Buddha: "El amigo del
hombre"
Buda es el título por el que se conoce
mundialmente a Siddhartha Gautama (en
sánscrito ——— —-, en pali Siddattha Gotama),
nacido en Lumbini (Nepal). Vivió aproximadamente entre los
años 566 y 478 a. C., a finales de lo que se
conoce como periodo védico. El término
buddha significa «inteligente» o
«iluminado», y se usa para nombrar a todo humano que
haya conseguido el nirvana(En algunas religiones de la
India, estado resultante de la liberación de los deseos,
de la conciencia individual y de la reencarnación, que se
alcanza mediante la meditación y la
iluminación).
No existe carácter más sublime, entre
todos los servidores del género humano, que el del
Señor Sakyamuni (buddha ) quien, con justicia, ha
merecido el título de "La Luz de Asia". Justo sería
que todas las naciones y razas fuesen educadas en el respeto
hacia aquellos seres nada egoístas y compasivos que
renunciaron a la vida que apreciaban y salieron a defender la
causa del prójimo ante la Divinidad.
El mundo cristiano, fraccionado por tantas barreras
religiosas y raciales, desdeña a menudo las doctrinas
filosóficas del lejano Oriente. No advierte que las
grandes mentes no son patrimonio exclusivo de un país en
particular sino de toda la humanidad. En el inescrutable y
desconocido Oriente resplandece una luz que ha disipado las
tinieblas espirituales de centenares de millones de seres
vivientes. No podemos permitirnos el ignorar esta gloriosa
luz.
La enseñanza buddhista es la más amplia
que el mundo ha conocido, y al mismo tiempo se afirma que sus
adherentes alcanzan casi a la mitad de la humanidad viviente
(aproximadamente 1600 millones de seguidores). Será
conveniente pues, en esta culta época, que dispongamos de
toda la información posible concerniente a la más
difícil de todas las ciencias: la ciencia del vivir. El
Buddha Gautama fue un maestro en el arte de vivir, y su
penetrante, lógico y razonable punto de vista acerca de la
vida y sus responsabilidades habrán de ser muy
útiles para rectificar las actuales costumbres, que
encadenan la mente de los hombres.
Dios actúa de modos diversos, mediante muchos
recursos y en múltiples lugares, pero si alguna vez ha
existido alguien a través de quien el Todopoderoso
trabajó por la causa de la comprensión humana,
ése fue el compasivo Señor del Loto. La
enseñanza del Buddha, plena de verdades sencillas y sanas
deducciones, de ningún modo se opone a los principios del
cristianismo; al contrario, ayuda al mundo occidental en su gran
tarea de estudiar sus propias escrituras.
Estudiando la condición del gran príncipe
Siddhartha, sobre quien descendieron —o mejor dicho, dentro
de quien se desarrollaron— los áureos poderes del
buddhado, descubrimos que estamos encarando un doble misterio. En
primer término, tenemos el individuo histórico; lo
hayamos luchando contra la intolerancia religiosa de su
época, convertido en adalid de la causa del hombre
común, y ofreciendo por igual, a los humildes y a los
poderosos, la misma esperanza de inmortalidad. En segundo lugar,
y paralelamente a esto, tenemos el mito cósmico
relacionado con una grandiosa cadena de celestiales Buddhas y
Boddhisattvas, de los cuales el humilde peregrino de dorado
atuendo era el vigésimo noveno. Si bien poca duda cabe
acerca de que realmente vivió, el verdadero misterio del
Señor Gautama y su peregrinación en busca de la
sabiduría yace en la interpretación espiritual de
la alegoría histórica. El maravilloso iniciado, que
ganara el dorado manto de la inmortalidad con su sinceridad y su
devoción, demostró las infinitas posibilidades
latentes en la evolucionante conciencia de cada ser.
A menudo se hace referencia a Jesús de Nazaret
como el León de la Tribu de Judá, y es interesante
observar que al Buddha también se le adjudica el
título complementario de Sakyashina, que significa
"león".
