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Buddha: El amigo del hombre



    Buddha: "El amigo del
    hombre"

    Buda es el título por el que se conoce
    mundialmente a Siddhartha Gautama (en
    sánscrito ——— —-, en pali Siddattha Gotama),
    nacido en Lumbini (Nepal). Vivió aproximadamente entre los
    años 566 y 478 a. C., a finales de lo que se
    conoce como periodo védico. El término
    buddha significa «inteligente» o
    «iluminado», y se usa para nombrar a todo humano que
    haya conseguido el nirvana(En algunas religiones de la
    India, estado resultante de la liberación de los deseos,
    de la conciencia individual y de la reencarnación, que se
    alcanza mediante la meditación y la
    iluminación).

    No existe carácter más sublime, entre
    todos los servidores del género humano, que el del
    Señor Sakyamuni (buddha ) quien, con justicia, ha
    merecido el título de "La Luz de Asia". Justo sería
    que todas las naciones y razas fuesen educadas en el respeto
    hacia aquellos seres nada egoístas y compasivos que
    renunciaron a la vida que apreciaban y salieron a defender la
    causa del prójimo ante la Divinidad.

    El mundo cristiano, fraccionado por tantas barreras
    religiosas y raciales, desdeña a menudo las doctrinas
    filosóficas del lejano Oriente. No advierte que las
    grandes mentes no son patrimonio exclusivo de un país en
    particular sino de toda la humanidad. En el inescrutable y
    desconocido Oriente resplandece una luz que ha disipado las
    tinieblas espirituales de centenares de millones de seres
    vivientes. No podemos permitirnos el ignorar esta gloriosa
    luz.

    La enseñanza buddhista es la más amplia
    que el mundo ha conocido, y al mismo tiempo se afirma que sus
    adherentes alcanzan casi a la mitad de la humanidad viviente
    (aproximadamente 1600 millones de seguidores). Será
    conveniente pues, en esta culta época, que dispongamos de
    toda la información posible concerniente a la más
    difícil de todas las ciencias: la ciencia del vivir. El
    Buddha Gautama fue un maestro en el arte de vivir, y su
    penetrante, lógico y razonable punto de vista acerca de la
    vida y sus responsabilidades habrán de ser muy
    útiles para rectificar las actuales costumbres, que
    encadenan la mente de los hombres.

    Dios actúa de modos diversos, mediante muchos
    recursos y en múltiples lugares, pero si alguna vez ha
    existido alguien a través de quien el Todopoderoso
    trabajó por la causa de la comprensión humana,
    ése fue el compasivo Señor del Loto. La
    enseñanza del Buddha, plena de verdades sencillas y sanas
    deducciones, de ningún modo se opone a los principios del
    cristianismo; al contrario, ayuda al mundo occidental en su gran
    tarea de estudiar sus propias escrituras.

    Estudiando la condición del gran príncipe
    Siddhartha, sobre quien descendieron —o mejor dicho, dentro
    de quien se desarrollaron— los áureos poderes del
    buddhado, descubrimos que estamos encarando un doble misterio. En
    primer término, tenemos el individuo histórico; lo
    hayamos luchando contra la intolerancia religiosa de su
    época, convertido en adalid de la causa del hombre
    común, y ofreciendo por igual, a los humildes y a los
    poderosos, la misma esperanza de inmortalidad. En segundo lugar,
    y paralelamente a esto, tenemos el mito cósmico
    relacionado con una grandiosa cadena de celestiales Buddhas y
    Boddhisattvas, de los cuales el humilde peregrino de dorado
    atuendo era el vigésimo noveno. Si bien poca duda cabe
    acerca de que realmente vivió, el verdadero misterio del
    Señor Gautama y su peregrinación en busca de la
    sabiduría yace en la interpretación espiritual de
    la alegoría histórica. El maravilloso iniciado, que
    ganara el dorado manto de la inmortalidad con su sinceridad y su
    devoción, demostró las infinitas posibilidades
    latentes en la evolucionante conciencia de cada ser.

