indicaba que la
legis-lación resultaba excesivamente dispersa y confusa,
de modo que una mera reforma y compilación de estas leyes
traería consigo un resultado poco armónico. En
consecuencia, debía procederse a realizar una nueva
Cons-titución.

Sin embargo, este triunfo de la opción liberal
(abrir un proceso consti-tuyente, y no una mera reforma de las
Leyes Fundamentales) ya latía en las sesiones de la Junta
de Legislación desde, al menos, el Acuerdo 6.º, de 5
de noviembre de 1809, en el que se hablaba de elaborar un
proyecto de Constitución. En las sucesivas Actas, se iban
apuntando unas bases acerca del contenido de la futura
Constitución, pero es dudoso que la Junta de
Legislación realizase un texto articulado.

Reunidas las Cortes de Cádiz,el 8 de diciembre de
1810,el diputado mejicano Mejía Lequerica solicitó
que la Asamblea no se separase antes de hacer una
Constitución. El diputado Oliveros, en la misma
línea,propuso que se nombrara una Comisión que
preparase los materiales necesarios, algo que apoyó
Espiga, aunque con el matiz de solicitar que se designasen
«tantas Juntas cuantos son los ramos de la
Constitución». Por su parte, Muñoz Torrero
solicitó que se convocara una nueva «Consulta»
nacional, a la que debían concurrir tanto nacionales como
extranjeros. Finalmente, se acordó que las tres propuestas
se recogiesen por escrito, aprobándose las dos primeras el
día 9, y la de Muñoz Torrero el 12. Como resultado,
la Cámara decidió que se nombrara en principio una
comisión de ocho individuos que, a la vista de los
informes de la «Consulta al País», preparasen
un proyecto de Constitución.

El nombramiento de los miembros de la Comisión se
verificó el 23 del mismo mes, recayendo en un
número superior al inicialmente convenido: de ellos
sólo tres eran americanos (Antonio Joaquín
Pérez, Vicente Morales Duárez y Joaquín
Fernández de Leyva), y el resto se repartían entre
el bando liberal (Agustín Argüelles, Evaristo
Pérez de Castro, José Espiga y Antonio Oliveros) y
el realista (José Pablo Valiente, Pedro María Ric,
Francisco Rodríguez de la Bárcena, Francisco
Gutiérrez de la Huerta y Alonso Cañedo). El 12 de
marzo de 1811 el grupo americano se vio in-crementado con dos
nuevos miembros: Jáuregui y Mendiola.

La Comisión tenía, en definitiva, un
componente básicamente liberal, que se vio plasmado en el
proyecto de Constitución que presentó a
discusión de las Cortes el 18 de agosto de
1811.

El resultado de los debates constituyentes, la
célebre Constitución de 1812,
respondió, ante todo, al ideario liberal, con una clara
adscripción al pensamiento revolucionario francés.
Los puntos de conexión entre el texto gaditano y la
Constitución francesa de 1791 son bastante evidentes,
hasta el punto que algún absolutista, como el padre
Vélez (Apología del Altar y del Trono, 1818),
trató de demostrar que se trataba de una simple copia. Sin
embargo, no pueden dejar de observarse notas muy propias de la
Cons-titución del 12, siendo la más relevante el
historicismo nacionalista y deformador que exuda el texto. En
efecto, los liberales trataron de disfrazar la vocación
francófila del documento -no en balde Francia era el
enemigo contra el que se luchaba-, y para ello huyeron de toda la
metafísica abs-tracta revolucionaria, empleando, en su
lugar, el recurso a una supuesta historia nacional en la que
sería posible encontrar el precedente de cuantas
instituciones establecía la Constitución del 12.En
este sentido, los liberales trataron de emplear mayormente el
ejemplo de las instituciones de Aragón, al considerarlas
más «democráticas» que las de
Castilla.

Dos son los principios claves en la Constitución
de 1812: la soberanía nacional y la división de
poderes. En realidad, ambos principios ya habían sido
proclamados a través del Decreto I de 24 de
septiembre de 1810, pero su inclusión en la
Constitución gaditana implicó arduos debates en los
que, finalmente, lograron imponerse los liberales. Por lo que se
refiere a la soberanía nacional, recogida en el
artículo 3 del texto, la discusión más
importante tuvo lugar entre realistas y liberales a la hora de
interpretar el adverbio «esencialmente» («La
soberanía reside esencialmente en la
Na-ción…») y el inciso final del artículo
(«por lo mismo, pertenece a ésta exclusivamente el
derecho de establecer sus leyes fundamentales»). Los
realistas consideraban que, tal y como se redactaba el
artículo, la Nación podía cambiar las
antiguas leyes del Reino sin contar con la voluntad del Rey; algo
impensable para ellos, que sostenían que las Leyes
Fundamen-tales eran un pacto bilateral que no podía ser
anulado unilateralmente por ninguna de las partes. Para los
realistas, la Nación sólo había
«reasumido» la soberanía como consecuencia de
la vacancia del Trono, pero ello no le habilitaba a
hacer tabula rasa de las antiguas Leyes Fundamentales.
Los liberales, sin embargo, consideraban que la Nación era
soberana en sí misma, al margen de la presencia o ausencia
del Rey; por lo tanto, su poder soberano la convertía en
titular del poder constituyente, al que la historia no
podía limitar.