La vida del Buddha es un notable relato de altruismo,
servicio y grandiosos ideales. Fue hijo de un Rey, rodeado de
lujo, a todo lo cual renunció para así poder salir
como peregrino mendicante en busca de respuesta a los problemas
del destino humano. Se cuenta que en su juventud, viendo tanta
miseria a su alrededor, decidió dedicar su vida a
conseguir respuesta a los tres grandes interrogantes:
¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos
aquí? ¿A dónde vamos? Esta
decisión fue resultado de cuatro sucesos notables, que
algunos aceptan como hechos literalmente acaecidos y que otros
califican de visiones que se le hicieron percibir a fin de que no
pudiese olvidar el magno ministerio para el cual vino al
mundo.
El primero de estos misteriosos acontecimientos le
obligó a poner su atención sobre el problema de la
vejez, la enfermedad y la muerte. "¿Por qué
envejecemos?" preguntó; pero nadie pudo responderle.
"¿Cuál es el origen de la enfermedad, que
súbitamente y sin razón aparente, marchita la vida
y priva al hombre aún de una temporal felicidad?
¿Qué es esa forma silenciosa y fría yacente
en el lecho de muerte? ¿Muere allí la conciencia?
¿Es la muerte el fin de todo, o es una liberación,
un portal que se abre hacia otra mansión más
allá?". El joven príncipe meditó hondamente
sobre esos problemas, mas no pudo hallar respuesta. Entonces
sobrevino la cuarta visión, siéndole revelada la
imagen de un santo, de apacible y calma faz, con la certeza de la
inmortalidad en el alma. Así le fue mostrado al
príncipe, con el ejemplo del humilde mendicante, que la
paz y la comprensión eran la verdadera felicidad.
Impulsado por las grandes necesidades de los hombres, el
Príncipe de la India abandonó silenciosamente su
palacio y dejando atrás todo terrenal apego, marchó
pobre y solo entre montes y valles del Indostán,
interrogando a todos cuantos se ponían en contacto con
él si podían arrojar alguna luz sobre el misterio
de la vida humana. Nunca obtuvo respuesta. Los sabios
argumentaron y filosofaron sobre muchas cosas, pero ninguno pudo
desatar el nudo del destino humano. Mortificó su carne, y
por sus ascéticas austeridades cobró gran fama de
santo. Oró, ayunó y marchó rodeado de
discípulos que lo adoraban por su incansable celo y su
notable valor. Finalmente, debilitado por la desnudez,
atormentado por el severo ascetismo y desnutrido, su cuerpo se
abatió y, de pronto, el joven peregrino fue consciente de
que todo su ardor y automortificación no lo habían
llevado a ninguna parte, que estaba tan lejos de la
solución como cuando vivía ocioso en el palacio de
su padre. De resultas de tan franco diálogo consigo mismo,
Gautama pidió alimentos y los comió con deleite.
Inmediatamente lo abandonaron sus discípulos, y el
ídolo de la India se desplomó de su sitial. El gran
santo había comido como lo hacían los
pecadores.
Abandonado y acosado por la incertidumbre, siguió
andando, tentado por los demonios del mundo inferior y debilitado
por el reconocimiento de su propio fracaso. Finalmente,
débil y abandonado, Gautama se cobijó bajo el
amplio ramaje del Bo, donde tomó la firme decisión
de permanecer hasta solucionar definitivamente por sí
mismo los problemas que lo atormentaban. Lentamente, a medida que
las horas pasaban, una gran paz iba descendiendo sobre él.
Su mente, ya no más atrapada por la angustia y la duda, se
iluminó. Gradualmente se fue elevando sobre los mundos del
espacio y pudo abarcar así claramente todo el drama de la
existencia humana; vio tanto las causas de las cosas como su
remedio. Los demonios que le habían acuciado hasta
entonces, se doblegaron ante él en reverente
adoración. La Naturaleza toda se regocijó. Los
dioses dispensaron sus bendiciones y el Instructor del Mundo
quedó ya ordenado para su ministerio. Fue entonces que el
Príncipe Gautama se convirtió en el Señor
Buddha. Perfecto en sabiduría y en comprensión,
libre del velo de la ilusión, se levantó de su
asiento bajo el ramaje del Bo y partió a predicar el
evangelio de la liberación. Atravesando la antigua
Benarés, se detuvo en la aldea de Sarnath, donde se
encontró con cinco de los discípulos que le
había abandonado, les persuadió que le escucharan y
allí, sobre un montecillo, rodeado por aquellos cinco, el
Señor Buddha predicó su primer sermón e hizo
los primeros cinco conversos de lo que posteriormente
habría de ser la religión más difundida del
mundo.