    A menudo se hace referencia a Jesús de Nazaret
    como el León de la Tribu de Judá, y es interesante
    observar que al Buddha también se le adjudica el
    título complementario de Sakyashina, que significa
    "león".

    La vida del Buddha es un notable relato de altruismo,
    servicio y grandiosos ideales. Fue hijo de un Rey, rodeado de
    lujo, a todo lo cual renunció para así poder salir
    como peregrino mendicante en busca de respuesta a los problemas
    del destino humano. Se cuenta que en su juventud, viendo tanta
    miseria a su alrededor, decidió dedicar su vida a
    conseguir respuesta a los tres grandes interrogantes:
    ¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos
    aquí? ¿A dónde vamos?
    Esta
    decisión fue resultado de cuatro sucesos notables, que
    algunos aceptan como hechos literalmente acaecidos y que otros
    califican de visiones que se le hicieron percibir a fin de que no
    pudiese olvidar el magno ministerio para el cual vino al
    mundo.

    El primero de estos misteriosos acontecimientos le
    obligó a poner su atención sobre el problema de la
    vejez, la enfermedad y la muerte. "¿Por qué
    envejecemos?" preguntó; pero nadie pudo responderle.
    "¿Cuál es el origen de la enfermedad, que
    súbitamente y sin razón aparente, marchita la vida
    y priva al hombre aún de una temporal felicidad?
    ¿Qué es esa forma silenciosa y fría yacente
    en el lecho de muerte? ¿Muere allí la conciencia?
    ¿Es la muerte el fin de todo, o es una liberación,
    un portal que se abre hacia otra mansión más
    allá?". El joven príncipe meditó hondamente
    sobre esos problemas, mas no pudo hallar respuesta. Entonces
    sobrevino la cuarta visión, siéndole revelada la
    imagen de un santo, de apacible y calma faz, con la certeza de la
    inmortalidad en el alma. Así le fue mostrado al
    príncipe, con el ejemplo del humilde mendicante, que la
    paz y la comprensión eran la verdadera felicidad.
    Impulsado por las grandes necesidades de los hombres, el
    Príncipe de la India abandonó silenciosamente su
    palacio y dejando atrás todo terrenal apego, marchó
    pobre y solo entre montes y valles del Indostán,
    interrogando a todos cuantos se ponían en contacto con
    él si podían arrojar alguna luz sobre el misterio
    de la vida humana. Nunca obtuvo respuesta. Los sabios
    argumentaron y filosofaron sobre muchas cosas, pero ninguno pudo
    desatar el nudo del destino humano. Mortificó su carne, y
    por sus ascéticas austeridades cobró gran fama de
    santo. Oró, ayunó y marchó rodeado de
    discípulos que lo adoraban por su incansable celo y su
    notable valor. Finalmente, debilitado por la desnudez,
    atormentado por el severo ascetismo y desnutrido, su cuerpo se
    abatió y, de pronto, el joven peregrino fue consciente de
    que todo su ardor y automortificación no lo habían
    llevado a ninguna parte, que estaba tan lejos de la
    solución como cuando vivía ocioso en el palacio de
    su padre. De resultas de tan franco diálogo consigo mismo,
    Gautama pidió alimentos y los comió con deleite.
    Inmediatamente lo abandonaron sus discípulos, y el
    ídolo de la India se desplomó de su sitial. El gran
    santo había comido como lo hacían los
    pecadores.