La división de poderes también supuso un
importante desencuentro entre realistas y liberales. Ambos
parecían coincidir en la relevancia de este principio,
pero su interpretación y alcance era muy diferente. Para
los realistas, la división de poderes debía
materializarse en un sistema de equilibrio constitucional, de
modelo británico, en el que Rey y Cortes ocuparan una
posición equidistante; para velar por este equilibrio,
cada órgano dispondría de limitados medios de
actuación y control sobre la actividad del otro
(así, el veto del Rey frente a las leyes de las Cortes, y
la posibilidad del Parlamento de exigir responsabilidad penal a
los ministros del Rey). Las ideas de los liberales iban por otros
derroteros: la soberanía nacional conducía a un
predomino de los representantes de la Nación, esto es, las
Cortes, de modo que éstas dirigían en esencia el
gobierno nacional. A pesar de que se proclamara la
división de poderes, los liberales admitían que las
Cortes pudieran tomar parte en el poder ejecutivo y judicial que,
en realidad, le estaban subordinados en virtud de la idea de que
la ley precedía a la ejecución y aplicación
del Derecho. Así pues, los liberales proponían un
sistema prácticamente asambleario, con el Parlamento como
centro del Estado.

La Constitución de 1812 se puede considerar como
liberal moderada. El Rey sigue gozando de importantes
prerrogativas, entre las que caben mencionar: La potestad de
hacer ejecutar las leyes (16). La persona del Rey es sagrada e
inviolable, y no está sujeta a responsabilidad. (Art. 168)
Su autoridad se extiende a todo cuanto conduce a la
conservación del orden público en lo interior, y a
la seguridad del Estado en lo exterior, conforme a la
Constitución y a las leyes. (Art. 170).

La religión oficial será la
católica, apostólica y romana.España es, por
tanto, un Estado confesional. En el nombre de Dios Todopoderoso,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador
de la sociedad (Preám-

bulo). La religión de la Nación
española es y será perpetuamente la
cató-

lica, apostólica, romana, única verdadera.
La Nación la protege por leyes sabias y justas, y
prohíbe el ejercicio de cualquiera otra (Art.12).
Además en muchos actos a Cortes se realizaban al final
misas solemnes. Los ciu-

dadanos que han compuesto la junta se trasladarán
a la parroquia, donde se cantará un solemne Te Deum,
llevando al elector o electores entre el pre-

sidente, los escrutadores y el secretario.(Art.58).
Concluido este acto,pa-

sarán los electores parroquiales con su
presidente a la Iglesia mayor, en donde se cantará una
misa solemne de Espíritu Santo por el eclesiástico
de mayor dignidad, el que hará un discurso propio de las
circunstancias (Art.71).

Las Cortes, por su parte, se encargan de las tareas
relevantes del Estado; no sólo aprueban leyes, sino que
pueden incluso elaborar decretos que, ocupando el mismo nivel de
jerarquía formal que las leyes, no precisan, sin embargo,
de sanción regia. Estas Cortes no podían ser
disueltas ni suspendidas por el monarca, y contaban con una
Diputación Permanente que controlaría la
observancia de sus decisiones durante los recesos
parlamentarios.

A lo largo del articulado existen una pluralidad de
derechos, especialmente de carácter procesal: libertad
civil (art. 4), propiedad (arts. 4, 172.10, 294 y 304),
libertad personal (art. 172.11), libertad de imprenta (arts.
131.24 y 371), igualdad (en su vertiente de no concesión
de privi-legios -art. 172.9-, y de igualdad contributiva -art.
339-), inviolabilidad del domicilio (art. 306), derecho de
representar las infracciones constitucio-nales (art. 374) y, en
fin, derechos de naturaleza procesal: predeterminación del
juez (art. 247), derecho a un proceso público (art. 302),
arreglo de controversias mediante arbitraje (art.
280), habeas corpus (arts. 291 y ss.), y principio
de "nulla poena sine previa lege" (art. 287).
Característica común a todos estos derechos era su
carácter racional, concebidos como libertad de
defensa.

Para ser elegido Diputado a Cortes se requeían
ciertos requisitos: se requiere ser ciudadano que está en
el ejercicio de sus derechos, mayor de veinticinco
años… (Art. 91) y tener una renta anual
proporcionada, procedente de bienes propios. (Art 92). De esta
manera, se limitaba la entrada de clases bajas como diputados,
además de no establecer como requisito pertenecer a la
nobleza. Así, muchos burgueses pudieron acceder a las
Cortes sin quejas ni problemas, pues cumplían todas las
condiciones exigibles.