Durante un lapso de más de cuarenta y cinco
años, predicó el evangelio de la
iluminación, que Él llamaba la Doctrina del Dharma,
la filosofía del Sendero del Medio. Él
condenó todos los extremos; abolió la
mortificación de la carne e instruyó a sus
discípulos en una grandiosa filosofía moral, que
tiene tanta validez hoy como el día en que se
predicó por vez primera. Impulsó el giro de la
rueda de la ley y es hoy reconocido como uno de los grandes
benefactores del mundo. Finalmente, después de más
de ochenta años de servicio para la humanidad, dejó
este mundo, rodeado de sus discípulos, siendo las
siguientes sus últimas palabras:
" … Parto ahora al Nirvana; mis preceptos os
dejo. Los elementos del Omnisapiente se disgregarán, pero
las Tres Gemas perdurarán. Monjes, os digo que,
habiéndose de disolver las partes y los poderes del
hombre, trabajéis con diligencia por vuestra
salvación. "(Las tres Gemas son: la vida del Buddha,
la enseñanza del Buddha y la Orden del Buddha)
Así se cerró el ciclo de la existencia
terrenal de una de las más maravillosas almas que hayan
jamás luchado para emancipar al género humano de
las limitaciones de la ignorancia, que vivió y
confió su alma a la filosofía en la que
había adoctrinado a los demás. El Buddha
vivió para ver a la religión fundada sobre su
doctrina alcanzar una posición de influencia y poder. Se
cuenta que Él mismo quemó su propio cuerpo en la
pira funeraria después de fracasar todas las tentativas
por encenderla; sus cenizas, divididas en ochenta mil partes por
el emperador Asoka fueron llevadas a todos los ámbitos del
mundo conocido, y para contenerlas, erigieron magníficos
monumentos, dagobas y torres aquéllos que amaron sus
enseñanzas.
Baste lo dicho en lo que concierne al hombre, y
consideremos ahora el espíritu del Buddhismo, mucho
más antiguo e intrincado que el humilde ser que lo
manifestara entre los hombres.
Buddha, el Compasivo, quien después de haber
dominado los deseos inferiores de vivir abrió en sí
mismo el Ojo Búddhico, tal como lo relata la leyenda del
Árbol Bo, estableció, finalmente, que dos grandes
leyes eran la verdadera clave del misterio del ser, y han llegado
hasta nosotros con el nombre de Ley de Reencarnación y Ley
de Karma. Se dice del mismo Buddha que Él recordaba
más de quinientas de sus vidas terrenas anteriores. Sobre
los muros de uno de sus templos en Java hay una serie de relieves
esculpidos en la roca que se supone representan todas sus
apariciones sobre la tierra desde la época en que
él era una tortuga marina. Sus discípulos gustaban
tanto en señalar su grande y sincera devoción por
el prójimo que aún lo reputaban como amigo del
hombre en su encarnación como tortuga, al describirlo
guiando hacia tierra a un grupo de marineros náufragos.
Pocos son los que han merecido el título de "Amigo de la
Humanidad", pero en Oriente nadie discute el derecho del
Señor Buddha a ser llamado el gran humanitario, el gran
reformador religioso y servidor de la humanidad.
Los buddhistas enseñan que la vida de un gran
liberador tipifica un conjunto de ciertos procesos espirituales
que se verifican en el cuerpo humano y ciertos aspectos de
nuestra siempre evolucionante conciencia. Se ha supuesto que
todos los semidioses y criaturas celestes del mundo antiguo no
solamente personificaban grandes fuerzas de la Naturaleza, sino
que también ciertos principios fijos en la
constitución del alma humana. El Buddha simboliza el
esfuerzo y el peregrinaje de todo buscador de la verdad, y
también la interna conciencia espiritual en la
búsqueda de su perdido trono y desde el cual, algún
día, regirá la naturaleza del hombre.
El espíritu humano es como un humilde y errabundo
mendicante, buscando sabiduría en la superficie de los
mundos inferiores, ascendiendo con la vista fija en las altas
cumbres nevadas, sosteniendo su platillo limosnero o lota, no
para recoger monedas sino aquellas aguas de vida que son
imprescindibles para el crecimiento del alma.