    Abandonado y acosado por la incertidumbre, siguió
    andando, tentado por los demonios del mundo inferior y debilitado
    por el reconocimiento de su propio fracaso. Finalmente,
    débil y abandonado, Gautama se cobijó bajo el
    amplio ramaje del Bo, donde tomó la firme decisión
    de permanecer hasta solucionar definitivamente por sí
    mismo los problemas que lo atormentaban. Lentamente, a medida que
    las horas pasaban, una gran paz iba descendiendo sobre él.
    Su mente, ya no más atrapada por la angustia y la duda, se
    iluminó. Gradualmente se fue elevando sobre los mundos del
    espacio y pudo abarcar así claramente todo el drama de la
    existencia humana; vio tanto las causas de las cosas como su
    remedio. Los demonios que le habían acuciado hasta
    entonces, se doblegaron ante él en reverente
    adoración. La Naturaleza toda se regocijó. Los
    dioses dispensaron sus bendiciones y el Instructor del Mundo
    quedó ya ordenado para su ministerio. Fue entonces que el
    Príncipe Gautama se convirtió en el Señor
    Buddha. Perfecto en sabiduría y en comprensión,
    libre del velo de la ilusión, se levantó de su
    asiento bajo el ramaje del Bo y partió a predicar el
    evangelio de la liberación. Atravesando la antigua
    Benarés, se detuvo en la aldea de Sarnath, donde se
    encontró con cinco de los discípulos que le
    había abandonado, les persuadió que le escucharan y
    allí, sobre un montecillo, rodeado por aquellos cinco, el
    Señor Buddha predicó su primer sermón e hizo
    los primeros cinco conversos de lo que posteriormente
    habría de ser la religión más difundida del
    mundo.

    Durante un lapso de más de cuarenta y cinco
    años, predicó el evangelio de la
    iluminación, que Él llamaba la Doctrina del Dharma,
    la filosofía del Sendero del Medio. Él
    condenó todos los extremos; abolió la
    mortificación de la carne e instruyó a sus
    discípulos en una grandiosa filosofía moral, que
    tiene tanta validez hoy como el día en que se
    predicó por vez primera. Impulsó el giro de la
    rueda de la ley y es hoy reconocido como uno de los grandes
    benefactores del mundo. Finalmente, después de más
    de ochenta años de servicio para la humanidad, dejó
    este mundo, rodeado de sus discípulos, siendo las
    siguientes sus últimas palabras:

    " … Parto ahora al Nirvana; mis preceptos os
    dejo. Los elementos del Omnisapiente se disgregarán, pero
    las Tres Gemas perdurarán. Monjes, os digo que,
    habiéndose de disolver las partes y los poderes del
    hombre, trabajéis con diligencia por vuestra
    salvación. "(
    Las tres Gemas son: la vida del Buddha,
    la enseñanza del Buddha y la Orden del Buddha)

    Así se cerró el ciclo de la existencia
    terrenal de una de las más maravillosas almas que hayan
    jamás luchado para emancipar al género humano de
    las limitaciones de la ignorancia, que vivió y
    confió su alma a la filosofía en la que
    había adoctrinado a los demás. El Buddha
    vivió para ver a la religión fundada sobre su
    doctrina alcanzar una posición de influencia y poder. Se
    cuenta que Él mismo quemó su propio cuerpo en la
    pira funeraria después de fracasar todas las tentativas
    por encenderla; sus cenizas, divididas en ochenta mil partes por
    el emperador Asoka fueron llevadas a todos los ámbitos del
    mundo conocido, y para contenerlas, erigieron magníficos
    monumentos, dagobas y torres aquéllos que amaron sus
    enseñanzas.

    Baste lo dicho en lo que concierne al hombre, y
    consideremos ahora el espíritu del Buddhismo, mucho
    más antiguo e intrincado que el humilde ser que lo
    manifestara entre los hombres.