Tarea
reformadora- legislativa de las Cortes de
Cádiz

La tarea reformadora de las Cortes no se
circunscribió a elaborar la Constitución de 1812.
Antes bien, las Cortes aprobaron una ingente can-tidad de leyes,
decretos y órdenes complementarias que conforman un cuerpo
legislativo hasta cierto punto revolucionario. Ello no obstante,
hay que señalar que la Constitución era tan
detallada que incluso comprendía materias
típicamente legislativas, como el Derecho
electoral.

La tarea legislativa desarrollada por las Cortes de
Cádiz no adoptó la forma jurídica de ley. La
explicación resulta evidente: según la propia
Constitución de 1812, la ley requería de la
sanción regia, de modo que hallándose ausente el
monarca, las decisiones de Cortes no podían asumir
tal "nomen iuris". Así, el Parlamento expidió,
en su defecto, Decretos y Órdenes, emanados ambos de su
exclusiva voluntad.

Entre las disposiciones emanadas de las Cortes destacan,
en primer lugar, aquellas que tuvieron por objeto determinar la
forma de gobierno, regulando la organización y
funcionamiento de los órganos estatales. Así,
aprobaron dos Reglamentos para el funcionamiento interno de las
Cortes (Reglamento para el Gobierno Interior de las Cortes, de 24
de Noviembre de 1810 y Decreto CCXCIII, Reglamento para el
Gobierno Interior de las Cortes, de 4 de Septiembre de 1813).
Igualmente se reafirmó la inviolabi-lidad parlamentaria
(Decreto XIII, de 28 de noviembre de 1810). Del mis-mo modo,
regularon con profusión al poder ejecutivo interino -la
Regencia- a través de Decretos sobre sus facultades y
organización (Decreto XXIV, Reglamento Provisional
del Poder Executivo, de 16 de Enero de 1811; DecretoCXXIX, Nuevo
Reglamento de la Regencia del Reyno, de 26 de Enero de 1812 y
Decreto CCXLVIII, Nuevo Reglamento de la Regencia del Reyno,
de 8 de Abril de 1813), así como sobre la responsabilidad
de los órganos ejecutivos (Decreto LXXVI:
Responsabilidad de las autoridades en cumplimiento de las
órdenes superiores, de 14 de julio de 1811; Decreto CVII:
Responsabilidad sobre la observancia de los Decretos de Cortes,
de 11 de noviembre de 1811; Decreto CCXLIV, de 24 de marzo
de 1813, de Reglas para que se haga efectiva la responsabilidad
de los empleados pú-blicos).

Hay que señalar que los reglamentos de la
Regencia invistieron un sis-tema asambleario de gobierno,
conforme al cual los regentes eran una mera sombra de poder
ejecutivo, subordinados a la estricta observancia de las
órdenes de las Cortes y sin asimilarse en absoluto con el
papel que la Constitución de 1812 otorgaba al
monarca.

La protección de las libertades cuenta, como
principal disposición nor-mativa, el Decreto IX, de
10 de noviembre de 1810, de libertad política de imprenta.
Como puede comprobarse por la fecha de expedición, el
Decreto fue anterior a la propia Constitución. Ello
respondía a la clara intencio-nalidad política de
promover la discusión política entre los
ciudadanos, una de las exigencias principales del primer
liberalismo español. Se trataba, además, del medio
idóneo para mentalizar a la población de las nuevas
ideas políticas que iban a asentarse en la
Constitución de 1812. El Decreto IX, sin embargo, mezcla
elementos típicamente liberales, como la idea de
opinión pública como medio de controlar al poder,
con reminiscencias ilustradas: así, la idea de que la
imprenta serviría para fomentar la ilustra-ción del
pueblo. Una idea, por cierto, que pasaría a la propia
Constitución de 1812 (artículo 371), puesto que la
libertad de imprenta se recogió en el título
dedicado a la Instrucción Pública.

Las reformas sociales también tuvieron un eco
importante entre las reformas legislativas aprobadas por los
constituyentes gaditanos. Entre las más señaladas
hay que incluir el Decreto LXXXII, de 6 de agosto de 1811,
por el que se extinguían los señoríos
jurisdiccionales, en un intento de realizar el programa liberal,
acabando con los terrenos improductivos.

No obstante los diputados liberales, en la
mayoría de los casos propietarios feudales o
clérigos, no habían querido hacer una
revolución social;por ello omitieron los cambios
más profundos que podían atraer al campesinado y se
limitaron a «proyectos de reforma moderada,que
resul-

taban excesivos para los explotadores del viejo sistema
e insuficientes para los explotados». De aquí el
escaso apoyo social de las medidas reforma-

doras en el momento en que volvió Fernando VII; y
también el retraso y la moderación de la
revolución burguesa española,que cuando se produjo
en la década de 1830 tuvo el carácter de un
tránsito pacífico y pactado de la sociedad feudal
al nuevo orden burgués.

Benedicto Cuervo
Álvarez.

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Autor:

Benedicto Cuervo Álvarez

 

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