Se nos cuenta, que cuando el Buddha marchaba errante,
desposeído y solo, necesitando vestimenta, entró en
un cementerio, tomó la andrajosa mortaja de un
cadáver, hecha con tela amarilla. En Oriente está
muy difundido el manto amarillo, que ha pasado a ser
universalmente aceptado como la vestimenta del monje buddhista.
Una vasta organización ha adoptado como símbolo la
mortaja que el Maestro tomó del muerto, y así
surgió la Hermandad del Manto Amarillo, en honor del amado
Maestro, y cuyos miembros se sienten enaltecidos e inspirados por
el privilegio de usar una vestidura copiada de la que el
Señor Buddha había tomado del cementerio.
Más de un místico oriental aspira a hacerse
merecedor de usar tal vestimenta. Mientras tanto, se prepara para
tan magno día, y peregrinando por tierras desconocidas
también lo encontramos con su trenza que usa para
ceñir su vestimenta o que, rodeando su cuello, desciende
hasta su corazón. Como él es un místico,
alguna vez trepa por esa cuerda mística mucho más
fuerte que cualquiera de sus trenzas y que está compuesta
por su espíritu, su mente y su cuerpo, entrelazados en una
sola cuerda lo suficientemente recia como para soportar a su
conciencia en tanto asciende, dejando atrás el ruinoso
templo del hombre inferior. El manto amarillo representa las
energías vitales transformadas que, irradiando a
través del cuerpo vital, forma en torno suyo un halo de
dorada luz. Nunca habrá un cristiano demasiado bueno como
para usar una dorada vestimenta como aquélla a la que el
Buddha ganó el derecho de llevar, pues el manto amarillo
simboliza el aura luminosa que los cristianos pintan en torno a
la cabeza y el cuerpo de sus santos, el traje nupcial del que San
Pablo hablara. Somos todos Príncipes de la India, sin
consideraciones de nacionalidad o credo, y cada uno de nosotros
algún día abandonará el reino de la tierra,
tal como lo hizo el Señor Buddha para ir en busca de
aquella eterna luz que es la vida del hombre.
Más allá de la naturaleza inferior del
hombre de aquella parte de su constitución que siempre
quiere comodidades, gratificación de sus deseos y que
corre tras la felicidad momentánea, existe un reino por el
cual todos habremos de renunciar al predominio de aquella
inferior naturaleza. No habremos de abandonar nuestra
mundanalidad por obligación, sino porque descubriremos que
existe algo más importante, algo más permanente y
más deseable. Alguna vez, como el joven príncipe,
percibiremos el desdichado y triste destino de aquellos que viven
atrapados en los mundos inferiores y sentiremos la necesidad de
desechar esas cosas y de buscar tesoros eternos. Entonces
también nosotros abandonaremos la regia vestimenta del
materialismo e iniciaremos nuestro peregrinaje hacia las altas
cumbres que llevan a las mansiones de los Adeptos, entre los
despeñaderos de los Himalayas. También nosotros
leeremos el mensaje del loto y habiendo visto la gloria de sus
flores abiertas, reconoceremos que no somos más que
pimpollos esperando el tiempo en que habrán de florecer
con la gloria de la despertada conciencia.
Así, el Buddha, aún no bautizado por el
grandioso poder de la verdadera iluminación espiritual
busca, bajo todos los climas y a través de todas las
regiones, la respuesta al problema de la conciencia humana.
Errando por las grutas de la India septentrional, fue de uno a
otro adepto, pero su búsqueda fue vana, hasta que,
finalmente, y dentro de sí mismo, encontró la
respuesta al eterno interrogante. Su propio cuerpo, purificado
por la oración y la meditación que en esta esfera
de conciencia es servicio y cotidiano dominio de los problemas,
habíase eterizado tanto que irradiaba la dorada luz
interior del espíritu y aparecía como ataviado por
vestimenta que ningún rey podía comprar. El gran
ojo — duplicado esotérico de los órganos
físicos— se abrió y le fue dado ver la
respuesta de todo humano problema, respuestas que evidenciaban la
divina omnipotencia y la omniabarcante guía de un Dios
justo y misericordioso. Lo mismo ocurrirá con todo
individuo cuando él—o mejor dicho, su foco de
conciencia— reposando bajo el árbol Bo de su columna
vertebral, domine las etéreas y tentadoras formas que
acuden a quebrar su silencio. Entonces, liberada su conciencia de
los cuerpos inferiores y abiertos y el ojo del espíritu
luego de su peregrinaje, verá el gran plan dentro del cual
tiene su ser. Hace millones de años, cuando la inicial
oleada de vida se agitó por vez primera sobre nuestro
planeta, contemplamos la manifestación de un eterno
peregrinaje que, millones de años después
continuaba a través de formas que no podríamos
reconocer; y millones de años en el futuro estaremos
aún justificando al eterno peregrino, en busca de mayor y
más plena comprensión, y en la apertura de cada
nuevo ojo nos trae la certeza de otros aún dormidos y el
desarrollo de cada nueva facultad nos muestra más
claramente aún el gran número de facultades
todavía latentes.