    Buddha, el Compasivo, quien después de haber
    dominado los deseos inferiores de vivir abrió en sí
    mismo el Ojo Búddhico, tal como lo relata la leyenda del
    Árbol Bo, estableció, finalmente, que dos grandes
    leyes eran la verdadera clave del misterio del ser, y han llegado
    hasta nosotros con el nombre de Ley de Reencarnación y Ley
    de Karma. Se dice del mismo Buddha que Él recordaba
    más de quinientas de sus vidas terrenas anteriores. Sobre
    los muros de uno de sus templos en Java hay una serie de relieves
    esculpidos en la roca que se supone representan todas sus
    apariciones sobre la tierra desde la época en que
    él era una tortuga marina. Sus discípulos gustaban
    tanto en señalar su grande y sincera devoción por
    el prójimo que aún lo reputaban como amigo del
    hombre en su encarnación como tortuga, al describirlo
    guiando hacia tierra a un grupo de marineros náufragos.
    Pocos son los que han merecido el título de "Amigo de la
    Humanidad", pero en Oriente nadie discute el derecho del
    Señor Buddha a ser llamado el gran humanitario, el gran
    reformador religioso y servidor de la humanidad.

    Los buddhistas enseñan que la vida de un gran
    liberador tipifica un conjunto de ciertos procesos espirituales
    que se verifican en el cuerpo humano y ciertos aspectos de
    nuestra siempre evolucionante conciencia. Se ha supuesto que
    todos los semidioses y criaturas celestes del mundo antiguo no
    solamente personificaban grandes fuerzas de la Naturaleza, sino
    que también ciertos principios fijos en la
    constitución del alma humana. El Buddha simboliza el
    esfuerzo y el peregrinaje de todo buscador de la verdad, y
    también la interna conciencia espiritual en la
    búsqueda de su perdido trono y desde el cual, algún
    día, regirá la naturaleza del hombre.

    El espíritu humano es como un humilde y errabundo
    mendicante, buscando sabiduría en la superficie de los
    mundos inferiores, ascendiendo con la vista fija en las altas
    cumbres nevadas, sosteniendo su platillo limosnero o lota, no
    para recoger monedas sino aquellas aguas de vida que son
    imprescindibles para el crecimiento del alma.

    Se nos cuenta, que cuando el Buddha marchaba errante,
    desposeído y solo, necesitando vestimenta, entró en
    un cementerio, tomó la andrajosa mortaja de un
    cadáver, hecha con tela amarilla. En Oriente está
    muy difundido el manto amarillo, que ha pasado a ser
    universalmente aceptado como la vestimenta del monje buddhista.
    Una vasta organización ha adoptado como símbolo la
    mortaja que el Maestro tomó del muerto, y así
    surgió la Hermandad del Manto Amarillo, en honor del amado
    Maestro, y cuyos miembros se sienten enaltecidos e inspirados por
    el privilegio de usar una vestidura copiada de la que el
    Señor Buddha había tomado del cementerio.
    Más de un místico oriental aspira a hacerse
    merecedor de usar tal vestimenta. Mientras tanto, se prepara para
    tan magno día, y peregrinando por tierras desconocidas
    también lo encontramos con su trenza que usa para
    ceñir su vestimenta o que, rodeando su cuello, desciende
    hasta su corazón. Como él es un místico,
    alguna vez trepa por esa cuerda mística mucho más
    fuerte que cualquiera de sus trenzas y que está compuesta
    por su espíritu, su mente y su cuerpo, entrelazados en una
    sola cuerda lo suficientemente recia como para soportar a su
    conciencia en tanto asciende, dejando atrás el ruinoso
    templo del hombre inferior. El manto amarillo representa las
    energías vitales transformadas que, irradiando a
    través del cuerpo vital, forma en torno suyo un halo de
    dorada luz. Nunca habrá un cristiano demasiado bueno como
    para usar una dorada vestimenta como aquélla a la que el
    Buddha ganó el derecho de llevar, pues el manto amarillo
    simboliza el aura luminosa que los cristianos pintan en torno a
    la cabeza y el cuerpo de sus santos, el traje nupcial del que San
    Pablo hablara. Somos todos Príncipes de la India, sin
    consideraciones de nacionalidad o credo, y cada uno de nosotros
    algún día abandonará el reino de la tierra,
    tal como lo hizo el Señor Buddha para ir en busca de
    aquella eterna luz que es la vida del hombre.