Se dice que el Buddha era llamado el león. El
león es el rey de los animales, y durante muchos siglos
todos los miembros de la familia de los gatos, de la cual es
miembro el león, han sido considerados como sagrados. Hay
dos razones para ello. La primera es que cuando el gato yace
arrollado sobre sí mismo, generalmente con la cabeza
tocándose la cola, y teniendo en cuenta las corrientes
magnéticas especiales que circulan a través del
cuerpo de un gato, se lo imaginó como un símbolo
del universo y las corrientes espirituales que se desplazan en
torno y a través de él. De ahí que la
familia de los felinos era considerada como sagrada por los
sacerdotes egipcios de Bubastis, especialmente los gatos
tricolores. La segunda razón para su veneración es
la facultad que se atribuye a todos los gatos de ver en la
obscuridad, simbolizando entonces la visión espiritual,
capaz de ver en las tinieblas de los mundos inferiores. Hay una
tercera razón por la cual, tanto el Buddha como el Cristo,
eran llamados leones; el león es el símbolo del
valor, y aquellos que carecen de valor bien pronto abandonan la
gran lucha por la iluminación espiritual.
Las estatuillas e imágenes del Buddha que pueden
verse en la actualidad en las vidrieras muestran usualmente al
Señor del Loto con una pequeña bolilla dorada en la
frente, entre los ojos; esto simboliza al centro de la conciencia
espiritual en actividad, o chispa divina en el hombre que es
ubicado en el seno frontal, entre los ojos físicos,
justamente encima de la raíz de la nariz. También
en muchas imágenes encontraremos símbolos que vale
la pena estudiar; por ejemplo, los hermosos pimpollos y flores
que aparecen bordados en sus vestiduras y que representan, sin
duda, los centros espirituales, activados y rotando dentro de su
aura. En muchas estatuas vemos que una de las manos del Buddha
señala hacia arriba y la otra hacia abajo. Uno de los
cuadros más famosos que representan a Platón
y
Aristóteles muestra a uno de los filósofos
señalando al cielo y diciendo: "Hemos nacido del cielo" y
el otro, señalando hacia abajo, respondiendo: "Hemos
nacido de la tierra". En el Buddha, el equilibrio entre ambas
actitudes y el Sendero del Medio está simbolizado por sus
manos, una de las cuales pide arriba y la otra ayuda abajo. En
otras imágenes lo vemos con sus manos formando un amplio
círculo sobre su regazo, y sus pies cruzados debajo de
ellas. Esto simboliza el completamiento de los dos grandes
circuitos de energía actuantes dentro del cuerpo humano,
ambos forman la figura del número ocho, o la
extraña figura trazada por la naturaleza en la cabeza de
la cobra.
Si bien hace siglos que Gautama dejó esta tierra,
poca duda cabe de que los adherentes de su religión
sobrepasan en número a los de cualquiera otra. En los
últimos años, numerosos cristianos han abrazado la
fe budista, como resultado de una más auténtica
comprensión, pues el hombre promedio no advierte que el
Cristianismo, como doctrina, incluye a todas las demás
religiones. Mucho de la amplitud del Cristianismo se ha perdido
por la estrechez de algunos que se llaman a sí mismo
cristianos, pero tiempo vendrá en que cada estudiante de
la verdad se regocijará de encontrarla en todas partes y
comprenderá que el conocimiento que un cristiano puede
obtener de las religiones que precedieron a la propia, si se
utiliza adecuadamente, le ayudará a ser mejor cristiano.
En las enseñanzas de todos los Iluminados se
encontrarán muchas conexiones que han sido omitidas, o
mejor dicho, ocultadas por individuos de estrecha mentalidad y
sin las cuales el Cristianismo resulta algo demasiado complicado
para el hombre común. El Buddha fue uno de los hijos de la
Gran Luz; fue enviado por la Gran Fraternidad Blanca para actuar
entre los hombres. Desempeñó fielmente su tarea de
mensajero de los poderes de la luz y, sin distinción de
credo o doctrina, todo el mundo debe rendir homenaje a esos
altruistas seres que han trabajado por su mejoramiento. Pocos son
los que han renunciado a tanto en nombre de la Verdad como el
Príncipe Siddhartha, y en sus enseñanzas expuso,
sin retaceos y sin temores, las verdades en que creía.
Así como Jesús desgarró el velo del Templo
de Jerusalén y dio a toda la humanidad los misterios de la
creación, así también el gran Buddha, la Luz
de Asia desgarró el velo del templo de Brahman y llevo a
los pobres y a los humildes, a los sudras y a los esclavos,
aquellas verdades que ahora se han difundido sobre más de
los tres cuartos del mundo conocido. Oriente lo ama por todo el
bien que hizo, abriendo los portales de la inmortalidad a los
pobres y a los humildes, transformando el ciclo de la esclavitud
en ciclo del progreso.
En épocas pasadas, los sacerdotes buddhistas,
fueron hacia Birmania, Corea, Japón, China, Java, Siam y
muchos otros países, difundiendo la doctrina de
compasión y de fraternidad entre millones de almas
dolientes. En vez de convertir con la espada, el Buddhismo se
expendió convirtiendo mediante el amor y probó que
las cosas pueden crecer en la paz y prosperar mediante la
cooperación, y su fe se integra con una serie de doctrinas
educativas que ayudan a los hombres a desarrollar sus propias
facultades aún latentes. Cada cual debería sentir
qué cosa maravillosa es ser capaz de auxiliar a los que
sufren.
Hoy todavía somos los peregrinos, los
mendicantes, que luchan en la vida buscando la verdad; estamos
donde estuvo Gautama en la época de su gran
renunciación; ante nosotros, se extienden los dos
senderos, el del egoísmo y el de la mortificación,
y en medio de ellos se yergue el Señor Buddha, el radiante
instructor del Sendero del Medio, quien sabiamente se
ubicó entre ambos perjudiciales extremos, practicando el
desapego y la moderación ¿Cuál será
entonces nuestra elección? La Gran Fraternidad Blanca, la
Escuela de los Grandes Maestros, actúa sobre el hombre
mediante sus semejantes, no por medio de ángeles del cielo
y al dedicar nuestra vida al servicio del prójimo es
cuando nos convertimos en posibles canales para la
transmisión del bien, permitiendo que el poder de la luz
haga uso de nosotros.
Cuanto más nos mejoremos a nosotros mismos y
más desarrollemos nuestras latentes posibilidades, con
aquella divisa y aquel propósito de servicio como
pensamiento guía, tanto más próximo
habrá de estar el día en que el espíritu del
Cristo o del Buddha descienda sobre nosotros y, de canales
inconscientes, nos convirtamos en vehículos conscientes
para la difusión de la verdad entre los hambrientos de
ella que hay en el mundo. Deberemos realizar esta
diseminación de la sabiduría mediante el empleo de
las facultades que habremos desarrollado a lo largo de nuestro
peregrinaje. Cuando pensemos en ese Maestro de Adeptos,
veámonos en Él a nosotros mismos con las ropas dad
mendicante y esforzándonos por cambiar las vestimentas de
nuestros cuerpos inferiores por el dorado manto del Buddhado, que
habremos comenzado a entretejer desde el momento en que nos
libremos del poder mortal de la ilusión.
Comprendamos que, tal como el Príncipe de la
India, debemos llevar nuestro pequeño cuenco de
mendicante, pidiendo limosnas eternamente, clamando por
guía, fuerza y verdad, y rogando para que podamos recoger
en la pequeña copa de nuestra alma, y preservarlas en ella
para gloria de Dios, las energías y fuerzas vitales que
ahora derrochamos insensatamente en medio de la
incertidumbre. La Paz sea con Ustedes…
Autor:
Jorge Alberto Vilches Sánchez