    Más allá de la naturaleza inferior del
    hombre de aquella parte de su constitución que siempre
    quiere comodidades, gratificación de sus deseos y que
    corre tras la felicidad momentánea, existe un reino por el
    cual todos habremos de renunciar al predominio de aquella
    inferior naturaleza. No habremos de abandonar nuestra
    mundanalidad por obligación, sino porque descubriremos que
    existe algo más importante, algo más permanente y
    más deseable. Alguna vez, como el joven príncipe,
    percibiremos el desdichado y triste destino de aquellos que viven
    atrapados en los mundos inferiores y sentiremos la necesidad de
    desechar esas cosas y de buscar tesoros eternos. Entonces
    también nosotros abandonaremos la regia vestimenta del
    materialismo e iniciaremos nuestro peregrinaje hacia las altas
    cumbres que llevan a las mansiones de los Adeptos, entre los
    despeñaderos de los Himalayas. También nosotros
    leeremos el mensaje del loto y habiendo visto la gloria de sus
    flores abiertas, reconoceremos que no somos más que
    pimpollos esperando el tiempo en que habrán de florecer
    con la gloria de la despertada conciencia.

    Así, el Buddha, aún no bautizado por el
    grandioso poder de la verdadera iluminación espiritual
    busca, bajo todos los climas y a través de todas las
    regiones, la respuesta al problema de la conciencia humana.
    Errando por las grutas de la India septentrional, fue de uno a
    otro adepto, pero su búsqueda fue vana, hasta que,
    finalmente, y dentro de sí mismo, encontró la
    respuesta al eterno interrogante. Su propio cuerpo, purificado
    por la oración y la meditación que en esta esfera
    de conciencia es servicio y cotidiano dominio de los problemas,
    habíase eterizado tanto que irradiaba la dorada luz
    interior del espíritu y aparecía como ataviado por
    vestimenta que ningún rey podía comprar. El gran
    ojo — duplicado esotérico de los órganos
    físicos— se abrió y le fue dado ver la
    respuesta de todo humano problema, respuestas que evidenciaban la
    divina omnipotencia y la omniabarcante guía de un Dios
    justo y misericordioso. Lo mismo ocurrirá con todo
    individuo cuando él—o mejor dicho, su foco de
    conciencia— reposando bajo el árbol Bo de su columna
    vertebral, domine las etéreas y tentadoras formas que
    acuden a quebrar su silencio. Entonces, liberada su conciencia de
    los cuerpos inferiores y abiertos y el ojo del espíritu
    luego de su peregrinaje, verá el gran plan dentro del cual
    tiene su ser. Hace millones de años, cuando la inicial
    oleada de vida se agitó por vez primera sobre nuestro
    planeta, contemplamos la manifestación de un eterno
    peregrinaje que, millones de años después
    continuaba a través de formas que no podríamos
    reconocer; y millones de años en el futuro estaremos
    aún justificando al eterno peregrino, en busca de mayor y
    más plena comprensión, y en la apertura de cada
    nuevo ojo nos trae la certeza de otros aún dormidos y el
    desarrollo de cada nueva facultad nos muestra más
    claramente aún el gran número de facultades
    todavía latentes.

    Se dice que el Buddha era llamado el león. El
    león es el rey de los animales, y durante muchos siglos
    todos los miembros de la familia de los gatos, de la cual es
    miembro el león, han sido considerados como sagrados. Hay
    dos razones para ello. La primera es que cuando el gato yace
    arrollado sobre sí mismo, generalmente con la cabeza
    tocándose la cola, y teniendo en cuenta las corrientes
    magnéticas especiales que circulan a través del
    cuerpo de un gato, se lo imaginó como un símbolo
    del universo y las corrientes espirituales que se desplazan en
    torno y a través de él. De ahí que la
    familia de los felinos era considerada como sagrada por los
    sacerdotes egipcios de Bubastis, especialmente los gatos
    tricolores. La segunda razón para su veneración es
    la facultad que se atribuye a todos los gatos de ver en la
    obscuridad, simbolizando entonces la visión espiritual,
    capaz de ver en las tinieblas de los mundos inferiores. Hay una
    tercera razón por la cual, tanto el Buddha como el Cristo,
    eran llamados leones; el león es el símbolo del
    valor, y aquellos que carecen de valor bien pronto abandonan la
    gran lucha por la iluminación espiritual.

    Las estatuillas e imágenes del Buddha que pueden
    verse en la actualidad en las vidrieras muestran usualmente al
    Señor del Loto con una pequeña bolilla dorada en la
    frente, entre los ojos; esto simboliza al centro de la conciencia
    espiritual en actividad, o chispa divina en el hombre que es
    ubicado en el seno frontal, entre los ojos físicos,
    justamente encima de la raíz de la nariz. También
    en muchas imágenes encontraremos símbolos que vale
    la pena estudiar; por ejemplo, los hermosos pimpollos y flores
    que aparecen bordados en sus vestiduras y que representan, sin
    duda, los centros espirituales, activados y rotando dentro de su
    aura. En muchas estatuas vemos que una de las manos del Buddha
    señala hacia arriba y la otra hacia abajo. Uno de los
    cuadros más famosos que representan a Platón
    y

    Aristóteles muestra a uno de los filósofos
    señalando al cielo y diciendo: "Hemos nacido del cielo" y
    el otro, señalando hacia abajo, respondiendo: "Hemos
    nacido de la tierra". En el Buddha, el equilibrio entre ambas
    actitudes y el Sendero del Medio está simbolizado por sus
    manos, una de las cuales pide arriba y la otra ayuda abajo. En
    otras imágenes lo vemos con sus manos formando un amplio
    círculo sobre su regazo, y sus pies cruzados debajo de
    ellas. Esto simboliza el completamiento de los dos grandes
    circuitos de energía actuantes dentro del cuerpo humano,
    ambos forman la figura del número ocho, o la
    extraña figura trazada por la naturaleza en la cabeza de
    la cobra.

    Si bien hace siglos que Gautama dejó esta tierra,
    poca duda cabe de que los adherentes de su religión
    sobrepasan en número a los de cualquiera otra. En los
    últimos años, numerosos cristianos han abrazado la
    fe budista, como resultado de una más auténtica
    comprensión, pues el hombre promedio no advierte que el
    Cristianismo, como doctrina, incluye a todas las demás
    religiones. Mucho de la amplitud del Cristianismo se ha perdido
    por la estrechez de algunos que se llaman a sí mismo
    cristianos, pero tiempo vendrá en que cada estudiante de
    la verdad se regocijará de encontrarla en todas partes y
    comprenderá que el conocimiento que un cristiano puede
    obtener de las religiones que precedieron a la propia, si se
    utiliza adecuadamente, le ayudará a ser mejor cristiano.
    En las enseñanzas de todos los Iluminados se
    encontrarán muchas conexiones que han sido omitidas, o
    mejor dicho, ocultadas por individuos de estrecha mentalidad y
    sin las cuales el Cristianismo resulta algo demasiado complicado
    para el hombre común. El Buddha fue uno de los hijos de la
    Gran Luz; fue enviado por la Gran Fraternidad Blanca para actuar
    entre los hombres. Desempeñó fielmente su tarea de
    mensajero de los poderes de la luz y, sin distinción de
    credo o doctrina, todo el mundo debe rendir homenaje a esos
    altruistas seres que han trabajado por su mejoramiento. Pocos son
    los que han renunciado a tanto en nombre de la Verdad como el
    Príncipe Siddhartha, y en sus enseñanzas expuso,
    sin retaceos y sin temores, las verdades en que creía.
    Así como Jesús desgarró el velo del Templo
    de Jerusalén y dio a toda la humanidad los misterios de la
    creación, así también el gran Buddha, la Luz
    de Asia desgarró el velo del templo de Brahman y llevo a
    los pobres y a los humildes, a los sudras y a los esclavos,
    aquellas verdades que ahora se han difundido sobre más de
    los tres cuartos del mundo conocido. Oriente lo ama por todo el
    bien que hizo, abriendo los portales de la inmortalidad a los
    pobres y a los humildes, transformando el ciclo de la esclavitud
    en ciclo del progreso.

    En épocas pasadas, los sacerdotes buddhistas,
    fueron hacia Birmania, Corea, Japón, China, Java, Siam y
    muchos otros países, difundiendo la doctrina de
    compasión y de fraternidad entre millones de almas
    dolientes. En vez de convertir con la espada, el Buddhismo se
    expendió convirtiendo mediante el amor y probó que
    las cosas pueden crecer en la paz y prosperar mediante la
    cooperación, y su fe se integra con una serie de doctrinas
    educativas que ayudan a los hombres a desarrollar sus propias
    facultades aún latentes. Cada cual debería sentir
    qué cosa maravillosa es ser capaz de auxiliar a los que
    sufren.

    Hoy todavía somos los peregrinos, los
    mendicantes, que luchan en la vida buscando la verdad; estamos
    donde estuvo Gautama en la época de su gran
    renunciación; ante nosotros, se extienden los dos
    senderos, el del egoísmo y el de la mortificación,
    y en medio de ellos se yergue el Señor Buddha, el radiante
    instructor del Sendero del Medio, quien sabiamente se
    ubicó entre ambos perjudiciales extremos, practicando el
    desapego y la moderación ¿Cuál será
    entonces nuestra elección? La Gran Fraternidad Blanca, la
    Escuela de los Grandes Maestros, actúa sobre el hombre
    mediante sus semejantes, no por medio de ángeles del cielo
    y al dedicar nuestra vida al servicio del prójimo es
    cuando nos convertimos en posibles canales para la
    transmisión del bien, permitiendo que el poder de la luz
    haga uso de nosotros.

    Cuanto más nos mejoremos a nosotros mismos y
    más desarrollemos nuestras latentes posibilidades, con
    aquella divisa y aquel propósito de servicio como
    pensamiento guía, tanto más próximo
    habrá de estar el día en que el espíritu del
    Cristo o del Buddha descienda sobre nosotros y, de canales
    inconscientes, nos convirtamos en vehículos conscientes
    para la difusión de la verdad entre los hambrientos de
    ella que hay en el mundo. Deberemos realizar esta
    diseminación de la sabiduría mediante el empleo de
    las facultades que habremos desarrollado a lo largo de nuestro
    peregrinaje. Cuando pensemos en ese Maestro de Adeptos,
    veámonos en Él a nosotros mismos con las ropas dad
    mendicante y esforzándonos por cambiar las vestimentas de
    nuestros cuerpos inferiores por el dorado manto del Buddhado, que
    habremos comenzado a entretejer desde el momento en que nos
    libremos del poder mortal de la ilusión.

    Comprendamos que, tal como el Príncipe de la
    India, debemos llevar nuestro pequeño cuenco de
    mendicante, pidiendo limosnas eternamente, clamando por
    guía, fuerza y verdad, y rogando para que podamos recoger
    en la pequeña copa de nuestra alma, y preservarlas en ella
    para gloria de Dios, las energías y fuerzas vitales que
    ahora derrochamos insensatamente en medio de la
    incertidumbre. La Paz sea con Ustedes…

     

     

    Autor:

    Jorge Alberto Vilches Sánchez

     

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